LA SUPERVIVENCIA DEL CAOS
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LA SUPERVIVENCIA DEL CAOS J. P. CIFUENTES PALMA Opalina Cartonera 2019 Diseño y diagramación a cargo de Juan Canales Impreso en Laguna Verde-Valparíso, Chile por Opalina Cartonera Primera edición
“Colección Recolección” Contacto autor: juanpix85@gmail.com Este libro se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas- 3.0 Unported
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LA SUPERVIVENCIA DEL CAOS
Yo, como el archidemonio, llevaba un infierno en mis entrañas; y, no encontrando a nadie que me comprendiera, quería arrancar los árboles, sembrar el caos y la destrucción a mi alrededor, y sentarme después a disfrutar de los destrozos. (“Frankenstein” de Mary Shelley)
A EstefanĂa
Fumo un cigarrillo tras otro sin intenciones de abandonar la ardua tarea de intoxicar mis pulmones. A estas alturas, la adquisición de algún cáncer me es totalmente insignificante, es más, ansío encontrar alguna salida a esta realidad que no acepto del todo. Siete de la tarde y la sirena comienza a sonar otra vez como cada día desde hace cinco años atrás. La gente se encuentra escondida en sus casas con los sistemas de alarma de última generación para brindarles alguna forma de seguridad en una inestabilidad que se siente en el aire. Camino a oscuras sin rumbo fijo por el comedor de mi casa. Es un día de invierno, un día de lluvia, es otro día idéntico al anterior, otro día de esa espantosa sirena que suena a las 7 PM. Afuera ya no escucho la alarma pero ahora el silencio es abrazador, hiela e intimida a tal punto que intento de alguna u otra forma concentrarme en mis recuerdos. Me siento en el viejo sillón y espero pacientemente lo que sucederá este día. A lo lejos, se escucha el sonido del escuadrón negro que recorre las calles, esos soldados que transitan en la ciudad todos los días desde las siete de la tarde sin saber aún qué es lo que buscan o qué desean de nosotros. Se detuvieron afuera de mi casa. Tres, cuatro, cinco, veinte soldados conversando en un idioma desconocido. De pronto, una luz roja se proyecta en la cocina, están
reconociendo el lugar, inspeccionando la casa para ver si está habitada. Me escondo, dios mío, qué hacer, me agacho antes que una segunda luz roja aparezca desde el comedor y se mueva de izquierda a derecha analizando cada rincón de la casa. Pasan los minutos y permanezco inmóvil con el rostro afirmado en el piso flotante, mordiendo mi lengua y aguantando la respiración esperando que las luces rojas no me encuentren. La única escapatoria es comenzar a moverme. Tarde o temprano me encontrarán en este lugar y no estoy dispuesto a complacerlos tan fácilmente. No señor, si quieren encontrarme tendrán que luchar porque yo no me rendiré. Comienzo a gatear rumbo al dormitorio matrimonial. Lenta, muy lentamente llego al pasillo. Gotas de transpiración van dejando una estela de mi paso. Quiero llorar, quiero gritar, quiero salir corriendo y enfrentarme al escuadrón negro, quiero encararlos, quiero entender qué está pasando en esta ciudad, quiero saber por qué suena la sirena cada día a las siete de la tarde, quiero entender por qué nos persiguen, quiero respuestas, las necesito para seguir adelante, pero por sobre todo, quiero sobrevivir, sí, sobrevivir a esto, a estas dudas, a estos miedos, a esta realidad. Debo sobrevivir como sea. Comienzan a golpear fuertemente la puerta, la transpiración corre por mis mejillas, aguanto la respiración, el sonido de una ventana destrozada en el comedor me hace reaccionar. Giro rápidamente debido al miedo que me causó el sonido de los vidrios rotos sin percatarme que uno de los talones de mi zapato rozó el haz de luz provocándome un agudo dolor en mi tobillo
derecho como si una punzada de agujas me pincharan una y otra vez. Aguanté lo más que pude, me levanté de un brinco y en dos trazos ya estaba en el interior de mi dormitorio. Intuí que el haz de luz logró detectar mi presencia y ahora iban detrás de mí por lo que mi campo de acción se reducía a un par de segundos. Me dirigí corriendo a la cama en donde se encontraba el espejo de cuero que me había regalado mi madre para mi matrimonio. Lo tomé con la mano derecha mientras mi cuerpo giraba y se introducía debajo de la cama cuando el haz de luz ingresó en la pieza y comenzó a alumbrar la habitación. Sentí un leve ardor en mi mano derecha que sostenía al espejo que me sirvió de cubierta para mi escondite. Era la primera vez que recurría a este improvisado refugio. Sentía un calor que emanaba desde el haz de luz escarlata que se reflejaba ante el espejo. Sentía que mi corazón se me escapaba por la boca. El dolor en mi tobillo y mi mano derecha eran punzantes pero el miedo era superior. El instinto de supervivencia me impidió gritar de pánico y llorar de miedo. Sólo podía esperar a que el espejo aguantara hasta que amaneciera o a que el haz de luz me encontrara. Fue la primera vez que dormí sin preocupaciones. Que ocurriera lo que dios quisiera. Desperté con el ruido insoportable de las sirenas que torturaban mis oídos. Me encontraba completamente desnudo en una pequeña habitación negra cuando la puerta metálica sonó y comenzó a abrirse lentamente. No sé cuánto tiempo había transcurrido, me sentía muy débil, famélico, con una migraña insoportable. Pasaban los segundos y nadie aparecía por el umbral de la puerta.
Mi respiración poco a poco comenzó a regularse y comencé a caminar. Salí de la habitación y me encontré con un largo pasillo oscuro, que se alumbraba cada cinco segundos con una intensa luz roja que iba acompañada del sonido de una sirena. Caminé sin rumbo buscando alguna salida. Sin embargo, a poco andar el dolor de cabeza fue tan insoportable que caí al piso y me desmayé. Al despertar, estaba atado de pies y manos mirando una pantalla gigante que mostraba al escuadrón negro empujando a un grupo de ancianos que caían a un alcantarillado. Posteriormente vino una escena en donde un escuadrón negro le disparaba en la cabeza a un grupo de mujeres embarazadas. No podía seguir mirando eso, dios mío, lloré. De pronto, la luz de la pantalla se apagó y la habitación quedó a oscuras nuevamente. No sé cuánto tiempo transcurrió. Me dormí y al despertar todo seguía en oscuridad. La sed y el hambre consumían mi cuerpo. Mis manos y mis pies atados me estaban provocando heridas que se estaban infectando. Oriné, vomité y defequé sin que nadie supiera de mi existencia. El olor era insoportable. Comencé a gritar, a pedir ayuda, auxilio, que alguien viniera y se apiadara de mí. No entendía qué ocurría, quiénes eran los miembros del escuadrón negro y por qué iban detrás de mí. Lloré de rabia, de hambre, de sed, pero nadie contestó a mis súplicas. Una vez más me quedé dormido. El sonido de las sirenas me despertó nuevamente. La habitación estaba iluminada y una muchacha desnuda, no superior a los quince años, me miraba y me sonreía.
¿Tienes hambre? Me dijo. Yo asentí con mi cabeza. Ella sonrió y me mostró un trozo de pan en su mano derecha. Dámelo, le supliqué, lloré, grité: desátame, ayúdame, por favor. Ella seguía sonriéndome sin moverse de su lugar. Cuando me calmé, ella se acercó a mí y colocó un trozo de pan en mi boca el cual devoré como un caníbal. Ella sonrió y colocó otro trozo de pan que también lo destrocé como una bestia salvaje. ¿Quieres agua? Dijo. Yo la miré sin poder hablar y asentí mientras unas lágrimas caían por mi mejilla izquierda. Ella se fue de la habitación y volvió tras unos segundos trayendo en sus manos un vaso de agua. Se acercó a donde me encontraba y llevó el vaso lentamente hasta mi boca para que pudiera beber y saciar mi sed. De pronto, la habitación se iluminó y me di cuenta que al menos habían diez personas en ella observándonos. Todos eran miembros del escuadrón negro y llevaban fusiles en su mano derecha mientras la sirena dejaba de sonar. Uno de los miembros del escuadrón negro se acercó y comenzó a desatar mis ataduras mientras el resto me apuntaba con sus armas. Una vez desatado, intenté dar un paso pero mis músculos no reaccionaron y caí al piso llevándome conmigo a la muchacha que soltó el vaso, aún con agua, que se estrelló en el suelo. La muchacha me ayudó con sus débiles fuerzas a levantarme hasta que el escuadrón negro que me había desatado puso su fusil en mis manos. Atónito, no sabía lo que aquello significaba. Sentía el peso del fusil en mis manos y las miradas de aquellos hombres. “Mueres tú o ella” dijo aquel hombre.
Pensé que había escuchado mal. Lo miré fijamente intentando entender lo que me había dicho. Se acercó y su puño golpeó mi boca sacudiendo mi cuerpo. “Mueres tú o la muchacha. Decide o matamos a los dos” dijo y me dio la espalda mientras volvía adonde se encontraba el resto de los hombres. Comencé a tiritar. La muchacha me sonreía. Alcé con mi mano derecha el fusil y le disparé en la frente mientras su sangre salpicaba mi cuerpo. Instintivamente solté el fusil y miré hacia el suelo incapaz de ver el cuerpo sin vida de aquella muchacha. Uno de los hombres se acercó y me entregó un uniforme, botas y casco negro. “Colócatelos” dijo. Obedecí y me vestí después de estar varios días desnudo. Me levanté y fui hacia ellos. Uno de los hombres me dio la mano y dijo “Bienvenido”. La sirena volvió a sonar mientras en fila abandonábamos la habitación.
Ese día de abril fue la última vez que vi un atardecer en mi vida. El día había comenzado idéntico a otros: perros ladrando a temprana hora, tacones apurados rumbo al trabajo, niños sonámbulos yendo rumbo a la escuela, el aroma a café en las casas intentando despertar entre los bostezos y tiritones por el frío proveniente de la montaña. La última vez que la vi fue en la salida del banco. Ella venía junto a sus colegas del trabajo mientras que yo recién salía de hablar con don Simón, el gerente que me negó, una vez más, el crédito que necesitaba para comenzar con mi empresa de frutos orgánicos. Iba enrabiado e intentando buscar alguna fuente de ingreso para financiar mi proyecto, de manera que solo me percaté de su presencia cuando casi chocamos en la puerta del banco. Ella me sonrió levemente y yo no atiné a nada. A la verdad, la vida últimamente solo me ha traído dolores de cabeza. Por un lado, se murió mi padre de cirrosis y ya van tres años de sequía en el campo así que he perdido todo lo que sembré, mi matrimonio fue un fracaso, una ilusión que duró apenas seis meses hasta que ella me anunciara que se iba a vivir con su madre nuevamente. Incluso el Duque, mi querido pastor inglés, falleció hace unas semanas atrás de tan viejo que era y qué decir de las deudas hipotecarias y con los proveedores. Asimismo, mi salud comenzó a mermar, enflaqueciendo a un punto en que mis piernas estaban
nadando en mis pantalones, en que el menor resfrío me enviaba directamente a la cama por semanas. Alrededor del mediodía comenzó a llover. Lo supe porque iba caminando rumbo a mi casa que se encontraba a diez kilómetros del pueblo (tengan en cuenta que tuve que vender mi bicicleta, entre otras pertenencias, para pagar algunas deudas) cuando cesó el viento, el cielo se oscureció y comenzó a llover copiosamente tanto que llegué empapado a mi casa. No había leña y el café se me había acabado la semana pasada (ahora solo estaba sobreviviendo con agüitas de menta, toronjil y manzanilla). De manera que opté por lo más práctico posible. Dejé mi ropa mojada en el baño, busqué alguna camisa vieja (toda mi ropa era vieja y maltrecha) y me acosté. Cuando desperté noté que algo raro había en el ambiente. Era de noche o al menos eso imaginé puesto que toda la habitación estaba a oscuras. Me levanté a encender las velas (llevo dos meses sin luz eléctrica) y me percato en el reloj mural que nos dieron para el matrimonio (uno de los pocos regalos que no se llevó mi esposa). Eran las cuatro de la tarde y no entendía por qué estaba tan oscuro. Salí al patio y la imagen fue espantosa. El cielo se mostraba con un negruzco nunca antes visto, las copas de los árboles se mecían de un lugar a otro cada vez más fuerte debido al viento. Todo era oscuridad, todo era una pesadilla, cuando de pronto, el cielo crujió, se iluminó por una fracción de segundos para dar paso a un sonido tan potente y grave que me dejó sordo por varios minutos. Junto a ese sonido hubo una expansión de onda que me lanzó diez metros por el
aire, que sacó de raíz a varios árboles y que casi destruye completamente mi casa de madera. Fue entonces cuando a la distancia vi como descendían desde el cielo bolas de fuego que iluminaban la noche antes de caer en tierra provocando múltiples incendios. Una de esas bolas de fuego pasó a metros de mi casa. Era como un meteorito que caía con una fuerza y velocidad sin comparación, rugía y sus llamas incandescentes abrazaban en el calor infernal lo que estaba a su lado. Sentí que mi cuerpo aumentaba la temperatura y sin entender qué ocurría, me levanté y corrí rumbo a una de las quebradas que hay en el campo. Corrí sin mirar atrás, llorando, pidiendo a mis piernas que fueran lo suficientemente rápidas para llegar a la guarida mientras el infierno se desataba alrededor. Una segunda bola de fuego cayó diez metros delante de mí y su onda expansiva y caliente me tumbó nuevamente al suelo en donde quedé horrorizado, incapaz de mover un músculo, alguna articulación, estaba ahí, inmóvil, aceptando mi destino. Cerré mis ojos (no hubo una proyección de las imágenes de mi pasado como si fuera una película) lo único que había era un miedo que carcomía todo mi cuerpo. Cerré mis ojos, apreté mis dientes hasta sangrar y esperé el desenlace mientras lentamente mis sentidos se iban. Volví a estar consciente después de un tiempo prolongado. Me dolía todo el cuerpo, mi piel ardía y tenía mi garganta seca. Abrí mis ojos y pude ver que en distintos lugares existían incendios que iban consumiendo la tierra. Ya no tenía miedo o al menos mi cuerpo se adaptó a esta nueva realidad. Me levanté a
tropezones, el aire estaba caliente y casi irrespirable de tanto humo y cenizas. Caminé rumbo a la quebrada, mientras a mi paso veía a animales silvestres y aves quemados o agonizando en la pradera. No sé si esto era el fin del mundo del que hablaban los evangélicos cada domingo en la plaza del pueblo o era otra cosa, quizás un ataque alienígena, tal vez eran atentados terroristas, una guerra, una lluvia de meteoritos, no lo sé, solo sabía que por alguna razón aún estaba vivo y que de ahora en adelante debía sobrevivir a cualquier costo. Descendí por la quebrada rumbo al canal que había en el valle. Fue un retorno a la infancia pues me zambullí en el agua sin importar que iba a quedar empapado. El agua no estaba fría, tampoco caliente pero era notorio como iba aumentando el calor en los minutos. Aún así fue refrescante para mi garganta y para mi temperatura corporal. Mientras flotaba en la tenue corriente del canal tuve tiempo para meditar qué hacer de ahora en adelante. Lo más importante era encontrar refugio, alimento y por sobre todo, no rendirse nuevamente. En estos pensamientos de supervivencia me encontraba cuando pasó al lado mío el cuerpo sin vida de una niña quemada. Y no solamente una niña quemada pues tras ella venía una caravana de muertos chamuscados que tuve que salir a la orilla en donde vomité de asco e impotencia. Reconocí a muchos de los que iban en el canal. Eran personas del pueblo, niños, ancianos, jóvenes, hasta el sacerdote iba con su sotana quemada. De pronto, escuché disparos muy cerca de donde me encontraba. El instinto de supervivencia me hizo
reaccionar y me escondí en la quebrada tratando de que la espesura de la noche fuera mi mejor camuflaje, mientras obligaba a mis oídos y ojos a que estuvieran agudizados al máximo, atentos a cualquier ruido o movimiento que existiera en el lugar. No pasaron ni diez minutos cuando llegaron dos hombres armados con escopeta, riéndose a carcajadas, insultando a una mujer que a cada tanto empujaban para que caminara ya que ella lloraba y suplicaba piedad. Tuve que hacer de tripas corazones y mordí mi lengua, apreté mi puño y me quedé en silencio viendo lo que sucedía. Uno de los hombres empujó muy fuerte a la mujer quien cayó al suelo incapaz de levantarse ante el miedo que tenía. - ¡Levántate mierda! – Dijo uno de ellos mientras la pateaba en el suelo – levántate que aún no llegamos a la casa - ¡Por favor!, ¡Por favor! - ¡Cállate puta! – el hombre tomó su escopeta y le disparó en el pie izquierdo. - ¡Mierda!, no la mates aún. – Dijo el otro hombre mientras le sujetaba la escopeta – Abajo hay un canal, iré a buscar agua. Más te vale que no la mates aún. Uno de los hombres bajó muy cerca de donde yo estaba escondido rumbo al canal. Yo no sabía qué hacer, intuí que podía tomar ventaja si atacaba por sorpresa, pero si fallaba el primer golpe, su amigo volvería y entre los dos acabarían conmigo. Por otro lado, también
estaba la posibilidad de no hacer nada, quedarme ahí callado, esperando que no se fijaran en donde me encontraba guarecido. Un grito de la mujer me sacó de estas meditaciones y pude ver como estaba en el suelo luchando contra el hombre que destruía su ropa, golpeaba su rostro y comenzaba a violarla ante los esfuerzos inútiles de la mujer. Supe que había tomado una decisión recién cuando tenía la piedra en mi mano derecha y me aproximaba a golpear en la nuca al hombre quien cayó inconsciente sin saber qué le había pasado. La mujer estaba histérica, me rasguñaba y pateaba sin percatarse que no intentaba abusar de ella. No tuve más remedio que golpear con fuerza su rostro con mi puño derecho para dejarla inconsciente. Escuché que corrían por la ladera por lo que tomé la escopeta y sin dudarlo disparé apenas observé que el hombre estaba a tiro de cañón. Disparé tres veces, destruyendo su cráneo.
La respiración es cada vez más acelerada. Parece que los pulmones se le van a salir por la boca. Todo es oscuridad. Los recuerdos retornan. Está tirado en el suelo de la sala de clases, la misma sala de clases de ayer, esa, la de la tortura, la del sufrimiento. Otra vez lo mismo. Golpean su rostro, golpean su cara, nadie lo defiende, algunos miran el espectáculo, otros ríen y un par mira hacia afuera. El recreo parece no terminar nunca. Siempre lo mismo. Un incomprendido. Nunca supo cuándo comenzó la decadencia de su imagen. Solo fue de un día para otro. Así de simple. El Rulo se le metió entre ceja y ceja. Como mueve montañas, como todo el mundo le obedece, le temen. Nadie defiende al pobre diablo. Una compañera no se atreve a entrar a la sala. Mira atentamente como golpean al muchacho, el mismo que le envía cartas de amor, el mismo que le regaló un perfume francés para su cumpleaños, el mismo que en cada recreo o cuando se le ocurra al Rulo lo azotan cruelmente detrás de la escalera del gimnasio. Esta vez fue físicamente. A veces son mensajes de muerte, amenazas, golpes, coscachos, empujones, insultos, son el pan de cada día para él. Tiene un ojo negro, me pregunto de qué color tendrá actualmente su corazón. Está en el suelo inconsciente. Ningún compañero le ayuda.
La respiración es cada vez más agitada. Hay un rostro ensangrentado. Como puede, trata de arreglar su ropa, no pueden verlo en esa condición sus padres. El profesor de Ciencias es un poco retraído, aquí todos le temen al Rulo, incluso el profesor Araneda. El muchacho lo sabe, está sentado en una esquina de la sala de clases. El Rulo conversa con todo el mundo, como si nada ocurriera. Nadie le dice nada. El muchacho no existe. A duras penas se levanta y va a su puesto. Mira por la ventana, un cielo nublado. Cierra sus ojos. Todo es oscuridad. Se escuchan disparos, disparos, disparos en su mente. Abre la puerta de la sala de clases. Todos conversan. Parece que el mundo se detiene. Avanza lentamente, puede ver todo lo que le rodea, las caras felices de unas compañeras, otros que duermen, otros que conversan animadamente, el Rulo que molesta a unas compañeras, esa muchacha, la de las cartas, que lee un libro, el profesor que escribe en la pizarra, teorema de Pitágoras, números, cálculos matemáticos, en fin, en fin, todo gira alrededor suyo extremadamente lento. Cada paso que da rumbo a su asiento es un año que transcurre, siglos, milenios, años luz, infinitos, universos paralelos. El profesor continúa con su clase, que la termodinámica aquí, que el magnetismo acá, que la balística acuyá. El muchacho no obedece el ritmo de la clase pues en su mente hay salvajes gritos de guerra. El Rulo se levantó disimuladamente de su asiento y se acerca al puesto de ese muchacho. Le brinda un fuerte golpe en la nuca y un puño traicionero golpea su costado derecho que obedece
al ritmo de su dolor y contorsiona su cuerpo. Y entonces, por unos instantes pude ver qué escribía en su cuaderno desde hace varios días. Eran unos dibujos que aún me provocan pesadillas. Estábamos nosotros, todos, en el suelo de la sala. Muertos, ensangrentados, blasfemas, garabatos, anomalías, destrucciones. Fue una fracción de segundos. La muchacha miró de reojos al pobre adolorido, pero tuvo miedo del Rulo, el profesor Araneda nunca se enteró de lo que sucedió, y si lo hizo fue un ciego, sordo, mudo, paralítico y un cobarde. No alcanzó ni a escribir otros garabatos en su cuaderno cuando recibe un mensaje anónimo. Era un papel mal doblado que llega a su puesto, ni siquiera yo supe de dónde provenía. Miró para todos los lados, nadie se adjudicó dicho mensaje. Abrió el papel, el mensaje era claro: “Vamos a matar a tu familia maricón”. Eso sí que lo vi claramente, las letras eran grandes y las manos del muchacho temblaron de tal modo que no pudo cerrar ese papel y pude ver con lujo de detalle su contenido. El día está nublado. La muchacha abre la puerta. El cuerpo está inconsciente en el suelo. El Rulo y sus secuaces lo dejaron casi muerto. Golpean su rostro hasta que se aburren. Poco a poco va reaccionando. Como puede se sienta en el suelo, la muchacha se levanta y va a su asiento, el recreo está por terminar. En su asiento, el muchacho mira por la ventana, el cansancio del día lo tiene extenuado. Cierra sus ojos. Rápidamente un sueño se apodera de su realidad. Va por el bosque, corre, libremente, está feliz, los árboles a su
alrededor lo miran, intentan unas ramas golpearle, pero él esquiva los golpes, cada vez está más desesperado, nervioso, agitado, siente que alguna rama le golpea, cada vez más fuerte, cada vez más agudo, un dolor intenso en su espalda. Abre sus ojos, solo ve un par de zapatos que golpean su estómago, fue consciente unos segundos antes de caer otra vez en el sueño, esta vez, todo se fue a negro. El muchacho está sentado en un banco del colegio, ya el día escolar había acabado. Leía concentradamente unas hojas. Todo parecía normal. Pero el Rulo no paraba de perseguir a su presa. Nos acercamos, todos, todos se acercaron rumbo a ese asiento maldito. El muchacho no advirtió nuestra presencia. Qué estaría leyendo, nunca lo supe. El Rulo de una ráfaga tomó los apuntes que leía el muchacho y se los arrebató. No tardó en despedazarlos, el muchacho no hizo nada, tampoco cuando el Rulo le tiró los pedacitos de papel a su rostro y escupió su casaca. La muchacha miró todo desde el fondo del grupo. El Rulo terminó su labor de dominancia y se fue del epicentro del crimen, todos le acompañaron, el muchacho impávido, no daba señales de vida, la muchacha dudó unos instantes, pero huyó rumbo a los brazos de Rulo quien la abrazó fuertemente y se alejaron de ese lugar. El día estaba nublado. Algo ha cambiado, el rostro del muchacho, hay una mirada distinta, amenazante, perdida, una sonrisa siniestra, pero no logré advertir nada, quizás fue producto de mi imaginación.
No ha llegado a clases, tres días, cuatro, cinco, una semana, un mes, el muchacho no volvió nunca más a la sala de clases. El Rulo, como buen cazador, encontró a otra presa, otro muchacho sufre de los síntomas del anterior. Los recreos infernales continúan. La clase de Ciencias, el profesor Araneda que habla y habla. Pocos ponen atención. De improviso, violentamente, alguien abre la puerta, era él. El muchacho. Cierra la puerta y permanece de pie en la sala. El Rulo y sus secuaces se asustaron, se miraban entre ellos, la muchacha tiritaba nerviosamente. El profesor Araneda se percató de la llegada del muchacho y fue hacia la puerta. El muchacho lo miró fijamente a los ojos y dijo con esa voz que todavía revolotea por mi mente: “Permiso profesor”. De inmediato, bruscamente, desesperadamente, instintivamente, sacó un revólver de su bolsillo y apuntó rumbo a la sala. Cerré mis ojos, todo se convirtió en tinieblas. Una ráfaga de disparos. Gritos, después un largo silencio, una respiración agitada, muy agitada, explosivamente agitada, abrí con temor mis ojos. El muchacho con el revólver en su mano apuntando hacia nosotros, respiraba agitadamente. Observé los cuerpos del Rulo, sus secuaces y la muchacha que estaban en el suelo, ensangrentados, el piso se tornaba rojo, la luz era roja, olor a muerte, sabor a muerte, todo eso en una fracción de segundos, la imagen dantesca fue superior a mi curiosidad, cerré nuevamente los ojos y prometí no abrirlos hasta que la muerte me alcanzara o Dios se apiadara de mi vida. Todo fue oscuridad, no sé cuánto tiempo estuve en las tinieblas.
Yo la amaba. Lo repetiré hasta el cansancio si es necesario. Yo amaba a mi esposa, era la mujer con la que cualquier hombre se sentiría feliz de compartir toda su vida. A los siete años mi familia se mudó desde Valdivia para llegar a las campos de la Región del Biobío. Muy cerca de la ciudad de Los Ángeles, en una pequeña localidad llamada Santa Fe. La casa era grande, como típica casa de campo, de madera antigua pero resistente y con una cantidad impresionante de territorios inexplorados en los que se convertía nuestro patio. Digo nuestro porque tengo un hermano, más bien debería decir tuve un hermano. Sí, también amaba a mi hermano. Me llamo Reinaldo Solar, tengo cuarenta y tres años. Viudo, amaba a mi esposa y a mi hermano. Junto a mi hermano Matías recorríamos las tierras inexploradas a la siga de los patos, gallos de pelea, los pollitos, los gansos y tras los gatos a quienes odiábamos desde que uno de ellos rasguñó en nuestro antiguo hogar a mi hermano y casi le sacó el ojo derecho. El pobre Matías quedó con la secuela de una cicatriz que no pasaba desapercibida en su rostro. Era dos años mayor que yo y como tal me hizo prometer que siempre odiaríamos a los gatos. La relación con mi hermano era perfecta. Íbamos al colegio juntos, jugábamos a la pelota, a las canicas y
otros juegos infantiles, compartíamos los mismos amigos, ambos éramos excelentes estudiantes, a los dos nos querían en la comunidad, nos contábamos todo, nos defendíamos, nos amábamos. Un 17 de agosto, fecha imborrable en mi memoria, todo cambió. Llegaron nuevos vecinos. Los Azola, una familia acomodada que abandonaba el estrés de Santiago por la tranquilidad de una vida en la naturaleza. Fue Matías quien descubrió por primera vez el encanto que conservaba esta familia. Su hija menor, Nadia, padecía de una gran enfermedad, estaba completamente hermosa. Era una perfección. Tez morena, pelo negro y liso, ojos verdes casi transparentes, dientes y labios finos y una sonrisa que nos hipnotizaba. ¡Ay, cómo amé a esa muchacha! Matías me contó que la amaba. Yo jamás le conté que la amaba en silencio. Matías me contó que se iba a declarar. Yo jamás le conté cuánto lo odiaría si hacía eso. Nadia nos trataba a los dos de la misma manera. Tal como el resto del pueblo. La diferencia fue que el resto del pueblo no trató a Nadia de la misma forma. Durante años fue la reina del carnaval, la reina de la primavera, la muchacha más popular del colegio, todos deseaban ser sus amigos, todos deseaban estar junto a ella. Un día, ¡maldito día!, mientras escribía unos versos a la orilla del río Biobío sobre la manera más adecuada
para declararme a Nadia sin que mi hermano Matías se enterara, me armé del coraje suficiente para ir hasta su hogar y decirle todo, absolutamente todo. Así, decidido, como un soldado vanguardista del pelotón de los condenados, fui caminando a paso seguro y muy veloz en dirección a la casa de la familia Azola. Al tomar la última curva del camino que colinda con su casa cuánta no iba a ser mi sorpresa al encontrar entre unos arbustos a mi hermano Matías junto a Nadia. Yo tenía unos 16 años por entonces y la imagen de ver a Nadia haciéndole sexo oral a mi hermano Matías me paralizó grandemente. Corrí hasta mi pieza, me encerré en mi habitación, durante días no salí de ella, lloré, lloré, lloré, la amaba, la amaba mucho. A él… Tres años después, mi hermano Matías y Nadia se hicieron novios. Todo el mundo estaba feliz. Apareció la hipocresía en mi rostro. Cómo es posible que mi hermano Matías a pesar de su asquerosa cicatriz fuera capaz de conquistar a la mujer más hermosa de la ciudad. No me di cuenta de cuántos meses o años pasé en dar respuesta a esta pregunta cuándo mi madre un día me comunicaba el próximo enlace matrimonial de mi hermano. Yo la amaba, la amaba mucho.
Como un cruel personaje corroído por la envidia y la sed de venganza ante tanta injusticia planifiqué la muerte de mi hermano Matías y de Nadia. Me pasé horas y horas para que no se escapara ningún detalle y cuando tuve la oportunidad de ejecutar mi plan fui incapaz de hacerlo. Ahí estaban ellos, revolcándose en la orilla del río Biobío cerca de las cuevas, ahí estaba yo, escondido tras unas zarzamoras con la pistola en mi mano derecha apuntando azarosamente la cabeza de esos dos amantes. Pero no pude. Al contrario, salí huyendo. Huí tan lejos que nunca más volví a mi casa, nunca más supe noticias sobre mi familia, me convertí en un vagabundo, durante años deambulé de ciudad en ciudad, trabajé en diferentes oficios todos mal remunerados, hasta que un día mi suerte comenzó a cambiar. Yo era una persona inteligente y sabía de mis condiciones cognitivas. Me establecí en una ciudad del norte de Chile y estudié Ingeniería en Minas, día y noche estudiaba y estudiaba. Cinco años entre los estudios y el trabajo para convertirme en el mejor egresado de mi carrera. Rápidamente debido a mi desempeño, pues solo tenía ojos y vida para mi trabajo, me ascendieron hasta ser la mano derecha del gerente de una minera transnacional. Ascendí como la espuma a la zona más alta de la gerencia a punta de sacrificios y esfuerzos. No me acordaba de mi hermano ni de Nadia.
Así pasaron los años. No era feliz, pero no me importaba serlo. Pero esta vida es una injusticia y le gusta reírse de las personas. Un mal día llegó una carta hasta mi casa en Antofagasta cuyo mensaje decía: “Reinaldo te necesito, por favor quiero verte, Nadia”. Pensé que era una broma de mal gusto y no le di mayor importancia. Sin embargo, ya no solo las cartas comenzaron a llegar cada vez más frecuentemente, sino que también los llamados telefónicos que contestaba mi criada. No sé si por cansancio, incredulidad o curiosidad acepté reunirme con esta persona, iba dispuesto a desenmascarar de la manera más cruel a quien había intentado extraer recuerdos dolorosos de mi pasado. Cuando la vi supe que aún la amaba. La amaba mucho. Ahí estaba ella… Nadia. Unos quince años más vieja desde la última vez que la vi en aquella escena sexual del río junto a mi hermano. Aún conservaba la belleza aunque sus ropas y su maquillaje reflejaban que los buenos tiempos habían cambiado. No sé si me sorprendió la noticia de la trágica muerte de mi hermano en un accidente automovilístico o me sorprendió la noticia de que no me importaba su muerte. Algo brotó de inmediato cuando Nadia contaba entre sollozos esta triste historia. Una idea, un vago pensamiento que se repetía: Ahora es el momento, ahora es el momento, ahora es el momento. Sin
comprender mayormente en qué consistía dicho pensamiento invité a Nadia a que se alojara ese día en mi casa. Nunca más Nadia se fue de mi hogar. Al principio no le di importancia, apenas llegó a mi casa se enfermó, estuvo semanas en cama, el médico le recomendó otras semanas de reposo absoluto, fue así como poco a poco y sin pedírselo se instaló en mi casa. Una noche volví ebrio de una fiesta de despedida de uno de mis subgerentes y mientras Nadia dormía placenteramente en la pieza de huéspedes yo entré como un energúmeno hasta su habitación, la puerta se abrió con tal fuerza debido a mi patada que Nadia sobresaltada se sentó en la cama. - Aunque no quieras vas a ser mía esta noche perra – grité- mientras me desnudaba en un estado de alcoholismo deplorable del cual me avergüenzo. - Pero Reinaldo – Dijo Nadia muy serena - pensé que nunca me ibas a pedir eso. Tras lo cual se lanza como una leona que estuvo acechando durante horas a su presa hasta que estuviera indefensa y así estaba confundido mentalmente, con la camisa a medio sacar, la corbata estrangulándome y mis pantalones en el piso. Se abalanzó y no me dio tiempo para estar lúcido. Hicimos el amor, aunque no creo que sea amor eso, pues prácticamente ella abusó de mí mientras yo terminaba roncando en el piso. ¿Cómo supe eso?. Amanecí al otro
día botado en el suelo de la misma manera en que me acordaba que estaba antes del abuso sexual de Nadia. Nadia era imparable, reconozco que fueron meses felices. Llegaba del trabajo y Nadia no me preguntaba si había almorzado o cómo me había ido, solo se abalanzaba como una súcubo que devoraba a los hombres, hicimos el amor tantas veces, que comencé a sospechar que era ninfómana, me asusté realmente hasta que un día al llegar al hogar predispuesto a que Sodoma y Gomorra nuevamente aparecieran entre las transpiraciones y nuestros orgasmos cuando encuentro en el sillón a Nadia muy emocionada, con una sonrisa a flor de labios me mostraba un examen en donde me señalaba que estaba embarazada. Supe entonces cuál era su plan. Caí redondito. Tuve que casarme con Nadia y aunque la amaba demasiado la idea del matrimonio nunca me sedujo. Nadia, con el hijo a cuestas, se convirtió en la dueña de mi casa, perdí todos los derechos, tuve que someterme a su voluntad. Ya ni siquiera estaban las noches de pasión. Nadia se limitaba a saludarme como si yo le causara asco. Yo iba al baño y me masturbaba para no perder el ritmo sexual que se aceleró al llegar Nadia a mi vida. Tuve que recurrir a putas para que saciaran mi sed. Tuve que recurrir al alcohol para que me liberara de la condena de mi casa. Me amarraron, maldito hijo mío, ¿Por qué no fuiste de mi hermano?.
Y así pasaron los años, alrededor de cinco años. Yo la amaba, ¿la amaba mucho? Javier, el nombre de mi desgracia, corría por la casa como un diablillo, alborotaba mi tranquilidad, me abrazaba, me decía papito y yo no podía sacar de mi mente el recuerdo del rostro de mi hermano Matías que sonreía desde las penumbras. Una noche celebrábamos en mi casa un nuevo aniversario de matrimonio. Todo era felicidad, los recuerdos que inventaba Nadia sobre cómo nos conocimos omitiendo que estuvo casada con mi hermano y yo no me atrevía a contradecirla, inventaba historias tan geniales que a veces dudé si realmente mi hermano Matías estaba muerto o simplemente Nadia lo abandonó para venir en mi búsqueda. Estaban todos los dueños de la minera Tompson invitados a una cena. Mi casa estuvo plagada de gringos, ladys, mister, miss y demases que hablaban un rústico español lleno de anglicanismos y americanismos. El único que disfrutaba de la velada era Javier. Recorría de arriba hacia abajo la casa junto a los pequeños gringuitos de tés blanca, ojos azules. La cena era finísima, esa noche debía estar todo en orden pues lo fundamental era complacer a los yanquis para que me dejaran a cargo de la minera mientras ellos se iban a instalar otra sucursal en Nueva Zelandia.
Nadia sabía de la importancia de dicha reunión y puso todo su esfuerzo para que la velada resultara un éxito. Nunca supe si lo hacía por mi bien o su propio bienestar pero transformó la casa en una mansión de primer nivel, cambió la vajilla, las cortinas, las decoraciones, los cuadros, compró esculturas, dios mío, me estaba dejando en la banca rota si seguía a ese paso, durante semanas estuvo vigilando personalmente cada detalle de la cena, desde las comidas hasta detalles de qué pasaría si llueve ese día, algo muy improbable puesto que aquí en el Norte llueve tarde, mal y nunca, pero así era ella, estaba paranoica y me aseguraba que si algo resultaba mal en la velada sería mi responsabilidad pues ella sabía comportarse en la sociedad y en grupos de élite y yo no. Eso me dolió enormemente, pero la amaba, la amaba mucho. Disfrutábamos de un merlot de sepa muy antigua que me costó un dineral cuando de improviso una leve tos sacudió la garganta de Nadia. Era tan leve que al principio resultó imperceptible para el resto. Sólo yo me daba cuenta de que algo ocurría en su organismo. Empezó a toser más sonoramente. Sus pupilas se movían indecisas como tratando de evitar un escándalo con todas sus fuerzas, comenzó a transpirar mientras una leve sonrisa se apoderaba de mi rostro, segundos después colocó delicadamente su mano derecha en su boca y emitió tres sonidos al toser Coj, Coj, Coj, y así, poco a poco se dieron cuenta los invitados de que algo le
sucedía a mi esposa. Pidió un vaso de agua y mientras tanto la tos seguía en su deleite. Progresaba y progresaba, los invitados yanquis tan cordiales le preguntaron si se sentía bien, yo no podía hablar, trataba de disimular mi sonrisa a estas alturas bastante evidente, mi esposa estaba destruyendo esta velada, ella, la señorita perfecta, mientras yo era el centro de sus miradas que buscaban una solución, alguna esperanza, anhelaban que yo hiciera un acto de magia para que mis invitados dejaran de percatarse en la tos de mi esposa, deseaba que preparara alguna poción para calmar la picazón de su garganta pero nada. Al tomar el vaso de agua la tos aceleró su efecto a tal punto que Nadia se trapicó con unos sorbos de agua causando una mayor picazón. Algunas gotas de agua y saliva llegaron hasta los invitados más próximos de Nadia quien roja de vergüenza y morada por la picazón me miraba con odio, en cambio mis ojos brillaban como nunca, mi mente se acordaba del pasado, de tantas noches de sufrimiento por culpa de Nadia y de mi hermano, esta vida es justa, esta vida es justa. Ay dios, cuánto la amaba, la amaba mucho. Javier y sus amigos yanquis bajaron de la escalera a presenciar el espectáculo de mi esposa cuyos sonidos eran cada vez más frecuentes y sonoros. Uno de los pequeños yanquis de las tierras del Tío Sam habló en un mal español lo siguiente: “Yo ayudar a señora, ayudar, yo saber” – Dijo – y ante la incredulidad de todos al no
comprender qué había dicho el rubiecito, este pequeño mormón fue hasta donde estaba mi esposa y se ubicó detrás de ella y estiró su mano derecha y ¡zás! le envió un golpe certero a su espalda pues pensaba que estaba atorada mi esposa. No sé si debido a la fuerza del golpe del niño mormón o ante la sorpresa de dicho acto que a mi amada esposa la tos le jugó la peor vergüenza de su vida, tras el golpe del gringuito mi esposa entre toser y estornudar emanó desde su boca una cantidad impresionante de saliva, sangre, secreciones y pedazos de carne de la cena que fueron a parar directamente hasta los vestidos y trajes de nuestros invitados. El asombro era total, pero aún la tos no había acabado con ella, al ver semejante espectáculo, mi esposa nerviosa y desesperada se levantó de su asiento trató de poner su mano en su boca pero no alcanzó pues un segundo y mayor estallido salió desde su boca, esta vez fue solamente un cúmulo de sangre mezclado con saliva que se depositó en la amplia frente de Mr Tompson que además era un viejo arrugado y calvo mientras que increíblemente, y confieso que jamás me imaginé ni me di cuenta de su condición, vi que los dientes de la mandíbula superior de Nadia volaban por los aires hasta depositarse en los pechos de una hija del dueño de la minera. ¡Sí, lo confieso!, Nadia tenía una placa.
Me reí de tal forma que no supe en qué momento Nadia abandonó la velada llorando y se fue para siempre de mi casa o cuándo mis invitados se fueron para nunca más volver. Lloré de gusto, de placer, era una risa endemoniada. Fui consciente de que esta fantasía idílica había sido una realidad cuando alrededor de las 3 de la mañana Javier me despierta. Ahí estaba el niño, me miraba tiernamente. Sus ojos eran idénticos a los de mi hermano. Nadia se había ido de la casa pero se fue sin su hijo. Me lo dejó a mí como recuerdo, me pregunto si a mi hermano Matías también le dejó algún hijo para que la recordara. Tomé al muchacho y me subí al Peaugeot. El muchacho rápidamente se quedó dormido. Conduje como un endemoniado hasta llegar a una zona despoblada en pleno desierto de Atacama. Javier dormía placenteramente, por primera vez o prefiero creer que así sea, lo tomé entre mis brazos y lo saqué del automóvil, caminamos por el desierto una larga distancia. Lo deposité en el suelo arenoso. La noche era horrible, fría como tierras antárticas. Dejé al muchacho en ese lugar. Nunca más regresé, aceleré rápidamente, abandoné mi casa en Antofagasta, retorné al sur a la humedad de las tierras sureñas.
Si Nadia fue capaz de inventar la muerte de mi hermano yo soy capaz de inventar la felicidad de mi hijo Javier quien ahora, treinta años después, debe ser un hombre de familia, aunque una parte de mi mente asegura que es un alma en pena que vaga por el desierto. Sin embargo, la única certeza que me queda en estos últimos momentos era que yo la amaba, la amaba mucho.
Día 1 Transmisión mundial de los Juegos Olímpicos. La transmisión oficial se interrumpe y aparece un enano vestido de absoluto blanco. Camaradas: Durante siglos hemos vivido bajo el mando de los humanos, del gigante que nos miraba con desprecio, con arrogancia, que nos utilizaba como entretención en sus depravaciones, nos humillaba en sus juegos sexuales, nos denigraba como personas hasta el punto en que negamos ser parte de los seres humanos. Durante siglos hemos visto como nuestros camaradas han muerto uno tras otro, los han ridiculizados en payasos, en esclavos, en títeres, en fenómenos, en mutantes, enjaulados, basureados, pisoteados, ignorados, insultados, escupidos, apedreados. Durante siglos hemos querido, camaradas, decir: ¡basta!, mirar cara a cara al hombre que nos tortura, a la mujer que nos utiliza en sus crueldades, al niño que nos golpea porque es más alto que nosotros. Pero, hoy, amigos míos, hoy es nuestra redención. Hoy es ese día que hemos anhelado, hoy nuestros dientes crujen de rabia, nuestra garganta soporta a duras penas el grito barbárico de venganza que saldrá de nuestras bocas. Hoy los enanos dejarán de ser el hazmerreir de otros, dejarán de ser la escoria de la humanidad, el error de los dioses. Hoy, nos levantamos
con los siglos de espantos sufridos por nuestros antepasados y clamamos justicia, clamamos porque nuestra ira inunde nuestros corazones y nos fortalezca, que no haya piedad contra el humano, sea niño o anciano, sea ciego o paralítico, sea hombre o mujer, quiero que sientan como el aire ruge por nuestra venganza. Hoy quiero que tomen sus armas y golpeen el rostro de sus enemigos hasta desmayarse, que ni la muerte sea su salvación, que ardan eternamente, que sufran de una manera injustificada. Amigos míos, llegó nuestro momento, salgan a las calles del mundo y desaten el caos para que se liberen de este sufrimiento. La victoria es nuestra.
Día 2 03:00 PM. Noche de invierno. Gijón, España. Av. Mártires #321. Tres moradores en la casa (Un matrimonio y una niña de cuatro años). Ricardo medía 1,10 mts y gran parte de su vida la había dedicado a ser malabarista en el circo por lo que le fue muy fácil trepar el cerco de metal, dispararle un dardo al gran danés y abrir la puerta de la casa. Detrás de él aparecieron otros cuatro camaradas quienes subieron sigilosamente la escalera hasta llegar a la pieza matrimonial. Ricardo abrió su mochila y extrajo un martillo al momento que avanzaba en la habitación rumbo a la cama, mientras tres camaradas apuntaban con fusiles con silenciador al matrimonio, atentos a
cualquier movimiento de las personas. Una sonrisa apareció en el rostro de Ricardo en el momento en que dejó caer con todas sus fuerzas el martillo en el rostro del hombre quien quedó inconsciente mientras un surco de sangre emanaba de su cráneo. La mujer gritó al ver a su esposo ensangrentado pero recibió un disparo en su estómago que la dejó en estado de shock. Cuando la mujer despertó estaba desnuda, amarrada a una silla, con un dolor insoportable en su vientre. Los enanos le habían detenido la hemorragia con una venda y la habían dejado frente a su esposo que seguía inconsciente en la cama. Ricardo volvió a golpear con su martillo el cráneo del sujeto ante la mirada de su esposa. Los enanos sonreían. Ricardo continuó golpeando el cráneo hasta que los sesos se esparcieron por las murallas. Uno de los enanos le pasó un serrucho a Ricardo quien comenzó a cortar el brazo derecho del hombre. Jacobo, el mejor amigo de Ricardo, llegó a la habitación trayendo una olla caliente entre sus manos. Le hizo un guiño a su amigo que seguía aserruchando al hombre y vierte el agua caliente en los genitales de la mujer que muerde desesperadamente el bozal de su boca antes de desmayarse. Ricardo logra cortar el brazo derecho del hombre y salta con su trofeo mientras los otros enanos gritan de felicidad. Jacobo pregunta por Eneas que no está en la habitación. Ricardo dice que Eneas está entreteniéndose con la niña. Deciden ir a ver a Eneas mientras esperaban que la mujer volviera a estar consciente. Eneas estaba penetrando a la niña que estaba desnuda, de espaldas totalmente ensangrentada por los alambres
de púa dados hasta que la niña cayó desmayada. Jacobo tomó la sábana y la amarró al cuello de la niña mientras Ricardo trepaba por el armario hasta colgar la punta de la sábana en uno de los pilares del entretecho. Entre todos los enanos levantaron a la niña por el armario y la lanzaron al vacío para quedar colgando del entretecho. Mientras la niña gritaba tratando de sobrevivir los enanos jugaban a golpearla con los palos de la cama comparando a la niña con una piñata. Eneas fue el vencedor al lanzar su palo con alambre de púas que se incrustó en la pantorrilla izquierda de la niña mientras los enanos se abrazaban al ver cómo la niña babeaba mientras dejaba de moverse. De pronto, escucharon ruido en la otra habitación y corrieron a ver a la mujer que había logrado salirse de las amarras y saltó con martillo en mano como leona a atacar a los enanos. Jacobo recibió un martillazo en su boca destruyéndole gran parte de su dentadura mientras los otros enanos se abalanzaron sobre la mujer logrando botarla al suelo a pesar de los arañazos, mordidas y patadas que daba hasta que Ricardo le disparó en la cabeza. Jacobo enojadísimo arremetió contra el cadáver apretando los pechos de la mujer hasta desgarrarlos con sus garras. Los enanos aullaron como lobos y abrieron los brazos y piernas de la mujer mientras Ricardo procedía a clavar sus manos contra el suelo. Una vez culminada su misión, Jacobo y Ricardo lloraban de felicidad. Eneas señaló que lo mejor era huir antes de que amaneciera. Ninguno miró atrás una vez que salieron de la casa y se internaron por el bosque.
Día 37 Conferencia de prensa Mundial, Sede de la ONU. Amigos y amigas: Hemos visto con espanto y horror como los principios de nuestra civilización se han visto trastocados durante estas semanas por las atrocidades cometidas por la comunidad de enanos a nivel mundial. Ya no hay lugar seguro en este planeta en donde el miedo y el terror generado por estas inmundicias no aterren a los ciudadanos. Es por este motivo, que el Consejo de Seguridad Mundial, en conjunto con todos los líderes de cada nación hemos decidido tomar cartas en este asunto. Durante siglos hemos acogido a los enanos como parte de nuestra civilización. Se han dictado leyes ante discriminación, a favor de la tolerancia e integración. Hemos pedido perdón ante los pecados de nuestros antepasados pero aún así la escala de horror ha ido en aumento. Nuestra civilización humana está en peligro y hemos decidido actuar. Desde este momento declaramos la guerra a la comunidad de enanos que será manifestada en los siguientes puntos: a) Se autoriza a militares y civiles a capturar y asesinar a cualquier enano que conozcan o sepan de su paradero quedando impunes de ser juzgados por homicidio. b) Cualquier ciudadano que esconda a un enano será ejecutado junto con toda su familia por traición a la humanidad.
c) Cualquier matrimonio o mujer embarazada que dé a luz a un enano será juzgada como traición a la seguridad mundial y su castigo es morir ahorcada junto a su pequeña monstruosidad. No hay lugar ni espacio para la piedad, la seguridad del mundo depende de nuestra abnegada labor. Larga vida a la humanidad.
El muchacho se levantó de madrugada. A lo lejos se escuchaban los débiles ladridos de Satán, el doberman del señor Hinojoza, uno de aquellos hombres que no deberían haber nacido en este mundo. Y era la verdad, al pequeño muchachote de pelo ingobernable le causaba una molestia insospechable cada vez que veía a su vecino, a ese jubilado de unos setenta años, flaco, débil, tan pequeño, encorvado, lampiño y blanco como un glaciar prehistórico. En definitiva, el señor Humberto Hinojoza era la muestra viviente de todo lo que él detestaba. Bajó suavemente los peldaños de la escalera para no despertar a su madre. Sus hermanos dormían placenteramente. Tuvo que aguantar la respiración cuando el reloj del dormitorio de sus padres tocó una melodía de Chopin para dar cuenta al universo de que eran las tres de la mañana. -¡Chopin!, si tan solo fuera la marcha fúnebre – pensaba el muchachote mientras seguía descendiendo por los escalones. La decisión final de su plan la obtuvo tras haber visto hace unas horas atrás una película del holocausto. Otra más de tantas que había visto. Se preguntó entonces si tal vez tuviera alguna tendencia neonazi o fascista en su interior. De solo reflexionar sobre ésto le dio un ataque de risa que casi complica todo el plan gesticulado durante estas dos últimas horas en el devenir de su sueño. -¡Claro que no! – se repetía a cada
instante – tus pensamientos son independientes de lo ideológico y político, además, no hay semillas hitlerianas en tu sangre. Esta última frase casi reanuda el ataque de risas que a duras penas contenía con toda su fuerza de voluntad. Hasta que por fin llegó al primer piso. La casa estaba a oscuras. No había claros de luna ni fantasmas polstergeist ni apariciones paranormales. Se encontraba en el comedor de su casa meditando la mejor manera de ejecutar ese psicodélico plan de sus sueños infantiles y adolescentes. La verdad era que el señor Hinojoza siempre causó una gran admiración en su familia. Él era un viudo, un militante de las fuerzas izquierdistas que se formaron durante la dictadura de Pinochet. A sus hermanos les encantaban las historias de misiones secretas, aventuras, torturas y espionajes que contaba el viejo comunista acompañado de su fiel perro Satán que por cierto se llamaba Bobby pero era tan traicionero como el diablo. Tuvo intenciones de abrir la puerta de su casa para ir rumbo a su destino pero unos motivos lo detuvieron a último momento. Para empezar, tuvo una necesidad o mejor dicho un capricho de un pseudoasesino. Fue a la cocina, abrió la llave y el agua salió muy fría, tomó un vaso de agua y bebió placenteramente a pesar de que el agua tenía exceso de cloro esa madrugada. Posteriormente, seleccionó el mejor cuchillo para ejecutar su maquiavélico plan y recogió una servilleta sucia que su hermana Iris dejó tirada en el suelo a centímetros del basurero y la depositó en el cubículo. El muchachote detestaba la suciedad. El señor Hinojoza era eso, un cúmulo de
basura. Un hombre reducido a una pensión de gracia que contaba historias arcaicas y tan poco cercanas con la realidad actual. Lo que más odiaba del señor Hinojoza era esa exagerada expresión facial y kinésica de sus manos para concluir cada historieta que le contaba a cuanto niño quisiera escucharle. Siempre decía lo mismo: “No hay como antes. Ahora todo se reduce al dinero y el progreso. Antes se luchaba por la libertad y los ideales que ensalzaban al hombre”. Después callaba unos instantes para causar impacto y entonces gritaba con todas sus fuerzas: “¡Viva Allende!, viva el comunismo”. Su voz era espantosa, se asemejaba al crujir de las hojas resecas que los niños desmenuzaban con sus manos en otoño. Iba en estas meditaciones cuando casi tropieza con la señora Manuela, esa vieja gata que el señor Hinojoza le había regalado a mi hermana Iris. La gata dio un maullido prolongado que hizo temer al muchachote por el anonimato de sus futuros actos. La vieja felina no alcanzó a huir pues las manos del muchachote se posaron sobre su lomo para depositarla dentro del tarro de la basura. Todo lo que perteneciera al señor Hinojoza era un excremento, un vil excremento que debiera extinguirse. Con todo esto, el muchachote se retrasó en su propuesta inicial. Tras depositar el cuchillo en uno de los bolsillos de su casaca favorita dio los pasos necesarios para salir de la casa pero entonces descubrió que había un hombre, un extraño, un desconocido pero a quien no temía por algún motivo que no lograba
comprender. Aquel hombre se encontraba afuera del patio del señor Hinojoza. De lo que estaba seguro el muchachote era que ese hombre estaba ahí con un propósito determinado. Tal vez, tal vez también tenía una deuda pendiente con ese prototipo de hombre. Otra vez el muchachote se quedó ensimismado en sus pensamientos y no se dio cuenta del momento exacto en que aquel extraño hombre desapareció de su vista. ¿Habrá entrado en la casa del señor Hinojoza?, ¿Será un ladrón?, ¿Había un hombre realmente ahí o todo era fruto de su imaginación para intentar disuadirlo de su misión final?. - ¡No! – gritó – se tapó rápidamente la boca pero el grito ya se había prolongado por la casa. Se quedó callado unos minutos a la expectativa del menor ruido. Si bajara su madre estaría en graves problemas. ¿Qué podría decir un muchachote de quince años para que su madre no sospechara de que tenía un cuchillo en el bolsillo de su casaca?. De algo sí estaba seguro, sea como sea ese era el momento para llevar a cabo el destino escrito en las estrellas: El señor Hinojoza debía morir sí o sí. Por suerte, ninguna madre bajó por los escalones, ningún hermano bajó al baño o a tomar agua y quien sabe hasta ver televisión. Sin más dilatación abrió la puerta de su casa y la cerró con el mayor de los cuidados posibles. No tomó las mismas precauciones con el portón metálico que chirrió estrepitosamente. Con paso decidido cruzó la calle y abrió el portón de la casa de la
víctima. Algo extraño había en el aire. El Satán estaba tirado cerca de un manzano. Tantas veces había estado en la casa de este viejo que sabía con certeza que el señor Hinojoza siempre dejaba la ventana abierta del sótano. Iba rumbo al sótano cuando unos pasos que se acercaban lo obligaron a que se escondiera detrás de un tupido jardín de tulipanes. Al viejo comunista le encantaban los tulipanes. De pronto, una sombra se escabulló desde la ventana del sótano y pasó caminando rápidamente cerca del escondite del muchachote. Era un jovenzuelo de unos veinte años, respiraba agitadamente. Miró una vez más la casa de la cual había salido y posteriormente arrancó como una gacela. El muchachote lo estuvo observando hasta que desapareció de su vista. Algo le inquietaba. Salió de su escondite, el corazón latía a mil por horas, entró como un ladrón experto por la ventana del sótano y le importó muy poco el ruido que generó al destruir unos jarrones que tenían unos hermosos ramos de tulipanes, muy por el contrario subió corriendo los escalones y abrió la puerta del dormitorio del señor Hinojoza en sus manos tenía el cuchillo pero algo lo detuvo antes de empezar su trabajo. En su cara el señor Hinojoza yacía agonizante. Se encontraba totalmente desnudo con una multitud de heridas por todo su arrugado cuerpo. El señor Hinojoza lanzó un gemido de dolor y de su boca brotó una cantidad impresionante de sangre. Quien masacró al viejo dejó un mensaje en la pared. Un mensaje escrito con sangre que decía: “CERDO COMUNISTA”.
El muchachote soltó el cuchillo y las lágrimas se aproximaron a sus ojos. Una imagen de su infancia regresaba en esos momentos. Ahí estaba él cuando era un niño de siete años sentado en la cama del señor Hinojoza. Este le contaba historias de misiones secretas entre Santiago, Concepción y Valparaíso, las típicas historias. Pero el niño estaba llorando. El señor Hinojoza venía con un ramo de tulipanes en sus manos y se los entregó al niño. El señor Hinojoza estaba desnudo y en un acto inesperado besó la boca del niño, sus manos manosearon el cuerpo del pequeño hasta sacarle la ropa. El resto era una anécdota. Para qué recordar los gritos que daba el pequeño implorándole al señor Hinojoza para que dejara de penetrarlo, para qué recordar las amenazas del viejo con violar y matar a toda su familia porque era una vieja gloria del comunismo. Un hombre intocable internacionalmente. El muchachote gritaba nuevamente. Recogió el cuchillo del piso y le dio estocadas por todo su cuerpo. Las vísceras se reventaban y un olor nauseabundo cubría la habitación. Salió de la pieza y fue en busca de los tulipanes que estaban en el sótano, regresó corriendo como un endemoniado. Se desnudó y a duras penas volteó al viejo que estaba frío y desfigurado. Entonces, sin pensarlo, penetró al señor Hinojoza que estaba muerto desde hace rato pero nada le importaba al muchachote. Tenía una erección tremenda, la libido estaba por las nubes, tomó nuevamente el cuchillo y comenzó a escribir en la espalda jorobada del viejo comunista. Lloraba, gritaba, penetraba el cadáver, escribía en la espalda jorobada, reía como un loco
endemoniado con grandes carcajadas hasta terminar cansado recostándose en el lecho del señor Hinojoza. Cuando despertó ya era de día y el Satán aullaba como reconociendo la muerte de su amo. El muchachote se encontraba desnudo junto al cadáver. Estaba cubierto con la sangre del viejo y el olor a hiel era insoportable. Al levantarse de la cama descubrió que había una palabra escrita en la joroba del viejo: “¡PEDÓFILO!” – decía. El muchachote sonrió levemente y repitió la palabra en su mente. Sí, eso era el señor Hinojoza. Era un cerdo comunista, era un pedófilo. A duras penas volteó nuevamente el cuerpo inmóvil del viejo y acercó sus labios hasta besar la desfigurada boca del señor Hinojoza. Tal vez una última lágrima, quien sabe. Sí, fue cierto que miró por última vez el letrero que dejó aquella extraña sombra que asesinó al viejo. Leyó una vez más el “CERDO COMUNISTA” y sonrió. Después de todo – pensó – parece que sí había algo de fascista en mi sangre. Tomó el ramo de tulipanes que estaba en la alfombra y tulipán a tulipán fue comiéndoselos del tallo al pistilo hasta que un tulipán quedó a medio camino de ser devorado pues el muchachote ya no podía comer nada más. Ahí desnudo murió atragantado con la flor de la paz. Ya no odiaba al señor Hinojoza.
Y ahí estás, sentado tomando un café y unas tostadas. Tres de la mañana y aún sin dormir, insomnio la rutina te agobia, las deudas te acechan. Tu familia, tu esposa, tus hijos, tus amigos, tu trabajo, tus vecinos, cada uno de ellos, los que comparten el vagón del metro, los mismos de la fila del banco, del supermercado, de las compras navideñas. Vagas por las calles, vereda tras vereda, las luces de neón apagadas en la mañana, descansando, olor a salchichas, olor a frituras, olor a pescado, olor a orina, olor a sangre, olor a fiesta. Perros destruyendo la basura, perros persiguiendo a gatos, perros persiguiendo a otros perros, perro moviendo la cola, perro siguiéndome mientras deambulo por las calles. Gente acelerada, mujeres con bolsas de plástico, niños de la mano de su madre, niños saliendo del colegio, niños entrando al colegio, niñas besándose en la plaza, niños fumando marihuana en la costanera, niños peleando, niños jugando a la pelota en el parque, niña sacando a pasear al perro, quiltros ladrando, joven corriendo en el parque, ladrón corriendo con el celular en su mano, sirenas acercándose, bomberos, ambulancia, investigaciones, carabineros, accidente, incendio, peligro, amenaza, urgencia, caos. Chicle en la suela del zapato, piedras entre las ranuras del zapato, excremento en la suela, etiquetas, hilachas, pantalón arrugado, pantalón perfecto, inmaculado, pitillos, pata de elefante, negra, blanca, fosforescente, azules, rojos, de mezclilla, de cotelé, de lino, de seda, de esos semi transparentes. Música de fondo, rancheras, cumbia,
rock, reggaetton, trup, rap, onda disco, romántica, cebollera hasta cortarse las venas, k-pop, clásica, tango, cueca, folklore, música cristiana, evangélica, dios está aquí, está acá, no está allá, nunca con los pobres, con los necesitados, con los enfermos, con los inmigrantes. Un cigarrillo, dos, tres, una cajetilla, pasan las horas, ventanas que se abren, puertas abiertas, persianas extendidas, amantes discutiendo, amantes durmiendo, amantes despidiéndose, amantes separados, llamadas telefónicas, sonidos, paciencia, impaciencia, buzón de voz, llamadas equivocadas, baterías, cargadores, enchufes. Gafas, bloqueador solar, aceite de coco, minifaldas, chalas, bermudas, sombreros, transpiración, cremas, escote, bikini, zunga, polera, blusa, el amor nace en el verano, el amor obsesivo nace en el verano, el sexo nace en el verano, el amor se termina en el verano. Mandolinas, guitarras, panderos, faldas, vestidos, trajes, ternos, corbatas, micrófonos, acordeón, trompeta, saxofón, clarinete, la palabra de dios, la palabra del señor, la palabra de cristo, la palabra de Jesucristo, la palabra de la virgen, la palabra de la que fue virgen, de la que se hace la virgen, de la que quisiera volver a ser virgen. Nacimientos, embarazos, partos, hospitales, clínicas, matronas, padres, madres, hermanos, hermanas, la vida es un arcoíris, la vida es una tormenta eléctrica, la vida es una nevazón. Puentes, avenidas, señales de tránsito, silbatos, accidentes, semáforos, verma, acera, calzada, ciclovías, paso de cebra, ir y venir, rutas, peatones, tránsito congestionado, expedito, luz roja, luz amarilla, luz verde. Redes sociales, facebook, youtube, instagram, twitter, correo electrónico, libros, comics, novelas gráficas, un universo
inexplorado con la lectura, pero nadie lee, a todos engañan, no hay análisis, no hay crítica, no hay interpretación, nadie reflexiona, se desconoce la inferencia, nada se describe, todo se compara y se compara mal, en el país de las diferencias, abundan los idiotas, abunda el racismo, la discriminación, la xenofobia, la homofobia, el clasismo, sufre el inmigrante, el negro, el chino, la negra, la china, sufre el indio, el aymara, el mapuche, la voz se extingue, no hay comprensión de la realidad, nadie lee, pocos escriben, murió la ortografía, la estadística sobrevive, el progreso sobrevive, los sueldos disminuyen, la felicidad disminuye, la esperanza huye, el tren se aproxima repleto de obreros, a nadie le importa sus vidas, ni siquiera importan los nombres, sus hijos serán obreros, sus nietos serán obreros, sus bisnietos serán obreros, analfabetos, amantes de la pornografía, amantes de las tarjetas de crédito, amantes de los embargos, amantes de las viviendas sociales, amantes de las cantinas, amantes de golpear a sus mujeres, amantes de matar a sus parejas, amantes de la cocaína, amantes de multiplicar su barbarie, amantes de los dientes con caries, de la cirrosis, de los cuchillos en el vientre, de los moretones en el rostro, de los garabatos, de la basura, del caos. Es la supervivencia del caos. Bienvenidos a la jungla. El mundo gira y gira, nadie se detiene, menos por ti, el mundo avanza, como el desierto, como la envidia, como la muerte, como el cortejo fúnebre, como las violaciones, como el dolor, como la sangre de las arterias, la sangre de las venas, como los pasos apresurados, como el metro en horario de oficina, el transporte público transportando a hombres-sardinas,
taxi, uber, colectivo, nada se detiene en la vorágine de la ciudad, nadie se detiene por ti, nunca serás el centro de atención, nunca fuiste el centro de atención, no eres el centro de atención. Amigos que van y vienen como las olas del mar, deseos y sueños que oscilan como el viento de otoño, la muerte acechando, la muerte aproximándose, llevándose a los tuyos, pero no a ti, sigues vivo, sigues impávido, muerto de miedo, muerto de miedo, muerto de rabia, muerto de rabia, rabia, rabia, miedo, rabia, miedo, miedo, miedo, miedo, miedo y de pronto…
LA SUPERVIVENCIA DEL CAOS J. P. CIFUENTES PALMA se terminรณ de imprimir en el mes de enero del 2019 en los talleres de Opalina Cartonera
Los libros de la editorial opalina Cartonera SON OBJETOS DE ARTE COMPLETAMENTE ARTESANALES - fabricados con nuestras patas delanteras todos hechos con dedicaciรณn, delicadeza y amor
V OP!