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Que no se haga mi VOLUNTAD , sino la TUYA

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HA llegado la HORA

HA llegado la HORA

LOS ESCRITORES DE LOS EVANGELIOS no se guardan detalles cuando describen la agonía que Jesús experimentó en el huerto de Getsemaní en la noche antes de su crucifixión. En Mateo y Marcos, Jesús dice: “Siento en mi alma una tristeza de muerte” (Mateo 26, 38; Marcos 14, 34). San Lucas dice que Jesús estaba sufriendo tanto que “el sudor le caía a tierra como grandes gotas de sangre” (22, 44). Claramente, este fue un momento de dolor intenso para Jesús. En su oración al Padre, Jesús estaba derramando su corazón, no se estaba reservando nada.

Como hemos hecho en los dos primeros artículos, podemos fijarnos en Jesús para aprender sobre la oración. Así que meditemos en la oración de Jesús en este momento crucial de su vida para ver cómo podemos orar a nuestro Padre en nuestros propios momentos de dificultad y prueba.

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Un lugar conocido para orar. “Salió y, según su costumbre, se fue al Monte de los Olivos” (Lucas 22, 39). Jesús era un hombre de oración. Rezaba no solo en las sinagogas y en el templo, como todo buen judío habría hecho, sino también en privado delante de su Padre celestial. Tenía momentos habituales y lugares donde entraba en la presencia del Padre todos los días.

A menudo se levantaba de madrugada para orar, aun antes de que sus discípulos se despertaran (Marcos 1, 35). Jesús quería escuchar a su

Padre cuando aún había tranquilidad a su alrededor. En muchos pueblos donde se quedaba, ya fuera Cafarnaúm, Betania o cualquier otro, probablemente tenía lugares a los que acostumbraba ir para orar. Y cuando se quedaba en Jerusalén, a menudo iba al Monte de los Olivos, un cerro al este de la antigua ciudad que recibía su nombre de los huertos de olivos que cubrían sus laderas (Lucas 21, 37). Ahí, en la base del cerro, se encontraba el huerto de Getsemaní.

Esa noche el estado de ánimo de Jesús era serio y sombrío cuando se fue al jardín a orar. Acababa de celebrar la Pascua con sus discípulos, donde había consagrado el pan y el vino, ofreciéndolos como su propio Cuerpo y su propia Sangre. Luego durante la cena, uno de los Doce se había ido misteriosamente sin decir por qué.

Solo con su Padre. Cuando Jesús entró en el huerto, sabía que no quería estar solo. Así que invitó a los tres discípulos más cercanos a él, aquellos que lo conocían mejor, para que rezaran con él. Jesús necesitaba el consuelo que Pedro, Juan y Santiago le podían dar. Ellos habían visto a Jesús glorioso en la Transfiguración, y ahora les estaba pidiendo que estuvieran junto a él en su debilidad y dolor. El Señor no aparentó que todo estaba bien. No, honestamente les compartió sobre lo triste que estaba. Luego se apartó de sus hermanos a una corta distancia, solamente a una distancia de “tiro de piedra” (Lucas 22, 41). Y a pesar de que acababa de abrir su corazón a sus hermanos, ahora se sentía completamente solo.

En ese momento, incluso el apoyo de sus amigos no era capaz de aliviar el dolor de Jesús. Solo tenía una Persona a la cual recurrir: Su Padre. A lo largo de su vida, aun cuando había enfrentado la oposición y el odio, había sacado fuerza y ánimo de su Padre celestial (Juan 8, 16; 16, 32). Aquella noche, cuando se enfrentó a un dolor distinto a todo lo que había experimentado antes, fue a su Padre a quien acudió.

Jesús no se limitó a decir sus oraciones o leer un pasaje de las Escrituras aquella noche. En su lugar, se tiró al suelo suplicando a su Padre que le diera alivio. Postrado solo a unos metros de sus hermanos que dormían,

Jesús humildemente se vació delante del Padre (Filipenses 2, 8). Jesús estaba en verdadera agonía (Lucas 22, 44); su naturaleza divina no lo protegió de experimentar emociones muy humanas y dolor.

La oración perfecta. Jesús rezó: “Padre, si quieres, líbrame de este trago amargo” (Lucas 22, 42, énfasis añadido). Recuerda que solo unos días antes Jesús inició un viaje a Jerusalén por última vez y un hombre se acercó y le suplicó de la misma manera que sanara a su hijo: “Si puedes hacer algo, ten compasión de nosotros y ayúdanos” (Marcos 9, 22, énfasis añadido). “¿Cómo que ‘si puedes’? ¡Todo es posible para el que cree!” (9, 23). ¿No tenía Jesús más fe que ningún otro ser humano en la historia? Entonces, ¿por qué el Padre no le concedió lo que pidió?

Jesús conocía las profecías de Isaías sobre el Siervo Sufriente: “Y sin embargo él estaba cargado con nuestros sufrimientos, estaba soportando nuestros propios dolores… Pero fue traspasado a causa de nuestra rebeldía, fue atormentado a causa de nuestras maldades; el castigo que sufrió nos trajo la paz, por sus heridas alcanzamos la salud” (Isaías 53, 4-5). Al ofrecer libremente su vida, Jesús estaba proclamando el amor del Padre por ti y por mí.

De modo que Jesús voluntariamente aceptó su pasión cuando oró diciendo: “que no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Lucas 22, 42). Posiblemente había aprendido esta plegaria de entrega de sus padres, y la había rezado desde niño. Hacía mucho tiempo María le había contado cómo ella había rezado de la misma manera cuando el ángel la invitó a ser la madre de Jesús. Esta era la oración perfecta, no fue fácil de decir, estaba llena de tristeza y honestidad, era una plegaria de dolor que solamente se podía comparar con el dolor de su Padre.

Por ti y por mí. Jesús estaba tan debilitado por su dolor y tristeza que el Padre le envió un ángel que estuviera con él “para darle fuerzas” (Lucas 22, 43). Y aunque este ángel no podía cargar la cruz por él, Jesús confió en que su Padre estaba con él, dándole la fuerza suficiente para su viaje final, solo la fuerza suficiente para decir sí. Jesús se levantó del suelo y despertó a sus hermanos que dormían. Estaba listo para enfrentar su destino. El Señor hizo esto por ti y por mí. “Lo llevaron como cordero al matadero… Lo arrancaron de esta tierra, le dieron muerte por los pecados de mi pueblo” (Isaías 53, 7. 8)

Dios con nosotros. ¿Qué nos enseña la oración de Jesús en el huerto?

Que podemos acudir al Padre aun cuando no tengamos apoyo humano. Aun cuando nos sintamos abandonados y solos, Dios siempre está con nosotros, dispuesto para acompañarnos mientras enfrentamos nuestras dificultades.

Que la oración perfecta es la de entrega a la voluntad del Padre, especialmente en tiempos de prueba. Esa oración puede darnos paz mientras hacemos un acto de confianza y entregamos nuestra vida a Dios, que siempre sabe lo que es mejor para nosotros.

Que Dios siempre escucha nuestra oración, aun cuando no responda en la forma en que nosotros deseamos. Aquella noche en Getsemaní, el Padre escuchó la oración de Jesús, y aunque no apartó el trago amargo que Jesús iba a beber, envió al ángel para darle fortaleza. El Padre nos fortalecerá con su gracia a nosotros también.

Y lo mejor de todo, que el amor de Dios por nosotros y su plan por nuestra vida es mayor que todo lo que podamos imaginar. Sí, Jesús tuvo que soportar la tortura y la muerte en una cruz, pero por medio de su pasión y resurrección, salvó al mundo.

Que la Cuaresma sea un tiempo en el que puedas acercarte más a Jesús mientras meditas en su pasión y muerte. Permite que te llene sobreabundantemente con su gracia para que en Pascua, puedas unirte a toda la Iglesia y a todos los ángeles y santos en proclamar con alegría: “¡Jesucristo ha resucitado, verdaderamente ha resucitado!” n

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