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Ustedes, ¿quién dicen que soy?
Queridos hermanos:
Probablemente no nos sorprendería escuchar a otras personas describir a Jesús como un gran profeta, un hombre que amaba a los pobres o cuya predicación impactaba a las personas. Y mientras muchos hablan bien de él, y otros no, lo cierto es que nada de esto responde a la pregunta: ¿Quién decía Jesús que era él?
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Jesús hizo afirmaciones que resultaron escandalosas para los judíos, especialmente para los fariseos y los doctores de la ley. En Nazaret, afirmó ser el cumplimiento de las antiguas profecías; también se identificaba a sí mismo con el siervo sufriente del cual nos habla el profeta Isaías (capítulos 42, 49, 50 y 52–53). O se identificaba como el “hijo del hombre” haciendo alusión a la profecía de Daniel, que habla de una figura semejante a Dios y que se encuentra a la derecha del trono de Dios (Daniel 7). Dijo que él era el hijo de David y se atribuyó la autoridad que solamente Dios tenía: Para perdonar pecados (Marcos 2, 7), autoridad sobre el templo (Mateo 21, 23) y autoridad incluso sobre los mandamientos de Dios (Mateo 12, 8; Marcos 2, 28).
Jesús hizo estas afirmaciones porque su Padre se las había revelado. Ya desde niño, él sabía que tenía una relación personal con Dios, tal como nos lo relata el Evangelio de San Lucas: “¿Por qué me buscaban?”, le respondió a José y María cuando lo hallaron en el templo en medio de los maestros de la ley después de buscarlo durante tres días, “¿No sabían que tengo que estar en la casa de mi Padre?” (2, 49). Todo lo que Jesús hizo y dijo nacía de la confianza de saber que él era el Hijo de Dios.
La gracia de la revelación. Dios se deleita en revelarnos a su Hijo, de la misma forma en que se deleitó en revelarle a Jesús quién era él. Así es, tu Padre celestial se deleita en mostrarte quién es Jesús y lo que puede hacer por ti.
Como veremos en los artículos de este mes, Pedro recibió la revelación de que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios. Pero San Juan nos relata en su Evangelio que también Marta, la hermana de Lázaro, recibió la misma revelación. Su hermano había muerto y Jesús no estuvo ahí para evitarlo, pero aun así ella proclamó: “Sí, Señor, yo creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, que tenía que venir al mundo” (Juan 11, 27).
Los invito a que mientras rezan y meditan en los pasajes de la Escritura que encontrarán en esta edición,
le pidan a Dios que les revele quién es Jesús. Que nuestros pecados no sean un obstáculo para poder profesar que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios que tenía que venir al mundo.
Padre celestial, ¡te pido que nos reveles más plenamente a tu Hijo!
María Vargas
Directora Editorial
La Palabra Entre Nosotros • The Word Among Us
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USTEDES, ¿QUIÉN DICEN QUE SOY?
En un momento crucial de su ministerio, Jesús le hizo a sus discípulos dos preguntas fundamentales. La primera, “¿Quién dice la gente que soy yo?”, no era muy difícil de responder; todos tenían una idea de lo que la gente decía de Jesús. Pero luego vino la siguiente que era en realidad más difícil: “Y ustedes, ¿quién dicen que soy?” (Marcos 8, 27. 29, énfasis añadido).
Jesús no hizo estas preguntas aquel día por capricho. El Señor había pasado años rezando, estudiando las Escrituras hebreas y preguntándoles a los apóstoles sobre sí mismo: ¿Quién dice la gente que soy yo? Y, ¿yo digo que lo soy? Desde su niñez Jesús sabía que él era diferente a todos los demás, pero fue hasta que presentó estas preguntas al Padre en oración que realmente llegó a comprender quién era verdaderamente.
¿Quién es Jesús? Puede ser tentador desestimar estas preguntas. “¡Jesús era Dios! Siempre supo que él era la segunda Persona de la Trinidad.” Pero Jesús no era simplemente Dios escondido dentro de un cuerpo, con un conocimiento total del
¿Qué clase de Mesías era Jesús?
universo entero —y de sí mismo— desde el día de su nacimiento. Jesús también era verdaderamente humano, y al igual que los hombres y mujeres, tenía que conocer el mundo que lo rodeaba. La Sagrada Escritura nos dice que Jesús “seguía creciendo en sabiduría” mientras crecía y maduraba (Lucas 2, 52). De manera que sin dejar nunca de ser Dios, y a pesar de tener una gracia especial que lo ayudaba a comprender quién era él, Jesús siempre necesitaba crecer para entender. Esa era la única forma en que él podía ser como nosotros en “las mismas pruebas que nosotros; solo que él jamás pecó” (Hebreos 14, 15). ¿Cómo llegó Jesús a comprender quién era él? La respuesta sencilla es que lo aprendió de su Padre celestial. Pero, ¿cómo sucedió eso? Bueno, por un lado, aprendió de sí mismo al leer las Escrituras y escucharlas cuando eran proclamadas
en la sinagoga. También debe haber escuchado relatos por parte de María y José sobre su nacimiento e infancia. Podemos estar seguros de que él presentó todas estas cosas en oración y le pidió a su Padre que abriera su corazón y lo instruyera.
Y el resultado fue sorprendente. Ningún rabino, sacerdote o escriba en todo Israel había interpretado el Antiguo Testamento de la forma en que Jesús lo hizo. Con su mente y su corazón libres de la nube del pecado y por medio de la relación especial que tenía con su Padre celestial, Jesús llegó a comprender quién era él en relación con el Padre y con Israel, así como la importancia de su misión.
En este mes, queremos imitar esta acción de Jesús de presentarle a Dios sus preguntas en oración. Queremos profundizar en la palabra de Dios y crecer en nuestro entendimiento de las palabras proféticas que señalan a Jesús. También queremos pedirle a nuestro Padre celestial que abra nuestra mente a las verdades espirituales de quién es Jesús y lo que vino a hacer por nosotros, de la misma forma en que lo hizo Jesús.
El pueblo que anhelaba al Mesías. Durante siglos antes de que Jesús naciera, el pueblo judío había esperado que Dios enviara a alguien a rescatarlos.
Anhelaban el tiempo del rey David y su hijo Salomón, cuando Jerusalén fue establecida, se construyó el templo e Israel era una nación libre y soberana. Pero luego los problemas comenzaron. Primero la nación se dividió en dos. Luego ambos reinos, el del norte y el del sur, comenzaron su larga decadencia en el pecado y la idolatría. Pronto, fueron invadidos por ejércitos paganos y enviados al exilio. Después de regresar, varias décadas más tarde, debieron someterse una y otra vez a gobernantes extranjeros. Primero fueron los persas, luego los griegos y finalmente los romanos.
Muchos judíos en el tiempo de Jesús rezaban junto con el salmista: “Oh Señor, ¿hasta cuándo estarás escondido?” (89, 47). Deben haber recordado las promesas del Señor de que enviaría un Mesías para salvarlos: “Hiciste una alianza con David; prometiste a tu siervo escogido: ‘Haré que tus descendientes reinen siempre en tu lugar’” (89, 4-5). “¿Cuándo cumplirás tus palabras, Señor?”, deben haber preguntado. Poco sabían de que su tan anhelado Mesías ya estaba en medio de ellos, viviendo como carpintero en el pueblo de Nazaret.
“Me ha consagrado.” La mayor parte del tiempo, Jesús evitaba llamarse abiertamente a sí mismo el Mesías. Jesús sabía que la mayoría de las esperanzas del pueblo se centraban en un líder político o religioso que
expulsaría a los romanos de Israel y purificaría el templo de la corrupción. Así que en lugar de referirse a sí mismo como el Mesías, Jesús enseñó y actuó de formas que mostraban al pueblo lo que el Mesías de Dios había venido a hacer.
San Lucas nos dice que Jesús comenzó su ministerio público con una homilía en la sinagoga de su pueblo de Nazaret. Ahí, intencionadamente abrió la Escritura en Isaías 61, donde leyó el pasaje que muchos judíos de su época interpretaron como una profecía sobre el Mesías:
El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha consagrado
para llevar la buena noticia a los pobres; me ha enviado a anunciar libertad a los presos y dar vista a los ciegos; a poner en libertad a los oprimidos; a anunciar el año favorable del Señor. (Lucas 4, 18-19; ver Isaías 61, 1-2).
“Me ha consagrado.” Esas palabras tenían un significado especial para el pueblo, porque la palabra “mesías” tanto en griego (Jhristós) como en hebreo (Meschíaj) significa “el ungido”. Así que Jesús debe