Cuentos de ñuble para Ñuble

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Cuentos de ñuble para

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Cuentos de ñuble para Ñuble Grupo Literario “Conversando con Versos y Cuentos” Biblioteca Municipal Volodia Teitelboim Presentación Humberto Torres Compilación Loreley lafuga655@gmail.com Introducción y edición Julio San Martín Órdenes. julioelbardo@outlook.cl Opalina Cartonera 2019 Diseño y diagramación a cargo de Juan Canales Impreso en Laguna Verde-Valparíso, Chile por Opalina Cartonera Primera edición abril del 2019

“Colección Recolección” Este libro se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas- 3.0 Unported

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Durante el año 2015, se acercaron a mi oficina tres personas muy interesantes. Ellas, sí, eran ellas muy entusiastas, decididas a aportar en la creación literaria en nuestra ciudad. Verónica, María Isabel y Carmen, llegaron a la Biblioteca con la fija idea de crear un taller literario. Es así como se creó la agrupación sin nombre, solo como un taller, que con el correr del tiempo fue tomando cuerpo e identidad hasta surgir “Conversando con Versos”. Todo giraba en torno a la “poiesis”. Versos y rimas eran el alma de la fiesta; los sonetos y trovas también participaban de estas fiestas poéticas. En los dos primeros años el trabajo de la agrupación dio como resultado dos poemarios: “Conversando con versos” y “Con alas de olvido” que permitió dar a conocer a los escritores del grupo dentro de la ciudad y en lugares del extranjero. En los años siguientes “Conversando con Versos” cambió su nombre ya que ingresaron a él escritoras con intereses en otros géneros literarios. Es así, como su nombre fue ampliado a “Conversando con Versos y Cuentos”. Durante el año 2018 y como resultado de cuatro meses de estudio en el taller de microcuentos, surgió el libro “Cuentos de bolsillo”, libro que compiló a toda la agrupación.


Hoy, 2019, el grupo literario “Conversando con Versos y Cuentos” es potencia, sabia nueva, inquietud, que aporta al desenvolvimiento de las letras en Chillán; y en esta oportunidad dan a luz un libro de cuentos con historias de un Ñuble antiguo, en algunos casos de adoquines y carretas, de bohemia y bandoleros. Saludamos a quienes participaron de este trabajo e invitamos a quienes quieran ser parte de este tipo de experiencias.

Humberto Torres Rojas Biblioteca Municipal de Chillán

Chillán, 18 de marzo de 2019


El artista visual Marcos Fisurados, en su trabajo “Tectónica Orgánica”, quiso hablar de cómo en Chillán existe un culto a los muertos, especialmente aquellos ilustres, y esto reforzado por el desastre mortífero del terremoto de 1939 que marcó a los chillanenses/ chillanejos de forma indeleble. Incluso la firma del proyecto de ley de la región de Ñuble se realizó el día de la celebración de un muerto ilustre, el 20 de agosto del 2015. Cuando oficialmente ya había nacido esta región, el 6 de septiembre del 2018, con el Grupo literario “Conversando con Versos y Cuentos” pusimos en acción esta especie de necrofilia simbólica y sacamos los muertos a la palestra. Tomamos algunos lugares o personajes (son muchos los posibles) y por la alquimia que nos permite la escritura, seguimos con el cuento de la ciudad patrimonial y cultural. Decir qué es un cuento es algo difícil y, sin duda, como Julio Cortázar arguye, es una falsedad querer mostrar realidad a través de ellos. Por eso, las historias sabidas o investigadas las mutamos, tergiversamos o imaginamos a nuestra voluntad para resultar en otros cuentos, como lo es esta Región en el imaginario. Esperamos que estos nuevos cuentos no sean zombies de paso difícil como el Ñuble que en mapudungún es de corriente angosta y obstaculizada. Tengo gratitud a Carmen, Katherinne, Loreley, María Mercedes, Sergio y Verónica que me


encomendaron editar nuestro trabajo y confiaron, con o sin razón, en que pudiera hacerlo lucir de mejor manera; particularmente a Loreley, quien fue la encargada de planificar y organizar este proyecto y compilar todos los trabajos. También a Humberto Torres, quien encarnó a la Biblioteca Muncipal de Chillán Volodia Teitelboim, nuestro sitio de acción, y por ser él, un estímulo de escritura constante para que nuestro trabajo llegue a los lectores.

Julio San Martín Órdenes Editor y escritor Chimbarongo, 06 de marzo del 2019


Cuentos de ñuble para

Ñuble


Mi nombre es María del Carmen Serrano Herrera, ecuatoriana de nacimiento. Vivo en la comuna de Pinto, carretera de las Termas de Chillán. Me declaro ser una mujer que ama la poesía y la novela, en especial, la novela latinoamericana. Soy ama de casa, escritora y poeta. Cuando llegamos a Chile, hace 25 años con mi familia, vivimos en Coquimbo un año y medio. Hermosa sorpresa fue conocer, en Montegrande, la casa en que vivió y trabajó Gabriela Mistral, indecible emoción. Estudié en un colegio que lleva su nombre, lo cual estimuló en mí escribir poesía y cuentos. En Santiago, participé en mi primer taller de poesía durante seis meses en la Escuela Alemania Federal y un integrante del grupo literario Safo me invitó a participar en él, intercambiamos lecturas, tertulias y discusiones. Tenía a mi favor una maestranza donde leía poesía todos los viernes. Otro cambio de casa nos trajo a la comuna de Pinto, sector El Chacay, donde colaboré, en la Escuela “Nido de Golondrinas”, con un taller de títeres, de baile y de poesía. En Pinto concursé con un poema titulado “La diferencia”, obtuve el segundo lugar y también colaboré, en la Escuela “Loma Alta”, con lecturas poéticas. En Chillán participo activamente con la Biblioteca Municipal, soy la cofundadora del grupo literario “Conversando con Versos y Cuentos”, tenemos en nuestro haber la edición de tres libros grupales de poesía y cuentos auspiciados por la Biblioteca Municipal. “Cuentos de ñuble para Ñuble” es nuestro cuarto proyecto editorial.


Quiero contarles mi historia. Me dicen La Colorá’, pero mi verdadero nombre es Berta. Nací en un pequeño poblado llamado Quinchamalí, unido por una calle larga y extensa que va de norte a sur, hermosamente acomodada entre lomas que miran respetuosas la cordillera. Sus casas de madera nativa, coloridos sembrados, un olor a tierra húmeda con sabor a greda. Mi niñez transcurrió entre el fogón humeante con ceniza siempre calentita, esperando recibir las tortillas que mi abuela Manuela amasaba, todas las mañanas, y quedaran listas para la once. Mi hermano y yo nos sentábamos junto a ella. Mientras las tortillas se hacían, nos contaba historias del lugar, nos decía que aquí existió un pueblo alfarero de mapuches que trabajaban la greda, hacían los utensilios que ocupaban y que, en general, era una zona apacible. Crecí viendo a mi abuela sola, y a mi madre también… sola… sin hombre en la casa. ¡Bueno!, a veces, sí los había, pero no duraban mucho. Mi hermano Pedro ayudaba en las tareas del campo, cortar leña, guardar los chanchos, cabras y ovejas. Yo ayudaba a mi abuela a pulir, con piedrecillas redonditas recogidas del río, los cacharros, jarrones, olletas, fuentes, bandejas que se hacían para vender y eran utilizadas para la cocina. Cuando juntábamos bastantes, en una carreta se llevaban a Chillán o a Concepción a vender.


Pero yo les quiero contar que no fui para nada una niña tranquilita, y que, entre tanta historia que había escuchado, mi imaginación iba más allá de mi pueblo: quería vivir, amar, disfrutar de toda esa gran energía que tenía. Desde pequeña acompañaba a mi mamá a todas las fiestas que hubiese. Ya manifestaba cierta gracia y picardía cuando bailaba, y mirando por aquí y por allá, aprendí a sacarle acordes a la guitarra. Éramos, mi prima y yo, la cantoras infaltables en los bautizos, fiestas patrias o cualquier festejo que hubiera y, modestia aparte, buenas mozas y alegres, atraíamos a cualquier varón afuerino o lugareño que hubiera disfrutado con nosotras, y no se rindiera a nuestros encantos. Ni cortas ni perezosas, tomábamos todo lo que nos ofrecieran; después de noches fogosas, nos quedaba un recuerdo de carne y hueso. Había que apechugar nomás y entre los cántaros, el canto y el baile, la vida seguía. Había rumores en el pueblo de que nosotras nos comíamos a los hombres o los matábamos, decían que todo aquel que se acercaba a nosotras desaparecía. Creo que no entendían que las mujeres no debemos tener tapujos en disfrutar del amor y la pasión, el hombre está de paso, deja su semilla. Nosotras sacamos adelante nuestros críos y nos sentimos libres e independientes. Esa es mi historia y de las mujeres quinchamalinas, somos pan, trabajo, sudor. En nuestras manos la greda se amolda en homenaje a nuestro espíritu creador. De ahí nací yo, mis redondas caderas y la guitarra en la mano. Y me llaman La Guitarrera.


Mirando por la ventana, Eloísa vio caer las últimas gotas del otoño. Se fueron sus dos hijos y su compañero. En la soledad, los recuerdos iban tirando sus redes invisibles, y como si a su corazón le hubiese llegado una pedrada, se levantó. Abrió una gaveta de su armario, escondida en el fondo, desteñida ya de tanto uso, con un fuerte olor a humedad de tesoro enterrado. Tomó una caja forrada en terciopelo rojo… Poco a poco, como en un acto ritual levantó la tapa. Caía una lluvia torrencial, el ruido del hacha cortando leña. Oyó la voz de su madre que la llamaba. Estaba por cumplir catorce años, era la mayor de dos mujeres, sus hermanos se habían ido al norte a trabajar a las minas, la comida escaseaba mucho. Su padre le dijo un día—: Eres la mayor y tienes que buscarte la vida, aquí no hay nada que hacer, ve a Chillán y busca trabajo. Juntaron los pesos para comprar el pasaje del tren y partió, con su pequeña maleta. Solo su hermana fue a despedirle, se dieron un fuerte abrazo de complicidad. Por mucho tiempo recordó el rostro resignado y los ojos nublados en lágrimas de su madre. Iba tan concentrada mirando el paisaje sureño, la tonalidad de verdes y la incesante lluvia compañera de todo el camino que no se dio cuenta que la observaban. Al llegar a la estación de Chillán, se le acercó una dama vestida de negro, muy elegante. Viéndola tan despistada,


le dijo—: En esta calle, hay una señora que te puede dar trabajo. El local se llama “La Tía Rosa”. Ahí vas a tener dónde dormir y la comida. —Una sonrisa entre triste y picarona se dibujó en el rostro añejo de aquella señora. Al comienzo, la niña limpiaba pisos, ayudaba en la cocina, lavaba vasos, cambiaba de sábanas las camas… ¡Uf!… tenían, un olor fuerte, entre alcohol y sexo. Trabajaba en el día y las señoritas en la noche. Cumplió quince años. La dueña del local, le propuso ganar más dinero, le dijo que era alta y buena moza, que vistiera elegante, se pusiera tacones, y usara esos colores tan lindos y brillantes en su cara. En la caja sin tapa estaba ese rouge rojo intenso que tanto le gustaba, a un lado, el colorete que daba color a sus mejillas. El rímel negro y espeso hacía que sus pestañas crecieran, la hacían sentir linda y deseada. Aún recordaba la pista de baile, el escenario pequeño adornado con pósteres de hermosas mujeres con sus trajes de plumas y muchas lentejuelas, sus cuerpos perfectos, las luces bajas y fosforescentes en las mesas. La pista de baile, el piso tan lisito. Tenían que invitar a bailar a los caballeros y, entre apretujones y palabras lujuriosas, sacaban picardía y sensualidad a la música, pero… para qué estamos con cosas — se decía Eloísa— yo era la que más les hacía consumir. Había un profesor de escuela, llegaba con todo su escaso sueldo que lograba cobrar a veces, traía su guitarra y cantaba unas tonadas tristes, contaba que su abuela le había enseñado y


para bailar… ¡uy!… se deshuesaba entero. Eloísa no era diestra pero aprendió a soltarse muy bien… mmm... Tomó el rouge…, estaba casi seco…, se pintó. El espejo le devolvió a sus diez y ocho años. El piano..., en el piano tocaban un foxtrot. Giraban las ligas, y encajes, flotaban con este ritmo. Las manos mágicas del músico los tenían a todos bailando sin descanso, llenando cada espacio del salón, en aromas de alcohol y sudor. La noche iba recogiendo su vestido, para darle paso a la aurora, y el dinero de los jornales se había esfumado, pero quedaban ebrios, satisfechos y contentos, los clientes y, bueno, la competencia era dura, así que había que hacerle empeño. El recuerdo se detuvo en el piano, su figura estaba nítida en el espejo, su blanco teclado, su enchapado de color negro pulido. Los acompañó muchos años, resistió el fuerte remezón de la tierra. Tal vez, la tierra quería bailar, sentir el desahogo y la alegría que vivían cada noche. No se llevó al piano, le fascinaría escuchar las melodías que le arrebataban las manos prodigiosas de músicos como Mario Gatica. El piano vivió vicisitudes, cambios de local, peregrinó por Maipón igual que las mujeres. Terminó viejo y agotado, sus dientes quedaron amarillos, la tapa rota. Al costado derecho le faltaba un pedazo, cicatrices que le dejo la algarabía. Las Tinajas creo que fue el último lugar en el que estuvo… Era hermano gemelo de otro piano, uno noble, aristocrático, sublime, en el que las prodigiosas manos de Arrau deleitaron con la interpretación de la


música clásica y con el que trazó su camino a la gloria y la fama. Cansada, igual que los viejos pianos, el tiempo se agotó para Eloísa. Cerró la tapa, un profundo suspiro la ahogó. Fue su última despedida.



Julio Alejandro San Martín Órdenes (ChimbarongoChile, 1977) de profesión es Médico Veterinario (Universidad de Concepción, 2004). Participa en Chillán en los grupos literarios “Conversando con Versos y Cuentos” de la Biblioteca Municipal Volodia Teitelboim y en el “Liceo Poético de Benidorm en Chillán, Chile”. Actualmente, es Presidente en Chile de la Organización Mundial de Trovadores (OMT) y delegado de la Unión Brasileña de Trovadores (UBT). Sus poemas han sido compilados en revistas en línea y en varias antologías. Recientemente, fue incluido en “Ciencia en décimas para Violeta” (ACHIPEC & Recrea Libros, 2018), en cuyo concurso fue finalista. Además, publicó su primera obra “Entre el rayo y el fuego” a través de un proyecto presentado por el Centro de Extensión Cultural “LibreArte” de San Fernando. Julio también es editor y presentador del libro “El hombre que comía espinas y otros relatos excéntricos” de la cuentera Loreley (Sebastiana Editorial, 2018) y, editor y prologuista del poemario “Territorio del Tiempo” de la poeta chimbaronguina Olga Aguilera.


Bambina llegó desde Angol y tuvo que ser alimentada con un biberón, pues era una cría que no tenía más de dos semanas. Bambi, por su parte, llegó desde la zona de Mariquina, capturado cuando quedó atrapado en un pantano. Los venaditos le generaron a Carlos un interés primordial en su proyecto zoológico desde que tenía sus instalaciones en Concepción, donde incluso logró que se reprodujeran otros de estos animales. Él sabía que esta especie era frágil y que cada vez era más escasa. Se estresaban y los campesinos los cazaban sin piedad para consumir su carne o su delicado cuero. Con frecuencia, por diversión, los perros los perseguían y muchas veces los lastimaban de forma grave porque, con sus patitas cortas, no eran grandes escapistas. Carlos disfrutaba esa vulnerabilidad como quien disfruta el efímero desierto florido, les leía sus poemas en voz baja, mientras de reojo los observaba. Quería saber de ellos y su conducta. Eran tan escurridizos que apenas se dejaban ver, especialmente el macho. Bambina, a veces, permitía que le pasara los dedos o se los lamía. Era su consentida pues muchas veces se quedó en vela alimentándola. Su formación alemana le hacía ser disciplinado cuando se proponía una meta y, por lo tanto, hizo todo lo que pudo para mantenerla viva. Era domingo y Carlos Junge acostumbraba la visita de familias completas a su Jardín Zoológico, que se asombraban con los especímenes exóticos pero también con los animales de la zona. Los asistentes llegaban a


Chillán Viejo y quienes mejor lo pasaban eran los niños. Las familias terminaban su recorrido en el parque, disfrutando el cocaví que habían traído y contando las anécdotas del recorrido. Pero ese domingo, un joven inusual se le acercó y le preguntó por los animales que habían en cautiverio. El zoólogo se interesó al ver cierto idioma en común entre ambos y le contó de la tragedia del terremoto de 1960 cuando murió su llamativo pavo real y varios animales más; de la campaña internacional que logró aumentar su colección hasta 152 animales; los esfuerzos que hacía, incluso dando clases particulares de alemán para generar recursos para el jardín y sobre la ayuda que recibía del Círculo de Amigos del Zoológico. Le mostró varios detalles del jardín pero se detuvo en los pudúes, le explicó cómo los alimentaba, que les daba trébol, hojas de maravilla y de topinambur. También, le comentó del susto que tuvo cuando juntó ambos pudúes y los animales entraron en pánico; de sus infructuosos anhelos de que los animales se aparearan y generaran descendencia. El joven que había llegado con una idea muy crítica de las condiciones en que estaban los animales, poco a poco fue comprendiendo la mística y las limitaciones de esos tiempos que el proyecto tenía. Carlos le hacía ver que estaba seguro de que los zoológicos podrían contribuir en ayudar a estas especies que estaban tan amenazadas al mostrar la belleza y la maravilla de los animales así como ayudarlos a reproducirlos de ser necesario. El joven lo entendió así. Finalmente, en el recorrido, el propietario del jardín le confesó su temor a que su obra acabase pero, también, su intención de resistir todo lo que pudiera.


Se escucharon los aullidos de un mono amarillo y sonidos de diversas aves, mientras hablaban. Repentinamente y de memoria, recitó algunos versos de su poesía y el joven se sorprendió de esa sensibilidad que lo emocionó al punto que tuvo que contener el llanto. Le dio las gracias por poner tanto amor en su trabajo. Como respuesta, Carlos citó a Goethe: “Wir werden geformt und gestaltet durch das, was wir lieben”: somos modelados por lo que amamos... Del joven nació una admiración enorme por este visionario, tal vez, más inusual de lo que él mismo le había parecido en un principio. Estuvo un tiempo trabajando de voluntario en el jardín zoológico hasta que un día se despidió de Carlos sin dar demasiados detalles. El joven se llevó consigo otra frase de Goethe que le dijo una mañana Carlos, y que la hizo suya: “La ciencia surgió de la poesía… cuando los tiempos cambien las dos podrán reunirse de nuevo en un nivel superior como amigas”. Una vez creyó que ese momento había llegado y apoyó la creación de un proyecto de cría de pudú en la Universidad de Concepción. Luego, este fue trasladado del sitio en la ciudad penquista para utilizarse en la reproducción de ranitas, al Campus Chillán, donde terminaría siendo emblemático. Sin embargo, en otro tiempo, sabría que esos esfuerzos no serían suficientes, la poesía había sido expulsada de los campos de acción del hombre. El pudú terminaría extinguiéndose, los perros no habrían podido ser manejados y empezarían a depredar en la fauna silvestre sin control. La comunidad permanecería silente enfocada en vivir su diario de manera mecánica y, de paso, culpar a los otros de sus problemas. Las autoridades


aprovecharían estas circunstancias y restringirían los recursos en las ciencias y las artes. Mientras, la naturaleza se desvanecería para siempre como insumo de fortunas particulares en un país cada vez más afectado por incendios, temporales y sequía a consecuencia del cambio climático.


Estaba intrigado desde primer año de Universidad con esos cantos bulliciosos y repetitivos que año a año se iban perdiendo entre el ruido del tránsito y los desperdicios que la gente arrojara al antiguo estero Maipón. Las históricas batallas libradas en sus riberas dieron paso al cemento y al olvido. Y, también al desprecio. Sabía que las ranas chilenas eran anfibios antiquísimos, ya que existían desde antes que América como continente, cuando existía aún Gondwana. Eso decía la ciencia. El ser humano estaba acabando con esta especie, en el corto tiempo de estos dos últimos siglos, primero por su consumo y, últimamente, a causa del aumento de la temperatura global como consecuencia del cambio climático. Alonso se lamentaba por el futuro de las ranas, probablemente se verían muy afectadas por los cerca de 7° que aumentarían en promedio, la Tierra, para fines del siglo XXI. Su curiosidad científica le hacía cuestionarse si aún quedaban ranas en el estero Las Toscas. Bajo los puentes se escondía el misterio absoluto en la pregunta jamás planteada. Alonso anhelaba observar a ese habitante originario de la ciudad. El joven se atrevió, aunque temeroso, a descender entre la oscuridad y al hedor. Nadie lo acompañaba. En su búsqueda develaría una realidad ignorada, la que no aparecía en las postales turísticas, la que se entiende como miseria, mugre y abandono. Otros juzgarían aquello como una visita al asilo del pecado y la culpa, porque bajo esos


puentes, se escondían las tinieblas chillanenses. Pero, aún así, tal vez, todavía cantaran las ranas. Se embadurnó las botas de lodo de apariencia equívoca. Los cadáveres del vino y, quizá, otras adicciones permanecían silenciosos y amontonados bajo el sol lejano. Los muros guardaban escrituras ininteligibles en forma de grafitos. Siguiendo el curso del estero, escuchó una rana que croaba tras una vivienda de apariencia abandonada. Se preguntó cómo podría sobrevivir en la inmundicia. Se metió, nervioso, en medio del agua pestilente donde oía al anfibio. Este parecía tan cercano, pero no lo estaba. —Debe ser la distorsión del sonido por el agua —se justificó. De todas maneras, no se iba a quedar únicamente con la intención y se acercó más al lugar de donde creía escuchar al animal. Cuando estuvo sobre el punto que dio por la fuente, sus lentes ópticos reflejaron una imagen luminosa como de un televisor. Su rostro demostraba sorpresa y fascinación con la mueca en su boca. No podía ser... Alonso veía no solo una rana, sino muchas, el agua en ese charco estaba demasiado cristalina y parecía de aspecto prístino. Pero tal vez, no era un charco, solamente; era un extraño charco en medio de la tenue corriente del estero. En su afán, se tuvo que acercar para apreciar mejor su visión y así contemplar la luminosidad del paisaje a través de esa ventana diáfana. Las ranas parecían estar aprisionadas en ese charco. Tuvo la tentación de capturar una de ellas y lanzó un manotazo con fuerza y rapidez. En ese movimiento


resbaló en una piedra cubierta de algas y cayó en la poza. Desapareció como un anillo por un desagüe. El curso de agua corría tranquilo esa mañana sobre unos neumáticos sumergidos y entre las plantas acuáticas. Un ave que se le llama churrete pasó chillando sobre un sector asoleado justo detrás de una vivienda de apariencia abandonada. Allí, en un inusual charco se oía el croar sigiloso de ranas saludables. Pero afuera de ese charco, las ranas todavía no advertían que el agua ya empezaba a hervir desde hace décadas y que pronto no habría escapatoria de esa inmensa cazuela.


Jean-Jacques iba caminando por las resecas calles que rodeaban el mercado de Chillán. Para ese tiempo, solo se encontraban productos chinos cosmopolitas que fingían ser artesanías chilenas. —La sangre de Jesús es la única esperanza— cantaba en la vereda una mujer desgreñada vestida con una falda larga, un micrófono y una Biblia en la mano de una forma que le pareció de mal agüero. Al frente, un hombre anciano vendía diferentes cachivaches y entre ellos, había un clásico chileno: Recuerdos del Pasado, que él conocía y que se lo había obsequiado su padrino desaparecido cuando era adolescente. Jean-Jacques estaba confundido y, además, se sentía cansado. Esos brotes letales de una extraña fiebre que apareció en torno a las localidades cordilleranas de San Fabián, Pinto y Yungay. Eso es muy similar a lo que ocurrió hace un mes en Vilches —pensaba. Todo ese vaivén de imágenes aceleradas por el cortisol se detuvo cuando llegó a la Universidad y se encontró de zuácate con el saludo y la risa maliciosa de su viejo compañero de carrera—: Byenveni nan Fakilte nan Medsin Veterinè nan Universidad LA CONCEPCIÓN, masisi. —No me hablí’ en créole, acá, hueón —le respondió JeanJacques, algo incómodo, al decano de Medicina Veterinaria. —Tú sabes que no cuento con el apoyo del Ministro para estar acá—casi susurrando, afirmó Jean-Jacques — A estos burócratas les convenció mi experiencia avalada afuera


durante las cagá’s de Europa y África para entrar al Ministerio, pero acá, aunque más blanco, sigo siendo un mulato —se explayó Jean-Jacques en la oficina del decano, cuando ambos amigos se sintieron relajados. Alfredo Corales le resumió la situación al epidemiólogo que volvía a Chile y le mencionó que por el momento no había nuevos casos. Además, confidenció—: Nosotros como Facultad, desde que nos instalamos en Chillán, desde 1973, hemos enfrentado diversos desafíos en temas de salud y sociedad, y sobre todo hace 40 años, cuando el presidente Juan José Reif, por decreto, les quitó recursos a los planteles. Para evitar la quiebra, tuvimos que vendernos, en parte, a un consorcio comercial. Jean-Jacques, por sugerencia de su amigo, se marchó a descansar al hotel, pero pasó horas revisando las memorias que habían pertenecido a uno de los investigadores más grandes de Chile, el Dr. Alonso Espejo Lozano, abuelo de Alfredo y acarólogo. ¡Qué podía importar conocer a esos bichos tan asquerosos!, Espejo escuchaba a sus colegas decir en los pasillos, refiriéndose a sus ácaros. De repente dio con una carpeta con el nombre Trè danjere pou sante. —Muy peligroso para la salud—se tradujo a sí mismo, el epidemiólogo. En el interior había un informe de la muerte, por septicemia, de dos jóvenes, quienes, de acuerdo a los apuntes de Espejo, habían llegado con un pudú muerto al Laboratorio. Les encontraron lesiones de dermatitis en sus piernas y sufrieron una fiebre incontrolable antes de morir. En internet, Jean-Jacques encontró escasa información de la pareja, al parecer fue una curiosidad su muerte y se convirtió en un mito similar a los Pincheira. El afrochileno decidió visitar el lugar de origen de los jóvenes fallecidos en una zona rural cercana a la Reserva de


Ñuble. Los jóvenes estaban un poco desconectados de la civilización, buscaron una vida más alejada de la ciudad pero su terreno estaba en pleno foco de desarrollo de Chile. La pareja desapareció y una represa se construyó cubriendo de agua y luego de sedimento la cabaña y el parche de bosque que soñaron como su paraíso. La sequía prolongada y luego la sucesión ecológica y algunas lluvias recientes habían convertido el paisaje en una frondosa pradera. Jean-Jacques decidió que iba a encarar a su amigo, él sabía que la historia no oficial involucraba acciones de su abuelo. Cuando llegó a la Facultad de Veterinaria se encontró con la visita de los representantes de los Dueñosde-Todo. El decano apareció de repente y con una cara de pocos amigos, se llevó a Jean-Jacques, empujándolo, a una pequeña oficina en el ala norte del Departamento. Alfredo le pasó una memoria portátil y unas llaves. Jean-Jacques tenía que marcharse casi sin preguntar, aun sintiéndose demasiado confundido. El epidemiólogo se encontraba en una cabaña de su amigo. Miró la foto de su pequeña hija, Sturnella, sin entender por qué estaba tan tembloroso. Su cara mostraba una sudoración excesiva. Con un estupor indescriptible, sobre todo, cuando se vio, a sí mismo, con su padrino benefactor en una foto. Recién comprendía que ese hombre tan afectuoso con él, en su niñez y juventud, era el Dr. Espejo. Pero no era posible, debía ser efecto de la fiebre, pues no coincidía la juventud del hombre con su edad antes de desaparecer. En una grabación, Espejo explicaba —: ...Al parecer como consecuencia a la destrucción de los componentes del mundo físico y ciertos proyectos en la zona cordillerana de Ñuble, estamos registrando un deterioro en el continuo espacio-tiempo...


No alcanzó a escuchar todo lo que su benefactor recién identificado decía, cuando vio, en su teléfono, un mensaje de su amigo Alfredo que le decía que tenía menos de tres cuartos de hora para llegar a la Universidad. Había una nueva emergencia sanitaria. Retiró la memoria con toda la celeridad que sus manos temblorosas le permitían. Sin pensarlo mucho, salió agitado llevándose la información que había reunido. Sin duda la información era confidencial y por ningún motivo, las autoridades querían que la emergencia trascendiera al público. En un momento, escuchó unos pasos marciales en los pasillos anteriores de la cabaña, y se le salió un garabato mestizo en créolechilensis, mientras corría a través de la puerta trasera de la cabaña. Comenzó el temporal. Fue demasiado abrupto, tan potente que podría provocar aludes que inundarían grandes áreas. Jean-Jacques escuchó un sonido que interpretó como disparos y solo pensó en huir. Corrió entre unos vestigios de bosque nativo y luego avanzó más allá de unos monolitos de lava volcánica. Al llegar a un muro de concreto que, alguna vez, fue parte de la bocatoma de una mega represa, sintió un trueno y su cuerpo se paralizó con un dolor eléctrico. El hombre estaba con rostro algo demacrado y pudo reaccionar al escuchar a una mujer que cantaba con un micrófono y una Biblia. Pasó frente a un anciano que vendía antigüedades y, entre ellas, un libro de Vicente Pérez Rosales. Sin mediar una razón, sintió un impulso enorme de abrirlo, mientras la mujer continuaba su alabanza.


Mi nombre es Katherinne, está constituido por diez letras; cuatro vocales y el resto ya sabrán. Una adolescente con 19, el resto años, yo cicatrices. Comencé a escribir al mismo tiempo que abrí los ojos y empecé a ver la realidad tal como es: real. Escribo para soltar, y lo más difícil de soltar es precisamente eso.


Ha pasado tanto tiempo que ya perdí la cuenta. Junto a Sancho hemos recorrido mar y tierra buscando la bendita ínsula que don Quijote le prometió por sus servicios y compañía. Los primeros años estaba muy entusiasmada, disfrutaba conocer lugares y nuevas culturas, ya que sabía que al final del camino había una tierra que nos pertenecía, una tierra para nosotros. Al tercer año perdí toda esperanza, el mar parecía no tener fin, me molestaba no entender lo que la gente decía. Más que redonda, sentía que la tierra era plana y que nunca llegaríamos a encontrar la famosa ínsula. El mapa que nos heredó don Quijote parecía no tener sentido y Sancho, debido al largo tiempo que estuvo junto a él, comenzó a comportarse de manera similar. A veces me asustaba; cuando me levantaba por las noches siempre lo encontraba en alguna ventana, con una escoba en la mano y la bacinilla en la cabeza. Cuando notaba mi presencia corría hacia mí, me tapaba la boca y me tiraba al suelo, diciendo que los gigantes estaban afuera buscándolo. Me hacía un poco de gracia que en vez de árboles viera gigantes, pero todo eso me fue desgastando. Emprendimos rumbo a Chile, ya que ahí se encontraba la cruz en el mapa, específicamente en una ciudad llamada Chillán. Cuando llegamos al lugar nos encontramos con la sorpresa de que ya tenía dueño, había sido fundada mucho antes de que llegáramos, don Quijote nos había mentido. Me sentí decepcionada y le dije a Sancho:


—¡Te dije que todo era mentira, nunca debiste confiar en él! —exclamé molesta. —Mujer, tú quisiste emprender el viaje y me arrastraste contigo —respondió Sancho. —¡Te he dicho que odio que me digas “mujer”!, por algo tengo un nombre —le respondí. —Ha pasado tanto tiempo que lo he olvidado —respondió él. —...tampoco lo recuerdo, ya no sé quién soy…ni quién fui, ¿fui? —me pregunté desconcertada. —Me asustas, mujer. Parece que don Quijote te ha contagiado —respondió él. —Y yo que pensaba que el loco eras tú… —dije confundida. Me quedé en silencio pensando en todo. No teníamos más tierra que la de nuestros pies, y peor aún, no me tenía a mí misma. Decidimos quedarnos en Chillán, no teníamos dónde más ir y ya estábamos viejos, además, parecía un lugar agradable. Dos años más tarde Sancho murió tras huir de una gallina que lo perseguía, la cual pensaba que era un espíritu. Lo arrolló una carreta. Me quedé sola, sin hijos, sin tierra, sin un esposo y sin saber quién soy.


Me llamo Francisco Ramírez Ham. Ya sé lo que piensan: que maté a mis hijas, que las arrojé al río e intenté suicidarme. Sí, lo hice, pero no fue mi culpa. Tenía miedo. Mi esposa me decía que nos extrañaba, que necesitaba tenernos cerca, que necesitaba a su familia. Me dijo que yo no la amaba, ¿pueden creerlo? Yo la amaba más que a nada en el mundo. Ella murió y me dejó desolado. No sabía qué hacer, todo iba mal, el dinero ya no alcanzaba. Mi esposa decía que no volvería a hablarme, que necesitaba una prueba de mi amor. Por eso lo hice. Tenía miedo. Ella se iría, otra vez me dejaría solo. Dejé que mis hijas entraran al río. Las escuché gritar mientras se las llevaba la corriente. Gritaban mi nombre. Pedían mi ayuda. No hice nada; no podía, mi esposa estaba feliz, me sonreía y yo amaba su sonrisa. Fue difícil, pero lo hice por ella, por nosotros, por nuestra familia. Solo faltaba yo, por fin volveríamos a estar juntos. Lo intenté, pero ella no me lo permitió. Dijo que ya no me amaba, que solo quería a sus hijas, que las extrañaba. No me llevó con ella. Pude ver cómo se alejaba. Por más ganas que tuve, no morí. Me encontraron. Ahora estoy aquí, contando mi historia, el motivo de mis actos. Lo hice para salvarlas. Aquí todo iba mal y allá —por fin— estaríamos bien, juntos y volveríamos a ser una familia.


Fui querida y odiada: los que me querían decían que los demás me tenían envidia y los que me odiaban decían que nadie me quería. La verdad así lo creo, llevo años tras estas rejas y nadie ha venido a verme. Era dueña de un hermoso burdel, el cual era muy popular y transcurrido. Ya saben, los atendía bien. Nunca una queja, nunca un reclamo, eran unos clientes muy fieles. El único problema eran esos huevones ricos que se quejaban por mi fortuna. Yo nunca obligué a nadie a hacer algo que no quisiera, no fue mi culpa transformarme en una mujer reconocida y respetada. Dieron el grito en el cielo cuando pasé a formar parte de ellos, de su estatus. La mayor parte de mi vida estuve sola, para qué tener una pareja si tenía mi hermoso burdel; bien cuidado y hermosamente decorado. Bueno, eso pensaba, hasta que lo conocí a él. Yo tenía cuarenta años y él apenas quince, pero hubiesen visto lo guapo que era. Me conquistó, me sedujo, utilizó sus encantos y, ya saben, una es de carne y hueso, y la carne es débil. Su familia no estaba de acuerdo con la relación. Yo no le veía el problema, para el amor no hay edad, ¿cierto? Bueno, su familia nunca lo entendió y le dieron a elegir: la vieja o tu familia. Adivinen qué escogió. Se fue a vivir conmigo, fui su amante y su madre, bueno, su mamita. Comenzamos una relación seria, por lo cual me alejé de mi hermoso burdel. Nadie nos tenía fe y duramos veinte años juntos, nos amábamos mucho. Todo era felicidad hasta… hasta que morí, puto cáncer. Mi guachito


quedó solo, me dio una pena. Lo vi sufrir durante años, quería abrazarlo, pero no podía. Extrañaba tanto sentirlo. Después de diez años se casó con una amiga de mi familia. La mujer tenía buena pinta, aunque era bastante flacucha; le faltaban curvas, le faltaban mis curvas —las que amaba mi guacho— ¡Ay, qué difícil fue verlo con otra!, pero su vida siguió, la mía no. Les cuento mi historia para que vean las vueltas de la vida ¿Recuerdan los huevones ricos de los que les hablé?, adivinen dónde está mi mausoleo. Sí, está en medio de las familias más ilustre de esta ciudad, justo en medio de ellos; es casi una réplica de lo que fue mi burdel. Y en el lugar donde estaba mi burdel se construyó el servicio de salud. Las vueltas de la vida, ¿no?


Lorena Troncoso Yáñez nació en un pueblo llamado Mulchén, en la región del Biobío. Sin embargo, ha vivido la mayor parte de su vida en Chillán. Es empresaria local y de profesión, Médico Veterinario de la Universidad de Concepción. De muy niña mostró interés por la literatura, participando en talleres literarios. Desde septiembre del año 2016, es integrante del grupo literario “Conversando con Versos y Cuentos”, que funciona en la Biblioteca Municipal Volodia Teitelboim de Chillán y también participa de forma activa en grupo literario Liceo Poético de Benidorm en Chillán-Chile. Durante el año 2017, dio a conocer parte de su trabajo en varios eventos literarios realizados en su ciudad adoptiva y alrededores. En el año 2018 presentó su primer libro: “El hombre que comía espinas y otros relatos excéntricos”, en distintas zonas de las regiones Ñuble y Biobío. También publicó en la antología “Cuentos de bolsillo” junto a otros escritores de Chillán. Su pasión es viajar, el contacto con otras culturas, conocer nuevos paisajes y caminar sobre la historia. Al volar en un avión, siente que las fronteras desaparecen, así también las barreras que impone la sociedad. Actualmente, se encuentra trabajando en nuevos proyectos literarios y nuevas presentaciones más allá del gran charco.


No hablo mucho, soy una mujer de pocas palabras. No terminé la escuela. Preferí salir a buscar un trabajo. En realidad, hubiese querido jugar como todos los niños, pero viví con la Señora Matilde. Ella me crio desde los 8 años. Me dio un dormitorio con cama y una mesita con velas. Las paredes no eran bonitas, no tenían colores. Ella pegó una foto de un santito Cristo y me puso un vestido más bonito. El mío lo quemó cuando llegué. Dijo que no quería nada del pasado. Ni mi voz, ni mi historia. ¡Ya morí una vez, esa es la verdad! Morí y me enterraron bajo unas piedras al lado del río Ñuble. En realidad no morí… solo fingí mi muerte. Engañé a ese hombre que quiso terminar con mi vida. Pensé que la única forma de que no me golpeará más, sería hacerme…“la que ya morí”. Me tiré en el suelo y aguanté la respiración hasta que él me tapó con piedras y se alejó. ¡Fue triste todo lo que ocurrió! Tuve que escuchar el llanto de Juanito, mi hermanito más pequeño que solo tenía meses de vida. Y también oír los gritos de todos mis hermanos. Todo había empezado un tiempo atrás. Mi papito murió joven. Éramos siete en la casa: mi papito, mi mamita, Pedro, Lucho, Rosita, Juanito y yo.


Mi mamita trabajaba en el fundo grande. Limpiaba la casa, lavaba ropa, cocinaba. Mi papito veía los animales, juntaba las verduras que crecían y también plantaba. Hacía muchas cosas, mi papito. Me hacía reír y nos sacaba a caminar por el campo. Mi mamita nos acostaba temprano, ella nos cuidaba. Nos enseñaba a rezar a los santitos. Me gustaba ese rezo que decía “ángel de mi guarda, dulce compañía…” A veces, yo salía a correr por el campo y asustaba a las gallinas. Luego miraba la vaca y le enseñaba canciones. Ella me miraba y solo decía mu ¡Nunca aprendía esa vaca! Luego trajeron otra vaca pero no le enseñé. Parece que estaba enferma porque miraba siempre hacia arriba. Alguna vez pensé que era ciega. Luchito también lo pensaba. Rosita no corría mucho, era más chiquita y quería andar apegada a mi mamita. No teníamos mucha ropa, pero mi mamita cocía y nos hacía vestidos de género de cortinas viejas, las conseguía en la casa del patrón. Mi papito murió de un día pa’ otro. Mi mamita lloraba y todos llorábamos, hasta Juanito. Ella igual siguió trabajando en el fundo ¡Tenía que hacer más cosas, sí!, como alimentar los animales, ayudar a las cosechas y cortar la leña para la cocina. Ahí nos calentábamos y se preparaba la comida. Un día nublado, estaba por llover y yo miraba por la ventana. Vi un hombre raro que hablaba con mi mamita. Luego tomó el hacha y le ayudó a cortar los trozos de madera gruesa. Ella lo hizo pasar y le sirvió sopa caliente. Ese hombre miraba a cada rato a mi mami. Yo lo miraba


feo y mis hermanos también. Tenía olor a vino. Yo conocía ese olor porque los grandes lo toman para el 18 de Septiembre. Ese hombre que dijo llamarse Nahuel, se quedó a vivir en la casa con autorización del patrón. Pero no por mucho tiempo. Quizá pasaron tres meses cuando, aburrido de las borracheras de Nahuel, el patrón nos echó y nos fuimos caminando hasta un lugar, que nunca llegamos. Solo llegamos al lado de un río llamado Ñuble. Y ahí nos quedamos, mi mami con carita de sufrimiento, sus cinco hijos y el hombre con olor a vino. ¡Yo no sé lo que vio mi mamita en Nahuel! No era bonito, tenía la ropa sucia y vieja. Y nos trajo a vivir a un lugar sin techo. Dormíamos sobre piedras. Hacía frío. A veces Nahuel me preguntaba si sentía frío y tocaba mis piernas con sus manos asperas. Mi mami miraba, no decía nada ¡Le tenía miedo, creo yo! Porque, además, mi mami tenía que darle leche a Juanito, calladita, para que no despertara Nahuel y se enojara con ella. Cada vez se enojaba más seguido. Y nos pegaba a todos. Yo una vez lloré y recé para que no sufriéramos más. Pero no sé quién escucho ese rezo porque llegó aquel día 20 de agosto. El día más feo de la vida, mi mami nos dejó solos. Ella salió a buscar la plata de su viudez. Mi mamita le pasaba el dinero a Nahuel para que comprara vino tinto. Él quedaría borracho, nos golpearía y otra vez me tocaría desde el ombligo para abajo. Cuando regresó mi mami al río, él pidió el dinero, pero ella no lo traía. Hubo un problema en la oficina y no le pagaron su pensión de viudez. Nahuel se embruteció, se puso a gritar y se fue transformando en un monstruo gigante con la furia de un toro sin ser un toro. Tomó la


guadaña y le pegó a mi mamita. Ella cayó altiro al suelo, y le salía sangre por su cabeza. Le siguió pegando. En ese momento corrí y mis hermanos también. Nos escondimos detrás de los arbustos. Vi cuando Nahuel pisó, fuertemente, la cabeza de Juanito. Y, así, fue matando uno a uno a mis hermanos. Cuando me vio escondida tras un espino, sus ojos se agrandaron, me tiró de un brazo y me dejo caer. Ya en el suelo me dio patadas, hasta quedar sin respiración. Colocó muchas piedras, encima de mi cuerpo, para ocultarme. Así lo hizo con todos y huyó. El patrón me encontró dos días después. Me llevó a la casa y me sanaron. Mi familia se fue enterita a un cementerio. Nahuel fue arrestado cerca de Pemuco cuando bebía en una cantina que se llamaba “El Chacal”. Unos hombres lo invitaron a beber y ahí lo capturaron. Se fue a la cárcel de Chillán por tres años, y luego, lo fusilaron entre diez hombres. Dicen que le enseñaron a leer y a pedir perdón. Tanto es así que hoy es un santo de la ciudad de San Carlos. En realidad, a mí no me importa lo que hoy sea, ¡bien muerto está! Yo aunque no terminé el colegio porque vivía con la Señora Matilde, me he dedicado a luchar por los derechos humanos, especialmente, por los derechos de los niños. Y marcho de vez en cuando por las calles de mi ciudad con un pañuelo violeta en mi cuello. Mi pasado está enterrado…


—¿Listos los caballos y las yuntas de bueyes? —¡Todo cargado, patroncito! El mimbre en las primeras carretas y en las de atrás… lo que va siempre atrás. —¿Llegó el Pedro? Me gusta que Pedro viaje en la yegua que me cuida. —¡Ya llegó! Fue a despedirse de la Rosita, pero ya vuelve; usted sabe que es cariñoso, el chiquillo. —¡Ya, ya, ya es la hora! Quedamos de partir con la fresquita. Rai, monta su caballo, contento de hacer este viaje a Chillán. Como todos los años, irá en búsqueda de abarrotes, herramientas, ropa, colonias, géneros, loza, jabones, tabaco, sillas, mesas, peines, carteras, entre tantos productos, y así abastecer a la única tienda comercial del pobre pueblo del secano costero llamado Ninhue; famoso por una casona, en la cual, nació un marinero que luchó por las costas nortinas de Chile. El temor, la inseguridad y el miedo han crecido en la población de Ñuble. Grupos de bandoleros actúan en la zona, robando, matando y violando a los lugareños. Los pocos periódicos del momento, año 1902, indican que estos grupos actuarían armados, y serían protegidos por la policía de turno. En 1900, la dote policial era de un comisario, un alguacil y 400 hombres de un comando llamado “Burla”. Los lugareños comentaban que los bandoleros entraban sin piedad a los fundos y cortaban con chuchillos el cuello a los dueños de casas, estos morían


desangrados frente a sus familiares, los cuales, asustados entregaban las pocas pertenencias; ya fuera dinero, joyas o animales. Pero Rai, vivía tranquilo. Era cuidado por un par de huasos que permanecían atentos durante la noche. Su familia le había heredado una hacienda, dinero, prestigio, con la cual, había construido su tienda comercial. Era muy agradecido de sus clientes y ayudaba a los más desposeídos con descuentos o haciendo promociones, como un “dos por uno”. Dicen que era un buen hombre, regalaba ajuares a los recién nacidos y hasta medallitas para el mal de ojo. Las velitas para la protección eran lo más interesante de la tienda. Había que encenderlas a las 6 de la tarde en punto, así los bandoleros no se acercarían a merodear por las casas. Hasta esta fecha ningún bandolero había sido arrestado. Los aldeanos sentían que estos grupos de malhechores pagaban a las policías cuando eran arrestados. Otros insistían en que todos estos eran inventos de los lugareños. ¡Vamos, es tarde! —gritó Rai— tendremos que detenernos en San Nicólas. —¿Y dónde vamos a dormir, jefe? —Ustedes se atrasaron, así que abrazados a sus yeguas. Además la noche está clarita, la luna esta con su cara redonda — comentó el patroncito. —Mmm…claro, usted va a dormir donde la viuda, calentito y nosotros mirando por la ventana.


—Uy… no reclames tanto Jacinto. A las siete partiremos hacia Chillán —comentó Rai. Rai caminó sonriente hacia la casona de su amiga viuda. —¡Qué bueno el patrón! nos dejó mirando las estrellas, abrazados a las yeguas, picados de mosquitos. Enciende una fogata y así ahuyentamos los malos espíritus, la noche huele rara. Incluso podríamos cantar, tomar una copita de agüita ardiente o contar historias añejas. —Tiene razón el Jacinto, así la noche pasa más rápido y llegamos al mediodía a Chillán. Tengo ganas de ver a esa gente linda. Esa gente que no nos mira, porque andamos hediondos a yeguas, porque no tenemos ni zapatos, porque no vestimos ordenaditos, yo no sé ni escribir, solo sé que mi nombre empieza por una letra llamada “P”. —Yo lo único que sé, es que la Rosita me espera por las noches. Y que si la sorprendo con otro, bala le meto. —¿Bala? si no tienes armas. —Güeno, le meto lo que tenga a mano. —Como el patrón viaja tranquilo, hace lo que quiere con nosotros y con la viuda del Chacón. —¡No es de Chacón, recuerda! —¡Ah! ya están todos roncando. Mejor haré guardia, sentí un sonido entre los arbustos. —Duerme miedoso ¡son los guarenes! —Mejor sigo cuidando, iré a mirar por las ventanas de la casona.


La noche avanzó tranquila, algún búho emitía sonidos, algún perro a la distancia, algún quejido sabroso desde los caseríos cercanos. Los jóvenes trabajadores estaban dispuestos a seguir su recorrido lo más temprano posible. A las 6 AM en punto, Rai montó su caballo, amarró bolso y partió con su comitiva. Él, siempre adelante, orgulloso de quien era hasta ese momento de su vida. —¿Estamos listos? Iremos a paso de galope. No quiero que algo se pierda por el camino. Los bueyes que caminen tranquilos, aún falta para que suba el sol. Con el cargamento bien atado, los hombres con sus cantimploras, los animales algo inquietos, Rai y sus hombres emprendieron el final del viaje. Cómo me gusta Chillán —comentaba Rai— y hacer negocios en esas tiendas modernas de sombreros y zapatos. Trabajan bien el cuero. Tenemos que aprender a hacer cosas nuevas muchachos o vamos a andar hediondos hasta nuestro entierro. Los hombres de Rai, solo lo escuchaban. Qué iban a responder con lo precario de sus vidas. Apenas alcanzaban a comer y dejar algo para sus familias. —¡Lo mejor es que pasemos directo al mercado. Y dejamos las artesanías. Ya nos estamos acercando al ingreso de la ciudad. Atentos con los animales! —gritó el patroncito. Rai, serio, viajaba a paso seguro. En sentido contrario se empezó a divisar a un grupo de hombres. Se acercaban a trote. Rai, continuo tranquilo. Sin embargo, uno de esos hombres, cruzó hasta donde se encontraba Rai y lo detuvo. Rai bajó de su caballo, trataba de explicar algo. Ninguno


de los acompañantes oyó la conversación, solo vieron que Rai miró a Pedro y gritó—: ¡…dile a mi padre…! Y el desconocido disparó en la cabeza del comerciante. Le quitó su bolso y huyó hacia los montes. Los trabajadores de Rai miraron desconcertados como se desangraba su patroncito en esa inhóspita vía. La mañana se había nublado y todos tiritaban. Pasaron tres meses del fatal hecho, hasta que las policías dieron con el bandolero y lo apresaron. Aún la tristeza era latente en Ninhue. Los lugareños empezaron a peregrinar con flores hacia el lugar en que falleció Rai. Un hombre construyó una especie de Iglesia de pequeño tamaño, y así oraban por su alma, por sus penas, por su paso hacia el paraíso. Doña Juana fue la primera en pedirle una ayudita y esta fue concedida. Las peregrinaciones se hicieron más frecuentes. El asesino de Rai era de apellido Campos, Ríos, Pérez, Ortiz, Rivera. En realidad usaba distintos nombres y a nadie le pareció interesar este hecho. Ya estaba preso y pagaría su fechoría. En el periódico de los primeros días de mayo de 1903 se publicó el siguiente aviso: “Acompáñenos, este 10 de mayo de 1903 al fusilamiento público del bandolero y asesino de Raimundo, en la plaza Santo Domingo a las 10 de la mañana” (tendremos mate y sopaipillas) No olviden que es el último fusilamiento público” Es curioso como nacen las historias, como se contradicen, sobretodo al pasar más de un siglo de lo que estoy contando.


Alguien dijo—: Lo mató la costumbre. Otro dijo—: Lo mató la envidia. Raimundo es una de las animitas más influyentes en el reino de las mandas o peticiones al cielo. Muchos le conocen y le piden favores. Y me incluyo, le pedí pasar una noche intensa con el joven que tiene un nombre que comienza con la letra “L”, pero una noche especial, “una noche enladrillada”. No recuerdo lo que paso aquella noche, lo que sí recuerdo, es que pagué mi manda, avanzando de rodillas, bajo un sol quemante y con una sonrisa que no te podrás imaginar.


Normalidad —El edificio era como los europeos. Estaba ubicado en calle O’Higgins. Era blanco y con muchas ventanas. Debe haber sido luminoso. Puedo imaginar que contaba con una biblioteca y mesones de lectura. Los alumnos que egresaban no eran profesores, se llamaban preceptores. Eran educados según un tipo de enseñanza francesa del siglo XIX. En una conversación, me informé que los jóvenes preceptores se iban a trabajar hacia zonas rurales en sus primeros años de docencia. Pasado este tiempo, podían postular a escuelas o liceos dentro de las ciudades. La formación dentro de la Escuela Normal era completa desde Lenguas, Matemáticas, Música, Pintura, Deportes, Ciencias, Agricultura, Astronomía hasta Astrología. La bandera de la Escuela era verde y amarilla. Cuando la vi, la primera vez, me imaginé una canción de Bob Marley. Tenían una publicación literaria mensual que era auspiciada por las tiendas que existían en ese momento en la ciudad de Chillán, como por ejemplo botería El León y barraca y tonelería Cautín. La primera se ubicaba en El Roble 648 con el número de teléfono 138 y la segunda en Avenida Brasil 888, número de teléfono 355. —¿De que estás hablando? ¡Saca un papelillo! Si vinimos a relajarnos un rato. Fue tan difícil conseguir el tabaco y te pones a hablar incoherencias. ¡¡¡Pásame un papelillo!!! —¡No son incoherencias, Dany! Toma el papelillo. —Cantemos mejor, mientras hago el cigarrito. Ya…empieza.


—“Voy a hacerme un cigarrito, acaso tengo tabaco. Si no tengo de ’onde saco…” —Cada día cantamos más bonito y más ronquito con tanto tabaquito. —¡¡¡Dame una piteada!!! —Qué estas ansiosa, Dany. —Imagínate que los estudiantes estaban dentro de una gran casa cuando vino el terremoto. Murieron muchos, cientos, no encontraron los cuerpos. Dicen que Chillán está construido sobre un gran cementerio. Quizás estemos sentadas sobre el cuerpo de uno de estos estudiantes ¿Y por qué pones esa cara de horror? Pásame el cigarrito. —O sea, ¿me estas contando que allí al frente, donde ahora hay una escuela con muchas banderas, murieron muchos estudiantes? —Han muerto muchos estudiantes, no solo por causas del gran terremoto del 39. Luego vinieron otras por causas políticas e ideológicas. La escuela siguió funcionando luego de aquella catástrofe, pero en una dependencia que parecía un galpón con ventanas. Ya no le quedaba nada de lo europeo. Quizás, algunos libros. Qué se yo. ¡Está bueno el cigarrito! Cierro los ojos y puedo imaginar a esas primeras mujeres entrando a estudiar con sus faldas y sus zapatos de tacón. Sus carteras y bien peinadas. Quizás, se colocarían esos tubitos en la cabeza para ondearse el pelo. Me imagino entrando a la escuela y con la emoción de aprender.


—Mmm…tienes razón. Está bueno el tabaquito. Tú, con emoción en una Escuela Normal ¿Te escuchas? ¡En una Escuela Normal! Tú, que no has terminado la Enseñanza Media. Tú ¡qué ya ni te lavas el pelo! Tú, que no has leído ni un libro, ja, ja, ja. —Claro que he leído, deja de hablar tonteras. La gente que está sentada en el prado te está escuchando. Y sí, leí uno…“Palomita blanca”. No sé si “Palomita blanca” se encontraría entre los libros de la Escuela Normal. Y de haber estado de seguro habría sido quemado el año 73. —¿Y vas seguir con la historia de la Escuela? —¿Y por qué no? Si mi abuela estudió ahí y me cuenta siempre las historias. Incluso que ahí tuvo amoríos con varios hombres. Se enamoró, perdidamente, de uno de ellos. Ella decía que era alto, con bigotes y olía bien. Usaba un pañuelo al cuello. Una tarde salió antes de clases y lo siguió. Él caminó por calle Maipón y entró en una casa de color cielo o palo de rosa, esa era la descripción. Mi abuela llegó a la puerta y descubrió que era prostíbulo. La pobre señora casi se infartó. Y decidió, de inmediato, que no quería compartir su amor con las prostitutas. Luego se casaría con mi abuelo, que no era ni un santo. ¿Te conté que una vez entré a un prostíbulo? —No. —Otro día te cuento. —¿Cuánto nos queda? —Poco. —¿Y tu abuela se jubiló?


—¡Hace tiempo! Ahora inventa historias, escribe guiones, letras de canciones, su biografía, sale de paseo y se junta con sus compañeros normalistas. Imagínate que llego a inventar que era la única sobreviviente de la matanza del chacal de Nahueltoro. —Se le corrió una teja… ja, ja, ja. —¡Más respeto con la ficción! Dany, ¿vamos para el otro lado de la plaza? ¿Ahí donde juegan los malabaristas? —¿Y si hacemos otro cigarrito y me cuentas otra historia? —¡¡¡ Me parece excelente idea!!!



Me defino como artesana de la poesía, así como de varias técnicas manuales: tejido, bijouterie, fieltro y ¡lo que venga que se me ocurra aprender! El canto es otra disciplina que está conmigo desde siempre. El gusto por escribir se hizo presente y notorio desde más o menos los 10 años al leerme mi madre parte de su obra “Mi dolor”. También influyó mi colegio Universitario El Salvador, de las monjas pasionistas, quienes me integraron al mundo de la escritura. Muy rodeada de gentes de arte desde pequeña, poetas, pintores, escultores, por mi madre, ¡distinguida mujer de una sensibilidad espiritual inmensa!, gran artista y poeta. Sin las expresiones artísticas no concibo el planeta. En septiembre de 2016 retomé la actividad cultural formando parte del grupo literario “Conversando con Versos y Cuentos” y hace un año se me invitó a formar parte del grupo literario “Liceo Poético de Benidorm”.


Nunca me gustó mucho ir al cementerio ¡Ese olor a flores tan cargante! Encontrarse con funerales y los deudos llorando… ¡No!, conmigo no va ¿Mañas de un cuarentón? Mamá se enfermó y me pidió que yo fuera a dejar flores a mi abuela por su aniversario ¡Ella nunca le falla! Para mí, era una lesera, pues, mi abuela ni idea iba a tener de mi visita o de cualquier otra… Me insistió en que fuera diciéndo una y otra vez—: ¡Mijito, por favor, hágalo por lo que más quiera! —¡Más me cargó! —No me chantajee— le dije… Igual tendría que ir para dejarla tranquila y no me siguiera insistiendo. Pensé—: la cobraré después… Me pasó la plata del pasaje, me dio las indicaciones de cuáles flores comprar y, ¡una y otra vez!, me hacía repetir dónde quedaba la tumba. —¡No soy tonto! —Sí, pero es que hay otra Ester Sepúlveda! ¡No te vayas a equivocar, hijo! Me fui rápido antes de que me viniera el arrepentimiento. Me hice un pan con mortadela, acomodé mis cosas en la mochila, tomé mi gorra y partí… —¡Cresta!, ¿cuál era el cementerio? ¡Ah!, me acordé… el Municipal de Chillán.


¡Yo sabía que ese cementerio era muy antiguo!... Me fui averiguando en internet, y ¡sí!, es antiquísimo! Resulta que hay montones de muertos archiconocidos como: el Lalo Parra, Claudio Arrau, Ramón Vinay, la Marta Colvin. Hasta criminales famosos de la época. Estos ilustres están sepultados en el Patio de los Artistas. También hay una fosa común con miles de víctimas del terremoto del año ’39. Me fui caminando tranquilamente por el lugar, que me pareció bastante agradable con sus grandes árboles y la atmósfera tranquila. Me detuve a mirar las esculturas de mármol. Una bastante impresionante capturó mi atención… cuando me di cuenta de que había mucho movimiento. ¿Algún personaje importante sepultarán hoy? — pensé. Me entró la curiosidad. A medida que avanzaba, me parecía descubrir algo llamativo en todo aquello… ¿Brillo en los vestidos?… Sí, hombres vestidos de mujer. Seguí husmeando. Esto se ponía interesante, pero no me atreví a acercarme mucho. ¡Era como una cofradía que parecía impenetrable! A todo esto, ya se me había olvidado que iba a dejarle flores a mi abuela. Estaba bien perdido en la ubicación de la tumba. En ese instante, me sorprendió alguien del grupo haciendo señas con la mano para incorporarme a ellos. Sin dudar, y motivado por la curiosidad, me acerqué. El de la seña me tomó del hombro y me preguntó si era pariente de “Adelita” y, asintiendo con la cabeza, le dije que sí… Rápidamente, miré el ataúd…, no era blanco, no quería meter la pata. Pensé en primera instancia que era una niñita, la muerta… Ya seguro de que no lo era, ¡no sé por qué dije sí!, que era


sobrino. Todos lloraban y entre cantos, discursos breves e improvisados, llenos de sentires y recuerdos hacia la difunta, me di cuenta que parecía ser un… una…, bueno, a esas alturas no sabía ya que era; daba igual. Todos me abrazaron y dieron el pésame. Yo, un tanto aturdido, seguía un juego absurdo sin saber cómo saldría. Siendo el más reacio a los funerales, a los cementerios, llanteríos, etc., estaba metido allí en medio de una muerta desconocida, con personajes totalmente inusuales para mí, pero, sintiendo la sinceridad de su profunda pena por su pérdida. Me uní a ellos casi sintiéndome, verdaderamente, el pariente doliente. Lo más curioso es que me abrazaban con afecto y yo respondía igual. No sé cuánto rato pasó de todo esto, solo sabía que debía escaparme en algún momento, pues, no podría sostener la mentira sin ser descubierto. Si la reunión se extendía a la casa de alguno de ellos, ¡me metería en un gran lío! En un instante pareció que el grupo se diluía entre abrazos de despedidas, conversaciones… Los escuchaba comentar mi presencia… A esas alturas mis mentiras habían aumentado…, ya no podía escapar de ellas. Finalmente, logré huir, sintiéndome avergonzado de mi actuar… Ya estaba en casa…Escuché a mamá gritándome—: ¿le dejaste limpia la tumba a tu abuela?... Imagino que le rezaste un poquito!... —Yo, callado… —Gracias, hijo, por haber ido… tu pobre abuela te ve desde el cielo. —Yo, asintiendo con la cabeza bien gacha.


¡Qué loco día! Entregué y recibí afectos sin saber quiénes eran. No cumplí con la misión para mi propia familia. Sin embargo, acompañé a Adelita que, tal vez, necesitaba más de mi presencia que mi propia abuela… ¡La vida es loca a veces!, pero me gustó vivir esa locura. Creo que en estos días iré al cementerio. Dejaré unas flores a Adelita y a doña Ester.


Hoy no fue un día cualquiera, les cuento el porqué... De niño me fui identificando con los muchos retratos, fotos, recortes de diarios y cartas que guardaban, como tesoros, mi abuela y mi madre. Entre esos documentos, estaba el diario de la época “La Discusión de Chillán”, ya amarillento por los años y tan frágil que parecía desintegrarse al tocarlo. Sus páginas en primera plana daban cuenta del gran terremoto de Chillán, un martes 24 de enero de 1939 a las 23:32. Cambió el paisaje de nuestra ciudad y las vidas de miles de almas. La mortandad tuvo su escenario aquí: treinta mil justos e injustos quedaron atrapados entre escombros o bajo tierra. Recuerdo los comentarios de mi abuela Amanda mientras, yo, sentado en la alfombra, miraba las fotografías que de vez en cuando sacaban de una caja de madera tallada, hecha por mi abuelo. Había un retrato que capturaba mi especial atención. Era una joven de cabello rizado con hermosa mirada. Solía tomarlo y lo iba cambiando de lugar, afirmándolo en distintos muebles mientras yo caminaba... Su mirada me seguía a donde yo fuera… Siendo tan niño, ocho años quizá, me sentía atraído por ella. Con el tiempo me robé esa foto y la guardé como un preciado tesoro hasta ahora. Hoy 24 de enero, se cumplieron 70 años del fatal terremoto. Como cada año habrá un acto conmemorativo con invitados especiales, esta vez unos geólogos que explicaban lo sucedido esa fatídica noche. Arquitectos


hablaron de la reconstrucción de nuestra ciudad. A las 11:32 repicaron las campanas recordando a los fallecidos. Estaba presente cubriendo estos actos como periodista y fotógrafo. Debía instalar y ubicar muy bien mi equipo de cámaras para tener las mejores tomas, tener claro quienes serían mis retratados. Llegaron los invitados, autoridades, público asistente. Ya todo listo para comenzar lo mío... Mientras acomodé el atril y el lente, un escalofrío me recorrió todo. ¡No podía creer lo que mis ojos veían!—: ¡Imposible! …¡¿es ella?! Sin lugar a dudas, era aquella joven del retrato que admiré desde niño y del que luego me adueñé… Pero, ¡no podía ser ella! ¡No podría estar viva!, tendría cien años o más… Tiritón, un tanto descontrolado, sin poder explicarme lo que veía, volví a ajustar el lente, enfoqué con precisión…, no cabía en mí… ¡era ella! ¡Sí, el rostro que miré y admiré tantas y tantas veces! ¡Qué locura! Mi corazón se agitó a mil revoluciones. Traté de calmarme. Revisé la lista de los invitados, consulté su nombre. Era una de las geólogas invitadas, de unos 35 años… Su nombre no me decía nada ¡La espera se me hizo eterna! Para el término de todo lo expuesto, yo no sabía si estaba en un sueño o una pesadilla. Me apresté rápidamente para guardar mi equipo y alcanzarla ¡No podía perderla! Me acerqué corriendo, agitado, sofocado, diciéndole—: ¡la conozco!, ¡desde niño que la conozco! Me miró desconfiada, respondiendo—: ¡imposible! Siguió caminando mientras yo detrás insistía—: ¡la conozco, créame!


Me miro sin decir nada, se mezcló en la multitud y me quedé paralizado, sin tener más excusas… ¿cómo podía ser? Prontamente, llegué a casa, derecho al cajón donde guardada la fotografía. Me senté exhausto con la transpiración helada, mirando la fotografía... ¡¡¡Era ella!!! Mismo pelo y rostro… ¡Qué locura! No podía hacer nada más que ir donde mi madre con la foto y, por primera vez, preguntarle quien era esa joven olvidada, al parecer… Mi madre me explicó que era hermana de mi abuela, que falleció el día del terremoto y que su hijita desapareció entre los escombros… Pregunté por qué nunca se habló de ella en casa. Agachó la cabeza al tiempo que levantó los hombros… Su respuesta fue tan absurda para estos tiempos… Había sido madre soltera y se recluyó en casa. Muy pocos supieron que tuvo esa hija, pues, fue enviada al campo a esperar los nueve meses y parir allí. La niña quedó al cuidado de los inquilinos y, de vez en cuando, su madre podía visitarla. Luego del terremoto, nunca más se supo de la niña. Tomé a mi madre, la senté y le conté lo sucedido. Ella lloraba al verme tan exaltado pues comprendimos que la niña no había muerto… Alguien la salvó, la crio y la vida siguió su curso natural… Tuvo hijos. Posiblemente, esa mujer, a quien vi hoy, sea nieta de mi dama misteriosa… Mi madre lloraba diciéndome—: ¿tú crees, cómo puede ser? —¡La genética madre!, ¿no entiende que hemos recuperado ese eslabón perdido?


Qué locura todo esto. Pensaba como la vida nos lleva por caminos insospechados, tardando tantos años para recomponer o entregar esa pieza perdida que, tal vez ahora, solo ahora, puede calzar en las nuestras. Tan pronto como pueda le envío a mi bella dama una foto escaneada, explicándole una pequeña parte de nuestra familia… Solo sé que esa imagen de mi tía seguramente, su abuela, le dio a mi niñez el interés por mi vocación y el sentimiento tenue del amor. ¡Un retrato!, una simple imagen de esta joven olvidada en el tiempo y juzgada por la hipocresía de esos años devolvía a nuestras vidas un eslabón perdido que me hizo sentir un nuevo comenzar en la mía. —Ahora sí: pulsar SEND.



Nacido en Chillán, mi madre fue profesora primaria del área rural de San Ignacio y mi padre funcionario del Banco del Estado de Chillán. Estudiante de primaria hasta el 5° año en Colegio Franciscano de Chillán, Humanidades, en lo que es hoy el Liceo Narciso Tondreau, con estudios en Universidad de Chile, donde me titulé de Ingeniero Comercial. He trabajado en el sector privado y público desde el año 1971 en Santiago y ahora dedicado a actividades comerciales. Siempre he escrito, pero mi mayor actividad surgió desde mi jubilación. Poseo varios cuentos y poemas sin publicar. En este momento, me encuentro participando en el Grupo Literario “Conversando con Versos y Cuentos” de Chillán, desde mediados del año 2018.


Son los bandidos conocidos más famosos de Chile. Sus andanzas y recorridos, tanto en Chile como Argentina, se han considerado como hitos de aventuras y aprovechado, profusamente, desde el punto turístico y en otras expresiones culturales, como la literatura y la tradición. Cabe preguntarse entonces por qué existieron, y además, son tan famosos. Variadas consideraciones aparecen simultáneamente. La primera razón que salta a la vista tiene aspectos de tipo folclórico. Los bandidos chilenos son personas que se han transformado en personajes y mitos a través del tiempo y se han considerado con simpatía o franca aversión. La aceptación de cierto sector de la población no era menor, gran actividad cultural giraba en torno a la vida de estos montoneros con décimas y romances a más de narraciones de sus correrías. A lo anterior, se une la mezcla que hace el ideario popular con la religión. Así, los lugares donde fallecieron famosos bandidos se transformaban en centros de fervor religioso, donde se entregaban ofrendas, se rezaba y se solicitaban favores, estos lugares eran y son las animitas. También se los llegó a considerar gente libre, que escapaba a las normas sociales y desafiaban el poder establecido. Todo lo anterior desarrolló una narrativa de cuentos y leyendas de bandoleros hasta nuestros días, habiendo sido una de las principales, la de los bandidos Pincheira.


Pero, a su vez, también fueron odiados como crueles y sanguinarios, pues mucho de las narraciones fueron, en realidad, aumentadas por los habitantes de esa época que veían en los bandidos un hecho peligroso y muy negativo para la actividad de la economía rural. Estamos hablando de una época donde la riqueza nacional no era minera o de otro tipo, era única y exclusivamente agrícola y ganadera. Basada, precisamente, en lo que buscaban los bandidos: ganadería y alimentos varios, junto con mujeres y niños utilizados en los trabajos y la defensa. Como fuera, lo que sucedía en el sector rural tenía suma importancia, no solo para los dueños directos de las haciendas, sino que también para los sectores que vivían del trabajo para su sustento. Por lo tanto, se le daba gran importancia a todo lo que ocurría en el sector rural y entregaba un gran poder a las bandas de bandoleros que obligaba, en algunos casos, a llegar a acuerdos entre estos y los hacendados a objeto de normalizar las distintas actividades en el campo. Otro punto es la cantidad de personas asociadas a las actividades de la tierra como son los arrendatarios, medieros y, sobretodo, los peones ligados de manera permanente o por temporadas. Agreguemos el impacto de la Guerra de la Independencia sobre los sectores, tanto mapuche como los peones, para comprender la cantidad de personas que, con sus familias, constituían una multitud desarraigada de sus actividades normales. Además, gran parte de la propiedad de las tierras de cultivo estaba en manos de poderosos terratenientes ligados a la Iglesia, laicos o reservados a comunidades indígenas.


El crecimiento e importancia del bandolerismo influyó y se desarrolló en este evidente caos que dejaba la Guerra de la Independencia, con montoneras a favor y en contra de la independencia a la que se sumaba el bandidaje normal, existente antes y después de la independencia. Otro aspecto determinante fue la falta de organismos especializados para su eliminación. Cabe señalar que solo a fines del siglo XIX se logra conformar el Cuerpo de Gendarmes para las Colonias. En consecuencia, antes de esa fecha, fue el Ejército el que cubrió ese vacío para la normalización de la actividad rural. También la falta de caminos y la consiguiente inaccesibilidad impedía una eficaz acción de normalización. Otro grupo importante que se sumó a las filas de los montoneros fueron los desertores del ejército republicano, cuyas tropas estaban formadas por campesinos reclutados a la fuerza, con sueldos rara vez cancelados a tiempo, con raciones mínimas o inexistentes y en riesgo de morir por una causa que no era la suya. Además, algunas milicias republicanas llegaban a carecer de cualquier tipo de armas. El unirse a los realistas significaba todo lo contrario: seguridad, alimentos y sueldo permanente. Entonces las montoneras estaban formadas por desertores del ejército republicano, las guerrillas realistas, que esperaban la llegada de alguna expedición de refuerzo desde inicios de la década de 1820 y gran cantidad de mapuche con importantes loncos de apoyo incondicional.


Con todo, se debe señalar la extrema violencia con que el ejército republicano ejerció sobre los hacendados partidarios de la monarquía, lo que aumentó el rechazo de estos y las personas que trabajaban allí. El aspecto religioso, expresado en el apoyo recibido por sacerdotes monárquicos, hace que un fuerte elemento de religiosidad católica estuviera siempre presente, llegando a contar con sacerdotes que oficiaban misa en los lugares donde pernoctaban. El apoyo de los párrocos locales, como Ángel Gatica de Chillán, Juan de Dios Bulnes de Arauco, incluyendo al obispo de Concepción, Diego Antonio Navarro Martín de Villodres, entre otros sacerdotes monárquicos y de gran influencia en la zona, fue un aspecto vital para el apoyo a la guerrilla. Esto permitió ganarse el apoyo de caciques como Mariluán, que era católico practicante y muchos otros caciques que llevaban años enviando a sus hijos a educarse con los franciscanos de Chillán. El bandidaje ya preexistente fue otro aspecto que permitió a Juan Antonio Pincheira, el mayor de los hermanos que una vez derrotado, regresara a sus tierras y se uniera a las actividades de otros bandidos quienes, convencidos de la causa de la monarquía, venían actuando desde la campaña de San Martín contra los enclaves realistas del sur posterior a Chacabuco. Además del apoyo de sectores de la Iglesia Católica, muchos hacendados como Clemente Lantaño y el Cabildo de Chillán simpatizaron y colaboraron abiertamente con ellos, entregando recursos y apoyo de cierta legalidad a sus actividades.


Los Pincheira estaban conformados por cuatro hermanos y dos hermanas, nacidos en el país, todos hijos de Martín Pincheira: Juan Antonio Pincheira (f. 1823), Santos Pincheira (f. 1823), Pablo Pincheira (f. 1832), José Antonio Pincheira (1804-1884), Rosa Pincheira y Juana Pincheira. De los cuatro hermanos, solo uno sobrevivió a las aventuras y terminó trabajando en el fundo del Presidente de turno. Los cuatro hermanos fueron los líderes indiscutidos del grupo, y solo los hombres. De las mujeres, no se guardan recuerdos ni antes ni después de la derrota pero, sin duda, deben haber cumplido funciones de apoyo y auxiliares leales del grupo, pero el machismo de esa época las enterró para siempre en el olvido. Los bandidos-hermanos Pincheira aparecieron en 1817 y sus correrías duraron hasta 1833. Eran originarios de la zona de Parral, al norte de Chillán. En un principio trabajaron como inquilinos en la hacienda del realista Manuel de Zañartu. Juan Antonio, el mayor, llegó a ser cabo del ejército realista y combatió en la batalla de Maipú. ¿Qué pretendían después de la derrota casi total de la monarquía española? Sin duda, no creían en el experimento patriota inspirado en los nuevos aires de la revolución francesa y que la situación de Europa no era reversible, es decir, el monarca no volvería a reinar. Tampoco sabían que la otra gran potencia de la época, Inglaterra, hacía todo lo posible para debilitar definitivamente a su archienemigo, el imperio español.


También poco o nada sabían que en América, crecían las fuerzas de Bolívar, San Martín y O’Higgins. A pesar de esto, apostaban a que el caudillismo, entre otros, de los hermanos Carrera, el caos de los nuevos gobiernos republicanos y las necesidades propias de un Estado con pocos recursos y sin divisas harían una fácil reconquista. Sobre todo apostaban al regreso de fuerzas armadas suficientes y poderosas para provocar la caída de los débiles gobiernos de Chile y Río de la Plata. Lo único que deberían hacer era saber esperar una nueva invasión por el sur de Chile, presumiblemente, por Concepción o Valdivia. También sabían de las dificultades de organizar una ofensiva contra ellos, más aún cuando se pusieron a resguardo en la pampa argentina en el sector de Epulafquén, donde llegaron a fundar una verdadera ciudad de toldos donde convivían los españoles monárquicos, descendientes de españoles y miles de mapuche. Mientras tanto, había que subsistir con pocos recursos y desarrollar el robo de ganado y otros productos necesarios, con un fuerte apoyo indígena. Los recursos para mantenerse existían en los lugares de apoyo a la nueva república. De esta forma asaltaron las siguientes ciudades: Chillán (1820), Linares, Curicó, San Carlos (1823), San Fernando (1824), Parral (1825), Talca (1828), Mendoza (1828) y Cajón del Maipo (1829). Es curioso observar que, como se expresa previamente, en los inicios se mantuvieron operativos en la zona de Chillán y Parral hasta 1822. Una etapa importante en sus actividades de saqueo fue cuando decidieron actuar al


norte del río Maule, aprovechando la inestabilidad producida en el gobierno de Santiago. Otra etapa importante es cuando decidieron actuar al otro lado de los Andes, principalmente en Cuyo, aunque sin dejar de actuar en Chile. Hasta que el 14 de enero de 1832, en las lagunas de Epulafquén, provincia de Neuquén, Argentina, donde ellos vivían, fueron derrotados por el ejército al mando del General Manuel Bulnes. De Los Pincheira nos queda una caverna en Chillán aún poco estudiada y que, según los antiguos del lugar, era más espaciosa y les servía de resguardo como otras encontradas en Mendoza. Se debería respetar más su memoria como chilenos de origen que creyeron hacer lo mejor para ellos y su grupo, en esa fecha y en ese contexto, y no tenían otra opción que el bandolerismo. Falta recoger el pasado existente aún en el recuerdo popular en comunas de la nueva Región de Ñuble donde se supone cruzaron o actuaron estos grandes del bandidaje nacional.


Nació en Santiago de Chile. Es Vice-Presidenta Nacional de Chile de la Organización Mundial de Trovadores; Delegada en Chile de la Unión Brasileña de Trovadores y Embajadora Cultural del grupo: “Chile País de Poetas”. Integra en Chillán, los grupos: “Conversado con versos y cuentos” y “Liceo Poético de Benidorm”. Ha publicado en tres libros editados por la Biblioteca Municipal de Chillán; en 15 Antologías editadas en Isla Negra; en 2 Antologías editadas en Brasil; en 3 Antologías editadas por editorial Colombo- Uruguaya y en una Antología editada en España. Ha recibido varios premios en Concursos Nacionales e Internacionales de Trovas y Poesía, en Brasil, Chile, EEUU, Cuba, Uruguay, Argentina, Venezuela, Portugal, México y Panamá.


La vida en Chillán de principios del siglo XX era, en general, muy apacible, a pesar de que ya contaba con varias industrias y ajetreo comercial. Como cada tarde, don Fermín acudía a la Estación y con paciencia, esperaba la llegada del ferrocarril que venía desde la capital. Entre los demás coches, estacionaba su “carro de sangre”, un medio de trasporte tirado por caballos, usado para acercar a la gente desde la estación al centro de la ciudad. Don Fermín era un caballero amable y bondadoso. Su padre era albañil y su madre costurera. Había estudiado en el colegio San Buenaventura, antes llamado “de los naturales”, que se encontraba ubicado frente a la Plaza San Francisco. En esa etapa, vivía cerca de aquella plaza y cuando murieron sus abuelos, se trasladó con sus padres a vivir a la casa familiar que se encontraba en calle Rozas, cerca de su actual trabajo de la estación. En el recorrido que hacía con su carro, pasaba por Avenida Libertad y al llegar a calle Rozas, podía ver ya casi terminada, la nueva iglesia católica, que estaba pronta a ser inaugurada. Se trataba de la Iglesia y el Convento, que albergaría a la Congregación de Padres y Misioneros Carmelitas. El primer representante de dicha congregación, había llegado a Chillán en 1901, solicitando un terreno para instalarse. Una vez conseguido ese terreno, pusieron la primera piedra para iniciar la obra en 1910 y después de dos años y medio, ya estaba casi completado aquel sueño.


Así, don Fermín iba relatando los avances de la ciudad a sus pasajeros. Y en especial, ponía énfasis en este templo, porque estaba frente a su casa y era todo un suceso en el barrio. Además, su familia era muy católica. Tanto así, que su única hermana, Cecilia, había tomado los votos y se había convertido en monja, vivía en Santiago, en un claustro y no la podían visitar. Sentían una honda tristeza, como familia, de no poder verla. Pero a la vez, entendían que estaba al servicio de Dios y ese sacrificio era por toda la humanidad. Solo conservaban un retrato de ella sobre la mesita de arrimo. No había forma de comunicarse con ella porque había renunciado a todo contacto con el mundo exterior. Llegó el día de la inauguración del templo y la comunidad se reunió expectante en las afueras de este, colmando la calle Rozas, de un extremo a otro, entre Avenida Libertad por el norte y calle Constitución, por el sur. Las autoridades hicieron sus discursos, se cortó la cinta, se oyó tocar la banda militar y se abrió la Iglesia para el primer recorrido por su interior, a cargo del sacerdote y el alcalde. La comunidad tuvo que esperar unos días y al domingo siguiente, se ofició la primera misa para todos los fieles. Don Fermín y sus padres no podían más de la emoción y cruzaron muy temprano ese día, para obtener la mejor ubicación. Se quedaron maravillados de la belleza que poseía la iglesia en su interior. Si ya habían admirado su aspecto externo, de hermoso estilo gótico, en su interior destacaban los arcos ojivales, la bóveda de crucería y los bellísimos tallados del altar, las bancas y confesionarios.


Todos estos, iluminados con la luz que traspasaba los asombrosos vitrales de la parte superior. Algunos adornos, imágenes y figuras fueron traídos de España y otros, confeccionados por los propios misioneros hermanos de esta orden. Aquella inauguración realizada en 1913, trajo unión, paz y armonía a la ciudad. Con ello, se continuaba evangelizando y sentando la base valórica de la creciente sociedad de entonces. Dos años después, se completaron las dos torres de la Iglesia de los Carmelitas. Para entonces, el padre de don Fermín estaba enfermo y ya no podía caminar. Una vez por semana lo visitaba el sacerdote en su casa. Un día le dijo a don Fermín que vendría una delegación de la capital y que necesitaba que los trasladara entre la estación, Iglesia y Hotel. Cuando llegaron los visitantes, don Fermín los estaba esperando. Saludó al grupo y los dejó afuera de la Iglesia. Cuando disponía a retirarse, el sacerdote le dijo que por favor les avisara a sus padres, que irían a visitarlos para hacerles unas preguntas y darles la bendición. Pero que tenía que ser enseguida. Don Fermín cruzó y les avisó. Al rato, llegó el sacerdote y representantes de la delegación, que esperaron afuera de la casa un momento para que rezaran primero. Luego hizo entrar a las delegadas. Una de ellas se acercó al padre de don Fermín y le dijo—: Dios lo bendiga papá. Y lo abrazó… Era la hermana de don Fermín, Cecilia, que volvía a la casa familiar. El sacerdote les explicó que ella había pedido permiso para ver a su familia


y que él le había comunicado que su padre estaba enfermo y sería bueno que lo viera. Además, este tiempo junto a su familia le serviría a ella para reforzar su deseo de seguir siendo monja de claustro o retirarse de esa vida y retornar a su vida civil. La estadía de Cecilia junto a su familia revivió al padre de don Fermín que comenzó a caminar de nuevo. Esto hizo pensar a Cecilia que su padre la extrañaba demasiado y que la tristeza lo había consumido, inconscientemente. Por esto, decidió retirarse de la vida religiosa, seguir al lado de su familia y colaborar con los desposeídos a través de la Iglesia de los Carmelitas, así podía disfrutar de todas esas cosas que la hacían felíz. Por su parte, don Fermín, había recuperado a su hermana, con la que habían vivido tantas experiencias en la niñez y que ahora se reencontraban para compartir juntos, nuevamente, la vida familiar y religiosa, gracias a que todo ahora se concentraba en su propio barrio. Ahora sentía que aquella hermosa obra arquitectónica, había cobrado un sentido avasalladoramente profundo para su vida… Le había devuelto a su hermana, la salud de su padre, la felicidad de toda su familia y le dio vida no solo a su barrio, sino a la comunidad en general. La ciudad tenía otro espíritu y estaba más unida. Se comentaba que era un milagro de los religiosos Carmelitas, que funcionaron en el convento hasta 1972. Y que marcaron las vidas de tantas familias que vivieron en ese sector, como la de don Fermín y de otras tantas más, que acudían al templo, de distintos lugares.


Posteriormente, la Iglesia fue víctima de dos terremotos. El de 1939 la dejó casi destruída en su totalidad, siendo reconstruída. Y el terremoto del 2010 la volvió a dejar muy dañada y aún no ha sido restaurada. Permanece abandonada, viendo pasar los años, sin la belleza que la hizo única en Chile y sin ser valorada como en sus inicios. Si te detienes a observarla, la verás allí, silenciosa, triste, envuelta en misterio, luchando contra el deterioro. Y si pones atención, oirás, además de las aves que la acompañan a diario, los suaves pasos de unos pies descalzos, sigilosos, que se pasean y recorren los pasillos del que fuera el convento y siguen su recorrido por la majestuosa iglesia. Son los pasos de las almas de esos bondadosos monjes misioneros carmelitas, que siguen orando para mantener firme la estructura y que piden a gritos que sea restaurada y que continúe aquella misión por la que ellos llegaron a esta tierra y por la que dieron sus vidas: que la comunidad entera sean buenos vecinos y mejores personas cada día, cada año, cada siglo…


Sofía era una niña de ocho años de edad, delgada, de cabello castaño, grandes ojos marrones y pecas en las mejillas. Su familia la formaban sus padres, Antonio y Lucía; su abuela materna, Elena; y sus dos hermanos menores, Raúl y Pedro. Venían a vivir, desde San Nicolás a Chillán, buscando un nuevo porvenir, como lo habían hecho otras familias más, de diferentes comunas aledañas. Se instalaron en las afueras de la ciudad, en el sector noreste de la Avenida Ecuador y al comienzo de la calle Dieciocho de Septiembre, que era la entrada principal del Chillán de entonces y a orillas de la línea del tren cordillerano que iba a Pinto y Recinto y que pasaba a lo largo y paralelo a Avenida Ecuador. En una construcción provisoria, pasaban los días. El padre de Sofía, salía a trabajar por los campos cercanos para traer comida y abastecer a su familia. Sofía jugaba con los demás niños y saludaba gentilmente a todos sus vecinos. Era una niña muy sociable, atenta y cariñosa. Un día, descubrió que al otro lado de la línea del tren y atravesando la ancha Avenida, había un niño desconocido que jugaba solo. Ella tenía prohibido cruzar la línea, pero le hacía señas al niño y le gritaba—: ¡hola! Insistió hasta que el niño la escuchó y tímidamente se acercó por el otro lado de la línea… —¡Hola! ¿Qué quieres? —le dijo aquel niño—. Quiero saber como te llamas y si quieres jugar con nosotros acá —le dijo Sofía. —Me llamo Eduardo y no me


dejan cruzar la línea del tren. Sofía le sugirió que hablara con sus padres y ellos lo cruzaran y, después de un par de horas, lo volvieran a buscar. A lo que Eduardo respondió—: Mi padre sale temprano y regresa muy tarde, es médico y mi madre, enfermera y están muy ocupados siempre… ¿Y quién se queda contigo en casa? —preguntó Sofía. —Me dejan acá al frente, con una tía de mi madre. Ella deja que salga a jugar pero solo afuera de su casa… Ya me tengo que ir o pronto advertirá mi ausencia —concluyó. Al volver a casa, Sofía le contó a su abuela la situación de Eduardo y que ella quería que cruzara a jugar con ella y sus amigos. La abuela le dijo que hablaría con la tía de Eduardo y ella se encargaría de cruzarlo e ir a dejarlo de regreso. Al día siguiente, la tía de Eduardo accedió a la petición de la abuela de Sofía y Eduardo estaba feliz de ir a jugar al otro lado de la línea, porque era un niño muy solitario y pronto, debía regresar al internado en el que estudiaba, aunque las clases se retrasarían un tanto ese año y por suerte, serían más largas sus vacaciones. Sofía y Eduardo se hicieron inseparables. Les encantaba recorrer los campos junto a los demás amigos e inventar miles de juegos. El campo que más les gustaba era el del Señor Riffo. Él era dueño de la mayoría de esas tierras y tenía un restaurante frente a la línea del tren y frente al sector donde vivían ellos. Él atendía su negocio y su señora se lo pasaba sola en el campo, por lo que se alegraba mucho cuando iban Sofía y los demás niños a jugar a su campo. Ella era muy cariñosa y les regalaba galletas y otras golosinas con leche fresca. Los niños la


hacían reír mucho y ella les contaba historias hermosas y les enseñaba sobre las plantas, los animales y la vida. Fue un verano hermoso para aquellos niños que, dentro de sus fantásticos mundos, no dimensionaban el dolor y sacrificio que los adultos estaban pasando. No dimensionaban el esfuerzo y la tristeza de sus padres. Trataban de que los niños no se dieran mucho cuenta y pudieran seguir sus infancias sin mayores problemas. Aún así, esos padres tenían, además, la angustia de no tener un terreno propio donde construir sus viviendas definitivas, porque había que comprarlo y no les alcanzaba el dinero para tener los ahorros para ello. Cuando llegó el otoño, Eduardo tuvo que partir al internado de Concepción. Sofía y los demás amigos comenzaron sus clases en un colegio cercano al sector donde vivían, al alero de los padres franciscanos. Sofía y sus amigos, aún visitaban a la esposa del señor Riffo en su campo. Con menos frecuencia por el colegio, pero se preocupaban de alegrarla cuando podían. Ella les agradecía porque se había recuperado incluso de una tos alérgica que le aquejaba hacía tiempo. Pronto comenzaría el frío y las lluvias y se verían aún menos. Pasó un tiempo y de pronto, un día, los padres de Sofía, su abuela y sus vecinos, se reunieron en una cancha del lugar. Los niños tenían prohibición de ir. Pero Sofía, que era demasiado curiosa, se escabulló y se escondió entre unos matorrales para poder escuchar lo que decían. No pudo escuchar todo, pero sintió que algunos lloraban y decían—: ¡Es injusto, no tenemos donde ir ni dinero para comprar terreno! Sintió que debía hacer algo y desde ese


día, llevaba albaricoques al colegio y los cambiaba por cualquier cosa pequeña de metal que le trajeran sus compañeros. Luego pasaba donde el herrero y las cambiaba por monedas que iba escondiendo en una cajita. Nadie sabía de aquello. Un frío día de invierno, Sofía regresaba del colegio y vio que estaban todos sus vecinos en la esquina de la Avenida Ecuador con Dieciocho de Septiembre, junto a la línea del tren, y había tal conmoción que corrió asustada a ver qué ocurría. El carruaje- ambulancia estaba subiendo un cuerpo tapado. Preguntó y le dijeron que el tren había atropellado al señor Riffo. No podía creerlo y se acercó a la esposa, la abrazó y juntas lloraron. Fue muy triste para todos. Y hubo un gran funeral para él. Incluso en el lugar del atropello se erigió una gran Cruz, que pasó a llamarse “La Cruz de Riffo”. La viuda del señor Riffo, se había marchado a Concepción, donde unos familiares, para no estar tan sola. Al llegar las vacaciones de invierno, Sofía y sus hermanos debían irse donde un tío en San Nicolás. Estando allá, una noche escuchó a su tío que le contaba a un amigo que sus sobrinos no regresarían a Chillán porque estaban echando a sus padres y demás personas de los terrenos donde estaban viviendo. Y nada podían hacer las autoridades, que estaban colapsadas y daban prioridad a los habitantes de la ciudad y no a la gente que venía de los alrededores. Sofía escribió una carta al diario, implorando ayuda, con un nombre ficticio, para no ser descubierta por sus padres.


Pasaron los días y llegó su padre a buscarla. Le dijo—: ¡Estoy muy molesto contigo!… y se la llevó a Chillán con sus hermanos. Al llegar, la esperaban sus vecinos. Su padre, les dijo—: Aquí está Sofía… la causante de todo. Ella, avergonzada y asustada, no supo que decir, corrió a su cuarto en busca de su cajita con monedas, regresó donde estaban todos, se la entregó a su padre y le dijo que era para que no tuvieran que irse de allí. Su padre abrió la caja y rompió a llorar. Sofía también lloraba porque sabía que los echarían a todos y ahora, además, sentía que se habían agravado aún más las cosas por causa de ella y, por eso, estaban todos molestos con ella. Mientras lloraba amargamente, sintió que alguien le acariciaba el pelo y la abrazaba. Sin duda era su madre o su abuela. Al oír su voz, se dio cuenta de que era la viuda del señor Riffo. Ella, dulcemente, se dirigió a los vecinos y les dijo—: Por favor, díganle lo que vinieron a decirle a Sofía. Todos se miraron y dijeron juntos—: ¡Muchas Gracias Sofía! y la aplaudieron. Sofía se calmó, pero no entendió nada. La viuda del señor Riffo le explicó—: Yo estaba en Concepción y leí una carta en el diario y aunque decía otro nombre, supe en mi corazón, enseguida, que la habías escrito tú y me vine inmediatamente a Chillán… Nadie está molesto contigo, todo lo contrario, están todos muy felices y orgullosos de lo que hiciste por ellos y tu padre quería darte una sorpresa junto a tus vecinos, pero el sorprendido fue él, al ver que, además, juntabas dinero para salvarlos a todos. Con mucho más gusto estoy feliz de regalarte a ti y a todos tus queridos amigos y vecinos estas tierras, para que construyan sus casas definitivas. Sofía la


abrazó y solo pudo decirle—: ¡Gracias! ¡Gracias! — repetidas veces. Efectivamente, la viuda del señor Riffo se enteró por la carta de Sofía, que sus vecinos serían desalojados de aquellos terrenos, por lo que viajó, habló con las autoridades y detuvo el desalojo, comprometiéndose a donar ella, los terrenos que su difunto esposo tenía en venta antes de fallecer, para que construyeran allí sus casas definitivas. Y así lo hizo. Ella fue muy generosa al regalarles esos terrenos a sus vecinos más pobres. Más aún, porque no quería que Sofía y sus amigos se fueran lejos. Les tenía mucho cariño y gratitud. Eduardo volvió para Navidad y convenció a sus padres para estudiar en Chillán junto a sus amigos. A pesar de las marcadas diferencias sociales de la época, los padres de Eduardo accedieron a ponerlo en ese sencillo colegio. Porque, además, veían que su hijo era más feliz con esos nuevos amigos que lejos en el internado. Paso a paso, se fue construyendo el barrio que albergaría de forma definitiva a esas familias. Corría el año 1930, cuando vieron concretado aquel sueño. En el verano de 1939, Chillán era azotado por un devastador terremoto, donde murieron miles de personas y la ciudad quedó en ruinas. En el barrio de Sofía, quedaron varias viviendas destruídas y poco a poco, tuvieron que ir reconstruyéndolas y también sus vidas. Pasaron unos años, Sofía y Eduardo crecieron, se enamoraron y finalmente se casaron. Nunca se fueron de su querido barrio, que había crecido bastante con el


tiempo. Había grandes casonas con grandes patios con parrones y árboles, negocios de abarrotes, restaurantes, peluquería, talabartería, tornería, iglesia. Estaba el señor que arreglaba las bicicletas, zapatero, modista, etc. Había un canal, donde algunas mujeres lavaban ropa ajena para ganarse la vida. Lo llamaban “El Canal de la Luz”. La viuda de Riffo fue siempre considerada una muy buena persona y fue muy feliz entre todos esos vecinos agradecidos que la acompañaron hasta el día de su muerte. Todos le rindieron hermosos homenajes y decían que era una santa. No en vano, al barrio lo llamaron: “Barrio Santa Elvira”, porque, créanlo o no, la viuda del señor Riffo, se llamaba Elvira…






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