7 minute read

Julio César Galán – Caverna a cielo abierto. Una de Juan Rodolfo Wilcock

Juan Rodolfo Wilcock

El libro de los monstruos Atalanta, Girona, 2020 160 páginas, 18.00 €

Caverna a cielo abierto. Una de Juan Rodolfo Wilcock

Por JULIO CÉSAR GALÁN

Para que nos hagamos una idea de la narrativa del Juan Rodolfo Wilcock (19191978), en cortesía con aquellos que no lo hayan leído, podemos establecer una serie de coordenadas situacionistas algo vitales o contextuales: autor de complicada clasificación generacional (aunque no le hizo falta hacer piña para hacer camino) por su emplazamiento con poetas argentinos de los años cuarenta como Olga Orozco, Alberto Girri o Enrique Molina (en su caso, ¿qué quedó de aquel intimismo neorromántico?); calificado como excéntrico, heterodoxo, solitario y misántropo; desplazado lingüístico más el perfil de exiliado territorial y mental (y me refiero primero al lenguaje porque la necesidad de cambiar de lengua supuso un cambio de estilo. Y el territorio parece amoldarse a esa anécdota que cuentan de este autor argentino que se exilió en Roma y que mientras fumaba y hablaba con unos amigos espetó con aire tibetano: El mundo no existe pero es real); podemos añadir sin equivocarnos a esos calificativos otros como singular o marginal. Todas estas etiquetas valen tanto para la recepción existencial como para su mirada creadora, esta última cada vez más valorada como consecuencia de ese revisionismo crítico tan necesario (y que debiera ejercitarse constantemente).

Si nos centramos, desde un punto de vista global, en El libro de los monstruos entresacamos varias cuestiones esenciales: la brevedad de lo relatado, la descripción como medio para ejercitar la fantasía, el carácter paródico, sarcástico y simbólico, las metamorfosis y las anamorfosis, la gaya ciencia de la caricatura, el maridaje de la

fantasía y lo insólito junto a lo cotidiano (y de ahí el contraste entre la realidad y el deseo, entre lo de afuera y el ideal). Y si acudimos –para cerrar esta panorámica– a algunos aspectos críticos señalados por Víctor Gustavo Zonana, podemos hablar de la utilización de la alegoría y de los vericuetos de la reescritura como revisión no sólo textual sino también vital.

El pórtico de El libro de los monstruos aparece a modo de prólogo y en él, el escritor, editor y crítico literario Luis Chitarroni ahonda, en gran parte, en el lado contextual de Juan Rodolfo Wilcock («las demoras y dilaciones» y las influencias, afinidades y correspondencias: Silvia Ocampo, Jorge Luis Borges, Kafka o Marcel Schwob). Del lado que más nos interesa, nos quedamos con este sabroso apunte: «La presentación repite siempre la matriz: el nombre del monstruo y poco más de una página y media a la que una simulación descriptiva convierte en relato. Se trata de un minimalismo metódico, una proyección. Sólo la honestidad y la incredulidad de un escéptico pueden darle cabida». Sencillez y certeza en su construcción narrativa.

Y es que en estas sesenta y dos estampas más allá de esos elementos de edificación, tan eficaces por certeros, nos encontramos con un sustrato moral en consonancia con la (de)formación reversible de la anamorfosis; pero sin moralina, sin mirada olímpica y sin caer en hipocresías varias y variadas. De ahí que sea inevitable, en cierta medida, la referencia al pintor Arcimboldo por relación con esos personajes llenos de caricatura, humor, grotesco e ilusionismo manierista. Y se hace visible el chispazo, la sorpresa y el pasmo por extrañeza, exclamación, desconcierto y demás sobresaltos. Más allá de que todo esto tenga raigambre barroca, lo singular, la aportación de este autor, reside en un equilibro extraordinario y extremadamente efectivo entre la parodia, la hipérbole, el humorismo, la ironía y el sarcasmo (esa es la piedra roseta por donde debe guiarse la crítica y demás exégesis interpretativas; seguimos los dictados de Óscar de la Torre). Se nos lleva de uno a otro sin grumos y sin odios. También, través de la claridad abigarrada de lo volumétrico: fuerte en su imaginería, distante en su retrato, pero sin dejar de lado una clave para no desflemar en demasía: La crueldad siempre empieza por uno mismo. Un ejemplo de esta observación lo tenemos en el relato «Resio Bombi», modelo asimismo de mise in abyme y de cuerpo compuesto de despojos brillantes y visiones multicolores. Y al hablar de fragmentos el mismo lector puede pensar que está ante un libro de recortes narrativos; sin embargo, siguiendo las observaciones de Luis Chitarroni, El libro de los monstruos posee una «secreta unidad que consiste en el hecho de que sus personajes nunca llegan a encontrarse». Esta sensación de estampas non finito, de no acabados, de proyección más que de resolución o cierre viene por paradoja de esa descripción sintética; y ¡qué certera en cuanto al desarrollo de aquello que se nos cuenta!

Si nos vamos a otros lares, podemos decir que dentro de la palabra humorismo encontramos otras palabras a modo de muñeca rusa, me refiero a «distanciamiento», «burlón» y «cómico». A estas alturas y a esta edad, uno puede decir que no hay nada más hipócrita que un moralista muy moralista, aún más en una edad como esta de neopuritanismo y reneoliberalismo (todo muy neo-). Sin duda, el humor es el mejor método para enjuiciar al traidor, al mendaz o al avaricioso; para irse por lo risueño o por

lo absurdo, según el momento. Elevarse de lo gris humano, de monstruos que vienen como ese Eher Sugarno, poeta neopurista lleno de parásitos que no pueden desclavarse (uno de los textos más extensos, quizás, el sujeto desmontado era demasiado conocido para Wilcock, pues en sus inicios fue poeta), como ese pintor mantenido y vibrante llamado Caro Addobbone, a través del cual se ahonda en el elemento risible hasta la hipérbole, o como ese hijo de académico, también muy académico (y maloliente) por herencia directa, Pargolo Ciumo, para quien «El arte más importante del hombre es la virtud».

Poco a poco vamos adentrándonos en esa secreta unidad de sus personajes para no encontrarse y de ahí que vayamos entresacando que todo es un mismo texto, un relato único en sesenta y dos movimientos. En esas maneras de moverse, el desapego con lo humano se va haciendo cada vez mayor (eso sí, sin perder ternura), cada vez más asentado en una visión absurda e inadaptada en torno a la estupidez y sus derivados, o más que absurda, inclinada al dibujo animado, con sus rápidos cambios de perspectivas, con esas transformaciones que abren un abanico de distorsiones, entre lo agradable y lo desagradable, entre lo objetual y la animalización, entre lo comparativo y lo ilógico.

A lo largo de El libro de los monstruos nos surge la sensación de movernos en la quietud por temporalidad congelada (valga la paradoja por lo aludido en relación a las diversas metamorfosis) y los motivos residen en que cada retrato transpira un poso de melancolía vitalista; de no-identidades viscosas que se intentaron pegar al rostro; de incapacidad para cambiar la realidad y con el tiempo en indiferencia por el posible cambio; de tensiones lingüísticas que proceden de tiranteces vitales. Todo ello encauzado a converger en varios fines: ejercitar la hibridez genérica hasta el límite, rescatar la excentricidad como mirada creativa que se hace con cada metamorfosis cada vez más fantástica, más gustosa en su rareza, más curiosa con las bajezas humanas. En la última estampa de El libro de los monstruos, «Alasummna», Juan Rodolfo Wilcock resume su núcleo seminal: «Es como decir: sí, hubieras podido ser tan hermoso como él pero, solo entre bestias, fuiste omitido en el boceto del mundo, único olvido mío, hombre, paradigma del monstruo». En realidad, recoge el testigo de libros anteriores como La sinagoga de los iconoclastas cuya mordacidad se centraba en la trascendencia de las aspiraciones y empeños humanos. ¿Volvió a recordar aquel axioma suyo?: «Esa verdad era el absoluto imperio del caos, la omnipresencia de la nada, la suprema inexistencia de nuestra existencia». Es posible y aún más probable que si se llega al fondo de esta certeza caiga bajo todos los sistemas del conocimiento por sus propias vanaglorias, asnadas e ingenuidades del bípedo implume (se presume de tontuna). La vitalista sonrisa del payaso triste. En un tiempo en el que epatar con actos se ha convertido en un atolladero inocuo, la palabra y su fuerza cada vez cobra mayor energía para realizar este tipo de rebeldías, me refiero a la de cuestionar las reglas y principalmente, a dejarlas caer bajo el reflejo del dislate y la ingenuidad, y de paso reclamar su fracaso. Situaciones disparatadas valen personajes descabezados (y de paso váyase riéndose). Contra lo lineal, lo rutinario, lo memorable, lo académico, la eternidad de cualquier tipo, Wilcock experimenta su propio mundo mediante el humor, el cual sirve

para construir los perfiles específicos de los personajes. En este diccionario de la bêtise se lleva al lector de las rarezas a la carcajada, pasando por lo normal y llegando a lo extraordinario.

Con El libro de los monstruos de Juan Rodolfo Wilcock, el lector encontrará un buen momento para recordar, afirmar o mentar a todas esas deformidades, engendros, espantajos y leviatanes con que se cruza a lo largo de los días. Quizás, sea él uno de ellos y saque su veta sadomasoquista y empiece a verse reflejado sin apartar la mirada, con la humildad de reconocer los defectos, hacia una autocrítica que le provoque sonrisa, crecimiento y lucidez. También, ese posible lector puede acercarse a La sinagoga de los iconoclastas o a El estereoscopio de los solitarios, no le defraudarán, la calidad está asegurada.

This article is from: