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Eduardo Moga – Valverde recuperado

José María Valverde

La bendición de la lluvia. (Antología) Edición de Jesús Aguado Editora Regional de Extremadura, Mérida, 2019 115 páginas

Valverde recuperado

Por EDUARDO MOGA

Las últimas noticias que se tenían de José María Valverde (1926-1996) como poeta se remontaban a 1998, cuando la editorial Trotta publicó sus obras completas, cuyo primer volumen está dedicado a la poesía. Y lo hizo con polémica, porque una hija del poeta se opuso a la edición, alegando que vulneraba la voluntad de su padre, el cual se había negado siempre a publicar unas obras completas. De hecho, en la nota editorial que precede a sus Poesías reunidas (1945-1990), publicadas por Lumen en 1990, había dejado escrito: «Bajo este título incluyo las poesías que sigo querido ofrecer al lector, al cabo de estos años –cosa diversa de unas «poesías completas», que no pienso publicar nunca». Valverde concebía su obra lírica como una constante decantación, en la que cada nueva entrega fijaba aquello que consideraba definitivo y aún deseaba entregar al público. Así sucede también en otra recopilación anterior, Enseñanzas de la edad. Poesía 1945-1970, aparecida en 1971, donde anota: «Este volumen contiene, además de un nuevo libro [...] (Años inciertos), mis anteriores libros de versos, más o menos reducidos ahora, no con criterio de antología, sino por supresiones que querría que se consideran definitivas».

Ahora, veintidós años después de sus obras completas, la Editora Regional de Extremadura alumbra una breve pero significativa y bien resuelta antología, de la mano del también poeta Jesús Aguado, incorporando así a su catálogo a uno de los pocos grandes escritores extremeños, si no el único, que no figuraba en él, aunque, por des-

gracia, en una edición con demasiadas erratas. La bendición de la lluvia. (Antología) se estructura en dos partes: la primera es una antología al uso, con muestras de todos sus libros publicados e incluso de la poesía que seguía dispersa o inédita hasta que la reuniera Trotta en la edición de 1998; y la segunda recoge todos los sonetos escritos por Valverde: veintisiete. Los libros más representados en la sección antológica son La conquista de este mundo, de 1960, y Hombre de Dios; salmos, elegías y oraciones, el primero del poeta, de 1945. La obra lírica de José María Valverde no es muy extensa: siete poemarios, que aparecieron en un lapso de treinta años: desde Hombre de Dios hasta Ser de palabra (y otros poemas), que vio la luz en 1976. Desde entonces hasta su muerte sólo dio a la imprenta antologías o poesías reunidas, como si su voz poética se hubiera ido adelgazando hasta prácticamente desaparecer.

José María Valverde se formó en un ambiente católico y conservador. Su padre, notario y también poeta, sufrió cárcel en la Guerra Civil por haber militado en la CEDA, aquella Confederación Española de Derechas Autónomas cuya oposición a los gobiernos de izquierda de la Segunda República se basaba en la «afirmación y defensa de los principios de la civilización cristiana». Tras el conflicto, Valverde se relaciona, sobre todo, con el grupo de poetas exfalangistas y afectos al régimen integrado por Luis Felipe Vivanco, Luis Rosales, Leopoldo Panero, José Luis López Aranguren y Pedro Laín Entralgo, y dedicados, en aquella primera y lúgubre posguerra, a la vindicación de los valores religiosos, sentimentales y patrióticos de la España tradicional. Valverde se suma a la corriente de la poesía de inspiración cristiana, efervescente en aquellos años de nacionalcatolicismo, con Hombre de Dios; salmos, elegías y oraciones, en el que expresa el ansia de Dios y la convicción de que todo se redime, encuentra su sentido y perdura en el hacedor. Y es reseñable que lo haga tan joven, con apenas diecinueve años: su pulso es todavía adolescente, pero su voz es verdadera y su destreza técnica, insólita a tan temprana edad. Sin embargo, la poesía de Valverde no es acomodaticia, ni en este ni en ningún otro asunto. El primer poema de Hombre de Dios –y el primero recogido por Aguado en La bendición de la lluvia– es «Salmo inicial», donde escribe: «Señor, no estás conmigo aunque te nombre siempre. / [...] Hay noches en que apenas logro pensar que existes. // [...] No estás dentro de mí. Siento tu negro hueco / devorando mi entraña, como una hambrienta bica. // [...] Hombre de Dios me llamo. Pero sin Dios estoy». Por eso lo persigue y lo nombra, aclara en el terceto final: porque le falta. Su anhelo de vinculación con el más allá sólo sustituye, pues, a un vacío presente, a una deseo de creer frustrado por la imposibilidad de creer; un conflicto muy unamuniano, que se inserta en la viejísima tradición del Dios ausente, del silencio de Dios. La angustia religiosa no se limitará a estos años inaugurales, sino que se prolongará, aunque gradualmente suavizada, en la obra entera de Valverde. El poeta se dirige con frecuencia a Dios. A veces lo exalta, pero la mayoría de las veces conversa –es decir, monologa– con él, como si le hablara a un amigo. Aunque la duda sobre su presencia persiste, como demuestran poemas muy posteriores a «Salmo inicial»: en el quinto de los «Seis sonetos», leemos: «Un día, ya no estas a mi lado / [...] y ya no sé escarbar tu recoveco / [...] No acierto a poner sitio a tu alto muro, / a obligarte con gri-

tos a que acudas, / a quererte, con puño y voz de acero. // Sólo me queda un ciego empuje oscuro / debajo de mí mismo y de mis dudas: / yo no acierto a quererte, pero quiero». Las citas bíblicas que Valverde utiliza como epígrafes, y en las que predominan las del Evangelio según san Mateo, corroboran el peso de la doctrina –para acatarla, pero también para impugnarla– en su mundo poético. Y quizá por ese peso de la cosmología cristiana alude Valverde con tanta frecuencia al cielo y a lo que habita o proviene de él: la lluvia, las nubes, la nieve.

En la religiosidad de Valverde que se plasma en su poesía, hay un importante componente existencial. La preocupación por el paso del tiempo, por la muerte y el ser, es constante en La bendición de la lluvia. En «Oración a la muerte», también de Hombre de Dios, recurre de nuevo a Mateo (8, 5-11) y escribe: «No soy digno de que entres en mi casa, / oh Muerte, todavía, pero dame / alzarme a ti con tu presentimiento»; y añade: «Aún no sé quién soy, aún no me he hallado; / ando en mi alma de paso todavía». Las rosas, un motivo clásico de la poesía universal, devienen también uno de sus símbolos preferidos: son hermosas porque son mortales: «La muerte es lo que anima su belleza infinita», escribe en «Oración por las rosas», y su fugacidad se corresponde con la del hombre. Valverde se muestra asimismo manriqueño y en «Salmo de la sed de Dios» recurre al tópico del río de la vida que desemboca en el mar que es el morir, bajo el escrutinio acezante de Dios: «Allá nos vamos todos, / ríos que serpentean por el llano, / [...] hasta llegar al mar de donde no se vuelve». Pero el recorrido de la vida no es solo fluvial. Vivir es también andar para Valverde, que se acoge, así, a otro leitmotiv de la literatura occidental, el homo viator: «Vivir es / andar, andar durmiendo», leemos en «La nieve».

La poesía de José María Valverde resulta siempre sosegada, aunque se pronuncie con vehemencia sobre los arrebatos o insuficiencias de la fe. Valverde practica el sermo humilis, una poesía accesible, refractaria a las torsiones vanguardistas, en la que se aprecia la influencia machadiana. Antonio Machado fue, seguramente, su autor más admirado y uno de sus principales objetos de estudio, en su faceta de ensayista e historiador de la cultura. Valverde resulta ameno y coloquial. Traspone a su poesía la humildad matriz que lo definía: una contención raigal que le impedía avasallar o encumbrarse, pudiendo sobradamente hacerlo. Rafael Argullol, que fue compañero suyo muchos años en la universidad de Barcelona, dice de él, en la entrevista que prologa el volumen de la poesía de sus obras completas: «Nunca fue feroz. Nunca fue sarcástico. Fue muy irónico, [...] pero nunca pasó más allá. En esto, siendo español, era profundamente antiespañol, porque rehuyó siempre los dos grandes vicios españoles respecto a la palabra: el abuso narcisista del ingenio y el abuso del grito y del sarcasmo». Valverde habla en muchos poemas de la vida sencilla que se desarrolla a su alrededor. En «La mañana», por ejemplo, se ocupa de lo que alguien ha traído del mercado en una cesta: el queso, el aceite, «la verdura / aún viva, sorprendida mientras duerme, / las patatas mineras y pesadas / de querencia de suelo, los tomates / con fresco escalofrío...», versos en los que acaso resuene algún eco del Neruda de las Odas elementales. En otros poemas, asimismo sobre lo próximo y cotidiano, prevalece un tono contemplativo y sensorial, delicadamente vermeeriano. Valverde habla también, como

es natural en alguien tan atento a las cosas que suceden cerca, de la familia, uno de los cimientos de su intimidad: La bendición de la lluvia recoge poemas al padre (y a sí mismo como padre), al hijo, en un vibrante poema versicular, y a la hija «en su primer cumpleaños».

Las formas acompañan a esta poesía humilde, que trata a menudo de la humildad. Predominan los metros clásicos de la tradición española, endecasílabos y alejandrinos. También asoma algún poema estrófico, como un romance, «Memoria de unos romances», además de los sonetos de la segunda parte, que se muestran, en general, más alegres, más ligeros, incluso sutilmente humorísticos. Algunos siguen cultivando una poesía espiritual, pero otros exploran, como es costumbre en Valverde, las minucias de la cotidianidad –un mosquito otoñal, un animal doméstico, un reloj de pulsera, el periódico de la tarde– y otros más se adentran en otra de las preocupaciones vitalicias del poeta, pero que adquirió mayor protagonismo con los años: el lenguaje. Como dice de Gabriel Ferrater (de quien fue amigo y vecino los años que ambos vivieron en Sant Cugat del Vallès, y al que dedica un poema titulado con su nombre, tras su suicidio, en Ser de palabra), «al fin, te diste a la lingüística, / peor alcohol que el de beber, / destripando el pobre juguete / en que consiste nuestro ser». Algo no muy diferente podría decirse también del propio Valverde, para quien el instrumento con el que cantar la obra de Dios («Tú no nos das el mundo para que lo gocemos, / Tú nos lo entregas para que lo hagamos palabra», dice en «Oración por nosotros los poetas») se convierte en el propio objeto que cantar, o al menos sobre el que reflexionar, como demuestran varios poemas metalingüísticos. Y precisamente en defensa del lenguaje encontramos un soneto contra Quevedo, a quien Valverde reprocha que lo redujera «a mierda de la mente, / a risible artilugio de ruiditos // que traen por los pelos las ideas. / Y te ríes del hombre así, al reírte / de su ser de lenguaje, cruel Quevedo».

Convencido de que la poesía ha de tratar de las cosas de este mundo, a pesar de la irrenunciable voluntad de alcanzar el otro, Valverde pone en verso también muchos aspectos de su dedicación a la historia de las ideas o las figuras del pensamiento y la literatura. Así, dedica poemas a la filosofía, la física, Aristóteles o la dialéctica histórica. En el titulado «Historia de la filosofía», se retrata a sí mismo, con la ironía que mencionaba Argullol, en la que fue su principal ocupación en vida: la enseñanza. Y así lo recuerdo yo: haciendo en sus clases, con voz templada, impasible, fascinantes recorridos por la historia de la cultura, desde el Cantar de los cantares hasta Wittgenstein, desde Dionisio Areopagita hasta Walt Whitman. Luego, concluida la lección y la jornada, lo veía subir por la calle Aribau, con el macuto al hombro y cierta aura de tristeza, camino a casa, alto, delgado, solo: y, como dice en ese soneto autoparódico, los estudiantes proseguíamos nuestro «viaje interrumpido» y él volvía a su «silencio sin respuestas».

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