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El síntoma

Ese viernes fui al Botánico, el viernes que empezó todo. El quinientos veintidós atestado de gente y la radio del chofer confirmando el primer caso. El miedo al principio no te tira la puerta, más bien te susurra al oído y te hace mirar a los costados. El abrazo verde y la paz del parque me ventilan las costillas que se aprietan de a poco en la incertidumbre... Qué bien haber ido a respirar hondo antes de sumergirme. Cuando el otoño empieza a soplar me entran las dudas y me guardo.

Llegué a casa, me bañé, me sentí potencialmente peligrosa y marqué distancia de mi piel. A partir de ese momento se empezaron a resecar las caricias. La risa me tira demasiado en la cara curtida por el jabón. A veces me lavo dos veces las manos porque no lo hice bien; a veces siento que no hago nada bien; a veces lloro, lloro mucho.

Lloro cuando me levanto, cuando tengo que ir a trabajar; en el hospital también lloro. O volviendo por Dieciocho, enmascarada, pensando lo antihigiénico de las lágrimas sobre el barbijo. Cuando llego a casa desahuciada y me dejo caer en la burbuja de normalidad que intento mantener con estructuras que ya no sirven. Buscándome en todo el ruido lloro, cuando me acuesto, porque no quiero un día más en este plan de contingencia absurdo y alienante. Me repito mientras lloro sentada en el water: la primera guerra duró cuatro años, la segunda seis.

Plantear paralelismos para entender el proceso, tan humano. Al menos la crisis de ansiedad ya la conozco: de nuevo se me cae el pelo, de nuevo la mente nublada, la ciclotimia a la orden del día. “¿Y si probás con medicación?”, me dijo una encargada en el trabajo, y yo que soy de lavanda y manzanilla me pregunto ¿para qué pastillas?; si me preciso despierta. Otra vez toca a la puerta y nadie quiere hablar de él; los de arriba culpan a los de abajo y viceversa solo para reafirmar el poder en confusión. ¿Quién tiene tiempo para escuchar a los locos cuando se cae el sistema? ¡Suban la dosis!

Podría haberme preparado para este momento, quizás. Hija de una época vainilla y de los privilegios que me atan al continuo drama de ensimismarse para buscar respuestas en las incoherencias —tan virgo que duele—. No sé de ius belli, ni de manejo sano del trauma. Un año de terapia tirado al tacho por el arrebato de una cadena de ARN. ¿Y si todo se volviera un sin sentido?

Las preguntas son las mismas de siempre, pero ahora resuenan entre cuatro paredes con olor a hospital, a manicomio, a cuarentena. No hay tiempo para cuestionarse en lógica bélica. Vieja, tengo miedo y te extraño, me está costando conectar, por favor, cuidate.

No creo que nadie lo hubiera pensado en la enajenación del día a día. Algún que otro piantado hubiese olido la revuelta. Es cierto que algo andaba colgado desde noviembre, vibraba una incomodidad latente sin manifestarse. ¿O acaso no sentimos el tiempo estirándose en el letargo no queriendo llegar nunca a abril? ¿Qué apuro teníamos?

Ahora las hojas se caen y nosotros, ajenos al cambio de estación, solamente percibimos el frío que empieza a colarse en los huecos del hambre que crece. Será el más largo de los inviernos; el placer de la profecía autocumplida nos rasca un poco a todos. No me olvido Santiago, amigo, de tu miedo al invierno y mi inocencia de libertad por no verme sujeta a un hilo inacabable para salir del laberinto.

Hoy cuento diez segundos antes de derrumbarme y a veces no lo consigo; cuento veinte refregándome las manos como indican los médicos, los científicos. Los que ostentan el poder del conocimiento. El poder de los que no se lavaban las manos para atender un parto; mientras, parteras feudales ardiendo en la hoguera por brujas, se llevaban consigo la herencia de una historia más conectada, mejor contada. Los mismos que con el desarrollo en la boca, masacraron la posibilidad de construirnos por fuera de este individualismo de separación. Divagues. Otros serían los sueños hoy si la tierra nos tocara las raíces.

Será, que en delirio, algunos creyeron que las carencias generadas por la violencia prolongada no iban a terminar en una monstruosidad. Falta sentido común, faltan partes del relato para funcionar en equilibrio.

Cuántos cerdos deben estar haciendo lo mismo, revolcándose en el barro ajeno y lavándose las manos; y yo culposa ya no puedo sacarme el olor a cloro pensando que quizás, si limpio todo, en mi cansancio, pueda solucionar el mundo. Ilusa, esto ya se ha hecho antes. Shock, ya no puedo pensar claro.

Establezco un par de verdades para mantenerme a flote. No, no soy culpable del mundo al que fui traída; bastante me ligué las trompas, bastante sané el vínculo con mi madre. ¿Entonces por qué siento que le debo algo a alguien? Crisis de productividad en un sistema capitalista. “Si para la construcción para todo”, dicen; y esperamos en el día de la marmota dándonos contra la pecera.

Hay más gente viviendo en la calle que hace dos meses, eso es seguro, hay más gente que pide. Vamos a buscar culpables, vamos a señalarnos con el dedo: será el gobierno anterior, el actual; ¡será tu viejo tarugo!, y esta agresividad de impotencia que no sé por dónde sacar. Inmadurez emocional a presión en un especial de pandemia. ¿Quién nos prepara para la crisis como sociedad?

Cinco femicidios en un mes —daños colaterales, según el presidente de turno—. Vamos a tener miedo cuando caiga la noche en plena tarde y afuera el silencio de caminar solo; el silencio de cementerio de una ciudad dividida entre los que tienen suerte y los que no.

Veo caras de desasosiego, veo piernas saliendo del contenedor. La rueda de la fortuna. Llego a casa extasiada por el humo de las estufas a leña que ya empiezan a prender; un día más en la máquina, me pregunto: ¿Qué pasa con los que quedan afuera de la red?

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