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Mario Martín Gijón – Breve diario de Novi Sad

Por Mario Martín Gijón

Breve DIARIO de Novi Sad

Para Jovan, Duška y Miroslav

ANTES DEL VIAJE Enero - noviembre 2020 Nunca había estado en los Balcanes. Era una de las regiones de Europa que me quedaba por conocer y, sin ser un trotamundos, en eso sí he sido un miembro de esa «generación Erasmus», de la que hace poco se burlaba –con cierta envidia, por otra parte– un amigo cubano. Además de nueve meses con ese programa que tanto ha hecho por el sentimiento europeísta, estuve luego, beneficiado por el auge del interés por el español, enseñando nuestra lengua en Francia, Alemania y la República Checa, desde donde viajé a países colindantes. También tuve una breve experiencia británica, no la glamorosa de algunos con su curso de Inglés pagado en Londres o Cambridge, sino a lo proletario, trabajando como kitchen porter, el eufemístico nombre para decir fregando platos en un bucólico hotel –Rookery Hall se llamaba– del norte de Inglaterra. Y por razones familiares conozco mejor la Galitzia polaca que la Galicia de nuestro país. Pero en la península balcánica, al igual que en la escandinava, nunca había puesto el pie.

Por eso fue una alegría recibir a mediados de enero, cuando aún la pandemia de la COVID-19 era una amenaza que acechaba en el Extremo Oriente y no se había confirmado ni un solo caso en España, la invitación del poeta Jovan Zivlak para participar en el XV Festival Internacional de Literatura de Novi Sad, que organiza la Asociación de Escritores de Voivodina, es decir, la región norteña de Serbia, encrucijada étnica y lingüística y que limita con Croacia, Hungría y Rumanía. La anterior edición del

festival había congregado a casi un millar de escritores de casi todos los países de Europa, pero también de lugares tan distantes y variopintos como México, Colombia, Marruecos, Siria, Turquía, Nigeria o Sudán.

En cuanto a compatriotas, en ediciones anteriores habían pasado por Novi Sad poetas como Jesús Aguado, Miriam Reyes, Eduardo Moga o José Ángel Cilleruelo, entre otros. La nómina de invitados, salvo en el caso de los serbios, se renueva cada año, y nadie repite estancia. Además, en cada edición se corona a un poeta serbio y a uno extranjero, con galardonados como Mircea Cărtărescu, Jean-Pierre Faye o el propio Cilleruelo. El festival estaba previsto para los días 24 a 27 de agosto, en plenas vacaciones, lo cual pintaba como un broche de oro para el verano, ideal para coger fuerzas antes de retornar a las clases.

La prometedora perspectiva empezó a enturbiarse con la rápida expansión del coronavirus por Europa. Como en Serbia, el virus tuvo al principio menor incidencia; en mayo Jovan nos escribía para asegurarnos que se mantenían en pie los planes del festival y que nuestros poemas estaban siendo traducidos al serbio.

La idea de ir a Serbia me sedujo también porque así podría cumplir un deseo que acaricié hace una década. Los alemanes tienen un término, Fernweh («dolor de lo lejano»), que sería una suerte de morriña inversa: el deseo por perderse en lejanas tierras, que tan bien evocara Baudelaire en su «Perfume exótico», y que hace presa de los nórdicos cuando arrecia el invierno. Durante el año que pasé como lector de Español en Brno, la capital de Moravia, cuando iba a la estación de tren, siempre había un destino que me llenaba de esa nostalgia: Belgrado, terminus del tren que pasaba por Viena y Budapest, coincidiendo durante un buen trecho con el curso que siguiera Claudio Magris en El Danubio, el mejor libro que conozco sobre eso que llaman la Mitteleuropa. Esa era otra Europa que a mí, acostumbrado en mi época de estudiante al autobús, me parecía llena de romanticismo: la de los trenes Eurocity, que llevaban nombres de figuras históricas cuya memoria unía varios países; escritores o artistas (Goethe, el París-Frankfurt-Praga; Leonardo da Vinci, el Dortmund-Milán), compositores (Gustav Mahler, el Praga-Viena o Paderewski, el Berlín-Varsovia), o hasta personajes literarios, como Hamlet, el tren que unía Hamburgo con Copenhague.

Si el comunismo tuvo muchísimos defectos, crueldades e ineptitudes, al menos dejó, como Inglaterra en la India, una mag-

nífica red ferroviaria. Magnífica en el sentido de completa, con conexiones abundantes y horarios frecuentes y, lo que es más importante, con precios muy asequibles, siendo así el medio con el que viajaban estudiantes y jubilados. En España, con la apuesta desmedida por el AVE, tenemos un tren para ejecutivos y turistas adinerados. Por desgracia, ahí, como en otras cosas, Europa ha ido a peor. En Alemania, la Deutsche Bahn privatizada ha pasado a ser un ferrocarril para ricos, como en España, y los estudiantes viajan en los autobuses verdes de Flixbus. En Chequia fueron los autocares amarillos de Student Agency los que comieron terreno al raíl, y desde Brno ya no se puede ir en tren, como antes, a cualquier ciudad del antiguo bloque comunista. La socialdemocracia del tren ha dejado paso al neoliberal buscarse la vida para un BlaBlaCar o un autobús a merced de los atascos.

Con todo, lo pertinaz e irreductible de este nuevo virus hacía cada vez menos verosímil la calma que nos quería transmitir Jovan. A mediados de julio, le escribí de nuevo, y me comunicó que las fechas del festival se trasladarían a finales de septiembre. Tras un largo intervalo de silencio, ya a mediados de noviembre se nos comunicó que la fecha definitiva sería en vísperas de Navidad, del 16 al 18 de diciembre. El programa, lejos de las dimensiones del año anterior, incluía solo a una decena de poetas extranjeros, todos ellos europeos, y veinticuatro serbios. Pese a la confirmación, las semanas siguientes fueron de inquietud. Las cifras de contagios y muertes batían récords en Serbia, donde, como en una danza de la muerte medieval, los patriarcas de la Iglesia ortodoxa, tan ancianos como reacios a las precauciones sanitarias, se unían a la zarabanda macabra: Ireneo I, de 90 años, fallecía el 20 de noviembre y su multitudinario funeral fue un foco de contagio. El metropolitano de Montenegro había fallecido tres semanas antes, a los 82 años, también de coronavirus.

Con la incertidumbre en el ambiente pero los billetes de avión ya comprados, me apetecía alimentarme de libros relacionados con el país al que esperaba poder llegar. En la Biblioteca Pública de Cáceres vi que tenían la poesía completa de Vasko Popa, reunida bajo el título El cansancio ajeno, en traducción de Dubravka Sužnjević. La edición no es, por desgracia, bilingüe, y el título escogido no emociona, por lo que quise ojear un poco esos poemas antes de decidirme: abrí al azar el libro y me topé con uno dedicado «a los guerrilleros españoles», que consta solo de tres versos, casi un haiku evocador: «El cielo azulea. / El Guadalquivir corre. // Lo imposible dura». Ante esta meteórica

coincidencia, que parecía una interpelación al lector español y sureño –con parte de mi familia materna viviendo a orillas del Guadalquivir–, no pude sino llevarme el libro sin dudarlo, comprobando luego que ese poema abre La bondad armada (1952), cuyos poemas iniciales, escritos tras la experiencia de la lucha como partisano contra los ocupantes alemanes, me recordaban los de René Char en circunstancias similares. También me llevé para leer antes del viaje la novela más conocida de Ivo Andrić –único escritor serbio premiado con el Nobel–, Un puente sobre el Drina (1945), fresco histórico que abarca cinco siglos y que se me hizo algo pesado, aunque la imagen del puente que une las dos orillas del Drina en Višegrad, donde conviven cristianos y musulmanes, es tan hermosa como de un optimismo al que la historia no ha dado la razón. Las imágenes de ese puente otomano me evocaron un puente para mí más cercano, el de Alcántara, con quince siglos más de antigüedad que el de la novela, pero que no es, al contrario que aquel, patrimonio de la humanidad, ni ha suscitado una literatura comparable.

VIAJAR EN TIEMPOS DE PANDEMIA Lunes, 14 de diciembre Cuando uno vive en Extremadura ha de sumar, casi siempre, dos días más a cualquier viaje internacional. Teniendo mañana el avión temprano, y saliendo de Cáceres el último tren a las cuatro de la tarde, no queda otra que hacer noche en Madrid. La mañana de este lunes, sin embargo, ha sido agitada. Justo ayer me informó Jovan de la necesidad de hacerme un test de antígenos, pues el comité sanitario serbio se reunía y se rumoreaba que iba a hacer obligatoria esa medida, algo contradictorio, pues ahora mismo se han cambiado las tornas y España es el país con la menor incidencia de coronavirus y Serbia uno de los que la tiene más alta. Consigo, gracias a la eficiencia de mi médico de cabecera, que me hagan un test rápido y doy negativo. Tras pasar el trance, cuando llego a casa y abro el correo, leo uno de Jovan, donde me cuenta que no necesito test, pues la obligación entrará en vigor tras el festival.

Por suerte, mi amigo Pablo se ha ofrecido a darme posada en su piso madrileño, donde me obsequia con tres variedades de pizza preparadas por él (su periodo italiano no solo le ha dado un amplio conocimiento de la literatura de ese país, sino también de su cocina) y con un vino extremeño, del que nos bebemos dos

botellas y media. Al final dormiré unas tres horas, pues a las cuatro y media ya me espera el taxi para ir a Barajas.

Martes, 15 de diciembre Las dos compañías aéreas de las que me sirvo para llegar a Serbia ya muestran sus diferentes idiosincrasias. Si el embarque en Madrid es rápido y el avión de Air France va lleno a la mitad, entre otras cosas porque dejan asientos de seguridad vacíos, el embarque con Air Serbia es algo caótico –comprueban mi tarjeta de embarque y mi pasaporte tres veces, y lo mismo hacen con otros españoles– y el avión va lleno. Las indicaciones están escritas en serbio, pero en alfabeto latino. Aunque el alfabeto cirílico no es para mí extraño –lo aprendí hace quince años con Viktoria, una amiga rusa que tenía en Marburgo–, es más cómodo no andar descifrando. Luego comprobaré, con sorpresa, que el cirílico va perdiendo terreno a pasos agigantados por meras razones prácticas, pues la mayoría de naciones vecinas tienen el alfabeto latino.

Cuando recojo mi maleta en el aeropuerto Nikola Tesla de Belgrado y cruzo la puerta de salida, voy con algo de suspense: no tengo ningún teléfono de contacto, pero Jovan me dijo que me estarían esperando. Tras unos segundos en los que temo haber recibido un plantón histórico, veo sonreír a un hombre de revueltos cabellos blancos pero facciones juveniles. Es Miroslav Nikolić, un poeta local que se revelará enseguida como un guía muy divertido, por su carácter bohemio y su simpatía. Lástima que su inglés sea algo limitado, pero es suficiente para que nos caigamos bien. Me pregunta si me gusta John Lennon y, ante mi respuesta afirmativa, mete un CD con Imagine y acelera a toda mecha su coche destartalado por la autovía que cruza las llanuras de Panonia, bastante sosas y uniformes, parecidas a las de Polonia y buena parte del mundo eslavo. Pronto llegamos a Novi Sad, que está apenas a unos ochenta kilómetros de Belgrado. «Un país pequeño», comento, y Miroslav asiente contristado. Mi segundo comentario desafortunado durante el viaje, pues antes le había preguntado por cómo había vivido la guerra. Me dijo que en Novi Sad, y recordó la dureza de los bombardeos de la OTAN, que destruyó los tres puentes de la ciudad sobre el Danubio. Sentí, más que rabia, la expresión de una dolorosa humillación, la de alguien de un país que había optado por no alinearse ni con la URSS ni con los Estados Unidos, pero que de siempre se sentía parte de Europa y que se veía machacado por los aviones de

Occidente. Miroslav concluye que él es «pacifista», lo cual encaja con su entusiasmo por Lennon.

Después de recoger a Emina, la esposa de Miroslav, en la fábrica de muebles donde trabaja, vamos los tres al hotel Vojvodina, donde me alojo, y almorzamos, después de lo cual nos despedimos hasta el día siguiente, y yo me derrumbo sobre la cama para recuperar el sueño perdido. El hotel es el más antiguo de la ciudad, ya que sus orígenes, en el siglo xviii, remiten a la monarquía de los Habsburgo, y luego fue remodelado en los siglos xix y xx, ya bajo el estilo de la Yugoslavia comunista. Eso sí, es más que confortable y la televisión ofrece casi un millar de canales, incluyendo cinco pornográficos. La recepción está abierta las veinticuatro horas y, como a las cinco de la tarde se cierran los restaurantes por las restricciones pandémicas, me dejan preparada una cena para recoger. Por la noche, ya con algo de fuerzas recuperadas, no salgo a pasear, sino a correr, y llego a ver el Danubio, recorriéndolo en paralelo un rato. Me dejo llevar por el río (no literalmente) y por ello me pierdo al intentar volver al hotel. Como formo parte del 0,5 % de españoles adultos que no tiene internet en el móvil, solo me queda preguntar, pero perderse, tanto por las rutas de viaje como por las del pensamiento, muchas veces es fructífero, y nos hace volvernos más conscientes de nuestra fragilidad frente a la falsa seguridad que proveen los algoritmos.

Miércoles, 16 de diciembre A la mañana siguiente, Miroslav se presenta en mi habitación a las nueve y veinte, diez minutos antes de lo avisado, para ir juntos a la biblioteca donde se celebra el festival. En otras ediciones ha tenido lugar en la plaza del Ayuntamiento o en la terraza de un hotel llamado Absolut, pero, dado que esta vez va a ser más virtual que físico, bastará con la sala multimedia de dicha biblioteca, situada junto al parque del Danubio. La verdad es que el lugar estaba a diez minutos del hotel y, a cambio de la seguridad en llegar, tengo que contemplar durante más de una hora cómo Miroslav organiza el sistema de retransmisión del festival, pues, como me enteraré después, con no poca sorpresa, está más en labores de intendente que en calidad de poeta, a pesar de tener cinco libros publicados.

A las once hace su aparición Jovan Zivlak, y por fin puedo conocer en persona al artífice de todo esto. Jovan, nacido en 1947 en Nakovo, un pueblecito en la frontera con Rumanía, fue durante los años setenta y ochenta el director de la revista

Polja (Campos), muy influyente en los últimos años de Yugoslavia. Su casa editorial tradujo al serbio la mayor parte de las obras de Foucault o Derrida, antes de que se tradujeran, por ejemplo, al alemán o al italiano, y también publicó a algunos de los mejores escritores serbios, como Danilo Kiš. Ahora dirige la revista Zlatna Greda (Rayo Dorado) y organiza este festival desde hace quince años, contra viento y marea. Aunque de apariencia huraña al principio, muy pronto se me hace entrañable este hombre, un par de años mayor que mi padre, que sufrió hace cuatro años la muerte de su esposa y vive solo con un gato en un apartamento abarrotado de libros, entre los cuales me fijo en una amplísima sección filosófica, cuando esa tarde nos lleva a Miroslav y a mí a hablar un rato tras el festival, sirviéndonos zumo, pues él dejó de fumar y beber alcohol, aunque a cambio no se priva de los placeres de la repostería, en la que Serbia muestra su influjo otomano, con baklavas y otras golosinas. Jovan me obsequia con ejemplares de dos de sus libros, traducidos respectivamente al español y al francés. En Informe invernal, traducido por Dragana Bajic y publicado en México, descubro una voz muy personal, irónica y nostálgica, con ese punto de fantasía eslava inconfundible, como en su poema «Dios es pequeñito» o de cólera entrañable como de niño enfadado, en «Basta ya», o uno de los mejores elogios felinos que he leído en «El gato». En la antología Le roi des oies (El rey de las ocas), traducida al francés por el poeta luxemburgués Jean Portante, me conmueve el poema «Renuncia». Jovan, desencantado de la sociedad actual y algo atrabiliario en sus juicios a veces, no echa para nada de menos el régimen «totalitario» de Tito, al que define como «un mafioso», pero sí recuerda con nostalgia la atmósfera cultural de su juventud, cuando, según me cuenta, había un «movimiento por una aristocracia interior, espiritual», en cierto modo secreto, hermandad entre escritores, que hacía llevadera la vida bajo la dictadura.

Ese rato en la casa de Jovan, en el cual me muestra también fotografías de su atractiva esposa y de él, con el pelo largo, en los años ochenta –diríanse modelos o actores de cine– es lo más memorable de ese primer día del festival, en el que la mayoría de los poetas extranjeros intervinieron vía Zoom. Achim Wagner, desde un Berlín confinado, quedó algo chafado cuando se le explicó que su traductor al serbio había tenido que permanecer en Belgrado, pues estaba enfermo de COVID. «But he’s getting better», le aclara la intérprete, Vešna, para su tranquilidad. Ella y Miyana muestran la diferencia respecto a las generaciones ma-

yores: recién licenciadas en Filología, la primera habla perfectamente inglés y español; Miyana, además, habla francés y turco. Esta media para comunicarnos con Francis Combes, que estuvo dudando si acudir al festival hasta dos días antes, y que finalmente interviene desde su biblioteca en París. Combes, poeta histórico del Partido Comunista Francés, que en su juventud estudió ruso, chino y hasta húngaro (supongo que para entenderse con los partidos hermanos), recuerda que fue uno de los primeros poetas franceses en visitar Serbia durante la guerra, y es una pena que no se animara a venir en estas circunstancias menos peligrosas.

Jueves, 17 de diciembre Al día siguiente se retoma el festival a las diez de la mañana con la entrega del Premio Branko, que recuerda a Branko Radičević (1824-1853), fundador del Romanticismo serbio y que, como buen romántico, murió joven, a los 29 años, por lo que este premio reconoce a autores que tienen como máximo esa edad. En esta ocasión el premiado es Djordje Ivkovic, un poeta de Belgrado cuyos poemas me encantaría escuchar si supiera serbio, pero, como no es el caso, voy algo tarde. No soy el único, pues al salir de mi habitación me topo con Bojan Vasic, a quien ya conocí ayer, un poeta serbio, algo más joven que yo pero menos que Ivkovic, y que habla un inglés excelente. Durante el desayuno y de camino a la biblioteca me cuenta su experiencia de las guerras balcánicas y, de nuevo, de los bombardeos de la OTAN. Su ciudad, Pančevo, al este de Belgrado, era un centro industrial, incluyendo la fabricación de aviones, con lo que se puede suponer cuál fue su destino. El padre de Bojan fue reclutado pero no luchó en el frente, al contrario que un vecino que, con diecinueve años, cayó en la guerra de Kosovo. Bojan pasó su infancia y primera adolescencia en la casa de los abuelos, en una aldea a las afueras de Pančevo, donde llegaron a juntarse veintisiete personas que huían de las bombas. Pero la casa era grande y Bojan recuerda esa época como feliz, en contacto con la naturaleza. Bojan también me habla de la despiadada guerra civil que se vivió en Yugoslavia durante la ocupación alemana y en la cual los ustachas croatas, bajo el caudillaje de Ante Pavelić –quien tras la Segunda Guerra Mundial se refugió en la España de Franco, donde residió hasta su muerte–, llevaron a cabo terribles masacres de la población serbia, asumiendo así los croatas el papel de verdugos que, en épocas más recientes, asumieron los serbios.

Después de la lectura de Ivkovic, estaba prevista una excursión en autobús a los monasterios de Fruška Gora, a unos treinta kilómetros de Novi Sad. La idea de visitar el entorno montañoso, con bosques y lagos, así como los cinco monasterios ortodoxos, me entusiasmaba, pero me llevo un buen chasco: entre la escasa asistencia de poetas extranjeros, las restricciones por la pandemia y el mal tiempo, la excursión ha sido cancelada. En su lugar, Jovan nos lleva a un restaurante en el extrarradio de Novi Sad, donde nos sirven una parrillada de carne escandalosamente suculenta que acompaño con una cerveza Zaječarsko, que me parece más rica que la Lav («León») que probé ayer con Miroslav. Después, al documentarme, me entero de que la primera de esas cervezas pertenece a Heineken y la segunda a Carlsberg, lo que es a la vez una pena pero también prueba de su calidad y garantía de supervivencia.

Después de la parrillada, vamos a tomar café en un lugar a las orillas del Danubio. Les digo que me esperen en la cafetería, pues quiero acercarme a contemplar las estremecedoras esculturas del memorial de la masacre de enero, cuatro figuras escuálidas que representan una pareja y sus dos hijos, y que recuerdan a las víctimas de la masacre de enero de 1942, cuando el ejército húngaro, aliado de los nazis, hizo una incursión en Novi Sad y alrededores y detuvo a más de mil personas, en su mayoría judíos, a las que hicieron caminar descalzas sobre el Danubio helado hasta que la capa de hielo se quebró y perecieron por ahogamiento e hipotermia. Otras tres mil personas fueron asesinadas de distintos modos. Cuando vuelvo a la cafetería, Jovan me cuenta que él era amigo del escultor, Jovan Soldatović, «muy influido por Giacometti», me dice –lo cual es evidente– y que luchó como partisano en la guerra.

Por la tarde habrá una nueva sesión mixta de lecturas presenciales y online en la que participan un poeta de Hungría (Pal Sandor Attila, su apellido es común en ese pueblo que se enorgullece de la genealogía del rey de los hunos, que los demás tenemos por sinónimo de barbarie), un búlgaro (Nikolaj Milchev), un británico (Nick Drake, que se conecta desde Londres) y Tanja Stupar y Nikola Vukolic, dos poetas de República Srpska, es decir, la región autónoma dentro de Bosnia Hergezovina de mayoría serbia. Al término de la lectura, caminamos con parsimonia hacia el hotel. Nos fastidia que sea imposible tomar un café, pues las cafeterías y restaurantes, sujetos a las normas anti COVID, cierran a las cinco de la tarde.

Viernes, 18 de diciembre En el último día del festival, acudo a la sesión matutina aunque sus tres horas están dedicadas a un simposio sobre el previsible tema de «Literatura y enfermedad», en serbio y sin traducción. Regreso al hotel, donde almuerzo y me echo una breve siesta para acudir a la sesión de tarde, donde se producirá la entrega del premio. De algún modo, yo había entendido que había primero una lectura poética y después el fallo, y cuando salgo de mi habitación, la chica de la recepción, una alta y esbelta morena de Subotica –la ciudad del novelista Danilo Kiš– me avisa de que han llamado del festival preguntando por mí y que debo darme prisa. Así hago, y cuando llego me reciben caras algo largas, pues la violinista no podía empezar su concierto antes de que nos sentáramos todos los poetas. Con todo, y tras la lectura de tres poetas serbios (Milica Drndarevic, Benedek Mikós y Dragan Jovanovic Danilov), una búlgara (Levena Filcheva) y una polaca (Krystyna Lenkowska), se anuncia que el galardonado extranjero de ese año es un servidor, algo que ya iba intuyendo pero de lo que no estaba seguro. Recojo el diploma, en serbio e inglés, bellamente encuadernado en piel y agradezco la distinción, que es la primera que recibo como poeta, en un breve discurso improvisado que va traduciendo Duška Radivojevic, la encargada de entrevistarme el primer día y, lo que es mucho más difícil y le agradezco más encarecidamente, de traducir algunos de mis poemas.

Como la tarde anterior, caminamos después con parsimonia hacia el hotel. Mientras Jovan se queda algo rezagado con los otros poetas, yo camino a paso más rápido con Duška, con un amplio conocimiento de las literaturas hispánicas y que dejó la enseñanza del español, que se le hacía monótona y repetitiva, para dedicarse solo a la traducción, aunque ello la obligue a traducir las novelas policiacas de Eva García Sáenz de Urturi, que está teniendo bastante éxito en los países de Europa del Este. Por suerte, también ha tenido la ocasión de traducir a Juan Rulfo o José Ortega y Gasset. Duška, que estudió Español en la Universidad de Belgrado, me da una imagen de Novi Sad totalmente desmitificada. Lo de que sea la «Atenas serbia» es una milonga, pues Belgrado, culturalmente, está a años luz de su ciudad natal, que considera bastante provinciana por mucho que vaya a ser capital cultural europea en 2021.

Sobre las siete de la tarde cada mochuelo regresa a su olivo, y yo me quedo solo, en la habitación del hotel, con una cena fría, y mi diploma de premiado. Mi manera de celebrarlo será ir a correr

una última vez a orillas del Danubio, cruzando el río por el llamado «puente Arcoiris» por la iluminación que hoy, con tristeza pandémica, está apagada, lo que, por otra parte, dota de mayor misterio a la fortaleza de Petrovaradin, que oficialmente ya no es Novi Sad. Al cruzar el Danubio, simbólicamente, estoy al otro lado, pues para los austriacos y húngaros, a esta orilla ya terminaba Europa y comenzaba el magma eslavo amalgamado con lo turco. Cuando vuelva a España, despertado el apetito por la literatura serbia, me zambulliré en la obra de Danilo Kiš, hijo de un judío húngaro y una montenegrina, que vivió en Novi Sad y que muy pronto se inmunizó contra los virus nacionalistas.

Escribiendo en Serbia en 1986, Magris veía al «mosaico yugoslavo» como, paradójicamente, el más fiel sucesor del Imperio austrohúngaro y afirmaba que «su solidez es necesaria para el equilibrio europeo y su eventual disgregación sería ruinosa para este, como la de la doble monarquía lo fue para el mundo de ayer». Mi solidaridad con las víctimas de Sarajevo o Srebrenica, asesinadas por la vesania nacionalista serbia, no obsta para mi convicción de que cuando la OTAN bombardeó los puentes de Novi Sad estaba sepultando la posibilidad de una Europa más equilibrada, aunque fuera en un equilibrio precario. Una Yugoslavia unida y próspera, integrada en la Unión Europea, hubiera sido un contrapeso en el sudeste y una garantía de una mayor armonía con el norte, así como un ejemplo de convivencia que disuadiera a los nacionalismos de otros lugares. No sé si estamos a tiempo de crear una Europa que integre a serbios o bosnios, que no gire solo en torno al eje Bruselas-Berlín, y en la cual no haya pueblos que sean sus metecos o réprobos.

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