Gente en tránsito / Paulina Correa

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Gente en trรกnsito

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Paulina Correa Opalina Cartonera 2018 Diseño y diagramación a cargo de Juan Canales Impreso en Laguna Verde-Valparíso, Chile por Opalina Cartonera Primera edición

“Colección Recolección” Contacto autor: jp.paulina@gmail.com Este libro se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas- 3.0 Unported

Se permite la reproducción parcial o total de la obra sin fines de lucro y con autorización previa del autor


Gente en trรกnsito



Puerto de Buenos Aires, un crucero listo para zarpar, cientos de familias argentinas avanzan en la fila, viejos, niños, gente en silla de ruedas, un bullicio propio de un panal, tenidas veraniegas. En medio una figura, ploma y demacrada, también va a embarcar, Marcos Martínez, chileno, 52 años, él, no va de vacaciones. Le toman, como a todos, una foto souvenir junto a un timón, Marcos aparece aferrado a él y cuando le piden sonreír, solo una mueca marchita le dibuja el rostro. Su tarjeta indica que tiene tratamiento VIP, pasa entre los primeros y sube el ascensor hasta la última cubierta, una vez allí se sienta en uno de los bares externos, frente a una piscina en la que no piensa sumergirse ni en broma, pide su primer whisky. De a poco la marea de pasajeros lo va invadiendo todo, él esperaba algo más al estilo Titanic, y tanto el barco como los ocupantes son de un tono más bien las Vegas, le molesta, pero no hay caso, los dados están echados. Buenos Aires se dibuja detrás, el sol le da un tono oro. Una voz de animador anuncia el zarpe, la multitud da vítores de alegría, las vacaciones comienzan.


Como hormigas la gente se apila en los comedores buffet, en las piscinas, ocupa las sillas para achicharrarse al sol, y claro, en el bar varios hacen el reconocimiento de sus nuevos mejores amigos, los barman. Marcos, displicente ante tanta alegría, se ubica en popa y ve como la estela del barco se aleja del puerto, el riachuelo café e insondable tampoco es muy cinematográfico, pero que importa, esta es su propia historia, y apoyado en la baranda espera ver caer el sol. Se anuncia un ensayo de evacuación y la multitud obediente se agolpa como si la vida le fuera en ello, Marco se deja arrastrar, sospecha que no está donde debe, pero igual le encajan un chaleco salvavidas, un pito en la boca, y escucha las instrucciones del marino. El bote salvavidas que tienen colgando enfrente se ve moderno pero calcula en una rápida operación que de ser verdad, no habría espacio para todos, y que desde luego el aire frívolo de los pasajeros, se volvería un sálvese quien pueda a golpe limpio. Luego del ejercicio, todos pueden por fin ir a sus camarotes, Marcos encuentra que es lo más parecido al folleto de todo, un pequeño balcón, solo para él, sus maletas ya instaladas. Nadie podría sospechar que en ese equipaje va toda su vida.


Una ducha caliente, una bata que le queda algo crecida y un trago del mini bar, se queda mirando el mar, hasta que no ve luces a lo lejos. Ahí no hay comunicación posible, no ha contratado internet, nadie sabe que está a bordo, si salta por el balcón se darán cuenta en el próximo puerto, en varios días, al hacer recuento de pasajeros, en esa mole llena de gente es invisible. Decide recorrer el barco, un largo y claustrofóbico pasillo va de popa a proa, en un teatro un sujeto en traje de luces explica a la multitud las reglas de viaje, en los restaurantes la gente come y come, entra al casino y los parroquianos ya están instalados. Compra fichas, acaricia el paño verde, elige los números y la ruleta da vueltas, gana, gana de nuevo, lo apuesta todo al negro el ocho, ignora a la gente a su alrededor, el croupier llama al jefe de sala con un gesto imperceptible, sin duda lo acaban de catastrar entre los que serán habituales, la bolita salta y gira sin prisa, negro el ocho, se levanta, le da una ficha al croupier, profesionales, dice el hombre, agradecido, Marcos se va con sus fichas sin mostrar mayor alegría. Tres meses piensa, y sale a la luz de la luna, el viento mece la nave, y él arroja las fichas por la borda. Los argentinos son reemplazados en Rio por brasileños, y luego éstos en Cartagena por colombianos, Marcos sigue a bordo.


Fernando, el filipino del bar central ya lo saluda por su nombre, y sabe qué va a pedir, conversan en un inglés sembrado de español, nada muy concreto, todo a la altura de la metafísica de una barra de bar. Fernando lleva años en los barcos, y sabe que no es bueno preguntar, sobre todo a los pasajeros que, como Marcos contratan la vuelta al mundo, esos siempre son misterios que es preferible no develar. El viaje pasa por su etapa transatlántica, menos pasajeros, Marcos se entretiene en la biblioteca del barco, espacio casi virgen, donde las hordas no llegan, salvo algunos ancianos europeos que van de vuelta a su hogar. Ha perdido la noción del tiempo, sin teléfono a la mano, sin más horas que las de comida o un masaje en el spa, comienza a sentirse inquieto, en la medida que el barco se acerca a Marruecos sabe que empieza lo desconocido para él, y el momento de tomar decisiones. La llegada a Tánger es todo lo pintoresca que pensó, los vendedores rodean a los pasajeros , los acosan, él se escabulle, recorre todo alejado de los turistas, examina el lugar, es intenso, lleno de colores, aromas, sonidos, el calor le pega la ropa a la piel. Luego de algunas horas vuelve al barco, no es el lugar, no ahí. Barcelona, Marsella, Livorno, Atenas, nada, siempre la misma rutina, baja recorre, vuelve al barco, el tiempo se acaba.


Cuando tomó la decisión tres meses parecían mucho, más que suficiente, y sin embargo ya habían pasado dos. Nunca se comunicó con nadie en Chile, y las pocas veces que creyó identificar a otros chilenos en el barco o en la calle los eludió. El barco está anclado recibiendo mantención, Marcos repasa el itinerario que queda, las posibilidades se agotan, y luego ¿qué hará?, durante el trayecto ha tratado de no hacerse notar, pagó todo al inicio, no hizo amigos, sin ruido presenció la rotación de empleados y pasajeros, en cierta forma seguía invisible. Cuando contrato el viaje todo parecía fácil, conozca el mundo en tres meses, decía la empresa de cruceros, un click y había elegido la fecha, otro y había pagado con cargo a su tarjeta en veinticuatro cuotas. El otro plan, el que solo él conocía, era el que se había vuelto difícil de ejecutar, cada vez pensaba que al bajar sentiría ese aire plácido que lo llamaría a bajar su maleta, a quedarse en ese puerto, a buscar una nueva vida, sin pasado. Pero su legión extranjera se volvió un mito, el día del desembarco final sentía terror, no volvería a Santiago, en realidad no tenía dinero para hacerlo, menos daría señales a su familia a la que nunca le importó, una mujer egoísta que nunca lo quiso, unos hijos que ya hacían de su vida adolescente el centro del mundo.


Marcos Martínez, 52 años, chileno, se prepara para desembarcar, Lisboa última parada, en la fila de salida sus maletas, un frío en la espalda. Martínez cambia de fila, mira el crucero de frente y cuando llega su turno un empleado le pasa una ficha de postulación, duda, pero al final pone croupier. Es de noche en el Atlántico, negro el ocho, gana la casa, Martínez sonríe y acaricia el paño.


La luz de la luna cae sobre el barranco, victoriosa en su belleza, frente al tosco resplandor del centro comercial. Larco parecía la antesala al paraíso. El mar era el mismo que había visto hacía unos años, incluso el balcón desde el que miraba el ir y venir del mar sobre las piedras. Abajo, el tráfico de la carretera era incesante, sin embargo había paz. Se sentaron en una banca y tomados de la mano guardaron silencio, no había necesidad de palabras, todo era perfecto. Solo al caminar hacia la avenida, la vista al interior de un restaurant, una mesa vacía ahora, le recordó el pasado, pero se defendió tornando la vista hacia los ojos de él, que entusiasmado miraba aquella ciudad por primera vez. Elisa llevaba dos décadas de matrimonio, casada por todas las leyes posibles, unida a su marido por créditos comunes, historias mal contadas y unos hijos ya mayores. Había entrado a esa edad en que las mujeres lucen pequeños resabios de juventud en el rostro, y comienzan a proyectar lo que serán de ancianas. Un ser inofensivo, y que parecía tener un futuro predecible. Había cumplido con esmero los mandatos sociales, trabajaba, había criado a sus hijos, y había


soportado con altura a un marido tradicional que le daba un trato administrativo y agrio. Siempre había querido conocer el mundo, pero estaba muy ocupada en su rutina, salvo aquel año en que por el aniversario de matrimonio había ideado un viaje, era solo un fin de semana, toda la emoción que podía imaginar. Pedro no había querido, costó convencerlo, ella había comprado el paquete de vuelo y alojamiento, Lima quedaba a pocas horas, pero se veía como una gran aventura para darle aires de celebración al aniversario de su boda. La cena frente al mar había transcurrido llena de lugares comunes, Pedro miraba su celular y enviaba mensajes a Santiago, y omitió toda alusión al aniversario, Elisa sacó de su bolso un paquete de regalo con un reloj, que Pedro recibió bromeando, le parecía como los presentes de empresa por años de antigüedad, lo guardo sin darle más importancia y terminaron de cenar. Al día siguiente, Pedro decidió hacer el vuelo en parapente frente al barranco, en su juventud lo había hecho en Iquique, entusiasmado le paso a Elisa sus cosas y se puso el equipo, rechazó la idea de lanzarse con un guía, él sabía lo que hacía. Mientras él esperaba su turno para despegar, Elisa sintió la vibración del celular de Pedro, miro la pantalla y comenzó a leer, absorta, justo alcanzo a levantar la mirada cuando Pedro se ponía en el punto de partida, corriendo se acercó y le dio un abrazo en


medio de los cables y arneses, él la aparto bruscamente, estaba ansioso por saltar. Elisa lo vio planear, y espero. Lima es bonita de noche, él se deja guiar por Elisa, ella es su guía, han comido cosas deliciosas en este primer día, hicieron el amor cada vez que fueron al hotel, compraron recuerdos y se quedaron dormidos en la playa casi vacía. Se habían conocido hacía unos meses, ella había tomado clases de guitarra con él, pequeña, vivaz y divertida lo había cortejado, él se dejo querer y ahora estaban juntos. Lo animaba, le daba ganas de hacer cosas nuevas, habían viajado a Lima para celebrar su cumpleaños. Quizás ella era un poco aprehensiva, porque no lo dejo lanzarse en parapente, pero era una ternura, el reloj que le regaló era hermoso y no se lo sacaría más, tal vez ésta vez había encontrado a la mujer correcta, sus hijos ya eran mayores, él separado y ella viuda ésta era una nueva vida para los dos.


Son las cuatro de la madrugada, la hora más oscura del planeta. La frase no es mía, pero lo cierto es que esa es la hora y mi departamento está profundamente oscuro. Llevo un rato sentada en el viejo sillón de mi madre, inmóvil, los pies sobre la mesa de centro. Reconozco que cuando ella murió no quería traerlo conmigo, sin embargo era parte de mi niñez, mudo testigo de demasiados momentos de mi vida, la mayoría terribles. Es cierto, algo de masoquismo me impulso a traerlo, igual que los otros objetos que finalmente rescate, lo demás se regaló todo. Ese día el desfile de cosas que salieron del departamento fue infinito, la ropa, su ropa, como el vestuario de una obra que terminaba, zapatos que la habían acompañado en su paso ágil y decidido, tacos altos, bamboleantes y sinuosos cuando ella quería. Patadas firmes que me llegaban en mi cuerpo de niña, junto a insultos aún más firmes de su boca, pintada con rouge de colores sólidos, marcados. Amor de madre, lo pienso en medio de la oscuridad, veo sus ojos verdes y felinos y un escalofrío recorre mi espalda.


Sobre la mesa, los anillos que ella usaba, el sutil brillo del oro, el resplandor de los brillantes, recuerdo el roce sobre mi mejilla, un golpe tras otro. Santiago no despierta aún, me visto y salgo a la calle, el taxi me lleva rápido en medio de la ciudad desierta. Las cuentas claras, el deber ser, el perdón, todo junto me da vueltas. Llego a mi destino, ya va a clarear, me cuelo con los trabajadores que entran a esa hora, el cementerio general está en paz, aún no hay deudos ni recién llegados. Conozco el camino casi a ciegas, trato de evadir los insectos que a esa hora se adueñan del piso, apuro el tranco y paso sobre ellos, a lo lejos veo la tumba familiar. Bajo el castaño diviso la lápida, los nombres escritos, mis abuelos, mi madre. El sol sigue sin salir, siento un frío horrible, miro fijamente esa losa bajo la cual está toda mi familia, y bajo la no quiero estar jamás, la idea de pasar mi muerte junto a mi madre sería un espanto eterno. Presiento que mis abuelos tratan de contenerme, como entonces, de impedir que le diga todo lo que pienso de ella, que declare aquí todo el odio que puedo tener por tu amor de madre, por esa locura tuya, por esa vida de familia que nunca fue. Hablo, hablo y lloró, y te digo todo lo que siento y sentí, tengo miedo de que salgas y me ataques,


enceguecida como siempre en tus propias agonías, miedo. Cuando termino, ya clarea, no me quedan palabras. Comienza a llover, las hojas vuelan, el viento pasa raudo por las calles de la muerte. Espero, no sé qué, ya no hay nada, comienzo el retorno lento y pesado hacia la salida, la lluvia recrudece, un trueno vibra en el cielo. Mis zapatos se llenan de lodo y agua, me encamino por el patio histórico, el pelo y el cuerpo empapado, un segundo trueno seguido de un rayo, el viento arrecia, me apresuro, doblo camino a la salida, me apego a los mausoleos para escapar de la lluvia. Un segundo, solo un segundo, un gato pasa entre mis piernas, pierdo pie, caigo, siento el aire helado rozarme, caigo y un dolor seco me recibe en el suelo, siento pánico, la sangre calienta mi cuerpo, la reja me atraviesa, grito, nadie me oye, no quiero perder el sentido. Amor de madre, el gato esta junto a mí y lame la sangre de mi herida, esta vez me oíste al fin.


La forma es el fondo. La frase la repetía mientras la ingresaban a pabellón, la bata de la clínica le daban un aire aún más triste que lo normal, peor, se veía algo ridícula, la forma es el fondo. La entrevista final había sido vía video conferencia, ella había puesto todo su empeño en dar las respuestas correctas, en parecer la más adecuada para el cargo, y lo logró, eso sumado a su curriculum, y el informe del head hunter, había sido contratada. El primer día que la subdirectora entró a su oficina y la vio, quedo horrorizada, una exclamación de desagrado salió de su boca antes de cualquier saludo. Era gorda, la ropa le quedaba estrecha, su cara mofletuda no tenía ninguna gracia, y sus ojos tenían algo de perruno, se había cometido un error, no debía estar ahí. Para desgracia de ambas, debían trabajar en coordinación. Sin importar el contenido de sus informes, el desagrado de tener que comunicarse con esa obesa mórbida, movía a la subdirectora a devolverle todo lleno de enmiendas, o a llamarla a gritos por el anexo, un ser de ese volumen no podía ser inteligente, ni eficiente, evitaba verla, y si lo hacía no ocultaba su antipatía. Marta por su parte eludía cualquier tipo de encuentro con la subdirectora y ponía el máximo empeño en hacer su trabajo bien. Sin embargo también era una jefatura, y debía ir a reuniones comunes.


Fue ante una mesa de trabajo con una contraparte de la empresa, que a Marta le impidieron entrar por primera vez, había entregado su informe a los asistentes, era su tema, pero la subdirectora le cerraba el paso, no asistiría, no era conveniente. Su aspecto daría una mala impresión corporativa, debía agradecer que no la hubieran despedido, pero no podía ser parte de la imagen de la empresa, la forma es el fondo, le dijo la mujer, cerrando la puerta en sus narices. En el ascensor miró su imagen, un traje sastre azul recto, la blusa con los botones en tensión, las solapas tapando con esfuerzo su pecho, sus pequeños pies enfundados en unos zapatos planos y escuetos, claro, no tenía nada que pudiera considerarse elegante ni hermoso, se bajo en su piso, y espero a que alguien le comentará el resultado de la negociación, que se suponía tenía a cargo, pero no ocurrió. Pronto nadie la invitaría a reuniones, las comunicaciones por correo eran su nexo con los demás, el Director no la llamo más a su oficina, y solo a veces le hablaba por teléfono. Sin ser convocada para nada público, aniversarios, juntas o eventos, su vida pasaba entre el hall de ingreso y su oficina en el piso 17, en que luego del saludo ritual de la secretaria, no tenía más contacto humano. El equipo que se le había asignado, no había tardado en darse cuenta que su nueva jefa no tenía peso alguno y le negaban autoridad.


Sentada en la azotea del piso 18, pasaba las horas de almuerzo sola y meditando qué hacer, mordisqueaba un escuálido quesillo light y volvía a su puesto de trabajo. Marta no era feliz. Arropada en un abrigo negro, comenzó a irse a pie a su casa, había visto que recomendaban la caminata para perder kilos, pero salvo algunos resfríos y un esguince de tobillo nada logró. Se inscribió en un gimnasio, pero el instructor temió que tuviera un ataque ante el menor esfuerzo, y le recomendó no seguir hasta bajar de peso. Sola en su casa y bajo la mirada de su gato, puso en bolsas todos los alimentos que le parecieron calóricos y se los dio al conserje, iniciaría una vida nueva, no recibiría más ofensas. Pero el cuerpo humano no es lógico, y salvo unas ojeras y un aire aún más triste, nada aporto la dieta. Comenzó a subir por las escaleras a su oficina, en la soledad de la caja de escalas evitaba además encontrarse con su persecutora, al llegar al piso 17 estaba agotada, la ropa humedecida, el pelo en desorden, no, tampoco era la vía. Esa mañana la subdirectora la llamó, y comenzó a gritarle, el tema no era relevante pero pronto pareció grave al escucharla, Marta salió rápidamente y sin esperar el ascensor bajo por las escaleras para poder llegar rápido a otro piso, en que esperaba solucionar el problema.


La encontró personal del aseo, no sabían cuánto rato llevaba ahí, la ambulancia de la mutual se la llevó, y solo su secretaria estuvo allí para proporcionar sus datos. En el piso 17 el anexo sonaba, la subdirectora preparaba su artillería por la demora inaceptable de Marta, que ya no le iba a contestar.


El maletín nunca había sido usado, se mantuvo en un mueble desde que ella lo compró el año 2007. Entonces había entrado a una marroquinería exclusiva y lo había elegido, negro, de cuero trabajado, con finas terminaciones y un diseño moderno. Lo adquiría como parte de los preparativos para un cambio de vida que nunca llegó. Iba a ejercer por su cuenta, tal vez iba a ser Fiscal, iba volar lejos de su realidad de entonces. El maletín se mantuvo dentro de una suave bolsa de tela cruda, vacío y con la llave puesta. Varias veces pensó en regalarlo, pero como una cábala pensaba que si lo hacía, su vida laboral tendría el cambio que no tuvo entonces, y lo necesitaría. Fue el 2014, en que sin pensarlo, el maletín comenzó a tener un contenido, primero tímidamente, luego con entusiasmo, pero esta vez con llave. Margarita ha trabajado treinta años de su vida, ha sido buena madre y esposa, amiga dedicada. Estamos en junio de 2018, y hoy como todos los días a las siete y media de la mañana, ha salido con su perro a dar la vuelta a la manzana, antes de ir a trabajar. Son las siete y cuarenta y cinco, cuando un bus que esquiva a unos manifestantes en la esquina, se sube a la vereda y sin más trámite atropella a Margarita, que


muere ante la mirada horrorizada de su mejor amigo, su perro. El tránsito se corta y Margarita es colocada bajo una lona, mientras un noticiario cubre el accidente culpando de todo a los organizadores de la marcha. Santiago, el marido de Margarita, ha impedido a sus hijos acercarse, y él mismo que le tiene horror a la sangre, solo lo ha hecho forzado por el policía que le pide la identificación inmediata. Margarita luce integra, con esa placidez y dulzura que la caracterizó siempre, el golpe le arrebató la vida, pero no la calma. Ese mismo día, al atardecer, Santiago, entró en una agencia de la BMW y se compró la moto de sus sueños, el seguro en su favor cubriría demás la compra. En casa, Anita y Roberto se miraban aún perplejos, con esa desorientación que en los adolescentes es aún más profunda, y los deja en un mutismo total. Carmen, la empleada que lleva veinte años con ellos, los abraza. Han pasado dos días y el sepelio se ha programado para el día siguiente. La suegra visita a su hijo y nietos, aprovecha de examinar el ropero de Margarita, y da instrucciones a Carmen de prepararle una maleta con lo seleccionado, al final tenían una talla cercana. Carmen se sienta en la cama y llorando comienza a guardar las cosas que se llevarán, a su lado el perro huele las telas como último homenaje a su amiga.


Anita está dentro del ropero, a medio vaciar, como siente su vida ante la repentina muerte de su madre, unas mangas le caen sobre la cabeza, apoya la cabeza en el estante, y al levantar la vista, ve el maletín. Carmen entra al ropero y se sienta junto a Anita, el patrón ha salido, y Roberto está encerrado en su pieza, no habla con nadie. Conversan como cuando la niña era pequeña y se escondía ahí, Carmen levanta la mirada y ve el maletín. Al día siguiente es la ceremonia, Santiago recibe muy serio las condolencias, a su lado su madre saluda a todos, para ella es un evento social, luce al cuello uno de los collares de Margarita. Anita está junto a sus compañeras de colegio, llora y escribe mensajes en su teléfono. Roberto está fuera del salón, está fumando hierba, la mirada concentrada en un horizonte imaginario. Margarita está ubicada al centro, a su lado Carmen musita una oración. El maletín negro está en una banca. La ceremonia es corta, la familia y los más cercanos siguen al lugar del entierro, el prado es verde, los árboles tienen colores de otoño. El maletín está cerrado, no queda más que romper la cerradura. Carmen se acerca y le entrega la llave al hombre, ambos se sientan en una banca lejos de los deudos, hay pequeños recuerdos, flores secas, repasan las fotos,


Margarita y ĂŠl en Buenos Aires, en la playa, en el campo, Margarita riendo, siempre feliz.


Nunca quiso tener hijos, ser esposa, ser virgen, ni mártir. Sentada en el salón de honor de la universidad que había sido la suya, miraba desde la testera como el público iba llenando el lugar, la conciencia de que iban para oírla la halagaba, pero al mismo tiempo la llenaba de dudas. La responsabilidad sobre sus afirmaciones, más allá de su peso académico, podría incidir sobre las vidas de sus oyentes, tal vez, como en su juventud en ella, el pensamiento de sus maestras. Eugenia había hecho elecciones en la vida, y no era casual que estuviera en esa posición aquella noche. Entre el público Marcia, profesora de la Facultad de Humanidades, se acomoda procurando pasar desapercibida. No es nuevo, su vida entera ha sido un camuflaje de sobrevivencia. Bordeando la cincuentena, Marcia hace año tras año los mismos cursos, navega por lo autores más calmos, muestra a los estudiantes las teorías desde un punto neutro, sin aventurar una elaboración propia. Sus aspiraciones, en su pequeña oficina de la universidad, son seguir ahí hasta la jubilación, y no tener sobresaltos en la vida.


Sin embargo, la clase magistral de la profesora Eugenia Veliz ha venido a desestabilizar su mundo. Primero fue el anuncio de que la conocida académica vendría en otoño, el asunto aunque lejano, se incrusto en su pensamiento, y como un tumor, creció con los meses, al punto en que la noche previa a la charla no pudo dormir. Se había tranquilizado a sí misma, pensando que en realidad bastaba con no asistir, pero era una mentira. Sabía que iría a verla. El salón ya está lleno, las presentaciones de rigor se suceden, el Decano hace un discurso en que repasa las contribuciones de la profesora Veliz a la filosofía, menciona sus libros más relevantes, y desde luego enuncia los principios básicos de su teoría sobre la libertad y el ser. Los estudiantes murmuran expectantes cuando Eugenia toma la palabra y comienza su exposición, es un hito ver a una autora que es cita obligada, y que hace décadas no venía a su país. La voz transporta a Marcia a otro tiempo, recuerda cuando ambas eran compañeras en la universidad, entonces Eugenia ya sostenía en germen las ideas que ahora desarrolla, sin miedo las exponía a los profesores, que en su mayoría las rechazaban de plano. Eugenia Veliz habla con soltura, convicción, su mirada se pasea por el auditorio, allí hay varios profesores con lo que ha sostenido correspondencia y que ahora conocerá en persona, algunos otros mayores, que le


hicieron clases, y que seguro la recuerdan como un dolor de cabeza. Mientras habla examina los rostros de los alumnos, la nostalgia de su propia juventud la distrae por un segundo, y entonces ve a Marcia en la penumbra del salón. Nada sabía de ella en años, desde luego era probable que estuviera haciendo clases ahí, pero nunca había leído nada de ella, ni la habían mencionado otros profesores, pero claro, estaba ahí. Marcia queda congelada, siente la mirada que la examina, piensa en retirarse, pero le parece infantil y además teme llamar la atención. El salón es el mismo en que Eugenia dio su examen de grado, ella recuerda que entonces Marcia estaba, igual que ahora, en un rincón. Ella había defendido ante la comisión sus puntos de vista, Marcia mientras estudiaban, le había rogado que no lo hiciera, que podían reprobarla, pero finalmente tras la deliberación había aprobado. Luego, al retirarse la comisión, habían quedado largo rato a solas hablando. Eugenia remata su exposición de manera magistral, los aplausos se suceden por la entrega de una distinción, las autoridades y alumnos rodean a la homenajeada, mientras de lejos Marcia observa. Recuerda que entonces, Eugenia postulaba a una beca a Europa, al menos dos universidades podrían aceptarla, y le proponía que partiera con ella.


No acepto. Marcia argumentaba que querĂ­a hacer una carrera en la universidad, reconocimiento, oportunidades que la inevitable discriminaciĂłn le iba a cerrar. La gente va dejando el salĂłn, la profesora Veliz avanza con el Decano hacĂ­a el vino de honor, saluda amable a todos, Marcia se mantiene a distancia. Toman fotos, Eugenia toma con delicadeza del brazo a una joven europea que sigue al grupo, la pone a su lado en la toma para el diario, los alumnos comentan que es la pareja de la profesora Veliz. Marcia se pierde en un pasillo de la universidad.


El avión se mueve, unos pocos despiertan, otros se dejan llevar por el sueño. Siempre le tuve miedo a la vida, no me explico cómo estoy aquí, en viaje a un mundo desconocido, dejando atrás todo lo que había construido con esfuerzo. No duermo en este vuelo me siento en estado de alerta, más que por el trayecto, por el aterrizaje. Ayer nos despidieron los amigos y la familia, todos repetían que era una tremenda oportunidad, la experiencia de nuestras vidas, que al retorno de la beca seremos disputados para los mejores empleos, el mundo nos abrirá sus puertas al éxito. Sin embargo estoy inquieta. Mario duerme a mi lado, su sueño es tranquilo y profundo, él siempre quiso hacer esto, salir del país, viajar, escapar a la rutina que el destino le tenía reservada, hacerse viejo en medio de la multitud oscura de oficinistas. Nos casamos hace un año, justo después de que murieran mis padres, la soledad y mi miedo me llevaron directo al altar, paso previo antes de la aventura de estudiar fuera. Mis intentos de resistir fueron vanos, mi empleo era bueno, con proyección, pero me convenció con el argumento final, él quería vivir fuera y era en este mundo la única persona que tenía a mi lado.


La pantalla muestra cómo el avión se acerca a destino, ya no hay vuelta. El aeropuerto es inmenso, paso los controles, una, dos, tres veces, me piden los papeles de aceptación de la universidad, el comprobante de la beca, los certificados médicos, me indican la comuna a la que debo ir para registrarme. La funcionaria me mira con condescendencia, modula cada palabra como si yo no entendiera el idioma, al final logro pasar. Mario me espera con las maletas, él paso rápido. Blanco con aspecto europeo, parado ahí, parece ser de aquí y no venir conmigo. Tomamos el metro que sale del aeropuerto, miro mi maleta y veo cómo mi vida cabe en tan poco. Hace frío, la parka me protege apenas, asumo que aquí el frío es distinto. Debemos cambiar en tres paradas para llegar a la estación de trenes de la que saldrá el que nos llevará a la universidad, está oscuro y son las cinco de la tarde. Me acerco a una señora para preguntar la dirección correcta del andén, ella me mira asustada, me dice que no tiene monedas y sale caminando a prisa, quedo helada, ni siquiera me oyó. Mario está parado con las maletas, no habla bien el idioma, espera que yo logre comunicarme. Finalmente unos jóvenes me ayudan, logramos embarcar.


El viaje ha sido agotador, por la ventana se ven bosques inmensos, rotondas lejanas, un horizonte plano. Lo imaginaba distinto, en mi mente el primer mundo era una sumatoria de ciudades efervescentes, edificios altos, modernidad. No es el sueño americano, es otro. Llegamos a destino, la ciudad se ve vacía, poca gente en la calle, ahora debemos ubicar los alojamientos estudiantiles, pero esto es inmenso y el mapa que recibimos es parcial. Tomamos un bus que parece ser el correcto, pero al bajarnos el entorno no es universitario, es un barrio que se ve marginal, Mario está nervioso, se siente mal y pasa a un baño público en una plaza, yo lo espero en una banca. Pienso en mi casa, que ya no existe. No los sentí hasta que se pararon ante mí, al principio no entendí lo que decía el hombre que me interpelaba. Estaba borracho, luego al patear las maletas dijo, vuelve a tu país mierda. Los otros lo festejaban, acercó su rostro al mío, me insultaba, no sabía de dónde venía pero me odiaba. No moví un músculo. Exasperado, me zamarreó por los hombros y siguió gritando. Caí al piso, sentí la primera patada en el estómago. Desde el suelo vi a Mario parado a unos metros, otra patada en la espalda, ahora son dos los que me golpean, el otro se vuelve a Mario y le dice que se vaya, que no es su asunto. No se imagina que anda conmigo.


Lo llamo, grito su nombre, le pido ayuda, Mario se da la vuelta y lo veo perderse en la oscuridad. Por suerte para él los hombres no entienden español, ni suponen que ese hombre que se aleja es mi marido. Despierto en el hospital varios días después, la enfermera habla flamenco, no la entiendo, traen a una joven que me habla en árabe, creen que soy marroquí, les explico en francés que soy chilena, que venía a estudiar un postgrado. Me dicen que me encontraron moribunda, sin nada, ni maletas ni papeles, que me violaron, que tengo lesiones graves, que aún estoy en riesgo vital. Llega un agente de policía, me pide mis datos, me pregunta si conozco a alguien en Bruselas. No, a nadie, contesto. Llamarán al Consulado de Chile, debo esperar. Zaventem es un aeropuerto inmenso, ahí parada solo tengo la ropa que me llevó la funcionaria del consulado y mi pasaporte nuevo en la mano. Falta poco para embarcar, miro mi imagen en una vitrina, han pasado dos meses desde que llegué, me veo mayor o me siento así. Vuelvo, si es que posible ahora volver a lo que fui. Mario se queda en su vida, sale de la mía, quizás al final me pasó algo bueno.





Gente en trรกnsito de Paulina Correa se terminรณ de imprimir en el mes de octubre del 2018 en los talleres de Opalina Cartonera


Los libros de la editorial opalina Cartonera SON OBJETOS DE ARTE COMPLETAMENTE ARTESANALES - fabricados con nuestras patas delanteras todos hechos con dedicaciรณn, delicadeza y amor

V OP!





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