Ópera sin fantasma, Vicente Molina Foix, El País

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VICENTE MOLINA FOIX

Ópera sin fantasma VICENTE MOLINA FOIX 16/01/2009

Parecerá increíble, pero hubo un tiempo en que había que disimular en la ópera. Yo lo hice, y también camuflarme, escabullirme (como quien va a cometer una fechoría), pretender que no era lo que era. Esa, llamémosla así, armarización operística, hace años que dejó de existir; no tantos, y no universalmente: aún quedan operáfobos en este mundo, en esta ciudad en la que vivimos, y aunque la Iglesia católica no le ha puesto anatema a la ópera por disolvente (que lo puede ser), el sambenito del elitismo aún se oye de vez en cuando, y más de una vez algunos te miran con cierta guasa o sospecha cuando dices que vas a ver a una gran soprano obesa cantando como tísica en un escenario. Al igual que la mayoría de la gente de mi generación, yo no tuve ninguna educación o apego musical, eso que apunta -como un problema inherente a su nuevo cargo de director artístico del Teatro Real- Gerard Mortier en una jugosa entrevista publicada el pasado viernes en Le Monde. Pese a cierta tradición familiar de gusto por la música escénica (mi abuelo paterno patrocinó compañías de zarzuela en los pueblos de la Ribera Baja valenciana, y mi padre canturreaba a menudo romanzas del maestro Serrano), fui llevado sólo una vez de niño a ver La Traviata al aire libre en la plaza del Ayuntamiento de Alicante, donde me quedé con aquello de Sempre libera que cantaba la soprano, en esa ocasión realmente delgada. Mi afición a la ópera sólo se iniciaría, yo creo que por curiosidad malsana, en los años que viví en Londres, donde la oferta era tan rica que me llevó incluso a conocer, cuando en España era un completo desconocido, las obras de Janacek. Una de las razones que afianzó mi afición fue ver a mi lado en las butacas altas del Covent Garden o el Colisseum a gente como yo; quiero decir, veinteañeros sin corbata ni zapatos de charol, todos muy excitados por lo que pasaba en el podio, el foso y el escenario, aunque a ellos, en su mayoría, se les veía más seguros de lo que estábamos haciendo allí como espectadores. Tuve la suerte de ver aún en el repertorio los montajes extraordinarios que Luchino Visconti había realizado para la Royal Opera (su famosa Traviata en blanco y negro, El caballero de la rosa con perros vivos en escena, el Don Carlos), y desde entonces supe (todo lo aprendía sobre la marcha, sin referentes) que la ópera, por sublime que sea su música, sólo adquiere entidad y grandeza cuando la escenificación está a la altura de la partitura. En un mal montaje teatral, hasta Mozart puede parecer árido. Mortier desembarcará justo dentro de un año en Madrid y no cambiará sus convicciones, incluso si para lograrlo, dice en Le Monde, "he de tener agarradas con el público español". La perspectiva de que haya un poco de bronca en el edificio sito entre las plazas de Isabel II y Oriente es atractiva, aunque no será nueva. Hace dos temporadas, un pequeño grupo de amigos tuvimos que pelearnos, sin llegar a las manos, con unos caballeros y damas vestidos al inconfundible estilo vétero-salmantino la noche del estreno de El viaje a Simorgh, la ópera de Sánchez-Verdú sobre textos de Juan Goytisolo. A los señores salamanqueses no les gustaba, lo que es lícito; lo malo es que lo quisieron pregonar durante la representación, sin esperar a ejercer su derecho al pateo en los saludos finales. Pero el público musical madrileño también escapa, por fortuna, al antiguo estereotipo, como puede verse (y oírse) en numerosas representaciones, sobre todo las más arriesgadas, en que un público heterogéneo, joven, informal y en formación aún, sigue, entiende y aplaude a rabiar las obras de Britten, Poulenc, Monteverdi o Philip Glass. Mortier no llegará a un páramo, pese a las insuficiencias educativas y orquestales. El Real no sólo se ocupa de que las grandes voces y las grandes batutas atraigan a los grandes públicos. Lleva ya un tiempo en práctica una labor extraordinaria y poco conocida de pedagogía operística que, más allá de atraer a los menores de 30 años con descuentos y facilidades de adquisición de entradas, ha encarado el fantasma más dañino de nuestra cultura: la ignorancia. La que yo sufrí, con tantos españoles de todas las edades, pese a mi pedigrí zarzuelero. El Teatro Real, con diversos sponsors, está consiguiendo que en tres colegios de la provincia de Madrid (Vallecas, Móstoles, Villarejo de Salvanés) los niños de 1º, 2º y 5º de Primaria (entre los 6 y los 11 años) no sólo tengan la posibilidad de ir a ver en el Real o el auditorio de la Universidad Carlos III óperas para ellos; ellos están haciendo sus propias óperas, desde el libreto y la música hasta el vestuario y la iluminación de las funciones que montan, y se lo pasan en grande. Los padres de esos niños, al principio desconfiados (ignorantes, como lo éramos todos a tal respecto), ven ahora que sus hijos opereros van mejor en clase y encima cantan arias propias y quizá algo de Verdi cuando se bañan al volver del cole.

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