Cartas un amigo...

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A la vereda El Naranjal sólo se llega en Jeep Willis desde el municipio de Chinchiná, Caldas. Allí está ubicada la biblioteca rural: una casa de primer piso que hace parte de la Fundación Manuel Mejía Vallejo, perteneciente a la Federación Nacional de Cafeteros, y que fue donada a la alcaldía de la localidad para que funcionara la biblioteca municipal, fundada apenas en el 2011. La gobernación decidió que la biblioteca fuera puesta en El Naranjal, pues es la vereda central de Chinchiná, está ubicada en el cruce por donde pasan todos los jeeps que movilizan a los habitantes del sector y cuenta, además, con un colegio a pocos metros de distancia.


La biblioteca tiene como objetivo principal atender a la población rural. Se fundó con la intención de ofrecer un espacio en donde las personas pudieran acceder a la información sin tener que movilizarse a una ciudad principal: Manizales o Pereira. Los asistentes a la biblioteca son campesinos, caficultores, alumnos del colegio vecino y estudiantes universitarios de la sede agropecuaria de la Universidad Minuto de Dios. La mayor parte de los visitantes de la biblioteca está conformada por los estudiantes del colegio y por los niños que utilizan con asombro los computadores de la sala de internet. Su bibliotecario, Jorge Helmer Valencia Ayala, ha estado al frente de la biblioteca desde que se fundó. Es un hombre activo que promueve el uso de la biblioteca por medio de actividades con tecnología que vinculan a toda la comunidad. La donación de equipos por parte del Proyecto TIC del Ministerio de Cultura de Colombia y de la Fundación Bill & Melinda Gates, por ejemplo, ha posibilitado la asistencia masiva de niños, jóvenes, adultos y adultos mayores a los espacios de la biblioteca. Este bibliotecario, justamente y en consonancia con el Plan Nacional de Lectura y Escritura Leer es mi Cuento, ha puesto especial atención en dos de las prácticas más importantes en los contextos de la cultura y de la educación: la lectura y la escritura.

La nostalgia… y el crecimiento De las muchas cosas perdidas, escribir bien y con rigor lingüístico es –aparentemente– una de las que menos hace falta. El afán parece haber mutilado las capacidades de la retórica y las bondades de las figuras literarias, de la gramática, de la sintaxis, de la ortografía, de la cohesión y de la coherencia discursiva... Hay una nostalgia de lo correcto, personas que insisten en la idea generosa de rescatar ciertas maneras de lo que fue. Jorge Helmer es una de esas personas: un hombre trabajador que ha usado su institución, y las herramientas con las que cuenta, para afrontar la quijotesca tarea de enseñarle a los niños a escribir bien, a partir de una técnica caída en desuso: las cartas impresas a puño y letra. Para enseñarle a los niños a leer y a escribir ha desarrollado un proceso largo y metódico. Primero, el bibliotecario diseño un proyecto que implicara activamente el ejercicio juicioso de la lectura; luego, y para llamar la atención de los estudiantes de la Institución Educativa El Naranjal usó las tecnologías donadas por el Proyecto TIC y las múltiples aplicaciones contenidas en las tabletas… Según dice Jorge Helmer, “haber vinculado la tecnología y el proyecto de lectura Biblioteca Escuela, con el cual se pretende estrechar las relaciones de las bibliotecas públicas con los usuarios en edad escolar y sus familias”, permitió que los niños y sus padres participaran continuamente de los espacios y programas de la biblioteca. En principio, los niños de los grados cuarto y quinto llevaban un libro de la biblioteca a sus casas, y debían leerlo en compañía de sus padres. Cada semana lo devolvían y exponían sus interpretaciones y comprensiones en la biblioteca pública, que se convirtió –de esta forma– en otro salón de clases del colegio. Dentro de la biblioteca, también leían un libro grupal. El texto era proyectado en la pantalla mientras los niños seguían con atención las lecturas en voces altas de distintas tonalidades. Terminada la historia, los niños hacían uso


de las tabletas y realizaban actividades como cambiar el final del cuento, o transformar su estructura básica: mover el inicio, el nudo o el desenlace, buscar palabras desconocidas, o reescribir la historia. En la reescritura de la historia leída, justamente, fue donde Jorge Helmer pudo materializar su principal interés: que los niños escribieran con mayor rigor y solvencia. Además de las actividades que realizaban con los libros leídos grupalmente en la biblioteca, se abrieron cuentas de correo electrónico para los niños, desde donde enviaban los ejercicios de lectura y escritura que hacían con sus padres en casa. Ambas actividades se complementaban con las aplicaciones incluidas en las tabletas… En definitiva, un diálogo entre el texto impreso y el texto digital, un encuentro de momentos históricos y culturales, un mundo de lápiz y papel, y una realidad de pantallas y tecnologías vanguardistas. Faltaba un punto de llegada, una estrategia para que los avances escriturales se hicieran evidentes. «Si bien es cierto —explica Jorge Helmer— que todo el proceso continuo de lectura, de juego con las aplicaciones, de transcripciones, de correcciones, de cambios y de trueques estructurales, ayudó a que los niños mejoraran notablemente sus capacidades en la escritura, aún no había un lugar, cosa, situación en la que pudiera desembocar el ejercicio de escritura y de lectura». Entonces, en asocio con Adriana Grisales, bibliotecaria del municipio de Marsella, idearon una actividad que, sin usar ya las tecnologías, captaría la atención de los niños: se enviarían cartas escritas a mano y luego se llevaría a cabo un encuentro personal. «La intención era que escribieran como en los tiempos de ayer —dice Jorge Helmer—. Lo hubiéramos podido hacer por correo electrónico, pero eso habría limitado la interacción con el texto y lo que se esperaba de la actividad… El computador corrige, la mano no». Los niños enviaban cartas a Marsella donde se describían físicamente, las adornaban con dibujos y, además, mandaban un regalo que provenía del alma: una imagen, una ilustración en papel o un objeto sencillo que no costara dinero. Jorge Helmer le entregaba las cartas a un conductor de Jeep, quien las llevaba hasta la estación de policía de Marsella y ahí las recogía Adriana... Ella las pasaba a sus niños, quienes a su vez respondían con otra carta en la que también se describían y expresaban su gratitud: un intercambio de afectos humanos que dejaba ver la sensibilidad del campo, la ternura de la infancia, el rostro de la sinceridad. Un niño de El Naranjal le escribía siempre a un mismo niño de Marsella, y viceversa. Luego de un intercambio nutrido, que constó de cinco cartas enviadas y cinco cartas recibidas, los niños de El Naranjal viajaron a Marsella. Se reunieron en la biblioteca pública León de Greiff donde almorzaron juntos, intercambiaron la última carta y se reconocieron en directo. Al descubrirse, se entregaron un regalo que llevaron especialmente para la ocasión… Las emociones, entonces, no ocultaron su verdad. Las cartas escritas a mano fueron la forma en la que Jorge Helmer y Adriana vincularon las actividades particulares en sus bibliotecas con el proyecto de lectura “Biblioteca Escuela” y con el Proyecto TIC. «Si las cosas se hacen con las herramientas precisas, se consigue que los niños se interesen. Y aquí, en la biblioteca, tenemos las herramientas para motivar a los niños», dice Jorge Helmer, orgulloso de haber estimulado la práctica noble de la escritura a mano.


«Algo muy importante dentro de todo el proceso fue el componente lúdico —explica Jorge Helmer—; sin las tabletas y sus aplicaciones, quizás el proyecto de lectura y escritura que desembocó en las cartas, hubiese fracasado. Todo es cuestión de apuntarle a las nuevas tecnologías, ahí tenemos una oportunidad…»


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