Entre Bambalinas / Alejandra Arenas

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Entre Bambalinas Alejandra Arenas Opalina Factoría 2017 Diagramación a cargo de Juan Canales Diseño por Francisco Escobar Impreso en Valparaíso, Chile por Opalina Factoría Primera edición

“Colección Op! Fábrica de Libros” Contacto autor: alejandrasarenas@hotmail.com Este libro se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas- 3.0 Unported

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Estas páginas son producto de la curiosidad. Lo que se comía, se edificaba y era motivo de entretención en la familia llegaba a mis sentidos provocándolos a la interpretación. Era movida por la idea de que la vida de una persona es tan rica que no debería pasar desapercibida. Hoy no solo estoy segura de que es una ley que rige mi naturaleza personal, sino que también continúo rehén de esta regla.



En el libro de Familias Fundadoras de Chile, los primeros registros Silva son del año 1586

Silva Villar y Narváez Villar Abuelo Alejandro Silva Araya (Abuelo Janyo 1886) Abuela Zulema Villar Díaz Tía–abuela Magdalena Silva Araya Tía Eugenia Narváez Villar Tío Tito Narváez Villar Tío Jacobo Silva Villar Papá Leonardo Silva Villar 1916 Tío José Silva Villar Tía Alejandrina Silva Villar Tía Silvia Silva Villar


En el libro de Familias Fundadoras de Chile, los primeros registros Arenas son del año 1565.

Arenas Morán, Arenas Covarrubias y Arenas Garretón Tátara–abuelo Damián Arenas Tátara–abuela Luisa Morán Bis–abuelo José Damián Arenas Morán 1864 Bis-Abuela Mercedes Covarrubias Bis-Abuelo Aníbal Garretón Bis-Abuela Sara Reumante Tía-Abuela Juana Arenas Covarrubias 1889 Tía-Abuela Jovita Arenas Covarrubias 1893 Tío-Abuelo Eduardo Arenas Covarrubias Tío-Abuelo Roberto Arenas Covarrubias Abuelo Enrique Arenas Covarrubias 1896 Abuela Josefina Garretón Reumante 1902 Tío Orlando Arenas Garretón 1923 Mamá Nelly Arenas Garretón 1925 Tía Gladys Arenas Garretón 1927


Tío Daniel Arenas Garretón 1931 Tío René Arenas Garretón 1934 Tío Héctor Arenas Garretón1936





“Como yo no sé rezar Un día me puse a contar, Cuántas estrellas hay en el cielo Y cuántos Silva y Arenas en la tierra” A mi madre Nelly Mercedes Arenas Garretón Quien sostiene con gentileza el universo Arenas Y a mi padre Leonardo Enrique Silva Villar Quien llevó con garbo el de los Silva



Primera Parte 1954 – 2006 Introducción

17

Concierto de Varsovia

21

Los Diablos del Abuelo

29

Historias de Fin de Año

34

Tertulia

39

Fellini Ocho y Medio

42

Tango

45

La Plaza

48

Senderos

51

Segunda Parte 1906 – 1937 Tarde de Julio

57

El Pretendiente

63

Faltaban Diez días para su Cumpleaños

66

Tren de Carga Nocturno nº221

75



Las calles de esta ciudad tienen una ternura secreta escondida en las sinuosidades de sus curvas, impregnadas de los esfuerzos naturales de sus porteños que sin orden ninguno le imprimieron características impensables. Hay aquí una resigna-ción amable a este paisaje vestido de remiendos, piedras naturales en vez de preciosas, escalas infinitas, recovecos oscuros, ascensores descalabrados y una arquitectura costurada con asombrosa creatividad. El mar con su aroma inconfundible perfuma el entorno y al tallar sus orillas emite una tonada provocando en este cuadro una sensación que nos conduce a atribuirle a través del tiempo la condición de ciudad legendaria. En invierno la neblina juega a la escondida con nuestra vista, a veces desaparecen sus cerros a veces sus orillas, para volver a aparecer como si la estuviéramos admirando por primera vez. Amalia Paz no es diferente en esta punta que está a la orilla del Cerro Placeres, la bruma que viene del mar sube intrusa serpenteando entre las calles, humedece el ambiente de las casas que reclaman con sus quejidos, su historia de paredes manchadas y desánimo en el semblante y el corazón de la gente, agregando sus pinceladas de color gris a la mansedumbre que requiere la estación.





Concierto de Varsovia 1955 a 1965 Las escasas hojas de la parra dejaban entrever su pigmentación amarilla anunciando que el otoño se hacía presente una vez más, como un reloj devastador que nos llevaba el verde y los anhelos del verano ahora falleciente, pareciendo que en sus rayos de sol nos transmitía su tristeza por los últimos hilos de vida que lo ataban a este lugar. Las primeras lloviznas ya se anunciaban. Esas gotas tempranas nos avisaban en los detalles de sus saltos alborotados la fuerza de lo que está recién comenzando, dejando un brillo en el patio como si estuviera encerado. Las hojas al compás del viento se sentían perdidas en esa nueva vivencia y él con sus suspiros les mostraba que había llegado el tiempo de jugar al remolino. El brillo tenue de esta “australidad” se reflejaba en los vidrios de las ventanas penetrando con tamaña inconciencia en nuestra casa, en nuestra alma y en nuestras vidas. Se iniciaba el día con melancolía y dificultad para salir de la cama, el frio y el cariño paterno eran los ingredientes principales para no querer cumplir con las obligaciones del día a día, demasiado prosaicas para tanto romanticismo. Entre búsquedas de cuadernos, uniformes y desayunos atrasados, el anuncio se hacía presente – la Silla del Gobernador está clarísima en el horizonte – el papá, como de costumbre, iba al


patio y miraba a lo lejos y con su pronóstico decidía el ritmo de los acontecimientos del día. Nos repartíamos los paraguas y buscábamos los zapatos más resistentes para la lluvia. Me miraba al espejo, una vez disfrazada para la ocasión, y venía el desánimo – estos zapatones hacen que mis piernas ya delgadas se transformen en cañuelas y la falda a media pierna y ancha para mis medidas completaba el cuadro. Yo no sabía si sobraba ropa o me faltaban medidas. Entonces comenzaba por culpar primero a los atuendos – Si yo apreto un poquito esta falda y la levanto, tal vez, me veré mejor, y corría al espejo a hacer el intento. El abrigo, que debía vestir encima, dejaba mi imagen, aún más, desoladora y entonces peleaba conmigo porque no hacía caso a los consejos de mis tíos – si comes zapallo se te van a poner bonitas las piernas. – ¡Qué sacrificio comer zapallo! Salíamos al liceo, yo casi siempre de última hora y por eso no bajaba a la avenida me lanzaba por la quebrada encortando el tiempo por entre los laberintos del terreno, cuando de repente escuchaba a mitad de camino un chiflido seco e inconfundible, era el Papi, señal que debía devolverme y emprender el camino de costumbre. Mi hermano menor, como todavía no iba a la escuela se quedaba enredado en las frazadas,


entre libros de cuentos y figuras dibujadas con las que jugaba armando enormes montañas con las ropas revueltas en su cama. – Dibújame unos hombres ranas, me pedía. En sus montañas mágicas, los hombres ranas se mezclaban con caballitos, autitos y, a veces, hasta volaban. – Pero dibújalos con un brazo más levantado que el otro. Por eso debe ser que el hombre rana podía volar y nadar, al mismo tiempo, o será que eso lo leí en sus grandes ojos oscuros vestidos con el brillo de su imaginación. *** Así llegaban los vientos que soplaban en tiempo presente, aquellos permanentes que les gusta barrer la ciudad abandonando el suspiro otoñal con violencia para despertarnos del letargo y alertarnos con su aullido que traen las lluvias y encuentros familiares, el frio y las sopaipillas humeantes de la Mami, cuyo aroma salía de la cocina y nos poseía los sentidos. Uno de esos largos días de oscuridad invernal decidimos, con mi hermano, criar pollitos. En alguna huella medio incierta de mi memoria se perdió el instante en que hicimos el pedido a los papás, pero tengo claro como el agua la inocencia contenida en él, pensando apenas en la presencia


romántica de los pollitos amarillos sin imaginar qué comerían, dónde vivirían y menos aún si esos seres tan bellos ensuciarían el lugar que ocupasen. La mamá nos cedió el pasillo de la salida de la cocina y el papá, de seguro, asesoró los preparativos y construyó las casitas. Parecían edificios de departamentos, fantaseábamos con la idea de que los pollitos vivirían felices. El piso de las casitas era móvil para facilitarnos su limpieza y mantención. El Papi, con sus conocimientos de mueblería, creaba las buenas ideas para que la construcción nos permitiera alimentarlos, limpiarlos y mantenerlos organizados. Una vez terminada la parte más romántica del proyecto, llegaron los pollitos. No me acuerdo en qué momento comenzamos a darnos cuenta de la falta de atractivo que tenía la tarea de cuidarlos, en particular la limpieza del piso de las casitas. Los conflictos comenzaron naturalmente, huíamos casi siempre a esa obligación, de tal modo que los papás determinaron turnos de limpieza, una vez le tocaba a uno de nosotros y en los próximos días al otro. Cada vez que preparábamos el espíritu y las ganas, estos se veían amenazados por la realidad, limpiábamos el piso de las casitas al compás de nauseas que no conseguíamos controlar y así alejábamos una vez más esta labor. Mientras más la distanciábamos, más se ensuciaba el piso y se convertían así en proporción matemática el


tiempo, las náuseas y la caca acumulada en las casitas. Afligidos con nuestra responsabilidad no contábamos con un milagro de la naturaleza, nuestros pollitos se contagiaron con una epidemia de niguas y se murieron todos. Me recuerdo que este acontecimiento tomó proporciones impresionantes en mi cabeza infantil y tal vez por eso atribuí la muerte de los pollitos a este hecho. Como dice García Márquez “hay recuerdos que son nítidos, pero no hay ninguna posibilidad de que sean ciertos”. *** Para darle color al paisaje nada mejor que el alboroto natural de los niños. Nos íbamos al liceo con el ánimo de inventar alguna entretención que contrarrestara la quietud de este periodo de tiempo. En la actividad se iba notando cómo crecíamos, mis preocupaciones y las de mis amigas pasaron de los pollitos para los chiquillos. La moda era dictada por las películas de la época y las mujeres que allí aparecían eran llenas de curvas. Por lo tanto, era un problema para las que éramos desprovistas de abundancia. Planeábamos cómo hacer un milagro para sobrellevar esta falta de curvas insinuantes que nos atormentaba. Un día descubrimos una buena idea con mi amiga, la española, había dos técnicas a seguir. La


primera era rellenar los sostenes con algodón o algo parecido, la otra, cortar una pelota de goma y acomodar las dos mitades para que se equilibraran encima de los sostenes. El lugar de encuentro era la misa de las once horas. Ahí aprovechábamos de lucir el vestido hecho por la Mami, los primeros taquitos altos, con calcetines, los ojos pintados, el nuevo peinado y de mirar a los chiquillos con disimulo mientras el padre daba su sermón de costumbre, en la ocasión también confesábamos los pecados cometidos ahí mismo, todos ellos radicaban en la falta de atención a la misa, porque las urgencias del corazón solo anhelaban las miradas masculinas. Yo escogí rellenar los sostenes. A última hora no encontraba el algodón por ninguna parte, como era tarde para la misa decidí que, a la falta de algodón buenos son los calcetines del hermano y así robé unos cuantos pares para el relleno y adquirí, de inmediato, una figura atrayente, en mi imaginación, a las miradas masculinas. Mi amiga en cambio escogió cortar la pelota. Llegamos atrasadas a la misa y conseguimos, por eso mismo, llamar bastante la atención. De un domingo para otro, nos habían crecido las “pechugas”. Estábamos, tan entretenidas, buscando la confirmación en la reacción de los amigos que no nos dimos cuenta de un pequeño percance, a mi amiga se le había corrido una de las mitades de la pelota hacia la barriga. Cuando noté el tamaño del desastre comencé a mandarle


señales con la mirada al mismo tiempo que imaginaba alternativas de soluciones inmediatas al problema. Mi amiga se puso blanca, roja y azul y después de pasear por los colores patrios se repuso de improviso y comenzó a empujar hacia arriba la mitad de la pelota que se había deslizado. El trayecto por veces se hacía difícil porque el vestido era ajustado y amenazaba subir junto con el bulto provocando un aspecto de comienzo de embarazo más que las curvas pretendidas para la ocasión. Con la atención ocupada en la solución del problema, no alcanzamos a darnos cuenta que la misa se había acabado y nos pilló con la mitad de la pelota a medio camino. Decidimos, entonces, salir de la iglesia lo más rápido posible chocando con la gente que nos ponía cara de quien no comprendía nuestro apuro. Cuando, por fin, llegamos a las rejas del patio de la iglesia había sucedido lo inevitable, la mitad de la pelota que se había corrido se escapó del vestido, sin percatarnos, mientras la otra intacta en el lugar correspondiente parecía decirnos: todavía estoy aquí. En el suelo de la iglesia se debe haber quedado la insurrecta, sirviendo de testigo del tormento de dos adolescentes en busca de las herramientas para atraer la admiración masculina. Era hora de regresar al reloj familiar, llegábamos a casa bajo el control de la mirada de la Mami desde la ventana de la cocina, ubicada en un lugar estratégico de donde se puede ver a


todos los que entran a la casa, por eso que quien entraba cargando algún pecado intentaba disimular al máximo, ya luego al asomarse a la sala, porque sabía que desafiaba la lectura materna y corría riesgo de ser descubierto, ahí mismo, antes de sentarse a la mesa. Sin embargo, el acontecimiento era irresistible, pues volvíamos a la carne asada, almuerzo dominguero de la Mami cuyo olorcito hacía parte de los ingredientes fundamentales de la alegría familiar, a los juegos de las onomatopeyas que inventaba el papá haciéndonos imitar o adivinar sonidos que no son propios del lenguaje humano, al arroz con leche que nos servíamos de postre. En ese momento único acompañados por el suave compás del Concierto de Varsovia, sentíamos que éramos felices, nuestros sueños iban de la mano con la realidad, cesaban todas las incógnitas de la vida y nosotros nos uníamos a lo divino.


Los Diablos del Abuelo 1955 Hacía rato que se había iniciado el atardecer, el día se oscureció como a las tres de la tarde. El invierno del puerto se imponía manteniéndonos juntos, quietos, desafiando nuestra creatividad para entretenernos. En este desánimo estábamos cuando escuchamos la voz del abuelo desde la ventana de su cocina que daba para nuestro patio. – ¿Niños quieren venir a comer higos secos con nueces? Debíamos tener entre cinco y siete años, dice mi hermano cada vez que se recuerda de nuestros encuentros con el abuelo Janyo. Para los nietos los abuelos siempre son viejos, yo todavía no sé calcularle la edad que tenía en aquél tiempo o mejor dicho me entregué a la magia de la eternidad de los abuelos. El nuestro vivió ciento dos años. El ritual era siempre el mismo, llegar a su pieza significaba salir a Amalia Paz con su techo de neblina espesa y entrar por la puerta de Fernando Lesseps. Las ventanas herméticamente cerradas garantizaban una temperatura agradable en la sala con sus visillos transparentes, finalizados con encajes sujetos con elásticos, pareciendo que el frío jamás entraría por ahí. La última luz del día ya era escasa para circular hacia las piezas, había que prenderla, entrábamos corriendo a la


del abuelo. La estufa a parafina desprendía un aroma que nos dejaba soñolientos mientras el abuelo buscaba la llave para abrir la puerta del compartimento más alto del ropero. Ahí guardaba deliciosas nueces, castañas, almendras e higos secos. Si él llenaba su mano con nueces e higos quería decir que las nuestras irían a desbordar con la misma cantidad. Las imágenes surgen tan nítidas, él concentrado retirando los higos con sus movimientos algo torpes por la edad, los aromas de las frutas secas y a través de la ventanilla un manto negro con un barco a lo lejos, que se había quedado a la deriva. Allí existíamos nuestro abuelo, mi hermano ya encaramado en el catre de bronce y yo. El catre era una enorme nave donde nos refugiábamos mientras el abuelo nos contaba historias. – Ave María llena eres de gracias… comenzaba la historia… el hombre subía empujando una mula cargada con un ataúd, el precipicio escarpado se transformaba en una tarea casi imposible de realizar, pero el penitente tenía un encuentro a la medianoche en punto y no debía atrasarse. En el medio de la montaña la vegetación era mínima con arbustos espinosos que de vez en cuando tenía que desviarlos para no herirse. Por qué llegué hasta aquí se preguntaba Artemio con arrepentimientos tardíos para la ocasión. Mojado en traspiración, no sabía si era de miedo o por el esfuerzo


extremo que hacía para empujar la mula que paraba en los trechos en los que el despeñadero no ponía nada de su parte para ayudarles… ruega por nosotros los pecadores… continuaba… guiado por la luz de la luna conseguía usar el cabresto con más eficiencia para guiar al animal mientras pensaba en los últimos minutos de su pacto y ya que había llegado tan lejos ¿Por qué no surgiría una buena idea para salvarse de la situación? Fue en ese momento que la luna iluminó la cruz que había en la cima de la montaña. El escalofrío que bajó por su espalda le recordó que, si no inventaba luego cómo huir del compromiso en el que se había metido, estaría perdido para siempre. Alguien lo interrumpió de las cavilaciones. – Buenas noches hijo mío, te escucho rezar. Dimos un salto con mi hermano y nos agarramos de las frazadas asustados… – El anciano tenía la voz ronca, continuó el abuelo. Artemio no conseguía verle el rostro cubierto por el capuz. – Buenas noches padrecito, aquí estoy rezando de arrepentimiento. – Te ayudo hijo, te ayudo. – Ave María, repitió el penitente… sin pecado concebido, respondía el cura… – Ave María llena eres de gracia… – Ruega por nosotros los pecadores… A lo lejos cayó un rayo estrellándose contra el roquerío, provocando un estruendo que asustó a la mula, ésta paró de avanzar, los relámpagos iluminaron el escarpado y Artemio pudo medir el


tiempo que le faltaba para completar el trecho hasta la cruz. Veinte minutos. Pensó en los acuerdos que había hecho con el hombre de la capa negra, en pedirle ayuda al cura que rezaba con él, en la vida llena de errores que había vivido, cuando el último relámpago explotó iluminando el lugar. Allí se dio cuenta que la mula había desaparecido y el ataúd estaba en el suelo a su espera para cargarlo montaña arriba. – ¿Por qué no está la mula? – ¿Quién se la llevó?… nosotros preguntábamos muertos de miedo. Comenzó una lluvia torrencial, continuó el abuelo empeorando cada vez más la situación. Artemio subía con el ataúd al hombro en silencio y resbalándose a cada paso que daba… ¡Niños a cenar! Escuchamos la voz del papá. Nosotros no nos movíamos del catre… – ¡Niños la comida está en la mesa! El abuelo tomó el teléfono y le pidió al papá que viniera a buscarnos. Riéndose le dijo – los chiquillos no quieren irse. Cuando volvimos a casa mi hermano me preguntó – ¿Tú crees que el hombre de la capa negra es el diablo? Puede ser que de esta vez lo perdone ¿Verdad? – ¿Te acuerdas que en el otro cuento el diablo era un vecino buena persona?


– Sí y en el cuento del año pasado un roquero pelucón se cortó el pelo para que el diablo no lo reconociera más. – ¿Por qué él no quería que lo reconociera? – Porque habían hecho un pacto, él quería ser famoso y por eso le pidió al diablo que lo ayudara y a cambio él le daba su vida, se la entregaría dos años después a la medianoche en la puerta de la catedral, pero le gustó tanto la fama que no quería irse con él. – ¿Y por eso se cortó el pelo? – Sí, se peló al rape y poco antes de la medianoche se fue a la plaza Victoria y se escondió detrás del león para ver qué sucedía. – ¿Qué león? – ¡Puchas que eres preguntón! – Es que estoy con miedo… – Aquél león que el papá nos ayuda a montarlo cuando vamos a la plaza a comer barquillos. – ¿Y qué pasó con el pelao? – Él estaba espiando al diablo para ver qué sucedía. A la medianoche dieron las doce campanadas de la catedral y en ese momento apareció, no se sabe de dónde, un hombre con una capa negra y un sombrero que no le dejaba ver el rostro. El hombre de negro miraba vigilante de un lado a otro, esperó algunos minutos y atravesó hacia la plaza. El roquero pelucón me engañó pensó, pero para no perder el viaje me voy a llevar a este pelao. Una nube negra los cubrió a los dos dejando el lugar desierto y un olor repugnante a azufre.


Historias de Fin de Año Algo extraño en Navidad 24 de diciembre de 1954 Escuchamos la voz de la mamá – lleve a los niños a ver si el Viejo de Pascua está llegando. Salimos con el papá a mirar el cielo, el atardecer casi oscureciendo, fijamos la vista en las estrellas. Aquella más lejana titilaba. – Puede ser que el Viejo Pascuero venga, por ese lado, papá, dijo mi hermano – qué parecido tiene a su trineo. – El cielo tiene caminos como la tierra, decía el papá – esa estrella está muy lejos, por eso se ve chiquita, quiere decir que aún falta mucho para que él pase por aquí. – Pero, papá, aquí hay otra estrella que es mayor ¿Ésta está más cerca, ¿verdad? – preguntaba mi hermano. – Está muy quieta hijo, esto quiere decir que todavía está esperando que pase por allí. Y mira que, esa estrella, está más cerca de su país que nosotros. – ¿De dónde viene el Viejito Pascual? – preguntábamos, casi, en coro. – Del polo norte, donde hay mucha nieve, su país está muy lejos, por eso sube al cielo, intentaba disculparlo el papá


– Tiene que ser rápido para pasar por muchos países y hogares. Volvimos a entrar a casa, el living iluminado intermitentemente, por las luces del árbol, nos dejaba coloridos. La carita de mi hermano era a veces verde, otras rojas y otras tantas de un azul oscuro como el cielo, allá afuera, abriendo caminos para facilitar el viaje del Viejo Pascuero. – A tomar la sopa se volvía a escuchar la voz maternal y enseguida van a acostarse. Antes de dormirnos, con mi hermano, decidimos esperar hasta que el Viejo de Pascua apareciera en casa. – ¿Cómo será él? ¿Y si es un extraterrestre que tiene una nave espacial muy rápida? – se preguntaba mi hermano. Pero más nos parecía con cara de un abuelito buena persona – ¿Te acuerdas que el papá dijo que al Viejo de Pascua le gustaba escuchar a Ella Fitzgerald? 25 de diciembre De bruces en la alfombra del living, entre papeles de regalo y cintas coloridas, escribí en mi diario: Algo le pasó a la ropa del Viejo Pascual, cuando llegó a nuestro árbol de navidad vestía el pijama de listas azules del papá...


Diez años más tarde Mi amigo Manolo llamó por teléfono comentando: Los papás de Ceci no quieren que ella vaya a la fiesta de Año Nuevo, ustedes que los conocen – ¿Pueden pedirle permiso? Fuimos por la tarde del día treinta hasta su casa en Playa Ancha. Después de muchas explicaciones y argumentaciones de adolescentes lo que más convenció a Don Gaspar y Doña Juanita fue el hecho de que mi hermano y yo iríamos juntos a la fiesta. Salimos felices de su casa, pero muy tarde para trasladarnos hasta Placeres, ahora tendríamos que enfrentar las reprensiones de nuestro papá. Como castigo, por llegar tan tarde, nos prohibió terminantemente ir a la fiesta de Año Nuevo. Por la noche, mientras lloraba, anoté en mi diario: Qué difícil es convencer a un adulto ¿Cómo podría explicarle al papá...? Diez años más tarde Este sería el primer fin de año fuera de nuestro país. Salí temprano por la mañana en busca de carne para preparar un asado al horno –


Señor, por favor ¿Qué carne tiene para asado? – No le entiendo señora, me respondía el vendedor poniendo cara de interrogación a mi “portuñol”. Enseguida me mostraba pedazos y más pedazos de diferentes carnes y portes, yo respondía con una expresión negativa porque no conocía ninguno. Por la noche decidí iniciar la preparación de la comida más temprano. No me puedo equivocar, pensaba, nuestra reunión familiar depende de una buena comida para disimular nuestra soledad en tierras extrañas. No hubo caso, la carne quedó durísima, la tristeza tuvo cara de mal humor y el desamparo nos dominó. Esa noche mi diario fue mi gran amigo de consuelo, en él escribí: En Brasil la carne tiene otras formas de corte, la próxima vez le pregunto a una señora, con cara de buena cocinera, qué debo comprar para asar. Ah, horno se llama “forno”... Esta Navidad El pavo estaba listo temprano. Mis hijos, ya adultos, entretenidos en la sala bebiendo “colemono” y tostaditas para llamar el apetito, muy concentrados arreglando los regalos ya dispuestos al pie del árbol. En la mesa había


puesto un mantel blanco con individual rojo para cada uno, las copas brillaban a la espera de servirnos un buen vino y las ensaladas variando de color y tema demostrando la dedicación y tiempo para la elaboración de cada una de ellas. Cuando consideré la mesa a punto de ofrecernos una buena cena de navidad, les llamé. En el toca CD, Ella Fitzgerald cantaba Satin Doll, quería decir que el Viejo de Pascua ya había pasado. Esta noche no anoté nada en el diario y dormí plácidamente.


Tertulia 1959 Las fotos están frente a mí, los miro y ellos confirman en su semblante esa alegría que hace parte de mi vida. Mi abuelo Enrique con sus modos de gran señor, siempre de terno oscuro, corbata y camisa blanca con cuello y puños impecables que eran entregados por la mañana, pues en la época se lavaban por separado. Con él compartí tiempo suficiente para ayudarle en las cuentas de sus negocios, en una libreta de capa negra con el borde de las páginas en color rojo. Probablemente yo no ayudaba nada, pero él me mantenía entretenida con esa idea mientras se concentraba en su escritorio de madera maciza y patas arredondeadas talladas con esmero. Mi abuela Chepa y sus comidas deliciosas, cuando supe que el plato de entrada de mi abuela se llamaba Palta Reina me quedé mirándolo por mucho tiempo, no sé si buscando algún indicio de la reina, pero le pregunté al abuelo y él fue muy seguro en la respuesta. – No es la reina que está representada en el plato, mi nieta, es la corona de ella. No me convenció la figura, que de corona no tenía nada en mi imaginación infantil, sino la certeza de la respuesta. El abuelo era así, decía todo con una autoridad incuestionable. La mesa de la abuela era abundante en hábitos y comidas transformadas en acontecimientos sociales regados a vino “Pipeño”, decía el abuelo. Era mágica porque mientras más comensales se


sentaban a ella más se extendía. Allí sucedían conversas interesantes que una niña curiosa no dejaría escapar para algún día transformarlas, en sus sentimientos de mujer adulta. Las comidas y la conversa se extendían tanto que prácticamente no se terminaba el almuerzo cuando ya llegaba la hora de once, transformando el acontecimiento en un ritual familiar digno de una película con aires netamente latinos. Tío Daniel, tía Gladys, mi madrina de primera comunión, y los tíos René y Tito pertenecían a la generación que ponía la alegría juvenil. Desde temprano, por la mañana, se anunciaba la llegada de Enrique Valladares en el tren de la hora de almuerzo. La abuela comentaba que ya le había escuchado cantar por la radio y si no estoy equivocada ya había interpretado algún personaje, durante la semana, en una radio novela que la abuela y la bisabuela Sara habían escuchado, apegando el oído al parlante de la radio dispuesta en la sala de casa. No sé qué se conmemoraba en esa ocasión, pero tengo claro que imploré a mis viejos para que me dejaran en la casa de los abuelos para las fiestas de la ciudad. Me dejaron encargada a los tíos. Yo tenía permiso para ir a los ensayos que se hacían por la tarde, después de la hora de almuerzo. Canciones, poemas recitados y una pieza de teatro interpretada por gente de la ciudad, Rodolfo, de la panadería, los Córdoba de la fábrica de calzado y los Sanguinetti de la Gran


Almacén. En los Bailes folclóricos, se lucía tía Gladys con una elegancia y gracia muy particular y por supuesto como atracción final la tan esperada presentación de Enrique Valladares y sus boleros inolvidables. Y llegó el día del espectáculo, siguiendo al pie de la letra las órdenes de mis viejos yo no tenía permiso para ir porque era muy tarde para una niña. Pero cuando los vi preparándose no tuve dudas que debía ir a verlos y conociendo las prohibiciones de mis papás accioné el arma más infalible que tenemos las mujeres, me puse a llorar desconsoladamente. Enrique, me encontró en un rincón de la sala llorando y al saber los motivos me prometió que me llevarían, lo conversó con tía Gladys y tío Daniel y ellos a cambio de, yo, no contar nada a los papás me dieron permiso para ir a la primera fila de la gran noche en el teatro de San Pedro. Y sin que se dieran cuenta la niña de once años que les acompañaba, con silencio infantil, estaba bebiendo ese néctar de ricas vivencias, transformándolo en valores para llevarlos a las próximas generaciones como lo han hecho conmigo.


Fellini Ocho y Medio 1963 Una llamada telefónica interrumpió mi concentración – Hoy dan en sesión única Fellini Ocho y Medio en el Cine Cultura, me dijo mi amiga Fátima. Viajé en la imaginación directo a los quince años cuando la señorita Inés Díaz, mi profesora de castellano, me llamó a su mesa y me dijo – si tienes oportunidad de ver la película Fellini Ocho y Medio te la recomiendo debes ir, hoy comienzan a exhibirla. – Pero es para mayores, le respondí. – Están permitiendo entrar menores acompañadas de un adulto, le dices que es tarea del Liceo, me dijo. Pensé en amigas, pero fueron prohibidas de ir a verla, entonces decidí llamar a tía Aleja y pedirle que me acompañara. La tía resistió bastante – apuesto que es una película medio tonta Ayi, de esas que no me gustan; apuesto que no tiene nada de amor, pololeo y cumbia. Le juré que tendría de todo eso y mucho más. Ella continuó con el interrogatorio. – A ver dime ¿Cómo es tu profesora? joven, vieja, casada, soltera – Solterona, le respondí. – ¡Ah!, entonces va tener pololeo y amores… reflexionó la tía y me acompañó. Cuando llegamos al cine Victoria no había cola, la cartelera era extraña, su exposición tenía


un dibujo abstracto, pero tenía una foto de Marcello Mastroiani. – Con este gallo yo entro al tiro, fue la decisión de tía Aleja – el único problema es que son más de dos horas de película, pero no me cansaré de mirarlo ni que fueran tres las horas. La tía continuaba reflexionando. Compramos caramelos Ambrosoli y nos instalamos en muy buen lugar porque el cine estaba casi vacío. Al cabo de media hora mi tía comenzó a revolverse en el asiento, me quedé quieta porque yo no estaba entendiendo nada y era seguro que lo mismo le pasaba a ella. Algunos minutos más y la tía no se aguantó. – Ayi, estoy aburrida. – No se preocupe tía la profesora dijo que después de un rato uno entendía todo... pasó un cuarto de hora y la tía volvía a reclamar – Pero esto no tiene ni pies ni cabeza Ayi, no te acompaño más a ver tus películas de tarea. Media hora más y la tía fue clara. – Ayi, yo voy a salir a fumar un puchito y te espero allá afuera, se me acabó la paciencia, esa profesora tuya no es solterona es loca de remate. – Aló, Aló… Ale estás en la línea… sí Fátima, qué fantástico, me encantó la idea. ¿A qué hora vamos? Nos vamos a tomar onces y después al cine, la sesión es a las nueve y media. ¿Te tinca?


Llovía a chuzos en São Paulo, las avenidas no daban abasto de tanta agua, dejamos el auto en el estacionamiento al lado del cine y a pesar del torrente, saltamos el agua que bajaba a raudales por la calle Augusta para atravesarla y tomarnos un cafecito. –

Esta vez entendí la película.


Tango 1966 Percal, ¿te acuerdas del Percal? Tenía quince abriles, Anhelos de sufrir y amar… Me doy las últimas vueltas enredada entre las sábanas. Él me toma por la cintura y me lleva al centro del salón para bailar tango, está vestido de “vestón” azul muy claro y pantalones negros. Es alto. Me conduce entre nubes, dos, tres pasos y cruce de piernas, me equilibro en tacos altos. Estoy con el vestido blanco de mi graduación del liceo en el medio del salón. Nos deslizamos alados en un compás de cuatro por cuatro, iluminados por reflectores que nos acompañan por la pista. Mi vestido cambió de color y se ajustó a mi cuerpo sin que hubiera sentido el paso del tiempo, ahora lo llevo negro y una rosa roja prendida a la pierna, todos los chiquillos nos rodean. Malena canta el tango como ninguna, Malena tiene pena de bandoneón… D’arienzo y su orquesta aumentan el volumen… no… es mi papá, siempre hace lo mismo cuando pasa la hora y nadie se levanta. En el desorden de sábanas y frazadas, la rosa roja mi pierna izquierda todavía la tiene.


Salgo de la cama y paso por los viejos, están en el comedor conversando en voz bajita, en un susurro de pareja que ya conoce sus tonos y sobretonos. ¡El día está tan claro! La luminosidad blanca azulada entra por las ventanas del living resaltando cada adorno de la mesita del centro, como si recién hubieran sido puestos allí. Las paredes, de papel amarillo, están bañadas de luz y el sofá, hace tantos años en el mismo lugar, parece acomodado en sus méritos por tiempo de servicio. La estatua de la mujer del “dolor de cabeza”, a pesar del drama, muestra su altivez y el brillo del bronce oscurecido la viste de nobleza. En la esquina del estante los libros envejecidos ganan nuevos colores y la cortina se mueve leve dando permiso a un aire frío primaveral. Atravesé el porche, entre helechos viajados desde tierras tropicales, begonias coloreando las hojas de rojo oscuro y violetas de los Alpes comenzando a mostrar un pequeño botón de flor colgado de un tallo estilizado que se esfuerza contra la fuerza de gravedad, él sabe que su flor debe girarlo hacia arriba para abrir. Siento el frescor de la mañana en las mejillas y el suelo ligeramente mojado por el rocío del alba, con las gotas menudas esparcidas el patio parece encerado. Las hojas de la hortensia están creciendo y en algunos puntos ya aparece lo que serán flores azules en la esquina del jardín. El juego de matices entre pensamientos morados y violetas lilas y rosadas me obliga a soltar un suspiro guardado, que el alma lo estaba aconsejando a mostrarse con prudencia.


No es todos los días que se sienten los latidos del lugar de donde se es. Subí la escala hacia la pieza de arriba. A lo lejos se veía amanecer el puerto con la languidez de un comienzo de domingo, la neblina matinal le daba un aire de Monet, no se alcanzaba a ver la punta de la bahía que esconde Playa Ancha. Sin embargo, más cerca, el azul del Pacífico y el vuelo fiestero de las gaviotas anunciaban que los botes pesqueros ya habían llegado a la Caleta Portales con su carga de congrios, mariscos y algas marinas. La brisa se apoderó de mí y el frío me hizo bajar hasta la casa. Entrando tocó el teléfono – che, chilena, ¿Se me pasó la mano con el volumen de los tangos? Era mi vecino argentino – che, el domingo está comenzando y São Paulo húmedo de tanta llovizna. – ¿Quieren venir a almorzar conmigo? invité, para esconder el lamento de haber despertado.


La Plaza 2001 Como a las cuatro de la tarde el Tata Leo esperaba el vespertino La Estrella sentado en un banco de la plaza Victoria. A esa hora el sol invernal comenzaba a deslizarse agarrado, como última instancia, a las cornisas de los edificios. Siempre se sentaba en el banco próximo a la glorieta, para protegerse del corredor del viento del puerto entre la calle Condell y Av. Pedro Montt. Todos los días a esa hora, mientras salía el diario, él aprovechaba de disfrutar el vaivén de la ciudad en la que había vivido toda su vida. No era raro encontrarse con amigos jubilados y exalumnos que había preparado para ingresar a los Ferrocarriles del Estado. Los que paraban a conversar con él aprovechaban de comentarle el programa que mantenía desde hace algunos años en la radio del cerro Los Placeres con el título de Breve Historia del Jazz. En esos momentos le pedían nuevas historias de intérpretes del mundo jazzístico que el Tata anotaba con dedicación de un sacerdote con sus feligreses. Sin embargo, lo que más le atraía de la plaza eran los niños, en ellos él inspiraba su nostalgia de la convivencia con sus nietos. Todos vivían fuera del país y venían a compartir con su Tata una vez al año. El resto del tiempo él los había visto crecer a través de los niños de la plaza y del comentario que le hacían de las cintas casete de música que les enviaba a sus respectivos países.


Así el viento porteño hizo correr el tiempo hasta que un buen día el Tata Leo recibió la visita de un guitarrista brasileño en la radio Los Placeres. Este músico era familiar a su programa, había sido preparado y pulido por las herramientas más incondicionales que pueden unir a dos seres humanos. Era Pablo, su nieto. Al Tata se le quebraba la voz en cada pregunta de la entrevista y cada una de ellas era respondida con las notas musicales que él mismo tantas veces había enviado en las antiguas cintas casete al Brasil. Famoso el encuentro de estas dos generaciones unidas por el amor al jazz, recorrió todas las calles del puerto, desde Agua Santa hasta Playa Ancha y fue motivo de comentarios por años seguidos. Estrellaaaa… Estrellaaaa, gritaba el hombre del diario entre los jardines de la plaza Victoria. El Tata esperaba como siempre las noticias de la tarde, abrigado para protegerse del viento que había vuelto una vez más este invierno. Ya no era el mismo, sus manos añosas no tenían la firmeza de antes, deshojaba las páginas del diario con la imprecisión de un niño que está aprendiendo a asegurar la cuchara de su papilla. Con dificultad abrió la página donde era anunciado el concierto del cuarteto brasileño “Brasa Jazz Quarteto”, en letras mayúsculas leyó el nombre de su nieto, el reportaje contenía una foto de los músicos. El Tata acercó el periódico a sus anteojos con el corazón dando saltos, pero una ráfaga de viento se lo arrancó sin compasión


de sus manos temblorosas y la fue haciendo rodar por los jardines. No se dio cuenta de dónde apareció un niño que corriendo alcanzó las páginas huidizas de La Estrella y saltando manseque por las baldosas se las trajo entregándoselas con una mirada vestida de expresiones que no se someten a palabras. – Muchas gracias le dijo el Tata, conmovido por el gesto del chiquillo. El pequeño tenía los dedos largos y ágiles de un guitarrista – ¿Cómo te llamas? le preguntó, pero antes que respondiera él ya sabía su nombre.


Senderos 2006 Puerto de mis recuerdos De mi niñez evocada, Tú oíste mi primer llanto En aquella madrugada. Magdalena Silva Araya Hacía mucho frío ese día y Amalia paz estaba un poco desierta. Se escuchaban, de vez en cuando los perros callejeros que se entretienen ladrando para pasar el frío, la luz tenue de la tarde brillaba, luminosidad blanca que da un tono al paisaje como las fotos con exceso de flash. Esa tarde fuimos a tomar el té a casa de tía Silvia, hacía un año que no volvía al país, a mi ciudad y por eso no se me escapaba detalle de todo lo que hacía ruido, la temperatura y los aromas del té de la tarde de tía Silvia y la prima Queni. La torta, brazo de reina, palta molida, pan amasado, activaron los recuerdos familiares, había los divertidos, tristes, lindos, románticos, entre ellos la tía nos contó lo que sabía de la tía abuela Magdalena. – ¿Qué hacía la tía? Fue la pregunta en esta tarde de recuerdos.


– Era profesora normalista Ayi, pero yo sé muy poco de ella, siempre ha vivido lejos – La vi una vez en la vida, en una de sus pocas visitas al abuelo Janyo. Ya tenía bastante edad, pero era imposible precisarla, muy ágil, ella vestía pantalones de gimnasia y en ese momento estaba saliendo a su corrida diaria. Ahora recordándola me parece curioso que ella tuviera el hábito de correr en una época en que no se practicaban corridas con la finalidad de ayudar la salud y menos una mujer de cierta edad, pero yo nada sabía de tía Magdalena, vivía en la ciudad de La Serena, al norte de Valparaíso y por eso casi no compartíamos con ella. – Sí, la tía era especial, muy culta y discreta y mantenía su salud como un reloj, es lo único que sé. Hace unos días atrás estaba organizando los estantes y encontré un libro de ella. – ¿Ella olvidó un libro acá tía? – No Ayi es un libro que ella escribió. – ¡Cómo no me cuentan nada! – Bueno, no sabía que te ibas a impresionar tanto, ya te lo traigo. Mira, la verdad es que cuando lo vi pensé que te podría interesar. – Pero, claro tía, ¿Cómo no? – ¿Vamos a hojearlo? – Miren, aquí dice que la tía Magdalena tuvo que cambiarse de Limache a La Serena debido a la reforma educacional de 1928. – Ella fue valiente, se fue solita, La Serena está muy lejos.


– Por eso que hizo su vida por esos lados. ¡Qué interesante! – Ustedes no me van a creer ella tenía como apoderada de magistratura a Emelina Molina Alcayaga. La hermana de la poetisa Gabriela Mistral. – Escuchen esto, la tía escribió su primer poema a los quince años, era miembro del Círculo Literario de La Serena. Ha ganado diversos premios de literatura. Entre ellos el primer premio en Tradiciones y Leyendas de la IV Región en 1980. – ¡En ese año aún vivía! – Tía ¿Tú sabes si era mayor o menor que el abuelo Janyo? – No lo sé Ayi, hay tantos detalles de la familia que no conozco y ni la memoria me acompaña ahora. – Mijita, ¿Cómo se llama el librito que estamos leyendo? – Senderos tía, se llama Senderos.





Faltaban diez días para su cumpleaños 1906 “La Sección de Meteorología de la Dirección del Territorio Marítimo ha pronosticado fenómenos atmosféricos y sísmicos para el día 16 del presente mes. El día fijado habrá conjunción de Neptuno con la Luna y máximo de declinación norte de ésta. La circunferencia del círculo peligroso pasa por Valparaíso y el punto crítico formado con la del Sol cae sobre las inmediaciones del puerto” Capitán Arturo Middleton, Valparaíso, 6 de agosto de 1906 (La carta predictora del Capitán Arturo Middleton fue enviada al Mercurio de Valparaíso sin causar impacto alguno, sobre nadie. Diez días después tuvo lugar el terremoto más asolador que se recuerde en el puerto)

Cuando se ponía nerviosa caminaba alrededor de la mesa pensando en alguna solución para las inquietudes diarias que vivía. Hoy había amanecido preocupada con la proximidad del tiempo que faltaba para cambiarse a la nueva casa. Se había propuesto cumplir los diecisiete años en Limache.


Agosto continuaba frío por esos parajes a los pies del cerro la Campana, la luz límpida del día iluminaba todos los rincones de la casa menos a sus ideas, pensaba ella, deseando claridad para ver el mejor modo de organizar el tiempo de bordado de las nuevas cortinas y coser las camisas de los niños más apropiadas a la primavera que se insinuaba con modestia en algunos brotes del jardín y en el verde oscuro de las hojas de los paltos. Desde que su madre había fallecido el cuidado de sus hermanos menores había pasado con naturalidad a sus manos, ella era la hermana mayor por lo tanto no se discutían sus anhelos de vida futura. Debía asumir la crianza de los hermanos y así lo hizo. Sin chistar, aunque recibió la responsabilidad asustada y con algo de una inquietud que no alcanzaba a definir. Sin embargo, Juana había sorprendido a su padre adelantándose a algunas decisiones con iniciativas escasas en una adolescente. La idea de salir del pueblo para iniciar la educación de sus hermanos, había sido suya. San Pedro era apenas una aldea con tres o cuatro familias repartidas en algunas casas cercanas a la iglesia y a la hacienda El Cajón. Limache, en cambio, tan cerca y tan distante, en su prematura urbanización se organizaba mejor alrededor de la plaza con escuelas, puestos de salud y comercio que prosperaba en el inicio del siglo XX. Durante la primera semana de agosto iniciaron el cambio de casa. Las carretas de


caballos se disponían en fila para el traslado de tantos muebles de madera maciza, las camas, la vajilla y sobre todo el enorme fogón a leña de fierro fundido. Luego aparecerían las primeras dificultades, atravesar la línea del tren con esa carga tan pesada, enseguida la subida por el camino Troncal que marca el inicio de una distancia de cuatro kilómetros entre los dos pueblos. Ojalá estuviera seco para no dañar las ruedas de las carretas, pensó Juana, había llovido en los últimos días. Los limonares y las plantaciones de mandarinas brillaban a lo largo del camino y los patios de las casas estaban cubiertos de plantíos de lechugas y acelgas, era una extensa alfombra verde. Entre los paltos cargados de frutos y las naves de tomates el Troncal parecía un camino interminable, estaba resbaladizo por la escarcha mañanera. Los cítricos se plantan hasta el día de hoy en la salida de San Pedro de Quillota, también lo he escuchado en las conversaciones de tíos y abuelos cuando nombraban las plantaciones de esos lugares. O quizás es así que lo quiero creer yo. Lo que no se discutía era la preferencia de tía Juana por la plantación de claveles llegando a Limache. La casa nueva era más amplia y tenía ventanales hacia la plaza, sus paredes de adobes eran gruesas por eso dejaban un espacio a los pies de las ventanas para adornarlas con flores. Juana evocaba la primavera con algunos maceteros de


violetas y pensamientos que se iluminaban a la luz del día. En los dormitorios los niños prefirieron llenar el mismo espacio con juguetes de madera y Jovita puso a su muñeca en el medio de caballos, bueyes y carretillas. Amanecieron todos jugando alrededor de los muebles repartidos sin orden en cualquier lugar y su zangoloteo entretenía de vez en cuando a Juana que volvía a su niñez persiguiéndoles con gritos alegres y cariñosos. Damián, su padre, salió más temprano de casa para viajar a San Pedro donde administraba la gran hacienda El Cajón. El día dieciséis de agosto faltaban diez días para su cumpleaños y pensó que sería bueno apurarse con los bordados mientras duraba la luz natural de la mañana pues por la noche los colores de los hilos de seda cambiaban de tonalidad a la luz de la vela. El amanecer alumbró empañado por una lluvia suave pero tenaz. Concentrada en las rosas que había escogido para las cortinas de la sala no presintió el ruido ronco, aunque distante que murmuraban las entrañas de la tierra. Los niños corrían dentro de casa porque el patio estaba muy frío y el rocío de la noche congelado, entre sus gritos y los lamentos del gallo de los vecinos y los perros de la calle no notaron ninguna diferencia. Luego el ruido subió a la superficie moviendo la casa de adobes recién comprada. No fue difícil identificar los mensajes del instinto, el movimiento de la tierra no era, solo, horizontal se intercalaba con otro vertical


que hacía saltar la loza de los muebles del comedor al mismo tiempo que se quebraban los cristales de la vitrina desde donde salían como cataratas las copas de vino, que tenían dibujos de racimos de uva en sus cristales; los vasos, los “serviceros” y la alcuza que dio un salto mortal y al estrellarse en el suelo saltaron pedazos en direcciones impensadas. Aterrorizados no conseguían moverse. El miedo provoca reacciones inesperadas y cada persona lo manifiesta a su manera, pensaba Juana, abrazando al pequeño Eduardo que se agarraba a sus piernas imposibilitándola de movimientos ágiles y rápidos. Enrique decidió salir sólo a la calle y atravesó a la plaza del frente que tenía adoquines, el césped convertido en barro y altos nogales frondosos que podrían protegerlo. Roberto estaba descontrolado y la intensidad de sus gritos aumentaba proporcionalmente a la desintegración de la pequeña casa de adobes que no conseguía mantenerse firme delante de la inexorable decisión de la naturaleza. Las grietas en las paredes comenzaron a abrirse en espacios asustadores a través de los que se podía ver una polvareda que se movía al mismo ritmo de los árboles de la plaza, parecían una cabellera doblegada por la fuerza del viento donde las personas intentaban correr inclinadas y lentamente para protegerse en un lugar que no tuviera techo ni paredes. Los crujidos de las tejas alertaron a Juana a salir de la casa con sus hermanos menores, la plaza comenzó a llenarse


de camas de bronce cubiertas con frazadas para guarecerse de algunas gotas de lluvia que comenzaron a aumentar como respuesta al desencuentro de las nubes que parecían repetir la reacción desesperada de las personas. Juana aprovechó una tregua de la naturaleza para dejar a sus hermanos en la plaza y atravesar a la casa a apagar el fuego del brasero y del fogón a leña protegiendo el hogar de un incendio. Fue en ese momento que la tierra decidió dar un suspiro de horror abriendo una garganta profunda y larga, de donde salió un alarido sobrenatural tragando a las personas que por ahí pasaban. Juana no alcanzó a atravesar la grieta, se desapareció en ella. Todo ocurrió en segundos que parecían siglos, decía siempre el abuelo Enrique. Lo contaba con lágrimas en los ojos y la mirada perdida en la ventana desde donde los nogales de la plaza continúan meciéndose al compás de la brisa amable del atardecer.


El Pretendiente 1912 Jovita se levantaba todos los días con la dificultad de sus ochenta y tres años, ya no le gustaba la luz del día entrando amablemente por la ventana, prefería la penumbra, le parecía mejor para divagar por su vida. Ensimismada en sus recuerdos, vivía de ellos. Era noviembre de 1912 cuando lo vio por primera vez. Ella atendía el correo de la ciudad de San Pedro y él era ayudante de maquinista de los trenes del Ferrocarril del Estado, encargado de la entrega de las cartas de la semana. Moreno, alto y elocuente, muy parecido a su padre. Al verlo le dio un vuelco el corazón. Su estremecimiento no pasó desapercibido para el entregador de cartas que aprovechó cada minuto de sus venidas al correo para seducirla. Cada vez que le pasaba el paquete de la correspondencia sus dedos se entrelazaban cuidadosamente, primero con roces delicados y discretos, pero con el tiempo surgieron los cariños y la pose de la mano completa que él aseguraba con masculinidad de provocar cortocircuito en la piel de Jovita. Comenzó así su ritual amoroso. A pesar de la entrega hacerse los días viernes, el tren de carga pasaba todos los días a las cinco de la tarde. La creatividad del amor la hizo arriesgarse al control paterno e instalar una escalera en la pared del patio posterior para verle pasar.


A las cinco horas en punto ella vestida como para un paseo y de labios pintados subía al último peldaño de la escalera para hacerle señas con un pañuelo y recibir la respuesta que él retribuía apareciendo medio cuerpo fuera de la máquina del tren para agitar sus brazos hacia la figura que aparecía atrás del muro. Pasado dos años entre lazos y deseos surge la intención de oficializar la relación y conversar, en una visita formal, con el padre de Jovita. ¿Ella tendría fuerzas para comentarle la decisión que su padre había tomado seis años atrás? decidió dejarlo en manos del destino y se preparó para recibirlo en casa un día domingo a almorzar. Se entretuvo durante semanas organizando el pastel de choclo, los postres y las bebidas, el vestido que iría a lucir, el comportamiento de sus hermanos y el ánimo del padre para recibir a un amigo en casa. Ese domingo no faltaron las rosas rojas para completar el aroma a limpio que dominaba el ambiente. Había dispuesto todo inspirada por el remolino de sensaciones que sentía por recibirlo en casa. En la mesa brillaba el único juego de copas de cristal de la familia y la disposición tenía el aspecto de a quien se iba a recibir, una persona especial. Al mediodía, en punto, él llamó a la puerta. El almuerzo transcurrió en tinieblas para ella, repartía el pastel de choclo y al mismo tiempo


miradas furtivas al invitado que se las devolvía con aprecio. Sus hermanos, después de los primeros momentos oficiales, se cansaron de la seriedad del acontecimiento y se fueron a jugar al patio. Fue en ese momento que su pretendiente decidió explicar al padre de Jovita el motivo de su visita. Éste, con la formalidad acostumbrada de esas ocasiones, le respondió lo privilegiado que se sentía con la elección que él había hecho. A continuación, le explicó que, en el terremoto recién pasado, de 1906, él había perdido a su hija Juana, la mayor, quien criaba a sus hermanos desde el fallecimiento de su madre y desde entonces había tomado la decisión de que Jovita continuara con los cuidados y educación de sus hermanos menores. Le aviso hombre – le dijo, para que usted no pierda el tiempo esperándola. Ella no se casará. Al día siguiente, a las cinco de la tarde, Jovita subió a la escalera, pero sus lágrimas eran tantas que la figura de su amado se veía distante entre gotas y gotas que insistían en aparecer en sus ojos. Es tarde la penumbra se ha oscurecido y ella se siente cansada, un suspiro profundo adorna sus recuerdos, se seca las lágrimas y su mirada se pierde a través de los pliegues de la cortina.


Tarde de Julio 1937 Era madrugada y no conseguía dormir más, tenía sueños perturbadores en los que no recordaba el poema que recitaría en la presentación del día siguiente. Para cada estrofa perdida en los recovecos de la memoria, se daba vueltas en la cama y la despertaba un sudor frío que la había acompañado las últimas noches. Los palitos que le ondulaban el pelo tampoco le ayudaban a volver a adormecer y la cinta con que adornaría su peinado insistió en desaparecer traicionando una vez más esa memoria atormentada por la responsabilidad que le esperaba. Volvió a buscar una posición acomodándose entre las frazadas ya desordenadas cuando la sorprendió el amanecer y los primeros rayos de luz entrando, sin ser invitados, por las rendijas de los postigos de la ventana. La abrió dispuesta a levantarse y allí a los pies de su cama encontró el vestido blanco y la cinta negra con que adornaría el pelo. – Te pareces al capitán Luna, recordó que le habían dicho sus hermanos y una sonrisa le ayudó a iniciar el día. El padre Arturo le había escuchado el repaso de la poesía durante todas las tardes de las últimas semanas después de la salida del colegio y nunca había olvidado una estrofa. Así lo recordó a la hora del desayuno y más tranquila se


dispuso a tomar el té con leche, tostadas y queso fresco. – Hacía algunos meses que los misioneros franceses habían sido invitados por las dueñas de la hacienda, las señoritas Solari. Eran especiales y bondadosos, siempre sonrientes, activos ellos no dudaban en aceptar la invitación para encargarse de las festividades religiosas del verano. Había que ir a buscarlos a la carretera, me decía mirando a la nada trasladada a otros tiempos, a otro espacio. A unos quince kilómetros de la ciudad de Quillota aparece un pedazo de madera con el nombre del pueblo, siempre está colgando de unos alambres a medio amarrar y cuando hace viento se golpea contra el poste con un sonido constante y seco, como si estuviera marcando el tiempo. El camino que conduce hasta San Pedro está rodeado de maleza, plantaciones y casitas sencillas que por la mañana dejan entrever el humo que sale de las chimeneas, luego aparece la línea del tren y al atravesar la campanilla del cruce, que anuncia la llegada al poblado, está la avenida Dueñas, calle principal que tiene el correo, la panadería, la carnicería y todos los servicios concentrados a lo largo de su existencia. – Los misioneros pasaban de casa en casa invitando a los feligreses y el padre Juan se encargaba de avisar especialmente al papá Enrique por su condición de autoridad del pueblo. La simpatía y gentileza de este padre


lo conducían a la iglesia y no se daba cuenta hasta que se encontraba arrodillado en el altar, de repente escuchaba a hurtadillas la risa maliciosa de nosotras con mi hermana Gladys, medio escondidas atrás del Santísimo que apenas nos cubría. – Los festejos comenzaron con una misa donde se anunció la programación y de inmediato vimos a Daniel y Orlando corriendo a inscribirse en los bailes chinos, ellos eran buenos bailarines, tenían mucha gracia; tampoco se perdían la corrida de ensacados y luego volvían a casa, con las rodillas sucias, a preparar rápido un volantín para alcanzar a competir. Preparaban el hilo con tiempo, le ponían vidrio molido con engrudo para derrumbar a los otros volantines, pero a Orlando le gustaba más el juego del Emboque, no fallaba nunca. Los chinos se deslizaban con gracia por la avenida Dueñas con su ritmo sincronizado al compás de una música monótona que parecía casi una letanía y sus ropas coloridas adornaban el atardecer de San Pedro vistiendo de alegría y entusiasmo al público que los acompañaba marcando el paso con las palmas. Así que terminaban su presentación corríamos al Cerrillo porque los carretones estaban listos para competir, luego que les daban la partida se lanzaban cerro abajo entre los eucaliptos, chocando y provocando una polvareda que hacía desaparecer a los participantes, si algún carretón se desviaba de la ruta iba a parar a la ladera


izquierda del cerro donde estaba la plantación de tunas de la casa del herrero y la misión de retirarlo de allí incluía la de retirarle, del cuerpo, las espinas de los cactus. Los premios eran muy sencillos, pero nosotros nos entreteníamos mucho, los ganadores recibían una bolsa de dulces y una medalla de la virgen de Lourdes. Al día siguiente las calles se vestían de gala para recibir a los huasos a caballo, ellos engalanaban las festividades con sus mantas, los penachos de los caballos y el sombrero negro que completaba el atuendo. – Tan solemnes, hija, parecían salidos de un libro de historia de Chile surgiendo del Cajón, de los rincones más lejanos de la hacienda, listos para emprender la carrera. Al final de su presentación eran saludados con un trago de Chicha en cacho. – Todas las mujeres del pueblo teníamos la misión de hacer guirnaldas de banderitas, a veces nos quedábamos hasta muy tarde en la noche colando las banderas coloridas en hilos firmes de algodón, mi papá no nos dejaba hacerlo hasta muy tarde, pero con tú tía Gladys nos escondíamos debajo de una mesa para continuar elaborándolas, ahora flameaban provocando un techo colorido. La gente esperaba la competencia de baile mientras nosotras preparábamos los vestidos floridos con delantal blanco y una cantidad de enaguas que nunca era suficiente para componer la tenida.


La luna iluminaba la algarabía de la muchedumbre y la noche parecía, apenas, un paño de fondo negro para realzar el acontecimiento. – Nosotras éramos tan niña, pero nos encantaba el momento de la Cueca, nos parecía romántica, nos enamorábamos de los bailarines ellos se veían muy interesantes con las vestimentas y los que usaban espuelas eran nuestros preferidos, parecían llenos de una fuerza masculina irresistible. Las parejas de la Cueca ya estaban en la pista e iniciaban su paseo acompañando los primeros acordes de las guitarras. La bailarina graciosa y elegante llegaba a los últimos acuerdos con su compañero para abrir el baile con un “ocho” porque era una de las vueltas más vistosas para comenzar la danza. Las palmas comenzaron a aplaudir y los bailarines a deslizarse por la pista de madera. Luego de los primeros compases y al grito de ¡vuelta! ella inició su danza huyendo de su pareja que la acorralaba; al mismo tiempo que lo miraba seductora a través del pañuelo. Él hacía otro tanto festejando con un zapateo a cada encuentro en que conseguía acercarse, en eso los sorprendió nuevo grito de ¡vuelta! al que ella respondió levantando levemente la falda para zapatear mostrando con recato sus piernas, él de puro contento inició un zapateo haciendo sonar las espuelas y rodando tan alto su manta que parecía un helicóptero a punto de emprender vuelo, después de un


¡aro, aro, aro! fueron servidas empanadas calientitas para premiar a los mejores bailarines de la noche. El domingo después de tomar el desayuno decidió arreglarse para la procesión, el baño y el agua de colonia fueron suficientes para renovarla de las pesadillas y el vestido blanco que la esperaba le devolvería la confianza en sí misma. Al mirarse al espejo no tuvo dudas que todo saldría bien, los zapatos impecables completaban la tenida y decidió que de esta vez se dejaría el pelo suelto. La mañana brillaba entrando por todas las ventanas de la casa, salió al pasillo; el blanco y negro de las baldosas estaba resbaladizo porque ya se había encerado y por los ventanales de la sala de estar entraba un aire tibio levantando las cortinas. En la mesa del comedor se encontró con el abuelo Damián, siempre les daba una vuelta a la hora del desayuno. Al verla, tan linda, él le dio los buenos días con la canción que siempre le cantaba: Nelly, Nelly te quiero… tuya, tuya es mi vida. ¿Sería verdad lo que las señoritas Solari decían? – Tú te pareces mucho a tu abuela Mercedes. Las reminiscencias en la memoria del abuelo evocaban a su esposa fallecida hacía algunos años.


De los alrededores iban apareciendo, como por arte de magia, las personas y aglomerándose para dar inicio a la procesión, los niños sin paciencia para la espera jugaban en el suelo zangoloteando por entre los adultos y levantando tierra bajo la mirada vigilante de sus madres y la autoridad de los padres que a la menor escapada de las reglas de costumbre recibían un tirón de oreja para volver a las exigencias del acontecimiento. Las carretas llegaban vestidas con guirnaldas, banderas y la transparencia y simplicidad de las familias campesinas adornadas con sus ropas domingueras, algunas venían desde tan lejos que después de atravesar potreros y acequias llegaban con las ruedas destartaladas a su destino provocando una sonajera de fondo. La Virgen y el Santísimo se llevaban en andas y se entonaban cánticos religiosos llegando a la cruz a los pies del Cerrillo, luego se retomaba el camino para llegar a la misa. A través de la bruma de la mañana amanecían los grandes eucaliptos que daban inicio a la hacienda. En la capilla las rosas blancas competían con las calas para mostrar la fuerza de su vida efímera, los capullos abrían conforme el día los iba iluminando. La misa transcurría con devoción y llegado el momento de la comunión las personas que allí comulgaban recibían un santito con un número para participar, posteriormente, en la rifa que encerraba los festejos.


Todos los números eran premiados, se distribuían dulces, gorros, bufandas, zapatos, chalecos y carnes: piernas de cordero, costillar y las otras partes del animal para el preparo de sopas y pucheros. El momento solemne, sin embargo, era la llegada del Obispo al acto de la Confirmación y el protocolo del acontecimiento contaba en su programación con un poema para festejar a la ilustre visita. En el centro del altar iniciaba la presentación que le había causado la ansiedad de los últimos días, por las ventanas de la iglesia entraban rayos de la luz de la mañana que la iluminaban. La blancura del vestido y el brillo de su cabello claro le daban un aire angelical y la certidumbre de quien se siente segura impresionaba a la concurrencia. El poema tenía su cadencia que ella recitaba dando una grata distribución a las pausas y entonaciones y después de largas estrofas que de ritmo en ritmo fueron llegando a su fin, ella recibió el reconocimiento y admiración de las autoridades eclesiásticas y el orgullo de la familia. El atardecer languidecía y la casa acomodada en el frío invernal, de repente, dio un quejido que nos despertó del ensueño de los recuerdos y como una bolita de jabón que explota frágilmente, en los juegos de niños, volvimos en el tiempo.


– Por Dios hija ¿Qué hora es? está oscuro y no hemos puesto la tetera, vamos a prender las luces… y la estufa. – Mami ¿Qué edad tenías cuando recitaste esa poesía tan larga? – Doce años.


Autor – Leonardo Silva Villar Tren de Carga Nocturno nº 221 1951 Luiggi Silvestre (seudónimo del Tata) En la Casa de Máquinas se vivía el ajetreo propio de la hora. Eran cerca de las once de la mañana y ya andaba el personal de Tracción esperando se escribiera la Tabla de Viajes del día. Ni pensar ir a consultar al Jefe de Turno que pasara un dato anticipado, no resultaría, por existir la posibilidad de que Transporte solicitara un Especial Carga, fuera de Tabla. Varios personales, maquinistas y ayudantes, tenían ya su turno dispuesto por venir de “libres”, algunos para la Guardia de las dieciocho horas, otros a algún tren de salida temprano, muy apetecido por la llegada temprano a Alameda, que permitía pellizcar algo de noche, iniciar el reparador descanso y tenían poco servicio en la Línea dado su condición de Directos. Además, dejaban viático completo y un excelente pago de Nocturno. Era de repetirse un par de trenes, incluyendo el nº 71 del Domingo, para que los “talleres envidiosos” lo metieran de cabeza en el equipo de los “agujas”. Tomado conocimiento de la Tabla se armaba un simpático “choclón” de comentarios, grupo humano que compartía con cada cual los sinsabores, peripecias, peligros y


preocupaciones de trabajadores como nosotros, maquinistas cargueros. El dejar un enfermo en casa, teniendo servicio anotado era casi lo normal, ya que el jefe, de Turno, prácticamente, un “arreglín” al servicio de “redondilla” dispuesto, no se lo permitía. Pero ese día, al retirarme con el grupo, el jefe de Turno me llamó a un aparte y me entregó una notificación para presentarme al Ingeniero de Tracción. Lentamente me dirigí a la Casa de Piedra. Recorriendo mis servicios anteriores no tenía sumario en contra, no había transportado ningún “pavo” en la máquina, nada que mereciera un llamado notificación del ingeniero. De todas maneras, le juro que no me cabía en ese momento un huevo de diuca en el poto; entregué la notificación al Secretario. Fui recibido de inmediato por el señor Ingeniero que, parcamente, me dijo – Esta noche viajarán con usted dos periodistas del Mercurio; harán un reportaje de un viaje en un tren de carga, atiéndalos con café y sándwich y deles la información que ellos soliciten; a la vuelta de viaje, me informa al respecto. Efectivamente, al bajar con la Locomotora 2904 a tomar el equipo del tren nº 221, frente a la Palomera, había dos señores; – ¿Periodistas? Pregunté... ¡Sí, maquinista! Respondieron. Les hice una señal y subieron a la Locomotora.


– Luiggi Silvestre, maquinista, me presenté… Reveco y Arriagada, respondieron ellos. – Gatica, mi ayudante… nos dimos la mano. Observaban todos nuestros movimientos, bajaron de la Loc. para mirar el trabajo de los revisadores. Esta operación fue corta, sólo dos vagones rejas de protección para completar en Patio Viña. Firmado el libro de Report del Jefe de Revisión, el Conductor batió su Linterna y salimos del Patio Barón. En Viña estaba la gran tirada de brillantes “guatones”, ahítos de bencina. Tomados con los carros protectores iniciamos la marcha hacia Alameda. Ante la consulta del periodista le expliqué que eran setecientas toneladas de combustible, arrastramos, agregué, la carga más peligrosa después de los explosivos. Pasado el puente Las Cucharas, el ayudante abrió la ventanilla, observó hacia la cola del tren y expresó “sin novedad, compañeros”. Se miraron entre ellos. – Siempre el que tenga curva a favor debe mirar hacia atrás, para observar la posibilidad de un chispazo. Esta sana costumbre evitó, en otras oportunidades, la posibilidad de un desrielo – Les explicamos. Pasaron unas tras otras las señales verdes, autorizando la continuación del viaje. Al atravesar el Túnel San Pedro, nueva consulta – ¿Esa agua que cae no tiene peligro? Sí y no, respondí, está cayendo los quince años que estoy viajando; se trata de un canal. Para repararlo


habría que detener el servicio y siempre queda para otra ocasión. Al salir del Túnel, gran manto de niebla – ¿Maquinista no va a disminuir la velocidad? No, Sr. Periodista, porque ya apareció la señal Intermediaria que me indica que tengo señal de entrada y salida de San Pedro, solamente un breve pitazo, porque ya viene un cruce con barrera levantada a esta hora. El viaje sigue sin novedad y los periodistas consultan amperajes de trabajo, por los instrumentos, Reglamentos de Movilización, etc. El ayudante invita al periodista Arriagada a una revisión interna de motores auxiliares; llega “escarchado”, según su expresión, por la acción del Ventilador principal de los motores de tracción. Así dejamos atrás Quillota, Calera y cerca de las tres de la madrugada entramos al patio de Llay- Llay. Esperando el cruzamiento tendríamos cerca de media hora que aprovecharon para entrevistar al Movilizador y nosotros pusimos el tiesto en el anafe para una reconfortante “choca”. Vueltos a la Locomotora se sirvieron un tazón de café con un buen sandwich. Al avanzar más lentos en la subida Las Chilcas, nos abrimos en confidencias sobre la familia, educación y nivel, nuestro, de cultura, el ambiente mejoró notablemente. Llegamos a Montenegro y tomamos el resto de carga, para completar mil toneladas. – ¡Lindo tren llevamos amigos! Si no hay cruzamientos largos estaremos alrededor de las seis y media en el Patio Yungay, comenté.


– A todo esto, compañeros periodistas, ¿Algún motivo especial para esta crónica? Sí compañero, me replicó sonriendo el periodista Reveco. Falta una semana para el veintiocho de agosto, fecha en que se cumplen cien años de la firma del Decreto de Ley Nº 132, por el Presidente Don Manuel Bulnes, previo acuerdo de las Cámaras, para la construcción del Ferrocarril de Santiago a Valparaíso, año 1851. Le agradecí la información e hice una fuerte reducción de aire al tubo del freno, para quitar la velocidad al tren y pasar ya con el equipo dominado por los cambios de la Estación Rungue. Se acercó a mi lado para observar los instrumentos de la Locomotora y me vi en la sana obligación de explicarle que el resto de la pronunciada bajada lo haríamos con el sistema regenerativo o freno eléctrico. Muy interesado inquirió cómo era aquello, tuve que entrar a una breve explicación al respecto; me pareció que fue la primera explicación tan sintetizada del fenómeno regenerativo; no aventuré a preguntar si había entendido, pero enmudeció por bastante rato. Preparados para entrar a TilTil, con señales de entrada y salida “verde”, ya encontramos al tren nº 206, instalado en el local, esperando nuestro cruzamiento, para seguir su viaje hacia Valparaíso. Un breve pitazo de saludo y una respuesta y ya empezamos a bajar el “lomo” hacia Polpaico.


Desde la Estación Cumbre, nos venía acompañando una noche muy clara con apoyo de la Luna en todo su esplendor. Aprovechando la gran curva del terreno, el ayudante Gatica, observó la marcha del tren… ¡Sin novedad compañero! fue su informe verbal hacia el maquinista. Curioso el periodista Arriagada se acercó a mirar – Parece realmente una “serpiente de plata”, se le oyó musitar y ¿Esa luz que titila al final?, preguntó. – Es para proteger el tren, le informó el ayudante. Entramos y salimos de Polpaico, rumbo a Batuco. “Todo verde compañero”, ya la expectativa del pronto término del viaje nos puso a todos de buen humor. Reveco, mirando el reloj, acotó – Le apuntó maquinista con la hora del término del viaje – bueno, con veinte años en los “fierros”, es difícil equivocarse, dije socarronamente. Lo demás fue rápido, recibidos en el Patio Yungay, botamos rápidamente el equipo bencinero a un desvío, tomamos el resto del equipo y hacia Alameda. De vuelta a Casa de Máquinas Yungay, ya en tierra, mientras el ayudante bajaba las “cajas” se me acercó el periodista Reveco y sonriendo nos estrechamos las manos. – Gracias compañero maquinista – Por nada compañero periodista. Gracias por su compañía. Suerte. – Suerte respondí y me dirigí a cancelar mi Hoja de Marcha.



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