Déjame que te cuente I

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DĂŠjame que te cuente I Cuentos en torno a nuestra ciudad


Déjame que te cuente I Municipalidad de Lima © Carlos Calderón Fajardo © Guillermo Niño de Guzmán © Carlos Rengifo © Alina Gadea © Ricardo Sumalavia Francisco Gavidia Arrascue Gerente de Educación y Deportes José Carlos Juárez Espejo Subgerente de Educación Alex Alejandro Vargas Jefe del Programa Lima Lee Selección y edición: Miguel Dante Ildefonso Huanca Ilustración de portada e interiores: Daniel Maguiña Contreras Diagramación: María Fernanda Pérez Díaz Cuidado de edición: José Miguel Juarez Zevallos Editado por: Municipalidad de Lima Jirón de La Unión 300 - Lima www.munlima.gob.pe Publicación de distribuición gratuita Prohibida su comercialización Primera edición, octubre 2016 Tiraje 10,000 ejemplares Hecho el Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú N° 2016-14888 Impreso por Editorial Roel S.A.C. Pasaje Miguel Valcárcel Nro. 361 Urbanización San Francisco - Ate, Perú


Presentación La narrativa peruana contemporánea está considerada entre las mejores de Hispanoamérica con autores, como Ciro Alegría, José María Arguedas, Oswaldo Reynoso, Mario Vargas Llosa, Julio Ramón Ribeyro, Manuel Scorza, Miguel Gutiérrez y Alfredo Bryce Echenique. Podríamos mencionar a más escritores que en su conjunto han construido la visión de un país que se caracteriza por la pluralidad, autores como Antonio Gálvez Ronceros, Augusto Higa, Óscar Colchado o Alonso Cueto (siguiendo en la nómina de algunos de los mayores). Dentro de este trabajo con la ficción literaria, el tema de la ciudad de Lima se erige como un reto al intentar retratarla. Lima puede ser varias ciudades y culturas, que quieren hacerse una y en un solo tiempo. Y es lo que encontraremos en las historias presentadas en este libro que reúne a cinco importantes narradores en la actualidad. Agradecemos a los autores que colaboran en esta colección y ayudan a promover la lectura de nuestros vecinos. Sin su apoyo no hubiera sido posible que este proyecto sea una realidad.



Carlos Calderón Fajardo (Juliaca, 1946 - Lima, 2015)

Fue sociólogo de profesión, graduado en la Pontificia Universidad Católica del Perú. En su vida como escritor publicó, entre otros libros, La conciencia del límite último (1990) y El fantasma nostálgico (que le valió un lugar en la final del Premio Tusquets de Novela en España 2006). Entre sus reconocimientos están el primer lugar en el Concurso de Cuento José María Arguedas 1974, primer puesto en el Concurso Unanue de Novela con La colina de los árboles 1981, el Premio Gaviota Roja de Novela 1984 con Así es la pena en el paraíso y el Premio Hispamérica de Cuento 1985 organizado por la Universidad de Maryland, teniendo como jurado a Roa Bastos, Mario Vargas Llosa y Julio Cortázar. Falleció en 2015, dejando un legado inmensurable a través de sus obras.

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En una época en que ya casi nadie usa sombrero

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Si el día de la mudanza me hubiera metido a un cinema estaría sentado cerca al ecran con las piernas levantadas sobre una de las bancas sin tener que caminar por las calles como un imbécil que husmea en el vestíbulo de los cines, mirando a las mujeres desnudas y los anuncios. Antes de echarme a caminar tengo que proponerme un punto de llegada y calculo el tiempo que puedo emplear. Caminar a paso largo parándome en los cines para ver las fotografías de mujeres desnudas o corriendo una cuadra y caminando otra media hora más o menos, desde Surquillo hasta el Parque Salazar, a grandes zancadas y balanceando el cuerpo (así camino yo). El Parque Salazar puede ser uno de los tantos puntos de llegada. Otro punto es el parque Marsano, los soldados de franco, la gente que se embarca en colectivos que van al puerto, al Callao; allí están aglomeradas las sirvientas que estudian en la nocturna y se “hacen la vaca”. El Cine Marsano y las fotografías de las películas en el vestíbulo. Los cines de Miraflores que sirven para huir de las mudanzas. Cuando mi familia se mudó a Surquillo (hace poco que nos hemos mudado a Surquillo), llegamos en un camión. Los cargadores dejaron nuestros muebles y los catres en la vereda. Yo sentado en un sillón, en plena calle, me sentía solo y reflexionaba sobre los puntos de llegada. El Cine Pacífico puede ser otro punto, la pileta de aguas rosadas, los gringos en los cafés, las fotos de las mujeres desnudas en las vidrieras.

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Pero si cruzo la línea del tranvía (de vuelta a Surquillo) puedo irme tras las empleadas que trabajan en las grandes tiendas y seguirlas hasta la puerta de los callejones; o puedo incursionar más allá de los rieles del tranvía (hacia Miraflores) y caminar por las calles de chalets y jardincitos. Llegar a las 7 de la noche a un punto de llegada (el Parque Salazar) y a esa hora, desde el culebreante malecón sobre la bahía que es un collar de luces prender un cigarrillo e inclinar la cabeza hacia los acantilados, ahí es cuando me siento más solo que nunca (he llegado a uno de los puntos). Pero pude quedarme sentado en el sillón, en plena calle, esperando que se echen abajo la puerta de nuestra nueva casa. En ese momento mi padre corrió a la comisaría con un fajo de papeles y recibos en la mano (es un hombre canoso y lleva sombrero en una época en que ya casi nadie usa sombrero). Pude seguir reflexionando pasivamente sobre los puntos de llegada, reírme de nuestros trastos amontonados en la acera. Lo que hice fue tomar una decisión, intentar algo, pararme del sillón, caminar hacia el Parque Salazar, al Cine Pacífico, al Cine Marsano, los solitarios que matan el tiempo sentados en las bancas, las fotografías en el vestíbulo de los cines (siempre he querido pelarme una de esas fotografías, andar con una mujer desnuda en el bolsillo).

Al levantarme del sillón me iría a caminar por las calles de Surquillo (mi nuevo barrio). Yo había reflexionado un largo rato, sentado en el sillón, sobre los puntos de llegada. Diminutos puntos en la gran ciudad, lejos de nuestros trastos tirados en la vereda de la puerta de nuestra nueva casa cerrada con tablas. Y ahora, andando, pensé que mis recorridos futuros podían variar al escoger

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una bocacalle y no otra. Al día siguiente tomaría la otra bocacalle y así cada recorrido (diario) sería distinto al anterior. Caminatas únicas, ya que andaría por calles que no he visto nunca (llegar a mil puntos diferentes). Pero sin embargo, hay muchos hechos inesperados que pueden cambiar planes y reflexiones. Así, yo estoy solo, (siempre ando solo). Pasa una mujer junto a mí, no es una mujer “decente” (yo pienso que si lo fuera podría llamar a un policía) ni una quinceañera (conocer a los padres, sentarme a conversar en la sala) ni tampoco es una cholita (me daría vergüenza andar con ella agarrados del brazo por la calle). Es una mujer que pasa delante de mí. Me cruza en la vereda. Se sobrepara nerviosa. Después de unos metros, voltea y sonríe. Puede ser vendedora en uno de los grandes almacenes de Larco, divorciada o viuda, (un retrato del finado de su marido en la mesa de noche), solterona que se imagina sola para siempre (ser feliz sin necesidad de un hombre) y al salir todos los días de su trabajo y caminando sola de regreso al callejón ha decidido que no puede vivir así, sin cariño. O de repente simplemente vive sola, sola en un departamento. Y cuando le quiero dar el zarpazo a una hembra primero camino a una distancia prudencial mirándole las piernas y las nalgas. Imagino todo lo que se puede hacer solo yo con una mujer sola, una mujer que vive sola en su departamento. Me hace entrar. Después me siento en uno de los sillones, en la sala, y espero. Ella sale en bata y me invita un trago, igualito que en el cine. Pero: Ud. qué desea, yo a Ud. no lo conozco. Ud. se ha equivocado. No me confunda, o ella apenas pueda que susurre: dejémoslo a la casualidad... Ella se para delante de una tienda y vuelve a voltear. Sigue caminando y todo termina cuando ella llega

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a la puerta de su casa, abre la puerta con su llave y después cierra, o quizás toca el timbre (quiere decir que no vive sola). Todo era posible. Pudo invitarme a entrar. Puede aguaitar por la ventana y hacerme una seña. Ella no volvió a salir de su casa. Ni siquiera asomó la cabeza por la ventana (en paños menores tras la cortina). Me sentía incómodo, como si parte de mi vida se hubiese muerto sin empezar. Me sentía decaído, débil, y no era para menos. Yo había estado parado en el vestíbulo de los cines, mirando las fotografías de las películas. Había cruzado y recruzado la línea del tranvía (para orientarme) y había pasado horas en una banca del Parque Marsano. Ella había caminado largo trecho conmigo y yo me sentía perdido. Y ambulaba yo por Surquillo cuando fui a dar a una sala, la sala de una mujer que en el fondo siempre había vivido sola. Ella me miró tratando de decirme algo. Esa mujer estaba vieja y cansada, sacudía con un plumero el polvo de los muebles. Yo (sin saludar) me senté en uno de esos sillones tanques que se pusieron de moda en la época de Odría. Cansado, me sentía medio muerto (tenía que seguirle la corriente a la vieja que estaba con un viejo). La señora escuchaba con sumisa atención a un hombre canoso al que le veía las patillas blancas. La cabeza la tenía cubierta por un sombrero plomo (en una época en que ya casi nadie usa sombrero). El hombre canoso tenía un largo papel lleno de cifras y no dejaba de fumar un cigarrillo tras otro sin dejar de hablar, hasta que debajo de sus pies quedaron un montón de colillas pisoteadas. A la señora parecía no importarle. Parándose de su silla nos alcanzó una taza de té a cada uno sin siquiera mirar los puchos tirados en el suelo. Yo me hubiera quedado dormido en el sillón tanque

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Fui a dar a la sala de una mujer que siempre habia vivido sola, la vieja escuchaba con sumisa atenciรณn a un hombre canoso que usaba sombrero.


pensando en las mujeres desnudas si es que el hombre canoso y ensombrecido no se hubiera callado a la primera palabra de la señora a tal punto que el viejo cohibido tuvo que quitarse el sombrero. —Sabe señor, la tasa que tiene usted en la mano, tiene más de 50 años, era de la vajilla de mi abuela. En mi casa duran las cosas señor. Cuando yo era una niña me daba de cabezazos en la punta de la mesa sobre la que usted ha puesto el sombrero. Y la vitrina, las copas; a mi difunto le gustaba pellizcarles el filo y cuando se escuchaba un zumbidito se reía y decía orgulloso que eran finas. Y no le digo nada de los sillones. Mi finado regresó de su empleo hace 50 años y me dijo gritando desde la puerta: “Seré un pobre diablo Rosa, pero ya tienes tu juego de sala”. Escuchábamos la radio en ese sillón tanque. Yo me sentaba en sus rodillas. Está nuevo porque desde que lo compré le puse un plástico encima. A la cama le bordé una colcha morada. Media vida me la he pasado en esa cama, y ahí mismo me voy a morir algún día. Qué otra cosa me queda si he dormido tanto tiempo en el mismo sitio. Y no señor, sépalo usted, nadie va a quitarme mis cositas. Perdone que el té esté frío, pero los inviernos están cada vez más húmedos. Y como le venía diciendo, esta es mi máquina de coser. Me he pasado media vida cosiendo con esa máquina, y usted mejor que nadie lo sabe señor. Pero como usted ve, todo está tirado en cualquier parte. Quizás la culpa no es sólo mía sino también suya señor (la vieja le dice eso al viejo). Lo que más me da pena es que el Señor, el Sagrado Corazón esté botado en el suelo.

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Nosotros dos en una calle extraña (el viejo y la vieja). Para mí una callejuela desierta y llena de tachos de basura y gatos sin dueño. Soy el hombre canoso que huyó y yo lo vi correr, su cabeza blanca. Lo vi sentado en la cantina, llorando borracho, derramando el trago sobre la mesa. Ella dejó de hablar. Nos cegó la luz repentina de un automóvil que se nos venía encima. El automóvil frenó delante del sillón tanque en donde yo estaba sentado. El chofer bajó agitando furiosamente los brazos, gritándole groserías a la señora que recogía sin inmutarse las tazas de té. Me podían llevar a la comisaría, pedir mi testimonio, horas de interrogatorios (que no se los deseo a nadie) y hasta podía salir en los periódicos: “Arman casa en la vía pública”. Antes de que llegara el policía, yo ya me había parado del sillón y estaba dispuesto a zafar. Al llegar a la esquina volteé (la curiosidad se lo come a cualquiera). Vi al policía con su casco blanco y sus correajes parado delante de la cama. La señora se cubría con la colcha con intenciones de no moverse. Cuando media hora después, alguien se rió en mi cara, recién me di cuenta (quizás por el pánico) que habían recogido el sombrero plomo del viejo y lo llevaba en la cabeza (en una época en que ya casi nadie usa sombrero).

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Guillermo Niño de Guzmán

(Lima, 1955)

Se graduó con honores en la carrera de Lingüística y Literatura en la Pontificia Universidad Católica del Perú, hizo su tesis sobre el periodo de aprendizaje en la vida y obra de Ernest Hemingway. Inicia su vida periodística como corresponsal en la guerra de Bosnia y el conflicto bélico entre el Perú y Ecuador (1994). Como cuentista escribió Caballos de medianoche (1984), Una mujer no hace un verano (1996) y Algo que nunca serás (2007), tiene una novela histórica para jóvenes El tesoro de los sueños (1995), en ensayos y artículos dirigió La búsqueda del placer (1996) y Relámpago sobre el agua (1999) y en relatos presenta La caza de la mujer jaguar (2011). Por otra parte, ha contribuido con textos críticos en diversos catálogos de pintores y fotógrafos peruanos.

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El sol de las brujas

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—¿Ella sabe que estoy aquí? —me preguntó, muy serio, quizá demasiado para su edad. —Claro —le contesté—. Háblale, si quieres. —¿Qué le digo? —No sé. Lo que te salga de adentro. —Él asintió. Al cabo de un momento, me dijo: —No se me ocurre nada. Lo vi un poco cabizbajo y me arrepentí de haberlo traído. —Bah, no te preocupes —le dije, acariciándole la cabeza—. Basta con que pienses en ella. Nos quedamos en silencio. Es difícil hablarle a un pedazo de césped, pensé. Él se inclinó y posó las manos sobre la lápida. Sus pequeños dedos recorrieron los surcos del epígrafe grabado en bajo relieve como si fueran las líneas de un rostro. El cementerio ocupaba la parte alta de una colina. Era una vasta explanada de hierba recortada y mullida, sin árboles y con pequeñas ondulaciones, y se asemejaba a un campo de golf. La vista era estupenda. Desde allí se podía divisar la ciudad, el reguero de casas y edificios, el complejo nudo de calles y avenidas que se extendían a lo ancho y largo del valle. Las lápidas no destacaban sobre el terreno, ya que habían sido colocadas en posición horizontal. Todas eran del mismo tamaño —unos monolitos rectangulares de mármol cremoso, tiznado por la intemperie— y habían sido dispuestas en hileras

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Era la primera vez que venía a visitar a mi madre, y traía conmigo a su nieto. Él nunca la conoció, pero eso no fue impedimento para que le diga unas palabras.


ordenadas, como fichas de dominó boca abajo. No había epitafios ni recordatorios. Las inscripciones se limitaban a consignar los nombres y las fechas de nacimiento y de muerte. Era la primera vez que venía. Cuando mi madre falleció, yo vivía fuera del país y no había podido asistir al funeral. Ahora había vuelto después de mucho tiempo y había traído a mi hijo. — ¿Nos vamos? —le dije. Ya no se veía a nadie en los alrededores. Él levantó una mano y susurró: —Un momento. Le estoy diciendo algo a la abuela. —Está bien. No hay apuro. Volví a mirar hacia la ciudad. El cielo encapotado se rasgó de pronto y asomaron unos jirones de luz que, en cuestión de segundos, se ensancharon e inundaron el horizonte con un fuerte resplandor. El sol de las brujas, pensé, y me acordé de aquellas viejas historias que había oído cuando era niño y que se referían a aquel fulgor repentino que estallaba en los días más grises del invierno, al caer la tarde, contra todo pronóstico. En un último intento, el sol volvía a la carga y rompía la densa costra de nubes, como si quisiera doblegar a la oscuridad que se avecinaba. Contemplé el fenómeno y luego me percaté de que mi hijo se había tendido sobre la hierba, delante de la lápida. —¿Qué haces? —Nada. Solo quería saber cómo se siente estar así. ¿Está prohibido? —No, supongo que no. —Oye, pa.

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—¿Sí? —Todo se ve distinto desde aquí. ¿Por qué no te echas a mi lado? —¿No está muy húmedo? —Ven —me insistió—. Un ratito nomás. —Bueno. Me estiré junto a él y pasé mi brazo bajo su nuca para que estuviera más cómodo. El olor de la hierba recién cortada era muy intenso. Permanecimos callados mientras observábamos las extrañas figuras que las nubes formaban en el cielo. Era una sensación agradable y me asaltó la ilusión de estar flotando a la deriva en un mar inusualmente calmo, con la luz que rebotaba sobre el espejo del agua.Una corriente de aire frío nos hizo levantar. El sol había desaparecido, aunque persistía un brillo lejano. —Vamos —dije—, se ha hecho tarde. Tu madre es capaz de llamar a los bomberos. Él sonrió. —Mejor te cierro el cuello —le dije, abotonándole el abrigo—. Ahora comienza a hacer mucho frío. —Sí —dijo él—, pero no me importa. Lo abracé y caminamos en silencio por entre las lápidas, hundiendo nuestros pies en la hierba. Después sentimos la grava del sendero y recorrimos el centenar de metros que nos separaba del estacionamiento, donde aguardaba solitario nuestro auto. Mi hijo subió y le ajusté el cinturón de seguridad. Luego rodeé el vehículo y antes de deslizarme tras el volante, con la puerta entreabierta, me volví y eché una última ojeada a la ciudad que se esfumaba a lo lejos. La claridad se había desvanecido, pero la noche

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no había llegado del todo. Pequeñas luces empezaban a titilar en todo el valle. Entonces el recuerdo me vino de golpe, como una lluvia imprevista de verano. Yo ya había estado allí, mucho antes de que fuera un cementerio. No lo había recordado simplemente porque nunca había venido de día. En ese tiempo era una gran loma de arena que se alzaba sobre un conjunto de urbanizaciones nuevas, casi despobladas. Había una pista estrecha que conducía hasta un mirador ubicado cerca de la cima, que había sido construido para atraer a los compradores de terrenos. Lo había descubierto paseando con Verónica, mi novia de la universidad, cuya familia se había establecido en las inmediaciones. Como nadie frecuentaba el lugar por las noches, lo convertimos en nuestro refugio secreto. Verónica tenía una hermosa cabellera de tono castaño que le rozaba la cintura. Me encantaba su actitud desafiante, la mirada traviesa con que me incitaba a correr riesgos y quebrar mi habitual reserva. Usaba unas faldas ceñidas que resaltaban sus piernas largas y esbeltas, las cuales solía apoyar sobre mis muslos cuando nos sentábamos en una banca del patio de la universidad. Ajena a las miradas impertinentes, solo era consciente del placer y turbación que su atrevimiento podía suscitarme. Pasábamos juntos mucho tiempo y preferíamos estar sin compañía. Los sábados por la noche subíamos al mirador en mi Volkswagen y bebíamos unas cervezas mientras contemplábamos la ciudad que hervía a lo lejos. Luego nos besábamos y hacíamos el amor dentro del coche, arrebatados por el deseo de los veinte años, aunque aguijoneados por un extraño desasosiego, como si presintiéramos la inminencia de un desastre.

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La situación dio un vuelco cuando me ofrecieron una beca para continuar mis estudios en el extranjero. Dudé bastante en aceptarla, pues me resistía a alejarme de Verónica. Sin embargo, ella me animó a irme. Sus argumentos fueron irrebatibles. No podía desperdiciar una oportunidad semejante. Después de todo, yo estaría fuera solo un año. Si rechazaba la beca, tarde o temprano lo lamentaría. Y, en caso de que más adelante me surgiera una oferta de trabajo, ella se reuniría conmigo. Al final, sin estar convencido del todo, emprendí el viaje. Por supuesto, ignoraba que me iba para siempre. No me resulta fácil explicar qué fue lo que ocurrió y por qué no regresé. Solo diré que, cuando eres joven, cada vez que doblas una esquina se abren nuevos derroteros y perspectivas, pasajes insospechados que te llevan a otros ámbitos y territorios jamás entrevistos. Todo sucede más rápido de lo que imaginas. Si no coges un tren, el siguiente tiene otro destino. Han pasado muchas cosas desde entonces. Ahora mi madre yace en ese cementerio, el mismo lugar donde Verónica y yo nos entregábamos a febriles y desesperados juegos amorosos. Lo que no ha cambiado es el panorama de la noche, las luces que oscilan a la distancia, la ciudad que se agazapa entre las sombras como una bestia herida. Entré al auto, arranqué el motor y comenzamos el descenso, serpenteando por la falda de la colina en penumbra. Miré a mi hijo. Se había quedado dormido. Estiré la mano, aferré la suya y nos adentramos en la noche oscura.

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Carlos Rengifo

(Lima, 1964)

Estudió Ciencias de la Comunicación en la Universidad de San Martín de Porres, especializandose en periodismo. Trabajó en diferentes medios de comunicación y colaboró activamente en diversas revistas literarias, gracias a ello incursionó como escritor y publicó libros de cuentos como El puente de las libélulas (1996), Criaturas de la sombra (1998) y El rumor de la tormenta (2007), en novelas presenta La morada del hastío (2001), La casa amarilla (2007), Uñas (200t8) y La chica del sótano (2011), en glosas publicó Prosas impúdicas (2005). En el 2011 con la novela El jardín de la doncella ganó el XIV Premio de Novela Corta Julio Ramón Ribeyro del Banco Central de Reserva del Perú.

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La primera vergüenza

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Menuda manera de enterrar las cosas tradicionales y nativas, de irlas olvidando porque el presente apremiaba con su soplo rápido, urgía a quien se quedaba atrás a correr con el ritmo de los tiempos, hábil mecanismo de aparentar ser modernos y actuales, y estar prestos a divertirnos con la llegada de la novedosa era, navegantes del ciberespacio que ocultaba a todos en el anonimato, en la quietud del deslumbramiento a través de los monitores, alejados ya del calor de un encuentro cara a cara. ¿Quién podría ser el que estaba del otro lado y quién el que respondía? La imaginación en este caso era el recurso para dibujar rostros y actitudes, y hasta sentimientos, y aquella capacidad no fue ajena a Cenicienta que chateaba todas las tardes luego de llegar del colegio. Se despojaba del uniforme, almorzaba al vuelo y durante dos o tres horas nadie la podía sacar de la computadora, a la que estimaba más que a sus propias muñecas. Conectada a la red se comunicaba con los que había aceptado en su lista de messenger, y escribía eufórica las respuestas en un diálogo que tenía mucho de ingenuidad y de frases hechas. Con quien más intercambiaba mensajes era con Garfield, que al coincidir por primera vez en un chat le había dicho que era solitario, enfermizo y de nueve años, uno más de los que tenía ella. En breves minutos simpatizaron, luego enlistaron sus e-mails y a partir de entonces se conocieron por medio de palabras que traían

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Cenicienta era la Ăşnica persona con una identidad verdadera dentro del anonimato del ciberespacio.

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consigo reacciones, quejas, gustos comunes. La madre de Cenicienta le gritaba que hiciera sus tareas; pero ella no se apartaba del monitor hasta que Garfield se despidiera con un «chao, nos vemos, tengo que tomar mis medicinas». Luego abría sus cuadernos, preparaba lapiceros, reglas y lápices de colores, y emprendía sus quehaceres escolares. No era de las estudiosas, pero se defendía, traía a casa la libreta de notas con puros azules y el uniforme sin un ápice de suciedad ni de arrugas. «¿Tú no juegas en los recreos?», le preguntaba su madre. Ella, en efecto, casi ni se movía. Silenciosa y huraña, apenas si participaba en clase, y durante los recreos se la pasaba sentada en un rincón, viendo cómo los demás niños se divertían. No tenía amigos, hablaba con algunas de sus compañeras de aula por compromiso, y su único deseo era que acabara la mañana cuanto antes para ir a casa y encender la computadora. Con el mouse en la mano podía olvidarse hasta de comer, hipnotizada por la alegría de «encontrarse» con Garfield, quien la distraía describiéndole a su perro San Bernardo, y la hacía reír. Le mandaba caritas felices, signos graciosos; ella contestaba enviándole corazones rojos. La relación se fue gestando entre oraciones tipeadas a toda prisa y webs que se abrían de improviso mostrando vistosas imágenes de publicidad. Al cabo de un tiempo él le propuso que fueran cibernovios y ella no tuvo que pensarlo mucho para aceptar encantada. Esa misma tarde recibió su primer beso virtual, el cual la entusiasmó sobremanera. Contenta, se sintió diferente, más mujercita, y fue a contárselo a su almohada sobre la cual reposó la cabeza llena de proyectos y de planes.

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Sus «citas» se daban generalmente a las tres, cuando entraban en línea y empezaban a dialogar, al principio de nimiedades, pero después de lo que les inquietaba. Cenicienta le decía, por ejemplo, que estaba harta de su madre porque no dejaba de reprenderla, y él respondía que sentía lo mismo por su padre, a quien veía solo de vez en cuando. Ella comentaba que su hermanito menor era un tonto, y Garfield que la suya era igual. Cenicienta le enviaba tarjetas musicales; él postales con vistas de Disneyworld donde había ido, según dijo, en unas vacaciones. Lo imaginó delgado, pálido, con un hoyuelo en la mejilla; soñó con él por las noches, abrazada al oso de peluche que era su confidente. Cuando se cansó de figurarlo, le urgió que le mandara una foto suya, pues ya no bastaban las palabras, y al día siguiente halló en su correo la fotografía de un niño sonriente, de cabello oscuro y ojos claros. Saltó de alegría, era mejor de lo que había esperado, ahora sí estaba verdaderamente enamorada. Para corresponder a aquel gesto le envió también su foto, una en la que aparecía sentada ante un sándwich gigante en uno de esos locales donde venden hamburguesas. Garfield le comunicó que era muy linda, que poseía una sonrisa de princesa y que él también estaba «templadazo». Comenzó una etapa de idas y vueltas, de goces interiores en cada mensaje dado y recibido, en medio de un «romance» que iba llenando a Cenicienta en sus horas libres, atrapándola dentro de un único espacio que creía suyo, allí donde no estaban sus padres para gritarle, donde nadie se interponía en esa hermosa relación. ¿Qué importaban los castigos por sacar bajas notas en matemáticas, si del otro

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lado del monitor siempre iba a estar su cibernovio para consolarla? Una tarde él le hizo saber, puesto que entre ambos había nacido algo bello, su deseo de conocerla personalmente. Lo había pensado mucho, y no era justo que solo se alegraran a la distancia. A Cenicienta aquella idea ni se le había pasado por la cabeza; su «amor» abarcaba el pequeño territorio de las ventanas que se abrían tras un clic en la pantalla, y salir de este universo era como romper la magia de lo intocable para mancharla con la fealdad de la vida cotidiana. Sin embargo, como estaba cerca la fecha de su cumpleaños, sugirió que se vieran ese día especial, en casa, ya que los padres habían dicho que lo celebrarían pese a su negativa. «Me van a preparar un lonche y vendrán mis primos», escribió. «Sería mostro que te aparecieras». Garfield prometió que iría, que la pasarían bien; sin embargo, aquel día no dio ni rastros, ni siquiera entró en el messenger donde ella estuvo chateando un buen rato con amigos de México y de España. Molesta, la tarde siguiente le mandó un mensaje diciéndole que era un mentiroso, que lo había estado esperando con un pedazo de torta, el más grande, y él se disculpó aduciendo que no pudo asistir por cuestiones de salud. «Ahora todo el día me quedo en cama», tipeó, «mi mami me da mis medicinas y veo tele hasta cansarme». Cenicienta le advirtió que no lo perdonaría hasta que le enviara cinco tarjetas musicales, cuatro poemas, tres imágenes de gatos, dos de ponis y una lista de chistes. Garfield cumplió a vuelta de correo, tras lo cual insistió en verla. Se sentía muy solo, sin nadie que lo visitara, ni sus compañeros de aula, de modo que sería una buena

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idea que ella lo fuera a ver. Sus padres la recogerían con el auto en el colegio y almorzarían juntos; luego la llevarían a casa. Desde que la dejó plantada, a Cenicienta se le había metido el bichito de la curiosidad, más aún cuando él empezó a explicarle las fases de su extraño mal, que no era contagioso pero que podría acabar irremediablemente con su vida. El hecho de enterarse de la gravedad de su enfermedad, y que más tarde tal vez ya no sabría más de él, la entristeció. De modo que, contagiada además por el espíritu servicial de la madre (quien, una vez a la semana, atendía como voluntaria a los ancianos desahuciados de un asilo), aceptó. Y el día fijado, a la salida del colegio, mientras esperaba a los padres de Garfield con la mochila a la espalda, se sintió como una enfermera, o mejor, como una doctora que iba a ver a su paciente. Un Tercel azul se detuvo ante la acera y de él surgió una mujer elegante que se acercó a Cenicienta. Sonriente, se identificó como la madre del cibernovio, de quien aseguró que estaba muy entusiasmado por verla. Halagó la belleza de la niña, su pulcritud al vestir, señaló al marido que las esperaba en el volante, y cogiéndola de la mano la llevó hasta el vehículo. —Tengo que llamar a mi mamá —dijo Cenicienta. La mujer asintió, sin dejar de sonreír. —En casa puedes hacer todas las llamadas que quieras —dijo. Abrió la portezuela trasera y la hizo entrar. Durante el trayecto, el padre de Garfield habló de lo adelantado que estaban los niños de ahora, de la facilidad con la que entendían de informática, con la que captaban

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todo de inmediato. «Hoy los niños nacen más vivos», decía, y la madre estaba de acuerdo: «Si parecen unos pequeños adultos, con las respuestas sabias que te dan». Otra cosa que le llamaba la atención, aparte de lo rápido que crecían, era que tenían actitudes y comportamientos distintos a los infantes de su época. —Claro pues, si nosotros no teníamos computadoras —dijo la madre. —No solo eso; me refiero al hecho de que, antes, los niños no se aburrían —replicó él—. Siempre estábamos corriendo de un lado a otro, haciendo travesuras, jugando al trompo, a la plancha quemada... —Al teléfono malogrado —acotó la mujer, nostálgica. —Sí; teníamos más contacto con la tierra, con la naturaleza. Ahora, en cambio, los mocosos no se mueven de sus computadoras ni para ir al baño. La única actividad física que realizan es la de pulsar el índice sobre el mouse. Sus juegos son muy mecánicos; debe ser por eso que se aburren tanto, ¿no crees? La madre de Garfield asintió y volteó hacia Cenicienta. —¿Y tú también te aburres? —le preguntó. Ella, que había estado mirando por la ventanilla, negó con la cabeza. Había visto cómo el paisaje fue cambiando paulatinamente, de casas limpias y modernas, con jardines bien cuidados, a viviendas lúgubres y opacas, sin ningún aditamento especial que las hermoseara, que las hiciera atractivas a la vista o, por lo menos, dignas para vivir. —¿Ya vamos a llegar? —quiso saber. —Falta poco —dijo el padre.

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El auto se internó en una zona de callejuelas accidentadas; cuando empezó a dar vueltas en zigzag, ella sintió que se mareaba, que los baches por los que pasaban la adormecían. No sabía por qué de pronto se le cerraban los ojos, a lo mejor era por el cansancio, producto de las horas seguidas de clase, o tal vez por el efecto de un aerosol que le pareció haber oído a su costado. Sea como fuere, y sin importarle ya por dónde iba el vehículo antes de llegar a su destino, se quedó dormida. Despertó con dolor de cabeza, tendida sobre una cama de colchas coloridas. Se incorporó, vio intrigada de un lado a otro todo lo que contenía la habitación en la cual estaba. Había juguetes, objetos infantiles, estantes con revistas, dos computadoras. Pensó que era el dormitorio de Garfield; se preguntó dónde estaría, por qué no la habían despertado para que lo viera. Iba a salir de la cama, cuando entró el padre con gesto adusto. —Qué bueno que ya estés despierta —dijo—. Vamos a acabar con esto de una vez. Cenicienta le preguntó por su hijo y él no contestó. Serio, encendió las computadoras, sustrajo del estante algunas revistas que las arrojó sobre la cama. Al rato apareció la madre, esta vez sin sonreír, mirándola fijamente a los ojos, luego ignorándola por completo. «¿Qué pasa?», se preguntó. No entendía nada. Era como si no la conocieran, o como si estuvieran enojados con ella. Volvió a inquirir por Garfield y ambos cruzaron las miradas, esbozaron un rictus. —Te dije que ese nombre funcionaría —dijo la mujer. —Sí, tuviste razón, aunque yo hubiera preferido otro —respondió el hombre—. Los niños ya no se tragan tan fácilmente los nombres comunes.

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De un maletín extrajo una cámara fotográfica, la revisó, se la colgó al cuello. Del mismo maletín sacó una pequeña filmadora y la puso sobre la mesa en la que estaban las computadoras encendidas. —Prepárala —le dijo a la mujer—. Voy por el otro niño. Esta se acercó a Cenicienta y empezó a hablarle. Mientras la escuchaba un miedo terrible se iba apoderando de ella, un malestar ominoso que subía desde la ingle y atravesaba su estómago hasta colmarla en una suerte de golpe trémulo, de fuego quemando su interior. El pánico le hizo brotar las lágrimas que se deslizaron raudas por sus mejillas, todavía sin entender muy bien qué pasaba, percibiendo que se hundía en la inquietud más horrenda, en el temor jamás imaginado, el cual la inducía a obedecer guiada por la siniestra dulzura de una amenazante voz. Envuelta en el frío de su propia desnudez vio nacer la primera vergüenza tras los flashes que la asediaban de todos lados, y aguantó la exhibición tragándose las ansias, la angustia torturadora, sumando al espanto la certeza de haber roto de un tirón su candidez, de haberse desgarrado en esos momentos su frágil inocencia.

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Alina Gadea

(Lima, 1966)

Se graduó en Derecho en la Pontificia Universidad Católica del Perú y estudió en la Escuela de Escritura Creativa del Centro Cultural PUCP. En el 2009 publicó su primera novela Otra vida para Doris Kaplan y tres años después presentó Obsesión. Entre sus reconocimientos obtuvo el Premio Copé Bronce 2006 en la XIV Bienal de Cuento Petroperú con La casa muerta (relato casi autobiográfico), en 2010 logró una mención honrosa con su poemario A veinte centímetros del suelo en el Concurso de Poesía Scriptura.

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La casa del acantilado

Para mi hija Alina

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Nosotros vivíamos en una casa estilo Tudor, cuya espalda colindaba con la de otra similar. Tenían la particularidad de ser frescas en el verano y cálidas en el invierno; abríamos las ventanas que daban al acantilado o llenábamos la chimenea con leña. Desde los altos podíamos ver la parte posterior de la casa vecina. El jardín de ellos estaba separado del nuestro por un muro, cuya enredadera compartíamos y podábamos, una vez ellos, una vez nosotros. Más allá del jardín y la espalda de la casa gris, se veía el mar sin color, de invierno. A la hora del almuerzo era hermoso mirar a Teresa desde nuestra ventana, a través del jardín. Todos los días a la misma hora, sentada a la cabecera del comedor enorme de madera. La casa era gris por fuera y por dentro y tenía el acabado imperfecto del adobe en las paredes. No sólo era antigua la casa, sino todo lo que había en ella. Teresa y don Eduardo siempre fueron viejos desde el principio, desde que nací y lo siguieron siendo por muchos años. Lo que más me gustaba era el comedor. Años después descubrí que no era tan grande, sino que sólo lo era a los ojos de una niña pequeña. Tenía dos aparadores con porcelanas antiguas y platería. Una ventana de cocadas ocupaba casi la totalidad de una de las paredes y en la de enfrente había un cuadro del pintor Merino.

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Nosotros vivíamos en una casa estilo Tudor, al igual que Teresa y don Eduardo. Esas casas tenían una vista al acantilado y la particularidad de ser cálidos en invierno.


No sé realmente si yo la veía o sólo la adivinaba sentada a la mesa del comedor, porque ahora que lo pienso, la puerta que daba al jardín no era lo suficientemente grande para verla a través de la ventana de los altos de mi casa. Da lo mismo, porque me parece que la veo hasta ahora, con la campana de plata en la mano. Teresa vestía de la manera más elegante que jamás haya visto. Salía todas las mañanas a misa. Alguna vez la vi con un sastre de lino color manteca, entallado, con medias de seda del mismo color y zapatos estilo Channel con la punta de charol negro y cartera a juego. Tenía una belleza rara que le venía de adentro y le salía por los ojos. Ellos nunca tuvieron hijos, no sé si porque se casaron muy tarde o porque simplemente así les tocó, pero pienso que tal vez de haberlos tenido, ella no hubiera sido tan cariñosa conmigo. En mis paseos largos en bicicleta daba la vuelta a la enorme manzana. Es curioso, porque hasta ahora después de tantos años, cuando paso por ahí, veo que la manzana de nuestras antiguas casas sigue siendo enorme, aunque ahora poblada de edificios. Su casa silenciosa, con el sonido de la campana a la hora del almuerzo, es ahora una construcción aparatosa y moderna de quince pisos; donde antes vivían Teresa y don Eduardo ahora viven veinte familias. Pero volviendo al pasado, frecuentemente buscaba a Teresa. Ella me invitaba a tomar helados. Yo pasaba la verja por la pequeña puerta de madera y dejaba la bicicleta en el zaguán de la casa. Recuerdo un olor a naranjas y una

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quietud especial. El crujido del piso apolillado de pino oregón me hacía volver en mí. Atravesaba la sala con los cuadros de sus antepasados pintados por Merino. Ella entraba y salía del comedor a su cocina. Traía un pastel recién horneado y tibio y unos helados batidos por ella servidos en una copa de cristal. Un día don Eduardo murió. Era ya muy viejo y se fue a la manera que ellos tenían de hacer las cosas; discretamente. Ella nunca derramó una lágrima, al menos no delante de nosotros. Tal vez lo haría cuando nadie la veía. Siguió su vida, siempre con una sonrisa plácida en la cara. Al cabo de unos meses, durante las noches, Teresa comenzó a sentir ruidos en los bajos de la casa. Una noche se encerró en su cuarto echándole dos vueltas de llave a su puerta. Después de un rato de oír pasos y puertas que se abrían y cerraban se durmió exhausta y asustada. Al día siguiente, al bajar, se encontró con que faltaban algunas cosas como las piezas de plata que guardaba en el aparador. A la noche siguiente cerró bien la puerta principal y la de su cuarto. Se dispuso a dormir luego de unas abluciones y ponerse su camisón de hilo blanco. Dormía tranquilamente cuando un ruido la volvió a sobresaltar. Esta vez se levantó y trancó como pudo la puerta con un pequeño mueble en forma de riñón que se encontraba a la entrada del cuarto. Los ruidos continuaban en el primer piso de la casa. Esta vez se oía que cortaban y arrastraban algo. A la mañana siguiente se levantó y bajó despacio, agarrándose de la baranda. Notó que faltaba algo, pero no sabía exactamente qué era. Luego de unos instantes descubrió que de los cuadros de Merino solo quedaban los marcos de pan de oro.

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—Han cortado los lienzos con una navaja y se los han llevado enrollados— pensó. Así fueron pasando los días, con su habitual calma interrumpida por los visitantes indeseables y desconocidos que venían a la casa por las noches, a llevarse los recuerdos de su vida y de su familia, que era lo único que conservaba y sus únicos acompañantes. Unos meses más tarde la casa había sido desmantelada, dejándola aún más solitaria de lo que ya estaba con ella y sin don Eduardo. Era un páramo, sin siquiera muebles donde sentarse. Qué lejos había quedado el comedor con el sonido de la campana de plata. La quietud de la casa que me complacía tanto se había convertido en un silencio estremecedor. Un día de invierno Teresa salió de la casa con su habitual serenidad. Vino por ella un Remisse, antiguo Chrysler imperial negro de la estación de taxis de Miraflores. El viento soplaba desde el acantilado. Sólo llevaba dos maletas que el chofer colocó en la maletera. Nunca más regresarían aquellas tardes. Una mañana fría vi por la ventana, por la que solía mirar a Teresa, una cuadrilla de hombres desperdigados por toda la casa. En los lados del techo a dos aguas, en el jardín y en los alfeizares de las ventanas. El adobe es sumamente fácil de demoler. En unas horas, con sus picos y palas, habían terminado con cien años de historias, con recuerdos de familias que vivieron felices alguna vez ahí. La casa había muerto, pero Teresa siguió viviendo cerca de nosotros. Pasaron muchos años desde el día que Teresa se fue. Frecuentemente pensaba en ella y hubiera querido volver a verla en su casa del acantilado. ¿La encontraría donde se mudó?

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Un día me decidí a visitarla. La casa quedaba a pocas cuadras de las que fueron nuestras, pero no tan cerca del mar. Me detuve en la vereda polvorienta. Miré la fachada. Era gris como la anterior, aunque afrancesada y de un estilo neoclásico, con columnas blancas, molduras de yeso y piso de cuadros blanco con negro. No era tan antigua como la casa de mi recuerdo de la niñez, pero lo era de todos modos. Los microbuses pasaban delante de mí. La polución, el ruido de las bocinas y la aglomeración de gente por un lado, y por el otro, la quietud que emergía de la casa. Estaba enquistada entre dos inmensos edificios tugurizados con bodegas, grandes almacenes, oficinas y personas entrando y saliendo apresuradamente, casi todas jóvenes y advenedizas en ese barrio. Teresa y su casa formaban parte del pasado; las dos eran especialmente delicadas y diferentes en su esencia a todo lo que las rodeaba. Poco después que toqué la puerta una mujer la abrió, mirándome con desconfianza desde el zaguán a través de la verja que separaba la casa de la calle. Llevaba un manojo grande de llaves antiguas y pesadas. Después de algunas preguntas me hizo entrar. Había algo en el aire que hacía acordar a aquella casa del acantilado. Era un olor a mantel almidonado y a naranjas. Desde la sala me pareció ver la mesa del comedor que yo solía mirar desde mi ventana. No lo era. Sólo era el pasado tratando de colarse en el presente. Se adivinaba un jardín detrás del cual por un momento creí encontrar

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la parte posterior de la casa en que viví. Tampoco lo era; debí confundirme por unos instantes entre el ayer y el hoy. La línea que los divide, a veces, es tan tenue que por unos segundos puede hacernos creer que seguimos siendo niños. Teresa bajó las escaleras como en esas tardes de antes. Y fui a visitarla muchas veces más. Cada vez me iba de su casa con la sensación de que ella seguiría viviendo siempre cerca de nosotros. Hasta un tiempo después que por motivos absurdos no volví a visitarla. Tal vez por esas cosas que nos distraen de lo que verdaderamente nos importa. Un día pasé en el carro delante de su casa con dirección a un gran almacén. Un letrero en la ventana de su cuarto decía: Ofaldi vende Razón teléfono 2423232 Sentí el impacto de que Teresa había muerto, pero seguí conduciendo hasta el estacionamiento de esa enorme, abarrotada y detestable tienda impersonal. Apenas unos días después en que volví hacia ese lugar a comprar algo sin importancia, al pasar vi que la casa no estaba más. Sólo había plásticos alrededor y un buldózer removiendo los cimientos.

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Ricardo Sumalavia

(Lima, 1968)

Estudió Lingüística y Literatura en la Pontificia Universidad Católica del Perú, luego siguió una Maestría de Literatura Peruana y Latinoamericana en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, actualmente se desempeña como docente y traductor. Entre sus principales publicaciones destacan Habitaciones (1993), Retratos familiares (2001), Enciclopedia mínima (2004) y Enciclopedia plástica (2016). Fue finalista del Premio Herralde 2006 con la novela Que la tierra te sea leve.

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Puertas marrones

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Mi padre nunca quiso tener muchos amigos, pero los pocos que llegaron a frecuentar la casa lo hacían con un gran respeto y consideración a sus años como agente municipal. Y este aprecio siempre les fue devuelto como era debido. No era de extrañarse, entonces, que lo buscaran para comunicarle que don Félix, su amigo, había muerto. Le contaron que había sido arrollado por un auto en el jirón Carabaya, frente a su taller de imprenta, justo cuando salía acompañado por sus operarios. «Fue absurdo», repetían estos mirando a mi padre y viéndose entre sí, como sobrevivientes de una inadvertida batalla. Agregaron que don Félix murió mientras era llevado dentro del taller. La ambulancia ya había sido llamada, pero solo llegó para certificar la muerte de quien aún yacía sobre una mesa, entre letras de molde y pliegos de papel, a la espera del fiscal de turno. Le dijeron a mi padre que por su condición de amigo él era el indicado para darle la noticia a doña Lucía y sus hijos. La familia de don Félix vivía en la calle siguiente, al final de una larga cuadra elevada, semejante a una pendiente, que se truncaba en una plazoleta frente a la Iglesia Santa Ana. Mi padre se mantuvo sereno. Aceptó el encargo y luego muy cortésmente les pidió a aquellos hombres que se retiraran. Mi madre y yo lo vimos caminar hacia su cuarto y reaparecer con una casaca azul encima.

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Mi madre no lloró, pero su tristeza era evidente. Ambos intercambiaron una rápida mirada. Cuando mi padre subía el cierre de su casaca se dirigió a mí y ordenó que me alistara, que iba a acompañarlo a la casa de la señora Lucía. Mi madre intervino y le sugirió que no era una buena idea; pero él ya estaba junto a la puerta marrón de nuestra casa, esperándome. Me alisté lo más pronto posible, y antes de cruzar la puerta, mi madre me pasó la mano por el cabello, alisándomelo, y me dijo que no peleara con los hijos de Lucía. Asentí y fui a reunirme con mi padre, quien tenía un par de metros avanzados. Los hijos de la señora Lucía eran una pareja de doce y diez años. A ambos les gustaba cantar y eran obesos. Quien mejor cantaba era la muchacha, la mayor; realmente sorprendente. El otro, a pesar de su edad, corporalmente era bastante desarrollado y sus cuerdas vocales no le respondían de manera tan sublime como a su hermana. Los dos usaban anteojos de gran medida y con gruesas monturas de carey negro que por aquellos años no era muy usual entre los jóvenes y niños. Sin lugar a dudas la elección provenía de la madre, ya que ella usaba unos iguales. Ella, doña Lucía, sin alcanzar la obesidad de sus hijos, era una mujer rolliza y atractiva. Tenía una cabellera larga, lacia y castaña. Aún hoy puedo imaginarla con las tupidas pecas en su rostro, concentradas bajo sus pómulos. Mi padre y yo nos detuvimos justo en medio de las dos hojas del portón. La entrada a aquella casa era una gran puerta marrón de madera vieja y picada por las polillas que, sin embargo, por ser tan gruesa y repintada, no perdía su solidez. Era de aquellas puertas que no

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se pueden tocar con los nudillos, sino con la palma de la mano. Observé a mi padre humedecerse los labios repetidas veces, como si nunca fuera suficiente para hablar con claridad. Bajó la cabeza en un par de ocasiones y masculló algunas palabras, repasando quizás lo que diría. Fue en la segunda ocasión, mientras mi padre tenía la cabeza inclinada, que la señora Lucía abrió el portón y se quedó quieta, sorprendida, mirando a mi padre. Detrás de ella estaban sus hijos. La mayor, Cinthia, limpiaba meticulosamente sus anteojos con el extremo de su blusón rosa. Para ella la sorpresa fue todavía mayor porque no pudo reconocernos sin sus gafas puestas. Observé a su hermano Elías y no encontré en él ninguna reacción. Nos miraba con indiferencia. Fue notable ver a mi padre erguirse de inmediato y saludar a la familia de su amigo. Mientras él hablaba iba avanzando hacia el patio, obligando, a su vez, a retroceder a la señora Lucía y sus hijos. No recuerdo con exactitud qué le dijo a aquella mujer, lo cierto es que ambos atravesaron el patio y entraron a la sala de la casa por una puerta angosta. Creo recordar en ella un penoso gesto de angustia. El patio, aunque no muy espacioso, era una magnífica extensión de la casa. Estaba adornado por frescas plantas de grandes hojas que se erguían en macetas igual de grandes. Varias puertas, todas marrones, rodeaban este patio. Cada una correspondía a un ambiente distinto: a la sala, la cocina, un baño y dos que supuse daban a las habitaciones de Elías y Cinthia, y a la de sus padres.

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Cuando nos quedamos solos los tres, permanecimos en silencio. A los hermanos parecía no importarles la visita de mi padre; solo Cinthia, por un instante, trató de agudizar su debilitada vista por una de las ventanas que daba a la sala. Pronto desistió y se volvió hacia mí. Pensé que me diría algo, que me interrogaría por nuestra presencia, pero no fue así. Alzó los brazos y de inmediato me rodeó con ellos, dándome un fuerte estrujón. Yo me encontré completamente inutilizado y sin aire. Traté de echar la cabeza hacia atrás, pero aún así sentí su respiración caliente y agitada. Atenazado y confundido como estaba, no atiné a librarme del abrazo. No había imaginado antes que Cinthia tuviera los senos tan desarrollados para su edad. Supongo que la curiosidad hizo que me rindiera por unos momentos. Luego la escuché soltar una risita que resonó como el chillido de un ratón y me apretó todavía más contra su cuerpo. Su hermano le ordenó de repente que me soltara. Solo entonces, ante las palabras de Elías, los brazos de ella fueron cediendo hasta finalmente abandonarme. Al verme librado él me cogió de los cabellos y tiró de ellos en un violento vaivén, hasta hacerme caer cerca de la puerta del baño. Me puse de pie instintivamente, muy rápido, y al verlo venir no dudé en meterme al baño y trancar la puerta. Estaba muy oscuro adentro; no obstante, preferí no encender la luz, quizás pensando que así me protegía o a lo mejor escapando de la expresión ridícula que debía tener reflejada en el espejo de aquel lugar. También recuerdo que de la redecilla del sumidero se escapaba un olor acre que se espesaba y mezclaba con aromas de jabones y desinfectantes. No tenía intenciones de salir de allí, pues

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me encontraba aturdido, con la cabeza adolorida y muchas ganas de llorar. Pegué el oído a la puerta para saber si ellos me obligarían a salir. No oí nada. Sin embargo, por esos intentos pude escuchar algo, descubrí un haz de luz que atravesaba la puerta y que salía de un diminuto agujero que me permitió ver qué era lo que hacían ellos afuera. El susto y el dolor me abandonaron enseguida; saber lo que sucedía en el patio me tranquilizaba, solo tenía que observarlos y esperar a que mi padre me llamara. Por el agujero únicamente podía ver a uno de los dos hermanos. A ratos parecían discutir; en otros era como si se estuvieran poniendo de acuerdo. En ningún momento miraron a la puerta del baño. Pasado unos minutos Cinthia fue hacia una de las puertas, la que debía ser su habitación, supongo, y recostada sobre ésta, empezó a cantar. Lo hizo con un tono bajo y cadencioso, como si preparara la voz para un esfuerzo mayor. Repentinamente y sin poder verlo escuché la voz de Elías. Su voz era aflautada pero sabía cómo hacerla agradable. Ambos ensayaban una canción que solían entonarla en las reuniones que mi padre y don Félix organizaban para sus demás amigos. Recordé que los sábados el padre de estos niños los llevaba puntualmente donde un profesor de canto. Y aquel día era sábado. Cinthia y Elías cantaban siguiendo la pauta imaginaria del maestro, pero cantaban para sí mismos, exigiéndose tonos verdaderamente difíciles de alcanzar y mantener. Como solo podía ver a Cinthia observé su rostro encendido y perlado de transpiración. Imaginé a Elías de la misma manera, quizá también recostado sobre su puerta. A veces cantaban a dúo, otras se alternaban y siempre eran inmejorables.

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Tardé unos minutos en darme cuenta y descubrir que por las infladas mejillas de Cinthia corrían lágrimas. Ella se las iba limpiando con el dorso de su mano. Pese a esto su voz no se quebró en ningún momento ni el tono decayó. Solo concedió que la melodía se abriese como un velo, en una pausa que duró un segundo larguísimo, dejando un silencio propicio para escuchar unos gemidos de placer entrecortados que provenían de la sala, donde se encontraban mi padre y la señora Lucía. Estos ruidos se hicieron más agitados, interrumpiéndose a ratos por balbuceos que no alcancé a oír. El velo se volvió a tender: la voz de Cinthia continuó con lo suyo, esforzándose por cantar lo mejor posible. Yo me encontraba concentrado en todo ello, tratando de comprender lo que hacían mi padre y la señora Lucía, cuando un estrépito proveniente del otro lado del baño me obligó a reaccionar. Como todo estaba oscuro no entendía qué pasaba ni de dónde provenía aquel alboroto. Sorpresivamente la ventana del baño se abrió y vi a Elías introduciéndose con inverosímil agilidad. Escuché sus resoplidos mientras se colgaba de manos del marco de la ventana. Agitaba sus piernas, rápidamente, tratando de encontrar un punto de apoyo, pero no pudo resistir más y cayó al pie de la bañadera dando un quejido bastante extraño, semejante a un agónico animal. Entonces intenté salir de allí. Reaccioné muy tarde, él ahora me tenía sujeto del cuello de la camisa. Abrió la puerta del baño y me llevó hacia el centro del patio. Seguía con sus resoplidos y se mostró sorprendido de escuchar a su hermana todavía cantando. Le gritó que se callara, pero ella no le hizo caso. Cantaba. Y ya ni siquiera se cuidaba de secarse las lágrimas. Elías me arrastró hacia Cinthia, tratando de cogerla con su mano libre. Apretó aún más mi

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Elías logró ingresar al baño y me sacó a empujones hasta el centro del patio, continuó apretando de mi camisa, mientras Cinthia seguía cantando sin dejar de llorar.


camisa y jaló de ella. Luego me soltó y recién entonces Cinthia dejó de cantar. Los tres dirigimos la mirada a la puerta de la sala y vimos salir a la señora Lucía y a mi padre. Detrás de aquellas gafas tan gruesas se veían diminutos los ojos de la señora Lucía. Estaban irritados de tanto llorar y miraban al suelo. En ese momento no me di cuenta de la vergüenza que albergaba en su mirada. Sus hijos fueron hasta ella y la tomaron de las manos. Observaban a su madre con aflicción. Después se dirigieron a mí, como si tuviera que ser yo quien les explicara lo que sucedía. Ante mi silencio cambiaron de expresión y me vieron con desprecio. Mi padre dijo que era hora de marcharse y me hizo una seña para salir. Salimos a la calle y desde allí escuché a la señora Lucía hablándoles a sus hijos. No pude oír qué les decía, solo contemplé sus rostros bañados en sudor. Luego, aunque le fue difícil, mi padre se encargó de cerrar el portón y no pude ver nada más.

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ÍNDICE

Carlos Calderón Fajardo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . ..........................

5

En una época en que ya casi nadie usa sombrero . ..........................

7

Guillermo Niño de Guzmán . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .......................... 17 El sol de las brujas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . ......................... 19 Carlos Rengifo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 27 La primera vergüenza . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .......................... 29 Alina Gadea . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .......................... 41 La casa del acantilado . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .......................... 43 Ricardo Sumalavia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 53 Puertas marrones . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 55



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