LA MATA, LA MATICA —Amor, se murió la mata. Me quedé mirando a Sora como si reconociera en su expresión adormilada mi propia cara de angustia. Aunque seguía dormida me di cuenta de que mis palabras se escurrieron por entre alguna fisura de su sueño, porque comenzó a mover su cuerpo hacia un costado como si pretendiera buscar una nueva posición para quedar profunda de nuevo. Unos segundos después, tal vez porque el eco de mi sentencia seguía rebotando dentro de su cabeza, abrió los ojos. Me miró en forma extraña. Pude advertir cómo sus pupilas recorrían el cuarto, esmeradas en apropiarse del contexto antes de volver a mí de nuevo. Entonces creí prudente darle, darnos, la última estocada. —La mata, amor, se murió la mata. —Le sostuve una mirada cargada de reproche, como pidiéndole una explicación. —Ashshhh, la matica. —Arrugó la boca y levantó las cejas—. ¿Dónde estaba? La mata, la matica, estaba en el baúl del carro. Siempre estuvo ahí. Ese día, cuando llegamos del entrenamiento de fútbol de Nicolás, nuestro hijo de seis años, me disponía a abrir el baúl cuando Sora me interrumpió con la 45
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mano; no, amor, espera, primero ayúdame a bajar estos paquetes, que están como pesados. Miré su mano en alto, consciente de que desde el inicio de nuestra relación una mano en alto era un gesto al que había que procurarle la debida atención, si es que no quería querellas de ningún tipo. Entonces procedí con los paquetes, que en verdad estaban bastante pesados, para después atender otro de sus requerimientos; amor, por favor, ve con el niño, ayer estuvimos haciendo tareas, pero aún queda una pendiente y de pronto se nos olvida. Fue esa la razón por la que subimos al segundo piso con Nicolás y nos pusimos a leer el cuento «El lápiz rezongón», para sacar entre los dos un resumen. Mientras leíamos, la mata tuvo que haber pensado, si es que las matas pueden pensar como nosotros aunque no puedan expresarlo como no sea con sus hojitas marchitas mirando hacia el piso, que era su destino quedarse dentro del baúl toda la semana hasta marchitarse por completo, mientras a nosotros nos absorbían las rutinas. —Ven, déjame verla —solicitó Sora, mientras se limpiaba los ojos con la mano. Cuando la traje, Sora permaneció inexpresiva durante algunos segundos. Nicolás todavía dormía, así que por el momento teníamos la libertad de pensar con serenidad, sin chillidos de ningún tipo. La vi mirar la mata con detenimiento, estudiarla también por los costados, levantarla a la altura de sus ojos; después, con mucha sutileza, su dedo índice levantó una de sus hojas, tan solo para comprobar cómo caía de nuevo, sin la más mínima intención de dar la pelea por su vida. Sora parecía una experta a punto de emitir un veredicto. Llegué a pensar que todavía era posible aferrarnos a alguna esperanza, aunque fuera remota. Unos minutos más tarde levantó 46
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su cabeza y me miró, antes de dar ella sí la estocada final: Se nos murió la matica. La mata nos la habían dado hacía poco más de una semana en el último entrenamiento de fútbol de nuestro hijo. Aquella vez habíamos ido con mucha expectativa, pues el equipo jugaba un partido contra otra escuela; aunque amistoso, el encuentro era definitivo de cara a un festival que estaba cada vez más cerca. Estuvimos durante todo el juego atentos al momento en que nuestro hijo recibía el balón, para dar brincos en la silla y celebrar jubilosos cada pequeña gambeta, avance hacia el arco rival o un pase que diera aun cuando fuera fallido. Uno de sus compañeros era Pipe, hijo de los González, que a años luz era el mejor del equipo. Un niño de cinco años que parecía haber tenido un balón pegado al pie desde que estaba en el útero, jugando a estrellarlo todos los días contra la placenta. Entonces nos indignábamos también cada vez que Pipe metía un gol en el que podía haberle hecho el pase a nuestro hijo. Esa era nuestra rutina desde hacía un año, cuando habíamos tomado la decisión de inscribirlo para que practicara algún deporte, asumiera compromisos y adquiriera disciplina. Fue así como los fines de semana se convirtieron en todo un ritual: levantarse, arreglarnos, comer algo ligero y salir a los entrenamientos. Atrás habían quedado las levantadas tarde, los desayunos preparados con toda la modorra del caso. Pero estar ahí, en ese campo, viendo cómo su entrenador les enseñaba a tocar el balón, moverse dentro de la cancha y jugar en equipo, ponía ante nuestros ojos la irrefutable evidencia que anunciaba sin pudor que la felicidad se vestía de domingo. Algunos meses después comenzó el rumor. Parece, decía el entrenador con entusiasmo, que vamos a participar en un torneo; en 47
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realidad no es un torneo, aclaraba, es un festival, porque ellos todavía están muy peques. De tal manera que a nuestra vida familiar la cercaron a diario expectativas sobre lo que sería el festival. Muchas veces nos imaginamos con mi esposa que hacíamos porras desde la tribuna. Pasaron varios meses en los que la oración de la noche incluía el clamor de un niño que le pedía a Dios que le ayudara en el torneo. Quiero meter muchos goles, decía Nicolás. Que no me lesione ni que lesione a nadie, papá, eso pido, porque a veces uno sin querer le puede pegar a otro niño. El festival, toda una presencia, rondaba a diario por nuestra casa, se inmiscuía en las conversaciones. Por eso aquel domingo, último partido amistoso antes de su inicio, era todo un acontecimiento. Cuando terminó, el entrenador nos reunió a todos en círculo para decir algunas palabras. De una tula, donde pensé que había balones, petos y canilleras, sacó la mata y nos la mostró a todos. Estaba en un moldecito de color verde y sus ramitas se asomaban todavía en forma incipiente. En un primer momento ninguno intuyó de qué se trataba el asunto. Pero después explicó que uno de los objetivos de la escuela de fútbol era inculcar valores, más que desarrollar talentos que en un futuro pudieran ser el orgullo de nuestra selección Colombia. Habló de liderazgo, fundamental para el trabajo en equipo. Ser líder es ser solidario, aclaró; ser líder es ser responsable y disciplinado, acometiendo las tareas que se nos encomiendan. Esta matica la estaremos rotando todas las semanas. Quien la reciba debe velar por ella, alimentarla, cuidarla, para traerla de nuevo llena de vida y poder entregarla a otro compañero. Esto que ven aquí es el equipo, señaló, haciendo énfasis en la voz y bajándola para que quedara a la vista de todos los 48
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pequeños. Si alguno de nosotros falla es el equipo el que pierde. Cuando termine el festival debe estar completamente florida; verán que, aclaró, pasadas unas semanas comienzan a salirle florecitas. Después vino lo mejor de todo, o lo peor, pensamos luego Sora y yo, mientras tratábamos de comprender qué tan muerta estaba la matica; cuando sucedió no cabíamos en nuestros cuerpos de lo mucho que se nos hinchó el orgullo, porque intuimos que el hecho de habernos escogido como primeros custodios de la mata era el reconocimiento al trabajo de nuestro hijo en la cancha. Nicolás, tú serás el primero, dijo el profe; al pronunciamiento de él le siguió un aplauso de los demás niños. Nicolás la recibió mientras nosotros mirábamos para todos lados, asintiendo con la cabeza y sonriéndole a todo aquel que nos miraba. Debes tenerla dos semanas, indicó, porque recuerden que el próximo fin de semana no tenemos clase. Así que estábamos todos felices. Pero el entrenador se inclinó, metió la mano en la tula y sacó otra mata; son dos, dijo, con un gesto de picardía. Estiró el brazo y se la entregó a Pipe, que abrió los ojos con desmesura y comenzó a dar salticos. Te la ganaste, campeón, remató el profe, mientras a Sora y a mí se nos desdibujaba la sonrisa. Sora cogió la mata y bajó hasta el primer piso con ella. La seguí, como un paciente que escolta a su doctor por los pasillos de una clínica. La vi llegar a la sala y correr las cortinas; después, caminó a grandes zancadas hasta la cocina y trajo una jarrita llena de agua. Ven, amor, decía, creo que todavía podemos revivirla. Vertió un poquito de agua sobre la tierra, dejando caer también sobre las hojas algunas goticas. Luego, con instinto maternal, pasó la yema de los dedos con mucha suavidad, esparciendo la 49
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humedad por el tallo y la textura de las hojas. Entonces me miró, como buscando en mí un gesto aprobatorio. Como no reaccioné explicó que, con luz e hidratación, poco a poco iría recuperando su vitalidad. Sora no le desprendía la mirada a la mata, como si algo dentro de sí misma le sugiriera que su repentino tratamiento surtiría efectos de inmediato. Me dejé caer en el sofá. No quería culpar a Sora, aunque mi dedo índice tuviera que apelar a mucho aplomo para no erguirse y señalarla. Estábamos ahí, en completo arrobo mirando la matica, cuando nos sorprendió Nicolás. Estaba observándonos desde las gradas. No pestañeaba. Luego caminó algunos pasos y se acercó a Sora. Lo vi arrugar la boca con ese gesto al que acudía ante las pequeñas tragedias infantiles que lo rondaban a diario. —Se cuchiflió la mata. ¿Qué le pasó? —¿Que qué le pasó? —contestó Sora, moviendo la cabeza hacia un costado—. Pasó que no la cuidamos. —¿Cuidamos? —Nicolás arqueó las cejas, como si su intuición de niño le advirtiera que un alud de culpabilidad pudiera caerle de repente. —¿A quién le entregaron la matica, Nico, dime, a quién? —pregunté, para respaldar a Sora. Nico arrugó las cejas y comenzó a tensar los músculos de su cara; como yo sabía que a aquel gesto le seguía el llanto y una carrera hacia el segundo piso para meterse en su cuarto, tomé el liderazgo de la situación y propuse que nos calmáramos. Esperemos a ver qué pasa, les dije; corrí un poco más la cortina y me acuclillé frente a la mata, pendiente de alguna reacción. Sora cargó a nuestro hijo y comenzó a darle besitos en las mejillas; todo va a salir bien, mi niño precioso, todo va a salir bien. Nico tenía los ojos humedecidos; sin embargo, no decía nada, su mirada 50
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era inexpresiva, como si muchas imágenes revolotearan dentro de su cabeza. Sora se sentó con él en el sofá y desde ahí me veían de cuclillas frente a la mata, como a la espera de que les diera alguna señal de aliento, un pequeño parte de victoria. La tierra había absorbido por completo el agua, por lo cual creí prudente tomar la jarra y verter un poco más. Al cabo de unos minutos, Nicolás soltó la frase que terminó de enrarecer el ambiente: Ja, capaz que Pipe llega al partido con la matica toda floridita. Cuando escuché su vaticinio levanté mi cabeza, y Sora y yo nos miramos, enfrentados a la verdadera dimensión de nuestra angustia. Nuestro recelo hacia esa familia emergió con fuerza desde el principio. En la primera clase, cuando el profesor hizo una ronda para que los padres y los niños se presentaran, me apresuré a decir, a modo de broma, que nuestro hijo quería ser como Lionel Messi; luego le hice un guiño a Nico y le puse la mano en el hombro. Sora me asistió con una sonrisa. Ambos sabíamos muy bien lo que perseguíamos con el deporte para Nico; sin embargo, en ese momento no creí necesario ponerme con solemnidades de ningún tipo, ni mucho menos construir un discurso en torno a los valores del deporte. El papá de Pipe, en cambio, como si hubiese decidido en forma repentina irse lanza en ristre contra mí, solo atinó a esbozar una sonrisa burlona, para después tomar la palabra. Nosotros, en cambio, más que idealizar figuras o erigir algún tipo de ícono, queremos que Pipe entienda la importancia del trabajo en equipo, que se trace metas como una forma de afianzar la disciplina, tan necesaria para la vida. Mientras hablaba su esposa no hacía otra cosa que asentir, como si avalara en silencio su sabiduría. Sora me miró con una expresión que hacía mucho tiempo no veía en ella; 51
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una que era común cuando estábamos en la universidad y algún batracio abría el hocico en clase para restregarnos superioridades de cualquier tipo. El resto de asistentes no dijo nada, aunque tampoco parecieron haberse alterado por la inesperada exhibición de arrogancia. Mientras los otros padres revelaban sus motivos, me di cuenta de lo mal que me sentía; por momentos miré a Nico, que estaba distraído mirando hacia una cancha adyacente donde se jugaba un partido. La naciente aversión se acrecentó a raíz de las evidentes habilidades del hijo de la familia González, Pipe, Pipito, que corría por la cancha sin perder el balón y lo recuperaba con soltura cuando lo tenía el adversario. Sus padres lo esperaban sentados en un par de sillas portables que habían sacado de un pequeño maletín; en un comienzo pensé que eran sombrillas, pero después advertí cómo Natalia, la madre, con mucha pericia las fue desplegando hasta convertirlas en cómodas butacas. Sora, entre tanto, estaba parada junto a mí, levantando cada tanto alguno de sus pies como señal de cansancio. Entonces, como si nos convocara un pacto silencioso, seguíamos con devoción la sesión de entrenamiento, aferrados a la vana esperanza de que en algún ejercicio Nico mostrara aunque fuera una leve superioridad sobre Pipito, que saltaba como si fuera un saltamontes, corría como guepardo y se arrastraba con la destreza de una lombriz de tierra, cuando el profesor les pedía que sortearan una pista de obstáculos bajo una malla a muy pocos centímetros del piso. Nico nos volteaba a ver cada vez que consideraba que merecía algún tipo de reconocimiento; de tal manera que nosotros no podíamos hacer nada diferente a aplaudirlo, genuinamente entusiasmados, aunque el pequeño hijo de los González 52
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se esmerara en estropearnos el orgullo. Vale también decir que por más que nos esforzáramos en madrugar y ser puntuales, retardados a lo sumo un par de minutos, cuando llegábamos ya estaba la familia González al borde de la cancha; el padre tensándole las medias a Pipe y su madre disponiendo un par de botellitas de agua junto a sus sillas portables para hidratarlo cada vez que fuera necesario. Entonces nuestros rituales de la mañana, mientras arreglábamos a Nico, se convertían en una tensión permanente, una carrera contra el reloj, un apurarse haciendo todo a medias. Nuestro hijo salía trotando con nosotros, con manchas de bloqueador en la cara que ni Sora ni yo habíamos esparcido en forma adecuada, preocupados como estábamos por esa confrontación nunca declarada con los González. Al entreno llegábamos cansados, alegando porque se nos había quedado el carné o habíamos olvidado el termo con el agüita para Nico. Después del vaticinio de nuestro hijo decidimos ir a cine como una forma de pensar mejor las cosas y aclarar la mente; Sora auguró que, al regresar, tal vez la matica habría recobrado un poco la vitalidad. Permaneciendo ahí, mirándola sin pestañear, no conseguíamos nada. Pero aun así en la película no logramos concentrarnos; lo sé porque el destello irregular de luz en la pantalla alternaba sin que mi cabeza lograra hacerse una idea clara sobre lo que sucedía. Nico, en cambio, parecía haberlo olvidado todo; por momentos, cuando giraba mi cabeza, lo veía inclinado hacia delante, las manitos aferradas a los descansabrazos, los ojos expectantes y una sonrisa que aunque apenas se insinuaba amenazaba con convertirse en sonora carcajada. Por momentos, cuando la película estaba en sus pasajes calmos, Sora me miraba y sonreía. 53
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Creo que la película iría por la mitad cuando cerré los ojos. Pensé entonces por qué tantas cosas nos resultaban tan difíciles en nuestro matrimonio, en la crianza de Nico; recordé, también, cómo eran las cosas cuando yo estaba pequeño. En casa papá parecía tenerlo todo controlado, mientras mi hermana y yo nos dedicábamos tan solo a ser niños; mi hijo, en cambio, ha sido testigo de cómo maduramos con él, como si fuéramos un par de niños a cargo de otro niño, yendo por la vida con la torpeza de quien va de tumbo en tumbo. Mientras escuchaba las risas de Nico no podía evitar pensar en eso. Todo en la vida de papá parecía haberse dado con facilidad. Surgía ante el chasquido de unos dedos. Nada representó el menor inconveniente. Mamá, cuando éramos niños, padecía de unos terribles quebrantos de salud que descargaban en papá muchas funciones. Pero la angustia nunca se insinuó en él, como no fuera en las noches cuando tal vez todos dormíamos. La nevera y la alacena siempre estaban repletas. Las tareas del colegio quedaban hechas al final del día. Los nuevos útiles escolares aparecían, como por arte de magia, sobre el escritorio del estudio. El uniforme nos aguardaba en las mañanas doblado al pie de la cama. Papá me cambió de un colegio a otro sin que fuera requerido ningún trámite. Las citas con el médico ante cualquier síntoma, erupción en la piel, tos persistente, irritación en los ojos o dolor localizado, eran programadas sin el más mínimo problema. Era fácil pensar que el doctor aguardaba en su consultorio a la espera de una llamada de papá para poder revisarnos. El dinero llegaba a sus bolsillos al final de cada mes e iba saliendo de a poco, con mesura. Nos cepillaba los dientes él mismo ante el convencimiento de que las caries nos acechaban. 54
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Nos enseñó a leer. Papá era papá y en eso se le iba la vida. Todo, sin embargo, lo hacía con un fervor inquebrantable que parecía blindarlo frente al agotamiento. Pensaba en eso cuando sentí cómo Sora me tomó la mano y comenzó a acariciarme con la punta de uno de sus dedos. Me gustó la sensación, pero seguí con mis cavilaciones, pensando en que la vida arrojó a papá al mundo con todos los talentos que requiere un padre; a mí, en cambio, lleno de temores e incertidumbres que no me dejaban tranquilo. Me desconcertaba intuir ajena la sabiduría que fue con papá más que una aliada. Abrí los ojos porque intuí que Sora me miraba más de lo normal; cuando lo hice la vi acercarse a mí con un esbozo de entusiasmo; amor, ya sé, compremos otra en un vivero. A su pedido le siguió una sonrisa contenida que aguardaba mi reacción para terminar de dibujarse. La propuesta de Sora me pareció sensatísima; entonces, por primera vez en todo el día, tuve en verdad un instante de sosiego. —¿Cómo era la matica? Sora tomó la iniciativa de explicarle a la señora, que mientras escuchaba arrugaba un poco las cejas y miraba hacia arriba, como si de arriba fuera a llegarle la respuesta. Nico me cogió de la mano y giró su cabeza, estudiando aquel lugar atiborrado de plantas, helechos, enredaderas y unos ramos de rosas que permanecían en jarrones dispuestos en el piso, junto a bolsas llenas de tierra y platones con agua. Escuché que Sora describió la mata. Dijo que tenía unas hojas delgadísimas, llenas de venitas; un tallo enclenque deformado desde la raíz, de una textura rugosa y un tono verdusco algo pálido. La señora pareció asociar en su cabeza la descripción de Sora, porque comenzó a asentir y nos pidió que la siguiéramos. Se detuvo al 55
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fondo, cerca de unas plantas y unos girasoles, en una sección etiquetada con un cartón que pendía de un clavo en una pared vencida por la humedad, y que decía en letras grandes escritas con apuro: «Semillas certificadas». Me parece que de lo que ustedes me hablan es de un anturio, dijo señalando un escaparate donde había varios. Sora se acercó para estudiarlos con detenimiento; no, señora, dijo después, mientras hacía un gesto impreciso con la boca. Al día siguiente, cuando la ruta del colegio trajo a Nico, recorrimos otros dos viveros. Como no tuvimos la precaución de llevar la mata con nosotros, se dificultó la búsqueda. Pero aun así en ninguno vimos una como la nuestra, una como aquella que otra vez mirábamos sin premura sentados todos en la sala, con sus hojitas marchitas, su tallo ensombrecido por una tonalidad amarillenta. Nico balanceaba los pies, como una forma de sobrellevar el abrumo; Sora parecía haberse sumido en un letargo, su mirada estaba fija sobre las hojas plomizas de la mata, pero algo me hacía entrever que frustraciones de otro tipo reverberaban dentro de ella. Me corrí un poco y me hice a su lado; después la abracé con algo de timidez, atento a su reacción, pues solo así podía inferir si algún amago de reproche hacia mí se abría paso dentro de su cabeza. Pero se dejó abrazar. Recostó su cabeza en mi hombro y nos quedamos mucho tiempo así, hasta que esa suerte de reloj biológico que en ella nunca se detiene le indicó que era hora de acostar a Nico. Entonces nos pusimos en pie con ese ritmo lento que marcan las derrotas; Nico, de manera increíble, se dejó llevar hasta su habitación sin reviros de ningún tipo. Siempre es lo mismo, me dijo Sora, de espaldas a mí; en ese momento estábamos metidos en la cama, encajados 56
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uno al otro como nos gusta dormir. No dije nada. Tan solo aguardé porque sabía que en algunos segundos desarrollaría su idea. Siempre es lo mismo, repitió; somos unos dejados, no tenemos ninguna clase de método, andamos al vaivén de como se vayan dando las cosas, sin planificaciones de ninguna clase, continuó. La abracé. Esperé unos segundos más sin decir nada; como no continuó, me animé a decir que estaba de acuerdo, pero que de seguro poco a poco iríamos cambiando ese tipo de cosas. Mira no más lo del nuevo bebé, dijo; Nico ya tiene seis años y no hemos buscado a su hermanito con juicio, esperando que la cigüeña pase y nos lo deje en la ventana. Tragué saliva con dificultad mientras asentía tan solo para mí; Sora se dio la vuelta y negó con la cabeza, luego se giró, estiró la mano y apagó la luz del nochero. La penumbra me fue revelando de a poco su silueta, la ropa tirada en el piso, la pequeña biblioteca del fondo, el televisor a un costado de la habitación, e incluso le abrió paso a aquella vocecita que le salió débil, a punto de desgajarse en chillido: Parece que no te importara. Me puse de pie y bajé a la habitación de nuestro hijo. Siempre lo hago, porque acostumbra patear las cobijas y quedarse así hasta que lo despierte el frío. Mientras bajaba las gradas, apoyándome en la pared, pues suelo ser torpe cuando camino con pantuflas, recordé el drama que supuso la búsqueda de Nico, el llanto de Sora cuando le llegaba el periodo en momentos en que anhelábamos que por fin la vida se hiciera un lugar dentro de su barriga. Ahora, sin embargo, era la primera vez que el tema de un nuevo bebé salía de ella con cierto resquemor; de alguna manera tener a Nico con nosotros nos había procurado mucha más calma que cuando solo éramos los dos, agobiados 57
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juntos por ese anuncio que cada treinta días nos rehuía sin pudor. Cuando abrí la puerta me di cuenta de que estaba despierto. Le pregunté qué le pasaba. Nada, me dijo, pero casi de inmediato continuó hablando; explicó que se sentía mal por la matica, que el equipo iba a perder por su culpa. Entonces repitió las palabras del entrenador: Si alguno de nosotros falla, es el equipo el que pierde. Le sobé la cabeza mientras le decía que era una forma de hablar, que nada tenía que ver la mata con el desarrollo del torneo. Nico pareció no escucharme. Se subió las cobijas hasta la altura del cuello y cerró los ojos. Me quedé ahí un tiempo más, observando un leve temblor en sus párpados que me llevó a comprender que se esforzaba en mantenerlos cerrados. Si mi ánimo había trastabillado con el decaimiento de Sora, descubrir la derrota en el semblante de mi hijo terminó por abatirme. Un par de horas más tarde escuché ruidos en el primer piso. Sora dormía, así que me quedé esperando, aguzando mi oído, tratando de no moverme. Como no escuché nada más pensé que a lo mejor los sonidos habían provenido de la casa vecina. Pero como no pude volver a conciliar el sueño, al cabo de un rato bajé. Nico estaba dormido sobre el sofá. Estaba boca abajo. Imaginé que, tal vez, había bajado a contemplar la matica; me pareció verlo ahí, sobre el sofá, con su mentón apoyado en las manos y los ojos clavados en el tallo de la mata, mirándola lidiar con su agonía, constatando su muerte o clamando algún tipo de indulgencia. Luego lo cargué y lo llevé de nuevo hasta su habitación. A la hora del desayuno todo volvió a la normalidad. De alguna manera la noche se había hecho cargo de las penas y ahí estábamos todos de nuevo con un semblante distinto; Nico revolvía las hojuelas de su cereal y Sora me 58
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servía un poco de jugo de naranja. Saqué mi celular y les leí el mensaje: Profesor Hurtado, viera lo mucho que hemos cuidado la matica, está toda bonita y ya casi floridita. ¿Cómo es que se llama? Sora negó con la cabeza en forma divertida, aunque mencionó que a lo mejor ni siquiera el profesor sabía el nombre. Nos aplicamos todos sobre el desayuno haciendo comentarios al respecto, mirando alternativamente hacia el rincón donde reposaba la mata, que seguía esmerada en apuntar con sus hojas hacia el suelo. Por la tarde, gracias a la sugerencia de un amigo, vistamos a un herborista; esa gente sabe, dijo mi amigo, además, el que te digo es coleccionista y todo. El apartamento estaba ubicado en una zona residencial modesta pero agradable. José Miguel, el herborista, vivía en el último piso, que tenía una terraza cubierta con todo tipo de plantas. Sora consideró prudente sincerarse, explicarle lo sucedido y pedir consejo. También sacó su celular y le mostró una foto en primer plano de los restos de la mata. El tipo se llevó la mano izquierda al mentón y comenzó a estrujarlo; conocíamos ese gesto, pues la última media hora se había entregado con prolijidad a darnos cuenta de todos los conocimientos que atesoraba en su cabeza. Nos había hablado de jazmines, arbustos de floración, en redaderas, trepadoras, plantas de raíz persistente y plantas de raíz fibrosa; después nos mostró un jazmín japonés, el cual miró con arrobo durante casi un minuto, al cabo del cual se puso de pie y nos contó del proceso de floración de unas zarzamoras que tenía en una finca, ubicada por la salida hacia Sibaté. Mientras se estrujaba el mentón después de la explicación de Sora, Nico se había quedado en cuclillas mirando cómo unas hormiguitas marchaban con paciencia de un extremo a otro llevando sobre sus 59
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lomos unas hojitas que las sobrepasaban en tamaño. Al final el herborista caminó hacia un extremo de la terraza y regresó con una planta. El júbilo de Sora se tradujo en un pequeño grito que no logró contener; volteamos a mirar y vimos cómo el tipo traía la planta que buscábamos. Se llama dragonaria, dijo, mirando satisfecho la plantita. Nico sonreía y de un momento a otro comenzó a dar pequeños saltos. Pero al regocijo de Sora le siguió una preocupación creciente y compartida; está muy grande, dije, luego expliqué que me refería al hecho de que aquella que él tenía era de una edad superior. La nuestra era chiquitica, dijo Sora, apoyándose en sus manos para describir el tamaño de la mata. Claro, dijo el herborista, es por el ciclo vital; de haberla cuidado como correspondía, en unas cuantas semanas, tal vez un mes larguito, estaría como esta. La planta la teníamos con nosotros desde hacía tan solo una semana y media. Sora me miró con desconcierto. El herborista dijo no tener una de esas mismas en su fase incipiente. De tal manera que, tras resistirnos a abandonar aquella terraza, como una forma de aferrarnos a la última esperanza que nos quedaba, finalmente nos marchamos. En el camino de regreso nadie dijo nada. Avanzábamos por entre calles pequeñas sorteando los trancones que a esa hora se formaban en las vías principales cada vez que llovía. Sora buscaba en el dial del radio alguna emisora con música, pero no se detenía en ninguna. Nico miraba hacia afuera y por momentos dibujaba con sus dedos sobre la ventana empañada. Por mi parte no hacía otra cosa que volver a pensar en la preocupación de Sora sobre la búsqueda de un nuevo hijo, consciente de que a ese comentario había que concederle la importancia necesaria y buscar un espacio para hablar del asunto; de 60
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no ser así no tardaría en recibir una nueva descarga de su parte, cargada ahora sí de más resentimiento. Cuando estábamos cerca de la casa sentí una vibración en el pantalón. Era un mensaje de texto del profesor Hurtado. De manera alborozada, desperdigando signos de admira ción por toda la pantalla, celebraba la devoción con que habíamos acometido la tarea, para después decir que no tenía ni idea del nombre de la planta. Seguimos en silencio acercándonos a casa. Todos sabíamos que faltaban tan solo dos días para el nuevo entrenamiento, así que no quedaba de otra que poner la cara y asumir entre todos nuestra culpa. Sobrellevamos el día siguiente sin sobresaltos de ningún tipo. Sora, al final de la tarde, me dejó con Nico en la casa porque quería ir al salón de belleza para arreglarse el pelo; me lo quiero cortar bastante, dijo, entonces señaló con su mano la altura que quería. Asentí sin mayor interés y fui en busca de un libro para leerle un cuento a Nico. Nos despaturramos sobre el sofá de la sala sin reparar demasiado en la mata, que estaba a un costado, imperceptible, camuflada entre el resto de objetos, afianzando una estética pasiva que jamás se inmiscuía en nada. Nico seguía con su dedo mi lectura; pero después leía él, despacio, deteniéndose en algunas palabras para hacer preguntas de cualquier clase. Le pregunté si le gustaría un hermanito; claro que sí, contestó, genuinamente emocionado, pero mejor una hermanita porque casi todos los hermanitos son peleones. Al cabo de un rato llegó Sora. Abrió la puerta y comenzó a jugar, haciéndose la que no nos veía, mientras Nico y yo nos hacíamos los dormidos. Luego abrimos los ojos y elogiamos juntos lo bien que se veía con el nuevo corte. 61
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El teléfono repicó después de habernos devorado entre todos una pizza que había traído Sora. En ese momento ella le ponía la piyama a Nico; él se resistía porque quería una de dragones que todavía estaba húmeda. No, Nico, no seas caprichoso, la escuché decir mientras yo buscaba apurado el teléfono inalámbrico para poder contestar. La voz la reconocí de inmediato. Era el herborista. Ni siquiera saludó. Cuando contesté tan solo escuché su voz que decía con apremio: La tengo. De tal forma que, tras acordar que pasaría de inmediato, me despedí de Sora sin darle mayores explicaciones. Regreso en un rato, me limité a decir, cuando esté de vuelta te explico; cómo así que después te explico, contestó ella cuando ya la puerta de la calle se cerraba. Cuando levantamos a Nico, Sora y yo estábamos jubilosos. Nico dijo que le dolía la barriga, que no quería ir; se llevaba la mano al vientre mientras hacía un gesto de dolor. Sora, que había permanecido con las manos atrás, las puso por delante y le mostró la mata. Creo que pocas recompensas me había dado la vida como esa sonrisa de Nico cuando vio la matica; en ese momento me senté en el borde de la cama para explicarle que la vida estaba llena de tropiezos, que éramos humanos y cometíamos errores, pero que lo importante estaba en buscar la forma de levantarse, enmendar los errores y asegurar resultados, retomando las metas propuestas. Le conté todas las indagaciones que tuvo que hacer el herborista para conseguirla. Nico se me arrojó encima, me dio un abrazo y se puso de pie de un brinco para ir a buscar los guayos y las canilleras. Sora aspiró muy hondo y comenzó, como es habitual, a darnos instrucciones antes de la salida.
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Pese a que llegamos faltando dos minutos para las ocho, la familia González estaba a un costado de la cancha, conversando con el profesor Hurtado. Pipe hacía unos ejercicios de cuello y el papá, a su lado, parecía instruirlo en el proceso. Natalia estaba sentada en su butaquito y tan solo levantó un brazo cuando nos vio llegar con la matica, que la traía Nico en la mano. Busqué con mi mirada la de ellos, pero no la vi. Poco a poco fueron llegando los demás niños, acompañados de sus padres. A mí no me cabía más orgullo en el pecho. Sora hacía visera con la mano para resguardarse del sol; con la carrera en que salimos ninguno alcanzó a echarse bloqueador y tampoco lo guardamos dentro de nuestra tulita. El profesor Hurtado nos dio algunos detalles acerca del primer partido del festival, que sería la semana siguiente; recordó el pago de las mensualidades y explicó en qué consistiría la práctica, en la que tenía contemplado probar algunas posiciones de cara al partido. Después aplaudió con firmeza y preguntó por las maticas. Nico se acercó y entregó la suya, sonriendo con amplitud. Sora y yo permanecimos tomados de la mano. El recipiente en que estaba sembrada era el mismo que tenía cuando nos la entregaron, de tal manera que ni siquiera un ojo avezado en el arte de la floricultura hubiera detectado el cambio. El herborista mismo me había hecho el trasplante la noche anterior. Todos los niños aplaudieron. El profesor, después de felicitar a Nico, le entregó la mata a uno de los niños más pequeños del grupo; ahora es tuya, campeón, veremos cómo te va. Este la recibió y regresó bastante entusiasmado hacia donde estaban sus acompañantes. El profesor giró su cabeza y buscó a Pipe. El niño, que lucía un poco
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intimidado, estaba de pie junto a sus padres. No supe de dónde ni en qué momento la sacó, pero alcancé a ver que la mata ya estaba en sus manos. Sus hojas estaban pardas, caídas y apuntando al suelo, igual que las de aquella que había quedado la noche anterior en casa del herborista. Su padre le tocó el hombro, lo que el niño interpretó como señal de dar un par de pasos al frente. Pipe, después de vacilar un poco, miró a sus padres, quienes con un movimiento de cabeza lo animaron a seguir. Entonces dijo, con un poco más de aplomo: La mata se nos murió. Por estar dedicado a otras cosas, como los juegos en la tablet y la televisión, olvidé regarla. Les pido disculpas a todos. Luego giró su cabeza de nuevo hacia sus padres. Natalia, que hasta el momento había acompañado su discurso gesticulando en silencio, lo alentó a continuar, moviendo su boca para dibujar las palabras que faltaban. Pipe continuó: Le fallé al equipo, me fallé a mí mismo; por eso estoy aquí, asumiendo mi error y pidiendo disculpas. A la declaración de Pipe le siguió una efusiva felicitación del profesor Hurtado. Se acuclilló para quedar a su altura y lo abrazó; acto seguido, alzó su voz y remató: Ser líder es reconocer también cuando se falla. Después surgió en forma intempestiva una algarabía de parte de todos. Sentí cómo algo vital dentro de mí se arruinaba poco a poco. A mi lado estaba Sora, aturdida como yo por el aplauso sostenido del equipo; entonces me tomó la mano y la apretó muy fuerte, como diciendo ven, amor, estamos juntos en esto. Y ahí seguimos un rato más, rehuyendo juntos la mirada de nuestro hijo.
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