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Pasados y presentes de la violencia en Colombia Estudio sobre las comisiones de investigaciรณn (1958-2011)



Jefferson Jaramillo MarĂ­n

Pasados y presentes de la violencia en Colombia Estudio sobre las comisiones de investigaciĂłn (1958-2011)


Reservados todos los derechos © Pontificia Universidad Javeriana © Jefferson Jaramillo Marín Primera edición: Bogotá, d. c. Abril del 2014 ISBN: 978-958-716-695-8 Número de ejemplares: 400 Impreso y hecho en Colombia Printed and made in Colombia

Editorial Pontificia Universidad Javeriana Carrera 7 N.° 37-25 oficina 1301 Edificio Lutaima Teléfono: 3208320 ext. 4752 www.javeriana.edu.co/editorial Bogotá, D. C.

Corrección de estilo: José Francisco Sánchez Osorio Diagramación: Marcela Godoy Montaje de cubierta: Cristian León Impresión: Javegraf

MIEMBRO DE LA

ASOCIACIÓN DE UNIVERSIDADES CONFIADAS A LA COMPAÑIA DE JESÚS EN AMÉRICA LATINA

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Jaramillo Marín, Jefferson Pasados y presentes de la violencia en Colombia : estudios sobre las comisiones de investigación (19582011) / Jefferson Jaramillo Marín. -- 1a ed. -- Bogotá : Editorial Pontificia Universidad Javeriana, 2014. 274 p. ; 24 cm. Incluye referencias bibliográficas (p. 241-268). ISBN: 978-958-716-695-8 1. VIOLENCIA – COLOMBIA – 1958-2011. 2. REPARACIÓN (JUSTICIA PENAL) COLOMBIA. 3. CONFLICTO ARMADO – COLOMBIA – 1958-2011. 4. MEMORIA COLECTIVA. I. Pontificia Universidad Javeriana. CDD 303.62 ed. 19 Catalogación en la publicación - Pontificia Universidad Javeriana. Biblioteca Alfonso Borrero Cabal, S.J. _________________________________________________________________________________ dff. Abril 08 / 2014

Prohibida la reproducción total o parcial de este material, sin autorización por escrito de la Pontificia Universidad Javeriana.


Tabla de contenido Presentación

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Prólogo

23

Introducción

25 25 27 29 30

Las comisiones como vehículos de tramas narrativas Colombia, país de comisiones en épocas de violencias Un esquema para analizar las comisiones de estudio sobre la violencia Algunas consideraciones metodológicas

1. La Comisión Investigadora (1958)

El marco: la Violencia, el Frente Nacional, el anticomunismo El clima operativo y posoperativo Las tramas narrativas El libro La Violencia en Colombia

34 35 49 80 91

2. La Comisión de Expertos (1987)

104 El marco: mutación de la violencia en un contexto pos-Frente Nacional 105 El clima operativo y posoperativo 123 Las tramas narrativas 142 El informe Colombia: violencia y democracia 147

3. El Grupo de Memoria Histórica (2007-2011)

El marco: del conflicto histórico a la amenaza terrorista El clima operativo y posoperativo Las tramas narrativas Los informes del Grupo de Memoria Histórica

158 159 184 213 219


4. Balance, preguntas y apuestas

Balance de las experiencias Dispositivos rituales y espacios sociales de sentido: revelar y ocultar ¿Expertos y comisiones afines al sistema?

226 227 231 232

Anexos

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Bibliografía

244 245 247 247 249 273

Informes de comisiones Legislación nacional Otros informes Artículos y libros Entrevistas


Índice de figuras Figura 1.

Titular de la época que elogia el Frente Nacional

43

Figura 2.

La demanda de participación de las mujeres en la Comisión Investigadora 53

Figura 3.

El político, el sacerdote y el militar: los notables del pacto y de la Comisión Investigadora

56

Figura 4.

Concentración popular, con motivo de la visita de los miembros de la Comisión Investigadora, en Quinchía (Caldas)

61

Figura 5.

Otto Morales Benítez (miembro de la Comisión Investigadora) con alias el General Peligro y alias el General Santander, en La Herrera, Tolima

68

Figura 6.

El cura, el abogado y el militar reunidos con los alzados en armas, en algún lugar del Tolima, para firmar un micropacto

72

Figura 7.

Portadas de las ediciones de 1962 y 1968 de La Violencia en Colombia

Figura 8.

Duda sobre el imprimátur de la curia para la edición del libro

Figura 9.

La crítica cardenalicia al libro

92 94 100


Figura 10.

Titular de la época demandando un frente común para afrontar la crisis nacional

124

Figura 11.

El presidente técnico (Virgilio Barco) y el ministro humanista (Fernando Cepeda)

127

Figura 12.

Los expertos de la comisión de 1987 (¿violentólogos? ¿Irenólogos? ¿Intelectuales para la democracia?)

130

Figura 13.

Portada de la edición de 2009 de Colombia: violencia y democracia

Figura 14.

Prioridades de la cnrr

Figura 15.

Los altos costos de la desmovilización paramilitar

Figura 16.

Miembros del grupo de Memoria Histórica.

148 185 190 192

Figura 17.

Los órdenes del horror revelados por el Grupo de Memoria Histórica en la Costa Caribe 216

Figura 18.

Conmemorando y resistiendo en Trujillo

217


Índice de cuadros Cuadro 1.

Algunos de los micropactos firmados gracias a la intervención de la Comisión Investigadora

70

Cuadro 2.

Presupuesto destinado para labores de rehabilitación por regiones (1958-1959) 75

Cuadro 3.

Presupuesto por rubros (1958)

Cuadro 4.

Algunas masacres ocurridas en el país

75 197


Índice de gráficos Gráfico 1.

Tasa de homicidios en Colombia por cada cien mil habitantes entre 1964 y 2008

139

Gráfico 2.

Comparación de la tasa de homicidios en Colombia entre 1996 y 2005

Gráfico 3.

Evolución de los ataques a poblaciones entre 1988 y 2012

162 163

Gráfico 4.

Evolución de las masacres de acuerdo con los presuntos responsables entre 1980 y 2012

195


ร ndice de anexos Anexo 1.

Comisiones oficiales de investigaciรณn de 1971 a 2003

Anexo 2.

Comisiones de la verdad de 1974 a 2010

235 237

Anexo 3.

Comisiones de investigaciรณn y comisiones extrajudiciales en Colombia (1991-2012)

238

Anexo 4.

Dimensiones y subdimensiones de anรกlisis de las comisiones de estudios sobre la violencia

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Agradecimientos En la preparación, escritura y corrección de este libro, contribuyeron directa e indirectamente varias instituciones y personas, en Colombia y en México, a las que extiendo mi más sincero y fraternal agradecimiento. A la Vicerrectoría Académica de la Pontificia Universidad Javeriana, sede Bogotá, por concederme, en el marco del plan de formación docente, el tiempo y los recursos para adelantar mis estudios doctorales en la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (Flacso) sede México. Fruto de esos estudios es la investigación que condenso en este libro. A la dirección del Departamento de Sociología y a sus profesores, mis amigos y colegas, por apoyar mi proyecto doctoral, durante los tres años que estuve ausente de las labores docentes e investigativas. A la nación mexicana y a su Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (Conacyt), por la beca de estudios que complementó lo aportado por la Pontificia Universidad Javeriana y por la beca mixta para la realización de una estancia de investigación en Colombia, en la Universidad del Valle (Cali). A la Flacso sede México. A todos sus maestros, tutores y evaluadores de mi tesis doctoral (Nora, Eugenia y Julio). A sus directivas y personal administrativo. Gracias por contribuir a mi formación doctoral. A la editorial de la Pontificia Universidad Javeriana, en cabeza de Nicolás Morales, y al cuidado editorial de este libro, en manos de Pamela Montealegre, por apoyar con total entrega y paciencia la publicación. A Gonzalo Sánchez, director del Centro Nacional de Memoria Histórica, por alimentar mi curiosidad por las comisiones y por aventurarme a la memoria histórica de nuestro país. Especial reconocimiento a la familia de la Vero, mi princesa andina, por la hospitalidad en el Distrito Federal y en Quito. Inmenso agradecimiento a Magui, Chris, Gabi y Anaís. A Vero, no tengo más que amor y gratitud eterna, por su entrega y paciencia durante estos años. A mis padres, Pastora y Germán. A la pequeña y titánica tía Lucy. A mis hermanos, Freiderman, Edinson, Diana, Luz Miriam y Germán. A todos ellos, abrazos y agradecimientos gigantes, porque trazaron el camino de esperanza para


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mi futuro académico, que comenzó, hace muchos años, en la Villa de las Palmas (Palmira, Valle). A todos los académicos, investigadores independientes, miembros de organismos internacionales y organizaciones sociales y comunitarias que estuvieron dispuestos a ser entrevistados o a sostener conversaciones informales, en Bogotá, Cali, Trujillo, Ibagué y Manizales. A Gonzalo Sánchez, a Álvaro Guzmán, a Álvaro Camacho (+), a Carlos Eduardo Jaramillo, a Darío Fajardo, a Jaime Arocha, a Iván Orozco, a Eduardo Pizarro, a Jorge Hernández, a Javier Guerrero, a Daniel Pécaut, a María Emma Wills, a Pilar Riaño, a Andrés Suárez, a Martha Nubia Bello, a Fernán González, a María Victoria Uribe, a Teófilo Vásquez, a Absalón Machado, a Patricia Linares, a Vladimir Melo, a Claudia Girón, a José Antequera, a Camila de Gamboa, a Claudia García, a Orlando Naranjo, a la hermana Maritze Trigos, a Adrián Serna, a Laura Badillo, a Jesús Abad Colorado, a Catalina Uprimny, a Marcela Ceballos, a Fernando Cubides, a Adolfo León Atehortúa, a Alejandro Castillejo, a Andrea Arboleda, a Jesús Alberto Valencia, a Paola Castaño, a Fabio Sandoval, a Gloria Inés Restrepo, a Juan Pablo Aranguren, a Sandro Jiménez, a Jaime Eduardo Jaramillo y a Jorge Orlando Melo. A mis estudiantes de la Facultad de Ciencias Sociales de pregrado y de doctorado en Ciencias Humanas y Sociales, por nutrir, en los cursos y conversaciones de pasillo, mis inquietudes intelectuales sobre la memoria y la violencia en Colombia. Finalmente, a mis compañeros, amigos de viaje, de diálogo y de fiesta en estos años. A Yesid, a Juan Carlos, a Carlos Luis, a Juan Pablo, a Milcko, a Maritza, a Nelson, a Ricardo, a Mauricio, a Paola, a Helder, a Orlando, a Iván, a Ivonne, a Mariana, a Javiera, a Consuelo, a Mery, a Alexander, a Erika, a Daniela y a muchos más, ¡gracias infinitas!

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Presentación Experiencias históricas contemporáneas obligan a repensar o resignificar otras relativamente distantes, y el juego de espejos que se plantea entre unas y otras puede resultar lúcido, si al historiador no lo deslumbran los radiantes anacronismos que le saldrán al paso al comparar a unas con otras. El lector que se adentre en el libro, Pasados y presentes de la violencia en Colombia. Estudio sobre las Comisiones de investigación (1958-2011), saldrá de él con la sensación de haber hecho una travesía problemática e inspiradora. Los múltiples y sucesivos pasados de la violencia, aprehendidos por sucesivas comisiones de diferente mandato, perspectiva y composición, no solo interpelan nuestro presente sino que en estos tiempos sirven como referente para la construcción de un futuro inmediato para Colombia, acicateado por un contexto de diálogos de paz. Sin desconocer el amplio número de experiencias de verdad y de memoria que ha habido en el país, el autor despliega sus reflexiones a partir de tres hitos: el de la Comisión Investigadora de las Causas de la Violencia, en los albores del Frente Nacional; el de la Comisión de la era preconstituyente, conocida como la “Comisión de los violentólogos”; y, por último, el de la trayectoria más procesual y acumulativa del Grupo de Memoria Histórica. Se trata en los tres casos de mecanismos y recursos institucionales y sociales que pretenden dotar de sentido el pasado de las violencias que abordan, con una explícita vocación transformadora. Las comisiones referidas no son exteriores a los procesos que registran e interpretan, sino que son parte del proceso mismo de búsquedas de sentido. En los tres casos tienen orígenes institucionales, pero no son necesariamente oficiales, precisamente porque son resultado de las luchas sociales o los debates político-culturales que las precedieron y alimentaron. No expresan, por lo tanto, voces oficiales, sino, como lo dice el sociólogo Jefferson Jaramillo, el autor de este libro, tramas que articulan relatos diversos. Leídos a distancia, no son textos para ser tomados al pie de la letra, sino pretextos para promover la controversia y la conciencia pública de nuestros pasados vividos pero no resueltos. La Comisión Investigadora de 1958 asociaba su función de esclarecimiento con la de la intervención en algunas zonas en conflicto abierto, como gestora de iniciativas reconciliadoras o “micropactos de paz en las regiones”, según sus propios comisionados. 17


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Diagnóstico y propuestas de política pública fueron dos componentes explícitos en la creación de esa primera Comisión, a tal punto que el presidente Alberto Lleras se mantenía a la expectativa de los resultados de sus viajes y diagnósticos locales y regionales, que le irían proveyendo elementos para la toma de decisiones políticas sobre la marcha. Más que escuchar a las víctimas, la Comisión escuchaba a las poblaciones —en su heterogeneidad, sin ejercer sobre el testimonio esa taxonomía rigurosa a la cual hoy en día somos allegados—, con las bondades y menoscabos que tuvo dicho acercamiento general, así como a todas las fuerzas políticas y a las autoridades de todos los rangos. Sus periódicos informes del trabajo en el terreno le fueron dando un carácter integrador a uno de los conflictos más fragmentados que haya tenido el país. Por otro lado, uno de los rasgos más interesantes, abundantemente documentado aquí, es que la Comisión Investigadora era recibida como Comisión de Paz en muchas localidades e incluso por dirigentes y grupos guerrilleros. De ahí la ambigüedad en su caracterización: si se la veía como investigadora había recelo frente a ella en muchos círculos políticos; si se la erigía como pacificadora, era recibida con multitudinario entusiasmo, esperanza y expectativa. Los comisionados, nos dice el autor, “más que como investigadores, fungieron como oidores de necesidades insatisfechas”, lo cual tendría un enorme impacto en un país recién salido de años de ejercicio de múltiples formas de censura. Aunque, como comenta el autor, “la Comisión Investigadora practicó un ejercicio arqueológico del pasado y de inventario de atrocidades enmarcado en parte, por las condiciones impuestas por el Frente Nacional”, también es cierto que lo que interesaba a esta experiencia era la pacificación. En ese sentido, no había formulación de responsabilidades. Aun así, la Comisión fue mucho más allá. Y su investigación quedó plasmada, unos años más tarde, en el libro admirable e inagotable, titulado La Violencia en Colombia, publicado como subproducto derivado más que como propósito inicial de la Comisión Investigadora. La Comisión de Estudios, la de los Violentólogos de 1987, tuvo un origen y marco muy distinto: más que un diagnóstico investigativo, se le pedía proponer qué hacer para superar la violencia: las recomendaciones eran lo esencial. Recuerdo que eso fue lo que nos dijo que quería, en la primera reunión que tuvimos, el Ministro Fernando Cepeda Ulloa: un pequeño folleto de recomendaciones. Había una perspectiva muy práctica, diría que instrumental del trabajo encomendado. Por ello, el elemento testimonial no estaba en el centro, salvo el testimonio de analistas o funcionarios ubicados en cargos estratégicos. El equipo tomó muy en serio su trabajo y decidimos ir más allá de lo que se nos había pedido, pese al cortísimo tiempo de que disponíamos: entre tres y cuatro meses. Esto planteaba retos complejos, pues el modelo del texto icónico de Germán Guzmán pesaba mucho como referente: se esperaba, en consecuencia, que nuestro registro tuviera una amplia descripción de los horrores e incluso un registro visual de impacto para la opinión pública. Y no sería así: se trataría de un informe de expertos que 18


Presentación

generaría recomendaciones que no fueron de recepción inmediata. Sus efectos, no obstante, se fueron incorporando gradualmente en la institucionalidad. El contexto político posterior, incluidas la negociación con el M19 y la Constitución del 91, repotenciaron la incidencia del Informe. En aquel entonces los intelectuales, no sin razones, eran extremadamente cautelosos y escépticos sobre la seriedad con la que se podían tomar sus recomendaciones. Este recelo se reflejó, como anécdota, muy significativa por cierto, en el hecho de que decidiéramos hacer la entrega del informe cuando ya lo tuviéramos editado en la imprenta de la Universidad Nacional. No queríamos dejar espacio a que se nos modificara una sola coma. El Presidente Barco, por su parte, mostró la misma cautela, recibiendo el informe en un acto privado, del cual no hubo siquiera un comunicado público. La divulgación se hizo por iniciativa nuestra. El elemento compartido del equipo y determinante en la perspectiva de los postulados era la creencia en las virtudes de la solución negociada del conflicto. Las recomendaciones que hacíamos no estaban dirigidas hacia un Estado más eficaz militarmente sino más democrático, porque se creía que la violencia solo era derrotable con más democracia. La Comisión del 58 se enfrentaba al hecho desnudo de la violencia, en tanto que la del 87 se propuso dar cuenta de las enormes tensiones entre violencia y democracias, recogidas en el título: Colombia: violencia y democracia. La violencia parecía muchas veces encapsulada en un discurso institucionalista que invisivilisaba sus raíces en las desigualdades y bloqueos a la participación política y la movilización social. El contexto del Grupo de Memoria Histórica fue muy distinto de los anteriores. El Grupo nació en tiempos del discurso de la justicia transicional, en un inusual y paradójico período marcado, inicialmente al menos, por un discurso de posconflicto bajo el ruido de las armas y sin negociaciones, y dentro de una estructura institucional cuestionada en su conformación —la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación—, de la cual recibió la delegación de las tareas de esclarecimiento exigidas por la Ley de Justicia y Paz, una ley igualmente controvertida. Esto planteó dos retos claves: conformar un equipo de investigación que, amparado en la trayectoria de sus integrantes, fortaleciera la credibilidad de la Academia y las organizaciones de derechos humanos en medio de un gobierno —el de Uribe Vélez— que se había caracterizado por deslegitimarlos a ambos. El reto de construir legitimidad a partir de un contexto tan impugnado desde la misma Academia y las organizaciones de derechos humanos, por otra parte, llevó al Grupo a emprender un camino muy distinto al habitual de las Comisiones de Verdad o Memoria para llegar al informe general: el largo camino de los casos emblemáticos como estrategia impuesta, no solo por las dimensiones y la diversidad del conflicto colombiano contemporáneo, sino también por el déficit de legitimidad que teníamos como punto de partida. La consigna bajo la cual comenzamos a operar pudiera traducirse en estos términos: vamos a trabajar de modo que 19


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en el proceso mismo procuremos ganar la credibilidad y legitimidad que no nos da el contexto. Hasta qué punto se logró no me corresponde decirlo. Pero lo cierto es que el Grupo, alimentado por el largo proceso social de construcción de memoria y verdad que lo antecedió, contribuyó a poner en la esfera pública y en la institucionalidad el derecho y el deber de memoria. El Grupo conformado no tenía ningún vínculo con el gobierno de entonces, e incluso muchos de sus integrantes eran críticos reconocidos del mismo, que en sus columnas, investigaciones o intervenciones habían manifestado amplias razones de su oposición frente a la política de seguridad democrática. Si se revisan sus documentos fundadores (el Plan Estratégico de febrero de 1987), cuyos presupuestos se han mantenido vigentes hasta el día de hoy, se verá que el proyecto de esclarecimiento del gmh apuntaba al extremo opuesto: a una solución negociada del conflicto armado, aunque esta no fuera inminente cuando inició labores en el 2007. La seguridad democrática era una quebrada caparazón que incomodaba al Grupo recién constituido, pero no condicionó o fungió como marco inspirador de sus actuaciones. Más bien considero que la dirección opuesta que tomó el Grupo fue posible gracias a que el gobierno de entonces se veía en cierto modo obligado a responder los reclamos de la sociedad que, como dije antes, ya venía adelantando fragmentarios, y no por ello menos fundamentales, procesos de construcción de memoria y verdad. Qué lugar ocupó entonces el gmh dentro del espectro político en el que fue creado, no dejará de ser una pregunta inquietante para el historiador, y no me corresponde aventurar aquí una respuesta protagónica. En esta dirección, me distanciaría de la apreciación de Jefferson según la cual el Grupo de Memoria Histórica habría que mirarlo como parte del “macropacto político de la seguridad democrática”. El segundo reto del gmh fue formalizar, desde el inicio de sus funciones, compromisos de autonomía académica de los resultados, la cual se consagró en la Primera Plenaria de la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación, que en la fecha mencionada le dio vida al Grupo. Y la tercera condición expresa era la libertad de diálogo del Grupo con todas las vertientes del espectro político, de las víctimas y de los actores del conflicto. La autonomía era una apuesta muy fuerte del Grupo y un desafío que la cnrr, visto a la distancia, aceptó con generosidad. Porque no era fácil hacer una delegación tan amplia del mandato y al mismo tiempo hacerse responsable de los productos generados en el marco de ese mandato, a sabiendas de que dentro de la propia cnrr había quienes estaban lejos de compartir nuestras visiones. El Grupo tenía que resolver también la tensión entre una visión caleidoscópica, fragmentada, y la tarea de un informe general —insistimos en no llamarlo informe final— que integrara los resultados y el mapa del horror, de los perpetradores y de las víctimas del conflicto armado en más de medio siglo. Ese pendiente se culminó en un nuevo contexto institucional y político —el del gobierno de Juan Manuel 20


Presentación

Santos— y se materializó en el ¡Basta Ya!: Colombia memorias de guerra y dignidad, y en el documental que lo acompaña, titulado No hubo tiempo para la tristeza. A diferencia de las comisiones de otras latitudes en las cuales el informe final es un momento de cierre simbólico del conflicto, en Colombia, el ¡Basta Ya! y la creación del Centro de Memoria Histórica, abrieron paso, según me lo advirtió un colega español, a una especie de comisión de la verdad en permanencia; el informe es el hito de un perpetuo recomienzo frente a las demandas, expectativas y deudas de memoria de las víctimas, regiones, y contendientes armados que en este momento están sentados en una promisoria mesa de negociaciones en la Habana. Puede ser anticipado este diagnóstico, pero lo cierto es que en la Colombia de hoy las tareas de investigación tienen una sorprendente vitalidad y continuidad, en el mundo institucional y en el mundo social. El horizonte previsible de una Comisión de la Verdad no anularía sino que redinamizaría estos procesos. La pluralidad de escenarios sociales, regionales y de formas de victimización hace todavía difícil la valoración del trabajo del Grupo. La lectura del libro de Jefferson me ha llamado a salir una vez más en defensa, ya no solamente del trabajo del Grupo de Memoria Histórica sino de aquellas iniciativas sociales que provenientes del Estado se constituyen bajo premisas que se inspiran en estrictos marcos de competencia internacional en materia de derechos humanos. En ese horizonte, invito a pensar si el Estado mismo no ha logrado redefinirse, al menos en parte, con una mayor o menor conciencia, a través de su diálogo con otras instituciones, como la Academia y las organizaciones de derechos humanos, o las comisiones estudiadas en este libro; y aun agregaría que es necesario comenzar a pensar en estas palabras que escribiera Boaventura de Souza Santos en una de sus Cartas a las Izquierdas: “el Estado es un animal extraño, mitad ángel y mitad monstruo, pero, sin él, muchos otros monstruos andarían sueltos, insaciables, a la caza de ángeles indefensos. Mejor Estado, siempre; menos Estado, nunca”. Su lectura también me hace considerar que la ley de Víctimas no es una trampa tendida por manipuladores astutos, sino resultado de luchas sociales y del campo democrático forjados a pulso durante décadas. En este escenario, la producción de la verdad judicial, es un campo de debate, de luchas por la memoria. Piénsese no más cómo un encuadre tan adverso para las víctimas en sus formulaciones iniciales, fue transformado por ellas en el curso del debate público. De hecho, en esa confrontación las organizaciones de víctimas lograron ocupar un lugar central en la escena política, como nunca antes lo habían hecho. Los contextos no son inmunes a las estrategias de los actores. En esa dirección, es preciso reconocer que el gobierno nacional, llámese cnrr, llámese Grupo de Memoria Histórica, no puede ser inmune al reclamo de las víctimas. Este reclamo ha sido en lo fundamental parte de una larga conversación, un lugar para la palabra que pone frente a frente al narrador y al que escucha en un impredecible juego de reciprocidades, del que ambos, a veces sin ser muy conscientes de ello, salen transformados. 21


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Finalmente, una de las mayores virtudes de este trabajo, es que las iniciativas de verdad y de memoria en el país no volverán a ser ni miradas, ni valoradas, ni juzgadas de la misma manera después de este balance, pues, en los sucesivos planos del juego de espejos en el que el autor nos ha invitado a reflejarnos, ha logrado adentrarse, con honestidad y rigor, en los nudos de las legítimas controversias que alimentan los ejercicios académico-políticos que son las comisiones de investigación sobre nuestras violencias. Gonzalo Sánchez G. Director Centro Nacional de Memoria Histórica, Colombia

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Prólogo Desde la segunda mitad del siglo xx, los colombianos hemos sido testigos de tres manifestaciones de violencia impactantes por sus dimensiones políticas y por la magnitud de sus secuelas sociales. La primera de esas manifestaciones, la Violencia, fue un enfrentamiento armado entre liberales y conservadores, ocurrido entre 1946 y 1965, que dejó como saldo más de 190.000 víctimas, sobre todo campesinos (véase Oquist 1978). La segunda de estas manifestaciones fueron las violencias de los años ochenta. A diferencia de la época de la Violencia, en los años ochenta, los móviles políticos no fueron los únicos responsables del caos. Al contrario, en esta época, nos encontramos frente a las estructuras del crimen organizado, responsables de los altos niveles de homicidios en el país, en especial en las zonas urbanas. Estas estructuras criminales lograron permear varios sectores de la sociedad y de la institucionalidad. La tercera de estas manifestaciones corresponde a lo que los expertos llaman el conflicto armado interno. Esta expresión, aunque polémica, permite dar cuenta de la lucha insurreccional guerrillera, de las reacciones legales e ilegales del Estado frente a esa insurrección y de los grupos paramilitares. Con el concepto de conflicto armado interno, se ha buscado nombrar, más allá de un enfrentamiento entre partidos políticos o de unas modalidades de acción criminal, un proceso de disputa histórica (prolongado y degradado) entre actores institucionales e ilegales con diversas lógicas de organización e intereses. Estas tres manifestaciones condensan hitos históricos nacionales de ruptura y tres pasados recientes que han sido representados y gestionados mediante diversas narrativas y dispositivos oficiales. Las comisiones de estudio sobre la violencia han sido uno de los instrumentos institucionales que han servido para tal fin. De estas comisiones, que no son ni comisiones de la verdad ni comisiones extrajudiciales, las más importantes han sido la Comisión Nacional Investigadora de las Causas y Situaciones Presentes de la Violencia en el Territorio Nacional (1958), la Comisión de Estudios sobre la Violencia (1987) y el Grupo de Memoria Histórica (2007-2011). Este libro analiza estas tres comisiones. Nuestro principal interés es detallar cómo estas comisiones han sido vehículos de memoria histórica que han articulado dos operaciones centrales para la comprensión de lo ocurrido en Colombia durante la segunda mitad del siglo xx. De una parte, ofrecer maneras de procesar y gestionar oficialmente las secuelas de la violencia, 23


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a través de estrategias políticas, como la pacificación, la rehabilitación, la cultura de la paz o la justicia transicional. De otra parte, contribuir a la selección de unas narrativas dominantes sobre el pasado y el presente de violencia. Estas narrativas permiten que distintos actores (gobiernos, expertos, prensa, etc.) administren públicamente los sentidos políticos y sociales sobre lo ocurrido en el país. A lo largo de este libro, destacaremos cómo, alrededor de estas comisiones y de sus narrativas, se evocan y omiten responsabilidades en la escena pública. Los dispositivos oficiales objeto de nuestro estudio han permitido pactar acuerdos para cerrar el pasado, realizar anatomías académicas de las violencias o generar políticas de memoria contra el olvido. A través de estas tecnologías institucionales, mostraremos cómo ciertos grupos y algunos asuntos antes no tratados dentro de los debates nacionales son movilizados como capitales narrativos. En síntesis, este libro es una apuesta analítica para tratar de comprender la naturaleza de la administración y de la producción institucional de los pasados y presentes de la violencia en el país, reconociendo que este proceso de recuperación y trámite de la memoria histórica de nuestras violencias no es una preocupación reciente. El libro está estructurado en cuatro capítulos. En el primer capítulo, analizamos la Comisión Investigadora (1958). Este capítulo da cuenta de los protagonistas, del marco político nacional e internacional del momento, de las estrategias de procesamiento institucional de las secuelas de la Violencia y de los mecanismos de pacificación y rehabilitación propuestos por la comisión. En el segundo capítulo, analizamos la Comisión de Expertos (1987). Este capítulo da cuenta de su formación, de la coyuntura en la que surgió, de las características y alcances del diagnóstico de la situación del país realizado por los comisionados, de la polémica alrededor de la tesis de la cultura de la violencia, de la idea de un nuevo pacto democrático y de las características de las narrativas construidas por la comisión. En el tercer capítulo, analizamos el Grupo de Memoria Histórica (2007-2011). Este capítulo da cuenta del vínculo con las narrativas humanitarias y los discursos transicionales, de los alcances y limitaciones del trabajo de este grupo, de su novedad respecto a las otras comisiones y del papel de los expertos dentro del grupo. En el cuarto capítulo, a modo de conclusión, realizamos un balance comparativo de las tres experiencias, preguntándonos en qué medida estas tres comisiones fueron tecnologías de administración y producción de sentidos históricos y políticos sobre el pasado, el presente y el futuro, en medio de las violencias del país.

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Introducción En este libro, defendemos la idea de que las comisiones de estudio sobre la violencia son tecnologías o artefactos institucionales de construcción de memorias históricas sobre lo ocurrido en Colombia desde mediados de los años cuarenta hasta hoy. En ese sentido, pensamos que las comisiones de estudio sobre la violencia han funcionado, en medio del conflicto, como correas transmisoras de narrativas de país, como intentos de gestión pública de las violencias y como dispositivos de producción histórica de versiones sobre el conflicto, en unos marcos temporales que son vividos de diversas maneras por los actores involucrados (véase Rufer 2010). Examinemos con más detalle esta idea.

Las comisiones como vehículos de tramas narrativas Las comisiones de estudio sobre la violencia abordadas en este libro son dispositivos oficiales que tienen efectos en la manera como reconstruimos el pasado, como diagnosticamos el presente y como imaginamos el futuro, en medio del conflicto histórico (véase Villaveces 1998). Las comisiones de estudio sobre la violencia permiten comprender que los pasados nacionales son marcos temporales que dejan una huella1 en lo que somos. En nuestro caso, estos pasados condensan diversas narrativas bélicas2 que merecen ser “reabiertas, reavivando [en ellas] las potencialidades incumplidas, prohibidas, incluso destrozadas” (Ricoeur 2009, 953). Los pasados ayudan a tejer una visión sobre el presente y el futuro, entre lo que es vivido y el horizonte de las expectativas de una sociedad. 1

2

La noción de huella es crucial en la representación del pasado. Según Ricoeur, hay tres tipos de huellas: las cerebrales (de ellas tratan las neurociencias); las psíquicas, relacionadas con las impresiones que han dejando en nuestros sentidos y afectos los acontecimientos traumáticos (de ellas se ocupa el psicoanálisis); y las documentales, relacionadas con las improntas escritas y archivadas (de ellas se ocupa el historiador) (véase Ricoeur 2010, 30-32). Las dos últimas son las que nos interesan. Para el caso de las guerras civiles en Colombia, las narrativas bélicas han sido trabajadas por Uribe y López (2010).

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Partimos de una lectura de las comisiones de estudio sobre la violencia como iniciativas oficiales “que traman los acontecimientos de los que hablan” (White 2010, 483) o iniciativas oficiales que ensamblan experiencias histórico-temporales, a través de operaciones narrativas en el tiempo, dado que “lo narrado sucede en el tiempo y lo desarrollado temporalmente puede narrarse” (Ricoeur 2000, 190). Para lograr esa trama y ese ensamble, las comisiones de estudio sobre la violencia producen narrativas que permiten seleccionar y disponer acontecimientos heterogéneos sobre las violencias y el conflicto. La trama, tal y como es concebida en este libro, proporciona a la experiencia humana una inteligibilidad narrativa y una estructura, es decir, la trama transforma los acontecimientos temporales en relatos más o menos integradores (no únicos) de lo que ha sucedido. En ese orden de ideas, las tramas presentes en las comisiones de estudio sobre la violencia no producen relatos homogeneizantes de país, sino que articulan diversos discursos dentro de marcos temporales e históricos. La noción de trama sugiere que los ingredientes de la acción humana, muchas veces discordantes y mudos (por su carácter traumático), son ensamblados institucionalmente, para otorgarles un grado de inteligibilidad (véase Ricoeur 2000) o para agregar un “contenido ideológico a la narrativa histórica” (White 2010, 486) que generan. Las tramas también funcionan, de acuerdo con Jean-Luc Nancy (2002), como mecanismos que tienen la capacidad de hacer sentido del mundo, especialmente para quienes viven los rigores de la violencia y del conflicto armado. Esto quiere decir que las tramas articulan tiempos históricos, narrativas históricas y contenidos ideológicos fracturados por la guerra, y ayudan a construir explicaciones sobre lo que ha acontecido de forma traumática (véanse Malkki 1995; Castillejo 2010). Ahora bien, ¿estas tramas solo se encuentran en las comisiones de estudio sobre la violencia? No necesariamente. Por ejemplo, ellas pueden estar presentes en imaginarios nacionales (como el de la cultura de la violencia), en los instrumentos de gestión y administración social y política del pasado (como el Frente Nacional, la política de seguridad democrática o la Ley de Justicia y Paz), en los relatos autobiográficos sobre los periodos de violencia (como los producidos en los años cincuenta en nuestro país), en las memorias del cautiverio de policías y políticos, en los informes de expertos, en las narrativas de los grupos hegemónicos (las élites políticas o militares) y en las narrativas de los colectivos sociales de resistencia (movimientos y organizaciones sociales, asociaciones de familiares de víctimas, etc.). El potencial analítico de las comisiones de estudio sobre la violencia permite, de un lado, articular significados, en contextos en los que los actores armados transforman las categorías rectoras del mundo cotidiano (véanse Nordstrom 1997; Castillejo 2010), y, de otro lado, trazar unas coordenadas de orientación (véanse Rabotnikof 2007a, 2007b), para comprender las capas temporales del conflicto y la profundidad de sus impactos y significados. 26


Introducción

A través de las tramas narrativas de las comisiones de estudio sobre la violencia, se recuperan saberes sobre las violencias ocurridas, se condensan memorias históricas y lecturas ideológicas y se legitima la inclusión y la exclusión de algunos sectores sociales. A través de ellas, se producen efectos de verdad3, es decir, efectos sobre cómo se preservan o contestan ciertos órdenes sociales. De esta forma, las comisiones de estudio sobre la violencia son marcos generales de sentido que proporcionan cuadros temporales más o menos comunes (véase Allier 2010), a partir de estos, determinados grupos sociales piensan, recuerdan, gestionan y representan la guerra y las violencias4.

Colombia, país de comisiones en épocas de violencias En Colombia, entre 1958 y 2012, hubo doce comisiones nacionales de estudio e investigación extrajudicial de las violencias, incluyendo las tres comisiones que serán analizadas en este libro (véanse los anexos). Por su cantidad, estamos hablando de un caso inédito en el mundo5. Esto puede explicarse, tal vez, por lo prolongado de la guerra y por una especie de confianza gubernamental en estas tecnologías. Las comisiones de estudio sobre la violencia que han tenido lugar en Colombia han estado a medio camino entre las comisiones de la verdad y las comisiones extrajudiciales. En estricto sentido, ninguna de estas iniciativas ha sido causa o efecto de una transición del conflicto al posconflicto o de una salida negociada a la guerra. Por comisiones de la verdad, entendemos los andamiajes institucionales que reúnen al menos cinco condiciones: clarificación y reconocimiento de la verdad, privilegio de las víctimas, contribución a la justicia, esbozo de la responsabilidad institucional y fomento de la reconciliación (véase Hayner 2008). Las comisiones de la verdad hacen parte de las “tecnologías globales de transición política aplicadas de forma sistemática en diferentes procesos transicionales” (Castillejo 2010, 29-30). En ese sentido, estas comisiones están encargadas de esclarecer crímenes y violaciones a los 3 4

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Para el tema de los efectos de la verdad histórica, véase Alonso (1988). Algunos autores han mostrado algo similar para los casos uruguayo (Allier 2010), argentino (Crenzel 2008), sudafricano (Christie 2007; Castillejo 2009), guatemalteco (McAllister 2003) y peruano (Theidon 2006). El número de comisiones puede ser mayor, si se toman en cuenta, por ejemplo, las comisiones locales creadas, en los años noventa, en Antioquia (Urabá y Apartadó) y Meta, el Tribunal Permanente de los Pueblos (que sesionó en 1989) (véase Echeverría 2007) y el Comité Permanente por la Defensa de los Derechos Humanos (1979). Para ampliar la discusión al respecto de las comisiones, véanse Springer (2002) y Procuraduría General de la Nación (2008).

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derechos humanos, en contextos de transición (véase Kalmanovitz 2005). Comisiones de este tipo han tenido lugar en Argentina, Sudáfrica, Guatemala, El Salvador y Chile (véanse los anexos). Por comisiones extrajudiciales, entendemos los dispositivos creados para apoyar la labor judicial sobre violaciones a los derechos humanos, en situaciones de debilidad institucional. Estas comisiones son cuerpos provisionales, creados durante un conflicto, independientemente de que exista un proyecto de transición o de que se logre pactar la paz entre las partes implicadas (véase Ceballos 2009). Comisiones de este tipo han tenido lugar en Ecuador, Bolivia, Perú y Brasil. En Colombia, hasta ahora, no ha habido una comisión de la verdad. Lo más parecido a una comisión de este tipo fue la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación, creada por la Ley 975 de 2005 (Ley de Justicia y Paz), con un encargo gubernamental de funciones muy ambicioso. Una de esas funciones fue la reconstrucción de la memoria histórica del conflicto reciente, misión delegada al Grupo de Memoria Histórica, que, en 2012, entró a hacer parte del Centro Nacional de Memoria Histórica. En cuanto a las comisiones extrajudiciales, Colombia ha tenido algunas experiencias, como, por ejemplo, la Comisión de Superación de la Violencia (1991), la comisión creada para investigar las masacres de Trujillo (1994), la comisión creada para la búsqueda de la verdad de los eventos de Barrancabermeja (1998) o la comisión de esclarecimiento de las graves violaciones a los derechos humanos en la Comuna 13 de Medellín (2012). En general, las comisiones que han tenido lugar en Colombia fueron creadas mediante decretos presidenciales. En su momento, estas comisiones se articularon a mandatos institucionales de varios meses y tuvieron un alcance nacional o local. La formación de estas comisiones se hizo de manera más o menos plural y algunas de sus recomendaciones fueron escuchadas por los gobiernos de turno. A diferencia de las tres comisiones que analizaremos en este libro, las otras que han tenido lugar en el país no han realizado una historización o una arqueología integradora de las violencias ni un diagnóstico global. No obstante, todas estas comisiones fueron importantes en la descripción de los hechos de violencia, en los diagnósticos locales, en la construcción de condiciones para el diálogo con las guerrillas, en el esclarecimiento de masacres o en la denuncia de olvidos institucionales sobre hechos violentos que afectaron a las comunidades.

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Introducción

Un esquema para analizar las comisiones de estudio sobre la violencia Habitualmente, cuando se evalúan las comisiones de la verdad, las comisiones de esclarecimiento histórico o las comisiones extrajudiciales, se acude a dos criterios: funcionamiento e impactos. Con el primer criterio (funcionamiento), se busca saber si las atribuciones y mandatos de las comisiones “fueron apropiados para esclarecer la verdad sobre los crímenes del pasado, explicar las causas y estructuras de la violencia y establecer responsabilidades” (Ceballos 2009, 61). Con el segundo criterio (impactos), se trata de evaluar sus efectos en el posconflicto, especialmente en la aplicación gubernamental de las recomendaciones hechas por los comisionados. Dados estos dos criterios, en un estudio reciente, Ceballos (2009) ha propuesto como ejemplo tres casos: Sudáfrica, Guatemala y El Salvador. La Comisión para la Verdad y la Reconciliación sudafricana sería el caso de mayor impacto y mejor funcionamiento. En esa medida, esta comisión se aproxima a lo que podría ser el tipo ideal de comisión (véase Ceballos 2009, 110). La Comisión de Esclarecimiento Histórico de Guatemala presentaría un funcionamiento medio y un impacto bajo. La Comisión de la Verdad para El Salvador sería la más deficiente en términos de los dos criterios. Ahora bien, a sugerencia de la misma autora, a estos dos criterios usados para evaluar las comisiones deberían sumarse ciertos factores macroestructurales, como el tipo de transición, el clima político y las condiciones sociales de los países, dado que estos factores afectan, para bien o para mal, el trabajo de estas comisiones. Aunque compartimos la idea de tener en cuenta estos factores macroestructurales, en este libro, en cambio, proponemos un esquema que privilegia cuatro dimensiones de análisis, ya que estos factores no satisfacen las especificidades de las iniciativas nacionales que estudiaremos. Estas dimensiones son el marco político, el clima operativo y posoperativo, las tramas narrativas sobre la violencia y los informes producidos. Al hablar del marco político, nos referimos al mapa político nacional e internacional de la época. Este mapa se expresa en unas coyunturas críticas y en unas macrolecturas de época, que sirven de antecedente y de presente a las comisiones. Este mapa permite comprender el protagonismo o la ausencia de ciertos actores y la activación y legitimación de unos discursos institucionales. Este marco, además, moldea las tramas narrativas que son construidas por las comisiones. El clima operativo y posoperativo hace referencia al proceso político de creación de las comisiones y a las estrategias de escogencia y negociación de los comisionados. Este clima también involucra las funciones que el poder ejecutivo delega a los miembros, el trabajo en terreno o en oficina, la construcción y divulgación de los informes, los públicos a los que llegan y el escenario de debate que se construye una vez terminado el trabajo.

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Las tramas narrativas de la violencia condensan las interpretaciones que emergen en las comisiones. Estas narrativas se expresan en génesis del pasado, diagnósticos sobre el presente y representaciones del futuro. Finalmente, de los informes, nos interesa destacar sus características, su resonancia social y su impacto político. En este libro, asumimos que estos informes6 no son solo una extensión de las comisiones, sino escenarios de conjugación, negociación y confrontación de relatos sobre la guerra y las violencias nacionales. A través de ellos, se proyectan sentidos y anhelos sobre el presente y sobre el futuro. De este modo, nos interesa explorar cómo la memoria histórica del conflicto se fija en ellos, es decir, cómo se consignan los hechos y, por supuesto, cómo se garantiza la posibilidad social e histórica de que las tramas sean legibles o ideológicamente disputadas por diversos sectores.

Algunas consideraciones metodológicas En esta investigación privilegiamos dos estrategias metodológicas: el análisis discursivo y el análisis sociohistórico de coyunturas críticas. El primer tipo de análisis supone que los discursos (orales o escritos) son constitutivos y constituyentes de las prácticas, órdenes, representaciones y escenarios de disputa que tienen lugar en el mundo social (véanse Phillips y Hardy 2002; Fairclough y Wodak 2000; Jaramillo 2012c). Aunque la potencia analítica y metodológica del análisis discursivo es subrayada por distintos autores, entre otros, por Foucault (1987), Fairclough (2003), Sigal y Verón (2004) y Laclau (2006), nos valemos de dicha herramienta para entender cómo los usuarios de ciertos discursos pueden realizar, confirmar o desafiar estructuras e instituciones sociales y políticas (véase Van Dijk 2000). En ese sentido, el análisis del discurso, como estrategia, nos ayudó a interpretar los mecanismos discursivos y las prácticas ideológicas que subyacen a las comisiones estudiadas. El segundo tipo de análisis supone que existen condiciones sociales e históricas que afectan la producción de los discursos de sujetos e instituciones. Estas condiciones se despliegan en lo que aquí llamamos coyunturas críticas. Las coyunturas críticas7 son, 6

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Los informes son el resultado del trabajo de las comisiones. Sin embargo, en el mundo, no todas las comisiones han producido informes. Por ejemplo, las comisiones de Bolivia (1982-1984), Guinea (1985), Uruguay (1985), Zimbabue (1985) y Filipinas (1986-1987) nunca publicaron sus resultados (véanse M. López 2004; Kalmanovitz 2005; Hayner 2008). El término es tomado prestado del institucionalismo histórico (véase Pierson y Sckopol 2008).

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Introducción

entonces, momentos formativos que permiten comprender los efectos de interacción entre distintos fenómenos en una misma época. Es necesario aclarar que el hecho de no contar con testimonios directos de las personas protagonistas de los hechos y la poca distancia histórica con lo sucedido afectaron nuestro trabajo. Respecto a la Comisión Investigadora (1958), la distancia temporal favoreció que la revisión de la prensa y del material producido en más de cincuenta años nutriera nuestra interpretación. Sin embargo, el no poder contar con los testimonios directos de sus participantes8 limitó el conocimiento de las percepciones y valoraciones de esta experiencia. En el caso de la Comisión de Expertos, había una distancia temporal de más de veinte años. En el caso del grupo de Memoria Histórica, en cambio, la experiencia se estaba produciendo ante nuestros ojos. Frente a esta última comisión, sucedió algo similar a lo que comenta Eugenia Allier sobre su investigación acerca de los usos políticos del pasado reciente en Uruguay: se trató de “estudiar un acontecimiento que se iba escribiendo también sobre la marcha, porque ella misma estaba en plena evolución” (Allier 2010, 22). Frente a la utilización de testimonios orales, somos conscientes de que estos pueden encerrar, en términos de Pierre Bourdieu (1997), ilusiones biográficas o posicionar ilusiones históricas. Aun así, tuvimos en cuenta las palabras del historiador Alessandro Portelli: “aunque [los testimonios orales] no correspondan a los hechos, las discrepancias y los errores son hechos en sí mismos, signos reveladores que remiten al tiempo del deseo y del dolor y a la difícil búsqueda del sentido” (2004, 27). Esto significa que los testimonios orales son útiles en sí mismos, por la condensación de experiencias y narrativas. Para esta investigación realizamos cerca de treinta y siete entrevistas semiestructuradas y/o conversaciones informales, en Bogotá, Cali, Ibagué y Trujillo. Estas entrevistas se distribuyeron de la siguiente manera: quince entrevistas con miembros del Grupo de Memoria Histórica, cinco entrevistas con miembros de la Comisión de Expertos (sin contar una entrevista que fue cedida por Andrea Arboleda), seis entrevistas con miembros de organizaciones sociales y organismos de cooperación y once entrevistas con expertos. De esas entrevistas, treinta se registraron en audio, seis se registraron en notas y una se realizó por Internet. Los audios se hicieron con autorización de las personas (hemos enviado una copia de estos audios a la mayoría de estas personas). Las transcripciones de los audios reposan en nuestros archivos personales. 8

Solo tuvimos acceso a dos entrevistas de Otto Morales Benítez. La primera la hizo Indepaz y fue consultada, para esta investigación, el 20 de junio de 2009, de la página web http://www.c-r.org/ our-work/accord/colombia/documents/Benitez.pdf. La segunda fue realizada por la historiadora Andrea Arboleda, en 2009. Algunos fragmentos de esta entrevista han sido utilizados con autorización de la autora.

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La revisión de prensa escrita se hizo sobre cuatro periódicos de tiraje nacional (El Tiempo, El Espectador, El Siglo y Voz Democrática) y una revista (Semana). No revisamos exhaustivamente la prensa local, por varias razones, entre ellas, falta de recursos económicos. Para ilustrar el caso del Grupo de Memoria Histórica, revisamos algunas noticias de periódicos como El Colombiano, El Heraldo y El País. La revisión de prensa tuvo en cuenta la postura ideológica de los diarios. Así, uno de los periódicos nacionales revisado puede ser considerado de tendencia conservadora (El Siglo). Los otros dos periódicos pueden considerarse de tendencia liberal (El Tiempo y El Espectador). El examen de la prensa se concentró en los meses de trabajo de las comisiones y en los meses de la difusión de sus informes. Para la comisión de 1958, de El Tiempo y El Espectador, revisamos la información correspondiente a mayo y noviembre de 1958, enero de 1959 y el periodo de julio a diciembre de 1962. De la revista Semana, revisamos los números de mayo a diciembre de 1958. Del periódico El Siglo, revisamos los meses de mayo, junio y septiembre de 1958 y el periodo de agosto a diciembre de 1962. Del periódico Voz Democrática, revisamos la información de comienzos de 1959 y de 1960. En el caso de la comisión de 1987, la revisión de prensa fue más limitada que la realizada para la comisión de 1958, básicamente porque no hubo un seguimiento tan exhaustivo de la comisión por parte de la prensa. El criterio de inclusión de la información revisada fue el período de formación y funcionamiento de la comisión. También revisamos algunas columnas de opinión publicadas por la revista Semana, en 2007. De El Tiempo, revisamos los meses de febrero, abril, mayo, junio, julio y agosto de 1987. De El Espectador, revisamos los meses de abril, mayo y junio de 1987. De El Siglo, revisamos un editorial. De Voz Democrática, revisamos el mes de julio de 1987. De Semana, revisamos el mes de mayo de 1987, periodo de finalización del trabajo de la comisión. Para el caso del Grupo de Memoria Histórica, revisamos la información de El Tiempo, El Espectador y la revista Semana de septiembre y diciembre de 2008, periodo en el que se publicó el informe sobre la masacre de Trujillo. Luego, revisamos la información de septiembre a diciembre de 2009, meses en los que se publicó y difundió el informe sobre la masacre de El Salado. Por intermedio de Gonzalo Sánchez, coordinador del grupo, logramos acceder a un archivo de noticias sobre estos dos casos que cubría, para el caso de El Salado, desde finales de los años noventa hasta 2010, y, para el caso de Trujillo, desde 2008. Completamos la búsqueda de información de prensa sobre esta experiencia con periódicos de tiraje local (El Heraldo, El Colombiano y El País) que abordaron el proceso de Justicia y Paz y los otros informes del Grupo de Memoria Histórica producidos entre 2009 y 2011. Como parte de nuestras actividades de campo, realizadas entre febrero y julio de 2010, realizamos dos visitas a Trujillo, para conocer la experiencia de la Asociación 32


Introducción

de Familiares de Víctimas de Trujillo (Afavit). También participamos en un seminario sobre memoria histórica, en la Universidad Santo Tomás (Bogotá). Durante marzo y abril de 2011, asistimos, en calidad de ponentes, al Primer Encuentro Internacional de Estudios Críticos de las Transiciones Políticas: Violencia, Sociedad y Memoria, realizado en Bogotá. También participamos en el Encuentro Internacional Encrucijadas de la Memoria, la Violencia y la Paz, realizado en octubre de 2013. Finalmente, entre 2010 y 2013, realizamos varias visitas a instituciones académicas en Ciudad de México, Cali, Manizales, Ibagué, Bogotá, Bucaramanga y Tunja, lo que nos permitió socializar los hallazgos de este libro.

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La Comisiรณn Investigadora (1958)


La Comisión Investigadora, creada a comienzos del Frente Nacional, fue una excelente síntesis del ideario de pacificación, de rehabilitación y de modernización social que embargaba a la nación en ese entonces. Este capítulo buscará mostrar cómo, a través de esta comisión, se desplegó la construcción de tramas narrativas y de mecanismos de trámite institucional de la violencia bipartidista. En ese sentido, destacaremos en qué consistieron esas narrativas, quiénes fueron sus protagonistas y dentro de qué marco político nacional e internacional tuvieron lugar. En este capítulo, también describiremos hasta qué punto esas narrativas contribuyeron a situar, en la escena pública, unas estrategias de gestión y trámite institucional de las secuelas de la Violencia (por ejemplo, la recuperación de testimonios, la visita a las zonas afectadas, la generación de micropactos entre las facciones políticas enfrentadas, el establecimiento de medidas de emergencia y rehabilitación y, sobre todo, la propuesta de una terapéutica del dolor, novedosa para la época). Finalmente, destacaremos cómo esta comisión favoreció la concertación de políticas de futuro para el país, a partir de las estrategias de pacificación y rehabilitación del Frente Nacional.

El marco: la Violencia, el Frente Nacional, el anticomunismo El papel de la Comisión Investigadora no puede entenderse sin tener en cuenta el contexto de violencia política del país entre 1946 y 1964 ni puede concebirse por fuera del análisis de las soluciones políticas que se implementaron para superarla, a través del pacto político conocido como el Frente Nacional. Este periodo de violencia política puede dividirse en varias etapas. A continuación, intentaremos dar cuenta de ellas. De antemano aclaramos que no se trata de hacer una historiografía del periodo, sino de situar, en un marco político significativo, algunos elementos de reflexión que permitan comprender la naturaleza y los alcances de la Comisión Investigadora. 35


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La Violencia, un punto de inflexión en el orden de las representaciones sociales y políticas Las etapas de la Violencia han sido descritas por varios autores. No obstante, una de las voces más autorizadas sobre este periodo es la de Marco Palacios, que identifica, al menos, cuatro fases (véanse Palacios 2003; Palacios y Safford 2002). La primera fase de la Violencia comienza en 1945, con las campañas electorales que enfrentan a gaitanistas (partidarios del líder liberal populista Jorge Eliécer Gaitán) y ospinistas (partidarios del líder conservador Mariano Ospina Pérez). Esta primera fase finaliza en 1949, con la abstención liberal en las elecciones que, a la postre, ganarán los conservadores, bajo el liderazgo de Mariano Ospina Pérez. En esta fase, el punto de inflexión de la confrontación entre partidos fue el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, ocurrido el 9 de abril de 1948. La segunda fase de la Violencia, que transcurre entre 1949 y 1953, se abre con la abstención liberal en las elecciones y se cierra con la llegada del gobierno militar de Gustavo Rojas Pinilla, tras el golpe de Estado al presidente conservador Laureano Gómez. Más adelante, abordaremos este escenario. Por ahora, basta decir que Rojas Pinilla fue considerado una ficha política al servicio de las élites, que buscaban pacificar y reconciliar el país, mediante un proyecto hegemónico. Estas dos primeras fases son catalogadas por Marco Palacios como las de mayor sectarismo y fuerza destructiva en el país. La tercera fase, que abarca desde 1954 hasta 1958, se caracteriza por el terror provocado por los bandoleros o “pájaros”, grupos de sicarios, pagados por los directorios políticos, que azotaban las regiones. Finalmente, la cuarta fase es un momento residual que va desde la caída de Rojas Pinilla hasta 1964. En esta última fase, en el marco de la eclosión del Frente Nacional, se combinaron estrategias de amnistía y reinserción a la vida civil de bandas e individuos alzados en armas, mecanismos de pacificación y gamonalismo armado. La Comisión Investigadora tendrá lugar en esta última etapa. Aunque de ella se tienen amplias referencias en la memoria colectiva colombiana, la Violencia es vista “como un collage de opiniones ambiguas, poses fúnebres, sentimientos de culpa y ontologías pesimistas que apenas comienzan a desvanecerse ante el rigor de nuevas investigaciones y análisis” (Palacios 2003, 193). Lo que sabemos de la Violencia es producto de relatos y de esfuerzos intelectuales y artísticos (teatro, cine, artes plásticas y literatura1) condensados a lo largo de los años. Tenemos noticia de este periodo a través de la literatura testimonial producida en la época, sobre todo a través de la literatura que 1

Por ejemplo, la serie Genocidio y violencia, del pintor Alejandro Obregón; La masacre del 9 de abril, de la pintora Débora Arango; la película El río de las tumbas (1964), de Julio Luzardo; y las novelas La mala hora (1962), de Gabriel García Márquez, y El Cristo de espaldas (1952), de Eduardo Caballero Calderón. Para una ampliación de este tema, véase Sánchez (2009c).

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floreció a partir del 9 de abril de 1948, fecha que marcó una ruptura en la vida colombiana del siglo xx. Esta literatura incluye panfletos autobiográficos, novelas históricas, libros periodísticos, crónicas y diarios (véanse Ortiz 1994; Rodríguez 2008; Sánchez 2009c). A partir de los años sesenta y durante los años setenta, el periodo será descrito en varios trabajos sociológicos, antropológicos e históricos. La Violencia se estudió a la luz del protagonismo de sus actores, a la luz de sus impactos socioeconómicos regionales y locales, y a la luz de sus relaciones con el Estado, con las estructuras agrarias y con los partidos políticos. La mayoría de estos estudios eran monografías especializadas forjadas en el periodo de institucionalización y expansión de las ciencias sociales en el país2. A esto habría que añadir que las visiones de los estragos que causó la Violencia y de las alternativas de solución que ofreció el Frente Nacional fueron el resultado de la primera lectura emblemática del desangre que llevó a cabo el libro La Violencia en Colombia (véase Jaramillo 2012a), texto que “moldeará la visión de las clases medias lectoras de ese entonces” (Palacios 2003, 193)3. Sin entrar en disquisiciones teóricas sobre la exactitud de la periodización, la calidad de los análisis producidos, la jerarquía de los epicentros o las estadísticas, la Violencia puede resumirse como “una serie de procesos4 provinciales y locales con expresión nacional […] que parte en dos el siglo xx colombiano” (Palacios y Safford 2002, 630)5. Por varias razones, la Violencia puede calificarse de punto de inflexión. En efecto, a través de ella, se expresó una “confrontación pugnaz de las élites por imponer, desde el Estado nacional, un modelo de modernización conforme a pautas liberales y conservadoras, y [...] un sectarismo localista que ahogó a todos los grupos, clases y grandes regiones del país” (Palacios y Safford 2002, 630). El deseo de imponer ciertos modelos de nación y el partidismo sostenido por las dos subculturas políticas más importantes modificaron de manera radical el orden de las representaciones sociales y políticas del país (véase Pécaut 2003b)6. Esta modificación se manifestó de tres 2

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Sobre este periodo de la historia nacional y sobre las décadas de los sesenta y setenta, se destacan los trabajos de Pineda (1962), Torres (1985), Hobsbawn (1985), Pécaut (1973), Gilhodes (1974), Oquist (1978), Fajardo (1979) y Arocha (1979). Durante los años ochenta y noventa, el estudio del periodo se extenderá con los trabajos de Sánchez y Meertens (1989), Henderson (1984), Ortiz (1985), Pécaut (1987), Guerrero (1991), Betancourt y García (1991), Barbosa (1992), Atehortúa (1995), Acevedo (1995) y Perea (1996). En la década siguiente, se destaca el trabajo de Roldán (2003). Para una síntesis de las discusiones que alimentan estos trabajos, se recomienda el trabajo de González, Bolívar y Vásquez (2001) y el de Peñaranda (2009). Es crucial entender este periodo como un conjunto de procesos y no solo como un cúmulo de hechos de violencia. Más aún, según Sánchez (1990), hay que entender la Violencia como un “proceso de procesos”, con efectos diferenciales para muchos sectores de la población. Para una ampliación de este periodo, el trabajo de referencia es el de Paul Oquist (1978). Esta visión subyace a toda la obra de Pécaut, que se preocupa por la comprensión de los imaginarios sobre el orden político colombiano. En este análisis, se nota la influencia que ha tenido en su

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maneras. Primera, en la imposibilidad de construir un orden unificado de nación. Segunda, en la legitimación de una representación de la división social del país entre dos grandes facciones (laureanistas y gaitanistas). Tercera, en la prevalencia, en toda relación social y política, de la lógica amigo-enemigo (véase Pécaut 2003a, 32). Ese orden de representaciones será recogido en el trabajo llevado a cabo por la Comisión Investigadora y será ampliado por el libro La Violencia en Colombia. Desglosemos las manifestaciones de este nuevo orden representacional. Frente a la primera, habría que decir que la constitución de un orden social unificado no ha sido algo coyuntural en el país, sino que ha sido una constante histórica desde el siglo xix, pero acrecentada a mediados del siglo xx. A comienzos del siglo xx, en varias naciones latinoamericanas (México, Brasil y Argentina, por ejemplo), las élites reformistas, los partidos institucionalizados, los intelectuales radicales y los militares progresistas buscaron unificar la sociedad, a partir de un Estado intervencionista representante de la nación y muchas veces contrapuesto a los intereses hegemónicos. En Colombia, sin embargo, este proceso no tuvo gran fuerza. Por ejemplo, a mediados y finales del siglo xix, los intelectuales y científicos nacionales plantearon ciertas demandas a la nación7 y, en los años treinta, el gobierno liberal de Alfonso López Pumarejo hizo algunas reformas sociales (laborales y educativas), para cerrar las brechas del atraso social. No obstante, nuestro intervencionismo casero permaneció dentro de marcos sociales muy estrechos y no logró institucionalizar las relaciones sociales o permitir que el Estado asumiera la representación de los intereses nacionales (véase Pécaut 2003a, 34). Además de lo anterior, la reforma agraria, uno de los nudos gordianos de nuestra guerra, no logró consolidarse en el gobierno de López Pumarejo (de hecho, la tierra nunca fue tratada como un tema clave para desactivar la violencia)8. Los gremios económicos y las élites políticas también le dieron la espalda a las reformas estructurales. A esta institucionalización social precaria, se sumó una institucionalidad democrática a medio camino, en la que las subculturas políticas liberal y conservadora, con amplio

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pensamiento la obra de Claude Lefort y Cornelius Castoriadis. La noción de imaginario se entiende aquí como el abanico de representaciones fundadoras del orden social que soportan la unidad y las diferencias de una sociedad (véase Castoriadis 1994). En este sentido, se destacan intelectuales y científicos como Manuel Ancízar, Santiago Pérez, Salvador Camacho Roldan, José Manuel Samper, Miguel Samper y José Manuel Groot (véase Melo 2008). La imposibilidad de implementar una reforma agraria ha hecho que Colombia tenga altos índices de desigualdad y que la tierra sea uno de los campos de batalla entre víctimas, victimarios y Estado. En la actualidad, Colombia tiene uno de los mayores índices de desplazamiento forzado en el mundo (el segundo lugar, después de Sudán) y enfrenta el gran problema del despojo forzado de tierras. Rodríguez Garavito (2010) afirma que hay más de un millón de hectáreas despojadas a los campesinos, la Comisión de Seguimiento a la Política Pública sobre Desplazamiento Forzado (2011) afirma que hay 6,6 millones (entre 1980 y 2010) y el Movimiento Nacional de Víctimas de Crímenes de Estado afirma que hay diez millones (véase Grupo de Memoria Histórica 2009b).

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margen de dominio, fueron incapaces de representar la nación, de unificar la sociedad en términos simbólicos y de configurar el imaginario de “pueblo”. En ese sentido, nuestra democracia terminó apegada a valores más formales que sustantivos. Como dice Pécaut (amparado en una visión cercana a la de Claude Lefort y a la imagen gaitanista de un pueblo partido en dos), los partidos políticos colombianos terminaron representando “no un pueblo, sino dos pueblos con sus respectivas culturas políticas opuestas” (Pécaut 2003a, 35). Esta división afectó a las figuras del poder local de entonces (gamonales y curas párrocos), a los representantes del comercio local (fonderos y arrieros) y a las personalidades más representativas del panorama nacional (políticos profesionales, militares, intelectuales y élites). En cuanto a la segunda representación del orden institucional (la legitimación de la división social del país entre dos grandes facciones), la representación de dos pueblos o de dos subculturas se reforzó y se materializó entre 1945 y 1949. Las dos principales fuerzas del país eran el gaitanismo y el laureanismo (que tenía más fuerza que el ospinismo). Estas dos fuerzas tenían sus raíces en los partidos tradicionales, pero también representaban unas rupturas frente a ellos. Aunque estas fuerzas compartían ciertas visiones del país, en ambas confluyó una separación absoluta de dos mundos. De un lado, Jorge Eliécer Gaitán, que ejercía la jefatura del Partido Liberal, pero que representaba un populismo liberal, hablaba en nombre de un pueblo sin existencia política propia (véase Braun 2008). Gaitán hablaba de lo que, según él, era el principal problema social de ese pueblo: no el problema económico (bajos salarios e inexistencia de prestaciones sociales), sino el problema del hambre. Además, Gaitán posicionó un lugar de enunciación en el que la mediación del líder era un prerrequisito para la superación de la marginalidad. De otro lado, Laureano Gómez, que dirigía el Partido Conservador y se disputaba el poder con Mariano Ospina Pérez, fue un “político profesional de gran habilidad para dar virajes inesperados y pragmáticos” (Palacios 2003, 205). Laureano Gómez también hablaba al pueblo, pero en nombre de la restauración del orden y de la salvación nacional, con un discurso casi falangista. Jorge Eliécer Gaitán y Laureano Gómez tenían varias coincidencias. Los dos eran políticos de plaza que desconfiaban de sus partidos y hablaban contra la oligarquía dueña del poder. Los dos tenían discursos personalistas que contribuyeron a debilitar la fuerza social de las organizaciones sindicales, porque temían que estuvieran manipuladas por el comunismo o por el liberalismo oficialista. Los dos se dirigían a un pueblo que, como dice Pécaut, no tenía una existencia ni una conciencia políticas y que se mantenía por fuera de los cánones culturales elitistas. Gaitán y Gómez aprovecharon la incapacidad histórica para dar una forma unificada a lo social, con el fin de mostrar que el único camino de identificación colectiva que subsistía eran los partidos (véase Pécaut 2003a, 38-39). El problema fue que los dos catalizaron esa incapacidad a través del terreno del enfrentamiento. En efecto, los partidos políticos 39


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fueron pensados como una arena de debate y un escenario de transgresión. Por el partido se debía vivir y estar dispuesto a dar la vida (véase Braun 2008). De hecho, tras la muerte de Gaitán, la fractura social y política se agudizó y los partidos políticos asumieron el imaginario de la “construcción de un sistema de protección contra la irrupción de las masas peligrosas” (Pécaut 2003a, 39). En cuanto a la tercera forma del nuevo orden representacional (la prevalencia de la lógica amigo-enemigo), podemos decir que, ante la inexistencia de un orden unificador, la violencia, como lo plantea Pécaut (2003a), se tornó una fuerza constitutiva de lo social y de lo político, bajo el signo de la dialéctica amigo-enemigo. Dado que el enfrentamiento no era solo entre partidos políticos con diferencias resolubles, sino entre adversarios irreconciliables, es posible explicar el exceso de violencia en este periodo apelando al pensamiento de Schmitt9. En este enfrentamiento, el otro no era un enemigo privado, sino un enemigo público, un extranjero, un extraño radical. Los conflictos con el enemigo eran llevados al límite. En ese sentido, era imposible resolver los conflictos a través de las normas o a través de la sentencia de un tercero imparcial. Al contrario, estamos frente a un escenario de transgresión total, frente a una lucha a muerte entre dos comunidades políticas que se estigmatizaban y entraban en litigio, al punto de la aniquilación. En ese marco, los epítetos de los dos bandos eran motores de la transgresión. De un lado, los conservadores llamaban a los liberales “chusmeros” o “bandoleros” y al liberalismo, el “gran monstruo” o el “basilisco”, como aparece en las pastorales de monseñor Builes. Del otro lado, los liberales llamaban a los conservadores, en especial a la policía, “chulavitas”10 y a los asesinos a sueldo, “pájaros”. Unos y otros se representaban como “indios”. Como vemos, el mundo se escindía entre los que se consideraban civilizados y los que eran bárbaros, entre los limpios y los impuros. Los dos sistemas de representación eran, pues, excluyentes. Ese otro radical era también, sin embargo, un semejante. Para deshacerse de él evitando toda carga moral, se le deshumanizaba y se le bestializaba. Ello implicaba convertir al otro en objeto de desprecio, infligirle marcas indelebles en su cuerpo o ritualizar su muerte. Esto era lo que hacían los campesinos que sabían que estaban matando a sus compatriotas, compatriotas que, no obstante, eran vistos como sus contrarios políticos radicales. El mundo social que habitaban los campesinos era solo de “unos” y no podía ser de los “otros”. El capítulo ix de La Violencia en Colombia,

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Pécaut reconoce que utilizar a Schmitt es útil para la comprensión de los imaginarios sobre la Violencia en el país. A comienzos del gobierno de Ospina Pérez (1946-1950) y durante el 9 de abril de 1948, la policía fue reclutada, al parecer, de la vereda Chulavita, en el municipio boyacense de Boavita, uno de los enclaves electorales del Partido Conservador (véase Palacios 2003, 638). De ahí que a los policías se les llamara “chulavitas”.

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que lleva por título “Tanatomanía en Colombia”11, dio cuenta de esa forma de deshumanización llevada al límite, a través de la descripción de la dimensión sacra de la violencia (Daniel Pécaut, comunicación personal)12. Esta dimensión revela la tensión existente entre lo sagrado y lo sacrílego, en la que cierto sadismo se naturaliza, se ritualiza, se sacraliza y se extiende hasta nuestros días, bajo la forma de una política punitiva sobre el cuerpo, como la llama Elsa Blair (2010). Esta dimensión parece estar presente en la lógica de las masacres perpetradas por paramilitares, sobre las cuales han versado algunos de los informes producidos por del Grupo de Memoria Histórica13.

Un pacto político de notables para superar la Violencia Hacia 1958, las élites políticas liberales y conservadoras ensayaron una estrategia de reparto del poder durante 16 años: el Frente Nacional. Esta estrategia se erigió como una macropolítica de concertación con un triple desafío institucional: pactar la paz, generar programas de desarrollo y favorecer la transición democrática (véase Gutiérrez 2007a). La estrategia no era nueva en el país ni la única en el mundo14. La estrategia había sido ensayada por el gobierno de Rafael Reyes (1904-1909), a través de la política de concordia nacional, y por el presidente Mariano Ospina Pérez, con su ideario de unión nacional (1946-1949), propuesto a los liberales, pero rechazado por falta de garantías. Sobre la naturaleza, alcances e impactos del Frente Nacional, se ha escrito mucho en el país. Aunque nuestro interés no es hacer un balance historiográfico del proceso, es importante mencionar algunos de los temas sobre los que se ha trabajado, lo que permitirá entender las dimensiones y la importancia de este macropacto político. Algunos de los temas que más se han trabajado son las prácticas de exclusión, de discriminación y abuso de poder (véase Ayala 2009), los mecanismos a través de los cuales las élites lograron pactar este tipo de estrategias de consenso y sus impactos en el sistema democrático colombiano (véanse Hartlyn 1993; Dávila 2002), los pactos 11

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Ejemplos de esta violencia son las consignas de “picar para tamal”, “bocachiquiar” o “no dejar ni la semilla”, y los diferentes tipos de heridas en el cuerpo del adversario (el “corte de franela”, el “corte francés”, el “corte de corbata”, el “corte de mica” y el “corte de oreja”) (véase Guzmán, Fals y Umaña [1962] 2005, i, 245-253). Para ampliar este tema, véase Pécaut (2003a). En el caso colombiano, el tema de la lógica punitiva sobre los cuerpos y la economía del castigo sobre el adversario, a partir de una relectura de Foucault, es desarrollado por Blair (2010). Alrededor de las lógicas, intencionalidades y ritualidades de las masacres, hay un largo trabajo en el país (véanse Uribe 1990, 2004; Blair 2004; Suárez 2008). En octubre de 1959, se firmó el Pacto de Punto Fijo, que facilitó la transición hacia la democracia en Venezuela, tras la caída de la dictadura del general Marcos Pérez Jiménez. Este pacto fue firmado por los partidos Acción Democrática (ad), Copei y la Unión Republicana Democrática (urd).

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de silencio y sus consecuencias sobre la legitimidad de los partidos (véanse Gutiérrez 2007a, 2007b), el accionar de la clase política y el juego electoral (véase Duque 2005), la relación entre olvidos funcionales y memorias prohibidas (véase Rodríguez 2008), las dificultades para incorporar las necesidades sociales de los colombianos al proceso de modernización15 (véase Leal 1995) o el bloqueo a la consolidación de otras fuerzas políticas (véase López de la Roche 1994). Todos estos trabajos han servido para comprender que el Frente Nacional se constituyó como una política de concertación que ofreció una “promesa de retorno a la paz” (Pécaut 2003b, 48). Sin embargo, en la práctica, para las élites, el Frente Nacional implicó la restauración del poder político perdido, lo que acarreará algunas consecuencias, sobre todo en el plano de la representación de la Violencia. La restauración del orden político y social era parte de un nuevo comienzo (como tantos que se han intentado en la historia de Colombia) tras una fase aciaga. En ese sentido, el Frente Nacional era una iniciativa que permitía pactar el futuro del país por decreto político y restablecer el poder perdido a las clases tradicionales, poder del que habían quedado huérfanas tras la llegada de Gustavo Rojas Pinilla. Como se recordará, en la historia de la democracia de Colombia, Gustavo Rojas Pinilla representaba el segundo intento de dictadura en medio de una tradición democrática formalista de larga data16. Rojas Pinilla llegó al poder en 1953, en un contexto en el que primaba la exclusión de los intereses de las élites liberales, la insensibilidad ante la situación de los altos mandos de las Fuerzas Armadas y el recrudecimiento de la violencia en los Llanos Orientales y en el Tolima. A partir de 1956, el Partido Liberal, con cuya anuencia había logrado gobernar Rojas Pinilla, comenzó a tejer y a legitimar, gracias a los medios de comunicación, la hipótesis según la cual Rojas Pinilla buscaba perpetuarse en el poder y, por ende, violentar el pacto democrático que existía en el país. La solución que encontraron los partidos frente al problema que ellos mismos fabricaron fue la de pactar de nuevo, pese a sus diferencias (en apariencia) irreconciliables. La idea de restaurar la institucionalidad bipartidista bajo el ropaje democrático estaba, pues, a la orden del día.

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Algunos analistas piensan que la secularización y la modernización política, económica y cultural de la sociedad colombiana comenzaron en el Frente Nacional (véase Melo 1992). El primer intento fue el del líder militar Rafael Reyes, que gobernó el país entre 1904 y 1909. No obstante, en Colombia, los dos únicos gobiernos militares del siglo xx fueron el del general Gustavo Rojas Pinilla (1953-1957) y el de la Junta Militar (1957-1958) (véase Leal 2002, 36).

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Figura 1 Titular de la época que elogia el Frente Nacional

Fuente: El Siglo, 14 de junio de 1958.

El acuerdo de élites, del que fueron excluidas otras fuerzas políticas, tuvo dos orígenes institucionales, uno previo y otro posterior a la caída de Rojas Pinilla. El primero fue la Declaración de Benidorm (España), firmada el 24 de julio de 1956 por el jefe conservador Laureano Gómez y el jefe liberal Alberto Lleras Camargo. En ese pacto, se recomendó a los dos partidos trabajar juntos en función de la recuperación de las formas institucionales de la vida política. El segundo origen fue el Pacto de Sitges (España), firmado el 20 de julio de 1957. Dos meses antes de la firma de este pacto, en mayo, Gustavo Rojas Pinilla había renunciado, presionado por los cierres de fábricas, las protestas estudiantiles y un gran paro de transporte urbano, en Bogotá, Cali y Medellín. El poder fue cedido a una junta militar de cinco generales (el mayor general Gabriel París, ministro de defensa; el mayor general Deogracias Fonseca, director de la Policía; el contralmirante Rubén Piedrahita, ministro de obras públicas; el brigadier general Rafael Navas, comandante del Ejército; y el brigadier general Luis Ernesto Ordóñez, director del servicio de inteligencia). Con el nuevo pacto, Laureano Gómez y Alberto Lleras Camargo recomendaron el regreso a las instituciones republicanas. La idea de Gómez y Lleras Camargo era que la Junta Militar devolviera el poder a los civiles. La Junta Militar convocó un plebiscito para el primero de diciembre de ese año, con el que legalizaron su mandato hasta el 7 de agosto de 1958, fecha en la que entregarían el poder. Las elecciones se celebraron en mayo de 1958. En ellas, como primer presidente del Frente Nacional, fue electo Alberto Lleras Camargo. En retrospectiva, esta estrategia de pacificación y rehabilitación privilegió las herramientas de la prudencia y la política, para dejar atrás el pasado y la venganza. La idea que reinaba era que el altísimo precio que Colombia tenía que pagar por la paz era el olvido (véase Semana, 9 al 15 de diciembre de 1958). Esto se explica porque las élites conservadoras y liberales decidieron concertar unas reglas de juego y abogaron por la creación de una narrativa según la cual, en la adjudicación de responsabilidades históricas y penales, debía imperar la visión del futuro. Desde esta óptica, la refundación de la política implicaba el cierre del pasado. Es como si 43


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el Frente Nacional se hubiera dado a la tarea de sostener que, en tanto que pacto de caballeros, no había por qué abrir heridas pasadas. El juez de lo ocurrido sería la historia. A las élites les correspondía reorganizar el país, para afrontar el futuro. A través de los diarios del país, que fueron también los vehículos de la política del silencio del Frente Nacional, se apostaba por dejar “el juicio sobre lo ocurrido a una generación menos angustiada y comprometida” (Rodríguez 2008, 45). Esta idea es patente en una declaración dada por el expresidente Mariano Ospina Pérez, a raíz de la publicación de La Violencia en Colombia, al afirmar que era mucho más honrado, varonil y constructivo aceptar que todos se habían equivocado (La República, 6 de agosto de 1962). De este modo, el Frente Nacional, que se instauró para detener la violencia, fue útil en su momento, aunque generó un control del pasado por parte de las élites. Estas élites diseminaron culpas y tejieron acuerdos desde la capital, centro del poder administrativo, que luego llevaron a las regiones (véase Rodríguez 2008, 45). Pero también es cierto que el Frente Nacional era un pacto político y, como todo arreglo institucional, tenía la posibilidad de revelar y de ocultar. El Frente Nacional cumplió esto a cabalidad, pues concertó qué debía decirse, qué se callaría, a quién se responsabilizaría, a quién se castigaría y a quién se le otorgaría amnistía. Las fuerzas nacionales que construyeron este pacto político estaban escindidas entre dos destinos. De un lado, el de la civilización, el universo de las élites cultas, el de los políticos que pretendían saber cuál era el mejor futuro para el país. De otro lado, el de la barbarie, que, según las élites, producía la violencia y los violentos, en especial los campesinos seducidos por la sangre y la infamia. Recordar sería retornar a la barbarie e inmovilizar la política de concertación. Olvidar sería avanzar, estar del lado del progreso. Una de las muestras de cómo se pactó el olvido de los años de la Violencia, sin prever el costo de esa decisión, son los manuales escolares de la época, en los que no se mencionaba este periodo (véanse Sánchez 2003; Rodríguez 2008). Visto desde una perspectiva actual, se estaría tentado a invalidar este pacto político, pues es contrario a la necesidad del establecimiento de responsabilidades. Ahora bien, se debe tener en cuenta que el discurso de las políticas contra el olvido, los relatos humanitarios y las narrativas de transición no estaban de moda. En esa medida, no se podía pedir más a los políticos y a la coyuntura histórica de ese momento. Si bien durante el Frente Nacional hubo algunos espacios para el ejercicio democrático (por ejemplo, las elecciones continuas), lo cierto es que las voces de muchas capas de la sociedad fueron excluidas del relato de lo sucedido. Esto quiere decir que en esta época hubo institucionalidad, pero también hubo un cierre de la memoria histórica. Frente a este tema, Sánchez ha señalado que a la población le fue arrebatada la posibilidad de construir su propia versión de lo sucedido, al punto de haberse 44


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“matado la memoria de este periodo” (1998, 111)17. De todas formas, aunque muchos sectores de la sociedad vieron amputada su posibilidad de expresión, es cierto que un pacto concebido y legitimado por las élites no podía ofrecer más en su momento. Desde que nació, el pacto fue limitado. Se trataba, en efecto, de un acuerdo político para devolver el poder y retornar la estabilidad. No se trataba de una plataforma para generar revoluciones sociales, aunque, por algunos momentos, el Frente Nacional vendiera la idea de la gran revolución social, la restauración y la modernización. De hecho, los cuatro presidentes del Frente Nacional dejaron consignados estos idearios en sus programas de gobierno. Así, Alberto Lleras Camargo (1958-1962) llamó a su periodo “el gobierno de la restauración”; Guillermo León Valencia (1962-1966), el “gobierno de la pacificación”; Carlos Lleras Restrepo (1966-1970), “el gobierno de la modernización económica”; y Misael Pastrana Borrero (1970-1974), “el gobierno de las cuatro estrategias” (véanse Palacios 1999; Acevedo y Castaño 2001). Las reformas sociales durante el Frente Nacional fueron tímidas. Para Palacios (1999), el progresismo del Frente Nacional quedó eclipsado por el ritual electoral y el clientelismo. Para Pécaut, durante esos años, “no se hizo mayor cosa para satisfacer las demandas de justicia o, incluso, las de reparación social” (2002, 48). El Frente Nacional fue un periodo en el que asistimos a una combinación de estrategias de amnistía, reinserción y perdón instrumentalizadas en función del gran pacto político nacional. Las víctimas de la Violencia, de las que no se hablaba mucho, quedaron sometidas a un sentimiento de vergüenza colectiva (véanse Sánchez 2003; Rodríguez 2008). A propósito de este fenómeno, Rodríguez (2008) ha señalado que la prensa escrita se encargó de despolitizar a los victimarios y a las víctimas. En efecto, uno de los ministros de la época, Charry Lara, afirmó que, frente a lo sucedido, no importaban las causas ni los responsables (y, agregaríamos nosotros, las víctimas). Lo que importaba, según él, eran las medidas futuras para acabar la Violencia. No obstante, el Frente Nacional estuvo lejos de borrar todas las secuelas de la Violencia. Durante su funcionamiento, si bien el desangre se frenó, también hubo una mutación de las lógicas del ejercicio de la violencia. Así, entre 1957 y 1962, murieron aproximadamente 17.323 personas (véase Rodríguez 2008, 44). Esto quiere decir que ya no estábamos frente a la tecnología de exterminio provocada por la animadversión 17

Según Sánchez (1998), al menos eso se deduce de una orden administrativa del Ministerio de Gobierno, que, el 4 de enero de 1967, declaró como archivo muerto 79 sacos que contenían los archivos de 1949 a 1958. Con seguridad, el Ministerio de Gobierno sostuvo que el problema era el olor insoportable y el lamentable estado de la oficina que albergaba dichos documentos. Sin embargo, habría que recordar que, en el fondo, estaba la preocupación de destapar la pestilencia de una época que debía ser suprimida a toda costa. En ese orden de ideas, si en el periodo previo al Frente Nacional florecieron las memorias del desangre, en el periodo del Frente Nacional, en cambio, esas memorias fueron las grandes ausentes. Véase también Palacios (2012).

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política de finales de los años cuarenta o comienzos de los años cincuenta, sino ante una empresa que operaba mediante redes partidistas controladas por gamonales. Ahora bien, esto no implica que la violencia política haya desaparecido. De hecho, el Partido Comunista de la época denunció cómo, en nombre de las libertades democráticas, se asesinaba la disidencia política. La nueva etapa de la Violencia se focalizó en la Cordillera Occidental, en especial al norte del Valle del Cauca, en el viejo Caldas, en el Tolima y en el macizo de la región del Sumapaz. En esas zonas, en las que germinaron la lucha guerrillera y las farc (véanse Sánchez 1990; Pizarro 1989), la violencia se acompañó de una confrontación armada de tono agrarista y comunista.

El Frente Nacional y el tránsito a la doctrina de seguridad nacional Aunque el Frente Nacional no sirvió para profundizar la democracia, sí fue efectivo, en cambio, para penetrar infraestructuralmente (por utilizar una expresión de Michael Mann) su ideario en la sociedad. Una muestra de esta penetración fue el comportamiento de los partidos, que, con miras a afianzar la burocratización y el clientelismo, alejaron el fantasma del sectarismo de épocas anteriores y se convirtieron en la principal fuente de la reproducción política en el país (véase Leal 2002, 35). Además de lo anterior, el Frente Nacional también fue efectivo para subordinar, al menos en el papel, a los militares a las instituciones democráticas (aunque, paradójicamente, a los militares se les otorgó más autonomía en el manejo del orden público). De hecho, el presidente Alberto Lleras Camargo, en un famoso discurso18, afirmó que, puesto que la política era el arte de la controversia y la milicia era el arte de la obediencia, las Fuerzas Armadas no debían decidir cómo gobernar la nación ni los políticos debían decidir cómo manejar las Fuerzas Armadas. En todo caso, según Lleras Camargo, los militares debían estar subordinados al orden constitucional. Esta idea surgía en vista del antecedente del golpe militar de Gustavo Rojas Pinilla y del fallido golpe de Estado del 2 de mayo de 1958, que quiso restaurar el poder militar. A partir de ese presupuesto, Lleras Camargo no solo llamaba al orden a los militares, sino que anunciaba una política que se aplicaría durante el Frente Nacional: a los políticos les correspondía gobernar, administrar y civilizar la nación, y a los militares les correspondía disciplinar, controlar y normalizar el orden público en el territorio nacional. A medida que avanzaba la confrontación armada entre las guerrillas y las Fuerzas Militares, el manejo del orden público se volvió estratégico en el país, pues la violencia y las disidencias políticas se diversificaban y se ampliaban (véase Leal 2002, 39). Como estaban dedicados a “civilizar” el país, los políticos descuidaron la labor del 18

Discurso pronunciado frente de la oficialidad de la guarnición de Bogotá, en el Teatro Patria, en mayo de 1958. Véanse Lleras Camargo (s. f.) y Leal (2002).

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Estado de revisar y actualizar las directrices políticas sobre el papel de los militares. En ese escenario, los altos mandos castrenses asumieron el diseño de la política militar, “en forma improvisada, de acuerdo con sus percepciones de las situaciones de orden público, orientadas por los planteamientos anticomunistas, la concepción políticomilitar norteamericana y la doctrina de seguridad nacional” (Leal 2002, 39). Gracias a esa política, los bandoleros que quedaban de la Violencia fueron exterminados o confinados a medidas de extrañamiento social, toda protesta social devino un asunto de orden público y las guerrillas se convirtieron, primero, en los enemigos potenciales y, con el tiempo, en los principales enemigos reales del sistema. Todo esto sucedió en una época influida por las ideologías político-militares provenientes del exterior y por las vivencias de muchos militares (como la participación en la Guerra de Corea y en la violencia bipartidista) (véase Leal 2002, 40). En ese marco, es importante notar que a las estrategias de reconciliación nacional del Frente Nacional defendidas por Alberto Lleras Camargo se sumó una cierta dosis de represión, sobre todo a partir del gobierno de Guillermo León Valencia. Paradójicamente, en ese gobierno, autodenominado el de la pacificación y el de los pobres, se produjo uno de los mayores crecimientos del Ejército (véase Gilhodes 2009, 307). En ese orden de ideas, se puede decir que el Frente Nacional tuvo un discurso político de concertación, pero que, en la práctica, produjo una gran cantidad de decretos de urgencia y control militar del territorio nacional. Las medidas del gobierno iban desde el extrañamiento de antisociales hasta los bombardeos en zonas de guerrillas. El asunto más problemático fue que muchas de esas medidas, vistas como una salvaguarda de la soberanía nacional, se convirtieron en medidas normalizadoras de la excepcionalidad y en medidas para combatir problemas sociales. Siguiendo a Leal (2002), podemos decir que, dentro del Frente Nacional, esto se tradujo en un desplazamiento de la doctrina de defensa nacional hacia la doctrina de seguridad nacional. Esta última suponía que los países de América Latina estaban bajo la amenaza permanente de fuerzas nacionales e internacionales vinculadas al comunismo. No olvidemos que la doctrina de seguridad nacional había sido alimentada legal y económicamente por Estados Unidos, desde la época de Truman19, que había propuesto una unificación militar continental, para luchar contra el comunismo. Durante los años cincuenta y sesenta, esta doctrina se practicó en Brasil y Argentina. Durante los años setenta, esta doctrina se reformuló en Chile, Perú, Paraguay y Centroamérica20. Ella partía de la premisa de que los Estados, 19

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A esto contribuyeron varios elementos, como “la creación de la Organización de Estados Americanos (oea), en 1948, que proporcionó el piso jurídico-político para que otros organismos, como la Junta Interamericana de Defensa, creada en 1942, y el Colegio Interamericano de Defensa, pudieran articularse en forma plena a la orientación estadounidense” (Leal 2003, 78). Brasil fue el primer país en elaborar el concepto de seguridad nacional en América Latina, con una ley promulgada en 1935, y luego, en los años cincuenta, con el general Golbery do Couto e Silva.

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cuando el contexto interno o externo lo ameritara, deberían acudir al control militar del poder. Dentro del marco de la Guerra Fría, el comunismo internacional era la principal causa de aplicación de esta política. En los países de América Latina, el gran enemigo interno eran las guerrillas y cualquier persona, grupo o institución que tuviera ideas opuestas a las de los gobiernos militares (véase Leal 2003). En Colombia, esta doctrina tuvo la impronta del militarismo desarrollista, que se oponía al viejo esquema de corte prusiano (véase Leal 2002)21. En nuestro país, uno de los grandes defensores del desarrollismo fue el general Ruiz Novoa, que había recibido formación militar en Chile y había participado en la Guerra de Corea como comandante del Batallón Colombia. A los miembros de esta corriente les llamaban los coreanos (véase Gilhodes 2009, 307). Como ministro de guerra del presidente conservador Guillermo León Valencia (1962-1966), el general Ruiz Novoa fue uno de los gestores del Plan Lazo, una estrategia diseñada para la pacificación del país. Esta estrategia buscaba “quitarle el agua al pez”, es decir, quitarle el apoyo campesino a la guerrilla (véase Gilhodes 2009, 305), pues se creía que el mal desaparecería tras la eliminación de su caldo de cultivo, visión que estaba conectada al famoso esquema de las etapas del desarrollo de W. W. Rostow (véase Leal 2002, 45). La consecuencia directa de esta estrategia fue la legitimación de medidas de ingeniería social contra la pobreza, con el fin de diezmar las guerrillas en las zonas en las que tenían presencia. Esto se materializó en las operaciones de Marquetalia, El Pato y Guayabero. Para el general Ruiz Novoa, la aplicación del Plan Lazo supuso su retiro voluntario del Ejército, en 1965, debido a presiones de los políticos y de las élites económicas, dado que se consideró que su proyecto implicaba una intervención en política. En todo caso, el Plan Lazo fue definitivo para reformar la lucha contrainsurgente del Ejército22.

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Esta doctrina le permitió preparar y justificar el golpe militar de 1964 contra el gobierno populista de João Goulart. En Argentina, esta doctrina sirvió para justificar el derrocamiento de un gobierno radical (en 1966) y de un gobierno peronista (en 1976), y para enfrentar a la guerrilla urbana de los montoneros. En Chile, la doctrina sirvió para justificar el derrocamiento del gobierno de Salvador Allende (véase Leal 2003, 81). El ala tradicional del Ejército estaba representada en los generales Revéiz Pizarro y Fajardo Pinzón, y el desarrollista, por los generales Valencia Tovar y Fernando Landazábal (véase Gilhodes 2009). El Plan Lazo contribuyó a crear estrategias de contraguerrilla, como el Plan Soberanía, empleado con éxito, en diversas regiones del país, por militares de reconocido prestigio, como José Joaquín Matallana y Álvaro Valencia Tovar (véase Leal 2002, 46). El Plan Lazo también fue importante en la consolidación del Decreto-Ley 3398, o Estatuto para la Defensa Nacional, de diciembre de 1965, que introdujo reformas cruciales y problemáticas para el país. En efecto, en este estatuto, se afirma que la seguridad nacional es cuestión de todas las personas naturales y jurídicas y que, en esa medida, los civiles se pueden armar para garantizar la defensa. Esta será una justificación para los grupos de autodefensa y paramilitares (véanse Leal 2002, 47-48; Romero 2009).

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En medio del macroproyecto de concertación y represión desarrollista que representó el Frente Nacional, aparecieron varios mecanismos de trámite de las secuelas de la Violencia. Vistos bajo el prisma de la lógica transicional que ha cobrado vida en el país, estos mecanismos se podrían evaluar como dispositivos de una política de concertación elitista o se podría considerar que su creación fue motivada por el imaginario de lo políticamente correcto (en especial, por la idea de que con ellos se lograría saldar cuentas con el antiguo régimen). Lo cierto es que estos mecanismos fueron recurrentes durante el Frente Nacional. Ya mencionamos uno de ellos, el Plan Lazo, que funcionó como una estrategia cívico-militar de gran impacto. Pero también habría que nombrar la creación de la Comisión Nacional de Instrucción Criminal, encargada de investigar los delitos cometidos por los altos funcionarios del Estado durante la dictadura militar. Esta comisión abrió solo un expediente al general Gustavo Rojas Pinilla 23, principal chivo expiatorio de una época caracterizada por imputar responsabilidades de manera amañada. Como se verá más adelante, durante esta época, también surgieron comisiones departamentales de rehabilitación y una gran oficina de rehabilitación, con el fin de implementar los planes de ayuda del gobierno de Lleras Camargo. En este marco, también surgió la Comisión Investigadora.

El clima operativo y posoperativo La Comisión Investigadora fue creada por decreto gubernamental y fue controlada, al comienzo, por los gestores del Frente Nacional. Los miembros de la Comisión Investigadora, en sus ocho meses de funcionamiento, hicieron presencia en varias zonas afectadas por el desangre bipartidista. En esas zonas, los comisionados escucharon las autoridades, recogieron testimonios y negociaron o renegociaron pactos de convivencia con los directorios de los partidos y los grupos alzados en armas. La Comisión Investigadora allanó el camino para el diseño de los planes de reingeniería social y modernización prometidos por el Frente Nacional para esas zonas. A continuación, examinaremos cuál fue el clima operativo y posoperativo de esta iniciativa.

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El artículo de Valencia (2010) y su tesis doctoral (2011) abordan de manera amplia el papel de esta comisión y todo el maquillaje político del juicio realizado a Rojas Pinilla en el Congreso de la República.

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Formación y funcionamiento de la Comisión Investigadora La Comisión Nacional Investigadora de las Causas y Situaciones Presentes de la Violencia en el Territorio Nacional comenzó sus labores en el contexto de la Junta Militar que asumió el poder tras la renuncia de Gustavo Rojas Pinilla, en mayo de 1957. La Junta Militar nombró la Comisión Investigadora mediante el Decreto 0165 del 21 de mayo de 195824. Según este decreto, este nombramiento fue parte de las recomendaciones que la Comisión de Consulta Política y Jurídica había hecho al gobierno nacional, con la pretensión de facilitar la recuperación de la república (vale aclarar que este organismo surgió en el comienzo de la Junta Militar). Según este organismo de consulta, la Comisión Investigadora debería estar integrada por eminentes representantes de la vida política. Sin que el informe de la Comisión de Consulta Política y Jurídica se conociera públicamente, el periódico El Siglo, en uno de sus editoriales, consideró decisiva la labor de esta comisión de consulta para la creación de la Comisión Investigadora (El Siglo, 23 de mayo de 1958). Gracias a las pesquisas realizadas en esta investigación, podemos afirmar que no hay una versión unánime sobre quiénes fueron los gestores de la Comisión Investigadora. Sin embargo, según lo reconocieron en público los miembros de la Junta Militar, Alberto Lleras Camargo y Laureano Gómez impulsaron su creación, con el fin de buscar “soluciones humanas y justas a la Violencia” (El Espectador, 25 de junio de 1958). En 2009, en una entrevista realizada por Andrea Arboleda, Otto Morales Benítez afirmó, en cambio, que la Comisión Investigadora surgió gracias al espíritu de civilidad y patriotismo y al ideario de unidad nacional de Alberto Lleras Camargo. Según Morales Benítez, Lleras Camargo pensaba que la paz no se podía conseguir sino atrayendo a la gente. En el periódico El Siglo, se llegó a afirmar que el ministro de gobierno Rodrigo Noguera Laborde había propuesto la creación de una comisión de expertos en disciplinas sociales, para conocer cómo operaba la violencia en el país (véase El Siglo, 20 de mayo de 1958). Más allá de quiénes hayan sido sus promotores, lo cierto es que la Comisión Investigadora surgió en el seno de un pacto entre partidos que pretendía ser un sistema civilizador que liberaría la nación de los prejuicios y sectarismos. En la prensa de la época, la Comisión Investigadora fue vista, en ese sentido, como la gran operación de paz al servicio de una fórmula política ideada por caballeros educados que, sobrepuestos al fanatismo y a la barbarie de las masas campesinas, liderarían la gran cruzada de salvación nacional. Bajo ese marco, la misión de la Comisión Investigadora consistía en diseñar e implementar mecanismos racionales y razonables de procesamiento de la 24

En La Violencia en Colombia, Guzmán Campos señala otro decreto expedido por la Junta Militar, el Decreto 0942 del 27 de mayo de 1958. En nuestro caso, conservamos el decreto publicado por la prensa de la época.

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violencia, en medio del “gigantesco cadáver de locura” (Semana, 9 al 15 de diciembre de 1958) que había devenido la guerra entre partidos. En su decreto de creación, se especificó que esta Comisión de Paz, el otro nombre con el que se le conoció, tendría un mandado de sesenta días, para rendir un informe a Alberto Lleras Camargo sobre la situación de violencia en el país y para ofrecer soluciones prácticas. Sin embargo, en julio, ese periodo fue ampliado por treinta días (véase El Tiempo, 17 de julio de 1958). Más tarde, se informó que la Comisión Investigadora, aunque debería terminar labores el 28 de agosto, ejercería sus funciones hasta que los comisionados terminaran su labor patriótica (véase El Tiempo, 21 de agosto de 1958). El periodo de la Comisión Investigadora se extendió, pues, hasta comienzos de enero de 1959. En 1959, la Comisión Investigadora ya había entregado al gobierno de Alberto Lleras Camargo algunos informes sobre la situación de violencia en las regiones. Sin embargo, ella seguía actuando en el occidente de Caldas y Quindío, zonas en las que aún no se había logrado la pacificación (véase El Tiempo, 29 de enero de 1959). Esto último refleja que, aunque la Comisión Investigadora fue integrada para dar cuenta de las causas y de las situaciones presentes de violencia, su misión tuvo un mayor alcance. En efecto, la Comisión Investigadora generó micropactos de paz en las regiones donde estuvo presente, hecho que está en consonancia con la idea de la normalización que ya hemos descrito. Es posible que la Comisión Investigadora también fuera una plataforma para la aplicación de planes cívico-militares (como el Plan Lazo) en las zonas más sensibles, en algunas de las cuales nacería la insurgencia moderna (como el Quindío y el norte del Tolima). De hecho, en el Quindío, se creó la viii Brigada y en el norte del Tolima se creó el Batallón Colombia, comandado por el coronel Matallana (véase Gilhodes 2009, 305)25. La viii Brigada y el Batallón Colombia cumplieron un papel importante en la ofensiva contra Marquetalia, en el sur del Tolima, foco de las guerrillas agraristas. En el decreto de constitución de la Comisión Investigadora, se ordenaba que sus informes fueran reservados, lo que implicaba que solo al gobierno central le correspondía reproducirlos parcial o totalmente, de acuerdo con los intereses del país y la paz pública. A través de este decreto, se dio vía libre a los comisionados para tener acceso a todas las dependencias, informes oficiales (públicos o secretos), sumarios y expedientes que cursaban en contra de implicados. No obstante, la Comisión Investigadora no cumplía ninguna función judicial o administrativa. El decreto también estableció que los miembros de la Comisión Investigadora devengarían 3.000 pesos (390 dólares de la época), con viáticos de 100 pesos diarios (13 dólares) 25

Según Leal, en el Quindío, “se crearía el destacamento operacional en el que habrían de converger la jurisdicción de tres de las siete brigadas con que contaba el Ejército en su organización operativa: la vi, al oriente, con comando en Ibagué; la iii, al suroccidente, con dirección en Cali, y la iv, al norte, con jefatura en Medellín. Este destacamento será, luego, la viii Brigada” (2002, 44-45).

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durante el tiempo que estuvieran en las zonas afectadas. Este valor representaba una suma importante, si se tiene en cuenta que el salario mínimo se aproximaba a los 160 pesos. En el mandato de la Comisión Investigadora, si bien se hablaba de efectuar un estudio de los móviles de la guerra, se dio prelación a las medidas para la rehabilitación económica y social de las regiones, al apoyo a las víctimas y a las recomendaciones para la solución del despojo de bienes y de las injusticias creadas por la intimidación y la fuerza. De esa manera, en ese decreto, se dejó constancia de la idea de que la radiografía de la Violencia implicaba también una terapéutica y una profilaxis de sus secuelas. La elección de los integrantes de la Comisión Investigadora muestra que ella fue concebida como parte del sistema civilizador del Frente Nacional. En efecto, quienes la integraron eran parte de ese sistema, por fuera del cual no cabían otras personas. Germán Guzmán Campos, integrante de la comisión, reconoció años más tarde, al realizar un balance sobre su participación en esta experiencia, el carácter clasista y oligárquico de su conformación (véase G. Guzmán 2009). Los campesinos, principales víctimas de la violencia, fueron excluidos de ella, porque, para la época, no eran parte de los cánones civilizatorios del pacto de élites. La idea de que los campesinos representaban la cuota bárbara del país estaba presente en el ambiente. Otros grupos que no fueron contemplados dentro de esa política de caballeros fueron el Partido Comunista y las mujeres. De una parte, el Partido Comunista estaba saliendo de la proscripción y de la clandestinidad a la que lo habían confinado la Violencia, Rojas Pinilla y las disposiciones constitucionales del pacto. No obstante, una parte de sus miembros encontró un espacio de participación política en el Movimiento Revolucionario Liberal (mrl) (véase Pécaut 2003b). De otra parte, las mujeres reclamaron su participación en la Comisión Investigadora. Pero no eran cualquier tipo de mujeres: se trataba de mujeres vinculadas a los hombres de partido. Un grupo de ellas así lo hizo saber, a través de la Convención Bipartidista Femenina. Con ocasión de la constitución de la Unión de Ciudadanas Colombianas o Liga de Mujeres Votantes, estas mujeres afirmaron que el elemento femenino podía cooperar con patriotismo y a la altura de las circunstancias (véase El Espectador, 10 de junio de 1958). De todas formas, no debe pasarse por alto que, para la época, las mujeres apenas comenzaban a conquistar institucionalmente su derecho al voto. Además, su reivindicación del derecho a la participación en esta iniciativa provenía de una demanda de clase, en la medida en que ellas pertenecían a las élites bogotanas y antioqueñas. Estas mujeres no demandaban su inclusión desde su condición de marginalidad ni representaban a la mujer campesina, que sufría en carne propia el desangre26. 26

Como dato curioso, el día que propusieron esa idea, cuyos alcances fueron limitados, concurrieron a la reunión Bertha Puga Martínez de Lleras, esposa de Alberto Lleras Camargo, y María Hurtado de Gómez, esposa de Laureano Gómez, los dos gestores del Frente Nacional y de la Comisión Investigadora (véase El Siglo, 10 de junio de 1958).

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Figura 2 La demanda de participación de las mujeres en la Comisión Investigadora

Fuente: El Siglo, 10 de junio de 1958.

Para la integración de la Comisión Investigadora, el decreto establecía un equipo conformado por ocho representantes distribuidos, más o menos, así: dos del Partido Liberal, dos del Partido Conservador, dos de la Iglesia Católica y dos de las Fuerzas Armadas. Tras varios tropiezos, la Comisión Investigadora quedó conformada por los liberales Otto Morales Benítez (que hizo las veces de coordinador) y Absalón Fernández de Soto, el conservador Augusto Ramírez Moreno, los generales Ernesto Caicedo López (activo) y Hernando Mora Angueira (en retiro) y los sacerdotes Fabio Martínez y Germán Guzmán Campos. Pero ¿por qué el Partido Conservador tuvo solo un miembro? ¿Cómo se articularon sectores en los que había desconfianzas mutuas? En una entrevista realizada por Andrea Arboleda, Otto Morales Benítez afirma que Lleras Camargo tuvo siempre cuidado de involucrar a todos los grupos, aunque sabía que eso complicaba la tarea de hacer un informe, sobre todo por la presencia del Ejército, los conservadores y la Iglesia. Ese ideario de involucrar a todos los grupos no obedecía a una política incluyente para amplios sectores, sino que se refería a los elementos más representativos de las élites. Este ideario representaba la visión diplomática de los inicios del Frente Nacional, 53


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en la que había mucho de prudencia política, propia de las fórmulas y rituales del pacto caballeresco. Lleras Camargo nombró personalidades ilustres que, según él, representaban “lo mejor del país”, “de la actividad patriótica” y “del abnegado compromiso” que se necesitaba para salir de los “cascarones del trauma” (Semana, 21 al 27 de junio de 1958). En la formación de la Comisión Investigadora, se tuvo en cuenta el conocimiento que los integrantes tenían de las regiones que se iban a visitar y las afinidades con el gobierno y con los principios del Frente Nacional (de hecho, había que nombrar personas que compartieran el ideario de la concertación). Pero también influyeron las afinidades biográficas. En el caso de Otto Morales Benítez, se trataba de un escritor prolífico, senador por el departamento de Caldas y secretario general de la Dirección Liberal Nacional. No había lugar a dudas sobre ese nombramiento, en especial si se tiene en cuenta el reconocimiento de su capacidad de trabajo y de su organización, su resistencia al gobierno de Rojas Pinilla, la confianza que inspiraba a Lleras Camargo, su trabajo político y su conocimiento del departamento de Caldas, una de las zonas en la que más se habían presentado hechos graves de violencia. Absalón Fernández de Soto27tenía credenciales políticas de alto nivel: había sido ministro de gobierno en dos ocasiones (en 1934 y entre 1945 y 1946) y era representante a la Cámara. Fernández de Soto era, en cierta medida, un notable de los ministerios. Poco tiempo después de estar vinculado a la Comisión Investigadora fue nombrado gobernador del Valle del Cauca. En cuanto a los representantes de las Fuerzas Armadas, Ernesto Caicedo era brigadier general y jefe del Estado Mayor de las Fuerzas Armadas, y Hernando Mora era exjefe del Estado Mayor y exdirector de la Marina. Los nombramientos de los representantes de la Iglesia tuvieron otro carácter, en especial porque esta institución estaba cuestionada por su participación, por acción u omisión, en el desangre. Con Germán Guzmán Campos, cura párroco del Líbano (Tolima), y Fabio Martínez28, que había sido párroco de Quinchía (Caldas), se estaba enviando el mensaje de que la Iglesia podía acercar y no separar (en especial, a través de los discursos incendiarios de ciertos sacerdotes y obispos). Por los alcances que tuvieron sus “múltiples giras de conversión”29por el país, se podría decir que se tenía confianza en que la labor de los dos curas apaciguaría los ánimos en el terreno de la 27

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Absalón Fernández de Soto remplazó a Germán Zea Hernández (senador por Cundinamarca) (véase El Siglo, 26 de mayo de 1958). Fabio Martínez fue nombrado en reemplazo de otro sacerdote, Jorge Rojas, cura párroco de Silvania (Cundinamarca), que renunció para ocupar un cargo en una parroquia por orden del obispo de Girardot. Eso se dijo en El Tiempo, el 22 de junio de 1958, en referencia a la labor de Fabio Martínez.

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prédica y en el de la deliberación. Estos curas hicieron del sacramento de la confesión una herramienta para recabar testimonios que, bajo otra lógica, no hubieran podido ser colectados. Buena parte del material de campo recogido bajo esta forma sirvió a Guzmán Campos para la elaboración del libro La Violencia en Colombia. Guzmán Campos reconoció que tuvo que desplegar un arduo ejercicio para obligar a varios miembros de la comisión a que salieran de sus escritorios de Bogotá y se enfrentaran al terreno. Su experiencia pastoral le había enseñado que la violencia no debía estudiarse en las salas de los gerentes ni en el despacho de los gobernadores y que, "para cazar tigres, era necesario ir a donde había tigres" (véase G. Guzmán 2009, 48). En cuanto al nombramiento de los conservadores, las tensiones fueron latentes desde el comienzo. En efecto, debido a la negativa de varios de sus miembros, el partido dilató la integración de la Comisión Investigadora. En el lapso de un mes, fueron nombrados al menos cinco representantes del Partido Conservador, que declinaron el ofrecimiento aduciendo razones personales o políticas30. Esto dificultó comenzar las tareas investigativas31. Además, hubo dilatación por parte del gobierno, ya que los nombramientos anunciados no se hicieron efectivos (véase El Siglo, 22 de junio de 1958) o las personas eran nombradas sin ser consultadas. A propósito de esto, la revista Semana, a mediados de junio, anunció el empantanamiento de la Comisión Investigadora, debido a la renuncia de algunos de los miembros nombrados por el gobierno y al anclaje de otros miembros a sus escritorios de Bogotá. En la revista, se preguntaba si el problema de la violencia era tan vasto que una comisión nombrada especialmente para dar cuenta de ese problema no sabía por dónde comenzar o si, en realidad, nadie quería comprometerse (véase Semana, 21 al 27 de junio de 1958). Dos de las personas nombradas eran conocidas por sus pasados sectarios y su pertenencia al grupo los Leopardos32. Una de ellas, Eliseo Arango, renunció. La otra 30

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El primero en renunciar fue Guillermo Amaya Ramírez, rector de la Universidad Nacional de Colombia. Según informó El Siglo en su edición del 26 de mayo de 1958, Amaya Ramírez dimitió porque no podía hacer frente a los dos cargos. Luego estarían en la lista Hernando Carrizosa (exgobernador de Cundinamarca), el senador Eliseo Arango (exministro de relaciones exteriores), Rafael Delgado Barreneche y Antonio Álvarez Restrepo. En su momento, se dijo que también habían sido contemplados los nombres de Belisario Betancur (presidente entre 1982 y 1984), Diego Tovar Concha, Enrique Gutiérrez Anzola, Bernardo Gaitán Mahecha (decano del Instituto de Derecho Penal de la Universidad Nacional, exalcalde de Bogotá y profesor de la Universidad Javeriana) y Misael Pastrana Borrero (presidente entre 1970 y 1974) (véase El Siglo, 26 de mayo de 1958). Ramírez Moreno se integró a los trabajos del equipo el 15 de julio, cuando los otros miembros, tras haber visitado Caldas y Quindío, estaban de gira por el Valle del Cauca. Este grupo fue fundado por cinco intelectuales conservadores, en los años veinte, entre los que se contaban Eliseo Arango y Augusto Ramírez Moreno. Este grupo, seguidor de las ideas fascistas, figuró en la escena pública por sus acalorados debates en la prensa, en especial en diarios como El Nuevo Tiempo, El Debate, La Patria y Los Nuevos. Dentro de este grupo, se destacaron los partidarios

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persona, que finalmente aceptó, Augusto Ramírez Moreno, había sido embajador y dirigente del Partido Conservador. Según Otto Morales Benítez, este personaje había preconizado la violencia en Boyacá. Esto, sumado a sus posiciones radicales, hacía que los liberales le tuvieran cierta desconfianza. Figura 3 El político, el sacerdote y el militar: los notables del pacto y de la Comisión Investigadora

Fuente: El Tiempo, 26 de noviembre de 1958.

La Junta Militar había formado cinco comisiones que debían rendir informes a la Comisión Investigadora y al ministro de gobierno sobre los departamentos más afectados por las situaciones de orden público, a saber, Cundinamarca, Tolima, Huila, Caldas y Valle del Cauca. Esos informes contenían una radiografía cuantitativa y cualitativa de la guerra construida a partir de las estadísticas de los predios rurales afectados por la violencia (censo de los propietarios y ocupantes de terrenos, y valor catastral y comercial de los predios), una enumeración de las causas de las situaciones violentas y unos consejos. Las Comisiones Departamentales, como se les conoció, eran organismos técnicos. Sus equipos de trabajo estaban formados por representantes de las Fuerzas Armadas, dos abogados y dos peritos de la Caja Agraria (véase El Espectador, 23 de junio de 1958). Inicialmente, estas comisiones fueron nombradas por un periodo de noventa días. Sin embargo, el periodo fue ampliado a 120 días. de Gilberto Álzate Avendaño, contendor de Laureano Gómez, llamados alzatistas, practicantes de una política sectaria y nacionalista (véase Arias 2007).

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El trabajo de estas comisiones sirvió como preparación al quehacer, menos técnico y más etnográfico, de la Comisión Investigadora. Aunque estas comisiones eran organismos técnicos, con el tiempo, junto con la Comisión de Rehabilitación, terminaron siendo oficinas de asuntos varios. Por estas comisiones pasaban la solicitud de una viuda o un huérfano, se tramitaban peticiones de equipos para la policía o se abordaban temas como la niñez abandonada o los despojos (véase Sánchez 1988). Para llevar a cabo su labor, la Comisión Investigadora decidió formar dos equipos de trabajo. Un equipo se encargaría de solicitar la información disponible sobre la violencia en las regiones a la entonces Secretaría de Asistencia Social (sas)33. El otro equipo estaría encargado de leer y revisar las conclusiones y las recomendaciones del informe económico y social titulado Misión de economía y humanismo, que el sacerdote Louis Joseph Lebret había elaborado por sugerencia del Comité Nacional de Planeación (cnp)34. Este informe, entregado a Alberto Lleras Camargo, presentaba, desde un punto de vista sociológico, un diagnóstico de las condiciones de desarrollo colombiano35. El informe subrayaba el espíritu antieconómico de los colombianos, y advierte que, de no efectuarse grandes cambios en las costumbres y mentalidades, orientados por estudios precisos e implementados con firmeza, estarían condenados al fracaso (véase Arévalo 1997). Es posible que este informe haya influido para que uno de los ejes centrales de la discusión fuera las reformas agrícolas que debían realizarse en las zonas afectadas por la violencia. Con ello, se estableció una relación sociológica, recurrente en la época, entre pobreza y violencia. Años más tarde, monografías regionales confirmaron que esta relación era cuestionable. En este sentido, debemos mencionar el célebre trabajo de Ortiz (1985) sobre la violencia en el Quindío en los años cincuenta, que mostró cómo el terror cobró la forma de una empresa económica que se activó y expandió, con el protagonismo de los gamonales, especialmente en períodos de cosecha, en las zonas cafeteras. 33

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La Secretaría de Asistencia Social (sas) remplazó la Secretaría Nacional de Asistencia Social (Sendas), creada durante el gobierno de Rojas Pinilla. La Secretaría de Asistencia Social (sas) fue la pionera de lo que hoy en día es el Servicio Nacional de Aprendizaje (sena), encargado de la educación técnica en el país. Los informes de Lebret y del economista norteamericano Lauchlin Currie (Bases de un programa de fomento para Colombia, escrito en 1950) fueron claves para la toma de decisiones sociales y económicas. El Comité Nacional de Planeación fue organizado con la asesoría del economista Albert Hirschman (véase Melo 2008). El informe, que fue contratado en 1955, contó con la colaboración de un sociólogo, un especialista en pedagogía, un especialista en coyuntura y un especialista financiero extranjeros, y de un urbanista y un experto agrícola colombianos. El informe fue entregado en 1958. En su momento, se consideró que el informe era el más completo diagnóstico de la situación del país (véase Arévalo 1997). Villamizar (2013) brinda claves para comprender las relaciones entre la recepción de este informe y la recepción del pensamiento de la cepal, en los años cincuenta, por parte de la clase política.

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Las tareas de los comisionados incluían la lectura y discusión de informes del Servicio de Inteligencia Colombiano (sic), de los ministerios de guerra, justicia y gobierno, de las comisiones departamentales, de los juzgados y de la Contraloría Nacional. En principio, la actividad de los comisionados fue la recolección de información, labor que desempeñaron desde Bogotá. Eso produjo la reacción de algunos medios, que consideraron que la comisión estaba estancada y que, por tanto, era inútil (véase El Siglo, 4 de junio de 1958). El punto más preocupante era que algunos miembros no tenían claridad sobre lo que harían. Para algunos, se trataba de generar un informe técnico en el que no se establecerían responsabilidades sobre quién y dónde se inició la Violencia. Para otros, se trataba de generar recomendaciones rápidas, para acabar la violencia en ciertos sectores del país. Para otros más, se trataba de una tarea de recristianización. Como se verá a continuación, las cosas cambiaron cuando los miembros de la comisión fueron a las zonas rurales.

El trabajo en terreno: escuchar a los que no se escuchaba El Frente Nacional se encargó de imaginar la concertación política desde el centro, desde la capital. La Comisión Investigadora, en cambio, actuó en las regiones. Eso quiere decir que la Comisión Investigadora enfrentó el problema de la pacificación y de la rehabilitación de manera local, en el terreno. Tras salir de la capital, el trabajo de los comisionados se concentró en varios aspectos decisivos. El primero fue la llegada a las zonas afectadas por la violencia. Esto implicó desplazarse a las capitales de los departamentos y a las zonas más críticas, en las que el Estado no había hecho presencia. Estas zonas se determinaron en las reuniones sostenidas en las capitales de los departamentos. Gracias a los mapas elaborados, se puede deducir los lugares privilegiados por los comisionados y los lugares que quedaron por fuera de su radar. Como se verá, en algunas de las zonas, los comisionados gozaron de recibimientos multitudinarios y calurosos. En otras zonas, en cambio, los comisionados encontraron resistencias y desconfianzas por parte de las comunidades, de los políticos y de los sectores eclesiásticos. Los recibimientos fueron el producto del imaginario que se tenía a favor del Frente Nacional, que era visto como un nuevo comienzo para el país. Las resistencias pueden explicarse por la acumulación de problemas sociales y políticos, y por la desconfianza de los habitantes frente a los poderes centrales y a los emisarios del régimen. En algunas zonas, los comisionados lograron romper esas resistencias. En otras zonas, en cambio, los comisionados tuvieron que aceptar su incapacidad para desbloquearlas. El segundo punto decisivo fue la estrategia de escucha de informes y memorandos de autoridades y pobladores. Durante varios días, los comisionados se reunieron con gobernadores, alcaldes, concejales, diputados, directores de partidos, autoridades 58


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eclesiásticas, campesinos, personas desplazadas y guerrilleros. Los comisionados escucharon las demandas de la población, realizaron una labor de resignificación del diagnóstico y elaboraron informes para el gobierno de Lleras Camargo. La recolección de testimonios directos en las zonas críticas fue vital para esta estrategia de escucha. En efecto, esta tarea fue privilegiada por la Comisión Investigadora, con el fin de “lograr un contacto directo con los hombres y mujeres de todas las corrientes políticas” (El Espectador, 21 de junio de 1958). De hecho, la Comisión Investigadora fue reconocida precisamente por dar prioridad a la voz de las víctimas. En ese sentido, un periódico de la época escribió que los campesinos decían que era la primera vez que alguien llegaba a sus tierras a preguntar qué les pasó y a hablar de paz sin echar balas (véase El Tiempo, 26 de noviembre de 1958). En todo caso, frente al riesgo de registrar la voz de los protagonistas en tiempos de guerra, los comisionados dejaron claro que las informaciones y las identidades de las personas no serían reveladas. Este elemento, pionero para la época, aparecerá, más tarde, en la Subcomisión de Memoria Histórica, a través de las salvaguardas de los testimonios. Es probable que la figura de los sacerdotes fuera clave para lograr que la gente hablara sobre lo ocurrido, en especial si se tiene en cuenta que, tras la partida de los comisionados, en medio de un clima de violencia, los testigos quedaban expuestos a sus verdugos. Nuestra impresión es que los comisionados lograron camuflar la recolección de testimonios con el ropaje de la confesión o de la asesoría espiritual. Para darnos una idea de la magnitud de este trabajo, en el libro La Violencia en Colombia, se dijo que la Comisión Investigadora logró recolectar más de 20.000 testimonios individuales o colectivos. En ese sentido, podríamos decir que esta comisión fue pionera en la configuración de una micropolítica36de relatos, que después se haría notoria en otras comisiones de estudios o en experiencias de campo lideradas por científicos sociales nacionales. Esta micropolítica permitió impulsar la institucionalización de la ciencia social en los años cincuenta y sesenta. En efecto, uno de los imperativos de esta ciencia social era salir al terreno y hablar con la gente, como requisito para legitimar, bajo los cánones científicos, los saberes sociales. En esta empresa, jugaron un papel central expertos de toda estirpe, sociólogos, historiadores, antropólogos, trabajadores sociales, terapeutas sociales y psicólogos. Con el tiempo, esta empresa terapéutico-académica impactó el espacio de comprensión del dolor de la víctima. A continuación, veremos el trabajo realizado por la Comisión Investigadora en los departamentos.

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Tomamos y transformamos este concepto de Castillejo (2009).

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La visita a Caldas, Quindío y Risaralda ¿Por dónde comenzar el trabajo? Para muchos sectores, lo más lógico hubiera sido comenzar por el Tolima, el departamento más azotado por la violencia bipartidista. La situación de este departamento era tal que los problemas se extendían a las zonas limítrofes con Quindío, Valle, Huila y la región del Sumapaz (véase Sánchez 1998). Sin embargo, en la prensa de la época, se informó que la Comisión Investigadora no comenzaría por ese departamento, para no interferir con la labor ya emprendida en esa región por Darío Echandía y por el gobernador Manuel Coronado (véase El Tiempo, 25 de junio de 1958). Las tareas iniciaron, entonces, en Caldas, el 25 de junio de 1958. En este departamento, los comisionados visitaron unos seis municipios. Lo interesante y paradójico es que las tareas comenzaron en la zona cafetera, una de las zonas más ricas, con una clase media rural, pero azotada por la violencia bandolera motivada por fines económicos. Como reconoció el libro La Violencia en Colombia, la confrontación en esa zona se desató alrededor del café (véase Guzmán, Fals y Umaña [1962] 2005, i, 148). En Caldas, el enlace de los comisionados fue el gobernador, el coronel Gerardo Ayerbe Cháux, que había sido nombrado para pacificar la zona y que luego, durante el gobierno de Carlos Lleras Restrepo, fue ministro de defensa. Este militar brindó un mapeo de la región y ayudó a los comisionados en el diagnóstico de la situación de orden público. Los comisionados visitaron los municipios más críticos: Anserma (Caldas), Riosucio (Caldas), Quinchía (Caldas), Pijao (Quindío) y Pereira (Risaralda). A finales de junio, la Comisión Investigadora entrevistó a Pedro Brincos (acusado de organizar un grupo de guerrillas en Quinchía), en la cárcel del distrito de Manizales. Los comisionados asistieron a reuniones con miembros de comités, como el Comité Ejecutivo pro Departamento del Quindío, que buscaba la creación de esta unidad administrativa. Este comité transmitió a los comisionados unos memorandos que explicaban la génesis de la guerra en la zona. Según este comité, había cuatro tipos de violencia en la región: la de los bandoleros (caracterizada por la sevicia), la de las cuadrillas de trabajadores en tiempos de cosecha, la económica (ligada al despojo de tierras) y la política (desencadenada por el sectarismo) (véase El Tiempo, 25 de junio de 1958). La llegada de la comisión implicó el traslado del Frente Nacional a zonas en las que los políticos y personalidades de la capital nunca habían hecho presencia. Las visitas a los municipios de Pereira y Quinchía fueron una muestra de ello. En Pereira, las autoridades civiles y militares se congregaron en el aeropuerto, para recibir a los comisionados con honores militares. En Quinchía, la llegada de los comisionados fue precedida de un multitudinario despliegue popular, en la plaza principal, de no menos de 10.000 personas (véase El Espectador, 2 de julio de 1958). 60


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Figura 4 Concentración popular, con motivo de la visita de los miembros de la Comisión Investigadora, en Quinchía (Caldas)

Fuente: El Espectador, 8 de julio de 1958.

Los periódicos de la época relataron cómo los campesinos hicieron una guardia de honor a los comisionados. En esos recibimientos, no faltaban los "ciudadanos prestantes y las hermosas muchachas portando banderas blancas y nacionales", tratando de dar la bienvenida al evangelio de la reconciliación nacional (véase El Espectador, 11 de julio de 1958). En Pereira, sin embargo, la prensa informó que en el ambiente popular existía una visible incredulidad, dado que las comisiones gubernamentales creadas diez años atrás para investigar las causas, el desarrollo y las consecuencias de la violencia no habían logrado nada (véase El Espectador, 27 de junio de 1958). Por esta razón, y por ser un centro de recepción de desplazados del occidente de Caldas, de Quindío y del norte del Valle, la Comisión Investigadora le prestó una especial atención a este municipio (véase El Tiempo, 27 de julio de 1958).

La visita al Valle del Cauca A comienzos de julio de 1958, tras su travesía por Caldas y Quindío, la Comisión Investigadora se trasladó al Valle del Cauca. En este departamento, la 61


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Comisión Investigadora visitó cerca de 15 municipios. La comisión concentró su trabajo en el norte del departamento, en los municipios de El Cairo, Toro, Roldanillo, El Dovio, Ceilán, Argelia, Versalles, Sevilla, Caicedonia, Cartago, Ansermanuevo y Tuluá. En estos municipios, ubicados en zonas cafeteras, la violencia era ejercida por los “pájaros” (asesinos a sueldo) y los bandoleros. Uno de los “pájaros” más respetados era León María Lozano, conocido como el Cóndor. Este personaje fue inmortalizado en la novela Cóndores no entierran todos los días, de Gustavo Álvarez Gardeazábal. Los bandoleros actuaban por su propia cuenta y utilizaban el terror para amedrentar. Dos de ellos, el Vampiro y Lamparilla, se hicieron tristemente célebres por sus matanzas. En el Valle del Cauca, la violencia hacía presencia en los campos y en las zonas urbanas. 24 de los 40 municipios del departamento sufrían el impacto de la violencia (véase Guzmán, Fals y Umaña [1962] 2005, i, 149). Al igual que en Caldas, los comisionados se entrevistaron con personalidades políticas y administrativas. En Sevilla, los comisionados encontraron una delegación de parlamentarios y concejales que manifestaron su confianza en la política de concertación y presentaron unas recomendaciones dirigidas al gobierno nacional, con miras a pacificar el territorio. En este sentido, los comisionados, más que investigadores, fungieron como oidores de necesidades insatisfechas. Los memorandos de solicitudes, comunes en todas las zonas en las que estuvo presente la Comisión Investigadora, reflejaban las demandas de sociedades históricamente excluidas y ausentes de los planes de desarrollo del Estado. En algunos casos, las comunidades demandaban medidas puntuales, como la construcción de una escuela o la dotación de un matadero. En otros casos, las comunidades pedían planes integrales para superar la violencia o para eliminar los focos de “perturbadores de la paz pública”, como la prensa llamaba a los bandoleros y a los pájaros. Estos planes incluían el reemplazo de alcaldes e inspectores, el incremento del pie de fuerza, la creación de comisiones de paz locales, la presencia de la Federación Nacional de Cafeteros, el otorgamiento de créditos agrícolas, la apertura de carreteras, la instalación del servicio de energía y el suministro de carros para transportar a los reos (véase El Tiempo, 8 de julio de 1958). En Caicedonia, la Comisión Investigadora enfrentó algunos problemas. En efecto, las víctimas se negaron a hablar, por miedo a las represalias. En una entrevista concedida a Adriana Arboleda, Otto Morales Benítez relata que, en ese municipio, la bienvenida tuvo como antesala un desfile de viudas. Estas mujeres afirmaron a la comisión que todo el mundo sabía quiénes eran los asesinos de sus esposos. Sin embargo, según Morales Benítez, ninguna de ellas reveló las identidades de esos asesinos, por miedo a la venganza. En Ansermanuevo, los comisionados se percataron de la ausencia del Directorio Liberal, que no estaba presente hacía nueve años, y de la hegemonía del Comité Unionista Conservador. Esta disparidad dificultó las tareas de la comisión, ya que 62


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había una asimetría entre conservadores y liberales. En el municipio, en 1958, había 5.700 conservadores y 43 liberales. La cifra era diciente, toda vez que, en 1949, en el municipio, había cerca de 7.000 liberales. La Comisión Investigadora también se percató de la reticencia de los pobladores a hablar, reticencia que era alimentada desde la curia. En la entrevista a Adriana Arboleda, Otto Morales Benítez narra lo siguiente: Luego de llegar, [...] esperamos por cuatro horas. Ni una sola persona se acercó. Y eso que la violencia, allá, había sido monstruosa. Nosotros pensamos: “Seguramente, la gente no sabe”. Mandamos a timbrar unas hojas, conseguimos una avioneta y las arrojamos por todas las veredas del municipio. Contratamos las radiodifusoras del municipio de Cartago, que eran tres o cuatro, para avisar, cada cuarto de hora, que el sábado estaríamos allá. Llegamos. La reunión era en una escuela. De nuevo, no apareció nadie. Guzmán Campos dijo: “¡Carajo! Busquemos al cura, para que nos ayude. Que predique y diga que tienen que venir a hablar”. Fuimos. Cuando nos vio, el cura nos dijo: “Yo, aquí, no hablo ni una palabra. Yo no existo”. Guzmán Campos le explicó que había un mandato del cardenal, que había una política de pacificación para ayudar a la gente, para tener servicios de salud, escuelas, carreteras. Le explicó todo lo de la rehabilitación. Luego, el cura le dijo: “Monseñor Germán, ¿terminó?”. “Sí”, le dijo Guzmán. “¡No sea pendejo! —le dijo el cura—. Eso se arregla con esto”, señalando los fusiles que había entregado Ospina Pérez a las guerrillas de paz. Porque el gobierno armó una cosa que llamó “guerrillas de paz”. El gobierno repartió fusiles por todo el país. Eso no lo cuentan. Ahí estaban todos los fusiles. “¡Esto se arregla con esto, a esos hijueputas liberales!”, dijo el cura. Germán, muy tranquilo, se despidió. Hablamos con el alcalde, con el personero. Ellos nos dijeron que no, que la gente no iba a venir, porque los mataban a la salida. Además, los mataban con el apoyo del cura. (Otto Morales Benítez, comunicación personal)

En El Dovio, la Comisión Investigadora supo que a los liberales se les mataba “con serenata”. Según Morales Benítez, ese era el método que utilizaban los pájaros y la policía para detectar a los liberales. Para saber quiénes eran liberales, los policías y los pájaros contrataban unos músicos. Los músicos tocaban en la calle, y a las personas que se asomaban se le pegaba un balazo, por liberales (Otto Morales Benítez, comunicación personal). Morales Benítez relata que, en Ceilán, el alcalde los recibió con dos metralletas, recostado en la pared. Según Morales Benítez, el alcalde les dijo: “Excúsenme que no me mueva, pero, si me muevo, me matan. Aquí dicen que yo soy liberal” (Otto Morales Benítez, comunicación personal). En Cartago, mientras los comisionados dialogaban con los presidentes de los directorios políticos y las autoridades municipales, se presentó ante ellos Tocayo Ocampo, un 63


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campesino de la zona de El Colorado, malherido. Este campesino les contó cómo logró escapar de una masacre y les solicitó protección urgente. El nivel de violencia era tal que muchas mujeres proponían la supresión de los sancochos de gallina para agasajar a los alcaldes recién electos, ya que, al final, los alcaldes se parcializaban a favor del partido organizador. El sancocho, según los pobladores, "debía ofrecerse al final del mandato, si es que la población todavía tenía ganas de ofrecerlo" (véase El Tiempo, 4 de agosto de 1958). En Cali, Buga, Cartago y Sevilla, la Comisión Investigadora enfrentó el problema del desplazamiento forzado, que era de las mismas magnitudes que en el Tolima. Sobre esta visita, la prensa dijo que convenía conocer las causas de la violencia a partir de los testimonios de quienes la habían sufrido, más aún cuando se descubría la impunidad, la falta de crédito, las venganzas, la compra inescrupulosa de tierras, la actitud tolerante de los jefes políticos frente a la violencia y la exaltación de los ánimos (véase El Tiempo, 28 de julio de 1958). Finalmente, en Alcalá, los ciudadanos pidieron más eficacia de la policía para acabar con el bandidaje. Los pobladores, con cierto recelo, calificaron a la policía de parcial, sobre todo en las veredas de San Felipe y La Polonia (véase El Tiempo, 30 de julio de 1958). En Tuluá, San Rafael, La Moralia y Barragán, la Comisión Investigadora se enfrentó a situaciones críticas similares.

La visita al Cauca Hacia finales de julio, la Comisión Investigadora se trasladó al Cauca. Este departamento se caracterizaba por un fuerte componente de población indígena y la presencia de una élite blanca en los cargos de poder. A diferencia de otros departamentos, el problema central en el Cauca era la disputa por la tierra. La prensa de la época relató que, a su llegada al departamento, los comisionados encontraron "condiciones de vida primitiva" (véase El Tiempo, 22 de agosto de 1958), ocasionadas por la carencia de vías de comunicación, de puestos sanitarios y de ayuda económica y técnica. La Comisión Investigadora visitó cerca de cuatro municipios. Sin embargo, su esfuerzo se concentró en Tierradentro, donde, según informes del gobernador, había una organización de autodefensas campesinas que contaba con 400 hombres. Tras los recibimientos protocolarios a los comisionados, el gobernador les hizo un balance de la situación que atravesaba un departamento al que llegaban los violentos, obligados a huir del Huila, del Valle del Cauca y del Tolima, debido al acoso de las autoridades. Para Jaime Paredes Pardo, gobernador del Cauca, la condición de su región no era tan preocupante como, por ejemplo, la del norte del Valle. Según el gobernador, en su departamento no había violencia generalizada. Para él, el principal problema era la carencia de vías para facilitar la labor del Ejército y de la Policía Nacional. 64


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En contraste con lo observado en el Valle del Cauca y Caldas, la situación más crítica de violencia se presentaba en los municipios más pobres. Los municipios más afectados eran Miranda (especialmente, las veredas de Potrerillo, Caraqueño y Monterredondo), Caloto, Tierradentro, Corinto (especialmente, las veredas de Medianaranja y Rionegro), Jambaló, Silvia y Toribío (especialmente, las veredas de Santo Domingo y Tacueyó). Estas zonas eran propicias al bandidaje, debido a la carencia de policías y soldados. Según las autoridades, los problemas de orden público se destacaban sobre los problemas sociales estructurales. Las autoridades consideraron que la presencia de la Comisión Investigadora era crucial para conseguir fondos (véase El Tiempo, 11 de agosto de 1958). Esta confianza, sin embargo, provenía de las élites gamonales tradicionales y no de las personas más afectadas. Las autoridades denunciaron el despoblamiento de Corinto y Caloto, los municipios más productivos, y demandaron la construcción de carreteras, para permitir el desplazamiento de tropas. La Comisión Investigadora supo que, en Miranda y Corinto, los partidos políticos se comprometieron a firmar un pacto para conservar la paz, restablecer el orden y fomentar el progreso. En Popayán, los comisionados conversaron con el Tribunal Superior, que les expuso ciertas medidas para combatir la impunidad: el nombramiento de jueces, la creación de una policía judicial que protegiera a los investigadores y a los testigos y la necesidad de que el nombramiento de los directores de las cárceles fuera hecho por los gobernadores. El gobernador del Cauca entregó un informe sobre la situación de violencia y unas recomendaciones. Entre estas recomendaciones se encontraban la creación de una junta nacional de rehabilitación, la asignación de fondos para la defensa y la rehabilitación de las zonas afectadas, y el otorgamiento de facultades al ejecutivo para decretar medidas de emergencia en lo militar, lo fiscal y lo legal (véase El Tiempo, 11 de agosto de 1958). La Comisión Investigadora se comprometió a transmitir la solicitud al gobierno central. Una de las recomendaciones se concretó, en septiembre de 1958, con la creación de la Oficina de Rehabilitación. La Comisión Investigadora recibía demandas incluso después de haber terminado la visita a una zona. Así, por ejemplo, en octubre de 1958, a través de un comunicado, un grupo de guerrilleros exigió su presencia en San Luis (Tierradentro). En esta región, operaban cuatro grupos armados, bajo las órdenes de Ciro Castaño, Laurentino Perdomo, Jairo Ramírez y Jorge Arboleda. Según se informó, a finales de diciembre, gracias a la mediación del gobernador y de la Comisión Investigadora, se logró que estos cuatro jefes firmaran una declaración de paz (véase Semana, 25 de noviembre de 1958).

La visita a Santander A mediados de agosto de 1958, la Comisión Investigadora se concentró en Carare y Barbosa. En esta zona, según Sánchez (1990), las fronteras entre las guerras 65


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civiles y la Violencia eran particularmente borrosas, debido a la Guerra de los Mil Días (1899-1902), a los enfrentamientos entre conservadores y liberales (entre 1930 y 1934) y al despunte temprano de la Violencia (hacia 1944). Los periódicos de la época concibieron la visita de la Comisión Investigadora como una gran cruzada por la paz, en zonas ricas, pero olvidadas. En Cimitarra, la visita fue antecedida por la formación de una junta cívica permanente. Esta junta produjo un pliego de peticiones que describía la situación de los colonos y la violencia de los bandoleros. A través de dicho pliego, los pobladores esperaban que la Comisión Investigadora luchara por el mejoramiento económico y social de Cimitarra y permitiera extirpar para siempre los brotes de violencia (véase El Tiempo, 19 de agosto de 1958). En Vélez, pese a la situación de violencia, la prensa afirmaba que había un ambiente de confianza y de optimismo, porque se creía que el gobierno de Alberto Lleras Camargo aplicaría medidas para esta región. En esta zona, la gente demandaba recursos para carreteras, la ampliación de los créditos, el suministro de maquinaria agrícola, campañas de salubridad y educación.

La visita al Tolima Finalmente, la Comisión Investigadora se trasladó al Tolima, el departamento con la situación más compleja, el 21 de agosto de 195837. En efecto, por aquel entonces, “40 de los 42 municipios tolimenses recibieron el impacto brutal de la violencia, por la acción de grupos partidistas, por la policía o por las fuerzas comandadas por los jefes guerrilleros” (Guzmán, Fals y Umaña [1962] 2005, i, 139). En este departamento, las actividades de los comisionados se concentraron en 17 municipios. La Comisión Investigadora comenzó actividades, como en los casos anteriores, en la capital del departamento, donde se definían las zonas a visitar. En Ibagué, a diferencia de los otros departamentos, los integrantes de la comisión encontraron un terreno abonado, gracias al trabajo del recién electo gobernador liberal Darío Echandía, que había sido comisionado por Alberto Lleras Camargo, para adelantar investigaciones sobre la situación de la zona y liderar procesos de pacificación. Como se reconoció en su momento, este político fue crucial para lograr neutralizar la violencia en el departamento. Darío Echandía, sobre todo, sirvió de enlace entre la clase política local, el gobierno central y los alzados en armas, que vieron en él un representante digno de los ideales del Frente Nacional. 37

Según el historiador norteamericano James Henderson (1984), la violencia en el Tolima fue la más aguda. Gonzalo Sánchez (1992) considera que el Tolima vivió la síntesis de la historia de la Violencia y la historia de las negociaciones.

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Las zonas en las que se concentró la Comisión Investigadora, en el sur del departamento, estaban controladas por los liberales, hecho que demuestra la influencia de Echandía y del gobierno de Alberto Lleras Camargo. Los comisionados visitaron Chaparral, Limón, Río Blanco, La Herrera, Planadas, Gaitania, Dolores, Alpujarra, Chaparral, Cunday, Villarrica, Icononzo, Roncesvalles, Rovira, Herbeo, Líbano y Fresno. En varias de estas zonas, los comisionados hicieron frente a por lo menos 33 jefes exguerrilleros, que prometieron paz y adhesión a los postulados del Frente Nacional. Los comisionados se entrevistaron con integrantes del Movimiento Revolucionario del Suroeste del Tolima. Este movimiento estaba liderado por Gerardo Loaiza (que mandaba en la región de Río Blanco), Leopoldo García (alias el General Peligro38), Silvestre Bermúdez (alias el Mayor Mediavida), Aristóbulo Gómez (alias el General Santander), Ignacio Parra (alias el General Revolución, que mandaba en La Herrera), Hermógenes Vargas (alias el General Vencedor, que tenía su centro de operaciones en La Profunda y Marquetalia), Jesús María Oviedo (alias Mariachi, que actuaba en Planadas) y Jacob Prías (alias el Charro Negro, cuyo foco estratégico se encontraba en Gaitania). Según Otto Morales Benítez, que conversó con el General Revolución y con el General Peligro, se trataba de "personas elementales, pero con sentido de la justicia y respeto por la Constitución y el orden legal". Según Morales Benítez, estos personajes tenían confianza en el gobierno de Alberto Lleras Camargo y en la actividad de la Comisión Investigadora para arreglar el país (véase El Tiempo, 3 de septiembre de 1958). Los comisionados encontraron un movimiento dividido entre liberales “limpios” (o “puros”) y liberales “comunes” (con vínculos con dirigentes comunistas)39. Estas facciones divergían en métodos de lucha e ideales revolucionarios (sin contar, evidentemente, las rivalidades por el mando). Los comisionados reconocieron que, en esas zonas, a falta de Estado, los guerrilleros habían impuesto su ley y su moral. Por ejemplo, los guerrilleros habían decretado la ley seca, para evitar los problemas causados en estado de embriaguez. Una muestra de la “efectividad” de las medidas impuestas por la guerrilla era el corregimiento de La Herrera, en el que convivían 74 conservadores y 10.000 liberales, y en el que, se afirmaba, la única muerte ocurrida había sido causada por el alcohol (véase El Tiempo, 10 de noviembre de 1958). Estos cánones y reglas morales dependían del tipo de guerrillas que enfrentaban los comisionados. Como lo ha señalado Sánchez (1990), se trataba de grupos que cumplían una gran variedad de funciones, por ejemplo, actuar como sustitutos de movimientos destruidos 38

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Al principio de la Violencia apareció la costumbre de poner apodos a los integrantes de los grupos violentos. Con ello, posiblemente, se buscaba mantener el anonimato y evitar represalias por parte de la justicia o de otros grupos. Estos alias indicaban características personales (“Peligro” o “Revolución”, por ejemplo), daban cuenta de aficiones (“Mariachi”) o mostraban la ferocidad (“Venganza” o “Sangre Negra”) de sus portadores (véase Guzmán, Fals y Umaña [1962] 2005, i, 236). Para una ampliación de este tema, recomendamos los trabajos de González y Marulanda (1990) y de Pizarro (1989).

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(sindicatos agrarios, ligas campesinas u organizaciones indígenas), como portavoces de identidades partidistas (liberales, comunistas, etc.) o como intérpretes de comunidades y necesidades locales. Algunas de estas guerrillas, que no se parecían en nada a las burocracias armadas de los años ochenta, confiaban en los idearios del Frente Nacional. Figura 5 Otto Morales Benítez (miembro de la Comisión Investigadora) con alias el General Peligro y alias el General Santander, en La Herrera, Tolima

Fuente: El Tiempo, 3 de septiembre de 1958.

Los periódicos de la época informaron que, en La Herrera, la Comisión Investigadora fue recibida por los jefes guerrilleros, el jefe conservador, una maestra, un ganadero y una niña de ocho años. En esa ocasión, se pronunciaron discursos que ratificaban la voluntad de trabajo y adherían al proyecto de pacificación del gobierno. En este sentido, podemos decir que, en este departamento, quienes recibieron a los comisionados no fueron las víctimas, sino los victimarios, con los que se esperaba hacer acuerdos para frenar el desangre. En esa zona, los comisionados tuvieron conferencias con el General Peligro, el General Revolución, el General Santander y el Mayor Mediavida. Ante estos exguerrilleros, los comisionados aseguraron que su misión era escucharlos, estudiar los problemas del movimiento y transmitir sus demandas al gobierno. 68


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En Dolores, la Comisión Investigadora fue objeto de ovaciones. En este municipio, los directorios liberal y conservador suscribieron un documento en el que apoyaban la política del Frente Nacional. En Cunday y Villarrica, dos poblaciones separadas por el sectarismo político, los comisionados fueron testigos de cómo la población llamaba a Darío Echandía y a Alberto Lleras Camargo “cumbres de moral y patriotismo”. En estos dos municipios, se estimaba que la violencia había producido, en los últimos seis años, más de cinco mil muertos, mutilados y desaparecidos. Precisamente, uno de los logros más significativos de la Comisión Investigadora tendrá lugar en esta zona. En efecto, los comisionados lograron la firma de un pacto entre los liberales de Villarrica y los conservadores de Cunday. Como parte de ese pacto, los liberales propusieron olvidar el pasado y abandonar la venganza (véase Semana, 18 al 24 de noviembre de 1958)40. En Planadas, los comisionados lograron reunirse con Mariachi, que ejercía el control sobre toda la población. A su llegada, Mariachi ofreció una serenata a los comisionados, acompañado por dos músicos, que interpretaron bundes tolimenses y rancheras. Uno de los periódicos de la época relató que este personaje afirmó no querer tocar cosa distinta al tiple, haciendo referencia, ciertamente, a su pasado de combatiente (véase El Tiempo, 3 de septiembre de 1958). Tras la bienvenida, los comisionados fueron informados de los problemas que existían entre los habitantes de Planadas, los grupos conservadores de Casa Verde y el movimiento comunista de la Gaitania. Mariachi propuso como posible solución a los problemas de la región la creación del municipio de Planadas, para evitar roces cuando los pobladores viajaran a Ataco, cabecera del municipio. A esto se añadió la demanda de dotación para las escuelas, la creación de un colegio, una planta eléctrica, la creación de una agencia de la Caja Agraria y la expedición de cédulas. En esa reunión, las delegaciones de los corregimientos de El Pole, Polecito, Casa de Zinc, San Antonio y Praga también tuvieron la oportunidad de expresar sus preocupaciones por las acciones violentas de personas provenientes de Casa Verde. En suma, ante la presencia de los comisionados, parece que lo más importante no era conocer la verdad de lo ocurrido, sino agilizar las obras sociales que necesitaban las localidades olvidadas por el gobierno nacional. En el Tolima, los comisionados lograron el mayor número de micropactos entre las facciones rebeldes (véase cuadro 1). Así, por ejemplo, el 3 de septiembre de 1958, en Ibagué, en presencia del gobernador Darío Echandía, de las autoridades civiles, de los militares y 40

Este pacto aparece documentado en Sánchez y Meertens (1989) y Sánchez (1990), para quienes la pretendida declaración de paz sería, en realidad, una declaración de guerra, la tercera guerra del Sumapaz, una guerra sorda, pero cuyo blanco era claramente identificable: el movimiento agrario de Juan de la Cruz Varela, inmigrante que había llegado a la zona en los años veinte, admirador de Gaitán y cooptado por el Partido Comunista en los años cincuenta. Varela proyectaba un perfil tan decididamente agrarista que a fines de 1959 se le habría comparado a Emiliano Zapata.

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de la Comisión Investigadora, los representantes de Planadas y Casa Verde firmaron un acuerdo de paz, en el que se comprometían a cesar las hostilidades entre liberales y conservadores. El acuerdo fue firmado por Mariachi y Marcos Olivera. También se firmaron pactos en varias veredas de Natagaima, donde la situación de la población indígena era crítica. Aun así, en medio de la euforia de los pactos de paz, al igual que en el Eje Cafetero, los comisionados registraron con desconcierto una masacre de 24 campesinos, en la zona de Guaguarco, reportada por los medios de prensa el 10 de septiembre de 1958. Cuadro 1 Algunos de los micropactos firmados gracias a la intervención de la Comisión Investigadora Lugar y fecha de la firma de los pactos Ceilán (30 de julio) (Valle del Cauca)

Manifiesto de Miranda (3 de agosto) (Cauca)

Pacto de Corinto (3 de agosto) (Cauca)

Declaración de los excombatientes del sur del Tolima (28 de agosto) (Tolima)

Adhesión de los guerrilleros de Río Blanco (29 de agosto) (Tolima)

Pacto en las veredas de Copete y Totumo (Chaparral) (2 de septiembre) (Tolima)

Declaración de Ataco (2 de septiembre) (Tolima)

Declaración de Planadas y Casa Verde (3 de septiembre) (Tolima)

Declaración de Pacharco y Tamirco (Natagaima) (12 de septiembre) (Tolima)

Declaraciones de Teodoro Tacumá (Natagaima) (12 de septiembre) (Tolima)

Declaración de Jeremías Ortigoza (Dolores, Alpujarra) (13 de septiembre) (Tolima)

Pacto de Colombia (14 de septiembre) (Huila)

Manifiesto del valle de San Juan (25 de septiembre) (Tolima)

Declaración de Dolores y Alpujarra (28 de septiembre) (Tolima)

Declaración de Falán y Casablanca (28 de septiembre) (Tolima)

Declaración de San Andrés (30 de septiembre) (Huila)

Gran jornada de Rovira (2 de octubre) (Tolima)

Declaración de San Felipe Armero (8 de octubre) (Tolima)

Declaración de Fresno (Tolima)

Pacto del Norte del Cauca (18 de octubre) (Cauca)

Pacto del Líbano (10 de octubre) (Tolima)

Manifiesto de Cunday (6 de noviembre) (Tolima)

Manifiesto de Villarrica (7 de noviembre) (Tolima)

Pactos de Chaparral y San Antonio (Tolima)

Declaración de Valencia (7 de noviembre) (Tolima) Fuente: El Tiempo, 26 de noviembre de 1958.

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Tras el trabajo de la Comisión Investigadora, el gobierno de Lleras Camargo hizo un mayor número de inversiones. Aquí, el plan de rehabilitación, diseñado para los cinco departamentos más críticos, logró articularse de forma programática y bajo el ideario de que la Violencia se desactivaría con desarrollo. Esto se reflejó en la construcción de carreteras de penetración y puentes, en la dotación de puestos de salud y en la construcción de escuelas rurales.

Negociar y renegociar pactos La Comisión Investigadora no basó toda su estrategia en la visita a los lugares más críticos y en la recolección de testimonios. Al contrario, la comisión tuvo que trascender esa tarea y convertirse en un espacio para propiciar los ceses al fuego, en medio del enfrentamiento, a través de la firma de convenios. En ese sentido, la labor de la Comisión Investigadora puede repartirse entre la recuperación de relatos, la negociación y renegociación de pactos, y la construcción de alianzas entre las facciones enfrentadas. Desde luego, esta tarea correspondía a los objetivos que los gestores del Frente Nacional se habían trazado, objetivos entre los que se contaba detener a toda costa el derramamiento de sangre. La triada “investigar, recomendar y normalizar” tuvo su punto culmen en estos micropactos. Aunque el objetivo de la Comisión Investigadora era conocer lo sucedido, a decir verdad, en el fondo, su misión consistió en desplegar en las regiones la “operación de paz” de la que las élites hablaban en la capital (véase El Espectador, 12 de noviembre de 1958). No bastaba hablar de la paz de manera abstracta y desde el centro del país. Al contrario, la paz debía tener su correlato práctico en las zonas afectadas. En La Violencia en Colombia, se dijo que la Comisión Investigadora logró la firma de cerca de cincuenta pactos entre facciones, grupos, pueblos y caseríos (véase Guzmán, Fals y Umaña [1962] 2005, i, 130). Estos pactos fueron firmados por guerrilleros o directorios políticos y comprometían la palabra de los firmantes. Los pactos implicaban el trabajo con los alzados en armas, el respecto a la vida, a la honra y a los bienes de las personas, la cooperación para castigar a los delincuentes, la aceptación incondicional de la política de paz y la destinación de recursos del gobierno central para obras de infraestructura.

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Figura 6 El cura, el abogado y el militar reunidos con los alzados en armas, en algún lugar del Tolima, para firmar un micropacto

Fuente: El Tiempo, 26 de noviembre de 1958.

La mayoría de estos acuerdos fueron frágiles. De hecho, se decía que en muchas regiones rurales existía una paz insegura y basada en un silencio cómplice (véase Guzmán, Fals y Umaña, [1962] 2005, i, 24). En ese sentido, como lo ha reconocido Sánchez (1990), se trató de acuerdos de paz ceremoniales, en los que primaron el abrazo y la firma, pero en los que las dimensiones programáticas de lo firmado importaron mucho menos. En el papel, hubo una exhortación a la paz, pero, en la práctica, había un clima de inseguridad. Esta paz fue producto de acuerdos que no lograron sedimentarse, porque las élites, que pregonaban una política de entendimiento, estaban muy lejos de entender las lógicas locales cotidianas, las comunidades políticas regionales, las disputas tradicionales entre facciones y la eclosión de las guerrillas agraristas. Esa paz insegura y poco programática condujo a una reactivación de las bandas rivales en el viejo Caldas. De este modo, según algunos ministros de la época (como Abel Naranjo Villegas, ministro de educación), dado que el Estado colombiano había fracasado en el campo, era necesario responder a una situación anormal con un procedimiento de emergencia. Entre esas situaciones anormales, se contaba, por ejemplo, el incumplimiento de alias Venganza de los compromisos adquiridos con la Comisión 72


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Investigadora. Debido a lo anterior, se planteó ir más allá del ámbito de la rehabilitación, que había sido la apuesta de Alberto Lleras Camargo y de la Comisión Investigadora, y emprender una verdadera “operación de limpieza” en la región de Quinchía (véase Sánchez 1988). De hecho, a pesar del discurso conciliador de Lleras Camargo, esta alternativa nunca fue excluida durante el Frente Nacional. A decir verdad, existió una tensión permanente entre el discurso de la “operación de paz” de los comisionados y la práctica de la “operación de limpieza” de los militares y de ciertas autoridades gubernamentales.

El trabajo humanitario y de asistencia social tras la Comisión Investigadora A la tensión entre “operaciones de paz” y “operaciones de limpieza”, se sumó un equilibrio problemático entre la pacificación y la rehabilitación. En el fondo, todo ello no era más que el conflicto entre una paz diseñada por los políticos desde Bogotá y la planificación y rehabilitación de largo plazo que se debía llevar a cabo en las regiones. Era una lucha entre técnicos y políticos. De un lado, los técnicos pensaban que la violencia exigía trabajo humanitario, ingeniería social y proyectos de desarrollo. De otro lado, los defensores de la lógica pacificadora, en su mayoría militares y gobernadores, se empeñaban en considerar que el problema era de orden público, sobre todo porque ciertas zonas del país todavía estaban a merced de los bandoleros. Nuestra hipótesis es que ninguna de estas dos visiones estaba pensando en las víctimas, sino en las zonas de violencia. Se trataba de pacificar los territorios o de modernizarlos, de limpiar los territorios con armas o de desactivar la violencia mediante obras de cemento e infraestructura. Ninguna de las dos lecturas contemplaba un programa integral de atención a las víctimas de la violencia. Y no lo contemplaban porque las víctimas, a mediados del siglo xx, aún no eran parte del discurso humanitario. Alberto Lleras Camargo insistía en que había que realizar una gran operación de paz. Mientras tanto, los comisionados entregaban informes al gobierno sobre la situación crítica en el occidente de Caldas y en el norte del Valle y del Cauca, en los que indicaban los problemas que se debían resolver. Uno de los problemas más grave era la impunidad, ya que ella generaba el mantenimiento de un clima de pugnacidad. Esta impunidad estaba relacionada con las deficiencias en la aplicación de medidas penales, el pésimo estado de las cárceles y la delicada situación que tenían que afrontar los jueces de instrucción. Otros problemas señalados por los comisionados fueron el hacinamiento de los desplazados en los cascos urbanos, el despojo de las haciendas, la revisión de títulos de propiedad y las dificultades para llevar a cabo los planes de colonización. La Comisión Investigadora también produjo informes que enfatizaban las reformas sociales y morales que se debían hacer. Los comisionados sacerdotes, en especial Guzmán Campos, que tenían una vocación sociológica, recomendaron aplicar una terapéutica del dolor. Esta terapéutica debía incluir el trabajo con las víctimas, los 73


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familiares, las escuelas, el Ejército, las instituciones privadas y la Iglesia. Nuestra percepción es que Guzmán Campos era el miembro de la comisión más interesado en este asunto. Los demás comisionados tenían otros intereses. Otto Morales Benítez, por ejemplo, se preocupaba, sobre todo, por los pactos con los victimarios, al menos así se deduce de la información de prensa de la época. Los informes de la Comisión Investigadora sirvieron como insumos para emprender estrategias de atención humanitaria e ingeniería social en las regiones. Como respuesta a esos informes y a presiones de algunos sectores políticos y sociales, tres meses después de la creación de la Comisión Investigadora, el gobierno organizó la Oficina Nacional de Rehabilitación, que tenía como labor “contener los estragos de la violencia en los cinco departamentos en los que se mantenía el estado de sitio” (Guzmán, Fals y Umaña [1962] 2005, i, 30). Con el tiempo, también se creó el Comité Ministerial de Orden Público y algunos tribunales de conciliación y amnistía condicionada. De todas formas, es necesario reconocer que la creación de esta oficina se hizo en junio de 1958, debido a que la Comisión Investigadora tenía problemas para formarse (recordemos que la comisión tardó cerca de mes y medio en comenzar a ejercer sus funciones). Algunos políticos propusieron la anulación de la Comisión Investigadora, que sus funciones fueran asumidas por un ministerio de rehabilitación y socorro o que se dieran facultades a los partidos para promover acciones a favor de la pacificación (véase El Espectador, 14 de junio de 1958). Laureano Gómez fue quien propuso la creación de ese ministerio, que debía estar encabezado por un liberal y un conservador. Sin embargo, para el gobierno de Lleras Camargo, la Comisión Investigadora era más que suficiente. La Oficina Nacional de Rehabilitación estaba integrada por los ministros de gobierno, justicia, guerra, salud pública, educación y obras públicas. Su coordinador fue José Gómez Pinzón, un ingeniero santandereano que había sido rector de la Universidad Nacional41. El nombramiento de Gómez Pinzón respondía a la idea de que el problema de la violencia demandaba ante todo inversión en infraestructura, pero no atención directa a los sujetos victimizados. La prioridad era dada al ladrillo y al cemento. Tras ello, venían la atención psicosocial y los programas de reparación. Los planes del gobierno para las zonas afectadas incluyeron la aprobación de una partida de 25 millones de pesos, suma que se destinó en cinco frentes: educación, salud, crédito agrario, obras públicas y justicia (véanse cuadros 2 y 3). En 1958, se 41

Este personaje estuvo envuelto en un manto de sospechas. Se decía que era miembro de una logia masónica conservadora y anticomunista conocida como la “mano negra”. A esa logia, bastión de la burguesía conservadora, se le acusó de respaldar las tareas de limpieza social en el país. A ella pertenecieron, posiblemente, Hernán Echavarría Olózaga, Hernán Tovar y Eduardo Zuleta Ángel. Para ampliar esta información, se recomienda el artículo “Los orígenes de la ‘mano negra’”, publicado en el blog de Alejandro Gaviria, 18 de junio de 2011, http://agaviria.blogspot.com/2011/06/ los-origenes-de-la-mano-negra.html

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destinaron cerca de 40 millones de pesos, de los cuales 18,5 provenían del gobierno nacional (el resto provenía de los gobiernos municipales, de los departamentos y de entidades oficiales) (véase cuadro 2) (véase El Tiempo, 23 de Octubre de 1958). En 1959, el plan de inversiones fue de cerca de 80 millones de pesos. Estos recursos se distribuyeron entre los cinco departamentos bajo estado de sitio, tal y como se puede observar en el cuadro 2. El plan de inversiones incluía la designación de abogados para los pobres, con el fin de asistir a los sindicados y facilitar la expedición de títulos de propiedad. El plan comprendió medidas de emergencia y algunas medidas de rehabilitación. Cuadro 2 Presupuesto destinado para labores de rehabilitación por regiones (1958-1959) Departamentos

1958 (millones de pesos colombianos)

1959 (millones de pesos colombianos)

Tolima

5

20

Valle

4

16

Caldas

4

16

Cauca

3

10

Huila

2,5

10

Total

18,5

72

Fuente: Acta n.o 4 de la Oficina Nacional de Rehabilitación, 18 de septiembre de 1958 (citado por Sánchez 1988).

Cuadro 3 Presupuesto por rubros (1958) Rubro

Valor (en pesos colombianos)

Obras públicas

10.500.000

Educación

2.000.000

Salud

4.000.000

Justicia

3.500.000

Caja Agraria (créditos)

5.000.000

Total

25.000.000

Fuente: Acta n.o 2 de la Oficina Nacional de Rehabilitación, 11 de septiembre de 1958 (citado por Sánchez 1988).

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La importancia de la Oficina Nacional de Rehabilitación radicó no tanto en los problemas que ayudó a resolver, sino en los problemas que contribuyó a revelar (véase Sánchez 1988). Según Sánchez (1988), esta oficina dio la impresión de ir descubriendo paso a paso su objeto de trabajo. De hecho, si comparamos esta oficina con la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación (cnrr), creada en 2005, la historia parece repetirse de forma tragicómica. En efecto, en los dos casos, asistimos a una experiencia que hizo todo sobre la marcha, debido a las dificultades de lograr una transición de la guerra a la paz. En su momento, la Oficina Nacional de Rehabilitación y toda la estrategia de rehabilitación del Frente Nacional tuvieron fuertes opositores. El gobierno, sin embargo, defendió esta política como parte de una acción estatal que debía emprenderse en dos vías: la de la asistencia social a los damnificados de la Violencia (las víctimas, por entonces, eran tratadas como damnificados por la guerra) y la de la reincorporación de los excombatientes a la vida civil y al trabajo productivo. Las críticas venían de sectores que creían que esta política podía favorecer, en ciertas zonas no pacificadas, a los agentes de la Violencia. En concreto, se criticaron las amnistías y la entrega de tierras y préstamos a combatientes o bandoleros desmovilizados, como Charronegro, Pedro Brincos, Teófilo Rojas (alias Chispas) y Octavio Isaza Rendón (alias el Mico)42. A esto se sumaba la desconfianza frente a las prácticas gamonales, ya que los recursos destinados a las regiones debían ser manejados por las autoridades municipales. Como podemos ver, los victimarios eran el primer frente de atención, mientras que las víctimas quedaban en segundo lugar. Vale la pena notar el parecido de estas críticas con las críticas que se lanzan hoy en día a los beneficios penales para los desmovilizados del paramilitarismo. La Comisión Investigadora finalizó labores en enero de 1959, por decisión del gobierno de Alberto Lleras Camargo. Para tomar esta decisión, se arguyó que la comisión ya había cumplido su labor, que la comisión había dejado de ser necesaria, que se advertía una ostensible fatiga en las personas que la integraban y que había una duplicación de funciones entre la Comisión Investigadora y la Oficina Nacional de Rehabilitación. Sin embargo, en el mismo decreto de disolución, se designó a Germán Guzmán Campos como coordinador de paz, con el fin de continuar la labor de reconciliación. Este cargo es, a nuestro juicio, un antecedente de las consejerías de paz, comunes a partir de los años ochenta, cuando se iniciaron los diálogos con las guerrillas. Germán Guzmán Campos tenía un enlace directo con la Oficina Nacional de Rehabilitación, entidad que funcionó hasta diciembre de 1960. El final de la Comisión Investigadora fue lánguido. A medida que avanzaba el Frente Nacional, se reemplazaba el ideal de rehabilitación por una política de represión militar en los territorios en los que la violencia se recrudecía y en los que se habían 42

Para un perfil de Pedro Brincos y Chispas, se recomienda el trabajo de Villanueva (2007).

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hecho el mayor número de inversiones (como el Tolima). Según Sánchez (1988), a esto también contribuyó la incongruencia entre diagnóstico y soluciones, puesto que los programas de rehabilitación habían sido diseñados para después de la Violencia, pero la Violencia, en realidad, no había terminado. Para el historiador Fernán González, en el fondo, las reformas del Frente Nacional y las estrategias de rehabilitación no se pusieron en marcha donde se necesitaban (en las zonas de presencia de guerrillas comunistas), porque en esas zonas no había una estructura bipartidista, a causa, precisamente, del comunismo (Fernán González, comunicación personal). Bajo esa lógica, los programas de rehabilitación se subordinaron a los andamiajes institucionales tradicionales, a los pareceres de los gobiernos locales y a las redes de clientelismo que canalizaban los recursos. Mientras que se pregonaba, desde la capital, un discurso de rehabilitación y de apoyo a los damnificados, en las zonas golpeadas, en cambio, los sujetos vulnerados eran abandonas a su suerte. Con ello, se desperdició una oportunidad histórica para poner en práctica una estrategia programática de largo alcance. La inconsistencia de este ejercicio de rehabilitación económica y social condujo, a la larga, al recrudecimiento de la lucha armada. Esto fue reconocido por el general Álvaro Valencia Tovar, que tuvo a su cargo las operaciones militares en las que pereció el sacerdote revolucionario Camilo Torres (1966). Según el general Valencia Tovar, este recrudecimiento puede explicarse por dos razones, una militar y otra política. La primera fue la no comprensión de la lógica de las guerrillas, que ya no eran escuadras de bandoleros. La segunda fue la incapacidad para acometer reformas estructurales para “quitarle el agua al pez”, estrategia propia de la lógica del desarrollismo militar del momento. Por ello, según el general Valencia Tovar, el gobierno comenzó a perder la guerra hace más de treinta años (véase El Tiempo, 13 de septiembre de 1996). Para Sánchez (2000), la no resolución de la vieja violencia nos condujo, sin que lo advirtiéramos, a las violencias actuales.

Las expectativas políticas y las lecturas sociales de la prensa escrita frente a la Comisión Investigadora La Comisión Investigadora desencadenó diversas reacciones sociales. La prensa escrita, como lo hemos plasmado hasta ahora, fue aliada de la política de concertación elitista y la principal plataforma para dar cuenta de su lógica y de su quehacer durante los ocho meses de funcionamiento. Ante la falta de informes públicos, los periódicos de la época hicieron las veces de medio de divulgación y procesamiento de los hallazgos y dificultades de la Comisión Investigadora. Lo que conocemos de esa comisión se debe a la labor de la prensa. Cuando hablamos de prensa escrita, nos referimos a los periódicos de los partidos oficiales, liberales y conservadores, que transmitían y legitimaban las posturas partidistas. La prensa 77


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oficial era el órgano de información que circulaba en las grandes ciudades diseminando la visión política del establecimiento. La prensa independiente era inexistente o proscrita (como, por ejemplo, el periódico Voz Democrática, de los comunistas, que luego se llamó Voz Proletaria43). Hasta los años cuarenta, en un país analfabeta, pobre y con vías de comunicación deficientes, la prensa estaba limitada geográfica y socialmente. Sin embargo, en los años cincuenta, la prensa, aunque restringida, ya no se limitaba a los centros urbanos (véase Rodríguez 2008, 63). Esto, probablemente, ayudó a que el trabajo de la Comisión Investigadora fuera conocido. Sin embargo, también es posible que la información se haya concentrado en las capitales de los departamentos. Como ha sugerido Rodríguez, a mediados del siglo xx, pese a una mayor circulación, no todos tenían acceso a la prensa, pues muchas personas no sabían leer, los periódicos circulaban con lentitud y existía la sombra de la censura (véase Rodríguez 2008, 64). A falta de testimonios directos de lo que significó para las personas la experiencia de la Comisión Investigadora, hoy contamos con los testimonios de los comisionados y con los registros de la prensa44. Para Absalón Fernández de Soto, el representante liberal, si bien la Comisión Investigadora no tuvo como papel la invención de medidas contra la violencia, su presencia produjo que las cosas tendieran al alivio, sobre todo porque, a través de ella, se logró romper el mutismo de los campesinos, lo que era una demostración de su anhelo de paz (véase El Tiempo, 22 de julio de 1958). Para Otto Morales Benítez, dado que se tenía una visión fragmentaria sobre la Violencia, la labor de la Comisión Investigadora era el acopio de material, su organización y la escucha de diversos sectores. En efecto, según él, la comisión tuvo acceso a fuentes de información precisas, gracias a la colaboración de los directorios políticos, de los sacerdotes y de la población. Morales Benítez también afirmó que la Comisión Investigadora ayudó a despertar el interés cívico y patriótico y a asegurar la recuperación moral, económica y educativa del país (véase El Tiempo, 28 de julio de 1958). Para los sacerdotes Germán Guzmán Campos y Fabio Martínez, la Comisión Investigadora trascendió la labor de investigación y produjo un verdadero fervor patriótico, un “cristiano perdón y un patriótico entendimiento”. En cierto modo, 43

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Voz Democrática fue creado en 1957. Voz Proletaria apareció en 1964. En 2013, por intermedio del profesor Álvaro Oviedo, logramos acceder al archivo del periódico. En estos archivos, encontramos algunas alusiones críticas al Frente Nacional, pero ninguna alusión a la comisión de 1958. En los diarios que revisamos, no encontramos posiciones críticas de los comisionados. Esto puede deberse al control político que ejercía el ejecutivo o a la creencia de los comisionados en los valores del Frente Nacional. Las visiones críticas, como la del sacerdote Guzmán Campos, vinieron años después. Una lectura de los diarios locales, que no abordamos en esta investigación, podría arrojar un resultado diferente.

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desde su punto de vista, la labor de la comisión fue la de cristianizar de nuevo una gran parte del territorio nacional. En esa medida, la labor de la comisión fue una tarea misionera. En la versión de estos sacerdotes, la Comisión Investigadora hizo un trabajo de pedagogía sobre los ideales del Frente Nacional, aplicó una terapéutica para las víctimas y produjo signos inequívocos de que se avanzaba hacia la consecución de la paz (véase El Tiempo, 26 de noviembre de 1958). La prensa escrita elogiaba la comisión, en términos de imparcialidad, serenidad, espíritu de concordia, devoción, abnegación y coraje. Los comisionados fueron catalogados de síntesis de lo mejor de los colombianos (véase El Tiempo, 27 de agosto y 21 de octubre de 1958). Incluso La República, uno de los diarios más críticos del gobierno, afirmó, el 12 de septiembre de 1958, que “nunca tantos debieron tanto a tan pocos” (citado por Guzmán, Fals y Umaña [1962] 2005, i, 130). Por supuesto, todo ello contribuyó a reforzar la autopercepción de los comisionados Los periódicos contribuyeron a reforzar las imágenes sobre la naturaleza, los alcances y los efectos de la Comisión Investigadora. La imagen más poderosa que se produjo alrededor de la comisión fue la de una gran operación de paz iniciada por el Frente Nacional. Esta operación de paz, se decía, había contribuido a diezmar a los violentos sin dispar un solo tiro y a provocar el desprecio público de todos aquellos que rechazaban la política de pacificación (véase El Espectador, 12 de noviembre de 1958). El éxito de la comisión se valoraba en términos de una política que acogía a los que la apoyaban y que condenaba al ostracismo o aniquilaba a quienes la rechazaban. De ese imaginario, derivaron todas las demás visiones sobre este dispositivo. Por ejemplo, se consideró que la Comisión Investigadora era un mecanismo revolucionario contra la violencia (véase Semana, 31 de mayo al 6 de junio de 1958), la encarnación de la voluntad pacificadora y restauradora del Frente Nacional o el espacio para lograr la confianza de los grupos armados (véase Semana, 9 al 15 de diciembre de 1958). El objetivo de la Comisión Investigadora se interpretó como parte de una gran cruzada contra la violencia o como la expresión de un mecanismo de limpieza del cáncer del sectarismo (véase El Espectador, 29 de mayo de 1958). En relación con sus alcances, la Comisión Investigadora fue vista como una planta democrática que retoñaba sobre el gigantesco cadáver de la locura (véase Semana, 9 al 15 de diciembre de 1958). Finalmente, sobre sus efectos, se dijo que la comisión había logrado la pacificación casi completa del territorio nacional y proporcionado, junto con el Frente Nacional, un sentido y una práctica de justicia nunca antes vistos. Aunque la mayoría de lecturas fueron positivas, también se señalaron algunos obstáculos que la comisión debía vencer. En efecto, la prensa consideró que la Comisión Investigadora podría verse limitada por los recelos partidistas frente al gobierno de unidad nacional, sobre todo los provenientes de la tenaza liberal-laureanista (véase El Espectador, 11 de agosto de 1958). 79


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Las tramas narrativas Hasta ahora, hemos esbozado algunos de los elementos de la coyuntura y del clima operativo de la Comisión Investigadora. A continuación, trataremos de presentar cómo la comisión construyó un conjunto de tramas narrativas sobre la Violencia. Este trabajo de construcción se hizo en tres sentidos. Primero, la Comisión Investigadora construyó una narrativa que explicaba que la Violencia no tuvo un comienzo claramente establecido. Segundo, la comisión posicionó una narrativa de diagnosis acerca de un presente turbado por la guerra, cuyo paliativo eran los decretos y las estrategias de emergencia. Tercero, la comisión construyó una narrativa de futuro que leía el Frente Nacional como un nuevo comienzo para el país. Examinemos con más detenimiento estas tramas.

No hay un comienzo claramente establecido para la Violencia En el escenario de transformaciones radicales producido por ese gran sujeto histórico trascendente y exterior a los actores que representaba la Violencia, según la interesante definición de Sánchez (2009c), no es extraño que distintos sectores sociales e institucionales decidieran acometer la tarea de afrontar y tramitar institucionalmente algunas de sus secuelas. Ya vimos que así lo hicieron el Frente Nacional y la Comisión Investigadora. Para hacerlo, estas dos instituciones asumieron una especie de consenso mínimo, ya que estaban frente a una problemática que operaba una transformación radical en el orden de las representaciones sociales y políticas nacionales (transformación que ya hemos descrito). En ese sentido, no era fácil ponerse de acuerdo sobre la respuesta a la cuestión de fondo: ¿cuál era la génesis de la Violencia? El acuerdo era difícil de encontrar, porque no existía una génesis común diseminada o una narrativa genética compacta sobre ese periodo. De hecho, hoy en día, este tema es, si no el principal, por lo menos uno de los más decisivos en la disputa memorial del conflicto colombiano, como se verá en el último capítulo. Al tratar de comprender retrospectivamente este periodo, encontramos narrativas muy disímiles (complementarias o divergentes) que intentan explicar su génesis. Estas narrativas se encuentran en los trabajos investigativos que no se interesan por la génesis en cuanto principio, sino que apelan, por el contrario, a los procesos, las lógicas o los contextos explicativos45. Estas narrativas también son movilizadas por sujetos 45

Seguimos en esto a Saúl Franco, para quien el contexto explicativo “busca establecer relaciones, condiciones de posibilidad y explicaciones lógicas, sin desvelarse por la causalidad ni pretender sustituirla” (Franco 2009, 388).

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para los que el origen es decisivo en términos de cálculo político o de convicciones ideológicas. Lo llamativo es que estos trabajos y estos sujetos revelan que esta guerra, durable más allá de lo razonable, es también una guerra de narrativas que expresa un duelo inacabado de relatos. Detengámonos un momento, para examinar cómo algunos estudiosos del periodo construyeron sus propias génesis explicativas. Para Paul Oquist (1978), la Violencia se explica por el derrumbe parcial del Estado debido al conflicto entre las élites de las dos subculturas políticas en las que se dividía la clase dominante. Cuando este conflicto llegó a su clímax, el Estado colapsó. De este modo, en un Estado débil, la violencia política terminó siendo la regla, fracturó la legitimidad y colonizó la vida social. A partir de ese momento, la violencia asumió diferentes características, según las condiciones sociales y económicas de las regiones en las que se asentó. El historiador Eric Hobsbawn (1985), interesado en el tema del bandolerismo, vio en la Violencia una mezcla de guerra civil, acciones guerrilleras, bandidaje y simples matanzas (que no eran menos catastróficas por ser virtualmente desconocidas en el mundo exterior). Gracias a esta lectura, se coligió que la Violencia era una revolución social frustrada, una especie de parto de un nuevo mundo que penaba por salir o el resurgir de un viejo sistema que no lograba “hallar una forma de estabilidad burguesa” (véase Hobsbawn 2009, 69). Para Sánchez (1990), cuya visión complementa la de Hobsbawn, la Violencia puede ser leída como una guerra entre las clases hegemónicas y el movimiento popular. La característica central de esta guerra era la de estar dominada, en ciertos periodos y en ciertas regiones, por expresiones residuales próximas al vandalismo y al bandidismo, cuyas víctimas difícilmente se podían adscribir a unos sectores sociales o partidistas con exclusión de otros. Según Malcolm Deas, para “explicar la Violencia, hay que entrar en la más rigurosa descripción de todas sus etapas y de la tipología que adquiere para cada lugar y para cada época” (2009, 85). Para Pécaut, un elemento común a la Violencia fue la división partidista. Sin embargo, no se trató de un fenómeno homogéneo, ya que la Violencia revistió “formas variables” (2009, 229). Finalmente, para Carlos Miguel Ortiz, “la Violencia no es más que la modalidad que asume, en un periodo determinado, la articulación y el ordenamiento de la vida social y, por ende, la modalidad que asume la historia del Estado en esta etapa” (2009, 240). A partir de dichas lecturas, que forman parte de las tramas narrativas canónicas sobre el periodo, se puede observar que lo común a todas ellas es que la Violencia no es un simple episodio en el tiempo del que se puede predicar un origen único. Al contrario, la Violencia es un proceso de procesos, irregular en sus manifestaciones y 81


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desequilibrante en sus lógicas y actores; es una problemática que no puede ser confinada, como una fotografía, en el tiempo; es un conjunto de etapas y lógicas con improntas locales, regionales y nacionales; es un asunto que escapa a una sola explicación causal lineal; es un fenómeno que debe ser examinado en sus múltiples discontinuidades, escenarios y tiempos. Consideremos ahora el pensamiento de las élites del momento. A diferencia de los intelectuales, en las élites existía una disputa por la representación genética de la Violencia, es decir, por determinar su origen o causas y, de manera concomitante, por determinar las soluciones. Para algunos, ese periodo representaba una guerra civil (al punto de hablarse de genocidio [véase Semana, 9 al 15 de diciembre de 1958]). Para otros, ese periodo no era más que la expresión de una desafortunada ola de criminalidad. La disputa no era un simple asunto de semántica, sino una cuestión de utilidad política o de cálculo estratégico, dado que asumir una u otra postura implicaba proponer soluciones radicalmente disímiles. Si se trataba de una guerra civil, el problema demandaba mecanismos de persuasión, asistencia, conciliación y, posiblemente, amnistía. Para los que apoyaban esta interpretación, lo mejor que podía hacer el Estado era una ingeniería social y una pacificación desarrollista. Si se trataba de una ola de criminalidad, el problema demandaba dispositivos de represión y lógicas de excepcionalidad. Para los que apoyaban esta interpretación, la única solución era una paz conseguida a través de la violencia del Estado y una persecución sin cuartel a los violentos (véase Sánchez 1988). Aunque la pugna entre esas dos visiones no fue zanjada durante el Frente Nacional, la balanza terminó inclinada a favor de la segunda. Pero ¿por qué es importante mencionar lo anterior? Nosotros creemos que de la lectura de los expertos sobre el periodo y de la representación de las élites del momento emerge una disputa alrededor del detonante de la Violencia. De hecho, Pécaut cree que, al día de hoy, este detonante no se ha podido determinar, dado que “tampoco [existe] un acontecimiento que constituya su desenlace” (2009, 229). En ese orden de ideas, de ese periodo se tiene un buen número de posibles inicios, todos ellos parciales, todos ellos influidos por condiciones experienciales y subjetividades políticas. Así, por ejemplo, entre los posibles inicios se encuentran 1930, 1945, 1946, 1947 y 1948, años en los que, según lo que el analista decida observar, se puede encontrar uno y otro elemento que desata la Violencia (véase Rodríguez 2008, 39). La forma de articulación de una génesis explicativa de lo sucedido ha quedado condensada en la literatura autobiográfica y novelesca de la época, especialmente en la que se escribió a partir de 1948. En esa literatura, la génesis de la Violencia ya no está conectada a la búsqueda de una explicación causal o a un cálculo estratégico, sino a convicciones ideológicas. De ello da muestra, por ejemplo, Saúl Fajardo, guerrillero liberal, en sus Memorias y aventuras de un pobre diablo (s. f.). En esta novela, Fajardo relata cómo se abrió una herida profunda en su corazón el día que mataron 82


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a Gaitán y, a partir de allí, la lucha a muerte con los conservadores y sus atropellos. Él, como muchos otros, cuyas egohistorias están atravesadas por la guerra, encontró la génesis explicativa de este periodo en el asesinato del líder liberal. El fátum que lo condujo a ser catalogado como un bandolero estuvo para siempre marcado por ese acontecimiento fundacional. Otro ejemplo es el del sacerdote guerrillero Fidel Antonio Blandón Berrío, que, bajo el seudónimo de Ernesto León Herrera, escribió una novela titulada Lo que el cielo no perdona (1954). Según él, para encontrar la génesis de la Violencia, era necesario remontarse a los años treinta, cuando se desplegó la “revolución en marcha” del gobierno liberal de Alfonso López Pumarejo. Según este autor, con ello se allanó el camino a las reivindicaciones proletarias, que calaron rápidamente en la médula social y crearon el germen del comunismo. También podemos mencionar la novela Las balas de la ley (1953), del policía conservador Hilarión Sánchez. Según este escritor, la Violencia comenzó en los años treinta, durante la liberalización de Boyacá y los Santanderes46. Estos acontecimientos se fijaron en la memoria popular y provocaron el deseo revanchista de los conservadores. Finalmente, podemos mencionar La Violencia en Colombia, que supuso el tránsito de la versión novelada del periodo a un esquema descriptivo menos partidista. Este libro situó el inicio de la Violencia en los años treinta, pero se concentró en los episodios de finales de los años cuarenta. Esta versión no escapó a los críticos del libro, que la consideraron igual de parcializada que las otras lecturas. Así, el sacerdote jesuita Miguel Ángel González, que realizó una reseña del libro en 1962, afirmó que los autores le dedicaron unas 232 páginas a los hechos de violencia a partir de 1946, mientras que a los años treinta solo les dedicaron unas tres páginas. Esto demostraba, según este autor, una visión tendenciosa de los autores, fieles a los ideales liberales. Así las cosas, nos encontramos frente a una sobreabundancia de versiones de los hechos, de momentos detonantes y lógicas explicativas de un periodo que no admite la fijación de un solo inicio. Para los expertos, más que el origen, importa el análisis del proceso y de sus lógicas. Para los políticos de la época, el origen sí importaba, porque de ello dependía la solución que se debía adoptar. Para los autores de biografías y novelas del periodo, el origen dependía del bando desde donde se escribía (liberal o conservador). Frente al tema, una de las grandes dificultades que enfrenta el analista y el profano es la de establecer una narrativa genética compacta del periodo. En un intento de respuesta a esa dificultad, algunos piensan que la existencia de muchas versiones sobre lo sucedido obedece a que no hay una memoria única del periodo. En ese sentido, como ha sostenido Rodríguez, cada “experiencia [del periodo] 46

Un buen acercamiento a esta literatura bipartidista en cabeza de Hilarión Sánchez y Saúl Fajardo se encuentra en Delgado (2005). Sobre la violencia en Boyacá, se recomienda Guerrero (1991).

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es en sí misma una memoria. [...] [N]o hay memoria de la Violencia, hay memorias de la misma” (2008, 38). De ello puede colegirse que no hay una sola génesis, sino varias génesis enmarcadas en dichas memorias. Respecto a lo anterior, Daniel Pécaut (2003c; 2003d; 2003e) sugiere que este periodo se sustrae a un relato global, porque hay muchos hechos que son susceptibles de ser recuperados. A ello se añade la manía de los narradores de adicionar hechos, de completar lo incompleto y de volver sobre lo mismo. Más allá de esta discusión, que podría tornarse interminable, nos interesa determinar la postura de la Comisión Investigadora frente a la génesis de la Violencia. A partir de lo que hemos mostrado, pensamos que, a pesar de que la comisión tenía la tarea de estudiar las causas de la violencia, enfrentar este asunto generó un dilema en quienes hicieron parte de ella y en quienes la movilizaron como dispositivo de trámite. Los términos de este dilema eran investigar y escudriñar el pasado o recomendar medidas para la superación de lo ocurrido. Si solo se trataba de lo primero (investigar y escudriñar el pasado), los comisionados sabían, al igual que sus críticos, que su misión era servir como escenario público para revelar y comprender las dimensiones de lo sucedido, adjudicar responsabilidades y señalar los detonantes de la Violencia, en una época en la que, poco a poco, ciertos olvidos y silencios iban ganando terreno (silencios frente los cuales, por supuesto, no pocos defensores del Frente Nacional apostaban). Si, por el contrario, solo se perseguía lo segundo (recomendar medidas para la superación de lo ocurrido), la Comisión Investigadora, en lugar de fungir como la gran anatomista de la Violencia, debía ser un escenario de revelaciones controladas por los partidos. En ese sentido, el pacto histórico debía concentrarse en olvidar el pasado, abandonar la venganza y proyectar el futuro. Desde esta perspectiva, la finalidad de la comisión sería la de poner fin a las situaciones presentes y lanzar el país hacia delante, sin determinar quién o qué detonó la Violencia. Respecto a este dilema, nosotros creemos que la posición adoptada por la Comisión fue la de funcionar, manteniendo un equilibrio precario, entre esos dos marcos de lectura. Este equilibrio precario obedecía, entre otras cosas, a que la comisión trabajaba en zonas en las que la Violencia aún estaba viva. Esto condujo a que la Comisión Investigadora fuera precavida al momento de ejercer su trabajo, sobre todo con un sector importante de las élites. En ese sentido, la Comisión Investigadora reveló cosas, pero hasta donde los límites del pacto se lo permitieron. Gracias a ello, se trabajó el presente y se generaron estrategias de superación, cuando las condiciones lo ameritaron. Tras salir de sus escritorios de Bogotá y emprender una tarea etnográfico-terapéutica, los comisionados se dieron cuenta de que en las regiones más afectadas (Valle, Tolima y Eje Cafetero) había elementos enrevesados que impedían una única narrativa genética. Por ejemplo, no todos los actores de la Violencia estaban presentes en todos los escenarios visitados. Chulavitas, pájaros y guerrillas de autodefensa eran artífices del desangre, cada uno a su manera, por distintos motivos, en zonas diferentes. ¿A quién de 84


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ellos adjudicar lo sucedido? ¿Cómo saber si la lucha de unos era más o menos legítima que la de otros? La Comisión Investigadora también reveló que estos actores no tenían los mismos intereses, no actuaban al mismo tiempo y no tenían el mismo patrón de victimización. La Comisión Investigadora encontró perpetradores que se presentaban como víctimas y víctimas que decidían ejercer la justicia por cuenta propia. Para salir del impase, la Comisión Investigadora consideró, entonces, que la Violencia no tuvo un comienzo claramente definido. Decir lo contrario hubiera ocasionado problemas a los comisionados y habría conducido a que el Frente Nacional abandonara esta estrategia más rápido de lo que realmente ocurrió. Decir lo contrario hubiera implicado señalar a personas en uno u otro partido, lo que iría en contra del ideario de unidad nacional del momento. En ese sentido, la Comisión Investigadora, en lugar de determinar el origen de la Violencia, evidenció y mapeó la magnitud de una problemática en las regiones. Para comprender este punto, se debe tener en cuenta que los comisionados no eran expertos con pretensiones de fijar una explicación y que las víctimas que buscaban responsables estaban ausentes de la comisión. Los que hicieron parte de ella eran notables que actuaban en medio de una política de concertación y esta política no estaba interesada en hacer una historia del desangre, sino en mirar hacia el futuro. En ese sentido, la visión del pasado de la comisión estuvo determinada en parte por la coyuntura y por el tipo de personas que la integraron. La Comisión Investigadora realizó una autopsia controlada del pasado y propuso mecanismos para la superación de lo revelado. Estos mecanismos estaban en consonancia con las necesidades materiales de las poblaciones (por ejemplo, una escuela, un matadero, un puesto de salud, una carretera), pero no con las demandas de las víctimas. Las víctimas aparecieron como damnificados de una situación que debía normalizarse a través de proyectos de asistencia humanitaria e ingeniería social. Todo esto quiere decir que la Comisión Investigadora y el Frente Nacional (que la promovió) estaban más preocupados por las zonas de violencia que por los sujetos victimizados. El miembro de la comisión que más se apartó de esta visión de las cosas fue el sacerdote Germán Guzmán Campos. Todo lo anterior nos conduce a afirmar que la comisión fue creada y funcionó para generar un diagnóstico de las necesidades materiales de las poblaciones más afectadas y no para desenterrar el pasado reciente. Este pasado fue tratado con cautela, con el fin de no tocar llagas profundas. A propósito de esto, un editorial del periódico conservador El Siglo afirmó que la función de la comisión era convertirse en un punto de partida para la acción política, pero no hacer análisis del pasado, puesto que ya había una buena cantidad de literatura al respecto (véase El Siglo, 7 de junio de 1958). La comisión quedó, pues, con la función de oír necesidades, informar al gobierno de Alberto Lleras Camargo y producir recomendaciones para extirpar el flagelo de la violencia.

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Aunque no se expresó de manera abierta, era claro que la Comisión Investigadora no era un tribunal de justicia, lo que protegía a las élites de cualquier juicio de responsabilidades. La comisión no hizo recriminaciones políticas ni procesos judiciales, ya que eso habría desatado de nuevo la violencia. La decisión de no postular una génesis clara de la Violencia se sostuvo sobre la base de un significante aglutinante, si seguimos en esto a Laclau (2006), ideado por las élites y expuesto por los académicos en La Violencia en Colombia, a saber, la idea de que todos eran responsables, por acción, por omisión, por silencio complaciente o por cobardía. Por lo tanto, nadie era culpable de esta catástrofe nacional.

Diagnóstico del presente nacional en un orden históricamente turbado Varias circunstancias históricas y políticas moldearon la construcción de la trama narrativa sobre el presente en el que trabajó la Comisión Investigadora. En efecto, la comisión surgió en medio de un presente de violencia, no de transición. De hecho, todas las comisiones que han existido en el país para tratar el tema de la violencia han surgido en presentes turbios. En esta construcción de la narrativa del presente, también se debe tener en cuenta que, desde Mariano Ospina Pérez, las secuelas históricas de la Violencia habían sido tramitadas de manera pragmática y no programática. La principal herramienta utilizada para solucionar las situaciones de violencia habían sido los decretos y las medidas de emergencia. De este modo, para acabar con el sectarismo político, se ensayaron las amnistías generales e incondicionadas; para contrarrestar la violencia de las bandas, se privilegiaron las autodefensas campesinas o las guerrillas de paz; para promover la captura de un bandolero, se legitimó el uso de las recompensas; y para combatir los delitos menores, se utilizaron medidas de extrañamiento social (véase Sánchez y Meertens 1983). Bajo ese marco, los principales problemas sociales y políticos acumulados durante años (pobreza, descomposición social, venganza entre partidos y proliferación de bandas criminales), que demandaban soluciones programáticas, fueron conjurados a través de la aplicación permanente de instrumentos excepcionales de justicia. Este tipo de medidas ha sido utilizado a lo largo de la historia nacional. En un país de violencias que se transforman y reciclan, la rama ejecutiva del poder ha privilegiado los instrumentos jurídicos excepcionales, con el fin de no encarar los problemas estructurales. Colombia, en cierto sentido, ha sido el país de los decretos de emergencia y de las comisiones de estudio sobre hechos violentos. A través de estas comisiones se han tramitado el relato y el dolor. A través de los decretos de emergencia se ha normalizado la excepcionalidad política. La excepcionalidad política encontró su correlato jurídico en la figura del estado de sitio, amparada en el Artículo 121 de la Constitución de 1886. Algunos autores han considerado que, desde entonces, el país ha vivido en una excepcionalidad jurídica 86


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permanente (véase Uprimny y García 2005). El Artículo 121, tristemente célebre, permitió a varios presidentes generar una política criminal de emergencia, cuando la situación de violencia arreciaba o cuando la coyuntura demandaba utilizar una herramienta rápida para resolver situaciones incomodas con la oposición, con los rebeldes o con el denominado “enemigo interno”. Existen muestras de este tipo de legislación desde la Regeneración, periodo que inicia en 1886 y termina en 1910, como, por ejemplo, las famosas disposiciones K y la Ley 61 de 1888. Estas disposiciones autorizaban al ejecutivo a reprimir los abusos de la prensa, los delitos contra el orden público y las conspiraciones. Más tarde, durante el gobierno de Miguel Abadía Méndez (1926-1930), se expidió la Ley Heroica, que autorizó el tratamiento policial de las protestas sociales provocadas por la industrialización (véase Uprimny y García 2005). Al amparo de esta ley, entre otras cosas, se legitimó la matanza de las bananeras. Las implicaciones de la legislación de emergencia se sintieron con más fuerza tras la muerte de Jorge Eliécer Gaitán47. Resguardado en las facultades que le concedía el Artículo 121 de la Constitución de 1886, el gobierno de Mariano Ospina Pérez expidió el Decreto 3518 del 9 de noviembre de 1949, que declaraba turbado el orden nacional. La razón de esta declaración fue el trámite de la acusación que los presidentes liberales del Senado y de la Cámara de Representantes

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Estas legislaciones tuvieron un alto impacto en los órdenes social, jurídico y político nacionales. Debido a estas legislaciones, se terminaron desconociendo derechos y garantías constitucionales a grupos sociales o individuos calificados de “enemigos internos”. La legislación colombiana sobre la excepción se sintió con fuerza en 1978, con la creación del estatuto de seguridad. Este estatuto confería funciones de policía judicial a los miembros del Ejército. Este estatuto se expidió en un periodo bajo el cual, so pretexto de defender las instituciones democráticas, se restringieron las libertades ciudadanas. Con la Constitución de 1991, se puso límites al estado de sitio y a las normativas de excepcionalidad, al punto que las medidas de excepción dejaron de ser el mecanismo de soberanía mediante el que se definían y regulaban las fronteras de lo delictivo (véase Orozco 2009, 3). De acuerdo con la Constitución de 1991, las normas que desarrollan el estado de excepción deben guardar estrecha relación con sus motivaciones, ser proporcionales a sus causas y pro tempore. La Constitución, además, prohíbe la limitación de los derechos humanos contenidos en el bloque de constitucionalidad. Sin embargo, el poder ejecutivo ha seguido haciendo uso de medidas de excepción. Así, a lo largo de los años noventa, el estado de excepción fue invocado varias veces por algunos presidentes. Más recientemente, el gobierno de Álvaro Uribe Vélez recuperó la figura de los estados de excepción, para conjurar el paro de la rama judicial y atender la crisis del sector salud. Uribe Vélez también estudió la posibilidad de decretar el estado de sitio para contener la salida de presos por vencimiento de términos en los procesos penales contra la delincuencia organizada. Sobre la normatividad jurídica de excepción en la Violencia, véase Cote (2010). Sobre los impactos jurídicos y políticos del estado de excepción en Colombia, véanse Aponte (1998) y Camargo (2002). Sobre la relación de este tipo de excepcionalidad y el concepto de derecho penal del enemigo, desarrollado por el jurista alemán Günther Jakobs, véase Aponte (2006). Sobre el derecho penal del enemigo, véase Echeverry y Jaramillo (2011).

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presentaron contra Ospina Pérez, por violar la Constitución48. Con este decreto, vino la censura a la prensa y el cierre del Congreso. Los gobiernos de Laureano Gómez y Rojas Pinilla no levantaron la medida, sino que la reforzaron. El decreto de creación de la Comisión Investigadora se expidió en uso de las atribuciones que confería el Artículo 121 de la Constitución y el Decreto 3518 expedido por Mariano Ospina Pérez. El decreto de creación de la comisión afirmaba que, para el establecimiento de la normalidad política y social en el país, era necesario estudiar las causas de la violencia y las fórmulas para su superación (véanse El Espectador y El Tiempo, 27 de mayo de 1958). Esto quiere decir que la comisión tenía como función investigar el desangre bipartidista, recomendar soluciones y normalizar las condiciones políticas en el territorio. Ya vimos que, frente a la investigación de las causas de la Violencia, la comisión optó por considerar que no había un principio claro y que toda la sociedad era responsable de ella. En ese orden de ideas, nuestra impresión es que la Comisión Investigadora aplicó una estrategia civilista-desarrollista e interpretó el papel de una misión normalizadora de las situaciones críticas. En ese sentido, podemos decir que la Comisión Investigadora practicó un ejercicio arqueológico inédito, pero en un marco histórico limitado por las condiciones impuestas por el Frente Nacional. La Comisión Investigadora, que puede ser vista como un recurso excepcional en una coyuntura crítica, no pretendió conjurar la violencia a través del uso de la violencia de Estado, sino a través de la generación de una radiografía de lo que pasaba. Ahora bien, no se trataba de una radiografía sociológica hecha por expertos, como la que generará La Violencia en Colombia, sino de un examen que desvelaba las características de la Violencia, con el propósito de proponer soluciones inmediatas de asistencia social y desarrollo regional. ¿Cómo, en medio de un pacto que a lo largo de dieciséis años abogó por una política de prudencia frente al pasado, surgieron mecanismos como la Comisión Investigadora, cuya tarea era estudiar y determinar las causas de la Violencia? Nuestra hipótesis es que, en el momento de su creación, la clase política no dimensionó la magnitud que adquiriría la Comisión Investigadora. En efecto, la clase política previó que la Comisión Investigadora no tocara asuntos sensibles y que fuera un instrumento pasajero para dar cuenta de lo ocurrido, a través de un informe privado, al gobierno de Lleras Camargo. La creación de esta comisión tuvo lugar antes del inicio del Frente Nacional, época en 48

En el Congreso, las mayorías liberales habían impuesto una reforma electoral para anticipar las elecciones presidenciales, fijándolas para el 27 de noviembre de 1948. Ospina objetó la ley por inconstitucional. El Congreso insistió, y la mayoría liberal de la Corte Suprema de Justicia la declaró constitucional. En octubre, Ospina propuso aplazar las elecciones cuatro años, lapso en el cual gobernaría una junta bipartidista (uno de los antecedentes del Frente Nacional) de cuatro miembros. Su fórmula fue tildada por López Pumarejo y Lleras Camargo (dirigentes liberales) de “dictadura pactada”. A raíz de estos acontecimientos, se produjo la acusación contra el presidente en el Congreso (véase Palacios 2003, 201-203).

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la que reinaba un “espíritu pacifista, reformista y conciliador que le [permitía] a las élites reacomodar las reglas de juego” (Rodríguez 2008, 42). Si la Comisión Investigadora se hubiera creado después, cuando la retórica política sobre el cierre del pasado se había implantado, cuando el Frente Nacional se había transformado, cuando las estrategias de seguridad nacional se habían profundizado y cuando los partidos no querían escuchar de responsabilidades, su naturaleza y funciones hubieran sido diferentes. En ese sentido, en un escenario de reacomodación de las posiciones de los actores políticos tras una fase aciaga, todavía era posible crear instrumentos de investigación y de proposición de soluciones. De hecho, la retórica del Frente Nacional impregnaba a algunos miembros de la Junta Militar, algunos de los cuales eran conocidos por sus férreas posiciones sobre el tratamiento que debería dársele a la Violencia. Así, en junio de 1958, el general Alfonso Saiz Montoya afirmó que la pacificación no se lograría solo con la fuerza, sino atendiendo a la solución de las causas que crearon la Violencia (véase El Espectador, 17 de junio de 1958). Esta perspectiva, que enmarcaba el espíritu del desarrollismo militar, era compartida por otros militares, como Ruiz Novoa y Valencia Tovar49. En este escenario, no faltaron los cuestionamientos sobre las estrategias que debían utilizarse. Estos cuestionamientos provinieron de la prensa escrita, que centraba sus críticas sobre el funcionamiento de la Comisión Investigadora, sobre todo por la demora que tuvo para iniciar su labor, y de sectores políticos que no estaban convencidos de su necesidad y eficacia. Pese a esto, la Comisión Investigadora funcionó durante cerca de ocho meses.

¿Un nuevo comienzo para la nación?: la Comisión Investigadora y su lectura del futuro El trabajo de la Comisión Investigadora también fue visto como una misión redentora, es decir, como una misión terapéutica y pastoral. Esta visión era la misma que el Frente Nacional trataba de vender al gran público: una gran operación de paz y salvación nacional. Esta estrategia, diseñada por las élites políticas, presentaba la comisión como una institución que buscaba atender a los damnificados, reincorporar a los excombatientes a la vida civil, redimirlos de sus culpas históricas, generar amnistías y administrar el perdón político. La prensa ayudó a reforzar este imaginario mesiánico. Bajo ese imaginario, se consideró que, de la amarga lección del pasado, sobre el cual no había que volver, se levantaría un nuevo país. Ello solo era posible si todos le apostaban a una nueva república (véase El Espectador, 24 de noviembre de 1958). La Comisión Investigadora 49

Para entender esta visión desarrollista de los militares, véanse Ruiz Novoa (1965), Landazábal (1969), Matallana (1984) y Valencia Tovar (1992). Para un análisis del tema, véase Gilhodes (2009).

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apareció por doquier preconizando el evangelio del nuevo comienzo (véase Semana, 9 al 15 de diciembre de 1958). Este nuevo comienzo estaba alimentado por una serie de dispositivos tácticos provisionales50: la rehabilitación y la pacificación. El gobierno de Alberto Lleras Camargo observó que estos dispositivos habían funcionado con éxito en otros países (como Filipinas). No hay que olvidar que la estrategia de rehabilitación de comienzos del Frente Nacional tenía como antecedente la estrategia diseñada por el gobierno filipino para afrontar a los Huks, que, tras ser confrontados por el gobierno con una mezcla de medidas autoritarias y de reforma agraria, entraron en un proceso de degradación y transformación (véase Sánchez 2000). Aunque la Comisión Investigadora proyectó un nuevo futuro, este futuro fue controlado por las élites. Había nuevo futuro, pero también había deudas por saldar. En ese sentido, podríamos decir que se trató de un momento de canje concertado: futuro por silencio. Las estrategias del Frente Nacional orientadas a la desactivación del desangre no tocaron uno de los meollos centrales de la guerra, el caballo de batalla durante mucho tiempo de la izquierda y de la insurgencia armada: la reforma agraria (un dato significativo es que gran parte de la ciencia social que estaba emergiendo en el país se centró en la reforma agraria51). En ese sentido, la pacificación y la rehabilitación fueron ante todo estrategias de asistencia social y de civilismo desarrollista, diseñadas por planificadores, burócratas, ingenieros o militares. Con el tiempo, estas estrategias terminaron siendo parte de un paquete de acciones cívico-militares que permitieron acabar con los bandoleros, pero no con las causas objetivas de la violencia (véase Comisión de Estudios sobre la Violencia 2009, 47). Para Pécaut, la gran dificultad que experimentó la Comisión Investigadora fue que intentó conciliar ánimos, pero en un sentido paternalista, de reparación cristiana, de manera que, por eso, se fueron colando políticamente muchos silencios (Daniel Pécaut, comunicación personal). Hoy, tras 54 años, podemos especular qué hubiera pasado si la Comisión Investigadora hubiera revelado los responsables del desangre y si su propuesta programática de paz hubiera implicado reformas estructurales de largo alcance, como la redistribución de la tierra y la transformación de los órdenes rurales.

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Retomamos este concepto de Gómez-Müller (2008). Véase el trabajo de Orlando Fals Borda El hombre y la tierra en Boyacá: bases sociales para una reforma agraria ([1957] 2006). Este texto, que es su disertación doctoral en la Universidad de Florida, tiene una clara influencia de la sociología rural canónica norteamericana, en particular de la de Lowry Nelson y Thomas Lynn Smith, con quienes Fals Borda compartió en Minnesota y Florida.

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El libro La Violencia en Colombia Dos acontecimientos históricos marcaron los inicios del Frente Nacional. El primero de ellos fue la creación, en 1958, de la Comisión Nacional Investigadora de las Causas y Situaciones Presentes de la Violencia en el Territorio Nacional. El segundo fue la publicación, en julio de 1962, del primer tomo de La Violencia en Colombia. Mientras que el objetivo de la comisión fue servir de espacio institucional para tramitar las secuelas de la Violencia, el objetivo del libro fue servir de plataforma para revelar etnográfica y sociológicamente las manifestaciones de la Violencia en las regiones. A continuación, mostraremos cómo lo que no logró totalmente la comisión en su momento, dado el carácter político que tuvo esta iniciativa, lo hizo el libro, cuatro años después. Esto quiere decir que la radiografía regional de las secuelas del desangre que la comisión hizo de manera parcial será completada por un libro que pronto se convirtió en la memoria emblemática de la época. Analicemos esto detenidamente.

La Violencia en Colombia, sus conexiones con la Comisión Investigadora de 1958 y el papel de sus autores Cuatro años después de finalizada la labor de la Comisión Investigadora, gran parte de sus hallazgos fueron consignados en un libro que causó gran impacto y que llevó por título La Violencia en Colombia. Aunque entre la comisión y el libro no puede establecerse una conexión directa, si puede decirse que ambos fueron determinantes para comprender la transformación del orden de las representaciones sociales y políticas que produjo la Violencia52. Este libro, que proporcionó una narración coherente, aunque emotiva y polémica, de lo sucedido, se convirtió en el primer relato académico de la violencia en un país latinoamericano y en uno de los hitos fundacionales de la ciencia social profesional en el país (véanse Jaramillo 2012a; Palacios 2012).

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Jesús Valencia sostiene que hubo tres acontecimientos que fueron determinantes en la transformación de los órdenes de representación de la Violencia: la comisión que juzgó a Rojas Pinilla en el Congreso, la Comisión Investigadora y el libro La Violencia en Colombia (véase Valencia 2011).

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Figura 7 Portadas de las ediciones de 1962y 1968 de La Violencia en Colombia

Fuente: ediciones de las editoriales Tercer Mundo y Progreso.

El libro fue parte de un gran suceso. El texto fue reeditado, en 1962, 1964, 1968, 1977, 1980 y 2005, por las editoriales Iqueima, Tercer Mundo, Punta de Lanza, Progreso, Carlos Valencia y Taurus. La primera edición del libro fue de mil ejemplares. La segunda edición fue de 5.000 ejemplares, todos ellos agotados. En 1962, La Violencia en Colombia fue declarado el libro del año por el periódico El Tiempo. Ese mismo año, el reconocido intelectual Nicolás Buenaventura, en una reseña, afirmó que, después de la novela histórico-costumbrista Pax (1907), de Lorenzo Marroquín y José María Rivas Grott, que había revelado la magnitud del impacto de la Guerra de los Mil Días en la vida política y cotidiana del país, no se había vuelto a escribir un libro tan importante y “sacudidor” como La Violencia en Colombia. En ese sentido, según Buenaventura, el libro recuperaba lo mejor de esa tradición de grandes obras para pensar fenómenos tan disruptivos como la guerra civil partidista (véase Buenaventura 1962). Pese al acopio de un numeroso material testimonial en las zonas afectadas por la guerra, los miembros de la Comisión Investigadora nunca generaron un informe oficial, debido a la enorme heterogeneidad de ese material y a la poca credibilidad que había en las instituciones representadas por las personas que integraban la comisión. No obstante, gracias a su trabajo, la Comisión Investigadora allanó el camino para el libro. Uno de los miembros de la comisión, Otto Morales Benítez, afirmaba que no se explicaba cómo él, siendo un escritor, nunca sistematizó el material. Según él, Germán Guzmán Campos tomó, en medio del arduo trabajo, atenta nota de lo que escuchaba y veía. De ese material, que se denominó la “colección Guzmán”, no se conoce su 92


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paradero53. Según Otto Morales Benítez, Germán Guzmán Campos nunca consultó a los comisionados ni solicitó autorización para publicar el libro. El libro fue el resultado, en ese sentido, de un encuentro accidental de Guzmán Campos con Fals Borda y con Umaña Luna, que eran sus amigos (Otto Morales Benítez, comunicación personal). La participación de Germán Guzmán Campos fue, evidentemente, clave en esta empresa. Sin lugar a dudas, podemos calificarlo como un etnógrafo de la Violencia, dado que él aportó información de primera mano (material fotográfico, testimonios, etc.) recogida como párroco del Líbano (Tolima) y como miembro de la Comisión Investigadora. Su impronta se evidencia en todo el libro. En efecto, Guzmán Campos elaboró diez de los trece capítulos y las palabras finales del primer tomo, y ocho de los catorce capítulos del segundo tomo. Estos capítulos describían los elementos estructurales del conflicto y la historia, la geografía y la terapéutica de la Violencia. En ese sentido, estos capítulos forman la arquitectura del libro. En la escritura del libro también colaboraron el sociólogo Orlando Fals Borda, recién llegado de Estados Unidos, y el abogado penalista Eduardo Umaña Luna. A Fals Borda le correspondió elaborar la parte interpretativa del primer tomo, con un capítulo sobre la sociología de la violencia y otro sobre la estructura social colombiana, y el epílogo. En el segundo tomo, Fals Borda contribuyó con una introducción que revela la dinámica de la recepción del primer volumen, desde el punto de vista de la sociología del conocimiento, a partir de las reseñas y comentarios publicados en periódicos y revistas54. En el primer volumen, Umaña Luna realizó la descripción de los factores sociojurídicos de la violencia. En el segundo, realizó un estudio sobre el andamiaje normativo en el contexto del conflicto y un capítulo sobre la niñez abandonada. Germán Guzmán Campos le confirió al libro un carácter testimonial y de denuncia. Orlando Fals Borda y Eduardo Umaña le imprimieron un toque intelectual, a través del uso del lenguaje propio de los expertos del momento, en especial si se tiene en cuenta que el libro fue pensado, planeado y lanzado en la recién creada Facultad de Sociología de la Universidad Nacional. El libro recoge, pues, el espíritu descriptivo, terapéutico y pastoral de Guzmán Campos y el ambiente academicista propio de la emergencia de la sociología en Colombia. Años más tarde, Guzmán Campos afirmó que para la construcción del libro se habían invitado un psicoanalista y un militar, pero que los dos declinaron la oferta (G. Guzmán 2009, 51). En la prensa de la época, se afirmó que para el segundo tomo 53

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Sobre el paradero de este material, se han tejido muchos rumores. Por ejemplo, se dice que Guzmán vendió los archivos o que ellos se encuentran en México, en Chapingo, donde Guzmán vivió hasta su muerte. Sobre esta introducción, véase Cubides (1999), Guzmán (2009) y Valencia (2011).

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del libro participarían el sacerdote y sociólogo Camilo Torres55, con un trabajo sobre las implicaciones morales de la Violencia; el sociólogo norteamericano Aaron Lipman, con un trabajo sobre las condiciones sociales de los desplazados en Bogotá; Andrew Pearce, con un trabajo sobre el cambio cultural, y el médico José Gutiérrez, a cuyo cargo estaría el estudio psicoanalítico de la Violencia. Sin embargo, ese proyecto no se llevó a cabo. Desde la perspectiva de Daniel Pécaut, el libro terminó combinando una especie de progresismo sociológico con una buena dosis de reparación cristiana (Daniel Pécaut, comunicación personal). Finalmente, para que el libro saliera a la luz, son dignos de mención la licencia eclesiástica concedida a Guzmán Campos para realizar esta labor (aunque en la prensa de la época se pusiera en duda la existencia de dicha licencia) y el aporte privado de la Fundación de la Paz, propiedad de la familia Urrea (Álvaro Camacho, comunicación personal). Figura 8 Duda sobre el imprimátur de la curia para la edición del libro

Fuente: El siglo, 23 de septiembre de 1962.

La Violencia en Colombia y la primera lectura emblemática sobre la Violencia La Violencia en Colombia inauguró la primera lectura emblemática sobre el pasado reciente de la violencia política en el país. Es emblemática porque instituye otras formas 55

En realidad, el trabajo de Camilo Torres que estaba pensado para hacer parte del libro era el artículo que presentó en el Primer Congreso de Sociología, realizado en Bogotá, en 1963, titulado “La Violencia y los cambios socioculturales en las áreas rurales colombianas”.

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de descifrar el desangre nacional, más allá del acalorado bipartidismo, de las visiones apologéticas de uno u otro bando y de la versión histórico-novelada de la guerra civil. Según Nicolás Buenaventura (1962), la novela Pax (1907) era una de las versiones histórico-noveladas de la Violencia. A contracorriente de esta novela, La Violencia en Colombia se caracterizaba por la importancia del análisis sociológico para construir una visión explicativa sobre el pasado, el presente y el futuro de la nación. En ese orden de ideas, La Violencia en Colombia generó una ruptura respecto a los cánones interpretativos del momento, en los que imperaba la visión autobiográfica o novelesca sobre el tema. De hecho, Germán Guzmán Campos reconoce que esta obra se diferenció de las iniciativas que habían vehiculado la memoria de estos episodios, que eran “presa de la escueta enumeración de crímenes nefandos o de una fácil casuística lugareña” (Guzmán, Fals y Umaña [1962] 2005, i, 37). Sin embargo, el libro no pudo escapar a los recursos literarios, como la literatura testimonial, para contextualizar lo que pasó en ciertas zonas56. Esta literatura testimonial se caracterizó por la representación de lo sucedido a partir del punto de vista de alguno de los protagonistas. No era extraño, pues, que este tipo de literatura surgiera de “viejos líderes campesinos que habían tomado las armas, primero en las filas del liberalismo y luego en las autodefensas guerrilleras, o [de] los intelectuales liberales que hicieron su tránsito hacia el Partido Comunista” (Silva 2007, 269). En ese sentido, según Rodríguez (2008), el periodo que va de 1946 a 1965, se caracterizó por la proliferación de libros de testimonios (vehículos de la memoria nacional), producidos por víctimas, victimarios, testigos, simples observadores o críticos, que son invaluables para entender los mecanismos mediante los cuales se representó y se recordó el pasado57. Dentro de estos libros, vale la pena resaltar de nuevo las Memorias y aventuras de un pobre diablo, del guerrillero liberal Saúl Fajardo; Las guerrillas del Llano, de Eduardo Franco Isaza, o Lo que el cielo no perdona, del cura liberal Fidel Antonio Blandón Berrío (escrito bajo el seudónimo de Ernesto León Herrera). Ahora bien, no solo los liberales escribieron literatura testimonial sobre el periodo. Los conservadores, que intentaron imponer sus representaciones sobre el pasado, legitimar sus discursos morales y sus visiones de mundo, también lo hicieron. Esto se puede rastrear, por ejemplo, en Las balas de la ley, del policía conservador Alfonso Hilarión Sánchez (1953) y en Mi testamento espiritual, del obispo conservador Miguel Ángel Builes Gómez (1954)58. 56

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Por ejemplo, cuando se habla de la dinámica de violencia en los Llanos, se acude a la obra del coronel guerrillero Eduardo Franco Isaza, Las guerrillas del Llano (1955), o la del coronel Gustavo Sierra Ochoa, Las guerrillas de los Llanos Orientales (1954). Sobre este tema, véanse Sánchez (2003), Vélez (2003) y Figueroa (2004). Obispo de Santa Rosa de Osos, Risaralda, fue famoso por sus discursos incendiarios a favor de la violencia contra los liberales. Según él, matar liberales no era pecado.

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Sin profundizar en el tema, dado que no es objeto de nuestro estudio, es posible afirmar que estos relatos funcionaron bajo la lógica de una guerra de espejos, en la que la afirmación de la identidad de unos autores implicaba la confrontación con la identidad de otros. Así, por ejemplo, la novela Lo que el cielo no perdona, del cura liberal Fidel Antonio Blandón Berrío, se contrapone a Mi testamento espiritual, del obispo conservador Miguel Ángel Builes Gómez. Aunque los dos ejercieron su pastoral en Antioquia, una de las regiones más afectadas por la Violencia, los dos construyeron escenarios de disputa por el sentido del presente y del futuro de la nación. En efecto, mientras que el cura Blandón defiende a sus feligreses liberales de la persecución de los conservadores y espera el peso de la justicia divina contra los conservadores, el obispo de Santa Rosa de Osos estigmatiza a los liberales al considerar que no puede haber paz con impíos, al tildar al liberalismo de “pocilga de todos los errores” pasados y presentes y al reivindicar la política de Mariano Ospina Pérez (véase Rodríguez 2008). La Violencia en Colombia trató de romper esa lógica de oposición de visiones particulares mostrando la Violencia como un proceso social, globalizando su descripción (véase Sánchez 2009c, 22) y radiografiando lo sucedido desde diversos ángulos. El libro es paradigmático, entre otras cosas, porque inscribió los testimonios de campesinos, combatientes y líderes políticos de las regiones como piezas centrales. En ese sentido, legitimó y visibilizó las voces de estos personajes, cosa que nadie había hecho hasta ese momento, a excepción de la Comisión Investigadora. La Violencia en Colombia situó la génesis de la Violencia entre 1930 y 1958. Con ello, sus autores enfatizaron el continuum comportamental bipartidista, que se desplegaba en olas de violencia y de tregua. Esta génesis estaba acompañada de una etiología del fenómeno, de una exposición de sus incidencias en la dinámica social, de una regionalización59 y de una interpretación sobre su trascendencia en la psicología del campesinado. El libro trató de producir y consolidar un discurso explicativo canónico sobre el pasado reciente, rompiendo “fronteras geográficas y casuismos locales” (Guzmán 2009, 56), a través de diferentes opciones metodológicas y disciplinares. En ese sentido, el libro combinó la historiografía nacional, el diagnóstico del presente, las denuncias políticas, los testimonios y la dimensión terapéutica. Para Teófilo Vásquez, uno de sus lectores contemporáneos, de este libro se derivó una lectura que busca sus explicaciones en las 59

Este esfuerzo por la regionalización y espacialización del fenómeno, crucial en los estudios sociológicos y en la historiografía, está presente en Gilhodes (1974), Oquist (1978), Fajardo (1979), Arocha (1979), Henderson (1984), Sánchez y Meertens (1983), Ortiz (1985) y Legrand (1988). Un balance sobre el tema se encuentra en González (2009). La espacialidad y la georreferenciación de la guerra desaparecen del espectro de intereses de la comisión de 1987, pero reaparecen en el informe Pacificar la paz, que condensó la experiencia de la Comisión de Superación de la Violencia, y en los trabajos de Cubides, Olaya y Ortiz (1998), y de González, Bolívar y Vásquez (2001).

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bases estructurales del país, con el fin de comprender las estructuras agrarias como detonantes de la Violencia (Teófilo Vásquez, comunicación personal).

La Violencia en Colombia y la institucionalización de una ciencia social incipiente en Colombia La publicación de La Violencia en Colombia otorgó un estatus teórico a los estudios sobre la violencia en el país y permitió que se transitara de la representación novelesca de la violencia a la sociologización de sus causas y desarrollos objetivos. En palabras de Ortiz (1994), el texto permitió el paso de la representación de la violencia hacia la violencia como objeto. Todo ello correspondió a un momento de institucionalización de la sociología en la Universidad Nacional, en el que comenzaba a ser evidente una peculiar forma de intervención de los intelectuales en la sociedad (véase Sánchez 2009a), que permitió la eclosión de una artesanía política y académica del diagnóstico de la violencia (véase Jaramillo 2011c) De cara a la institucionalización de la sociología, el libro rompió con una imposibilidad de producir investigaciones sobre la Violencia. Como han señalado Pécaut (1998) y Sánchez (1988), la Violencia no solo mató personas, sino también ideas. La Violencia impidió la consolidación de una tradición investigativa y generó un ambiente de amenazas sobre las instituciones y los investigadores que intentaban pensar el momento. Los intelectuales y artistas del periodo quedaron atrapados en medio de esta confrontación, como una conciencia cautiva, pasiva y resignada, en un país desangrado (véanse Pécaut 1998; Sánchez 1998)60. En ese sentido, a los pocos académicos existentes les fue imposible tomar distancia y convertir la Violencia en objeto de estudio. Solo se produjeron relatos autobiográficos sobre el periodo, dado que “ni los jefes de las bandas campesinas, ni las chusmas conservadoras, ni los sicarios, ni las células de la guerrilla o de autodefensa teorizaron sus acciones, o por lo menos no en un lenguaje que se comunicase cómodamente con el de las universidades” (Pécaut 1998, 65). La violencia bipartidista, en ese sentido, fue la responsable de que la comunidad intelectual se disgregara y de que solo volviera a renacer en las décadas de los sesenta y setenta61.

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Uno de estos grandes intelectuales perseguidos fue Gerardo Molina, militante de izquierda, rector de la Universidad Nacional de Colombia. Tras un exilio, Molina retornó al país y fue rector de la Universidad Libre. Melo (2008), a propósito del tema, menciona varios nombres: Jorge Gaitán Durán, Mario Laserna, Mario Arrubla, Camilo Torres, Antonio García, Diego Montaña Cuéllar, Álvaro Delgado, Virginia Gutiérrez de Pineda, Gerardo Reichel Dolmatoff, Jaime Jaramillo Uribe, Germán Colmenares Juan Friede, Orlando Fals Borda, Luis Guillermo Vasco, Rubén Jaramillo, Víctor Daniel Bonilla,

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La Violencia en Colombia abrió la posibilidad para que un público numeroso y calificado que estaba ingresando a las universidades accediera al conocimiento del mundo social de entonces. Esto coincidió con un momento de modernización y de expansión de la academia y de la cultura nacional (véase Sánchez 1998). Ese momento modernizador favoreció el surgimiento de una generación de intelectuales que no se sentía representada por el sistema de reparto político. Se trataba de una generación atrapada y rebelde, que encontró en La Violencia en Colombia una fuente de crítica frente a los estragos que los partidos políticos habían causado durante los años cuarenta y cincuenta y frente al “nivel de impunidad que eludió el castigo para los responsables de la tragedia nacional [...] premiándolos con lugares principales en la escena política” (Silva 2007, 269). A partir de la publicación del libro, se abrieron nuevos temas en el campo de estudios sobre la Violencia. De hecho, tras La Violencia en Colombia, se produjo “una enorme montaña de publicaciones sobre el tema” (véase Sánchez 2009c). Sin sospecharlo, este texto pasó de ser libro-memoria a libro-premonición (véase Sánchez 1999), pues dejó el embrión explicativo de muchos de los problemas asociados al tema. Sin embargo, para Pécaut (1998), el libro fue solo un inicio, ya que las obras universitarias que abordaron el tema más allá de los lugares comunes, de los estereotipos culturales o de las imágenes simplificadoras del universo rural comenzaron a escribirse en los años ochenta. Estos estudios permitieron dar cuenta, incluso rompiendo con la lectura emblemática del libro de Guzmán, Fals y Umaña, de la diversidad y de la combinación de las dimensiones de los fenómenos, rescatando el papel de los actores, ya no reduciéndolos a ser más que la expresión pasiva de las estructuras y confrontando las posiciones que anulan las interferencias e intermediaciones entre las violencias heterogéneas. (Pécaut 1998, 65)

Finalmente, el libro fue una muestra de acopio de técnicas y material que prefiguró las herramientas que en adelante privilegiarían los científicos sociales. En efecto, los autores sistematizaron el material recogido por los comisionados (notas de campo y testimonios), hicieron un mapeo de la Violencia62con la ayuda del Instituto Agustín Codazzi, llevaron a cabo una investigación de archivos, recogieron elementos culturales,

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Horacio Calle, Estanislao Zuleta, Jorge Villegas, Pedro Gómez Valderrama, Luis Villar Borda, Rafael Gutiérrez y Carlos Rincón. Aunque fue pionero en la espacialización de la Violencia, el libro adolece de un tratamiento riguroso de la representación cartográfica. De acuerdo con Pissoat y Gouëset (2002), dado el bajo desarrollo de la geografía, el libro terminó por agrupar en los mapas, bajo el término ‘violencia’, hechos muy diferentes (matanzas, torturas, desplazamientos forzosos, etc.). En ese sentido, la representación geográfica de la Violencia, es un reflejo de su vaguedad semántica.

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analizaron series estadísticas e introdujeron las lecturas de los clásicos de la sociología norteamericana y de los estudios sociojurídicos (por ejemplo, Parsons, Merton, Coser, Sorokin, Gluckman, Gurvich, etc.).

La Violencia en Colombia y el Frente Nacional, ¿ruptura o continuidad? La Violencia en Colombia se convirtió en el vehículo de la memoria de un pasado en disputa, como ha sido y seguirá siendo el pasado de nuestra guerra. Este texto expresó la tensión que implicaba la recuperación de las huellas de la Violencia, en un presente en permanente perturbación del orden público, pese al clima de concordia impuesto por el Frente Nacional. El libro mostró las implicaciones de reconstruir la historia de la guerra dentro de la guerra. Además, situó en la escena pública una memoria común conflictiva sobre la violencia bipartidista, en un país marcado por visiones unilaterales y apologéticas. En ese sentido, el libro realizó una edición sociológica sobre la memoria del pasado nacional. La Violencia en Colombia es el primer y quizá el único libro-memoria que acomete la labor de apertura histórica y de cierre académico del pasado. Al exponer una responsabilidad estructural sobre lo ocurrido, el primer tomo del libro desencadenó acaloradas reacciones de la prensa y de los poderes civiles, eclesiásticos y militares. En su momento, Fals Borda leyó estas reacciones como síntoma de un retardo cultural de ciertos sectores del país, especialmente los políticos y religiosos, para aceptar las evidencias sobre los hechos, y como expresión de una inmadurez social, enraizada en la cultura nacional, que imposibilitaba consensuar sobre el deber ser de la nación (Guzmán, Fals, Umaña (1962) 2009, ii, 67). No era de extrañar que un trabajo que pretendía sacudir la enclenque tranquilidad de la época, que el Frente Nacional se había encargado de vender, terminara siendo un escenario de luchas discursivas por posicionar y legitimar ciertas versiones y representaciones sobre lo que pasó en el país. Lo potente de esta experiencia, retomando con cuidado las palabras de Crenzel para el caso argentino del Informe Nunca Más, es que avanzó en la conformación de un nuevo régimen de memoria sobre ese pasado y se convirtió en la herramienta a partir de la cual muchos sectores de la sociedad colombiana pensaron, recordaron y representaron la violencia (véase Crenzel 2008, 186). Del cúmulo de reacciones que el libro desató, es posible destacar brevemente algunos elementos. Desde julio hasta agosto de 1962, había una gran expectativa por el libro. De él se habló en los periódicos El Espectador, El Tiempo, El Siglo, La Nueva Prensa y Sucesos. Se dijo que era un libro objetivo y valiente, producto de una serena reflexión, que ningún colombiano (incluyendo los gobernantes) podría leer sin estremecerse de vergüenza y frustración. Sin embargo, a partir de septiembre, el libro fue objeto de críticas provenientes de sectores partidistas y eclesiásticos. Los conservadores afirmaron que el libro se escribió, desde una posición sectaria, en defensa de 99


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la versión liberal de la Violencia, al punto que el senador laureanista Darío Marín Vanegas promovió un debate secreto sobre el texto en el Senado. La Iglesia adujo la mala fe de los autores y, a partir de la reseña realizada por el jesuita Miguel Ángel González, consideró que el libro tenía faltas históricas, sociológicas y estadísticas. El alto clero llegó incluso a pronunciarse sobre la inoportunidad de su publicación, en una época de reconciliación y de cierre del pasado, en la que no se debía pensar en hacer una historia de lo que pasó. Figura 9 La crítica cardenalicia al libro

Fuente: El Siglo, 7 de octubre de 1962.

A puerta cerrada, en el Congreso, políticos y militares discutieron el contenido del libro. Sus autores no escaparon a los argumentos ad hominem, que ponían en entredicho sus convicciones religiosas, sus pasados académicos y sus visiones de país. A finales de diciembre de 1962, el libro, como dirá Fals Borda, fue objeto de una crítica más cerebral, enriquecida por la aparición de otros estudios sobre el tema y otras reseñas (véase Guzmán, Fals y Umaña (1962) 2005, ii, 33). A partir de entonces, el libro ocupó un lugar importante en los sitiales de la ciencia social colombiana.

Epílogo: un canon interpretativo del desangre en tres lecturas La Violencia en Colombia, libro-memoria y libro-premonición, legó a la ciencia social un canon interpretativo de la Violencia compuesto de una lectura subjetiva, una lectura estructural y una lectura sociojurídica. La lectura subjetiva, presente en el discurso, en parte pastoral, en parte sociológico, de Guzmán Campos, considera que la violencia está presente en el alma nacional, comprende la violencia bipartidista de manera esencialista y presenta al colombiano como un ser caracterizado más por la emoción que por la sensatez política. Desde este punto de vista, 100


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la visceralidad política del colombiano no es un trazo pasajero, sino una huella fatídica impresa en nuestra cultura. Esta lectura presenta al campesino como un ser destinado a la barbaridad en épocas de violencia política, porque la violencia despierta algo que estaba dormido en períodos de paz. En la visión de Guzmán Campos, que alimenta el locus communis de la llamada cultura de la violencia, la vía de superación de la Violencia era la reconciliación de los espíritus. En el libro, la mirada del cura Guzmán Campos estaba acompañada de estereotipos culturales que terminaron objetivados en la comprensión “común” de la Violencia. Es posible que muchos de estos estereotipos sigan presentes en las interpretaciones académicas, culturales y políticas sobre el tema. En ese sentido, valdría la pena rastrearlas. Uno de estos estereotipos consiste en calificar la violencia bipartidista como estado antisocial, cáncer, enfermedad nacional, brutalidad aberrante, vorágine incontenible, bestialidad, monstruosidad, virus nacional, odio larvado, maquinaria del odio, etc., o en hablar del dócil y pasivo campesino, eterna víctima de la explotación, en contraposición al matón consagrado o al político cerril. Otro estereotipo cultural es la representación de los habitantes de ciertas zonas, por ejemplo, el llanero como honrado, el boyacense como laborioso o el tolimense como pasivo. La lectura estructural63, aporte del sociólogo Fals Borda, tenía una clara influencia de la sociología rural canónica norteamericana. Esta lectura buscaba explicar las tensiones derivadas de los cambios socioeconómicos, en una sociedad agrietada, agrocentrista, pasiva en sus tradiciones, con sistemas políticos controlados por gamonales, que necesitaba transitar hacia formas modernas de vida y de producción, para superar las secuelas de la Violencia. Desde esta lectura, la Violencia se explicó por una especie de sismo de gran magnitud en las estructuras nacionales. La Violencia, en ese sentido, no fue producto de una condición atávica, sino de la desviación de un patrón normal de conducta. Ahora bien, atavismo y desviación terminaron pareciéndose, porque los dos implicaban la tesis de la corrección moral. Lo desviado y lo atávico pueden ser corregidos a través de la comprensión del alma del colombiano (lectura de Guzmán) o a través de la superación de las causas de la desviación de la conducta (lectura de Fals Borda), a saber, la impunidad, la falta de tierras, la pobreza, el fanatismo y la ignorancia. Finalmente, la lectura sociojurídica, aporte del penalista Umaña Luna, no se distanciaba mucho de la visión estructural de Fals Borda. Según esta lectura, la Violencia podía explicarse como un dramático desequilibrio entre instituciones, fuerzas del orden e ímpetus rebeldes, debido a que las instituciones no lograron colmar las expectativas de los campesinos. Como consecuencia, las instituciones actuaron represivamente frente a la rebelión de la población. En esta imagen, las instituciones 63

Una aproximación a esta lectura se encuentra en Guzmán (1990).

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ejercen una influencia decisiva en la socialización del individuo, evitando la anomia y la desviación. En una sociedad bien ordenada, según la visión de Umaña, debería existir una clara conformidad entre el cuerpo normativo y los actos de los individuos. En ese sentido, la sociedad colombiana, hija de la Violencia, es todo lo contrario de una sociedad bien ordenada, dado su alto grado de impunidad, flaqueza institucional y comportamientos desviados de la norma. Para la superación de este problema, según Umaña, era necesaria una profilaxis social, a través de una macrorreforma de las instituciones, específicamente de las instituciones jurídicas. Asumiendo el riesgo de ser esquemáticos, podemos decir que lo común a todas estas lecturas es que combinan la visceralidad subjetiva con la ignominia estructural, para explicar la Violencia. Más aún, en las tres lecturas parece emerger la idea de que la sociedad colombiana es un organismo atacado por un cáncer generalizado, de tal forma “que el papel de los científicos sociales (en este caso, del cura etnógrafo, del sociólogo de profesión y del jurista) es estudiar la sociedad como un cuerpo, descubrir su enfermedad e indicar un posible remedio” (Rueda 2008, 357). Esas lecturas fortalecieron la tesis de que la Violencia, en tanto que cáncer, debía ser extirpada con modernización e ingeniería social. Esta labor no debía ser exclusiva del Estado, sino, ante todo, una responsabilidad de todo el país (así se deduce de la sentencia repetida por doquier por estos tres autores: “Todos nos equivocamos, por tanto, todos somos responsables”). La imputación de responsabilidades al nosotros nacional, al alma colombiana, a la cultura del colombiano, evaporará las responsabilidades individuales y dejará a la historia el papel de gran juez. En ese sentido, es paradójico que el libro repitiera lo que la Comisión Investigadora hizo, es decir, no pronunciar responsabilidades individuales, con la idea de ser consecuente con el pacto de caballeros del Frente Nacional. Nuestra percepción es que la formula “Todos somos responsables del desangre” se convirtió en un fórmula útil para fines políticos. De hecho, ella trascenderá el Frente Nacional, se convertirá en una herramienta para editar nuestro pasado y enfrentar de manera más leve el presente y el futuro, y revestirá el ropaje de los discursos de la cultura democrática de la década de los ochenta, década en la que se formará la Comisión de Expertos.

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La Comisión de Expertos (también llamada comisión de violentólogos) representó, en medio de la crisis democrática colombiana de los años ochenta, una inflexión en la forma de explicar el pasado y el presente de la violencia y en la forma de mirar el futuro de la nación. En este capítulo, describiremos la experiencia de esta comisión y las tramas narrativas que produjo. En ese sentido, destacaremos la generación de un diagnóstico del presente, a partir de la enumeración y clasificación de las violencias que azotaban el país; examinaremos cómo se enfrentó el pasado, a partir de la tesis de la cultura de la violencia; y expondremos cómo emergió de ella la idea de un nuevo pacto democrático. Finalmente, mostraremos que, a diferencia de la Comisión Investigadora de 1958, esta segunda comisión dejó de lado la terapéutica del dolor y apostó por la generación de narrativas de especialistas, de las que estaban ausentes otras voces.

El marco: mutación de la violencia en un contexto pos-Frente Nacional El Frente Nacional (1958-1974) y el pos-Frente Nacional (1974-1986) cerraron y abrieron espacios políticos. El Frente Nacional afrontó con relativo éxito la pacificación del país, tras largos años de violencia. Sin embargo, también generó grandes exclusiones y produjo, según algunos analistas, una democracia sin ciudadanos (véanse Gutiérrez 1998; Romero 2002). El pos-Frente Nacional se enfrentó a una mutación de la naturaleza, de los actores y de las lógicas de la violencia. En ese sentido, la guerra pareció sustituir la política (véase L. Restrepo 1988). Sin embargo, las violencias de la década de los ochenta no eran la prolongación de la Violencia ni una consecuencia directa del Frente Nacional (véase Pécaut 1991). Belisario Betancur y Virgilio Barco tuvieron que dar a estas violencias un tratamiento distinto al que se les venía dando. Este fue el marco de la Comisión de Expertos.

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Consideraciones sobre el legado del Frente Nacional Analistas como Pizarro (1992), Pécaut (1991) y Sánchez (1990) reconocen que el Frente Nacional logró borrar la amenaza de otra guerra interpartidista en el país, gracias a una nueva representación de la sociedad y de la política. En ese sentido, el Frente Nacional posibilitó una transformación histórica de gran calibre que contenía tres elementos: estabilización democrática con elecciones continuas, capacidad para asegurar el orden público en las ciudades y crecimiento económico sostenido. Con el modelo político del Frente Nacional, se conservaron algunas de las instituciones políticas más tradicionales, se mantuvieron más o menos estables los acuerdos entre los dos partidos mayoritarios y se abrieron pequeños resquicios para la participación política de otros sectores. Pensemos, por ejemplo, en la Asociación Nacional de Usuarios Campesinos (anuc), creada en 1968, que permitió movilizar las demandas de la población rural pobre (véanse Romero 2002; Figueroa 2007); en el Movimiento Revolucionario Liberal (mrl), formado por Alfonso López Michelsen, que logró reunir hasta su extinción (en 1967) numerosos militantes populares, antiguos guerrilleros y sindicalistas; y en la Alianza Popular Nacional (Anapo), que, bajo la tutela del general Gustavo Rojas Pinilla, conquistó la confianza de amplios sectores populares y obtuvo resultados significativos en la elección presidencial de 1970. Ahora bien, pese a contar con elecciones regulares, control del orden público, crecimiento económico y participación política de otros sectores sociales, el Frente Nacional no logró romper la precariedad institucional y social del sistema político colombiano. De hecho, los autores que han abordado este período han puesto de manifiesto las limitaciones de la política de concertación del Frente Nacional. A continuación, nombraremos brevemente algunas de estas limitaciones. Pese a ser promotora de estabilidad, la política de concertación del Frente Nacional fue la expresión de un régimen consociativo democrático limitado, de una democracia formal autoritaria, de una dictadura constitucional y de una democracia erosionada (véanse Pizarro 1992; Valencia 1978). Leal (2002) ha señalado que el Frente Nacional produjo una militarización del tratamiento de la insurgencia, el aumento del pie de fuerza del Ejército1, una exclusión constitucional de las organizaciones distintas de la liberal y la conservadora y un estado de excepción permanente. Esto último condujo a que las Fuerzas Armadas ganaran cada vez más autonomía en el manejo del orden público, sobre todo a partir 1

La evolución del pie de fuerza del Ejército puede ser útil para entender las coyunturas analizadas en este libro. Al terminar la Segunda Guerra Mundial, el Ejército contaba con 8.000 hombres; en 1949, con 20.000; en 1965, con 37.000; en 1987, con 100.000; en 2006, con 233.000; y en 2012, con 446.000 (véase Dávila et al. 2000; Gilhodes 2009; Rojas y Atehortúa 2009).

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de 1967. Un efecto de ello fue la criminalización de la protesta ciudadana, práctica que se aplicará más allá del Frente Nacional. Como señala Pécaut (1991, 2003e) lo anterior no debe conducirnos a abusar de la tesis según la cual el sistema político cerrado del Frente Nacional y la restricción democrática fueron las causas de las violencias producidas tras la finalización de esta experiencia. En efecto, los espacios políticos que el Frente Nacional y el pos-Frente Nacional2 abrieron fueron tan significativos como los que cerraron. De hecho, si seguimos a Sánchez (1990), debemos agregar que las condiciones de posibilidad para que muchos sectores sociales excluidos adoptaran una visión de lo político que no pasaba por el tradicional reparto del poder, sino que apuntaba a la instauración de nuevas formas de sociedad, germinaron en el seno del Frente Nacional. Dado lo anterior, la pregunta que surge es la siguiente: ¿cuáles son los factores que permiten entender la difusión de la violencia en los años ochenta? Esta pregunta ha recibido varias respuestas. Por ejemplo, se han mencionado, además de las particularidades del Frente Nacional, la pobreza estructural, la ausencia de Estado, la tesis de la democracia restringida (véanse Pizarro y Echeverri 1981; Valencia 1978; Leal 1989), los escasos mecanismos de participación ciudadana y la ausencia de canales institucionales de resolución de conflictos (véase Pizarro 1992). Pécaut critica los alcances explicativos de la tesis de la democracia restringida. Según él, esta tesis, que copó el lenguaje de muchos expertos, explicaba poco, sobre todo porque no daba cuenta de cómo la política del Frente Nacional logró generar

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El referéndum de 1958, aprobado por el 80% de los electores, legitimó social y políticamente el Frente Nacional. En efecto, este referéndum previó una reforma constitucional que permitía que los partidos liberal y conservador se reservaran durante 16 años la posibilidad de concurrir a las elecciones. Además de lo anterior, el referéndum previó una alternación en la presidencia de la república y atribuyó a los dos partidos una representación paritaria en el gobierno, en el Congreso, en las asambleas departamentales y en todas las instancias administrativas. A partir de 1974, la competencia electoral se abrió a otras fuerzas políticas. Sin embargo, los efectos de esta apertura fueron amortiguados por una disposición introducida en 1968. Según esta disposición, los dos partidos tradicionales continuaban teniendo, tras la expiración del Frente Nacional, una representación en la administración y en el poder ejecutivo proporcional a sus resultados. De este modo, hasta 1986, cuando comenzó un proceso de descentralización y se aprobó la elección popular de alcaldes, todos los puestos públicos de los gobiernos nacional y local eran distribuidos entre los partidos liberal y conservador (véase Pécaut 1991). De allí que se hable de pos-Frente Nacional hasta 1986, porque, en la práctica, el arreglo de élites no terminó en 1974, es decir, con el gobierno de Misael Pastrana Borrero (véase Restrepo 1988). 107


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espacios de participación a otras fuerzas, de cómo se produjeron movilizaciones políticas3 o de cómo el pacto funcionó con ciertas cuotas de civilismo (véase Pécaut 1991). En ese sentido, el sociólogo francés considera que no basta con creer que un reformismo democrático produce una disminución de las violencias ni que el mantenimiento del establecimiento genera indefectiblemente cuotas altas de violencia. En su lugar, Pécaut llama la atención sobre la importancia de otras tesis explicativas, como, por ejemplo, la precariedad institucional y social, la delgada frontera entre las prácticas legales e ilegales y la utilización de la violencia como un recurso ordinario. Según él, estas tres tesis podrían explicar la expansión de las violencias, más allá del Frente Nacional, en los años ochenta. La tesis de la precariedad institucional permite entender que, para garantizar la cohesión nacional, no basta la presencia de un Estado con arreglos formales y pactos tácitos (como el que ha existido en Colombia) ni la existencia de instituciones duraderas. En ese sentido, la historia política y social del país revela que la identidad nacional ha estado subordinada a las redes vinculadas con los dos partidos políticos tradicionales. Eso quiere decir que ha existido más clientela y menos ciudadanía. En la medida en que no se logró avanzar en la consolidación de una ciudadanía política y ante la falta de derechos reconocidos por el Estado, los actores sociales que lograron salir de la Violencia y se instalaron en el Frente Nacional siguieron presos de la dependencia de las subculturas políticas liberal y conservadora. En efecto, aunque estos actores lograron realizar movilizaciones populares, estas no se sedimentaron con suficiente fuerza en el imaginario nacional. Según Pécaut, estamos en un país en el que existe una línea delgada entre lo ilegal y lo legal, entre la norma de hecho (la norma social) y la norma jurídica. El Frente Nacional fue un ejemplo de transacción consagrada legalmente alrededor de la cual crecieron clientelas locales que impusieron sus formas transaccionales. Al amparo de las normas jurídicas constitucionales, los actores políticos ejecutaron acciones a medio camino entre lo legal y lo ilegal. Muchos sectores justificaron o no repudiaron las prácticas ilegales, como el gamonalismo violento, el contrabando y la economía de la droga. La corrupción fue uno de los ingredientes de la transacción ilegal que floreció, al amparo de lo legal, durante este período. El entrecruzamiento de lo legal y lo ilegal evidenciaba la erosión de una sociedad que no se podía “apoyar en una regulación estatal suficientemente legítima y eficaz” (Pécaut 2003f, 102). Desgraciadamente, de la falta de regulación estatal a la creación de otras formas de regulación hay solo un paso. 3

Por ejemplo, entre 1971 y 1972, la anuc invadió tierras. Entre 1969 y 1971, se llevaron a cabo huelgas e intentos de paro general. A partir de 1974, se realizan paros cívicos, con el objetivo de mejorar los servicios públicos (véase Pécaut 1991). En el estudio de Londoño (1994), se documentaron cerca de 696 huelgas y cinco intentos de paro nacional, entre 1962 y 1973.

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En una sociedad desprovista de un factor de cohesión nacional, desigual en la distribución de la riqueza, signada por la desconfianza frente a las instituciones estatales y con linderos sutiles entre lo legal y lo ilegal, no es extraño que la violencia se convirtiera en un recurso transaccional extremo, pero rutinario. En efecto, si con el Frente Nacional se asestó un golpe a la violencia bipartidista, lo cierto es que no pasó lo mismo con el uso permanente de la violencia4. La violencia fue utilizada por los gobiernos del Frente Nacional para reprimir las movilizaciones populares y los paros cívicos, para restablecer la paz en las zonas rurales y para combatir la insurgencia (en especial, durante el gobierno de Guillermo León Valencia). La violencia fue utilizada por las organizaciones armadas y por las empresas criminales (guerrillas, narcotraficantes, paramilitares y crimen organizado), bajo cuyo dominio quedaron muchas regiones desde finales de los años setenta. Y, como veremos, en los años ochenta, la violencia, en tanto que recurso ordinario, se convirtió en una dimensión activa de la lógica de vida de muchos colombianos.

Las violencias de los años ochenta, ¿continuidades o discontinuidades radicales? Si la violencia bipartidista puede definirse como un periodo que condensa terror, resistencia armada y conmoción social (véase Sánchez 1990), la violencia de los años ochenta no puede delimitarse bajo esas mismas dimensiones, ya que esta violencia se relacionaba con nuevas configuraciones que cambiaban sin cesar (véase Pécaut 2003e). En ese sentido, el principal rasgo de las violencias de los años ochenta fue, a diferencia de la violencia bipartidista de los años cuarenta y cincuenta, su multiplicidad (en términos de orígenes, objetivos, geografía y estrategias). Ahora bien, dado que la idea de que una misma sociedad, en treinta años (19501980), presente dos fenómenos de violencia radicalmente diferentes (véase Valencia 2010) resulta problemática, sugerimos comenzar el análisis alrededor de dos interrogantes. Primero: ¿existen continuidades entre las violencias de los años cincuenta y las que tienen lugar a partir de los años ochenta? Segundo: ¿dónde están situadas las discontinuidades entre las violencias de los dos periodos? Para responder a la primera pregunta (¿existen continuidades entre las violencias de los años cincuenta y las que tienen lugar a partir de los años ochenta?), debemos considerar la tesis de Pécaut según la cual la búsqueda de continuidades responde al deseo de encontrar series causales. Estas series causales, aunque importantes, pueden alargarse ad infinitum y cerrar la posibilidad de examinar las discontinuidades. 4

El tema del recurso a la violencia y su diferencia con respecto al recurso al conflicto es abordado por Guzmán (1990).

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Si adoptamos la lógica de la causalidad y de la conexión histórica de los fenómenos, ciertas regiones del país parecen estar atravesadas por continuidades en las modalidades de la violencia. Pensemos en el caso de Trujillo (Valle), población que vivió sometida durante más de treinta años al poder de un gamonal que obligó a sus habitantes a seguir sus preferencias políticas, so pena de perder la vida (véanse Atehortúa 1995; Pécaut 2003f). A finales de los años ochenta, esta misma región fue epicentro del terror paramilitar y del narcotráfico. Y hoy en día, desafortunadamente, Trujillo sigue siendo un territorio de temores reciclados. Dado lo anterior, podría pensarse en la existencia de similitudes en las estrategias violentas utilizadas a lo largo de la historia nacional. Por ejemplo, la estrategia de los “pájaros” se parece a la de los sicarios que sembraban el terror en las ciudades, o la estrategia de los chulavitas se parece a la de los escuadrones de la muerte que realizaban operaciones de limpieza social en los años ochenta. Podríamos incluso aventurar la tesis de una continuidad de las estrategias ideológicas y militares de las guerrillas de los años cincuenta y las de los años ochenta. Sin embargo, si se asume el argumento de la continuidad, también se corre el riesgo de cometer errores analíticos, ya que los contextos históricos, las condiciones sociopolíticas y económicas y las lógicas de acción de los actores han cambiado (véase Camacho 1991a). En efecto, es posible que en el caso Trujillo existan algunas continuidades (por ejemplo, el papel de las redes clientelistas como catalizadoras del recurso cotidiano a la violencia), pero las lógicas y las redes de terror cambiaron con el tiempo. Esto implica que la lógica con la que se ejecutó una masacre de líderes sociales (a principios de los años noventa) no es la misma lógica con la que se ejecutó una masacre partidista (a finales de los años cincuenta)5. Entre el “pájaro” de los años cincuenta, el sicario de los años ochenta y el miembro de una banda emergente de hoy existe una conexión, en la medida en que los tres ejercen un oficio de larga trayectoria en la historia del país: el de los matones a sueldo. No obstante, entre unos y otros, existen discontinuidades. Por ejemplo, los “pájaros”6 actuaban movidos por adhesiones partidistas y lealtades a dirigentes, los sicarios7 actuaban por dinero (véanse Comisión de Estudios sobre la Violencia 1987; 5

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Aun así, hay una paradoja irresoluble en nuestras violencias. Según Pécaut, en el momento en que las discontinuidades son más visibles, también sigue siendo recurrente una continuidad: la violencia entre semejantes. Esta violencia, activa en las estrategias de exterminio y mutilación en los años cincuenta, reaparece en los cuerpos mutilados de las masacres de los años ochenta (véase Pécaut 2003f, 111). Sobre los “pájaros”, sus tensiones con las cuadrillas bandoleras y su relación con los sicarios del norte del Valle, véase Betancourt y García (1991). Sobre el tema de los sicarios, especialmente sobre sus dimensiones simbólicas en Colombia, véase Salazar (1990). El tratamiento del tema ha sido recurrente en la literatura nacional. De hecho,

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Camacho 1991a) y los miembros de las bandas emergentes actúan para mantener el control de un lugar. Entre los chulavitas y los miembros de los escuadrones de la muerte existe una conexión en cuanto a la estrategia de exterminio selectivo. No obstante, los chulavitas eran campesinos seleccionados en una región para aterrorizar y exterminar los liberales en otra región, tarea que contaba con el apoyo del Partido Conservador y de la policía. Los miembros de los escuadrones de la muerte, en cambio, son creaciones de las Fuerzas Armadas (en virtud de una disposición legal que las autoriza a armar civiles) o de las alianzas entre militares, terratenientes y narcotraficantes. Los móviles de los miembros de los escuadrones de la muerte son, al principio, contrainsurgentes. Sin embargo, con el tiempo, estos escuadrones dejan de lado estos móviles y se transforman en empresas que viven del crimen (véase Camacho 1991a). La conexión entre las guerrillas liberales de los años cincuenta y las guerrillas de los años ochenta es más difícil de establecer, ya que, al menos espacialmente, como sugiere Sánchez (2000), las primeras se circunscribían a ciertos territorios, mientras que las segundas transitaban por todo el país. Por supuesto, a esto habría que añadir las mutaciones ideológicas y militares ocasionadas por el auge de la economía de la droga (véase Pécaut 2003b). Si se tiene en cuenta lo anterior, podemos afirmar que no se puede exagerar la idea de la continuidad de las violencias en el país, aunque hayan ciertos parecidos entre los fenómenos violentos (véase Camacho 1991a). En efecto, los procesos de violencia de los ochenta tuvieron su propio dinamismo y engendraron su propio contexto (véase Pécaut 2003f, 96). De todas formas, no debe desdeñarse la búsqueda de continuidades, ya que, como lo señala Valencia, existen factores explicativos de largo alcance no resueltos, como, por ejemplo, la ausencia de un juicio de responsabilidad para los causantes de las violencias, el hecho de que las víctimas nunca [hayan] encontrado una reparación material o simbólica relacionada con la agresión sufrida y que no se haya llevado a cabo un proceso de elaboración colectiva del sentido de lo sucedido. (2010, 185)

Estos factores no resueltos no solo serán defendidos por los académicos creyentes en los relatos explicativos de largo alcance, sino por la insurgencia, los movimientos de algunos escritores han acuñado el término ‘sicaresca’, para denotar un género que da cuenta de las aventuras y desventuras de estos personajes. Una revisión contemporánea del tema se encuentra en el libro de Jácome (2009). El tema también está presente en el cine (con películas como Rodrigo D no futuro y La Virgen de los sicarios), en telenovelas (como Rosario Tijeras o El cartel de los sapos) y en series de televisión (como Escobar, el patrón del mal). Esto ha conducido a que algunos hablen de narcoestética y de narcocultura. Para una reflexión sobre este tema, véase Rincón (2009).

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víctimas, los organismos internacionales de derechos humanos y los ciudadanos corrientes. En ese orden de ideas, pese a la mutación de las violencias, de los actores y de los modelos explicativos, el hecho de que aún se defienda la continuidad de ciertas causas objetivas es el reflejo de una necesidad ideológica (o mítica) o de cálculos estratégicos. En lo que concierne al segundo interrogante (¿dónde están situadas las discontinuidades entre las violencias de los dos periodos?), habría que hacer tres precisiones. Primera, las discontinuidades que se presentaron a partir de los años ochenta no pueden ser comprendidas de forma homogénea. Segunda, en la década de los ochenta hubo una proliferación de actores, geografías y estrategias de estas violencias. Tercera, en esta época, en el accionar de los grupos violentos, lo pragmático y coyuntural tuvo más peso que los contenidos políticos e ideológicos. Al comienzo de la década de los ochenta es posible hablar de una violencia política, con actores claramente identificables (guerrillas y fuerzas del orden), ubicada en el campo. Con el pasar de los años, encontramos, en cambio, una superposición de violencia política, violencia social, violencia cotidiana y violencia criminal (véase Pécaut 2003f), que impactó, principalmente, los centros urbanos. Esta violencia en las ciudades ocasionó un aumento desmesurado de las tasas de homicidio (véase Camacho y Guzmán 1990). En efecto, en 1983, la tasa de homicidios era de 40 por cada 100.000 habitantes. En 1989, en cambio, la tasa de homicidios era de 70 por cada 100.000 habitantes. El clímax se alcanzó entre 1991 y 1992, con tasas cercanas a los 82 homicidios por cada 100.000 habitantes (véase Gaitán 2001)8. Durante los años ochenta, las estrategias de las guerrillas y de los criminales se urbanizaron. Piénsese en la toma del Palacio de Justicia, realizada por el M-19, en 1985, o en el terrorismo provocado por narcotraficantes y paramilitares, que golpeó a dirigentes sociales (en especial a los miembros de la Unión Patriótica), magistrados, periodistas e intelectuales. Una de las principales características de las violencias de la década de los ochenta fue la diversidad de actores, de geografías y de estrategias. De los actores clásicos de los años cincuenta (partidos, gamonales, “pájaros”, guerrillas liberales, etc.) pasamos a actores inmersos en un escenario de violencia multipolar y desvertebrado, como lo llama Pizarro (1990). En ese escenario cohabitaron el narcotráfico, el paramilitarismo, los grupos de autodefensa, los sicarios, las guerrillas, el Ejército, los escuadrones de la muerte, la delincuencia organizada y la delincuencia difusa. 8

Los más afectados por estas tasas de mortalidad fueron los hombres entre los 15 y los 24 años de edad. En Medellín, la principal causa de muerte, a partir de 1985, fue el homicidio. En 1991, en Medellín, se alcanzó la tasa récord de 100,8 homicidios por cada 100.000 habitantes. Esta tasa será superada por Ciudad Juárez (México), ciudad afectada por la guerra entre narcotraficantes, que alcanzó, en 2009, 190 homicidios por cada 100.000 habitantes. En 2009, Medellín tenía una tasa de 62 homicidios por cada 100.000 habitantes y Cali, una tasa de 72 homicidios por cada 100.000 habitantes.

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Según Pizarro (1990), al principio, ninguno de estos actores tenía la capacidad para vencer a su adversario. Sin embargo, la correlación de fuerzas fue cambiando conforme avanzaba la década y conforme avanzaban la cooptación de recursos y la transformación de las ideologías. En los años ochenta, no hubo una violencia de carácter nacional, como la violencia bipartidista, sino múltiples conflictos regionales. En ese sentido, se trató de una abigarrada geografía de violencias (véase Pizarro 1990). En cada región en conflicto, había una pluralidad de actores enfrentados, de intereses en juego y de alianzas locales. Hacia finales de los años ochenta, algunos grupos insurgentes entraron en procesos de negociación y desarme, como el Ejército Popular de Liberación (epl), el Quintín Lame, el Partido Revolucionario de los Trabajadores (prt) y el M-19. Otros grupos insurgentes, en cambio, continuaron la confrontación con el Estado, como las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (farc) y el Ejército de Liberación Nacional (eln). El narcotráfico, fenómeno fraccionado y regionalizado, fue un factor desestabilizador, especialmente en ciudades como Medellín y Cali. Este fenómeno, que logró colonizar los espacios sociales y políticos de todo el país, se convirtió en una herramienta de cooptación del Estado. Uno de los crímenes que desencadenó la preocupación de las élites por la consolidación del poder de los carteles de la droga fue el asesinato, en 1984, de Rodrigo Lara Bonilla, ministro de justicia. El narcotráfico era, en ese sentido, una industria que ejercía la violencia para eliminar competidores internos o grupos rivales, para amedrentar representantes estatales o políticos y para hacer desaparecer las fuerzas democráticas que proponían algún cambio (véanse Camacho 1991a, 1991b; Duncan 2005). Durante esta década también fueron comunes las operaciones de limpieza social contra mendigos, prostitutas y delincuentes callejeros (véanse Sánchez 2000; Camacho y Guzmán 1990). En estas operaciones, a menudo, participaban policías y expolicías. Esta modalidad de violencia fue ejercida por grupos como los Justicieros Implacables (Bogotá), Kan Kil (Bogotá), Bandera Negra (Bogotá), Escuadrones Verdes (Cali), Mano Negra (Medellín), Limpieza Integral (Medellín), Muerte a Contrabandistas (Santa Marta), Muerte a Sindicalistas (Cartagena), la Falange (Popayán), los Magníficos (Palmira) y Rojo Abajo (Armenia) (véanse El Espectador, 28 de abril de 1987; El Tiempo, 10 de agosto de 1987; Camacho y Guzmán 1990). En las violencias de los años ochenta primó lo pragmático sobre los contenidos políticos. En ese sentido, asistimos a una guerra sucia que entrelazó crimen organizado, lucha contrainsurgente y narcotráfico. Secuestros, extorsiones, abigeato o arreglo de cuentas se mezclan en la lógica de guerrillas, autodefensas y crimen organizado, razón por la cual era fácil que los actores se deslizaran entre diferentes bandos. De hecho, aunque la violencia cotidiana producía diez veces más víctimas que la violencia política, no era sencillo trazar una línea de separación clara entre las dos. 113


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En los años ochenta, los paramilitares y la guerrilla libraron batallas por territorios y por recursos. Sin embargo, al mismo tiempo, a estas batallas se unieron la retaliación por el honor familiar y los intereses económicos (véase Romero 2009)9. Finalmente, en esta década, se dispararon los índices de impunidad10, fenómeno que coadyuvó a la reproducción y a la expansión de las violencias. Estas violencias, porosas y cotidianas, condujeron a la erosión del tejido social en las zonas rurales y urbanas del país.

Belisario Betancur y Virgilio Barco: sus tratamientos de la guerra El régimen político de los años ochenta, influido todavía por el Frente Nacional, tuvo que lidiar con la violencia política y con las violencias urbanas. Los gobiernos de Belisario Betancur (1982-1986) y Virgilio Barco (1986-1990) heredaron una guerra que no había sido debidamente tramitada por el Frente Nacional y cuyos intereses, actores y geografía estaban cambiando. Amplios sectores del país, escépticos y decepcionados por la política del Frente Nacional y por la represión provocada por el gobierno de Julio César Turbay Ayala (1978-1982) (a través del Estatuto de Seguridad Nacional), demandaron acciones rápidas y contundentes frente a las violencias. En ese sentido, los años ochenta plantearon dos encrucijadas. Primera, alcanzar la paz con la insurgencia a través de la negociación o a través de la guerra. Segunda, ofrecer seguridad para la gente u ofrecer seguridad para el Estado11. En este contexto, los gobiernos tuvieron que enfrentar unas guerrillas urbanizadas, diferentes a las guerrillas de los años sesenta y setenta12 (véanse Camacho 1991a; 9

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La historia de la retaliación familiar se repite en varias figuras del país. Pensemos, por ejemplo, en el expresidente Álvaro Uribe Vélez o en los hermanos Castaño Gil, fundadores de las Autodefensas Campesinas, cuyos padres fueron asesinados por las farc. A raíz del asesinato de su padre, Fidel, Vicente y Carlos Castaño pusieron en marcha un proyecto privado de restauración del orden público, en el noroeste antioqueño. Ese proyecto desencadenó una guerra contrainsurgente que devino una guerra de masacres (véase W. Ramírez 1997; Sánchez 2000). También podríamos pensar en Enilse López, la Gata, empresaria del chance en los Montes de María, que sufrió el asesinato de dos hermanos y el secuestro de su padre por parte de las farc. La Gata es una de las personas a las que se les adjudica, en parte, la masacre de El Salado, en 2000, como consecuencia de un robo de ganado (véase Grupo de Memoria Histórica 2009d, 131-132). De 1986 a 1995, hubo “una relación inversa entre la curva ascendente de homicidios y la curva descendente de sumarios iniciados por homicidio” (Franco 2009, 404). Esta segunda encrucijada preocupó más a los gobiernos de los años noventa, sobre todo a partir de la Primera Estrategia de Seguridad contra la Violencia, diseñada por el gobierno de César Gaviria (1990-1994). Para este tema, véanse Camacho (1994) y Rivas (2005). Las guerrillas no son bloques homogéneos. Las farc surgieron de los núcleos de autodefensa campesina. A partir de 1983, las farc se autodenominaron el ejército del pueblo, lo que implicó una apuesta por una lucha armada ofensiva (véase Pécaut 1997). El nacimiento del eln, en cambio,

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Pizarro 1989, 1990) y unas violencias ordinarias, de las grandes ciudades, articuladas con el crimen organizado y con la delincuencia común. Todas estas violencias transitaban fácilmente de la escena privada a la escena pública (Sánchez 2000; Camacho y Guzmán 1990). En este escenario, ¿qué hacer con las guerrillas?, ¿qué hacer con la ola de criminalidad? Nosotros creemos que los gobiernos de Betancur y Barco se limitaron a buscar respuestas a la primera cuestión. De hecho, el combate contra el crimen urbano, la seguridad ciudadana y la generación de planes de contención y prevención fueron eclipsados por la urgencia de solucionar el problema de las guerrillas. En cuanto a la segunda pregunta, estos gobiernos pensaban que el problema de las ciudades se conjuraba con medidas de orden público. Los gobiernos Betancur y Barco tenían dos opciones frente a las guerrillas. De una parte, la solución militar basada en las doctrinas del anticomunismo y de la seguridad nacional. De otra parte, apostar por la vía pacífica, que implicaba generar una apertura democrática y una negociación política. Betancur y Barco sabían que la solución militar había cobrado peso desde el gobierno de Turbay Ayala, especialmente con la presencia, como ministro de defensa, del general Luis Carlos Camacho Leiva. Este general pensaba que, como parte la solución militar, era necesario armar a los ciudadanos (véase Gallón 1983). Hoy en día, nadie niega que la solución militar asfixió toda forma de movilización contestataria en el país (véanse Sánchez 1990; Leal 1987, 2002; Pizarro 1991) y que la solución de armar a los civiles condujo a hacer mucho más tenue la línea entre autodefensa y justicia (Romero 2009, 410), asunto que le ha hecho un daño incalculable al país. En esta coyuntura, ambos gobiernos sabían que privilegiar una u otra vía tenía fuertes consecuencias. Profundizar la vía militar implicaba seguir interpretando las guerrillas bajo la doctrina perversa (pero útil para ciertos sectores) del enemigo interno, el cierre de las negociaciones y la continuidad de la lógica de la guerra en el tratamiento de un problema que demandaba, antes que nada, soluciones políticas. Privilegiar la vía pacífica, mucho más difícil, implicaba una estrategia de pacificación, la creación de espacios para el diálogo y un tratamiento de los insurgentes como enemigos políticos (no como delincuentes comunes). El gobierno de Betancur optó por la segunda vía. Belisario Betancur llegó al poder gracias al voto de opinión hostil a la lógica de represión del gobierno de Julio César Turbay (véase Restrepo 1991). Betancur, el primer estuvo vinculado a líderes estudiantiles y maestros. Esta guerrilla era fiel al modelo foquista cubano y tuvo una conexión con la teología de la liberación. El nacimiento del epl estuvo vinculado a organizaciones comunistas y sindicales. También hubo movimientos guerrilleros próximos al modelo tupamaro y al democratismo en armas (véanse Pécaut 2003b; Pizarro 1989). Para comprender mejor los cambios de las guerrillas que hoy subsisten en el país (farc y eln), véase Rangel (1998).

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gobernante en ensayar la estrategia de repolitización del conflicto (véanse Leal 1987, 2002) lideró un proyecto de paz con las insurgencias en el que participaron varios sectores sociales. Con ello, Betancur se propuso romper con la doctrina de la seguridad nacional. Como producto de su política, en 1984, se puso en marcha un proceso de cese al fuego, tregua y paz. Este proceso condujo a que, en La Uribe (Meta), fortín de las farc, el gobierno y esta guerrilla firmaran unos acuerdos básicos. El M-19 y el epl siguieron los pasos de las farc. Gracias a los acuerdos de La Uribe, se construyó un frente político amplio, en el que participaron diversos sectores. De ese frente nació la Unión Patriótica (up), un híbrido político entre Partido Comunista y algunos sectores de las farc, que permitió la integración a la vida política y la participación electoral a sus miembros. En poco tiempo, este movimiento, que no pudo borrar totalmente el pasado armado de las farc, logró un éxito rotundo (en las elecciones legislativas de 1986, la Unión Patriótica consiguió 320.000 votos13). Sin embargo, el panorama para la paz no era claro. A pesar de haberse convertido en la tercera fuerza electoral del país, la up fue objeto de una política sistemática de exterminio, cuyo accionar se sintió con mayor fuerza durante el gobierno de Virgilio Barco (véase Campos 2003). A la eliminación de miembros de la up se sumaron los ataques del Ejército a los campamentos de las farc y el reclutamiento de combatientes por parte de los grupos insurgentes, que se preparaban, mientras dialogaban, a la toma del poder14. En medio de estas negociaciones precarias, apareció un fantasma del que poco se hablaba: las organizaciones de civiles “armados por el narcotráfico”15para combatir la delincuencia (véanse Romero 2009; Ávila 2010). Estas organizaciones, a las que 13

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La up alcanzó 14 curules en el Congreso, 18 diputaciones en 11 asambleas departamentales y 335 concejales en 187 concejos municipales (véase Campos 2003). En esta coyuntura, apareció un comunicado de Jacobo Arenas, principal portavoz de las farc, titulado Cese al fuego, en el que describe cómo este grupo pretendía utilizar la tregua para reforzar su potencial militar y preparar la toma del poder. El texto completo se encuentra disponible en http://www.abpnoticias.com/boletin_temporal/contenido/libros/cese_el_fuego.pdf. Una de estas organizaciones fue Muerte a Secuestradores (mas), creada, en 1981, por un grupo de narcotraficantes, a raíz del secuestro de la hija de uno de los líderes del cartel de Medellín perpetrado por el M-19. Esta organización se dio a conocer a través de volantes arrojados en medio de un partido de fútbol (véase Ramírez y Restrepo 1987). En febrero de 2003, sobre la base de un informe elaborado por el entonces procurador Carlos Mauro Hoyos, se dijo que había serios indicios de que 59 militares en servicio estaban vinculados a esa organización. Este informe, a pesar de la seriedad de los indicios, fue desmentido por la justicia penal militar. Entre los militares que participaron en ese grupo, se mencionaba al mayor Alejandro Álvarez Henao, segundo comandante del Batallón Bomboná, en Puerto Berrío, y al coronel Emilio Gil Bermúdez. Al primero, se le considera uno de los fundadores de los grupos de sicarios en el Magdalena Medio y propagador de la ideología de las autodefensas. Al segundo, junto con el general Faruk Yanine, se les considera facilitadores de las masacres de miembros de la Unión Patriótica en el nordeste antioqueño (véanse Romero 2009, 412; W. Ramírez 1997).

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estaban vinculados militares en servicio, fueron las antecesoras de las Autodefensas Unidas de Colombia (auc). En términos generales, la repolitización del país iniciada por Betancur tuvo fortalezas y debilidades. Entre sus fortalezas, podríamos decir que ella permitió reconocer la necesidad de otorgar un carácter político a fenómenos que habían sido considerados fenómenos de orden público (véase Leal 1987) y que posicionó la idea de que un proceso de paz debería incluir la interlocución de todos los sectores de la sociedad (véase Sánchez 1990)16. Respecto a las debilidades, podemos decir que los acuerdos que se generaron entre la insurgencia y el gobierno resultaron imprecisos (véase Pécaut 1991), que el diálogo no venía acompañado de reformas sociales, que existía una división entre los militares por la forma como se llevaba a cabo el proceso de paz y que, para colmo de males, en 1985, tuvo lugar la toma y la retoma del Palacio de Justicia (que hizo que se rompiera la tregua con el M-19). En términos generales, ni el país ni las guerrillas fueron capaces de dimensionar la pedagogía democrática que representaba el proceso de paz. Los protagonistas del momento plantearon sus propias lecturas alrededor del fracaso de los diálogos. Para Sánchez (1990), el gobierno de Betancur no comprendió que las guerrillas jugaban a la paz para fortalecer su propia guerra. Para Restrepo (1991), este proyecto de paz naufragó porque no logró consolidar unas bases sociales y un movimiento nacional que le diera autonomía frente a las maquinarias bipartidistas. Años más tarde, uno de los ministros de Belisario Betancur, el general Landazábal, afirmó que el fracaso de los diálogos de paz se debió a la no inclusión de los militares. Desde su punto de vista, los militares eran los únicos capaces de entender histórica y sociológicamente la guerrilla. Su lectura, que correspondía a la de un militar desarrollista, suponía que entre las partes en conflicto siempre existe la posibilidad de comprensión y la voluntad de evitar la traición. Una paz civil conseguida con retórica no podría remplazar una paz militar alcanzada con desarrollo, pues, en la paz militar, lo pactado sería cumplido, mientras que, en la paz civil, siempre habría zonas difusas. En una entrevista concedida antes de ser asesinado, en mayo de 1998, al historiador Medófilo Medina, Landazábal afirmaba que la paz se firmaría cuando los dos elementos fundamentales del conflicto, los alzados en armas y quienes los combatían, fueran tenidos en cuenta en forma debida y cuando existiera una verdadera confianza entre el presidente y los mandos militares (véase Medina 2000)17. 16

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Varios intelectuales nacionales fueron interlocutores de este proceso de paz, como Estanislao Zuleta, Marco Palacios y Otto Morales Benítez. Para un análisis del tema de los intelectuales y los procesos de paz, véanse Urrego (2002) y Melo (2008). Debemos recordar que Betancur y Barco privaron a los militares de la jefatura del Ministerio de Defensa.

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Tras el fracaso del proceso de paz del gobierno Betancur, su sucesor, Virgilio Barco, abordó el problema de otra manera. Nuestra interpretación es que las medidas programáticas, pero poco eficaces en el corto plazo, de Betancur, fueron remplazadas por las medidas más eficientes en el corto plazo, pero menos programáticas, de Barco. El gobierno de Barco tomó medidas de emergencia para remediar la caótica situación que vivía el país. Entre los acontecimientos que vale la pena resaltar de este periodo de gobierno, se encuentran los siguientes: el estado de letargo de los diálogos con las farc, los enfrentamientos entre Ejército y guerrilla (pese al cese al fuego), la guerra sucia contra la up, el asesinato de Jaime Pardo Leal (principal líder de la up), el asesinato de Bernardo Jaramillo (candidato presidencial por la up), el asesinato de Carlos Pizarro (candidato presidencial por el del M-19), el asesinato de Carlos Mauro Hoyos (procurador general de la nación), el secuestro de Andrés Pastrana (futuro presidente de la república), el secuestro de Álvaro Gómez Hurtado (líder histórico del partido conservador) y la masacre de La Rochela (en la que murieron varios operadores judiciales que investigaban una masacre cometida por narcotraficantes y paramilitares). Para diferenciarse de la política de paz de Betancur, el presidente Barco reforzó el Plan Nacional de Rehabilitación, diseñado por su predecesor, con miras a desactivar las causas objetivas de la violencia. La cobertura del plan se extendió a 311 municipios, 174 más que durante la administración anterior (véase Leal 2002, 67). El Plan Nacional de Rehabilitación funcionó bajo la triada rehabilitación, normalización y reconciliación. Según esta lógica, la rehabilitación social de la insurgencia debía lograrse con inversión oficial masiva. Esta rehabilitación social generaba la normalización de la vida de los insurgentes reintegrados a la civil. Una vez afianzada esta normalidad, sería posible hablar de reconciliación nacional. En la lectura ingenieril del conflicto realizada por Barco, un Plan Nacional de Rehabilitación eficiente bastaba para erradicar la pobreza y, por ende, para desactivar la guerra. Desde esta óptica, la repolitización del conflicto (que incluía otorgar un estatus político a la guerrilla), que Betancur había intentado, no era importante. Lo importante, al contrario, era atacar el caldo de cultivo del conflicto: la pobreza. La lectura del conflicto del gobierno Barco no era novedosa. Ya había funcionado en el Frente Nacional, a través del militarismo desarrollista, a través de la Comisión Investigadora y a través de la Oficina Nacional de Rehabilitación. Esta lectura había estado presente en el gobierno de Alberto Lleras Camargo, en el arquitecto Gómez Pinzón, en el militar Ruiz Novoa y en los miembros de la Comisión Investigadora. Lo llamativo es que, en una coyuntura pos-Frente Nacional, un viejo esquema volvía a surgir, bajo un nuevo ropaje de intereses, que no eran los de la pacificación de los años sesenta, sino los de la retórica democrática de los años ochenta. 118


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La visión de Barco frente a la violencia desencadenó un debate entre los académicos18. De ello da cuenta un diálogo que sostuvieron algunos investigadores del Iepri, en 1988, consignado en la revista Análisis Político. En ese dialogo, Gonzalo Sánchez afirmó que la propuesta del gobierno, tardía y reactiva, pretendía desconocer los avances logrados con Betancur en materia de paz. El historiador llamaba la atención sobre la necesidad de recuperar un elemento central de la propuesta de paz del anterior gobierno: tener en cuenta a quienes no estaban en la guerra. Desde su punto de vista, la potencia de un proyecto de paz radicaba en pluralizar sus participantes y no limitarlo al círculo de los actores directos. El politólogo Francisco Leal Buitrago leyó la propuesta de Barco en tres sentidos. Primero, como una propuesta ingenua. En efecto, según él, Barco creyó que desactivando la pobreza se superaría la insurgencia. Sin embargo, Barco no se dio cuenta de que el problema estructural del país era la extrema concentración de la riqueza. En ese sentido, el problema de la guerra no era la pobreza, sino la desigualdad. Segundo, la propuesta de Barco como un manifiesto impotente de buenas intenciones, debido a la ausencia de recursos económicos. Tercero, la propuesta de Barco como un programa que no contempló el problema del paramilitarismo, que emergía lentamente en la escena nacional. Para Eduardo Pizarro, en cambio, la propuesta de Barco era positiva para la nación, pues permitía generar condiciones para superar el clima de anarquía social y posibilitar un acuerdo de convergencia nacional. En ese sentido, Pizarro hacía un llamado a no ser pesimistas y a generar las condiciones para construir un pacto democrático (véase Investigadores del Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales 1988). Pese al llamado optimista de Pizarro, el diálogo de intelectuales estaba plagado de escepticismo. En efecto, los intelectuales nacionales y muchos sectores sociales informados y militantes interpretaron la política de paz de Barco como un itinerario para la desmovilización de la guerrilla, pero no como un plan programático de paz. Más allá de los aciertos y desaciertos de los programas de paz de Betancur y Barco, no hay que desconocer que los dos tuvieron que afrontar problemas con la clase política nacional, con las élites y con las cúpulas militares. De un lado, Betancur obtuvo difícilmente el apoyo político para lanzar su plan de paz, pues había llegado al poder sin un partido. En medio de posiciones reaccionarias, Betancur intentó posicionar la idea de las guerrillas como actores políticos, como rebeldes con ideología, no solo como bandidos o terroristas. Aunque fracasó en su intento, su propuesta contribuyó a modificar el imaginario político frente a estas agrupaciones (véase Valencia 1996). De otro lado, Barco, aunque contaba con la maquinaria política, generó dudas sobre 18

En esta polémica, participaron Gonzalo Sánchez y Eduardo Pizarro, que hicieron parte de la Comisión de Expertos de 1987.

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sus propuestas. Barco, en medio de un país inmerso en la violencia19, ofreció una desmovilización pragmática, no una paz negociada. En retrospectiva, el gran perdedor de las fallidas estrategias de paz pos-Frente Nacional fue el país, pues no se pudo generar un pacto democrático y ciudadano, tejido alrededor de una política de paz, que permitiera trascender las limitaciones del acuerdo político de élites del Frente Nacional. El país tuvo que esperar la Constitución de 1991, para que se implementaran algunas reformas al respecto. El fracaso de los diálogos con la insurgencia reflejó, como Sánchez (2000) lo ha sugerido, que nuestra guerra ha estado acompañada de un permanente, indefinido, crónico y perverso proceso inconcluso de negociación. No es exagerado decir que el incremento paulatino de la dureza de la guerra ha sido alimentado por la fragilidad de los diálogos que se han sucedido y por la proliferación de estrategias paliativas para su solución20. De la estrategia de afrontamiento de la guerra de Betancur y Barco, heredamos un modelo de negociación problemático que amerita más discusión de la que podemos ofrecer aquí. En todo caso, podemos decir que se trataba de una paz por cuotas o, como diría Pizarro (1992), de una paz parcelada. Este modelo pretendió desactivar de manera progresiva el conflicto, a través de la integración escalonada de los grupos insurgentes a la vida civil. Sin embargo, un modelo de este tipo, que dosifica la paz, también trae como consecuencia que se programe la guerra (véase Sánchez 2000). En efecto, este modelo puede desactivar parcialmente conflictos locales, pero, al mismo tiempo, puede ocasionar que el conflicto no se termine en el largo plazo, sino que mute, que sus actores y sus lógicas se reacomoden. Eso pasó con los gobiernos de Betancur y Barco. Eso pasó con el gobierno de Pastrana. Eso pasó con el gobierno Uribe y su acuerdo con las autodefensas. Este cambio en la lógica de los actores se pudo ver con mayor claridad durante el gobierno de Pastrana. En efecto, del lado de los insurgentes, aunque Pastrana reconoció políticamente a las farc y les concedió una zona desmilitarizada, las farc aprovecharon este escenario para, precisamente, transformar sus estrategias de lucha y reacomodarse militarmente. Del lado del gobierno, el cambio de lógica fue claro. En efecto, mientras que ofrecía la paz, el gobierno también consolidó el Plan Colombia, un plan de guerra presentado, paradójicamente, como un plan para la desactivación de la guerra.

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En los cuatro años de la administración Barco, se presentaron más muertos que en los diez años de la guerra de Nicaragua. En 1990, la violencia política produjo tantos muertos como los dieciséis años de la dictadura militar en Chile, es decir, más de 24.000 (véanse Valencia Villa 1992; J. Valencia, 1996). En 1990, se firmaron acuerdos de paz con el M-19; en 1991, con el Ejército Popular de Liberación (epl), el Partido Revolucionario de los Trabajadores (prt) y el Quintín Lame; y en 1994, con la Corriente de Renovación Socialista (crs).

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A la vista de todo lo anterior, la pregunta que podemos plantearnos es si una negociación global, una que involucre a todos los grupos en contienda y a todos los sectores de la sociedad, sería más efectiva.

La impostura democrática nacional y la década de los ochenta en el continente En los años ochenta, la crisis política se profundizaba tan rápido como evolucionaban las violencias. Aunque esta profundización no se tradujo en un colapso total del orden institucional, varios analistas, entre los que me incluyo, creemos que esto revela la impostura democrática de nuestro país y la precariedad de una institucionalidad que no logró procesar el desangre por vías incluyentes en el pasado y a la que le sigue costando trabajo asumir esa tarea en el presente. Esa precariedad y esa impostura se contraponen a la visión de las élites, que encuentran siempre señales de una pretendida fortaleza institucional, aun en medio de las crisis. Esta visión las conduce a señalar como logros extraordinarios el que solo hayamos tenido un golpe militar de gran magnitud en toda la historia, el que hayamos gozado de varios arreglos constitucionales duraderos21o el que gocemos de una gran estabilidad macroeconómica en medio de las crisis mundiales22. El punto problemático es que las élites leen el pasado a través de esa visión y lo utilizan como recurso justificador del presente. Mientras que unos denunciaban la precariedad institucional y otros alababan el espíritu civilista de nuestra nación, durante esta década, la mayoría de países del continente trataron de sortear los retos de las transiciones democráticas y económicas. Una de las ideas en boga era que no bastaba con institucionalizar la democracia, es decir, restablecer los derechos humanos y las normas, sino que también debía avanzarse hacia un proceso que garantizara más democracia social y económica y que permitiera la distribución de los bienes económicos (véase O’Donnell y Schmitter 1988). Estas ideas, como lo ha mostrado Torre (1991), acompañaron a los intelectuales del momento23 y a ciertos líderes que enfrentaron la transición de regímenes autoritarios a la democracia. Un ejemplo de lo anterior, en Argentina 24, fue Raúl Alfonsín, que proclamaba, tras un periodo de represión, el catálogo de derechos y garantías para los ciudadanos 21

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La Constitución Política de 1886 duró 105 años. Esta Constitución tuvo varias reformas importantes en 1905, 1910, 1936, 1954, 1957, 1958, 1968 y1984. En los años ochenta, el país tuvo una tasa de crecimiento que duplicaba la tasa de crecimiento chilena, un grado de endeudamiento bajo y una distribución del ingreso que no empeoró tanto como en otros países. Al respecto, véanse Cavarozzi (1991) y Fanelli, Frenkel y Rozenwurcel (1990). Por ejemplo, en el caso argentino, Juan Carlos Portantiero y Carlos Santiago Nino. Aibar (2003) ha mostrado que, en el discurso de Raúl Alfonsín, especialmente en sus libros La cuestión argentina (1980), Algunas reflexiones (1981) y Ahora: mi propuesta política (1983), había múltiples significados del concepto de democracia.

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(véanse Torres 1991; Aibar 2003). En ese sentido, la idea general era que no podía haber democracia y derechos humanos sin disminuir las desigualdades. En los ochenta, la democracia era el gran relato de la época, pues se asumía que ella era la solución programática para los países que habían tenido dictaduras o para los países que tenían una democracia formal. La década, pues, estuvo signada por una ideología renovadora, alimentada por la retirada de los regímenes autoritarios y por la posibilidad de cambio dentro de democracias históricamente restringidas. Sin embargo, mucho antes de producirse las reformas sociales y económicas, los nuevos regímenes democráticos afrontaron un reto mayor para el logro de la legitimidad del orden democrático: ¿cómo sortear la crisis económica? (véanse Torre 1991; Cavarozzi 1991; Lechner 1992). Con la crisis económica, se sintieron los rigores concretos de las transiciones, pese a todo el optimismo previo. En ese sentido, como Torre (1991) lo ha dicho, los líderes políticos de entonces subestimaron el peso de este desafío. Además, se hizo evidente una especie de falta de realismo, que provocó que los escenarios propuestos para llevar a cabo la transición democrática no lograran materializarse, a causa del tratamiento que la crisis exigía (véase Torre 1991, 149). Los problemas económicos eclipsaron los relatos democráticos. Las reformas de ajuste estructural y las macropolíticas para superar las crisis fiscales y de endeudamiento terminaron ocupando la primera plana de las agendas públicas e internacionales. Esto condujo a que muchos líderes se preocuparan más por las estrategias de privatización, por el ajuste interno y por los préstamos internacionales que por la democratización interna (o, en todo caso, que disociaran lo uno de lo otro). Las repercusiones de la crisis económica también se sintieron en el lenguaje de los académicos. En efecto, muchos intelectuales afirmaron que las transiciones políticas y económicas no eran fáciles de llevar a cabo, ya que ellas exigían inversiones que, desafortunadamente, los países no podían asumir. En esa medida, para intelectuales como O’Donnell, Schmitter o Przeworski, las transiciones reales no obedecían a un formato único, podían adoptar diversas modalidades y tenían probabilidades diferentes de consolidación (véase Cavarozzi 1991). El optimismo inicial provocado por el espíritu de transición democrática impregnó el lenguaje político y académico de algunos de los miembros de la Comisión de Expertos, como Eduardo Pizarro, que incorporó las reflexiones de O’Donnell, Schmitter, Cavarozzi, Lechner, entre otros, al debate nacional. De la mano de estos intelectuales, Pizarro sugirió que, tras la democracia restringida del Frente Nacional, el escenario más factible era la apertura democrática. Pizarro, que no hablaba de transición en términos de cambio de régimen (como estos intelectuales lo hacían), pensaba que una transición democrática dentro del mismo régimen político provocaría una apertura del sistema institucional vigente (véanse Pizarro 1990). Pizarro pensaba que esta perspectiva estaba en consonancia con la apuesta del gobierno de Barco. Años más tarde, ante 122


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el desconcierto ocasionado por el fracaso de los diálogos de paz, Pizarro asumió una visión más escéptica, como sucedió con gran parte de la izquierda latinoamericana. En sus escritos, esto se refleja en el paso del concepto de democracia restringida al concepto de democracia asediada. Según Pizarro, la superación de una democracia asediada implica el fortalecimiento del Estado en un doble sentido: militarmente, para ganar la guerra, e institucionalmente, para profundizar la paz25 (no una paz con todos, sino solo con aquellos que quieran reconocerla).

El clima operativo y posoperativo Todos los miembros Comisión de Expertos crecieron en el contexto del Frente Nacional (de hecho, todos ellos fueron sus críticos). Esta comisión surgió en un escenario político y social que demandaba un diagnóstico realista y soluciones operativas para mejorar la situación del país. Gracias a ella, los académicos convocados tuvieron una nueva relación con el Estado y los estudios sobre violencia se transformaron (en especial, a partir del informe Colombia: violencia y democracia, publicado en 1987).

Antecedentes de la Comisión de Expertos Para salir del callejón sin salida de la violencia, el país, en la década de los ochenta, requería un diagnóstico claro y la formulación de políticas públicas. Betancur y Barco eran conscientes de ello. Los dos fueron partidarios de involucrar a los partidos y a los intelectuales en la búsqueda de soluciones. En efecto, Betancur y Barco reconocieron que el aporte de los intelectuales era fundamental, pues, según ellos, el país padecía de un bajo nivel de reflexividad frente a las violencias (Álvaro Guzmán Barney, comunicación personal). Según Sánchez (1998), el gobierno de Betancur, al iniciar el proceso de reconciliación política con las guerrillas, permitió que los vínculos de su administración con los intelectuales se extendieran. Una evidencia de ello es la Comisión de Paz, Diálogo y Verificación Nacional, en la que participaron varios intelectuales26. El gobierno 25

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Una democracia asediada. Balance y perspectivas del conflicto armado en Colombia, de Pizarro, no se puede reducir a la premisa que consignamos aquí. Para una visión completa de este libro, véase Giraldo (2004). Al comienzo, esta comisión fue liderada por Otto Morales Benítez, que renunció tras denunciar la existencia de enemigos de la paz agazapados por fuera y por dentro del gobierno. Tras su salida, la comisión fue coordinada por John Agudelo (véase Pizarro 2011).

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de Betancur confiaba en que los intelectuales resolvieran las dificultades de diálogo entre el Estado y las insurgencias. Sin embargo, para algunos autores, el exceso de comisiones en esta administración implicó que los procesos fueran menos operativos27. Figura 10 Titular de la época demandando un frente común para afrontar la crisis nacional

Fuente: Voz de la Democracia, 16 de julio de 1987.

Virgilio Barco, más que creer en los intelectuales, los necesitaba 28 , porque, al menos así se deduce de su lacónica visión del país, podían generar diagnósticos técnicos del estado de la nación. Barco necesitaba a los intelectuales de manera urgente, pues tenía que lidiar con un diálogo de paz casi moribundo y con indicadores de seguridad preocupantes. En ese marco, en el que muchos sectores demandaban un nuevo pacto de unidad nacional contra el crimen (véase El Tiempo, 29 de agosto de 1987), surgió la Comisión de Expertos. Esta comisión, a diferencia de la Comisión Investigadora de 1958, no fue nombrada por decreto, sino bajo la modalidad de encargo, a través del ministro de gobierno. Esta comisión fue financiada con recursos entregados por Colciencias. La Comisión de Expertos no debía generar un mapa sociogenético de la guerra, como lo hizo la Comisión Investigadora de 1958, sino producir un marco interpretativo, comprensivo 27

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La mayoría de estas comisiones, informales, sin funciones oficiales, actuaban como órganos consultivos o como mediadoras, negociadoras o verificadoras de los acuerdos de paz (véase A. Bejarano 2001). Para la crítica al exceso de comisiones y su incidencia en los procesos de paz, véase Ramírez y Restrepo (1987). En las comisiones de la administración Barco, participaron técnicos y humanistas. Entre los humanistas más reconocidos estaban Fernando Cepeda (politólogo), Álvaro Tirado Mejía (historiador) y Mario Latorre Rueda (abogado y politólogo) (véase Melo 2008).

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y útil para los nuevos tiempos. El presidente y su ministro de gobierno, Fernando Cepeda, querían un diagnóstico que no solo denunciara, sino que recomendara soluciones. En ese sentido, este gobierno exigió a los académicos un diagnóstico amplio que permitiera tres cosas. Primera, comprender la multiplicidad de las violencias presentes. Segunda, descifrar, en poco tiempo, el problema político con las guerrillas (dado que los diálogos de paz se encontraban en un punto muerto). Tercera, generar recomendaciones viables de política pública que permitieran mejorar los indicadores de seguridad. El problema de violencia era tan grave que Barco, en su afán de atender la crisis, en especial la derivada del narcoterrorismo, inició lo que se conoció como “la guerra del presidente”, que consistió en la expedición de numerosos decretos en materia de orden público29. A la crítica situación de orden público en el país, habría que añadir las enormes transformaciones culturales en el mundo, transformaciones que constituyeron una “crisis de sentido”30. De este modo, los años ochenta no solo fueron la década perdida para las economías continentales y la década de las transiciones, sino la década de las reformulaciones epistémicas. El país, el presidente y los intelectuales no pudieron escapar a ello. Por esta razón, es necesario comprender la Comisión de Expertos como parte de los cambios internos y de las mutaciones internacionales. La figura del intelectual, en Colombia, sufrió serios cambios en tres décadas. En los años sesenta, primaba la figura del intelectual funcionalista, contratado por las agencias estatales para realizar monografías regionales sobre la Violencia o sobre temas conexos. En los años setenta, primaba el intelectual combativo, marginado de la cuestión estatal, en una academia pública en ruptura con la institucionalidad y con no pocas simpatías por las izquierdas revolucionarias. En esta década, como lo señala 29

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Estos decretos estaban relacionados, en su mayoría, con el narcotráfico: penalizar el proselitismo armado con fines electorales, ampliar la incomunicación de los presos, autorizar la extradición de nacionales y extranjeros, convertir el enriquecimiento ilícito en delito, controlar las pistas de aterrizaje y las empresas de aviación, etc. Al respecto, véase Orozco (1989). Es importante anotar que esta crisis de sentido estuvo atravesada por fenómenos que desbordaron los alcances explicativos de la teoría social y transformaron el papel de los intelectuales. Pensemos, por ejemplo, en los movimientos nacionales negros y chicanos, las rebeliones indígenas, los movimientos juveniles, los procesos migratorios a gran escala de población proveniente de las antiguas colonias hacia los países colonizadores, la exacerbación de las nacionalidades y de las identidades locales, la globalización económica y cultural, el desmonte de las economías de bienestar, la eclosión de nuevas violencias y las crisis políticas internas en varios continentes. Esta conciencia de crisis es también una experiencia de transformación para una generación que terminó rebelada contra el racionalismo estructural, el determinismo marxista y el individualismo capitalista. Esta conciencia será el antecedente de la emergencia del posmodernismo. En la ciencia social, según algunos autores, esto ocasionará una crisis triple: de representación de la realidad, de legitimidad del conocimiento y de la práctica política del saber (véanse Denzin 1997; Marcus y Fisher 2000; Vera y Jaramillo 2007).

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Melo (2008), se creía que la universidad pública era la única institución del gobierno en la que se podía desarrollar una lucha cultural contra la ideología del sistema. En los ochenta, se superó este purismo ideológico y emergió la figura del intelectual crítico y dialógico que, desde las universidades públicas y privadas, deseaba establecer mediaciones con el Estado que alguna vez repudió (Álvaro Guzmán, comunicación personal). En los años ochenta, encontramos, entonces, unos intelectuales que están pasando del espíritu crítico al espíritu propositivo, del relato académico a la formulación de políticas públicas (Eduardo Pizarro, comunicación personal). Esto intelectuales, que Sánchez (1998) llamará “intelectuales para la democracia”, buscaron establecer un diálogo público productivo entre Estado y academia. En este diálogo, la academia reconoció que tenía algo que decir y aportar al Estado, y el Estado aceptó que la academia jugaba un papel importante en su construcción y en su renovación (véanse Jaramillo 2011b; 2011c). La Comisión de Expertos estuvo enmarcada por la transformación mundial de la cosmovisión del intelectual y por la mutación de la relación del Estado con la academia nacional. Barco y su ministro Fernando Cepeda lograron descifrar y aprovechar ese contexto de transformaciones. La confluencia entre el ingeniero (Barco) y el humanista (Cepeda) permitió establecer un enlace entre el mundo técnico y el mundo de las ciencias sociales31. En efecto, Cepeda tenía cierta habilidad en la construcción de redes entre el mundo académico y el Estado, gracias a su trabajo pedagógico y administrativo en la Universidad de los Andes, en la que había ejercido el cargo de decano de la Facultad de Derecho, entre 1983 y 1986. En los años ochenta, la Universidad de los Andes fue el bastión de tecnócratas del gobierno de Barco. En efecto, esta universidad remplazó a la Universidad Javeriana, que tanto peso había tenido desde el gobierno de Misael Pastrana Borrero (1970-1974), en su función de proveedora de asesores técnicos y políticos32.

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Barco estudió un pregrado en ingeniería civil en la Universidad Nacional y en el Massachusetts Institute of Technology (mit), un máster en Economía en la Universidad de Boston y un doctorado en economía en el mit. Cepeda realizó estudios de posgrado en la New School for Social Research, en New York, y fue profesor de la Universidad de los Andes durante 23 años. Entre los técnicos egresados de la Universidad de los Andes que se vincularon a la administración Barco estaban César Gaviria (economista), Guillermo Perry (ingeniero eléctrico), Miguel Merino Gordillo (arquitecto), Francisco Ortega Acosta (economista), Carlos Ossa Escobar (economista) y María Mercedes Cuéllar (economista).

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Figura 11 El presidente técnico (Virgilio Barco) y el ministro humanista (Fernando Cepeda)

Fuente: Revista Semana.

Para la convocatoria de esta comisión, según lo reconoció Álvaro Guzmán Barney (uno de los integrantes de la Comisión de Expertos), fueron decisivas la formación académica y las funciones diplomáticas en Estados Unidos que tuvieron Barco y Cepeda. En efecto, es muy probable que, en Estados Unidos, estos dos políticos hayan conocido de primera mano escenarios que permitían tejer lazos entre academia y gobierno. Vale la pena recordar que, en Estados Unidos, desde los años veinte, estos vínculos se establecieron a través de comisiones técnicas demandadas por los políticos a expertos de universidades prestigiosas. Uno de los antecedentes que permite ratificar la percepción del profesor Guzmán Barney fue The National Commision on the Causes and Prevention of Violence33. Esta comisión fue nombrada por el gobierno de Lyndon Johnson, como respuesta al clamor público por el aumento de la criminalidad, tras los asesinatos de Martin Luther King y el senador Robert Kennedy. La comisión, creada el 10 de junio de 1968, fue dirigida por Milton Eisenhower, miembro de la dinastía política Eisenhower. Inicialmente, esta comisión debía funcionar un año. Sin embargo, el presidente Nixon extendió su funcionamiento hasta diciembre de 1969. En su decreto de creación, se enfatizó que esta comisión debía investigar y hacer recomendaciones en dos aspectos: 33

También podríamos mencionar otra comisión de gran impacto, que tuvo lugar en Francia y que llevó por nombre Comité d´ études sur la violence, la criminalité et la délinquance (1977), dirigida por Alain Peyrefitte (véanse Normandeau 1979; Sánchez 2009a).

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sobre las causas y la prevención de actos ilegales de violencia (asesinato, homicidio y asalto) y sobre las causas y la prevención del irrespeto a la ley, a los funcionarios y al orden público. La comisión se subdividió en siete subcomisiones encargadas de un tema específico: asesinatos, violencia, actos individuales ilegales, ley y orden público, mass media, armas de fuego e historia de Estados Unidos34. En Colombia, en los años ochenta, la relación entre académicos y Estado también fue posible gracias a la creación de nuevos escenarios y dinámicas de estudio. En ese sentido, quisiéramos resaltar dos escenarios particularmente significativos. El primer escenario fueron los simposios nacionales e internacionales sobre la violencia en Colombia, promovidos por la Universidad Nacional, la Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia (uptc) y el Centro Jorge Eliecer Gaitán35. Estos espacios académicos acogieron a intelectuales nacionales e internacionales y a figuras del activismo, del periodismo o de las letras con cierta sensibilidad por la crisis del país. Muchos de sus protagonistas y asistentes estuvieron vinculados con investigaciones o estudios sobre los grandes temas de las ciencias sociales del país: el Estado y la política, el conflicto y las violencias nacionales, la democracia y la paz, etc. En esos simposios, se dieron cita académicos con preocupaciones compartidas y pasados ideológicos diferentes36. Según Javier Guerrero, uno de los coordinadores de esos simposios, allí emergieron algunas de las preocupaciones de la Comisión de Expertos y de muchos trabajos académicos posteriores: las violencias urbanas, la democracia como antídoto de la guerra, la transformación ideológica y militar de las guerrillas, la sociología del narcotráfico, el conflicto de las esmeraldas, la situación del paramilitarismo y la contrainsurgencia, la situación 34

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Algunos de estos datos están disponibles en http://nixon.archives.gov/forresearchers/find/textual/ central/subject/FG168.php. El i Simposio Internacional sobre la Violencia se realizó en Bogotá, del 24 al 30 de junio de 1984. Los dos simposios nacionales de que se tienen datos fueron realizados en Chiquinquirá, en 1986 y en 1990. Las memorias del segundo simposio fueron publicadas, en 1988, por la Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia. Probablemente, muchos habían militado en el Partido Comunista, en el Movimiento Obrero de Izquierda Revolucionaria (moir), en los grupos trotskistas, en organizaciones populares y en el movimiento Firmes, que unía lucha por el socialismo y democracia (véase Melo 2008). Entre las personas que participaron en estos simposios, se encuentran Eduardo Umaña y Germán Guzmán Campos, autores de La Violencia en Colombia; Otto Morales Benítez, coordinador de la comisión de 1958; Gonzalo Sánchez, Álvaro Camacho, Álvaro Guzmán, Carlos Eduardo Jaramillo, Eduardo Pizarro, Jaime Arocha y el general Andrade Anaya, que participaron en la comisión de 1987; expertos internacionales, como Malcolm Deas, David Bushnell, Pierre Gilhodes, Catherine Legrand, Charles Berquist, Herbert Braun y Daniel Pécaut; intelectuales que se mantuvieron al margen de las comisiones, pero con amplio conocimiento del tema, como Arturo Alape y Alfredo Molano; intelectuales asesinados en los años ochenta y noventa, como Darío Betancur, Hernán Henao y Jesús Antonio Bejarano; y algunos intelectuales que comenzaban a estructurar una obra importante, como María Victoria Uribe.

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precaria de los derechos humanos en el país, etc. Desde su perspectiva, de estos simposios saldrían también, aunque de forma indirecta, dos propuestas que pretendían tener alcance nacional: la creación de la Comisión de Expertos y la creación de un programa nacional de investigación sobre la violencia (Javier Guerrero, comunicación personal). Aunque estos eventos tuvieron un gran impacto en la académica, desaparecieron por falta de apoyo y por la tendencia a la criminalización de los intelectuales. El segundo escenario fue la apertura, en julio de 1986, del Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales (Iepri), adscrito a la Universidad Nacional de Colombia. Dos miembros de este instituto, Gonzalo Sánchez y Eduardo Pizarro, fueron miembros de la Comisión de Expertos. A través de la revista Análisis Político, creada en agosto de 1987, el instituto se convirtió en un enlace entre el centro y las regiones del país y en un punto de referencia para el análisis de la coyuntura nacional. Ante la desgastada Facultad de Sociología de la Universidad Nacional, que, en los años sesenta y setenta, había canalizado los esfuerzos de los intelectuales, el Iepri renovó el estudio de las ciencias sociales y formó un equipo de expertos en el análisis de la violencia. El Iepri ayudó a la publicación del informe Colombia: violencia y democracia, elaborado por la Comisión de Expertos, y a la expansión de la tesis de la multicausalidad de las violencias, que, entre 1987 y 1993, fue la base de varios estudios (véase Restrepo et al. 2008). En el seno del Iepri, se creó un espacio de debate llamado Gólgota. Según Álvaro Camacho, Gólgota fue un seminariotaller interdisciplinario e intensivo, en el que los investigadores del Iepri y otros invitados nacionales e internacionales sometían a discusión sus investigaciones y sus reflexiones teóricas. En este seminario, se discutió y corrigió el informe Colombia: violencia y democracia (Álvaro Camacho, comunicación personal)37. En síntesis, en la creación de la Comisión de Expertos confluyeron dos elementos. De una parte, la necesidad de constituir un espacio que permitiera diagnosticar y hacer recomendaciones a un gobierno incapaz de entender y resolver las violencias urbanas. De otra parte, una nueva sensibilidad cultural y política de los intelectuales en sus relaciones con el Estado.

Formación de la Comisión de Expertos A diferencia de la Comisión Investigadora, integrada por personalidades políticas y eclesiásticas, la Comisión de Expertos fue integrada, en su mayoría, por personas provenientes de la academia. Esta composición atestigua, como han sugerido algunos analistas, los cambios en el contexto y en la cultura política del país (véase Pissoat y Gouëset 2002). Aunque es llamada comúnmente la Comisión de Expertos, la verdad es que solo a ocho de sus miembros se les podría dar ese calificativo: Gonzalo Sánchez, Eduardo 37

Las instalaciones del Iepri fueron el centro operativo de la Comisión de Expertos.

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Pizarro, Carlos Eduardo Jaramillo, Darío Fajardo, Álvaro Guzmán, Álvaro Camacho, Carlos Miguel Ortiz y Jaime Arocha38. La mayoría de los miembros de la Comisión de Expertos aceptó el llamado del ministro Fernando Cepeda, porque estaban convencidos de que existían vientos de cambio y visiones modernizadoras en el gobierno (Darío Fajardo, comunicación personal). Los comisionados contaban con largas trayectorias como investigadores y docentes de las universidades públicas de las principales capitales del país. Por ejemplo, Darío Fajardo era director del Centro de Investigaciones para el Desarrollo (cid) de la Universidad Nacional y asesor técnico del Programa de Desarrollo Rural Integrado (dri) (Darío Fajardo, comunicación personal). Ninguno de los miembros de la Comisión de Expertos, a diferencia de los comisionados de 1958, ejercía un cargo político en el momento de su nombramiento. Figura 12 Los expertos de la comisión de 1987 (¿violentólogos? ¿Irenólogos? ¿Intelectuales para la democracia?)

Fuente: Semana, 12 de mayo de 1987.

Examinemos con más detenimiento las trayectorias de los miembros de la comisión. El coordinador de la comisión fue Gonzalo Sánchez. La función del coordinador consistía en canalizar la información, moderar los debates internos y ser el enlace 38

Jorge Orlando Melo, historiador, no pudo hacer parte de esta comisión, debido a problemas de salud.

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entre el grupo, los medios, el gobierno y la academia. Abogado de la Universidad Nacional y con una maestría en Historia de la Universidad de Essex, Gonzalo Sánchez era conocido gracias a su trabajo sobre la violencia en los años cincuenta, especialmente sobre el bandolerismo y las amnistías. Gonzalo Sánchez había sido director del Centro de Estudios Sociales (ces) y era miembro del Iepri. Además, era el único historiador de vocación, en un grupo en el que predominaban los sociólogos y los antropólogos. Su visión del conflicto estaba asociada a una lectura de largo plazo del país (braudeliana, si se quiere). Esta lectura fue clave para consolidar en la comisión la idea de la existencia de tendencias históricamente identificables en nuestra guerra y nuestras violencias (véase Sánchez 2003)39. Desde su perspectiva, estas regularidades explicativas (para muchos problemáticas, pero a todas luces potentes como mecanismo heurístico) dejaban su huella en nuestra memoria nacional, especialmente en la memoria de la guerra, una memoria no coyuntural, sino de largo alcance, sin la cual era imposible entender lo que somos como nación. Según Sánchez, un análisis de esta memoria implicaba el estudio de las guerras de finales del siglo xix 40 y del desangre bipartidista de los años cuarenta y cincuenta. Este análisis nos ayudaría a afrontar las décadas de los ochenta y noventa, sobre todo las masacres de la población civil41. En ese sentido, aunque la comisión debía dar cuenta de las violencias actuales, tuvo en cuenta la mirada de largo plazo aportada por Sánchez. De hecho, en la arquitectura del informe final de la comisión, subyace la tesis de un pasado de violencia que tiene nuevas manifestaciones. A la visión de largo plazo del historiador le hicieron contrapeso las lecturas del presente, propias de los sociólogos, el grupo de académicos más numeroso en esta comisión. Por supuesto, el grupo de sociólogos no era homogéneo, pues todos tenían concepciones diferentes sobre la solución de la guerra. Todos estos sociólogos creían, sin embargo, que el mejor antídoto para desactivar las violencias era la democracia. Carlos Eduardo Jaramillo había estudiado sociología en la Universidad Nacional y un doctorado en París. Jaramillo, conocido por su trabajo sobre la Guerra de los Mil Días y por un trabajo sobre el 9 de abril (véase Jaramillo 1983, 1987, [1986] 39

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Entre los trabajos clásicos de Sánchez, se encuentran Los bolcheviques del Líbano (1976), Las ligas campesinas en Colombia (1977), Bandoleros, gamonales y campesinos (1983), escrito con Donny Meertens. Varios de sus artículos más importantes se encuentran en la revista Análisis Político. Estas guerras se presentaron entre 1876 y 1877, entre 1885 y 1886, en 1895 y entre 1899 y1902. Estas guerras dan cuenta de una cultura política caracterizada por el sectarismo partidista y de la brecha creciente entre las élites políticas y las capas populares (véase Palacios 2003). Sobre las otras guerras civiles en el país (1839-1854) véase Uribe y López (2010). Sin embargo, esta tendencia histórica no conduce a Sánchez a desconocer momentos históricos de tranquilidad, como, por ejemplo, el que vivió el país desde finales de la Guerra de los Mil días hasta los años veinte.

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2009), y Gonzalo Sánchez aportaron una perspectiva analítica de largo alcance en la comprensión del conflicto. Según Jaramillo, al llegar a la comisión, tuvo que hacer un tránsito de las violencias estructurales a las violencias sociales (las del día a día). Poco tiempo después, como consejero para la paz de las administraciones Barco y Gaviria, esta visión del día a día de la violencia se vio confrontada con la violencia política de los insurgentes, que demandaba estrategias de reconciliación (Carlos Eduardo Jaramillo, comunicación personal). Álvaro Camacho Guizado y Álvaro Guzmán fueron los sociólogos que aportaron a la comisión la mirada urbana y la taxonomía de las violencias sociales, los dos elementos de mayor impacto para la opinión pública, que leyó, bajo estas claves, el informe. El primero era egresado de la Universidad Nacional y el segundo, de la Universidad Javeriana. Los dos eran profesores e investigadores del Departamento de Sociología de la Universidad del Valle y del Centro de Investigaciones Socioeconómicas (Cidse). Estos dos sociólogos se enfrentaron a las primeras manifestaciones delictivas relacionadas con el narcotráfico en Cali. En esta ciudad, entre 1980 y 1986, Camacho Guizado y Guzmán recopilaron informaciones sobre hechos de violencia, provenientes de la prensa escrita, que nutrirán, en parte, el informe de la comisión42. Los dos se formaron en la tradición sociológica norteamericana (Camacho estudió en la Universidad de Wisconsin y Guzmán, en la New School for Social Research). Esto se vio reflejado en una mirada estadística y en el recurso a las teorías sociológicas de la acción colectiva. Los otros dos sociólogos, Carlos Miguel Ortiz y Eduardo Pizarro, hicieron sus doctorados en París y sus maestrías en Ciencias Políticas en la Universidad de los Andes. Carlos Miguel Ortiz era decano en la Universidad del Quindío y Pizarro era investigador del Iepri. Sus preocupaciones giraban en torno a las relaciones de mediación entre el Estado y las violencias. Ortiz era reconocido por un trabajo monográfico sobre la relación entre el Estado y la subversión en el departamento del Quindío, uno de los más afectados durante la época de la Violencia (véase Ortiz 1985). En ese texto, Ortiz deja claro la importancia que tuvieron las estructuras locales estatales en el bloqueo o activación de las violencias y discute la tesis de Paul Oquist, que durante mucho tiempo primó en las explicaciones de la Violencia en el país, del colapso parcial del Estado. Eduardo Pizarro, hermano de Carlos Pizarro, excomandante del M-19, era conocido por haber fundado, junto con Francisco Leal Buitrago, el Iepri, 42

Entre los textos en coautoría, se encuentra el libro Colombia. Ciudad y violencia (1990). Antes de su vinculación a la comisión, Camacho era conocido por un trabajo sobre droga, corrupción y poder (1981) y Guzmán, por un trabajo sobre el enclave agrícola en la zona bananera, publicado con Fernando Botero (1977). Cuando fueron llamados a la comisión, los dos trabajaban en un proyecto relacionado con la naturaleza social de la violencia urbana.

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del que fue investigador y director durante varios años. Su trabajo se centraba en la sociología de la subversión en Colombia, la transformación del orden político en el país y la relación entre orden político y democracia. Pizarro era defensor de la tesis de la democracia restringida, según la cual la continuidad de la guerra y la eclosión de las violencias se debían al régimen político proveniente del Frente Nacional, que había bloqueado las alternativas políticas en el país. Los antropólogos, Darío Fajardo y Jaime Arocha, tenían una visión más cultural de las violencias. Darío Fajardo había estudiado una maestría en Berkeley. En el momento de su vinculación a la comisión, Fajardo era conocido por sus investigaciones sobre las luchas campesinas y los conflictos indígenas en Córdoba, Sucre y Tolima (véanse Fajardo 1979). A diferencia de los otros comisionados, los intereses de Darío Fajardo eran la economía política del conflicto y la antropología de la violencia. Jaime Arocha, doctorado en Antropología de la Universidad de Columbia, era conocido por una monografía regional sobre la violencia en el Quindío (1979) y por sus aportes en el ámbito de la investigación étnica. Arocha era profesor del Departamento de Antropología de la Universidad Nacional. Fajardo y Arocha aportaron a la comisión un énfasis en los temas agrarios y étnicos, desde una perspectiva estructuralista. En efecto, para estos dos comisionados, era urgente la defensa de las estructuras regionales. Los temas defendidos por estos dos integrantes fueron eclipsados, según lo hicieron saber ellos mismos, por los enfoques predominantes de la acción colectiva urbana. Todos estos comisionados tenían cierta simpatía por los idearios de la izquierda democrática y habían recibido la influencia del estructuralismo marxista, el materialismo cultural, las teorías de la acción social, las teorías del conflicto, los enfoques normativos de la teoría política, las teorías de la transición y las teorías procedimentalistas de la democracia. La Comisión de Expertos también estaba integrada por dos miembros no académicos. Se trataba de Luis Alberto Andrade Anaya, militar en retiro, y Santiago Peláez, ingeniero con formación psicoanalítica, rector de la Universidad de Antioquia. Luis Alberto Andrade Anaya, convocado por solicitud de Fernando Cepeda, había sido inspector general del Ejército (en 1983) e inspector general de las Fuerzas Militares (en 1984)43. Andrade Anaya era un militar desarrollista, como lo fueron Valencia Tovar y Ruiz Novoa. Según lo afirmaron varios de los miembros de la comisión, Andrade Anaya era una persona que, aunque le costaba aceptar el ejercicio de discusión (por su formación militar) (Álvaro Camacho, 43

Andrade Amaya había sido comandante de la vii Brigada, entre 1978 y 1979. Esta brigada fue cuestionada, a comienzos de los años ochenta, por el juzgado 17 de instrucción criminal de Villavicencio, por haber montado una estructura paramilitar, conocida como el mas, en 1981. En ese momento, actuaba como comandante del grupo Guías del Casanare el teniente coronel Luis Alfonso Plazas Vega, condenado recientemente por los hechos del Palacio de Justicia, y como segundo comandante, el mayor Carlos Vicente Meléndez Boada. Estos datos se encuentran disponibles en http://www. derechos.org/nizkor/colombia/libros/nm/z7/ZonaSiete00.htm

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comunicación personal), era, sin embargo, en términos políticos, proclive al diálogo y a la concertación con los grupos insurgentes. Según Carlos Miguel Ortiz, Andrade Anaya estaba a favor de que se firmara la paz, para garantizar la desmovilización. La participación de este militar se dio en un momento en el que era urgente distender las relaciones entre el gobierno y la cúpula militar (Darío Fajardo, comunicación personal). Vale la pena recordar que las relaciones entre el gobierno y el Ejército se debilitaron, a raíz de las denuncias de la Unión Patriótica sobre la participación de militares y policías en actividades de exterminio político selectivo y limpieza social (a través del temible mas). Carlos Mauro Hoyos, procurador general de la nación, decidió investigar estas denuncias, hecho que creó un clima de tensión con los militares, que se resistían a ser investigados por civiles44. Según Darío Fajardo, varios de los altos mandos militares (Landazábal, Ayerbe Chaux, etc.) creían que el reconocimiento de estos hechos implicaba una deslegitimación de las Fuerzas Armadas (Darío Fajardo, comunicación personal). En ese sentido, el nombramiento de este militar en la comisión enviaba el mensaje de escucha a las cúpulas militares. Santiago Peláez era ingeniero, pero tenía cierta formación en psicoanálisis. Su participación y sus informes siempre generaron tensión en la comisión, especialmente el informe sobre la socialización del individuo y los procesos de violencia, que aparece como anexo al informe final de la comisión. De hecho, varios miembros de la comisión hicieron consignar sus reservas sobre este texto en la edición de 1987. Este anexo desapareció en la edición del informe de 2009. Su participación y permanencia en el equipo se debió, probablemente, a la experiencia que tenía como integrante de una comisión sobre la violencia urbana en Medellín (véase Semana, 12 de mayo de 1987), uno de los epicentros de la violencia sicarial.

La artesanía investigativa de la Comisión de Expertos La Comisión Investigadora de 1958 puso especial atención al trabajo en terreno, a la generación de micropactos entre poblaciones y a la formulación de estrategias de rehabilitación. La Comisión de Expertos de 1987 no realizó este tipo de trabajo, pues, de un lado, no tenía el mandato para hacerlo y, de otro lado, no contaba con el tiempo suficiente. En ese sentido, el diagnóstico analítico y propositivo realizado por la Comisión de Expertos demandó tres actividades: primera, reciclar investigaciones previas y transformarlas en informes; segunda, solicitar memorandos y realizar entrevistas y, tercera, recolectar y organizar datos sobre la criminalidad. Como se puede ver, el informe de la comisión no incluyó voces diferentes a las de los expertos y funcionarios.

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Sobre este tema, véase la revista Semana del 12 de mayo de 1987 y Medina (2000).

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En la medida que se trataba de investigadores que habían escrito sobre la violencia, la comisión se convirtió en un espacio para recuperar, transformar y reescribir diagnósticos, análisis o marcos interpretativos realizados previamente por los investigadores. Sin embargo, todos estos trabajos tuvieron que ser debatidos dentro de la comisión. De hecho, el debate interno fue una de las características del trabajo de los comisionados, una estrategia útil para reducir el riesgo de los egos académicos. En ese sentido, aunque a esta comisión le faltó trabajo de campo, le sobraron los escenarios de discusión. Según Guzmán Barney, los miembros de la comisión formaron un grupo compacto en la confrontación y el debate, que tenía en cuenta las opiniones de los miembros con puntos de vista radicalmente diferentes, como, por ejemplo, el militar y el ingeniero. Las reuniones previas para la formación de la comisión se hicieron en Bogotá, en el Ministerio de Gobierno, a finales de 1986 (Jorge Orlando Melo, comunicación personal). Tras su formación, los comisionados trabajaron regularmente en la sede del Iepri, entre una y dos semanas, y tuvieron un seminario de síntesis en Villa de Leyva (Boyacá) (Jaime Arocha, comunicación personal). Las discusiones en torno a los documentos aportados por los miembros eran agotadoras. Tras estas discusiones, cada autor era responsable de integrar las observaciones y hacer los ajustes en los textos (Carlos Eduardo Jaramillo, comunicación personal). Aunque la articulación de cada capítulo del informe final estuvo a cargo de una o dos personas, el libro, en su totalidad, fue obra de un único autor colectivo, la Comisión de Estudios sobre la Violencia. En la edición final, el único miembro que se menciona a título individual fue el coordinador de la comisión (Álvaro Guzmán Barney, comunicación personal). Ahora bien, como muchos de los comisionados no vivían en Bogotá y como no estaban dedicados ciento por ciento a esta actividad, es probable que los miembros que trabajaban en la capital (en especial Gonzalo Sánchez y Eduardo Pizarro) fueran los encargados de armar el documento final (Darío Fajardo, comunicación personal). La solicitud de memorandos implicó la identificación de personas expertas en temas que no eran del dominio de los comisionados. Los memorandos fueron solicitados a representantes del gobierno, funcionarios públicos y expertos nacionales. En total, fueron solicitados 22 memorandos45. Algunos comisionados realizaron entrevistas y 45

De los memorandos solicitados, en la primera edición, sólo se publicaron el de Adolfo Triana (“Bases para un posible estatuto del indígena”) y el de María Himelda Ramírez (“Familia y socialización de la violencia”). Los otros memorandos solo fueron mencionados. Algunos de estos memorandos fueron solicitados a académicos, como Alejandro Reyes (sobre el problema agrario), Alberto Corchuelo (sobre el Plan Nacional de Rehabilitación) y Javier Guerrero (sobre las esmeraldas); a periodistas, como Ramón Jimeno y Ana María Cano (sobre la violencia y los medios); a investigadores, como Alfredo Molano (sobre la colonización); a intelectuales con cargos públicos, como Salomón Kalmanovitz, y a colectivos sociales, como la Casa de la Mujer (sobre la violencia intrafamiliar). Los memorandos desaparecieron en la última edición del libro.

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encuestas en la capital y en sus ciudades de origen. De este ejercicio, fueron importantes las entrevistas con militares y personalidades como Miguel Alfredo Maza Márquez, director del Departamento Administrativo de Seguridad (das), que libraba una guerra contra la alianza entre agentes estatales y carteles de la droga46. El trabajo de encuestas resultó complicado, pues, de los cientos de encuestas repartidas entre organismos oficiales y privados, directorios políticos y expresidentes, solo obtuvieron respuestas de tres entidades: del Episcopado, del Instituto Colombiano de Reforma Agraria (Incora) y del expresidente Belisario Betancur (véase Semana, 12 de mayo de 1987). Sin embargo, la Comisión de Expertos mantuvo un contacto directo con la Consejería de Paz47, que permitió conectar el mundo de los académicos con el mundo de los políticos y técnicos. Finalmente, en cuanto a la recuperación, organización e interpretación de datos estadísticos sobre violencia, el problema era que las bases de datos que se tenían eran muy precarias, en especial la base de datos de homicidios, una de las principales variables analizadas por esta comisión. Los comisionados acudieron a las cifras consignadas en la revista de la Policía Nacional de Colombia, dado que era la fuente más confiable. La comisión también hizo uso de las cifras provenientes del Instituto de Medicina Legal. Según Carlos Eduardo Jaramillo, la constatación de esta precariedad hizo que los gobiernos tomaran medidas para fortalecer este tipo de base de datos. A estas tres actividades debemos agregar la fase de discusión y escritura del informe. Según Jaime Arocha, el informe tuvo que sortear la dificultad de los estilos de escritura de sus integrantes. El texto fue escrito inicialmente en la jerga impenetrable de los académicos, utilizando un instrumental lingüístico que evidenciaba ciertas posiciones teóricas, pero que dificultaba su lectura. Por esta razón, el libro requirió una edición de parte de Juan Fernando Esguerra, uno de los mejores editores profesionales del país, que logró tornar más amable su lenguaje (Jaime Arocha, comunicación personal). El informe resultado del diagnóstico fue presentado internamente en el Iepri, por Gonzalo Sánchez y Eduardo Pizarro, el 4 de junio de 1987. La Universidad Nacional de Colombia publicó la primera edición. Según Eduardo Pizarro, el informe fue conocido por el presidente y los ministros de gobierno y del interior solo después de su impresión. A diferencia de la comisión de 1958, no hubo avances al gobierno por parte de los comisionados, ni seguimiento de la prensa escrita, ni intromisión del gobierno en ninguna de las fases de investigación. El gobierno y los comisionados

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En la actualidad, Maza Márquez enfrenta cargos por su supuesta complicidad con el cartel de Cali y su supuesta participación en el asesinato de Luis Carlos Galán. De esta entidad, hicieron parte Carlos Ossa, Rafael Pardo, Jesús Antonio Bejarano, Jorge Orlando Melo, Carlos Vicente de Roux, Alfredo Molano, Daniel García Peña, Iván Orozco y Carlos Eduardo Jaramillo (véase Melo 2008).

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acordaron que sería un informe sin reservas. Examinemos ahora qué tanto esta lectura académica logró tener eco en los gobiernos de Barco y Gaviria.

Los alcances políticos de la Comisión de Expertos en los gobiernos de Barco y Gaviria El impacto del informe de los expertos no fue inmediato, pues la recepción y el análisis de este tipo de informes requieren un cierto tiempo. Sin embargo, podemos decir que su impacto se hizo visible de manera indirecta en la Constitución de 1991 y de manera directa en la estrategia nacional contra la violencia del gobierno Gaviria (véase Sánchez 2009a). Esto quiere decir que los impactos políticos del informe estuvieron relacionados con medidas gubernamentales de coyuntura y planes de mediano plazo. Es posible que muchas de estas medidas o planes hayan sido puestos en marcha gracias a la influencia de académicos o políticos como Jesús Antonio Bejarano, Carlos Eduardo Jaramillo, Carlos Vicente de Roux, Fernando Cepeda y Rafael Pardo, que habían ocupado cargos en la Consejería de Paz, en el Plan Nacional de Rehabilitación y en algunos ministerios (Carlos Eduardo Jaramillo, comunicación personal). En este punto, vale la pena mencionar algunas medidas coyunturales que tenían una clara influencia del informe de los comisionados. La prohibición del parrillero en motocicleta48, la entrega de recompensas a quien entregara información sobre asesinatos de líderes políticos o sindicales, la regulación de las licencias para el porte de armas y la adquisición de herramientas técnicas para los juzgados dedicados a investigaciones de orden público y delitos políticos (véase El Tiempo, 29 de agosto de 1987). Algunas de estas medidas fueron reforzadas por programas especiales regionales de seguridad y convivencia49. Los comisionados propusieron la creación de un tribunal especial para investigar crímenes políticos. El gobierno de Barco, antes de que el informe fuera entregado, creó este tribunal, mediante el Decreto 750 del 25 de abril de 1987. La creación de este tribunal generó un acalorado debate en el país, pues ella se hizo bajo el amparo del cuestionado Artículo 121 de la Constitución de 1886, que permitía al gobierno expedir normas de emergencia, cuando la situación de orden público lo ameritara. La Comisión de Expertos sugirió derogar inmediatamente este artículo de la Constitución, 48

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La mayoría de los sicarios utilizaban este medio de transporte. La medida funciona hasta el día de hoy en Colombia y se ha replicado en otros países, como Guatemala y Ecuador. Por ejemplo, gracias al Programa Desarrollo, Seguridad y Paz (Desepaz), diseñado por Rodrigo Guerrero, en Cali, en 1992, se prohibió la venta de licores en expendios públicos, a partir de la una de la mañana, en días de semana, y a partir de las dos de la mañana, en vísperas de feriados, y se prohibió el porte de armas en ciertos días (por ejemplo, en los días de pago) (véase R. Guerrero 1999).

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pero esto no se llevó a cabo sino un tiempo después. De un lado, los críticos de este dispositivo vieron con preocupación que, en un contexto de apertura democrática, volvieran a recuperarse estos mecanismos excepcionales. Además, los críticos calificaron la creación de este tribunal como una medida poco programática en materia de justicia y como un mecanismo inocuo para brindar soluciones efectivas al país (véase El Tiempo, 26 de abril de 1987). De otro lado, el gobierno defendió este dispositivo diciendo que el país atravesaba una situación de conmoción social. El presidente Barco dijo que este tribunal era útil para la recuperación de la eficiencia de la justicia y el fortalecimiento de la confianza ciudadana (véase El Espectador, 29 de abril de 1987). El ministro Cepeda arguyó que, mediante esta herramienta, se podría dar satisfacción al clamor general de la opinión pública frente a la cadena de asesinatos políticos. En todo caso, este tribunal terminó sus funciones en junio de 1987, poco antes de que la Comisión de Expertos entregara sus resultados. Todos los magistrados nombrados renunciaron al cargo50. Vista de manera retrospectiva, la creación de este tribunal era necesaria, pero nunca tuvo respaldo político. Los juristas y la Corte Suprema de Justicia la consideraron una medida inconstitucional, dado que este tribunal tenía unas atribuciones que sobrepasaban las funciones de los juzgados de instrucción criminal. Los militares expresaron su reparo a ser juzgados por un tribunal de este tipo, que podría desconocer el fuero militar. Durante el gobierno Barco, el hecho de que el informe de la Comisión de Expertos no tuviera un impacto inmediato puede explicarse por dos razones. Primera, por una falta de voluntad política y, segunda, por el contexto. En cuanto a la falta de voluntad política, es claro que el informe fue, en palabras de Darío Fajardo, rápidamente domesticado y engavetado (Darío Fajardo, comunicación personal). En ese sentido, como lo sugirió uno de los excomisionados, hubo más diagnóstico que cambios reales (Carlos Eduardo Jaramillo, comunicación personal), en el marco de una administración a la que se consideraba, en algunos aspectos, más modernizadora que otras. Para Jaime Arocha, el gobierno de Barco fue timorato al momento de materializar las recomendaciones de la comisión. Así, por ejemplo, Arocha resalta que esta administración no planteó soluciones para la violencia contra minorías étnicas, ignoró las fricciones (en ciertos territorios) entre indígenas, colonos y afrodescendientes y no eliminó el concepto de tierras baldías (véase Arocha 1989). En cuanto al contexto, es necesario tener presente que la crisis nacional se agravó a partir de 1987, fecha de la publicación del informe. La guerra del presidente y la guerra del crimen organizado eclipsaron los diagnósticos hechos por la comisión. De 50

Las personas nombradas y que renunciaron fueron Carlos Lemos Simmons, John Agudelo Ríos, Eduardo Umaña Luna, Rafael Nieto Navia, Gerardo Molina y Luis Carlos Giraldo Marín (véase El Espectador, 7 de mayo de 1987; El Tiempo, 17 de junio de 1987).

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hecho, en una entrevista concedida a Andrea Arboleda, Carlos Miguel Ortiz afirmó que ninguno de los comisionados previó que los indicadores de violencia llegarían al tope hacia finales de los años ochenta. Esto indica que los comisionados trabajaron con el supuesto de que la cultura democrática eliminaría el caldo de cultivo de las violencias. Sin embargo, durante los años ochenta, hubo un aumento vertiginoso de las tasas de homicidio, sobre todo entre 1987 y 1992, como lo demuestra el gráfico 1. Gráfico 1 Tasa de homicidios en Colombia por cada cien mil habitantes entre 1964 y 2008 85 75 65 55 45

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Fuente: Bonilla (2009); Valencia y Cuartas (2009).

Resulta paradójico constatar que una crisis mayor se estaba cocinando en el país (la crisis del narcoterrorismo), mientras que los comisionados razonaban sobre la posibilidad de la desactivación de las violencias (Eduardo Pizarro, comunicación personal). El informe adquirió un mayor protagonismo a lo largo de la década de los noventa. Según Darío Fajardo, esta experiencia sirvió para otras comisiones, como la de 1991. En efecto, entre las dos comisiones se establecieron líneas de continuidad, sobre todo en lo relacionado con la tesis de la diversidad de las violencias y el papel protagónico de la sociedad civil (véase Sánchez 2009a, 14). Para Álvaro Guzmán y Jaime Arocha, la influencia de la comisión y del informe se sintió en el posicionamiento de temas que fueron discutidos en la Constitución de 1991. Por ejemplo, la reforma política para producir un nuevo pacto social, la apertura de la democracia (bloqueada desde el Frente Nacional) a sectores históricamente excluidos o una legislación étnica más amplia, que tuviera en cuenta los mecanismos de superación de la exclusión social, racial y territorial de los pueblos afrocolombianos. 139


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La influencia del informe de los comisionados es perceptible en la estrategia nacional contra la violencia del gobierno de Gaviria. En efecto, el ministro de defensa Rafael Pardo utilizó este informe para dar contenido a una estrategia que buscaba redefinir el tratamiento del crimen como tema de seguridad ciudadana. En el documento que describe esta estrategia, encontramos una caracterización similar a la que hicieron los comisionados en 1987, es decir, el reconocimiento de múltiples formas de violencia en el país, que se expresaban con diversas lógicas e intensidades51. Para la desactivación de la violencia, la estrategia incorporó elementos como la defensa de los derechos humanos, la lucha contra la corrupción, la articulación de las instituciones de justicia y la participación activa de los ciudadanos. Todos estos temas estaban presentes en las recomendaciones hechas por el informe de la Comisión de Expertos. En ese sentido, si la comisión de 1958 había inaugurado la tendencia de los planes de rehabilitación y pacificación, la comisión de 1987 inauguró la tendencia de los planes de seguridad, convivencia y cultura democrática. Ahora bien, como lo han señalado Camacho (1994) y Rivas (2005), la introducción de estos temas en la estrategia se dio más en el plano discursivo que en el práctico. En ese sentido, la estrategia de seguridad de Gaviria, aunque loable, quedó a medio camino entre una seguridad para el Estado y una seguridad para el ciudadano de a pie (véase Camacho 1994). En un contexto de violencia multiforme como los años noventa, el gobierno de Gaviria privilegió la seguridad del Estado antes que cualquier otra cosa, pues el Estado tenía que cumplir con la función de brindar protección a los ciudadanos. El informe de la comisión de 1987 no se utilizó para alcanzar la paz negociada, sino para fortalecer la seguridad nacional (Álvaro Camacho, comunicación personal), es decir, no tanto en función de la negociación con las guerrillas, sino para mejorar la capacidad operativa y de respuesta militar del gobierno ante los grupos armados (véase Leal 2002)52. Esto evidencia, en el fondo, el privilegio de la solución armada antes que la salida política a la guerra.

Las lecturas de la prensa y de los comisionados y la reacción de la academia El periodismo crítico reaccionó a favor del trabajo de los comisionados. Sin embargo, en términos generales, la reacción positiva no fue unánime. Grosso modo, el trabajo de esta comisión fue visto, en palabras de Alfredo Vásquez Carrizosa, como una afortunada radiografía de un país en guerra civil no declarada. 51

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En ese texto, se habla de violencia política, social, sociocultural, difusa, organizada, etc. (véase Presidencia de la República de Colombia 1991). El gobierno Gaviria elaboró la estrategia al mismo tiempo que el plan quinquenal para la fuerza pública, que postulaba una línea de mano dura contra la insurgencia (véase Camacho 1994).

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Esta visión, sin embargo, tiene matices. Algunos consideraron que se trató de una radiografía objetiva, porque provino de un esfuerzo desapasionado y democrático de los investigadores. Hernando Valencia Villa, investigador del Iepri, en un artículo publicado en el periódico El Tiempo, el 26 de julio de 1987, calificó el trabajo de la comisión como un ejemplo de objetividad, en contraste con la pasión que caracteriza a los colombianos, y como un esfuerzo universitario por pensar los problemas de nuestra sociedad. Otros analistas, en cambio, pensaron que esa radiografía tenía valor solo en la medida en que proponía soluciones al flagelo de la violencia (véase El Espectador, 22 de julio de 1987). Los comisionados, en boca de Gonzalo Sánchez, al realizar un balance de su trabajo, consideraron que su valor radicaba en que habían mostrado que las múltiples violencias se estaban retroalimentando y superponiendo, al punto de una anarquía generalizada de la vida social y política del país (véase Semana, 30 de mayo de 1988). En la prensa internacional, el periodista Marcel Niedergand, por ejemplo, destacó del informe el papel de las organizaciones paramilitares y de los escuadrones de la muerte, que ejercían el crimen organizado en las principales ciudades (véase El Tiempo, 10 de agosto de 1987). En la escena académica nacional, la comisión cobró cierta notoriedad, pues su informe Colombia: violencia y democracia se convirtió en un manual de lectura y consulta en las carreras de Sociología y Antropología del país (Jaime Arocha, comunicación personal). En una entrevista concedida a Adriana Arboleda, Carlos Miguel Ortiz afirmó que era posible que este trabajo hubiera sido leído en la Escuela Superior de Guerra, dado que un exmilitar había participado en la comisión. Para Álvaro Guzmán, este trabajo terminó convertido en un marco interpretativo para la intelectualidad dominante, pues planteó una visión amplia de la violencia. Este trabajo, según Guzmán, catalizó procesos y dio voz a muchas personas que estaban pensando de manera distinta el tema de la democracia y de la violencia (Álvaro Guzmán, comunicación personal). Algunos analistas consideraron que la comisión produjo una radiografía inútil y costosa, porque, al final, mostraba lo que ya todos sabían. Jesús Antonio Bejarano, consejero de paz y conocedor de los procesos internacionales de diálogos de paz53, consideró que el informe de la comisión agotaba la utilidad del diagnóstico, tan pronto se entraba en el terreno de las propuestas de solución (véase Bejarano 1995). Desde el punto de vista de Bejarano, era necesario transitar de las radiografías “violentológicas” a las apuestas “irenológicas”. Según él, los comisionados no lograron entender las relaciones entre el conflicto político y las violencias intencionales. A partir de 1987, esta comisión fue conocida como la “comisión de violentólogos”, etiqueta desafortunada y simplificadora. En efecto, según Álvaro Guzmán Barney, 53

Sobre el pensamiento de Bejarano, véase Ossa (1999).

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aunque la comisión buscó describir las violencias, la apuesta de fondo era desactivarlas de manera democrática. El mayor compromiso de esta comisión era la paz, no las violencias. La etiqueta de “violentólogos”, un “neologismo impresionista” (véase Segura y Camacho 1999), respondía a la forma como los expertos eran codificados rápidamente por los medios de comunicación. Este término surgió, al parecer, de la pluma de una periodista de la revista Semana, Myriam Bautista, para condensar lo hecho por estos académicos (Jaime Arocha, comunicación personal). Según lo advirtieron algunos analistas franceses, el término “violentólogos” era más didáctico y sonoro que el término clásico de “polemología”, creado por Gastón Bouthoul, en 1946, y con el cual se definía el estudio científico de la guerra como fenómeno social (véase Pissoat y Gouëset 2002). Con el uso corriente de esta etiqueta, se creó, en la opinión pública, la idea de una logia de especialistas en materia de violencia, idea derivada, según los comisionados, de una lectura amañada de su trabajo. Esta lectura fue perjudicial, pues toda persona que pensara sobre la violencia y sus causas era calificada de “violentóloga”, en un sentido peyorativo54. Una vez terminado el trabajo de la comisión, las trayectorias académicas de quienes participaron en ella no fueron las mismas. Sus trayectorias académicas sumadas a esta experiencia investigativa permitieron que varios comisionados ejercieran cargos gubernamentales. Por ejemplo, Carlos Eduardo Jaramillo trabajó en la Consejería de Paz, Álvaro Camacho trabajó como asesor en temas de seguridad en la primera alcaldía de Antanas Mockus en Bogotá y como miembro del Grupo de Memoria Histórica, Álvaro Guzmán trabajó como asesor en temas de violencia y seguridad en Cali55, Eduardo Pizarro trabajó en la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación y Gonzalo Sánchez trabajó en la coordinación del Grupo de Memoria Histórica.

Las tramas narrativas Las tramas narrativas derivadas del trabajo de la Comisión de Expertos no se pueden entender por fuera de los tres ejes que estructuraron su trabajo: cultura de la violencia, cultura de la democracia y nuevo pacto social. Estas piezas que hacen parte 54

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Véase el artículo “Los violentólogos”, publicado en Semana, el 15 de septiembre de 2007. Para una visión crítica sobre este artículo, véase W. Ramírez (2008). Álvaro Guzmán trabajó en el programa Desepaz y en el Centro de Investigación, Salud y Violencia (que luego se llamará Instituto de Investigaciones y Desarrollo en Prevención de Violencia y Promoción de la Convivencia Social).

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de la gran “narratopedia violentológica” han sido objeto de valoraciones positivas y negativas. Desde nuestra óptica, estos tres ejes permiten entender cómo los comisionados representaron el pasado, el presente y el futuro de un país con múltiples violencias.

La polémica tesis de la cultura de la violencia La macrovisión del pasado de la violencia de la Comisión de Expertos está contenida en la tesis de la cultura de la violencia. Esta tesis sostiene que los colombianos han estado inmersos, como nación, en unas espirales de violencia ascendentes de generación en generación (véase Comisión de Estudios sobre la Violencia 2009, 27). Esta tesis no puede desconectarse de la tesis de la cultura de la paz y de la tesis de los nuevos pactos políticos. De un lado, la tesis de la cultura de la paz sostiene que la lógica de la violencia no es inexorable y que, por tanto, es procesable en el presente (véase Comisión de Estudios sobre la Violencia 2009, 31). De otro lado, la tesis de los nuevos pactos sociales sostiene que es posible, en un futuro, romper las cadenas de la cultura de la guerra. Bajo esta triple óptica, la violencia acompaña desde hace mucho tiempo la nación (tesis de la cultura de la violencia). Sin embargo, esto no es eterno, ya que la cadena histórica de la violencia puede ser rota en el presente (tesis de la cultura de la paz). Una vez rota esta cadena, el futuro puede estar libre de violencia (tesis de los nuevos pactos sociales). Con la tesis de la cultura de la violencia, el informe de los comisionados recogió la idea, presente en el libro La Violencia en Colombia, de que la violencia es un dispositivo que se encuentra en la historia nacional. Este dispositivo es reforzado por la reproducción de sus secuelas en la familia, la escuela y los medios de comunicación, como agentes centrales del proceso de socialización (véase Comisión de Estudios sobre la Violencia 1987)56. Analicemos esta tesis. Para el economista Fernando Gaitán, crítico del informe de la comisión, la tesis de la cultura de la violencia plantea la idea de un presente producto inevitable del ayer transmitido a través de la cultura (véase Gaitán 2001). Gaitán enfila baterías contra el historiador Gonzalo Sánchez, que, según él, introdujo esta tesis en el informe de la comisión. Para justificar su crítica, Gaitán se basa en la idea de Sánchez según la cual las espirales de violencia pueden ser rastreadas desde las guerras civiles del siglo xix. Según Gaitán, Sánchez concluye de manera arbitraria que la guerra en el país es endémica y permanente y que las causas objetivas son las más decisivas. Empleando series históricas, variables económicas y criminales, Fernando Gaitán muestra que la violencia en el país, al contrario de lo que piensa Sánchez, no es el producto de 56

Esta idea aparece en el prólogo a la primera edición del informe de la comisión. Este prólogo fue reemplazado, en la edición del 2009, por otro que realza el papel de los intelectuales y la relación entre las comisiones de 1987 y la de 1991, liderada por el sociólogo Alejandro Reyes.

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un proceso acumulativo y que la criminalidad no es lineal. La criminalidad, según Gaitán, aumenta o disminuye de acuerdo con los niveles de impunidad57. Ahora bien, aunque en el argumento de Gaitán haya mucho de verdad y aunque sea compartido por historiadores y sociólogos, no hay que olvidar que su posición de economista se contrapone a la visión politológica e histórica del informe de la comisión. La visión económica está ausente del informe porque, simplemente, los economistas no fueron tenidos en cuenta. Esto explica, en cierta medida, las críticas de los economistas al informe, en especial en los años noventa, a partir de las investigaciones del Departamento Nacional de Planeación y del grupo Paz Pública de la Universidad de los Andes. Estas críticas también obedecieron a una querella académica sobre la definición de la violencia, dentro de cánones científicos. En efecto, si acudimos a Pierre Bourdieu, en el campo académico, se encuentran diferentes definiciones de un objeto de estudio que buscan ser legitimadas. Esto afecta la forma como se concibió el origen de la violencia en el país. Así, mientras que en 1958 la Comisión Investigadora no había establecido un origen de la Violencia en términos de responsabilidades individuales o colectivas (entre otras cosas, gracias a la ideología de concordia defendida por el Frente Nacional), en 1987 el origen de la violencia devino un problema académico en términos de definición del objeto de estudio. Esto quiere decir que no estábamos frente a un problema de manufacturación política del pasado, sino frente a un debate de expertos sobre cómo definir y explicar el pasado reciente. Para Renán Silva (2007), el problema de la noción de cultura de la violencia fue que se sedimentó en los círculos académicos y difundió la idea de que estamos frente a la presencia de algo fatídico e irremediable que condenaba a los colombianos a estar presos de cadenas atávicas. Según Pécaut (2003e), la tesis de la cultura de la violencia condujo a que la explicación de la violencia se volviera tautológica, inocua y “naturalizante” y alimentó el mito de los colombianos como seres violentos por naturaleza. En las entrevistas realizadas, los comisionados afirmaron que el informe no fue interpretado correctamente. Según Álvaro Guzmán, con el concepto de la cultura de la violencia se quiso subrayar el papel que tenían la esfera de los valores y las representaciones culturales en la comprensión de las violencias. Esto, sin embargo, según Guzmán, no implica aceptar que estas esferas y representaciones sean elementos estructurales atávicos, sino más bien elementos explicativos decisivos para ampliar el mapa de comprensión de las violencias. Según Carlos Eduardo Jaramillo, con este concepto se quiso mostrar que existían factores dentro del comportamiento cotidiano de las comunidades que explicaban los umbrales altos o bajos de violencia. No obstante, según Jaramillo, nunca se quiso hacer referencia a un determinismo cultural. Para 57

Peñaranda (2009) analiza la conexión del trabajo de Gaitán con la visión tecnocrática del gobierno de César Gaviria.

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Carlos Miguel Ortiz, en la inclusión de la tesis de la cultura de la violencia influyó la visión de los antropólogos, que interpretaron lo cultural como una dimensión explicativa de la acción y de las prácticas humanas. Según Ortiz, los antropólogos respondieron al excesivo énfasis en la acción de los sociólogos. Para Camacho Guizado, por cultura debía entenderse lo construido socialmente, no una especie de sujeto transcendental capaz de producir sus propios efectos e independiente de las lógicas políticas o económicas. En ese sentido, desde su óptica, fue crucial que el informe considerara que la violencia expresa las múltiples condiciones históricas y particulares de las relaciones sociales y que ella no está por encima de estas. De acuerdo con lo anterior, los comisionados nunca quisieron decir que la lógica de la violencia fuera inexorable, ni que existiera una naturaleza violenta del colombiano, ni que el destino nacional estuviera signado por un determinismo cultural. Su visión del pasado, contenida en esa expresión, permitía reconocer tendencias y regularidades explicativas. En ese sentido, las violencias del presente evocaban rasgos del pasado y respondían a coyunturas que no se inferían de ningún curso inexorable de nuestra historia. Más aún, a diferencia del atavismo cultural contenido en las lecturas de Germán Guzmán Campos en La Violencia en Colombia, estos comisionados defendieron la idea de que no existe tal atavismo. Mientras que, en La Violencia en Colombia (1962), se infería un pasado que marcaba el alma nacional, un pasado que condenaba y del que era posible redimirse con altas cuotas de perdón cristiano y rehabilitación ingenieril, en Colombia: violencia y democracia (1987), el pasado fue concebido como algo dinámico, procesual, que no condenaba y del que era posible liberarse a través de la democracia.

Un diagnóstico del presente a través de la lógica de la cultura de la paz A través del segundo eje de trabajo (la cultura democrática), los comisionados mostraron que la violencia no era el signo de un destino fatal producto de un pasado condenatorio. Al contrario, los comisionados apostaron por una pedagogía de la democracia para transformar el presente. En ese sentido, el informe de los comisionados no fue solo un diagnóstico de violencias pasadas, sino una radiografía que propuso el ejercicio de una cultura de la paz como dispositivo desactivador de una violencia que había colonizado todos los espacios de una nación en guerra permanente. La apuesta por la cultura de la paz y la democracia hizo parte de una época en la que estaba de moda discutir sobre la ciudadanía y sobre la sociedad civil. Esta moda capturó la atención de los intelectuales nacionales y produjo un giro teórico en muchos de ellos, que pasaron de esquemas conceptuales clásicos (los aparatos de dominación, la lucha de clases, las teorías marxistas, etc.) a esquemas más esnobs (como los procesos de concertación democrática, los movimientos sociales y las teorías de la democracia). Estos nuevos 145


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marcos conceptuales se nutrieron de la literatura de la transición de O’Donnell, Schmitter y Portantiero, de la teoría de la acción comunicativa de Habermas, de la teoría del retorno del sujeto de Touraine, de los teóricos de la sociedad civil (como Cohen, Arato, Dagnino y Olvera) y de los teóricos de los nuevos movimientos sociales (como Melucci). A diferencia del trabajo de la Comisión Investigadora de 1958, cuyo objetivo era la pacificación del territorio nacional y la rehabilitación de los afectados, el objetivo de la Comisión de Expertos fue buscar mecanismos para sustituir la cultura de la violencia por la cultura de la paz. Pacificación y paz corresponden, entonces, a dos relatos de época con distintas pretensiones de procesamiento y trámite de la guerra. De un lado, pacificación se conjugaba con desarrollismo y modernización. De otro lado, paz se conjugaba con sociedad civil y democracia. Ahora bien, esta concepción del papel de la Comisión de Expertos, aunque loable, produjo que ella no cuestionara en profundidad su presente. La Comisión de Expertos fue, si se quiere, políticamente correcta y sistemáticamente funcional con respecto a su contexto. De hecho, el informe de esta comisión no generó tanto escozor como lo hizo, por ejemplo, La Violencia en Colombia. En efecto, La Violencia en Colombia, por su carácter testimonial y de denuncia, reveló el agrietamiento estructural del país, puso en evidencia el papel de las élites en el desangre (aunque no asignó responsabilidades individuales) y propuso una labor de reingeniería del país, para desactivar la Violencia. El informe Colombia: violencia y democracia, en cambio, presentó la radiografía analítica de las violencias de la calle y postuló la cultura democrática como valor político y cultural para desactivarlas. Sin embargo, esta cultura democrática propuesta por la Comisión de Expertos era mucho más frágil que la pacificación y la rehabilitación propuestas por la Comisión Investigadora, pues sus correlatos directos (civismo, paz dialogada, convivencia y pacto social) eran etéreos. En efecto, este tipo de conceptos eran bien vistos en el discurso académico, pero eran difíciles de hacer operativos en el mundo real. Así, la apuesta de los comisionados estaba sustentada en la creencia de que las nuevas violencias lograrían desactivarse mejorando la calidad de vida de las personas. La visión del presente a través de la cultura democrática como desactivadora de las violencias reflejó la imagen que los comisionados tuvieron de su presente, un presente en el que se creía que la democracia era “el mejor antídoto contra la violencia” (Comisión de Estudios sobre la Violencia 2009, 31)58. Veamos algunos ejemplos. Estanislao Zuleta, el intelectual de la época, parecía encantado (y ayudaría a encantar a muchos) con la idea de neutralizar democráticamente la violencia, sin eliminar el conflicto del vínculo social (véase Zuleta 1991). La Comisión de Superación de la Violencia, creada en 1991, tuvo como consigna central pacificar la paz. Los programas de formación para 58

En un trabajo del Iepri, sin embargo, se cuestiona esta dicotomía clásica entre violencia y democracia. Véase Gutiérrez, Wills y Sánchez (2006).

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la paz, para la convivencia y para la ciudadanía (al estilo Antanas Mockus) imputaban la violencia a una carencia de educación democrática (véase Pécaut 2003e). En suma, si La Violencia en Colombia postulaba que las cadenas de la violencia se rompían con terapéutica e ingeniería social, Colombia: violencia y democracia postulaba que las espirales de violencia se destruían con cultura cívica y fortalecimiento de la sociedad civil.

Un futuro posible a través de un nuevo pacto social de nación Colombia: violencia y democracia no solo hablaba de la ampliación del espacio democrático y del fortalecimiento de la sociedad civil en el presente. Este informe también planteaba una medicina mucho más potente contra la violencia: un nuevo pacto social de nación, un pacto democrático y pluralista. En ese nuevo pacto, recaía la responsabilidad de la superación definitiva de la cultura de la violencia y de la democracia restringida derivada del Frente Nacional. Este pacto implicaba un tratamiento integral y político al conflicto armado y una desactivación de las violencias, a través de la aplicación real de instrumentos democráticos. A diferencia del Frente Nacional, fruto de un pacto hecho por las élites, este nuevo pacto debía ser hecho con la participación de la ciudadanía. En la óptica de los comisionados, los protagonistas de este acuerdo eran los ciudadanos comunes, que sufrían los impactos y afrontaban los costos económicos, morales y sociales de la violencia. En ese sentido, contrario a lo planteado por la Comisión Investigadora, los protagonistas ya no eran los victimarios y las zonas afectadas. Ahora bien, este nuevo pacto, imaginado por expertos, entre objetivismo científico e imaginación política, entre higiene académica y esperanza democrática, tenía ciertos costos. En efecto, en la medida en que este pacto debía der construido por la sociedad civil, para eliminar las violencias, estas violencias eran, en el fondo, responsabilidad de toda la sociedad civil. Como en el Frente Nacional, estábamos frente a la diseminación de las responsabilidades, esta vez bajo el ropaje de narrativas democráticas (y no de retóricas de pacificación, como en 1958). Desde esta perspectiva, con la democracia se podrían desactivar las violencias, pero, para ello, era necesaria la repartición de las responsabilidades.

El informe Colombia: violencia y democracia El informe Colombia: violencia y democracia se convirtió en una obra de referencia para todo aquel que quisiera conocer las violencias contemporáneas en Colombia. Sin embargo, este informe, como veremos a continuación, generó una gran polémica nacional. 147


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La descripción de las violencias y las recomendaciones para su superación La primera edición de Colombia: violencia y democracia, realizada por la Universidad Nacional, salió a la luz en julio de 1987, con un tiraje de 1.000 ejemplares. La Universidad Nacional reeditó el libro en 1988, 1989 y 1995. Su última edición, que data de 2009, fue realizada por la editorial La Carreta. Figura 13 Portada de la edición de 2009 de Colombia: violencia y democracia

Fuente: La Carreta editores.

Si se comparan estas cinco ediciones con las diez ediciones de La Violencia en Colombia, podríamos decir que Colombia: violencia y democracia tuvo menos acogida59. Sin embargo, no fue así. Tras su publicación, el libro se convirtió en el primer gran diagnóstico de las violencias contemporáneas en Colombia. El objetivo del libro era mostrar las variaciones y tendencias de las manifestaciones de la violencia y sus aspectos sociales, culturales, económicos y políticos. El trabajo de descripción de los comisionados los condujo a esquematizar lo que 59

No tenemos en cuenta las ediciones ilegales de los textos o las ediciones en otros idiomas. Según nos comentó un excomisionado, en Francia se publicó una edición no autorizada, que circuló entre exiliados, intelectuales y periodistas.

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pasaba en el país bajo seis grandes modalidades de violencia: la política, la urbana, la organizada, contra las minorías étnicas, contra los medios de comunicación y la familiar. Los comisionados formularon recomendaciones (de largo, mediano y corto plazo) para cada una de ellas. Realicemos un breve recorrido por estas modalidades de violencia. 1. Violencia política: a diferencia de la Comisión de Expertos y de La Violencia en Colombia, este informe reveló que esta violencia no se focalizaba en los partidos políticos. Según este informe, la violencia política era equiparable a la violencia insurreccional de las guerrillas, cuyas demandas podían ser negociables. De acuerdo con los comisionados, el ideario de lucha guerrillera había sufrido transformaciones: las guerrillas habían pasado de buscar el poder (ideal propio de los años sesenta y setenta) a buscar la destrucción o sustitución del poder (véase Comisión de Estudios sobre la Violencia 2009, 38). Dado que estas agrupaciones habían aumentado su potencial bélico, habían extendido su ideología y contaban con bases no solo rurales, sino urbanas, ellas requerían un nuevo tratamiento. Para los comisionados, no se trataba de una simple estrategia de amnistía o de persecución estatal, sino de un proceso de transformación del sistema político, que garantizara la inclusión de los insurgentes dentro de un nuevo pacto democrático (véase Comisión de Estudios sobre la Violencia 2009, 52). En este sentido, para los comisionados, era claro que este pacto no solo era político, sino social. Este pacto permitiría ampliar las bases del diálogo con las guerrillas y definir los marcos de un acuerdo nacional mínimo entre distintos sectores (Iglesia, sindicatos, personalidades de la ciencia y la cultura, dirigentes políticos y medios de comunicación). Para llevarlo a cabo, el país debía operar una serie de reformas, algunas más urgentes que otras: supresión del Artículo 121 de la Constitución de 1886 (que permitía la declaratoria del estado de sitio), eliminación del Artículo 28 de la Constitución (que favorecía la captura de los ciudadanos solo por la sospecha de atentar contra el orden público), supresión de las normas orientadas a la monopolización del poder en manos de liberales y conservadores heredadas del Frente Nacional, expedición de normas para que el Estado financiara las actividades de los partidos y garantizara la igualdad de condiciones, establecimiento de una rama electoral independiente del Gobierno y reglamentación de la consulta popular para la elección de alcaldes (véase Comisión de Estudios sobre la Violencia 2009, 54-56). 2. Violencias urbanas: el informe consideró que estas violencias eran más sociales que políticas. Con ello, la comisión estableció un punto de inflexión radical respecto a la visión de la comisión de 1958. En efecto, para la Comisión de 149


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Expertos, el país había entrado en la lógica de la urbanización, razón por la cual las violencias se habían tomado las ciudades60. El origen de estas violencias era difuso y sus formas dependían más del nivel de vida de las personas que de idearios políticos. Se trataba de violencias innegociables, es decir, que no ameritaban un tratamiento político, aunque sí era posible actuar sobre las causas que las producían. En ellas, se incluían los delitos contra la vida y la integridad personal (relacionados, por ejemplo, con el porte de armas o el consumo de alcohol). Las ciudades más sensibles a este tipo de delitos eran Medellín y Cali (véase Comisión de Estudios sobre la Violencia 2009, 59-62). A esta violencia homicida se sumaba la violencia económica. Esta violencia era de doble vía: ella podía provenir de los más pobres (que buscaban conseguir riqueza), pero también de los ricos (que buscaban proteger u obtener más riqueza) (véase Comisión de Estudios sobre la Violencia 2009, 67). Esta tesis implicaba que la violencia operaba en un plano bidireccional, de dominados a dominantes y de dominantes a dominados. Según el informe, una de las modalidades de materialización de la violencia económica eran los hurtos calificados y agravados, las extorsiones, los atracos y las invasiones de tierras, atribuibles todos ellos a la población de escasos recursos. Otra modalidad, asociada a los sectores de ingresos económicos medios, eran las estafas, los abusos de confianzas y los delitos de cuello blanco, que afectaban el patrimonio de los particulares y del Estado. El informe también se ocupó del crimen organizado. Sobre este tema, los comisionados subrayaron las bandas especializadas en la eliminación de representantes del Estado y figuras políticas (sicarios), especialmente de la oposición, y en la denominada “limpieza social” (véase Comisión de Estudios sobre la Violencia 2009, 66-67). Dado que todas estas violencias afectaban la calidad de vida de las personas que habitaban las ciudades, una de las recomendaciones de mediano plazo fue la de incentivar la participación ciudadana en las decisiones colectivas. Como medidas de corto plazo, los comisionados recomendaron la prohibición del porte de armas a los civiles, el abandono de la producción de licores por parte del Estado y la aceleración de los procesos de reforma urbana. Estas tres medidas condujeron a la creación de observatorios locales. 3. Violencia organizada: los comisionados mostraron cómo operaban los grupos criminales especializados. Estos grupos explotaban recursos naturales, especialmente esmeraldas, en el occidente de Boyacá, o producían coca en amplias zonas 60

No obstante, Pécaut muestra que, en los años cuarenta y cincuenta, existían conflictos urbanos (véase Pécaut 1987).

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del país. Los comisionados describieron cómo en estas zonas se consolidaron grupos de sicarios, escuadrones de la muerte (especialmente el mas), grupos de autodefensa (antecedentes de los paramilitares) y un mercado de armas. El informe señaló que estos grupos se utilizaban para proteger propiedades, negocios o un orden social existente61. El informe subrayó que el narcotráfico era un tema central para comprender la violencia y las condiciones de vida de los colombianos (véase Comisión de Estudios sobre la Violencia 2009, 84). Los comisionados propusieron al Estado soluciones programáticas de mediano y largo alcance. Por ejemplo, en materia de narcotráfico, propusieron la eliminación de las condiciones que hacían atractiva esta actividad, la puesta en marcha de programas de sustitución de cultivos que respetaran a quienes cultivaban y consumían coca como parte de una cultura ancestral y el fortalecimiento de los aparatos de justicia. Como parte de la lucha contra los escuadrones de muerte, se demandó la creación de un tribunal especial para investigar delitos políticos (que debía investigar a los miembros de las Fuerzas Armadas) y la derogación de los artículos de la ley62que permitían la organización de grupos armados privados. Vale la pena recordar que uno de los miembros de la comisión, el general Andrade, dejó constancia de su desacuerdo frente a estos puntos (véase Comisión de Estudios sobre la Violencia 2009, 95)63. 4. Violencia contra minorías étnicas: según el informe, esta violencia no era negociable. Esta violencia se ejercía contra el legado social y cultural de las comunidades y contra sus recursos (oro, platino, carbón, petróleo, maderas, animales, etc.). Esta violencia se clasificaba de acuerdo con las regiones. En las regiones de colonización, la problemática mayor era la expropiación de los territorios. En las regiones donde existía una tensión entre economías modernas y tradicionales, el problema mayor era la expulsión y el desarraigo de las comunidades. Dado que estas violencias eran estructurales, los comisionados demandaron el reconocimiento del Estado colombiano como una nación multiétnica (lo que permitiría otorgar estatutos étnicos especiales a las comunidades y abandonar los marcos de discriminación social y racial), el perfeccionamiento de una legislación para las minorías étnicas, la formulación de una política agraria 61

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El conflicto de las esmeraldas comenzó en los años sesenta, en el occidente de Boyacá, por el control de la zona. Este conflicto involucró los ejércitos propios de los empresarios de las esmeraldas, que pactaron la paz en 1990. El saldo de víctimas de este conflicto, entre 1984 y 1990, fue de 3.500 personas (véanse Guerrero 1991; Gutiérrez y Barón 2008). Los Artículos 25 y 32 y el parágrafo 3 del Artículo 33 de la Ley 48 de 1968. Según el general, el fuero militar no era un capricho de las Fuerzas Armadas, sino un privilegio consagrado constitucionalmente. Por lo tanto, los delitos de servicio debían ser juzgados por un tribunal militar, no por un tribunal civil.

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para la redistribución del latifundio (especialmente en las regiones centrales y en la Costa Caribe), la ampliación del Plan Nacional de Rehabilitación a las zonas de conflicto interétnico y el impulso a programas de educación bilingüe y bicultural (véase Comisión de Estudios sobre la Violencia 2009, 118-119). 5. Violencia y medios de comunicación: para los comisionados, los medios de comunicación habían generado ambientes de violencia. En efecto, en tanto que empresas privadas con intereses particulares, los medios de comunicación eran instrumentalizados por los poderes establecidos y los actores armados. Estos medios transmitían un lenguaje bélico y estigmatizador, con narrativas más guerreras que conciliadoras. En ese sentido, las recomendaciones apuntaban a democratizar los medios de comunicación. Esto implicaba, entre otras cosas, la realización de campañas permanentes por la paz, la promulgación de un estatuto que permitiera el libre acceso a distintas organizaciones sociales a los medios de comunicación, la constitución de un consejo nacional de periodismo y de un tribunal de ética, la adopción de medidas para el manejo de la información en materia de orden público y la garantía de acceso a los periodistas a las zonas de conflicto (véase Comisión de Estudios sobre la Violencia 2009, 132-134). 6. Violencia en la familia: según el informe, este tipo de violencia conjugaba factores biográficos y contextos. Los comisionados destacaron las pandillas juveniles, las agresiones físicas y psicológicas dentro del núcleo familiar, la violencia contra los niños y las mujeres, el abuso sexual y los conflictos de pareja. Frente a este panorama, los comisionados hicieron un llamado al gobierno nacional para democratizar las relaciones entre los sexos y las generaciones, ampliar los servicios de atención a la infancia y la familia e impulsar reformas jurídicas en el campo de la protección de la familia y del menor (véase Comisión de Estudios sobre la Violencia 2009, 142-143). Es importante anotar que el informe también se ocupó de temas transversales de la historia política del país, a saber: las políticas de paz, los desequilibrios entre el centro y las regiones, la crisis del sistema de justicia, la política internacional y la situación de derechos humanos. En cuanto a las políticas de paz, el informe analizó la política oficial de paz de los gobiernos de Belisario Betancur y de Virgilio Barco y recomendó la profundización de las reformas sociales, el tratamiento integral y político del conflicto y el impulso a iniciativas sociales e institucionales en las regiones (véase Comisión de Estudios sobre la Violencia 2009, 147-166). En cuanto a los desequilibrios entre el centro y las regiones, el informe enfatizó que estos desequilibrios creaban las condiciones para la agudización de los conflictos sociales y políticos. De cara a esta problemática, los comisionados consideraron que era indispensable profundizar los procesos de descentralización y adoptar planes 152


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regionales de reforma agraria que beneficiaran a por lo menos medio millón de campesinos en diez años (véase Comisión de Estudios sobre la Violencia 2009, 167-183). En cuanto a la crisis del sistema de justicia, los comisionados destacaron el problema de la impunidad, ocasionado por la falta de denuncia ciudadana, la ausencia de políticas de prevención y represión del delito, la falta de autonomía del sistema de investigación judicial, la deficitaria capacidad ejecutoria de las penas y la precariedad del sistema carcelario. Ante este panorama, una de las recomendaciones de los comisionados fue la transformación del sistema judicial, transformación que implicaba la consolidación de los cuerpos técnicos de investigación criminal, la cualificación de la policía y la reforma del sistema carcelario (véase Comisión de Estudios sobre la Violencia 2009, 185-200). En cuanto a la política internacional, el informe mostró la existencia de factores externos que alimentaban indirectamente la violencia en el país, como la lógica internacional del combate al comunismo o la adopción de la denominada doctrina de la seguridad nacional. Los comisionados recomendaron el estudio de los procesos de paz de los países centroamericanos y señalaron la necesidad de articular las políticas exterior e interna para reforzar la credibilidad del proceso de paz (véase Comisión de Estudios sobre la Violencia 2009, 221-225). En cuanto a los derechos humanos, los comisionados afirmaron que las violencias del presente impedían el respeto de estos derechos. Los comisionados destacaron los secuestros y asesinatos de opositores políticos, especialmente de la Unión Patriótica (véase Comisión de Estudios sobre la Violencia 2009, 221-225). En síntesis, este informe realizó un ejercicio de clasificación de las violencias, un análisis de los problemas estructurales que las provocaban y la proposición de reformas políticas, sociales, culturales y económicas, para desactivar las violencias y generar condiciones de paz negociada y cultura democrática.

Del gran diagnóstico de las violencias contemporáneas a un informe polémico Tras una primera recepción positiva, el informe, que fue calificado como el gran diagnóstico de las violencias contemporáneas, comenzó a generar una viva polémica en el mundo académico. Gonzalo Sánchez (2000) ha resumido los reparos que se le hicieron al texto en tres puntos. Primero, se dijo que el informe atentaba contra una visión holística de la violencia y reforzaba una visión fragmentada del fenómeno. Segundo, se dijo que, en su esfuerzo por destacar la variedad de violencias, los autores contribuyeron a minimizar las dimensiones políticas del fenómeno. Tercero, se dijo que el estudio había tenido un impacto negativo en las políticas oficiales de paz, pues había sobredimensionado el peso de las causas objetivas de la violencia y había creado un discurso legitimador de la rebeldía política. Pero el informe también puede ser criticado por su metodología, sus temas, su diagnóstico, etc. Veamos, a continuación, algunas de estas críticas. 153


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En medio del aparente rigor metodológico, el informe no hizo un tratamiento de la espacialización del conflicto. Por ejemplo, las violencias urbanas fueron presentadas sin ninguna georreferenciación y solo una parte del texto fue consagrada a los desequilibrios regionales. Esta carencia marca una diferencia significativa con respecto a La Violencia en Colombia. En efecto, La Violencia en Colombia apostó por la espacialización del pasado y del presente, por la construcción de una cartografía de la guerra que, aunque precaria, era un avance (véase Pissoat y Gouëset 2002). El informe dio una excesiva importancia a la clasificación. Según Gonzalo Sánchez, coordinador de la comisión, el informe trató de presentar una jerarquización de las violencias, para entender sus especificidades, sin olvidar el fenómeno en su integridad. Lamentablemente, según reconoció Sánchez, el texto generó una visión fragmentada de las violencias (véase Sánchez 2009a). El economista Fernando Gaitán (2001) señaló los problemas de significancia estadística ocasionados por la clasificación de las violencias hechas en el informe. En ese sentido, lo que los comisionados consideraron como causas objetivas de la violencia terminó siendo poco representativo estadísticamente. Ante la dura crítica de Gaitán, uno de los comisionados, Álvaro Guzmán, respondió que la significancia estadística era histórica y que, en el caso de los años ochenta, las violencias urbanas tenían una gran significancia estadística (Álvaro Guzmán, comunicación personal). Para los lectores contemporáneos del informe, el problema es mucho más complejo. En todo caso, las violencias urbanas no podían explicarse en términos estadísticos, pues ellas eran el producto de procesos políticos, sociales y económicos difícilmente mesurables (Teófilo Vásquez, comunicación personal). Otra crítica se relaciona con las denominadas causas objetivas de la violencia. Varios autores, entre ellos Valencia y Cuartas (2009), Martínez (2001) y Bonilla (2009), sugieren que, desde los años sesenta hasta 199564, la violencia fue analizada bajo el enfoque de las causas objetivas, en el que primaban las explicaciones sociológicas y estructurales. La Comisión de Expertos, según estos autores, no cayó en el determinismo de las causas objetivas, sino que reconoció el peso relativo de las condiciones de vida y de las relaciones sociales en el origen de la violencia. En ese sentido, como 64

A partir de 1995, se produjo un giro en el estudio de la violencia (véase Bonilla 2009), pues se impuso un enfoque en el que primaban las explicaciones económicas y estadísticas y las teorías de la elección racional. Entre los estudios que siguieron este enfoque se encuentran los de Deas y Gaitán (1995), Montenegro y Posada (1995), Rubio (1999), el cede y el grupo de estudio Paz Pública. En ese nuevo escenario, se hablaba de la violencia como fruto de las acciones racionales de los agentes, con el fin de obtener algún tipo de ganancia. Según estos estudios, el Estado puede controlar la violencia si rompe la cadena de la impunidad, que incrementa la rentabilidad de la criminalidad (véase Peñaranda 2009, 35). Esta postura ha sido criticada por Valencia y Cuartas (2009), Gutiérrez (1999) y W. Ramírez (2008), que señalan su carácter no histórico.

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lo ha mostrado Ramírez (2008), la Comisión de Expertos (y, posteriormente, el Iepri) sostuvo la alta relatividad causal de las condiciones objetivas y el carácter no necesario de la violencia (véase Ramírez 2008, 90). Tras 23 años de publicado, algunos excomisionados también asumieron posiciones críticas frente al informe. Por ejemplo, para Darío Fajardo, la comisión, en su afán de generar un diagnóstico útil, produjo unas descripciones y unas tipologías desligadas de toda orientación teórica. Así, en la medida que la comisión se inscribió en un paradigma de las ciencias sociales que consistía en no teorizar o en recurrir solo a teorías intermedias, la comisión produjo taxonomías, pero no generó un marco interpretativo denso. Esto ha acarreado costos enormes para los estudios sobre violencia, que se han orientado hacia la cuantificación. Para Jaime Arocha, el haber puesto el énfasis en las dimensiones coyunturales de las violencias urbanas contribuyó a una especie de despolitización de la mirada del informe (Jaime Arocha, comunicación personal). Una evidencia de ello fue la célebre afirmación del informe, según la cual “las violencias que nos matan hoy no son las del monte, sino las de la calle” (Comisión de Estudios sobre la Violencia 2009, 24). En ese sentido, según él, la comisión no trató en profundidad los problemas estructurales del país, como la lucha por la tierra o las estructuras agrarias, como detonantes y desactivadores de la guerra. Gonzalo Sánchez (2000) destacó el problema de la distinción entre violencia política y no política presente en el informe. Según él, la idea de dicha distinción era establecer una línea de demarcación, con propósitos académicos, pero sobre todo político-prácticos, entre la violencia circunscrita a la confrontación guerrilla-Estado y otras expresiones de violencia. Esta demarcación también marcaba la frontera entre lo negociable y lo no negociable en un proceso de paz. Ahora bien, estas fronteras resultaron ser inestables. Por ejemplo, si en un comienzo el narcotráfico fue visto como algo negociable, tras la política de lucha contra las drogas norteamericana, el narcotráfico pasó a ser un tema innegociable. Si la criminalidad asociada con las milicias urbanas fue considerada como no negociable en los años ochenta, la última década mostró que solo a través de procesos de negociación con estas bandas era posible detener la violencia.

Objetivación de un campo de estudios sobre violencias en el país Gracias al informe Colombia: violencia y democracia, el país transitó de una sociología de la Violencia hacia una sociología de las violencias. En ese sentido, este libro permitió consolidar un campo de estudios sobre las violencias en el país, que fue liderado, en un comienzo, por el Iepri, especie de gran heredero de la Comisión de Expertos (Darío Fajardo, comunicación personal). Pero el informe trascendió el Iepri. 155


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En efecto, en los años noventa, surgió una empresa académica y política de análisis de la violencia en términos económicos o jurídicos. En esta década, fueron comunes las investigaciones sobre la violencia a través del prisma de la justicia, los derechos humanos, la seguridad ciudadana y la seguridad militar65.

Recomendaciones políticamente correctas y visiones recatadas de país Más de dos décadas después, tras el diagnóstico hecho por la Comisión de Expertos, el panorama del país parece que no ha mejorado. La nación no ha logrado una salida política al conflicto ni ha logrado desactivar las violencias a través de la puesta en marcha de mecanismos democráticos y de cultura de paz. La violencia política, lejos de ser una forma marginal de violencia, es reconocida cada vez más como el contexto de reproducción de las demás formas de violencia. Las violencias urbanas han mutado. Las guerrillas aumentaron su poder militar y su capacidad de confrontación, pero han estado al borde de la derrota estratégica. El narcotráfico pasó de ser marginal a cooptar el poder político. Los paramilitares se convirtieron en un poder paralelo en gran parte del país, victimizaron a poblaciones enteras, se desmovilizaron y renacieron con más fuerzas como estructuras neoparamilitares. ¿Todo esto nos autoriza a considerar que la Comisión de Expertos fue un fracaso? Desde luego que no. Por su carácter investigativo, esta comisión no pretendió ir más allá de lo que pudo hacer: generar un diagnóstico y proponer recomendaciones al gobierno de turno. En ese sentido, a la comisión no se le puede reprochar que no haya anticipado todo lo que estaba por venir. No obstante, un reproche que se les puede hacer a los comisionados es que su diagnóstico fue bastante recatado. En efecto, el informe dijo poco sobre el problema del narcotráfico, sobre los asesinatos de miembros de la Unión Patriótica y sobre el tema de los derechos humanos, a pesar de que abordó ampliamente el tema de la democracia. Esto es llamativo, ya que, para la época, en otras partes del continente, estos dos temas iban de la mano, y ya que, en el momento en que el informe fue publicado, se habían producido al menos 630 homicidios contra miembros de la up66. Esto se puede explicar, por supuesto, por las circunstancias en las que produjeron su informe. Frente a estos temas, hubo una mezcla de silencio prudencial y temor político. Quizá, como nos dijo uno de los comisionados, porque faltó perspicacia para leer lo que estaba sucediendo más allá de los escritorios (Carlos Eduardo Jaramillo, comunicación personal) o porque, como buenos demócratas, los comisionados se sentían desconcertados frente a 65 66

Para profundizar sobre el estudio de las violencias en los años noventa, véase Peñaranda (2009). Entre los que se contaban tres de sus congresistas electos, un diputado, once concejales, un magistrado, 69 militantes, 24 guerrilleros en tregua, 61 activistas y dirigentes de las Juntas Patrióticas y 34 simpatizantes (véase Campos 2003, 17).

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procesos políticos como los de la up (sobre todo porque no era clara la separación entre las farc como movimiento armado y la up como fuerza política). A favor de los comisionados, podemos decir que la mayoría de los integrantes de la comisión venían de la izquierda, cuyo tema de reflexión había sido la lucha por el poder entre la guerrilla y el Estado. En los años ochenta, en un escenario atiborrado de nuevos actores violentos, difíciles de descifrar, a los comisionados no les quedó más remedio que interpretar ese escenario a la luz de un ideario democrático. Sin embargo, este nuevo contexto, con el tiempo, demandaría un tratamiento analítico y político más adecuado (Teófilo Vásquez, comunicación personal).


3.

El Grupo de Memoria Histรณrica (2007-2011)


El Grupo de Memoria Histórica surgió en 2007, en un contexto político que intentó conjugar seguridad democrática y reconciliación nacional. Este grupo fue una subcomisión de la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación (cnrr), hasta finales de 2011, cuando pasó a ser parte del Centro Nacional de Memoria Histórica (cnmh). La Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación fue creada en el marco del proceso de Justica y Paz, durante el gobierno de Álvaro Uribe Vélez. Este capítulo se ocupará de esta iniciativa, destacando sus alcances, sus dificultades y su novedad con respecto a las comisiones ya descritas. En lo tocante a las tramas narrativas, mostraremos cómo esta subcomisión pretendió documentar y recuperar una visión sobre el pasado de nuestra guerra asociado a casos emblemáticos de victimización y resistencia. En este capítulo, señalaremos cómo, desde el gobierno, estas tramas narrativas se plantearon en términos de un proyecto de reconciliación nacional; cómo, para los académicos y activistas, la recuperación de estas tramas fue motivada por la necesidad de contribuir, desde la memoria, a la construcción de escenarios de posconflicto y cómo, para las organizaciones de víctimas, estas narrativas eran manipuladas por el gobierno, bajo el imperativo de una reconciliación forzada. Finalmente, señalaremos que la visión de los académicos vinculados a esta experiencia ha oscilado entre los intereses del poder estatal que los contrató y la legitimidad social que han pretendido alcanzar.

El marco: del conflicto histórico a la amenaza terrorista En los dos capítulos anteriores hemos transitado de un escenario de guerra interpartidista a uno de violencia generalizada. En este capítulo, nos trasladaremos a un escenario que conjugó la negación del conflicto histórico y la apertura de políticas de reconciliación nacional. La expresión más radical de ello fue la política de seguridad democrática del gobierno de Álvaro Uribe Vélez. En este marco, al tiempo que se agudizaba la confrontación armada con las guerrillas, se logró una concertación con 159


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los paramilitares, a través de la Ley de Justicia y Paz. Con este proceso emergió una narrativa transicional, en un país que debía enfrentar el reto de lograr un equilibrio entre olvido y memoria, entre impunidad y justicia, entre reconciliación y verdad.

La política de seguridad democrática de Álvaro Uribe Vélez En Colombia, en el siglo xx, no hubo un proyecto político populista (véanse Palacios 2001a; Pécaut 2000) ni las condiciones para realizar, por vías democráticas radicales1, el procesamiento pacífico del conflicto interno, la reducción de las violencias cotidianas y la disminución de la desigualdad social. El Frente Nacional logró la pacificación del territorio, activó unas estrategias de rehabilitación y modernizó el Estado, pero no consolidó un pacto social incluyente. Los diálogos de paz de los años ochenta entre guerrilla y gobierno crearon la esperanza de una reconciliación. Sin embargo, esta esperanza se frustró, debido a las desconfianzas entre las partes y a la incapacidad de los actores para aprovechar estos espacios políticos. La Constitución de 1991 fue un momento de trámite de las fracturas nacionales2, en la medida en que pretendió ampliar los derechos sociales y económicos e incluir sectores marginados a la vida política3. No obstante, la Constitución de 1991 no logró romper los ciclos de violencia. En los años noventa, la nación se fragmentó aún más, a causa de la mutación de las violencias. Las negociaciones fallidas generaron un escepticismo frente a una salida pacífica a la guerra. El extermino selectivo de fuerzas políticas por parte de organizaciones criminales, muchas veces en alianza con agentes estatales, el incremento de la intimidación de la población civil y la infiltración narcoparamilitar de

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Esta radicalización se entiende como una profundización de los antagonismos. Esto quiere decir que la sustancia política de la democracia es el establecimiento de espacios para la activación de las luchas sociales. La democracia, desde esta perspectiva, no es una regla electoral ni un marco discursivo para generar consensos, sino un proyecto de articulación y activación permanente de demandas sociales plurales (véanse Laclau y Mouffe 2004; Lefort 1990). La noción de fractura hace alusión a una ruptura de la realidad social y política. Es una noción cercana a la categoría de daño propuesta por Jacques Rancière. El daño implica un proceso político que va de la afirmación a la negación de la emancipación. Según nuestra lectura, la guerra y las violencias son dos expresiones de daño o fractura (véase Rancière 2006). Algunas de estas ideas están contenidas en Jaramillo (2010d). La Constitución de 1991, entre otras cosas, estableció unos mecanismos para hacer efectivos algunos derechos fundamentales (como la acción de tutela y la Defensoría del Pueblo), aumentó la participación ciudadana (a través del voto, el plebiscito, el referendo, la consulta popular, el cabildo abierto, la iniciativa legislativa y la revocatoria del mandato), transformó el poder judicial (a través de la creación de la Fiscalía General de la Nación y la organización del sistema acusatorio), creó el Consejo Superior de la Judicatura y la Corte Constitucional, estableció jurisdicciones especiales para los pueblos indígenas y redefinió las relaciones entre el Estado y la economía (véase Valencia 1996).

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las instituciones estatales y de los partidos políticos eran síntomas del desgaste social y del colapso político y moral de nuestra sociedad. Sin embargo, a partir de 2002, el curso de la historia nacional sufrió una transformación radical, debido a la llegada de Álvaro Uribe Vélez al poder. En la figura de Álvaro Uribe, exgobernador del departamento de Antioquia, se articularon el procesamiento de las fracturas nacionales y la búsqueda de nuevas lógicas de lo político. Álvaro Uribe llegó al poder en un momento de preocupación de muchos sectores sociales por la desaceleración de la economía nacional (4,2% en 1999) y el desempleo (que, entre 1999 y 2002, llegó a estar entre el 18% y el 19,5%). Uribe propuso dos medidas de excepción que, a la postre, fueron el eje de su gobierno: la militarización del territorio y la colaboración de los civiles para enfrentar al terrorismo (véase Romero 2009, 417). Para muchos sectores sociales, este político no tradicional ofrecía un proyecto de unidad nacional y una promesa de cierre de la fractura nacional sin importar los costos sociales4. El ideario de “mano firme y corazón grande”, mezcla de liberalismo humanitario y paternalismo autoritario5, condujo a Uribe Vélez a defender la restauración de la autoridad en el territorio. La restauración democrática propuesta por Uribe Vélez parecía ser el mejor antídoto contra el daño histórico ocasionado por el terrorismo. Durante su primer mandato (2002-2006), al que llegó con una votación del 53,2%, Uribe Vélez puso en movimiento la plataforma ideológica de la seguridad democrática. Esta política tenía como tarea el fortalecimiento del Estado, a través de la recuperación del territorio nacional, tras el fracaso de las negociaciones entre el gobierno de Andrés Pastrana y las farc6. En 2004, se aprobó el Plan Patriota, con el que puso en marcha la estrategia de derrota militar del terrorismo. En 2005, se aprobó la Ley de Justicia y Paz, que dio inicio al proceso de desarme y desmovilización de los paramilitares. Esta ley establecía la reintegración a la vida civil de los excombatientes, la reparación integral a las víctimas, la confesión de los crímenes y la puesta en marcha de condenas alternativas. 4

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Por ejemplo, el periodo de la gobernación de Uribe Vélez fue el más violento en la historia del Urabá antioqueño. En efecto, en esta región, se pasó de 400 homicidios en 1994 a 1.200 homicidios en 1996. Esta zona estuvo bajo el control militar del exgeneral Rito Alejo del Río, que, a la postre, fue condenado a 25 años de prisión (véanse Romero 2009, 418; Dávila et al. 2000). Según José Obdulio Gaviria, asesor del uribismo, Uribe, al igual que Hobbes, no buscó hacer la guerra, sino la paz. Desde su óptica, la seguridad democrática era la recuperación del Leviatán hobbesiano (véase Gaviria 2005). El fracaso de estas negociaciones tuvo como antesala la desmilitarización de cinco municipios en el suroriente del país (sin unas reglas claras sobre su uso), el saboteo de los grupos de autodefensas a través de masacres de campesinos y la falta de apoyo de las élites políticas y de los militares (véase Romero 2009).

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Con la aplicación de la política de seguridad democrática, se hicieron evidentes sus vicios y virtudes (véase Camacho 2009). Por ejemplo, durante esta administración, se redujeron los secuestros extorsivos y los producidos por la guerrilla7, el número de municipios atacados por los insurgentes, las tasas de homicidios en ciertas zonas del país y los cultivos ilícitos, todo ello gracias, entre otras cosas, al aumento del pie de fuerza. Gráfico 2 Comparación de la tasa de homicidios en Colombia entre 1996 y 2005 90

Homicidios por 100.000 habitantes

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Policía Medicina Legal Estadísticas vitales (dane)

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Fuente: cnmh 2013, 90.

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Por ejemplo, se pasó de 16.040 secuestros entre 1996 y 2002 a 4.209 entre 2003 y 2010 (véase cnmh 2013, 65).

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Gráfico 3 Evolución de los ataques a poblaciones entre 1988 y 2012 140 120 100 80 60 40

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Fuente: cnmh 2013, 90.

Sin embargo, también hubo una agudización de la crisis humanitaria, del desplazamiento forzado (que hoy asciende a más de cinco millones de personas8), del despojo de tierras y de la inseguridad social. Por ejemplo, algunas investigaciones muestran un aumento de la pobreza, que pasó del 74,6% en 2001 al 77,3% en 2004 (véase Sarmiento 2004). Tras la validación constitucional del proyecto de reelección, Álvaro Uribe Vélez asumió un segundo mandato (2006-2010), con una votación del 62,2%. Esta vez, su proyecto político fue la consolidación de la seguridad democrática9. En este periodo, se comenzaron a sentir los efectos reales de este proyecto ideológico, sobre todo los efectos de las prácticas autoritarias, que borraban las fronteras entre un Estado social de derecho y un Estado autocrático (latente en gran parte de nuestra historia). En este 8

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Según las cifras de Codhes (2013), en los últimos 15 años, se habrían desplazado un promedio anual de 296.988 personas. Según el mismo informe, entre 1985 y diciembre de 2012, en el país, se habrían desplazado 5.701.996 personas. Para un análisis de las cifras del desplazamiento en Colombia y su relación con factores como la pobreza y el despojo, véase Ibáñez (2008). Para el tema del control discursivo de las cifras y la banalización del fenómeno, véanse Jaramillo (2007) y Oslender (2010). Esta política proponía cinco tipos de acciones: acciones para enfrentar las amenazas a la ciudadanía, acciones para garantizar la sostenibilidad de la política, acciones para modernizar la fuerza pública, acciones para mejorar la transparencia y eficiencia en el uso de los recursos públicos y acciones para fortalecer la relación con la comunidad (véase Rojas y Atehortúa 2009).

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segundo mandato, se afianzó la infiltración de los paramilitares en el Congreso y en el poder ejecutivo (véanse Romero 2008; García y Revelo 2010) y hubo un retroceso en materia de respeto a la autonomía de los poderes constitucionales y judiciales. En este sentido, los logros parciales del procesamiento de las fracturas nacionales de la Constitución de 1991 se vieron amenazados con las declaraciones o actuaciones del poder ejecutivo. Esto reforzó la fractura nacional, a partir de la promoción de la dicotomía amigo-enemigo, hecho que acrecentó la sospecha frente a los opositores políticos. En efecto, el modelo político de Uribe Vélez provocó el señalamiento de aquellos que discutían los logros de la seguridad democrática, etiquetándolos de cómplices del terrorismo o de cajas de resonancia del terror10. Bajo el mandato de Uribe Vélez, el Estado reencauchó viejos estilos de gobierno, a través de nuevas fórmulas políticas. Por ejemplo, Uribe recuperó la teoría de la seguridad nacional de finales de los años setenta y comienzos de los ochenta, pero con el ropaje de la seguridad democrática. Uribe profundizó la imagen de la democracia colombiana como un sistema electoral institucional legítimo y asediado por los terroristas. No obstante, este sistema electoral estaba cooptado por fuerzas paramilitares que tenían un enorme poder de veto en las regiones (véase Moreira 2008). El gobierno de Uribe implementó estrategias para motivar y garantizar la desmovilización e integración a la vida civil de los paramilitares. Sin embargo, el gobierno no ejerció un verdadero control sobre estas estrategias11. El Estado colombiano fue presentado no como responsable de los crímenes de agentes estatales, sino como un ente solidario con las desgracias de las víctimas de los grupos armados ilegales. Esto implicó colocar el Estado en una situación de sospechosa imparcialidad, en un conflicto en el que había habido crímenes de agentes estatales que exigían reparación12. Este modelo de 10

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Uribe Vélez utilizó estas expresiones para descalificar al periodista Hollman Morris, que tuvo que salir del país. Este periodista había colaborado en la liberación de secuestrados en poder de las farc. Sobre este tema, recomendamos el artículo “Las liberaciones y la ética periodística”, publicado en Semana, el 3 de febrero de 2009. Una consecuencia de esta falta de control fue el aumento de los delitos en ciertas zonas y el rearme de grupos desmovilizados. Al respecto, véanse la revista Arcanos n.o 15, publicada por la Corporación Nuevo Arco Iris. Para un examen de los cuestionamientos del proceso de desmovilización y la reconfiguración del fenómeno paramilitar en Colombia, véase L. Reyes (2012). A partir de la Ley de Justicia y Paz, las víctimas de grupos armados ilegales cuentan con dos caminos para la reparación: los procesos penales especiales y el programa administrativo de reparación individual, creado por el Acuerdo 1290 de 2008 y ampliado por la Ley 1448 de 2011 (Ley de Víctimas). El primer camino implica identificar responsables individuales o demostrar nexos con los grupos armados ilegales beneficiarios de la Ley 975. El segundo camino acelera la reparación para los familiares de las víctimas de la violencia. Varios críticos han revelado que las reparaciones por vía judicial han sido muy lentas y que las reparaciones por vía administrativa han limitado la posibilidad de lograr verdades judiciales. Un acercamiento crítico al tema de reparaciones se encuentra en Díaz, Sánchez y Uprimny (2009). Para un examen de la complementariedad entre

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solidaridad y no de responsabilidad tuvo repercusiones en la redefinición del pasado y provocó la confusión entre medidas de reparación integral y esfuerzos humanitarios. A pesar del enorme costo de la política de seguridad democrática, esta tuvo un enorme respaldo social y político (que continúa hoy en día), a tal punto que el candidato oficialista, Juan Manuel Santos, resultó elegido presidente para el periodo 2010-2014, con el 69,5% de los votos, gracias a la promesa de continuidad de la política uribista13. Ante esta coyuntura, podemos formular las siguientes preguntas: ¿a qué obedeció el respaldo y la popularidad del gobierno de Uribe Vélez?, ¿qué lo hizo diferente de otros gobiernos? Más allá de los logros de este gobierno, la respuesta a estas preguntas tiene que buscarse en la capacidad del discurso de Uribe Vélez para instrumentalizar y maximizar de forma ideológica los logros de su política, a través de diversos escenarios (los consejos comunitarios, las alocuciones presidenciales, etc.). Esta instrumentación y esta maximización se sumaron a un imperialismo de las cifras y a la construcción de significantes aglutinantes14, que movilizaron vigorosamente su propuesta. Con las cifras, se maximizaron resultados políticos y militares. Con los significantes aglutinantes, se condensaron sentimientos populares. La lucha contra el terrorismo (especialmente la lucha contrainsurgente) se convirtió en el principal significante aglutinante. Este significante subordinó otros contenidos de la política uribista: la reconciliación del país, la lucha contra la impunidad, la disminución de la pobreza y la recuperación de la confianza inversionista. Siguiendo a Laclau (206), podríamos decir que la política antiterrorista y la seguridad democrática de Uribe Vélez articularon las demandas de sectores sociales, económicos y políticos representativos en este gobierno (por ejemplo, las élites financieras, los partidos políticos de la coalición, la extrema derecha, los familiares de víctimas de secuestro, etc.), dotándolos de unos mecanismos de identificación colectiva y ofreciéndoles seguridad frente a la incertidumbre ocasionada por la situación nacional. Ningún otro gobierno en la historia reciente del país (de allí su novedad histórica) logró capitalizar, articular y transformar el sentimiento de repudio de familiares de policías, soldados, políticos, empresarios y ganaderos, todos víctimas de las acciones violentas de las farc, en un sentimiento nacional de odio radical contra este grupo insurgente. Una experiencia de similares proporciones fue, quizás, la de Alberto Lleras

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los dos tipos de reparaciones, véase Lozano (2012). Para las reparaciones colectivas (comunidades y pueblos indígenas, comunidades negras, afros, raizales, palenqueros y pueblo rom), el Estado ha dictado los Decretos 4633, 4634 y 4635 de 2011. No obstante, el gobierno Santos se ha apartado de las políticas uribistas, por ejemplo, con la promulgación de la Ley de Víctimas, la política de restitución de tierras y el proceso de negociación con las farc. Este concepto, que pertenece a Laclau (2006), permite dar cuenta de cómo ciertas categorías discursivas políticas logran condensar una potencia performativa.

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Camargo, al comienzo del Frente Nacional. No obstante, en ese momento de la historia, Alberto Lleras encarnó un sentimiento de repudio frente al desangre bipartidista y la esperanza de la unidad nacional. Cuarenta años después, Álvaro Uribe encarnó el sentimiento de repudio a los terroristas y el ideario de seguridad democrática. Extrañamente, tras ocho años de administración Uribe, ese sentimiento de repudio no se materializó con igual fuerza frente a otros grupos armados o frente a los agentes estatales responsables de crímenes (como los falsos positivos15). La retórica de Uribe Vélez condujo a una mutación ideológica con respecto a otras administraciones. Uribe transformó las farc en el principal enemigo interno a vencer. Esta guerrilla había pasado de tener 48 frentes y 5.800 combatientes en 1991 a tener 62 frentes y 28.000 combatientes en 2002, con una presencia en 622 municipios (véanse Aguilera 2010; cnmh 2013). Este discurso polarizó la sociedad entre los que apoyaban la ofensiva contrainsurgente y los que estaban (según la lógica uribista) contra el país. Para ello, Uribe Vélez se valió de los medios de comunicación, de los ideólogos de la seguridad democrática, del apoyo de los Estados Unidos (que lideraban la lucha contra el terrorismo) y, en particular, de los éxitos militares16. Como han señalado algunos autores, es innegable que el estilo de gobierno y la figura de Uribe Vélez marcaron una ruptura con relación a sus antecesores y a otros dirigentes políticos de Colombia (véase Galindo 2007). También es innegable que, en su gestión gubernamental, hubo rasgos de populismo, como, por ejemplo, “un discurso de unidad nacional en torno a la lucha contra el terrorismo, o un estilo personalista y paternalista, o un lenguaje beligerante y provocador que lo [acercaba] a los sectores populares” (Galindo 2007, 157). No obstante, los calificativos de populista o neopopulista no coinciden realmente con su forma de hacer política. La política de Uribe Vélez se movió entre el amplio reconocimiento nacional y la práctica autoritaria. En ese sentido, su popularidad existió gracias a una mediatización e ideologización permanente de su imagen17, no solo por la existencia de bases populares reales, como en otros populismos.

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Civiles, en su mayoría jóvenes de sectores populares, presentados como bajas en combate, pero ejecutados extrajudicialmente por militares, con el fin recibir beneficios (véase Cinep 2009). Hasta el 31 de mayo de 2011, la Fiscalía llevaba 1.486 investigaciones por estos hechos, que representan 2.701 víctimas (véase cnmh 2013, 179). Según Echandía (2008), los éxitos militares de la era Uribe se debieron a que las Fuerzas Militares combatieron en las zonas en las que las farc tenían un poderío militar y económico y en las áreas de importancia estratégica. Este proceso de ideologización de su imagen ha sido liderado, desde finales de 2006 hasta ahora, por la Fundación Centro de Pensamiento Primero Colombia, que, según reza en su página web, tiene como misión estudiar, documentar, estructurar, difundir y defender el legado doctrinario de la obra del presidente Álvaro Uribe Vélez. El proyecto tiene como presidente vitalicio al mismo Álvaro Uribe Vélez y es liderado por José Obdulio Gaviria. En este proyecto participan Plinio Apu-

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Con Uribe Vélez, el país experimentó una especie de tránsito desde un proyecto político de promesa de unidad nacional a un proyecto personalista de la democracia. Este proyecto se manifestó de dos formas. Primera, en un blindaje del ejercicio de la política ante cualquier posibilidad de crítica, sobre todo a través del uso de las cifras de popularidad y de los éxitos de la lucha contra las farc. Así, desde la lógica uribista, negar o confrontar esos argumentos era negar o confrontar la democracia. En ese sentido, este discurso limitó el ejercicio del disenso político. Segunda, a través de la consolidación de una estrategia de seguridad militar, se limitaron las posibilidades de una lectura de la seguridad enlazada a la inclusión social y política.

Emergencia y balance del proceso de Justicia y Paz: 2005-2010 En el marco de la macropolítica de seguridad democrática, se forjaron unos acuerdos políticos entre la dirigencia de las Autodefensas Unidas de Colombia (auc), la mayor fuerza contrainsurgente en Colombia y en el continente18, y los representantes del gobierno nacional. Mediante estos acuerdos, las auc se comprometieron a abandonar las armas y a someterse a un proceso de justicia y el gobierno se comprometió a garantizar las condiciones para la desmovilización y la reinserción. Estos compromisos se concretaron en el gran acuerdo de Santafé de Ralito (Tierralta, departamento de Córdoba), firmado el 15 de julio de 2003. Los antecedentes inmediatos de este gran acuerdo fueron el pacto de Ralito, firmado el 23 de julio de 200119, y el cese al fuego decretado por las auc el 1 de diciembre de 2002, tras la llegada de Uribe Vélez al poder. En el gran acuerdo de Santafé de Ralito, las autodefensas aceptaron las condiciones que Uribe Vélez había impuesto para negociar: parar la violencia contra la población civil, detener los secuestros y cortar los lazos con el narcotráfico (véase Romero 2009, 423). Si Andrés Pastrana fue conocido por la experiencia de los diálogos del Caguán con las farc, Álvaro Uribe Vélez lo será por el vertiginoso proceso de Ralito. La comisión de exploración nombrada para iniciar los contactos con las autodefensas, liderada por el psiquiatra Luis Carlos Restrepo (alto comisionado para la paz), presentó, en solo seis meses, a finales de junio de 2003, un informe al gobierno. En este informe, se recomendó la continuación de las negociaciones, la verificación del cese al fuego y la concentración de las fuerzas. La primera desmovilización, que cobijó 870 miembros del Bloque Cacique Nutibara, se realizó en Medellín, en noviembre de 2003, sin que

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leyo Mendoza, Darío Acevedo, Jaime Jaramillo Panesso (miembro de la antigua cnrr), Eduardo Mackenzie, Fernando Londoño, Rafael Nieto, Alfredo Rangel, Carlos Holmes Trujillo, entre otros. En 2002, las auc tenían 14.000 hombres. Sobre este tema, véanse Romero (2009) y Ávila (2010). Sobre el tema, se recomienda el texto de Torres (2007), que hace un análisis sobre el nuevo contrato social que significaba la firma del documento de Ralito.

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hubiera un marco jurídico favorable a las víctimas (véase Romero 2009, 424-425)20. Por aquella época, el gobierno presentó un proyecto de alternatividad penal, que privilegiaba los beneficios jurídicos para estos grupos y dejaba de lado a las víctimas. Este acuerdo, discutido por el Congreso en 2004, no tuvo mucha acogida. En cambio, comenzó a hacer carrera una iniciativa, liderada por Rafael Pardo, ajustada a los estándares internacionales de verdad, justicia y reparación, sin ser justicia transicional propiamente dicha, más aplicable en el ámbito colombiano (Patricia Linares, comunicación personal). Estos fueron los prolegómenos de la Ley de Justicia y Paz. Lo significativo de este proceso, como Romero (2009) lo afirma, fue su velocidad. En efecto, este proceso se llevó a cabo entre 2004 y 2005, en medio de muchas incertidumbres. De una parte, hubo una incertidumbre internacional, por el comienzo de un proceso de negociación con grupos considerados como terroristas por el gobierno de Estados Unidos. De otra parte, hubo una incertidumbre política nacional, pues se sabía que había divisiones entre los mandos de las autodefensas, unos más preocupados por problemas “ideológicos”, como Carlos Castaño21, y otros más preocupados por el negocio del narcotráfico, como Ernesto Báez (jefe del Bloque Central Bolívar), Salvatore Mancuso (jefe de las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá) y alias don Berna (jefe del Bloque Cacique Nutibara). A lo anterior, se debe sumar la premura del gobierno de Uribe Vélez y del alto comisionado por mostrar resultados. A partir de marzo de 2004, las autodefensas crearon un estado mayor negociador, compuesto por catorce miembros, en representación de los 35 jefes paramilitares interesados en el proceso, presidido por Salvatore Mancuso. La sede de las conversaciones fue Santafé de Ralito, epicentro del acuerdo inicial con el gobierno. Allí se realizaron el grueso de los acuerdos, entre los que se contaban la no extradición de los jefes paramilitares y la consideración de los actos de las autodefensas como actos políticos22. Esto último estaba en consonancia con el ideario político de los paramilitares, que habían previsto, en el pacto firmado el 23 de julio de 2001, la refundación de la patria (en realidad, fueron varios los pactos de refundación por vía de la reorganización y del control electoral en la Costa Atlántica, 20

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Hacia mediados de 2011, esta desmovilización fue cuestionada por Fredy Rendón Herrera, alias el Alemán, exjefe del bloque Élmer Cárdenas. El Alemán aseguró que esta desmovilización había sido ficticia y que se había realizado para beneficiar políticamente a los integrantes de la denominada Oficina de Envigado. Esta desmovilización también fue cuestionada por Alonso Salazar, exalcalde de Medellín, a comienzos de 2012. El intento de negociación de este jefe paramilitar con la justicia norteamericana generó desconfianza en los paramilitares. Al parecer, esto lo condujo a su muerte. Aunque había un acuerdo de no extradición, en mayo de 2008, Uribe Vélez extraditó a varios líderes paramilitares, con el argumento de que ellos continuaban ejerciendo el negocio del narcotráfico. Más allá de lo que podría ser denominado irónicamente un acto de traición entre guerreros y burócratas, esta decisión implicó la salida del país de una fuente de verdad y memoria.

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entre los que se encuentran los pactos de Chibolo —2000—, Pivijay —2001— y Magdalena —2002—). Gracias a este proceso, que podría ser considerado como un blanqueamiento político, las autodefensas sellaron su entrada al nuevo esquema de nación prometido por Uribe Vélez. En la estructuración de este esquema, firmado en secreto en 2001 y ratificado en público en 2003, estuvieron involucrados varios políticos tradicionales, especialmente de la Costa Atlántica, que fueron procesados por la justicia en 2006, lo que se ha conocido como los procesos de la parapolítica 23. Las negociaciones con los paramilitares, las tensiones ocasionadas por los proyectos de alternatividad penal propuestos por el gobierno y el ideario del pacto de Ralito dieron como fruto, en julio de 2005, la Ley de Justicia y Paz. Esta ley hizo parte de un conjunto más amplio de leyes promulgadas desde 1997, para facilitar el acercamiento y la negociación con los grupos armados24. Esta ley fue reglamentada a través del Decreto 4760 de 2005. Sin embargo, ella fue impugnada por sectores de la sociedad civil, en septiembre de 2005, por considerar que legitimaba un sistema de impunidad y que vulneraba los derechos de las víctimas a la reparación, la justicia y la verdad. La Corte Constitucional declaró exequible la demanda, en mayo de 2006, hecho que obligó al gobierno a adecuar la ley a los estándares internacionales. La Sentencia C-370 de 2006, emitida por la Corte Constitucional, obligó al gobierno de Uribe Vélez, entre otras cosas, a asumir que la ley no podía ser instrumento de amnistía o de indulto, que las víctimas de los grupos armados ilegales debían ser reparadas por el victimario y participar en todo el proceso, que esta ley era una la ley ordinaria que otorgaba beneficios solo si se confesaba la verdad total de los hechos cometidos y se entregaban los bienes adquiridos ilícitamente y que el paramilitarismo no podía considerarse como un delito político. Tras el control de constitucionalidad, el gobierno de Uribe Vélez aprobó un acuerdo reglamentario, en septiembre de 2006 (Acuerdo 3391), que introducía los elementos sugeridos por la Corte Constitucional. Para algunos críticos del proceso, la Corte Constitucional hizo el trabajo necesario para enderezar el proyecto de Justicia y Paz, pero fue muy tímida en ciertos puntos (Patricia Linares, comunicación personal). Estos puntos fueron tres: la guerra, las víctimas y la reparación. En cuanto a la guerra, al considerar los paramilitares como grupos ilegales y la guerra como una pugna entre grupos armados ilegales, la Corte Constitucional leyó la historia nacional desde 1964 hasta el presente bajo la lógica de una situación de amenaza terrorista (véase Castillejo 2010, 32). En cuanto a las víctimas, la Corte Constitucional consideró solo las víctimas de grupos armados

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Para una ampliación de este tema, véanse Romero (2008), López (2010) y la página web del proyecto Verdad Abierta. Por ejemplo, la Ley 418 de 1997, que permitía otorgar beneficios jurídicos por delitos políticos.

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ilegales, pero no tuvo en cuenta las víctimas de crímenes de Estado25. En cuanto a la reparación, la Corte Constitucional señaló que los desmovilizados eran los primeros titulares de la obligación de reparar a las víctimas y concibió al Estado como un simple reparador residual y subsidiario26. Con la Ley 975 de 2005, el gobierno trató de ajustarse a la lógica de la seguridad democrática y a lo convenido en el pacto de Ralito. La ley aprobó un marco jurídico que permitía, a mediano plazo, construir una política criminal especial encaminada a la reparación de las víctimas y a la transición a la vida civil de los paramilitares. Sin embargo, según varias organizaciones sociales, esta ley imputó al Estado solo una pequeña cuota de la responsabilidad histórica en la generación del conflicto, limitó la participación del Estado al papel de asistencia humanitaria a las víctimas (véase Díaz y Bernal 2009), delegó a la justicia una responsabilidad para la cual no estaba preparada y contribuyó a agudizar el colapso del sistema judicial (Patricia Linares, comunicación personal). Cinco años después de iniciado este proceso, algunos organismos han publicado informes que evalúan sus resultados27. Según el Ministerio de Defensa, entre agosto de 2002 y abril de 2010, se desmovilizaron individualmente 21.227 personas. De ellas, el 66,4% eran miembros de las farc. El 33,6% restante eran miembros del eln y de las autodefensas (véase Ministerio de Defensa 2010). La Oficina del Alto Comisionado para la Paz reportó 31.810 personas desmovilizadas colectivamente, entre agosto de 2002 y marzo de 2010. De ellas, el 99,5% eran miembros de las autodefensas (véase Oficina del Alto Comisionado para la Paz 2010)28. En cinco años, hubo un total de 52.841 personas desmovilizadas, 38% de manera individual y 62% de manera colectiva. La Misión de Apoyo al Proceso de Paz en Colombia (2009) señaló que el 74% de los más de 31.000 desmovilizados de las auc desarrollaron una actividad psicosocial en 2009. Sin embargo, el mismo informe reconoció que, en regiones como el bajo

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La definición de las víctimas se encuentra en el Artículo 5 de la Ley 975 de 2005. En la Sentencia C-370 de 2006, la Corte Constitucional señaló que los primeros obligados a reparar a las víctimas eran los perpetradores de los delitos y que, antes de acudir a los recursos del Estado, ellos debían responder con su propio patrimonio por los daños ocasionados. En tal sentido, el Estado tuvo un papel residual para dar una cobertura a los derechos de las víctimas, en especial a aquellas que no cuentan con una decisión judicial que fije el monto de su indemnización (inciso segundo del Artículo 42 de la Ley 975 de 2005) y ante la eventualidad de que los recursos de los perpetradores sean insuficientes. Trabajamos con cifras que se remontan a mediados de 2010, año en el que terminamos esta investigación. Las cifras consignadas en este texto fueron generadas por entidades nacionales e internacionales, gubernamentales y no gubernamentales, y publicadas en informes que circulan en sitios web de libre acceso. Sobre los procesos de desmovilización colectiva, véase Garzón (2011).

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Cauca, Córdoba, Santander y Norte de Santander, los grupos de desmovilizados continuaban delinquiendo mientras que participaban en los programas del gobierno. Ante la Unidad de Justicia y Paz de la Fiscalía General de la Nación, desde agosto de 2006, se postularon 4.378 solicitudes de desmovilizados para la obtención de beneficios29. Según la Fiscalía, a febrero de 2010, se habían registrado 280.420 personas en calidad de víctimas. Entre 2006 y febrero de 2010, se iniciaron 2.431 versiones libres, de las cuales 1.790 terminaron formalmente. 47.483 víctimas participaron en las versiones libres, es decir, el 17% del total de las víctimas reportadas. En estas versiones, se dieron a conocer 58.000 hechos delictivos. 20.000 de estos hechos fueron confesados por los responsables. Entre estos delitos, se cuentan 14.600 homicidios y 1.729 desapariciones forzadas. La cifra de homicidios reportados por los paramilitares en las versiones libres hasta el 1 de diciembre de 2012 asciende a 25.757. La cifra de desaparecidos entre el 1 de enero de 1985 y el 31 de marzo de 2013, según el registro único de víctimas de la Unidad de Atención y Reparación Integral a las Víctimas, asciende a 25.007 (véase cnmh 2013, 32-33). Las autoridades judiciales exhumaron 2.488 fosas. Se encontraron 3.017 cadáveres y se entregaron 892 cuerpos a sus familiares. Se iniciaron investigaciones a 333 políticos, a 273 miembros de las Fuerzas Armadas y a 108 servidores públicos (véase Fiscalía General de la Nación 2010)30. Según la Oficina del Alto Comisionado para la Paz (2010), a marzo de 2010, se habían radicado 298.665 formularios de reparación administrativa. A diciembre de 2009, a través del Fondo de Reparación a Víctimas, se entregaron cerca de 200.000 millones de pesos (100 millones de dólares), 43% de los cuales se distribuyeron en Antioquia. A la luz de estas cifras, es indudable que Colombia ha avanzado más que cualquier otro país en materia de reparación a las víctimas y en materia de procesos de judicialización de criminales. Sin embargo, este proceso no puede valorarse solo a partir de metas cuantitativas. La era Uribe debe ser evaluada más allá del imperialismo de las cifras. En ese sentido, es necesario analizar su lógica política y dejar constancia de que, desde sus inicios, el proceso de Justicia y Paz fue cuestionado. Muchos de estos cuestionamientos provinieron de organizaciones de víctimas y de sectores de opinión independientes. Lo que se ha cuestionado del proceso han sido sus déficits e incoherencias en materia de políticas efectivas de reparación, verdad y justicia y su revisionismo del 29

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De las 3.814 solicitudes de desmovilizados presentadas hasta 2009, 77% correspondía a miembros rasos y mandos medios y 6%, a excomandantes. De los paramilitares postulados, solo 18% estaba en prisión (véase Fundación Ideas para la Paz 2009). Garzón (2011) reporta, a partir de cifras oficiales, 338.410 víctimas para reparación, 4.034 cadáveres encontrados, 9.635 procesos de investigación (que involucraban a 442 políticos, 417 miembros de las Fuerzas Armadas y 161 servidores públicos) y más de 25.000 víctimas indemnizadas por vía administrativa.

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pasado nacional. Las cifras que hemos expuesto dan una imagen general positiva, pero la situación concreta de las víctimas está lejos de esta imagen. En junio de 2011, al terminar de escribir la tesis doctoral que dio lugar a este libro, varias personas y entidades llamaban la atención sobre el peligro de desembocar en una reconciliación forzada y en un ejercicio espurio de justicia y verdad histórica para las víctimas (véanse González y González 2008; International Crisis Group 2008). Hoy, en 2013, todavía es muy temprano para evaluar este proceso. Dentro de los enormes o pírricos logros, según el lugar de enunciación desde donde se analice, lo más significativo fue que el proceso de Justicia y Paz se convirtió en un modelo de justicia transicional que conjugó las tensiones entre los discursos locales de la guerra antiterrorista y los discursos globales sobre el perdón, entre las micropolíticas de la memoria nacional y las macropolíticas de la reconciliación (véase Castillejo 2010; Jiménez 2010).

Un modelo de justicia transicional a la colombiana Alrededor de la Ley de Justicia y Paz, existió una gran discusión sobre la naturaleza, la eficacia y los alcances del proceso de reinserción de los paramilitares. Entre los actores sociales que discutieron este proceso, encontramos varias posturas. Primera, la que consideró que el proceso era un paradigma para el mundo. Segunda, la que buscó en procesos de justicia transicional de otros países lo que podría aplicarse al caso colombiano (véanse de Greiff 2009; Reed y Rivera 2010). Tercera, la escéptica moderada. Cuarta, la crítica frente al proceso. La mejor expresión de la primera lectura del proceso (que consideraba que este era un paradigma para el mundo) es la postura de Eduardo Pizarro, presidente, hasta finales del 2010, de la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación (cnrr). Desde su punto de vista (que refleja, en cierto modo, la lógica del gobierno), la Ley de Justicia y Paz era una experiencia inédita que había generado una política de desmovilización de los grupos armados, una política para recuperar la dignidad de las víctimas, unos mecanismos de búsqueda de verdad judicial y histórica, unas iniciativas de reconstrucción de las memorias colectivas de los conflictos y unas políticas de reparación a las víctimas. Según él, Colombia era el único país en el mundo en el que estaban confluyendo la construcción de la verdad histórica y de la verdad judicial (Eduardo Pizarro, comunicación personal). La mejor muestra de la segunda lectura del proceso con las autodefensas (la que buscó en procesos de justicia transicional de otros países lo que podría aplicarse al caso colombiano) fueron los miembros del Grupo de Memoria Histórica, que ponderaron los alcances y las dificultades de las herramientas transicionales en contextos como 172


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el nuestro. Este contexto, según ellos, no podía catalogarse como un posconflicto estándar31, en el que se encontraban las condiciones óptimas para implementar las herramientas de la justicia transicional. Según esta lectura, lo más significativo del proceso con los paramilitares fue haber puesto en evidencia la importancia del tema de las memorias de las víctimas, haber hecho visibles a las víctimas frente a instancias internacionales (Gonzalo Sánchez, comunicación personal), haber permitido pensar las dificultades de la construcción de la memoria y de la verdad en medio del conflicto y haber permitido vislumbrar el futuro del país en un escenario de posguerra (Iván Orozco, comunicación personal). En cuanto a la tercera lectura del proceso de paz (la escéptica moderada), esta fue encarnada por un grupo diverso de académicos. Por ejemplo, para Arango (2007), el modelo de la Ley de Justicia y Paz no era suficiente para enfrentar los factores estructurales del conflicto, como la pobreza y la desigualdad social. Para otros especialistas, no había una transición estándar de una situación de guerra a una situación de paz estable, de un escenario de democracia formal a un escenario de profundización democrática (véase Uprimny y Saffon 2005). Otros investigadores consideraron que, en el proceso de Justicia y Paz, estuvieron enfrentadas dos visiones: la de los hacedores de paz y la de los realistas jurídicos, la de los que buscaban verdad y justicia y la de los que buscaban reconciliación. En ese sentido, hacía falta una visión intermedia, que rompiera con el equilibrio precario entre justicia y paz, entre verdad y memoria (véanse Gamboa 2007; Orozco 2009). La cuarta lectura del proceso de paz con los paramilitares, la lectura crítica, puede ser encarnada por los activistas y las organizaciones de víctimas. Los representantes del Movimiento de Víctimas de Crímenes de Estado (Movice) consideraron, por ejemplo, que este era un modelo transicional atado a una política de guerra integral (véase Cepeda y Girón 2005; J. Jaramillo 2010a). Este modelo, al negar la existencia de un conflicto armado interno en el país y al interpretar la crisis nacional en términos de la amenaza terrorista de las farc, habría descargado al Estado de su responsabilidad como actor del conflicto. En ese orden de ideas, para un amplio sector de las víctimas, Justicia y Paz se había convertido en un mecanismo de impunidad generalizado. Otras organizaciones más moderadas, pero igualmente críticas, consideraron que el proceso, pese a sus vacíos, había generado un marco para posicionar agendas de paz y de memoria para ciertos grupos (las mujeres, por ejemplo) (Laura Badillo, comunicación personal) y para reclamar el derecho de las víctimas más vulnerables. Todas estas lecturas deben enmarcarse, a su vez, dentro de la coyuntura en la que tuvo lugar el proceso de Justicia y Paz. Esta coyuntura tuvo varias características. 31

En efecto, hacerlo implicaba, por ejemplo, una derrota militar de las farc, una rendición o un proceso de negociación que desembocara en acuerdos de paz (Iván Orozco, comunicación personal).

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De una parte, entre 1982 y 2002, hubo un tránsito de unas violencias generalizadas (entre bandas criminales) y una guerra de combates (entre ejércitos) a una guerra de masacres (con aplicación de lógicas y tecnologías de terror sobre la población civil, especialmente por parte de los paramilitares) (véase cnmh 2013). Esa guerra de masacres necesitaba instrumentos jurídicos extraordinarios que permitieran afrontar lo que la justicia ordinaria no podía afrontar. De otra parte, el modelo de justicia transicional tuvo que avanzar dentro de lo que Castillejo (2010) llamó una forma de revisionismo histórico, que aquí preferimos llamar manufacturación política del pasado reciente. Esta manufacturación implicó el posicionamiento mediático de la idea de que el país se encontraba en una guerra declarada contra los terroristas y una redefinición ética y política del pasado, a partir de la negación de la existencia de un conflicto histórico. El modelo de la justicia transicional que funcionó hasta 2010 avanzó dentro de este marco ideológico, permitió al gobierno de Uribe Vélez justificar la negociación con unos actores y la exclusión de otros y alimentó el imaginario de un Estado libre de responsabilidades directas frente a las víctimas de la guerra. La gran consecuencia de esta manufacturación, al menos en la era Uribe Vélez, no fue solo la suspensión de la responsabilidad histórica y judicial del Estado, sino también su comprensión como actor imparcial de un conflicto que él mismo ayudó a producir y perpetuar históricamente32. En esa coyuntura, las víctimas adquirieron una visibilidad que nunca antes habían tenido. Al contrario de lo que pasó con la comisión de 1958, en la que adquirieron protagonismo los victimarios, y con la comisión de 1987, en la que adquirieron protagonismo los expertos, las víctimas fueron las protagonistas de esta coyuntura. Se ha sugerido incluso que, en el marco de esta iniciativa, el país fue marcado por una nueva sensibilidad frente a las víctimas (véase Sánchez 2009b). En este escenario, varios investigadores nacionales han hablado, siguiendo a Paul Ricoeur y Primo Levi, de un deber de memoria para con las víctimas (Pilar Riaño, comunicación personal). En esta coyuntura, también hubo, y con razón, una preocupación por el futuro de los victimarios (María Victoria Uribe, comunicación personal) y por visibilizar sus memorias. De hecho, el Grupo de Memoria Histórica se ha concentrado en investigaciones sobre la relación entre la verdad judicial y la verdad histórica en las versiones libres de los victimarios. En ese sentido, en un largo y agotador conflicto armado como el nuestro, fácilmente se entrecruzan las políticas de memoria con las políticas de olvido. Nuestra justicia transicional pasa por una tensión entre la visibilización de las víctimas y la revictimización. De hecho, algunos autores han señalado la coexistencia de prácticas 32

En todo caso, vale la pena aclarar que la negación del conflicto no fue una posición compartida por todos los funcionarios del gobierno de Uribe Vélez.

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de visibilización de las víctimas y de ciertas dosis de impunidad con los victimarios (véase Uprimny y Saffon 2010). Frente a este tema, debemos reconocer que, con los discursos transicionales, se corre el riesgo de una distribución desigual de poder de enunciación y posicionamiento de responsabilidades y demandas entre los actores. Esto es lo que ha pasado en Colombia, en no pocas ocasiones, entre el Estado y las víctimas (María Emma Wills, comunicación personal). El modelo de justicia transicional aplicado hasta ahora ha tenido enormes dificultades para ganar legitimidad, sobre todo porque su andamiaje fue parte de un rompecabezas hecho y rehecho sobre el camino. Además de haber tenido que luchar para ganar el reconocimiento de las comunidades más afectadas por la guerra, este proceso ha tenido que transformar todo el derecho como institución. En ese sentido, el país tuvo que reeducar a fiscales y jueces, para que se apropiaran de estrategias investigativas y de imputación adecuadas (Patricia Linares, comunicación personal). El proceso de paz con las autodefensas también ha implicado una tarea de reeducación de muchos profesionales (antropólogos, trabajadores sociales, sociólogos, psicólogos, etc.), sobre todo frente al trabajo con las víctimas (Andrés Suárez, comunicación personal). Este trabajo ha implicado, más allá de recuperar relatos traumáticos, entender la importancia de la ética de la colaboración y de la escucha (véanse Aranguren 2008; Castillejo 2010). Hoy somos más conscientes de que no solo se trata de una recuperación de confesiones sobre la tragedia, sino de un ejercicio de doble vía de recuperación del dolor y de construcción del tejido de resistencias, a la vez pedagógico y dialógico, entre la víctima y el analista. Esta justicia transicional es trágica, porque no cuenta con raseros adecuados y porque no es claro cómo conciliar el deseo de justicia de las víctimas y el perdón para los victimarios (véase Orozco 2009, 74). Esta tensión se presenta también, cuando se establecen las penas, al tratar de conciliar razones de Estado y razones jurídicas y políticas. Esto quiere decir que el país se encuentra enfrentado al deber de memoria y al deber de justicia (véase Jaramillo 2012b).

Justicia transicional, boom humanitario y ola memorial 33 Si queremos entender el proceso de Justicia y Paz, la búsqueda de un modelo de justicia transicional, la recuperación de la memoria histórica y la Ley de Víctimas, no debemos limitarnos a la política nacional de seguridad democrática. Al contrario, todos estos procesos deben ser interpretados como parte de un boom humanitario y de una ola memorial mundiales que pusieron en la escena pública la necesidad de la justicia transicional y las políticas de memoria. Recordemos, por ejemplo, que la 33

Varias de las siguientes reflexiones se encuentran en Jaramillo y Delgado (2011).

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Comisión Investigadora de 1958 tuvo lugar en un momento en el que imperaron los discursos anticomunistas en el mundo y que la Comisión Investigadora de 1987 tuvo lugar en una época en la que la idea de la democracia como antídoto contra la violencia se desplegaba en América Latina. En ese sentido, podemos decir que, como lo han reconocido Castillejo (2010) y Jiménez (2010), las macropolíticas del evangelio reconciliador en el mundo afectaron las micropolíticas del testimoniar en Colombia. Ahora bien, el boom humanitario y la ola memorial remontan a la Segunda Guerra Mundial. Como lo han sugerido varios teóricos34, la escena mundial de posguerra se caracterizó por una cultura reconstructiva y por una cultura de la memoria. La cultura reconstructiva se manifestó a través de una sensibilidad especial hacia la justicia y la reparación y, en ese sentido, a través de una apuesta por los mecanismos de justicia transicional. La cultura de la memoria se expresó a través de la valoración hermenéutica del pasado o a través del deber de memoria35. A partir de estas lecturas, filósofos, historiadores, antropólogos y sociólogos comenzaron a preguntarse cuál era el objetivo de recuperar el pasado. De las múltiples respuestas a esta pregunta, se pueden extraer cuatro grandes ideas. Primera, el pasado se recupera para comprender mejor el presente, para “resistir a la mecánica implacable del olvido” (Laborie 1993, 141). Segunda, el pasado puede, con enormes costos y riesgos, olvidarse, en función de razones políticas y morales. Tercera, el pasado es necesario para “problematizar las construcciones estables de la alteridad en la nación y del sentido político de la herencia y del patrimonio históricos” (Rufer 2010, 86). Cuarta, el pasado puede recordarse y narrarse para exorcizar el dolor y el trauma. Frente a esta última idea, quizá valga la pena recordar a Mark Osiel. Según Osiel, cuando una sociedad sufre un trauma a gran escala, sus miembros buscan reconstruir sus instituciones, a través de un entendimiento compartido de lo que pasó. Para ese fin, se realizan encuestas, se escriben monografías, se componen memorias, se legisla y, sobre todo, se cuentan relatos (véase Osiel 1995). Contar relatos es una

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Por ejemplo, Reyes Mate (2006, 2008), Huyssen (2002), Todorov (2000), Ricoeur (2010), Yerushalmi (1998), Orozco (2009) y Rufer (2010). Este concepto se le adjudica a Levi (1994). Desde su perspectiva, como sobreviviente de los campos de concentración, se trata de un deber con el desaparecido y de una obligación para el salvado, que debe dar cuenta de lo que pasó. Pero también es un llamado a la sociedad, para que, a través del relato, exorcice, libere y reconstruya. Este deber también se encuentra en otros pensadores. Para Benjamin (2005), se recuerda el pasado para no repetir la historia. Para Ricoeur (2010), recordar es un deber del historiador y del ciudadano. Para Yerushalmi (1998), no hay solo un deber de memoria, sino también un deber de historia. Este autor es especialmente iluminador para nuestro caso, dado que nos alerta sobre la tendencia a violar lo que la memoria puede conservar, por la mentira deliberada, por la deformación de las fuentes y por la invención de pasados recompuestos al servicio de ciertos poderes. Al respecto, véase Jaramillo (2012b).

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manera de exorcizar culpas, buscar responsabilidades y otorgar perdones, labor que no solo concierne a los académicos. La pregunta por la función de la recuperación del pasado emergió en los años ochenta, pero situada, esta vez, en el registro de la relectura del holocausto judío. De hecho, la Shoah se convirtió en un poderoso prisma a través del cual se comenzaron a analizar otros genocidios (véase Huyssen 2002; Rufer 2010). En América Latina, ese prisma se utilizó, primero, en Argentina y, luego, en varios países centroamericanos. En nuestro país, se llegó a hablar del “genocidio” de la Unión Patriótica o del “holocausto” del Palacio de Justicia. Desde entonces, es un lugar común decir, por ejemplo, que la recuperación del pasado permite a las naciones administrar, tramitar y hacer inteligibles culpas, perdones y reconciliaciones (véase Castillejo 2009) o que es necesario reconstruir el pasado en función de perdones y reparaciones, con la intención de saldar deudas morales, sociales y jurídicas con los afectados. Esto demuestra que el perdón se ha utilizado como un fetiche lingüístico en múltiples escenarios36. No han sido pocos los que, bajo esta óptica, han argüido a favor de la necesidad de recuperar el pasado, para volverlo instrumento de justicia (Juliá 2006) o “para refundar o demoler la identidad misma de [nuestras naciones] y de nuestras democracias surgidas de los hechos violentos” (Portelli 2004, 27). Todo este movimiento a favor de la memoria comenzó, sin embargo, a verse con cautela, pues era claro que tenía serios riesgos, especialmente la instrumentalización del pasado, la bulimia conmemorativa, el hiperculto del testimonio, la hipertrofia de la historia, el delirio del presente, la ideologización memorial y la contrición pública37. En la práctica política de los Estados, se asumió el reto de implementar el discurso de la nueva conciencia humanitaria. Este discurso portaba la idea de la necesidad de tramitar el horror y combatir la injusticia. Esto debía hacerse a través de instrumentos transicionales de justicia. Por este motivo, surgió un debate sobre el valor de la 36

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En Colombia, el presidente Juan Manuel Santos pidió perdón a la comunidad de paz de San José de Apartadó, que fue acusada de apoyar a las farc. El expresidente Ernesto Samper pidió perdón, por primera vez en la historia del país, por una masacre, la de Trujillo (Valle). El expresidente Álvaro Uribe Vélez pidió perdón a las víctimas de la “amenaza terrorista”. El exvicepresidente Francisco Santos pidió perdón a las víctimas de El Salado. Los victimarios de la masacre de Mampuján (Úber Enrique Bánquez Martínez, alias Juancho Dique, y Edward Cobos Téllez, alias Diego Vecino, condenados a ocho años de prisión en el proceso de Justicia y Paz) pidieron perdón en pleno juicio. Más allá de estas exclamaciones, como dice Mario López, “algo está fallando, cuando, por así decirlo, tan diversos personajes invocan con semejante solemnidad esa palabra mágica, más aún cuando de esta palabra se transita tan fácilmente a otras como ‘borrón y cuenta nueva’, ‘olvido’, ‘amnistía’, ‘amnesia’” (M. López 2007, 86). A este respecto, véanse Allier (2010), Nora (2008), Reyes Mate (2008), Orozco (2009), Rabotnikof (2007b), Todorov (2000) y Bensoussan (1998).

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justicia transicional en tanto que conjunto de mecanismos empleados en condiciones extraordinarias que debían conducir hacia la democracia y la paz38. Estos mecanismos, sin embargo, han tenido éxitos relativos. Lo anterior se tradujo en una preocupación político-institucional de ciertos países por la recuperación y el tratamiento de las huellas vivas del pasado violento (genocidios, masacres, violaciones a los derechos humanos y trauma social) en el presente (véase Roth-Arriaza 2006, 2). Esto implicó acercar a víctimas y victimarios (para que se involucraran en los procesos de verdad), garantizar que los derechos de las víctimas a la justicia y a la reparación fueran respetados y reformar las instituciones políticas y judiciales, con el fin de fortalecer la democracia y garantizar la plena defensa de los derechos humanos (véanse Anderlini, Pampell y Kays 2007; Orozco 2009). La puesta en marcha de la justicia transicional trajo consigo la aplicación de mecanismos oficiales de trámite y rituales institucionales de representación del dolor, como tribunales internacionales, comisiones históricas, cortes de justicia locales (véanse Mobekk 2005), programas de asistencia legal, mecanismos de reparación material y simbólica a las víctimas, estrategias de desmovilización y reinserción de actores armados a la vida civil, diseño de lugares de memoria, creación de museos y construcción de escenarios de convivencia (véanse Reyes Mate 2008; Rufer, 2010). En ese orden de ideas, no extraña que, desde los años ochenta, hayan aparecido todo tipo de comisiones y expertos en traumas sociales (véanse Castillejo 2010; Jiménez 2008). Muchos países aplicaron, de una u otra manera, las herramientas de la justicia transicional: Argentina, Chile, Uruguay, Sudáfrica, Guatemala, El Salvador, Irlanda del Norte, Burundi, Sri Lanka, Perú, Ecuador y Colombia. En varios de ellos se instalaron comisiones de verdad, de reconciliación o de esclarecimiento histórico. Estas comisiones operaron con mandatos presidenciales o internacionales de corta duración, para investigar los hechos de violencia y sus causas. Muchas de ellas, que contaron con un relativo grado de legitimidad política y social, generaron recomendaciones a los gobiernos para los procesos de reconciliación. Los resultados de estos procesos no fueron los mismos en todos los países. En Sudáfrica, se lograron avances en la creación de condiciones de posconflicto (véase Castillejo 2009), pero todo el proceso se centró en el problema de la verdad y se dejó de lado el problema de la justicia. En Guatemala y El Salvador, en cambio, el esclarecimiento de la verdad de los crímenes cometidos por agentes privados o estatales fue muy pobre. En 38

Esta justicia se ha transformado desde la Segunda Guerra Mundial. En la actualidad, se encuentra en un momento de expansión y normalización. Para una ampliación de este tema, véanse Teitel (2000, 2003), de Greiff (2006), Elster (2006), Osiel (2000), Uprimny y Saffon (2010), Garzón (2011) y Rincón (2010).

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Uruguay y España, se canjeó la verdad por una reconciliación forzada y se decretó el cierre del pasado, en procura de una transición democrática (véanse Aguilar 1996; Dutrénit y Varela 2010; Allier 2010) (en estos casos, podríamos pensar que la advertencia de ciertos intelectuales39sobre los alcances políticos del olvido fue desoída). En otros países, la reconciliación nacional (pactada por los responsables de los nuevos gobiernos democráticos, los poderes de facto del antiguo régimen y algunas organizaciones de derechos humanos) no se tradujo en reconciliación y en recuperación del tejido social (véase Reyes Mate 2008). ¿Cómo evaluar el modelo colombiano de justicia transicional en este marco global? El modelo colombiano está atravesado por las narrativas transnacionales de la justicia transicional y por las luchas memoriales nacionales. En Colombia, han entrado a ser parte de este esquema actores que estaban ausentes de los marcos en los que se movieron las comisiones analizadas en los dos capítulos anteriores, por ejemplo, los agentes del Estado y los desmovilizados involucrados en crímenes, las organizaciones de víctimas, los colectivos de derechos humanos y los profesionales del activismo (Orlando Naranjo y Maritze Trigos, comunicación personal). Las narrativas transicionales y el boom humanitario han sido usados por las organizaciones de víctimas para exigir más justicia, mejores reparaciones y condenas ejemplares para los victimarios. En Colombia, estas exigencias han sido hechas, por ejemplo, por los familiares de las víctimas de la masacre de Trujillo, la Asociación Caminos de Esperanza Madres de la Candelaria, la Asociación de Mujeres del Oriente Antioqueño (amor), la Iniciativa de Mujeres por la Paz (imp), la Ruta Pacífica de las Mujeres, la Red de Mujeres del Caribe, el Movimiento de Víctimas de Crímenes de Estado (Movice) y los Hijos e Hijas por la Memoria y contra la Impunidad. Sin embargo, las memorias también han sido usadas por los fabricantes de silencios y olvidos. El caso más llamativo de este uso de la memoria es el de varios paramilitares, que han negado los crímenes que se les imputan40. Junto con los discursos transicionales, cada vez se hacen más visibles los relatos del conflicto en el país. Estos relatos no son narrativas oficiales, sino tecnologías plurales y performativas sobre el pasado (véase Uribe 2009) o producciones públicas sobre el pasado (véase Rufer 2010, 30). Algunas memorias de las víctimas se han convertido en best sellers, como ha pasado con los informes del Grupo de Memoria Histórica. A esto se añade la activación de unos mercados de memorias, las oficiales, las subalternas, las de denuncia, las de resistencia y las negadoras.

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Por ejemplo, Benjamin (2005), Levi (1994, 2002), Ricoeur (1999) y Yerushalmi (1998). Un caso ejemplar es el del paramilitar Ramón Isaza, que, en junio de 2007, en una declaración a la Fiscalía, aseguró no recordar los delitos que había cometido.

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En las luchas memoriales por la representación del pasado, la descripción del presente y la construcción del futuro de la nación, se enfrentan víctimas, organizaciones, expertos, organismos de cooperación, perpetradores, jueces, fiscales, medios de comunicación, etc. En esta lucha se debaten, finalmente, las razones del olvido y los deberes de la memoria.

Deber de memoria y razones de olvido en Colombia: ¿es posible el equilibrio reflexivo? Es innegable que la justicia transicional en Colombia se ha movido entre el deber de la memoria y las razones del olvido41. De hecho, los analistas hablan de un equilibrio precario entre la sanción a los criminales y la búsqueda de paz, entre la recuperación de la memoria histórica y jurídica a favor de las víctimas y la reconciliación a favor de la unidad nacional (véase Uprimny y Saffon 2005). ¿A qué obedece este equilibrio precario? Una respuesta es que obedece a los legados institucionales de los contextos de represión y conflicto (véase Barahona, Aguilar y González 2002), como ocurrió en Chile, Sudáfrica y Uruguay42. En Chile, el deber de memoria tuvo que lidiar con una doble faceta de la transición. De una parte, con la transición, se legitimó políticamente la democracia como mecanismo formal para procesar los conflictos y superar el trauma de la dictadura. De otra parte, también con la transición, se construyó socialmente una política del silencio. La diada democracia-silencio fue la clave para garantizar la concertación (véase Lechner 2002). El deber de memoria pronto cedió su lugar al olvido. En esencia, a favor de la concertación, se canjeó mucha verdad. En Sudáfrica, la transición permitió conocer las graves violaciones de los derechos humanos, pero dejó de lado las violencias de la vida cotidiana y el desplazamiento forzado (véase Castillejo 2010, 43). En Uruguay, el pacto llevado a cabo entre el Partido Colorado y el Frente Amplio con los militares permitió una leve transición democrática, pero blindó jurídica y políticamente a los militares frente a una posible revisión del pasado. Ello quedaría ratificado en la tristemente célebre Ley de Caducidad de la Pretensión Punitiva del Estado de 1986 (véanse Dutrénit y Varela 2010; Allier 2010). En Colombia, también se habría dado primacía a la paz y a la reconciliación nacional sobre las exigencias de castigo a los violadores de derechos humanos y a la necesidad de administrar oficialmente ciertas verdades y narrativas sobre el pasado (véase Cortés 2009, 88). Así, el gobierno de Uribe Vélez negó la existencia de un conflicto 41

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Para un balance del ejercicio de la justicia transicional en Colombia, véanse Orozco (2009), Pizarro (2010), Rangel (2009), Díaz, Sánchez y Uprimny (2009), Jaramillo (2010a) y Centro de Memoria Histórica (2012a, 2012b). García (2013) realiza una evaluación crítica del tema, desde la perspectiva de las víctimas. Para ampliar este tema, véase Jaramillo (2009).

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armado, no estableció unas medidas suficientes de justicia, verdad y reparación para las víctimas, fue laxo en el castigo a los victimarios y negó la responsabilidad histórica del Estado en la guerra y en los crímenes perpetrados por servidores públicos. Según Iván Orozco (2009), en nuestra justicia transicional, tal y como ha operado, existe una disputa entre una visión contextualista-realista y una visión universalista-idealista en torno a la memoria y al olvido. En ese sentido, la justicia transicional colombiana ha tenido que enfrentar dos dilemas. Primero, el hecho de que unas cuotas altas de memoria pueden contribuir a la lucha contra la impunidad, pero que, al mismo tiempo, pueden ser un obstáculo para la transición. Esto condujo al gobierno a bajar los máximos de justicia, verdad histórica y judicial, memoria y reparación, con el fin de favorecer los mínimos de reconciliación nacional. Sin embargo, como ha sugerido Reyes Mate (2008), el gobierno no ha sopesado lo suficiente la relación entre reconciliación nacional y reconciliación social. Segundo, el hecho de reconocer que dosis elevadas de olvido hacen imposible la justicia, la verdad y la memoria. En coyunturas críticas, algunos actores institucionales y sociales demandarían olvidos, cierres de la historia, especialmente cuando está en juego la reconciliación nacional. Ahora bien, ¿qué olvidar?, ¿qué historia cerrar?, ¿por cuánto tiempo? En este punto, es necesario tener en cuenta que, frente al pasado, por más que se quiera, nunca hay un cierre definitivo. En efecto, cuando el pasado retorna, lo puede hacer a través de formas más radicales. Ante un posible cierre y retorno del pasado, debemos considerar tres puntos. Primero, la temporalidad del conflicto y su implicación en la reconstrucción histórica. Segundo, el problema de la tierra y de los territorios. Tercero, el tipo de escenarios de construcción de paz que queremos posicionar. En cuanto a la temporalidad del conflicto, de acuerdo con la Ley de Justicia y Paz, la guerra en el país habría comenzado en 1964, con las farc, y terminaría en 2005, con las políticas de Uribe Vélez. Pero ¿esto es razonable? ¿Qué se estaba abarcando y qué se estaba dejando por fuera? Alargar y acortar el período de la guerra tiene repercusiones en la memoria y en el olvido que queramos decretar para el país. En cuanto al problema de la tierra, es innegable que este sigue siendo uno de los puntos centrales de nuestra guerra. Sin embargo, aún no se sabe cuánta tierra se ha usurpado en este conflicto. En ese sentido, tasar por encima o por debajo lo que ha sido objeto histórico de despojo, especialmente en esta coyuntura, puede generar efectos contrarios a la reconciliación (Absalón Machado, comunicación personal). En cuanto al tipo de escenarios de construcción de paz, es importante considerar qué clase de paz se busca. En efecto, todo dependerá, como lo afirma Rettberg (2003), de si la apuesta es por una paz maximalista, minimalista o intermedia. La paz maximalista implica justicia y bienestar para todos, la remoción de las secuelas del conflicto y reformas institucionales estructurales (reformas del Estado y del sistema económico). Este tipo de paz demanda tiempo y una enorme 181


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dosis de memoria. La paz minimalista implica un cese de hostilidades entre las partes, medidas para evitar recaer en la guerra, la reconstrucción de la infraestructura y la eliminación de los incentivos que provocan el conflicto. Este tipo de paz es factible a corto plazo y puede requerir ciertos cierres pragmáticos del pasado. Finalmente, la paz intermedia requiere el cese de hostilidades, bases sociales y económicas para evitar una recaída en la violencia, reformas estructurales estratégicas (como la transformación del sistema electoral, la transformación de la administración de justicia, la transformación de las Fuerzas Armadas, la generación de prácticas de buen gobierno, la generación de mecanismos sostenibles de reintegración de los excombatientes y estrategias de resolución pacífica de disputas cotidianas) y ejercicios de memoria histórica que no impidan la reconciliación, sino que la potencien. En teoría, el país debería apostar por este tipo de paz. ¿Imposible pensar en un escenario de equilibrio reflexivo entre memoria y olvido para el caso colombiano? Según Iván Orozco (2009), el maximalismo memorial y el pragmatismo de las razones olvidadizas, vistos por separado, generan tensiones y enormes costos emocionales y sociales para una nación como la colombiana. Esto, por supuesto, tiene hondas repercusiones para las víctimas. Sin embargo, examinados de manera conjunta, el maximalismo memorial y el pragmatismo de las razones olvidadizas podrían llevar a pensar en la necesidad de un equilibrio para la aplicación de la justicia transicional43. En esta perspectiva, nuestra justicia transicional sería no solo un conjunto de mínimos normativos, sino un campo de batalla entre razones memoriosas y razones olvidadizas, un lugar en el que se confrontan el universalismo de los derechos y el relativismo de las éticas contextuales (véase Orozco 2009, 75). Bajo ese equilibro reflexivo, el Estado no sería el responsable absoluto de la barbarie (véase Orozco 2009, 138), sino que habría que considerarlo como un responsable parcial. En ese sentido, este equilibro reflexivo implica que, en contextos fragmentados de monopolio de la violencia y soberanías en vilo, la responsabilidad absoluta o la negación total de responsabilidad pueden traer dificultades para los procesos transicionales. Frente a esto, necesitamos, entonces, una posición que logre el óptimo entre un maximalismo de verdad y un minimalismo de culpas, es decir, una posición de responsabilidad parcial histórica del Estado colombiano. Desde esa perspectiva, dado que las responsabilidades por los crímenes están repartidas entre las partes en conflicto, lo mejor sería atreverse a pasar la página. Esto estaría en consonancia con la tesis, planteada por Orozco (2009), de que, en nuestro país, opera una victimización de tipo horizontal y simétrico, en la que víctimas y

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Para ampliar este punto, véase Rettberg (2003).

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victimarios deambulan en una especie de zona gris44. En este escenario, las víctimas, con el tiempo, se transforman en victimarios y los victimarios, en víctimas, en un ciclo que se repite sin cesar. Sin embargo, como existen vasos comunicantes entre víctimas y victimarios, los dos reconocen, tarde o temprano, la necesidad pragmática de la reconciliación. Una alternativa transicional como esta, como lo señala Orozco, alejada de polarizaciones, podría despertar “mayor simpatía y espíritu de colaboración en la comunidad internacional y favorecer una solución negociada a la guerra degradada que vive el país” (2009, 140). Aunque esta postura puede resultar atractiva, es necesario evaluar sus consecuencias. En efecto, es cierto que aceptar responsabilidades parciales del Estado o responsabilidades diseminadas entre todos los actores ayudaría a generar ambientes de negociación. Sin embargo, también es cierto que habría que determinar en qué medida esta postura favorece la disolución de las responsabilidades jurídicas, morales y políticas de los bandos en conflicto. En la historia nacional, se han diluido las responsabilidades individuales en favor de responsabilidades colectivas. De hecho, esta fue la apuesta de la Comisión Investigadora de 1958 (con su operación de paz) y de la Comisión de Expertos de 1987 (con la fórmula de la cultura democrática). Sin embargo, tomar este camino, desde nuestro punto de vista, acarrearía el riesgo de querer equilibrar las cargas de responsabilidad, en una guerra en la que ocurrieron (y siguen ocurriendo) masacres, no simplemente actos violentos aislados, arbitrariedades o excesos en el combate. En estas masacres, las intencionalidades, los recursos, las lógicas de terror y las estrategias de victimización de los actores no son simétricas, tal y como lo revelan los casos de Trujillo, El Salado, Bojayá, La Rochela, Bahía Portete, Remedios y Segovia (y todas las otras masacres que hacen parte de nuestra historia). Según Orozco, “una concepción balanceada de la justicia transicional implica llegar a un cierto equilibrio entre responsabilidades colectivas (políticas y legales, sincrónicas y diacrónicas) e individuales” (2009, 141). Pero ¿cómo garantizar política y jurídicamente el equilibrio entre verdad y justicia, entre normas abstractas y medidas concretas, cuando las víctimas no fueron atendidas debidamente en el proceso de Justicia y Paz? Este no es solo un tema de reflexión sociológica, sino que tiene un trasfondo filosófico. ¿Cómo entendemos las víctimas en Colombia? Orozco (2009) afirma que existe una enorme diferencia de poder entre las víctimas. En efecto, una cosa es el poder de las víctimas de la guerrilla y otra cosa es el poder de las víctimas de los paramilitares. Además, también hay diferencias de poder en el 44

Con este término, Primo Levi señalaba la situación de búsqueda de alternativas de sobrevivencia dentro de los campos de concentración. Para una discusión sobre el tema de la victimización horizontal, se recomienda revisar la noción de victimización múltiple, sugerida por Uprimny y Saffon (2005).

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interior de un mismo grupo de víctimas. Esto es consecuencia de la falta de acceso a los procedimientos de justicia, de la falta de representantes legales, de la ignorancia acerca de los procesos jurídicos o de las instancias a las que deben acudir, de la instrumentalización por parte de líderes inescrupulosos, etc. En suma, la idea de encontrar un equilibrio reflexivo entre razones para el olvido y razones para la memoria es difícil de materializar en las actuales circunstancias del país. Tal vez tengamos que esperar unos años más, para determinar si hemos avanzado en esta materia con la actual Ley de Víctimas. Por ahora, sin más preámbulos, concentrémonos en la experiencia del Grupo de Memoria Histórica.

El clima operativo y posoperativo El Grupo de Memoria Histórica (2008-2011) fue decisivo en la coyuntura en la que se desplegó la justicia transicional y en la generación de nuevas tramas narrativas sobre la violencia. Y lo fue por varias razones. En primer lugar, porque evidenció cómo opera la construcción de relatos sobre el terror pasado y presente y cómo se recuperan memorias sobre masacres y experiencias de resistencia y dignidad, que ayudan a que los sobrevivientes trasciendan la experiencia de victimización y estigmatización. En segundo lugar, porque evidenció cómo, a través de las víctimas, se ponen en escena micropolíticas de memoria. En tercer lugar, porque ayudó a ver la mutación que sufren los expertos del país, cuando se vinculan a experiencias reconstructivas. A continuación, revisaremos algunas de las lógicas operativas y posoperativas del Grupo de Memoria Histórica. Para ello, comenzaremos por la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación (cnrr), ya que el Grupo de Memoria Histórica era una de sus subcomisiones.

La Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación (cnrr): conformación, filosofía, fases de trabajo y balances La Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación (cnrr), sin la cual es imposible entender el Grupo de Memoria Histórica, fue creada mediante los Artículos 50, 51 y 52 de la Ley de Justicia y Paz. La comisión, que tenía una vigencia de ocho años (hecho que la convierte en la comisión con el mandato más largo que se ha creado en el país y probablemente en el mundo45), era una entidad autónoma, de composición mixta y sin personería jurídica. Su objetivo principal era hacer un “seguimiento a los 45

Para otros casos, véanse Hayner (2008) y Grandin (2005).

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procesos de reincorporación y a la labor de las autoridades nacionales y locales, con el fin de garantizar la desmovilización plena de los grupos armados ilegales y evaluar la reparación y la restitución a las víctimas” (cnrr 2006a). De acuerdo con el Artículo 52 de la Ley de Justicia y Paz, las responsabilidades de esta comisión eran garantizar a las víctimas su participación en los procesos judiciales y la materialización de sus derechos, presentar un informe público sobre las razones del surgimiento y la evolución de los grupos armados ilegales, llevar a cabo un seguimiento a los procesos de reincorporación de los excombatientes a la vida civil, realizar una evaluación periódica de las políticas de reparación señalando recomendaciones al Estado para su adecuada ejecución, presentar en dos años un informe acerca del proceso de reparación a las víctimas, recomendar los criterios para las reparaciones a las víctimas, coordinar la actividad de las comisiones regionales para la restitución de bienes y adelantar acciones de reconciliación para impedir la aparición de nuevos hechos de violencia. La ley contemplaba que la cnrr estaría integrada por cinco representantes de la sociedad civil, por dos representantes de las organizaciones de víctimas, por el vicepresidente de la república o su delegado, por el procurador general de la nación o su delegado, por el ministro del interior o su delegado, por el ministro de hacienda o su delegado, por el defensor del pueblo y por el director de la Agencia Presidencial para la Acción Social. A primera vista, la cnrr fue un organismo inédito en el país, por su carácter pluralista, que se reflejó “en los perfiles de quienes la integraron y en el equilibrio regional, político y de género que la sostuvo” (cnrr 2006a)46. Examinemos de manera más detenida su conformación. Figura 14 Prioridades de la cnrr

Fuente: El País, 12 de septiembre de 2005.

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En el proyecto original, presentado por Sabas Pretelt, ministro del interior de esa época, no fueron tenidas en cuenta las organizaciones de víctimas. Estas fueron incluidas tras un debate en el Congreso encabezado por Carlos Gaviria.

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En septiembre de 2005, el presidente Álvaro Uribe Vélez eligió a los representantes de la sociedad civil. El 11 de septiembre del mismo año, en Antioquia, el alto comisionado para la paz, el psiquiatra Luis Carlos Restrepo, anunció los nombres de los tres primeros miembros: Eduardo Pizarro (que fue nombrado presidente de la comisión, función que desempeñó hasta diciembre de 2010), Jaime Jaramillo Panesso (abogado, representante a la Cámara entre 1974 y 1978 y asesor de paz y cultura de la Gobernación de Antioquia cuando Álvaro Uribe Vélez fue gobernador) y monseñor Nel Beltrán (obispo de Sincelejo y fundador de la Red de Desarrollo de los Montes de María). Aunque la ley exigía que el vicepresidente de la república presidiera la comisión, Francisco Santos, vicepresidente en ejercicio, adujo que, para evitar la interferencia del gobierno, entregaría esa función a un académico. A mediados de septiembre, en Bogotá, se anunciaron los representantes de la sociedad civil que faltaban: Ana Teresa Bernal, coordinadora de la Red de Iniciativas por la Paz y contra la Guerra (Redepaz), que, en 2012, pasó a ser la alta consejera distrital para los derechos humanos de las víctimas, y Patricia Buriticá, miembro de la Central Unitaria de Trabajadores (cut) y de la Iniciativa de Mujeres Colombianas por la Paz (imp). En representación del procurador general de la nación, se nombró a Patricia Linares, abogada y profesora universitaria. En representación del ministro del interior, se nombró a Ximena Peñafort, viceministra de justicia. En representación del ministro de hacienda, se nombró a Fernando Jiménez Rodríguez, subdirector de la Administración General del Estado. El defensor del pueblo era Vólmar Pérez y su delegado fue David Peña. El director de la Agencia Presidencial para la Acción Social era Luis Alfonso Hoyos y su delegada fue Marlén Mesa, subdirectora de atención a víctimas. El 22 de febrero de 2006, el gobierno nombró a otro miembro, Gustavo Alberto Villegas Restrepo, administrador de empresas y director del Programa de Paz y Reconciliación de la Alcaldía de Medellín. Gustavo Alberto Villegas remplazó a Eduardo Pizarro, que no ejerció la presidencia de la comisión en calidad de integrante designado por el presidente de la república, como se anunció al comienzo, sino como delegado del vicepresidente de la república. Un decreto reglamentario exigió una convocatoria pública y estableció los requisitos que debían satisfacer las organizaciones de víctimas que postularan candidatos. El 16 de enero de 2006, se abrió la convocatoria pública. Varios representantes de grupos de víctimas se manifestaron en contra del proceso de selección, aduciendo que los requisitos establecidos excluían a muchas de las agrupaciones, pues se les exigía una personería jurídica. La convocatoria para la selección de los representantes de la sociedad civil se cerró el 21 de febrero. En total, se recibieron 23 hojas de vida. A comienzos de marzo, se anunció la elección de Patricia Helena Perdomo González, miembro de la Fundación País Libre, y de Régulo Madero Fernández, miembro de la Corporación Nación. Patricia Helena Perdomo González representaba 186


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el activismo y el liderazgo de las mujeres. Régulo Madero Fernández representaba (aparentemente) la defensa de los derechos de las víctimas, gracias a su trabajo en el Norte de Santander y en la región del Magdalena Medio. Aunque la cnrr afirmó que la postulación de Régulo Madero Fernández había sido respaldada por un número significativo de grupos de víctimas, algunas organizaciones protestaron y desmintieron públicamente tales afirmaciones. Este episodio dio lugar a que varios sectores de la sociedad cuestionaran los procedimientos de constitución de la cnrr. Tras dos meses dedicados a la selección de sus integrantes, la cnrr fue instalada el 4 de octubre de 2005, en el Palacio de Nariño. En el acto de lanzamiento, se anunció que la cnrr iniciaría labores en Norte de Santander, en La Gabarra, sector controlado por las autodefensas, donde se pondría en marcha la primera Comisión Regional de Restitución de Bienes. Sin embargo, luego se informó la suspensión de este viaje, por falta de preparación. La cnrr comenzó labores en octubre de 2005. Las labores se extendieron hasta finales de 2011. La primera fase de trabajo de la comisión, de octubre de 2005 a comienzos de 2006, fue exploratoria. La principal labor de los comisionados fue la fijación de los lineamientos filosóficos del organismo. En esta fase, los comisionados se confrontaron a sus propias visiones de la reparación, la reconciliación, la justicia, la verdad y la memoria (Patricia Linares, comunicación personal). Esto se tradujo en la publicación, a comienzos de 2006, de una hoja de ruta, con la que se pretendía la construcción de un modelo colombiano de reparación y reconciliación, que debía ser sometido a un debate público de dos meses (véase cnrr 2006a). Según la hoja de ruta, la cnrr se enfocaría en la consecución de verdad, justicia, reparación, garantías de no repetición y reconciliación. El presidente de la comisión consideraba que el modelo colombiano sería una mezcla entre el modelo sudafricano y la Comisión Nacional sobre la Desaparición de las Personas de Argentina (véase Fundación Ideas para la Paz 2009). En la hoja de ruta se estableció que la cnrr debía garantizar la participación activa de las víctimas en el esclarecimiento de la verdad judicial y reconstruir una historia compartida, a través del estudio de las causas y la evolución de los grupos armados ilegales en el país (véase cnrr 2006a). En cuanto al tema de la justicia y la reparación, en la hoja de ruta se afirmó que las funciones de la cnrr eran las de garantizar la participación de las víctimas en los procesos judiciales, hacer recomendaciones para la ejecución de los recursos del Fondo para la Reparación de las Víctimas e impulsar las comisiones regionales para la restitución de bienes. La segunda fase, que tuvo lugar entre enero y septiembre de 2006, fue la de visualización de la entidad. Esta fase se caracterizó por la búsqueda de asesoría técnica y respaldo internacional y por la formulación de reglas de funcionamiento. En esos nueve meses, la comisión adelantó reuniones de discusión con la sociedad civil, buscó apoyo económico y estableció vínculos de cooperación con Suecia, Holanda, Suiza, 187


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Alemania, Canadá, Estados Unidos, Alemania, Japón, Italia, España y la Unión Europea. Buena parte de los recursos para su funcionamiento provino de las agencias de cooperación de estos países La tercera fase, la fase de planeación y procesos consultivos, se adelantó entre septiembre y diciembre de 2006. En esta fase, se definieron las áreas de trabajo de la comisión (reparación y atención a víctimas, desmovilización, desarme y reinserción, memoria histórica, reconciliación, género y poblaciones específicas) y se redactó un documento sobre los fundamentos operativos de la comisión (véase cnrr 2006b). En este documento, la cnrr formuló la propuesta del Programa Nacional de Reparaciones (pnr). En esta fase, se iniciaron los procesos consultivos con los sectores de la sociedad afectados por el conflicto. Estas consultas se llevaron a cabo, entre octubre y diciembre de 2006, en Antioquia, Sincelejo, Bucaramanga, Barranquilla, Cali y Boyacá. En esta fase, se decidió la creación de cinco sedes regionales, con el fin de descentralizar el proceso, y se convocaron las comisiones regionales de restitución de bienes. La primera sede de una de estas comisiones se instaló en Medellín, el 13 de octubre de 2006. Durante esta fase, la cnrr recibió la asesoría de especialistas internacionales en protocolos de atención a víctimas y se firmaron acuerdos de cooperación con la Organización Internacional para las Migraciones (oim), con la Red de Iniciativas por la Paz (Redepaz), con la Asociación Caminos de Esperanza Madres de la Candelaria y con la Corporación Nuevo Arco Iris, con el fin de acompañar y asesorar a las víctimas en todo el territorio nacional. La cuarta fase, de fortalecimiento, tuvo lugar entre enero de 2007 y octubre de 2008. En esta fase, la comisión realizó diálogos políticos en las regiones, diseñó proyectos pilotos de reparación colectiva y creó seis de las trece sedes regionales (centro, Sincelejo, nororiente, Barranquilla, Valle del Cauca y Putumayo), con el apoyo de la Agencia del Gobierno de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (Usaid). Los proyectos pilotos de reparación colectiva tuvieron lugar en Libertad (Sucre), La Gabarra (Norte de Santander), El Salado (Bolívar), Antioquia, Córdoba, Santander, Buenos Aires (Cauca), el Tigre (Putumayo), Jiguamiandó y Curvaradó (Chocó). Estos proyectos sirvieron para la formulación del Programa Institucional de Reparación Colectiva (pirc). En esta fase, comenzó a funcionar el proceso de reparación individual por vía administrativa, tras la aprobación, en abril de 2008, del Decreto 1290. La quinta fase, la de incidencia estratégica, se desarrolló entre octubre de 2008 y septiembre de 2011. En esta fase, la comisión concentró sus esfuerzos en profundizar los diálogos políticos en las regiones, en los diagnósticos, en la construcción de los planes de reparación colectiva, en la entrega de reparaciones individuales por vía administrativa y en la configuración de las comisiones regionales de restitución de bienes (véase cnrr 2009b). Para desarrollar todas sus actividades, la cnrr contó con recursos nacionales e internacionales. En un informe de gestión presentado en 2009, se publicaron las siguientes cifras. En 2006, el gobierno le había asignado 1.300 millones de pesos (700.000 dólares); 188


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en 2008, 5.829 millones de pesos (3 millones de dólares) y en 2009, 8.000 millones de pesos (4 millones de dólares). En 2008, por cooperación internacional, la comisión había recibido 6.000 millones de pesos (3 millones de dólares) (véase cnrr 2009a). A diciembre de 2010, el equipo de trabajo de la cnrr era de 139 personas. Estos datos revelan las diferencias con respecto a otras comisiones del mundo, mucho más costosas y con mayor personal, pese a tener un mandato más corto. Tal es el caso de la Comisión para la Verdad y la Reconciliación sudafricana (1995-1998), que costó 18 millones de dólares al año y empleó 350 personas; de la Comisión de Esclarecimiento Histórico de Guatemala (1997- 1999), que costó 11 millones de dólares y tuvo un equipo de 250 personas, y de la Comisión de la Verdad y de la Reconciliación de Perú (2001-2003), que costó 11,7 millones de dólares y tuvo 250 personas (véase Ideas para la Paz 2009). Ahora bien, en un informe de gestión de la Unidad para la Atención y Reparación Integral a las Víctimas, entidad que fue creada tras la desaparición de la cnrr, se informó que, a diciembre de 2012, el personal de planta llegaba a 680 empleados, cifra que es superior si tenemos en cuenta los contratistas que prestan servicios especiales, que ascienden a 1.389 personas. Estas cifras revelan la magnitud burocrática de los dispositivos transicionales en el país. En medio del conflicto, la cnrr se presentó como un híbrido entre una comisión extrajudicial y una comisión de esclarecimiento. Al menos por cuatro razones, esta comisión no fue una comisión de la verdad. La primera razón fue la falta de mayor legitimidad en el nombramiento de sus miembros. La mayoría de las comisiones reconocidas en el mundo gozaron de gran legitimidad, gracias al proceso de nombramiento de sus integrantes, que implicó la realización de consultas a la sociedad y la no intervención de las ramas ejecutivas del poder. Los candidatos seleccionados eran, en la mayoría de los casos, personalidades públicas independientes del gobierno de turno. En el caso colombiano, el gobierno incidió desde el inicio en el nombramiento de los representantes y no hubo consultas amplias para saber cómo y quiénes podían integrar la comisión. La presencia de personas vinculadas con la administración y con sus idearios (Sabas Pretelt y Jaime Panesso, por ejemplo) fue una cortapisa a la autonomía de la comisión. En ese orden de ideas, para algunos analistas, la cnrr fue un organismo dependiente de la política gubernamental de seguridad y consolidación democrática, lo que profundizó su ilegitimidad como interlocutor válido de muchos sectores (Marcela Ceballos, comunicación personal). La segunda razón fueron las limitaciones de su mandato legal, en especial en lo concerniente a la verdad judicial y a la relación entre verdad histórica y judicial. El mandato legal asignó a la cnrr la tarea de redactar un informe que diera cuenta de las razones del surgimiento de los grupos armados ilegales y de su evolución. Sin embargo, al mismo tiempo, el mandato legal limitó el alcance de dicho informe, dado 189


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que él no tendría consecuencias judiciales. Y nos las tendría por varias razones: por la continuidad de la guerra, por la salvaguarda de los investigadores y por la protección de los testigos. En este proceso, se creyó que la reconstrucción de los patrones de victimización (por grupos armados y por regiones) serviría para ilustrar, informar y contextualizar las decisiones judiciales y políticas de reparación. De hecho, los informes han servido como material de consulta de jueces y fiscales. La tercera razón fue la parcialidad de las voces de los victimarios. Gracias a las versiones libres, se han conocido, de manera fragmentada, algunos testimonios de paramilitares. Sin embargo, no se han conocido muchos testimonios de guerrilleros ni de agentes armados del Estado (policías y militares). Las verdades que se han contado no han surgido de manera espontánea, sino como respuesta a cálculos estratégicos de los victimarios, para conservar bienes, para evitar penas, etc. En ese sentido, se ha conocido una cara de la verdad histórica, pero falta la otra cara, la de las farc y el eln (Eduardo Pizarro, comunicación personal). La cuarta razón fue la falta de una transición efectiva de una situación de guerra a una situación de paz. En 2011, se notaban las limitaciones de los dispositivos transicionales en las regiones. Algunos funcionarios de la cnrr vieron limitado su accionar, por la negación rotunda del conflicto armado interno por parte del gobierno de Álvaro Uribe, y tuvieron que sortear las dudas sobre su legitimidad y su autonomía frente al proyecto ideológico de la seguridad democrática (María Victoria Uribe, comunicación personal). A esto se sumó que no hubo una desmovilización efectiva de todas las estructuras paramilitares, lo que hizo que la comisión se desdibujara y perdiera eficacia en muchas situaciones. Algunas personas cuestionaron el papel de la cnrr en la defensa de los derechos de las víctimas en las audiencias de versión libre (véase Corporación Viva la Ciudadanía 2008) y su falta de celeridad en la adopción de una política integral de restitución de bienes. Figura 15 Los altos costos de la desmovilización paramilitar

Fuente: El Heraldo, 14 de septiembre de 2010.

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Origen y formación del Grupo de Memoria Histórica El Grupo de Memoria Histórica nació el 20 de febrero de 2007, en el marco de un documento en el que se esbozaron los lineamientos filosóficos y operativos de la cnrr. Desde enero de 2006, para los comisionados era claro que este organismo debía buscar la verdad histórica de lo sucedido en el conflicto, a través de una memoria compartida. Además, la Ley 975 los obligaba a entregar un informe público sobre el origen y la evolución de los grupos armados ilegales. Así, entre el imperativo ético de producir una memoria plural y el mandato político de producir un informe especializado, nació el Grupo de Memoria Histórica. Según Patricia Linares, comisionada en representación del procurador general de la nación, al comienzo no se sabía quién escribiría el informe y cuáles serían sus alcances. Lo que sí se sabía era que ninguno de los comisionados, excepto Eduardo Pizarro, tenía la experiencia para llevar a cabo esta tarea. En un pulso entre los comisionados próximos al gobierno (que defendían la idea de que había que tener un control absoluto sobre lo que se iba a decir, por ejemplo, Jaime Panesso) y los comisionados más técnicos (que defendían la idea de que el informe debía ser producido por académicos especializados), se decidió la formación del grupo de Grupo de Memoria Histórica. Tras un año de discusiones, la balanza terminó por inclinarse a favor de la segunda perspectiva, aunque se dejó claro que no se trataba de un grupo de estudio sobre el conflicto armado. La cnrr abrió una convocatoria pública para designar al coordinador general del grupo de trabajo, que debía reunir tres requisitos: acreditar un título de doctorado en el campo de las ciencias sociales y experiencia en la investigación histórica, ser un académico con amplio reconocimiento nacional e internacional en los estudios de la violencia y acreditar experiencia y habilidad para el trabajo en equipo. La persona nombrada debía presentar a la cnrr una propuesta de trabajo en un lapso no superior a dos meses contados a partir de su designación. A comienzos de 2007, se eligió a Gonzalo Sánchez, intelectual cuyas cartas de presentación ya las hemos analizado a propósito de su trabajo en la Comisión de Expertos. De acuerdo con nuestra investigación, tres factores fueron decisivos para la escogencia de los demás integrantes del Grupo de Memoria Histórica: la trayectoria académica, la sensibilidad por el trabajo con las comunidades y el activismo. La trayectoria explica la escogencia de Álvaro Camacho, académico que hizo parte de la Comisión de Expertos de 1987 y director del Centro de Estudios Sociales (ceso) de la Universidad de los Andes; de María Victoria Uribe, antropóloga, exdirectora del Instituto Colombiano de Antropología e Historia, y profesora de la Facultad de Jurisprudencia de la Universidad del Rosario; de Fernán González, historiador, investigador del Cinep y director del Observatorio Colombiano para el Desarrollo Integral, la Convivencia Ciudadana y el Fortalecimiento Institucional (Odecofi); de Iván Orozco, abogado, profesor universitario y experto en temas de justicia 191


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transicional; de Tatiana Rincón, abogada y profesora universitaria, y de Andrés Suárez, el más joven de los investigadores, sociólogo y consultor de varias entidades públicas. Figura 16 Miembros del grupo de Memoria Histórica. (De izquierda a derecha y de abajo arriba) Patricia Linares, Elizabeth Lira, Martha Nubia Bello, Ana Lía Campo, Paula Ila, Jesús Abad-Colorado, Laura Corral, Môe Bleeker, Pilar Gaitán, León Valencia, Nubia Herrera, Luis Carlos Sánchez, Donny Merteens, Daniel Pécaut, María Victoria Uribe, Gonzalo Sánchez, Andrés Suárez, María Emma Wills, Álvaro Camacho, Pilar Riaño, César Caballero.

Fuente: Centro de Memoria Histórica.

La sensibilidad por el trabajo con las comunidades explica el nombramiento de Martha Nubia Bello, trabajadora social, especialista en la atención psicosocial a comunidades desplazadas; de María Emma Wills, investigadora de la Universidad de los Andes, especialista en trabajos de género y procesos contenciosos; de Pilar Riaño, profesora de la Universidad de Columbia Británica, especialista en conceptualización de la memoria en comunidades violentadas, y de Jesús Abad Colorado, comunicador social, periodista y fotógrafo47. 47

Véanse, por ejemplo, Riaño (2006), Wills (2007) y Bello (2005).

192


3

El Grupo de Memoria Histórica (2007-2011)

El activismo explica el nombramiento de Patricia Linares y Nubia Herrera, funcionarias con amplia experiencia en la defensa de derechos humanos; de César Caballero, consultor del pnud y asesor del Departamento Nacional de Planeación; de León Valencia, analista, columnista, desmovilizado de la guerrilla, y de Rodrigo Uprimny, director del centro de investigación Dejusticia. Estos tres factores (la trayectoria académica, la sensibilidad por el trabajo con las comunidades y el activismo) influyeron en las imágenes del conflicto plasmadas en los informes del Grupo de Memoria Histórica. Si comparamos el Grupo de Memoria Histórica con la Comisión Investigadora de 1958 y la Comisión de Expertos de 1987, encontramos diferencias profundas en los criterios que se tuvieron en cuenta para los nombramientos de sus integrantes. En la Comisión Investigadora de 1958, se tuvo en cuenta que los comisionados compartieran el ideario del Frente Nacional. En la Comisión de Expertos de 1987, se tuvo en cuenta que los comisionados fueran especialistas en el área de la violencia. En el Grupo de Memoria Histórica, se tuvo en cuenta que los comisionados fueran expertos académicos y que tuvieran lazos con la sociedad civil. En este grupo, se buscó escoger intelectuales que no solo generaran un diagnóstico del presente del país, sino que asumieran una labor social activa, intelectuales que, en palabras de Gonzalo Sánchez, supieran sortear los desafíos de las demandas objetivas de un contexto de masacres y de resistencias sociales y las demandas subjetivas de las víctimas. En ese sentido, desde la óptica de Gonzalo Sánchez, este equipo realizaría un esfuerzo por hacer visibles las memorias de las víctimas, sin transformarse, sin embargo, en la conciencia ética de la sociedad (Gonzalo Sánchez, comunicación personal). Algunos miembros del grupo, sin embargo, no compartían del todo la postura del activismo intelectual. Desde nuestro punto de vista, esto demuestra que estamos ante unos expertos que han querido entrar en las memorias de las víctimas y ante otros expertos que han querido salir de ellas, para quedarse en el relato académico. Los que han querido entrar en las memorias de las víctimas apuestan por la pluralización de la memoria. Los que han querido salir de las memorias de las víctimas consideran que el grupo se debe centrar en el análisis de informes, patrones, lógicas y contextos de victimización (Pilar Riaño, comunicación personal). En ese orden de ideas, en el grupo, han existido negociaciones para alcanzar consensos conceptuales.

Ruta de trabajo del Grupo de Memoria Histórica El Grupo de Memoria Histórica es una experiencia muy reciente. Esto tiene una desventaja y una ventaja. La desventaja es que no ha habido tiempo suficiente para generar una distancia crítica que permita evaluar el proceso. La ventaja es que esta experiencia puede ser vista como una fotografía en medio de la continuidad del conflicto. 193


Jefferson Jaramillo Marín

De hecho, Gonzalo Sánchez habla de la tarea de este grupo como “un momento, una voz, en la concurrida audiencia de los diálogos de memoria que se han venido realizando en las últimas décadas en el país” (cnmh 2013, 16). En lo que sigue, intentaremos evaluar el trabajo del Grupo de Memoria Histórica, desde febrero de 2007 hasta mediados de 2011, fecha en la que terminamos el trabajo de campo para esta investigación. La ruta de trabajo del Grupo de Memoria Histórica tuvo tres fases. La primera fase inició a comienzos de 2007 y se extendió hasta junio de 2010. En esta fase, se llevaron a cabo cuatro tareas: la selección de los casos a estudiar, la construcción de las líneas de investigación centrales y transversales, la definición de las estrategias de trabajo e interacción con las comunidades y las instituciones, y el posicionamiento de estrategias para la divulgación de los materiales producidos (varios documentales, un libro, etc.). La segunda fase inició en junio de 2010 y se extendió hasta septiembre de 2011. Esta fase se caracterizó por la finalización de los proyectos en curso y la gestión de algunas propuestas de investigación que no estaban inicialmente contempladas. Respecto a los materiales producidos, se entregaron los informes sobre Bojayá, la Rochela, Bahía Portete y el informe de tierras, algunos documentales y material multimedia. En esta fase, fue crucial la búsqueda de financiación ante organismos internacionales. Entre los informes que fueron publicados por el Grupo de Memoria Histórica, en septiembre de 2011, se encuentran La masacre de El Tigre, Putumayo; San Carlos. Memorias del éxodo en la guerra; La huella invisible de la guerra. Desplazamiento forzado en la Comuna 13; Silenciar la democracia. Las masacres de Remedios y Segovia; Mujeres y guerra. Víctimas y resistentes en el Caribe colombiano; Mujeres que hacen historia. Tierra, cuerpo y política en el Caribe colombiano y El orden desarmado. La resistencia de la Asociación de Trabajadores Campesinos del Carare. En esta fase, se desarrolló, con el apoyo de la oea, un proyecto titulado “Memorias en diálogo y construcción”, que propició la formación de gestores de memoria de casos como las masacres de Trujillo (Valle) y Bojayá (Chocó). La tercera fase inició en septiembre de 2011 y finalizó en julio de 2013, con la entrega del informe ¡Basta ya! Colombia: memorias de guerra y dignidad, que realiza un balance sobre el origen de los actores armados ilegales y sobre los escenarios para la construcción de paz en el país. En esta etapa, se publicaron informes emblemáticos y temáticos como El Placer. Mujeres, guerra y coca en el bajo Putumayo; Nuestra vida ha sido nuestra lucha. Resistencia y memoria en el Cauca indígena; Justicia y Paz ¿Verdad judicial o verdad histórica?; Justicia y Paz. Los silencios y los olvidos de la verdad; Justicia y Paz. Tierras y territorios en las versiones de los paramilitares; Una verdad secuestrada: cuarenta años de estadísticas de secuestro (1970-2010) y Guerrilla y población civil. Trayectoria de las farc 1949-2013. En esta fase, el Grupo de Memoria 194


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El Grupo de Memoria Histórica (2007-2011)

Histórica, adscrito al Centro Nacional de Memoria Histórica, conjugó los procesos de construcción y visualización de memorias (por ejemplo, a través de la gestión y del apoyo a los museos locales de memoria).

Reconstrucción del mapa del terror y casos emblemáticos Un elemento central del trabajo del Grupo de Memoria Histórica ha sido la elaboración de un mapa de las masacres en el país, tarea que comenzó en 2007. Una masacre es “un homicidio intencional de cuatro o más personas en estado de indefensión y en iguales circunstancias de modo, tiempo y lugar, y que se distingue por la exposición pública de la violencia y el horror” (cnmh 2013, 36). El grupo ha identificado 1.982 masacres ocurridas entre 1980 y 2012, en las que hubo 11.751 víctimas. De este número, el 61,8% fue adjudicado a los paramilitares; el 17,6%, a los guerrilleros; el 7,4%, a la fuerza pública y un 12,6%, a grupos armados no identificados (véase cnmh 2013, 48). Gráfico 4 Evolución de las masacres de acuerdo con los presuntos responsables entre 1980 y 2012 180 160 140 120 100 80 60 40

0

1980 1981 1982 1983 1984 1985 1986 1987 1988 1989 1990 1991 1992 1993 1994 1995 1996 1997 1998 1999 2000 2001 2001 2003 2004 2005 2006 2007 2008 2009 2010 2011 2012

20

Grupos paramilitares

Guerrillas

Fuerza pública

Grupo armado no identificado

Fuente: cnmh 2013, 48.

195


Jefferson Jaramillo Marín

Como era imposible estudiar todas las masacres, dadas las limitaciones de tiempo, de recursos y de personal, el Grupo de Memoria Histórica decidió seleccionar ciertos casos emblemáticos producidos entre 1980 y 2012, sobre la base de la integración y del contraste de diversas fuentes de información (Cinep, versiones libres de la Unidad de Justicia y Paz, Comisión Interamericana de Derechos Humanos, etc.). Estos casos permitirían tener un conocimiento de las dinámicas del conflicto armado reciente y la integración de relatos personales, sociales y políticos de las víctimas (véanse Grupo de Memoria Histórica 2009a, 2009c). Veamos algunas de las características de esta metodología. El Grupo de Memoria Histórica consideró que los casos seleccionados deberían ilustrar procesos y tendencias de la violencia entre 1958 y 2012. En este período de 54 años, el Grupo de Memoria Histórica ha detallado cuatro momentos claves del desarrollo histórico del conflicto. El primer momento (1958 a 1982) fue la transición de la violencia bipartidista a la violencia subversiva. El segundo momento (1982 a 1996) se caracterizó por la proyección política, la expansión territorial y militar de las guerrillas, el acrecentamiento de las violencias cotidianas, el surgimiento de los grupos paramilitares, la crisis del Estado, la propagación del narcotráfico, la Constitución Política de 1991, los procesos de paz y las reformas democráticas del Estado. El tercer momento (1996 a 2000) se caracterizó por el recrudecimiento del conflicto armado, la recomposición del Estado en medio del conflicto y la polarización de la opinión pública hacia una solución militar. El cuarto momento (2005 a 2012) se caracterizó por el reacomodo del conflicto, con grupos armados fragmentados y cambiantes, negociaciones frustradas con los grupos paramilitares y apuestas transicionales en medio del conflicto (véase cnmh 2013, 111). En este amplio marco cronológico, los casos emblemáticos condensarían las causas de la violencia y las representaciones de las víctimas y de los perpetradores e integrarían memorias aisladas sobre los hechos, en un relato global interpretativo (María Emma Wills, comunicación personal).

196


3

El Grupo de Memoria Histórica (2007-2011)

Cuadro 4 Algunas masacres ocurridas en el país Masacre

Lugar

Año

Remedios

Antioquia

Agosto de 1983

Honduras y La Negra

Urabá

Marzo de 1988

La Mejor Esquina

Córdoba

Marzo de 1988

Puerto Araujo y Puerto Boyacá

Entre Santander y Boyacá

Octubre de 1988

Segovia

Antioquia

Noviembre de 1988

Simacota

Santander

Enero de 1989

La Rochela

Santander

Enero de 1989

Pueblo Bello

Antioquia

Enero de 1990

Paime

Cundinamarca

Septiembre de 1990

Soacha

Cundinamarca

Junio de 1993

Segovia

Antioquia

Abril de 1996

Pichilín

Sucre

Diciembre de 1996

Vegachi

Antioquia

Febrero de 1997

Mutatá

Antioquia

Mayo de 1997

Sabanalarga

Antioquia

Julio de 1997

Mapiripán

Meta

Julio de 1997

Remedios

Antioquia

Agosto de 1997

El Retiro

Antioquia

Agosto de 1997

Miraflores

Antioquia

Octubre de 1997

Dadeiba

Antioquia

Noviembre de 1997

San Carlos de Guaroa

Meta

Octubre de 1997

Ituango

Antioquia

Octubre de 1997

Miraflores

Guaviare

Octubre de 1997

El Aro

Antioquia

Octubre de 1997

Tocaima

Cundinamarca

Noviembre de 1997

Riosucio

Chocó

Diciembre de 1997

Puerto Alvira

Meta

Mayo de 1998

Barrancabermeja

Santander

Mayo de 1998

Sabanalarga

Antioquia

Julio de 1998

{continúa} 197


Jefferson Jaramillo Marín

Masacre

Lugar

Año

Barrancabermeja

Santander

Agosto de 1998

Ciénaga

Magdalena

Octubre de 1998

San Carlos

Antioquia

Octubre de 1998

Remedios

Antioquia

Noviembre de 1998

Barranco de Loba

Bolívar

Noviembre de 1998

Yolombó

Antioquia

Noviembre de 1998

Puerto Gaitán

Meta

Noviembre de 1998

Riosucio

Chocó

Diciembre de 1998

Villanueva

Guajira

Diciembre de 1998

San Pablo

Bolívar

Enero de 1999

Curumaní

Cesar

Enero de 1999

Apartadó

Antioquia

Enero de 1999

La Hormiga

Putumayo

Enero de 1999

El Piñón

Magdalena

Enero de 1999

Carmen de Bolívar

Bolívar

Marzo de 1999

San Carlos

Antioquia

Junio de 1999

Tierralta

Córdoba

Julio de 1999

Tibú

Norte de Santander

Julio de 1999

Tibú

Norte de Santander

Agosto de 1999

Yolombó

Antioquia

Agosto de 1999

Catatumbo

Norte de Santander

Agosto de 1999

Zambrano

Bolívar

Agosto de 1999

Heliconia

Antioquia

Octubre de 1999

Valle de Guamuez

Putumayo

Noviembre de 1999

Concepción

Antioquia

Diciembre de 1999

Astrea

Cesar

Enero de 2000

Yarumal

Antioquia

Enero de 2000

Urrao

Antioquia

Febrero de 2000

198

Ovejas

Sucre

Febrero de 2000

El Tarra

Norte de Santander

Febrero de 2000

El Salado

Bolívar

Febrero de 2000

Tibú

Norte de Santander

Abril de 2000


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El Grupo de Memoria Histórica (2007-2011)

Masacre

Lugar

Año

Carmen de Bolívar

Bolívar

Abril de 2000

San Carlos

Antioquia

Abril de 2000

Buenaventura

Valle

Mayo de 2000

Ciénaga

Magdalena

Agosto de 2000

Macayepo

Bolívar

Octubre de 2000

Granada

Antioquia

Noviembre de 2000

Sitio Nuevo

Magdalena

Noviembre de 2000

Ciénaga Grande

Magdalena

Noviembre de 2000

Tierralta

Córdoba

Septiembre de 2000

Coloso

Sucre

Septiembre de 2000

Trojas Cataca

Magdalena

Noviembre de de 2000

El Peñol

Antioquia

Enero de 2001

Chengue

Sucre

Enero de 2001

Yolombó

Antioquia

Enero de 2001

Cajibío

Cauca

Enero de 2001

Popayán

Cauca

Enero de 2001

Jamundí

Valle

Enero de 2001

Valparaíso

Caquetá

Febrero de 2001

Ovejas

Sucre

Marzo de 2001

El Naya

Cauca

Abril de 2001

Yolombó

Antioquia

Abril de 2001

San Carlos

Antioquia

Mayo de 2001

Tierralta

Córdoba

Mayo de 2001

Peque

Antioquia

Julio de 2001

Remedios

Antioquia

Julio de 2001

Calima

Valle

Agosto de 2001

Falán

Tolima

Septiembre de 2001

Buga

Valle

Octubre de 2001

Samaniego

Nariño

Octubre de 2001

Alejandría

Antioquia

Octubre de 2001

Corinto

Cauca

Noviembre de 2001

Sogamoso

Boyacá

Diciembre 2001

{continúa} 199


Jefferson Jaramillo Marín

Masacre

Lugar

Año

Bojayá

Chocó

Mayo de 2002

Segovia

Antioquia

Agosto de 2002

Valledupar

Cesar

Diciembre de 2002

Tierralta

Córdoba

Mayo de 2003

Buenaventura

Valle

Junio de 2003

Bahía Portete

Guajira

Abril de 2004

Mapiripán

Meta

Agosto de 2004

Puerto Libertador

Córdoba

Julio de 2008

Fuente: Elaboración propia, con base en datos obtenidos en la página web verdadabierta.com

Los casos emblemáticos sirven para dar cuenta de los entramados discursivos sobre el pasado. Con ellos, se busca dar peso a las distintas narraciones sobre los orígenes, las dinámicas y el crecimiento del conflicto armado en Colombia. Estos casos se organizaron a través de tres ejes: un eje narrativo (en el que se recuerda lo que ocurrió), un eje interpretativo (en el que se evidencia las razones de lo ocurrido) y un eje de sentido (en el que se registran las respuestas y las estrategias para afrontar los hechos por parte de las personas y de las comunidades) (véase cnmh 2013, 329). Los miembros del Grupo de Memoria Histórica hicieron énfasis en la articulación de los casos en una historia regional más amplia, aunque fueran diferentes de las versiones oficiales. Con los casos emblemáticos también se quería que lo regional sobresaliera, ya que la memoria del conflicto no podía concentrarse en un solo lugar del país, ni en un solo escenario de enunciación, ni en un solo núcleo de experiencias. Los casos emblemáticos fueron abordados, de manera complementaria, desde diferentes disciplinas. Así, para los juristas, los casos emblemáticos fueron una oportunidad para poner de relieve el grado de impunidad en Colombia. Para los sociólogos, los casos emblemáticos fueron el lugar para develar tendencias de la guerra y para detectar luchas sociales previas al conflicto. Para los antropólogos, los casos emblemáticos fueron el ámbito privilegiado para leer las batallas sociales en torno a la memoria y a la resistencia (María Emma Wills, comunicación personal). Los casos emblemáticos sirven a la víctima, al sobreviviente, al experto, al juez, al ciudadano, para poner en escena una memoria del dolor y para realizar una descripción densa de evidencias y testimonios que revelan públicamente la tragedia ocurrida. Los casos emblemáticos colocan las masacres en un registro más amplio de reivindicación y ejemplificación. Gracias a ello, estos casos permiten a las víctimas situar las masacres en medio de una memoria reparadora, pública y ciudadana, para luchar contra el olvido y trascender el resentimiento (véase Jelin 2006). 200


3

El Grupo de Memoria Histórica (2007-2011)

Los casos emblemáticos se fijaron en informes emblemáticos. Hasta julio de 2013, el grupo había publicado al menos diez informes de este tipo. Estos informes han llegado al público acompañados de otros artefactos culturales: videos, audios, galerías, herramientas metodológicas para formar gestores de memoria, etc. Los informes emblemáticos también pretenden ser expedientes oficiales sobre las masacres y escenarios singulares de conjugación de diversas memorias. A falta de un gran diagnóstico contemporáneo que permitiera completar el mapa de la guerra en Colombia que habían iniciado La Violencia en Colombia y Colombia: violencia y democracia, los casos emblemáticos han contribuido a profundizar el tema de las masacres. Estos casos recogen la experiencia guatemalteca de la Comisión de Esclarecimiento Histórico, que habló de casos paradigmáticos (con el fin de poner de relieve las masacres a comunidades mayas cometidas en la guerra civil) y de la Comisión para la Verdad y la Reconciliación (Truth and Reconciliation Commission) de Sudáfrica, que habló de casos representativos. Los casos emblemáticos también se basan en el concepto de memoria emblemática, utilizado por el historiador Steve Stern. Según Stern, la memoria emblemática funciona como marco que da sentido y como criterio de selección de las memorias personales (véase Stern 2002, 4). Desde nuestro punto de vista, los casos emblemáticos se fundamentan asimismo en una lectura de la teoría de la doble estructuración propuesta por Anthony Giddens. En este sentido, los casos emblemáticos serían la síntesis de las determinaciones estructurales y agentivas del fenómeno. Ellos darían cuenta de los micromotivos subjetivos de la acción violenta y de las estructuras sociales, políticas y económicas que alimentan dicha acción. Ahora bien, ¿sobre la base de qué criterios empíricos fueron seleccionados estos casos? Al respecto, tenemos que considerar varios elementos. El primer criterio, quizá el más polémico, fue la experticia de los comisionados. Con ello queremos decir que los investigadores escogieron los casos de acuerdo con sus conocimientos y sus líneas de investigación. El segundo criterio fueron las demandas sociales de las víctimas. No se trataba de demandas circunstanciales, sino de demandas estructurales. A través de estas demandas, los investigadores vieron la oportunidad de hacer visibles algunas luchas históricas de las comunidades. El tercer criterio fueron las demandas de organismos internacionales con o sin jurisdicción sobre los casos. En este sentido, algunos de los casos seleccionados tenían relación con condenas emitidas por la Corte Interamericana de Derechos Humanos (cidh)48. El cuarto criterio fueron las

48

La Corte Interamericana de Derechos Humanos (cidh) condenó a Colombia en los casos de La Rochela (mayo de 2007), Ituango (julio de 2006), Mapiripán (septiembre de 2005), Wilson Gutiérrez Soler (septiembre de 2005), Pueblo Bello (enero de 2006), 19 comerciantes (julio de 2004),

201


Jefferson Jaramillo Marín

solicitudes especiales de ciertos agentes gubernamentales y comunitarios. Finalmente, el quinto criterio fueron los recursos disponibles. Los casos de Trujillo (Valle) y La Rochela (Santander) fueron seleccionados sobre la base de los tres primeros criterios. Los casos de El Salado (Bolívar), El Tigre, (Putumayo), Bojayá (Chocó), Segovia (Antioquia) y Remedios (Antioquia) y el informe de tierras en Córdoba y Sucre fueron seleccionados sobre la base de los dos primeros criterios. El caso de la comunidad indígena kankuama fue seleccionado sobre la base del cuarto criterio (a solicitud de la gobernación del Cesar). La opción metodológica de los casos emblemáticos ha generado muchas críticas al Grupo de Memoria Histórica. La primera de estas críticas es que el grupo dejó por fuera una gran cantidad de zonas y casos dignos de ser estudiados. Esta crítica, aunque cierta, no tiene en cuenta las restricciones económicas, de tiempo, de personal, etc. En este sentido, el Grupo de Memoria Histórica elaboró un mapa parcial del terror en Colombia que sería necesario completar con otros grupos de memoria. La segunda crítica es que los casos emblemáticos reducían la experiencia del sufrimiento a una simple muestra representativa. En ese sentido, los casos emblemáticos generan un distanciamiento científico frente a la masacre, ante una realidad que requiere una proximidad ética, precisamente porque esta realidad encarna el sufrimiento radical del otro. Según esta segunda crítica, los casos emblemáticos implican que alguien que no padece sufrimiento hable con autoridad en nombre de otro que sí lo padece. Aunque esta crítica parece pertinente, debemos tener en cuenta que el Grupo de Memoria Histórica no se limitó a la escritura de informes, sino que también realizó ejercicios de sensibilidad con las víctimas (por ejemplo, los talleres de memoria o la construcción de artefactos culturales de memoria), que contribuyen a limitar la distancia entre víctima e investigador. La tercera crítica es la falta de negociación con un sector más amplio de la sociedad para escoger los casos. En efecto, en la medida en que solo el investigador escoge los casos, se limitan otras percepciones sobre el tema (Claudia Girón, comunicación personal) y se corre el riesgo de sacralizar la visión del experto, lo que va en detrimento de una memoria más incluyente (José Antequera, comunicación personal). Aunque significativa, esta crítica no tiene en cuenta que, como vimos, en la escogencia de los casos emblemáticos se tuvo en cuenta la voz de varios sectores sociales e institucionales. De hecho, varias comunidades o colectivos de trabajo se han apropiado de la labor reconstructiva de los casos emblemáticos, a través de plataformas comunicativas y experiencias de trabajo. Un ejemplo de ello es el Colectivo de Comunicaciones Montes de María, que se ha apropiado de su caso, a través del Museo Itinerante de la Memoria de los Montes de María. Las Palmeras (noviembre de 2002) e Isidro Caballero y María del Carmen Santana (diciembre de 1995) (véase Corporación Viva la Ciudadanía 2008).

202


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El Grupo de Memoria Histórica (2007-2011)

La cuarta crítica es la tendencia del Grupo de Memoria Histórica a exponer de manera pública crímenes atroces sobre los que la justicia debería pronunciarse antes que nadie. Esta crítica, sin embargo, responde, en el fondo, al hecho de que el Grupo de Memoria Histórica posiciona y visibiliza la condición de la víctima, en contextos en los que todavía existe una hegemonía paramilitar en varias zonas del país (José Antequera, comunicación personal). Finalmente, la quinta crítica es que la noción de caso emblemático no fue utilizada de la misma manera en todos los informes. En el caso de Trujillo, por ejemplo, es evidente que faltó un mejor mapa histórico y georreferencial de la violencia, con el fin de reconstruir las lógicas del crimen. Desde nuestro punto de vista, los informes fueron mejorando con el tiempo. De hecho, el informe final de este grupo (¡Basta ya! Colombia: memorias de guerra y dignidad) plantea un mapa ampliado de la guerra en Colombia, acompañado de una pedagogía para su socialización. La apuesta del Grupo de Memoria Histórica ha sido convertir toda la guerra que ha tenido lugar en Colombia entre 1958 y 2012 en un gran caso emblemático y público.

Definición de las líneas de investigación El Grupo de Memoria Histórica, hasta donde pudimos establecer, ha tenido doce líneas principales de investigación, a saber: derechos humanos, justicia y conflicto; lógicas, mecanismos e impactos del terror; prácticas forenses de búsqueda de la verdad; narcotráfico, violencia y poder; iniciativas sociales de memoria; dimensiones internacionales del conflicto; actores armados y población civil; dimensiones institucionales y dinámicas regionales del conflicto; economía política del conflicto; análisis cuantitativo del conflicto; actores y políticas estatales frente a la paz y la guerra; y formulación de propuestas de política pública. Además, el grupo ha tenido dos líneas transversales de investigación: memorias de género, y tierras y conflicto. Estas líneas tienen tres características. Primera, están vinculadas a los campos de investigación de los miembros del grupo. Segunda, reflejan los nuevos intereses de sectores que emergen como resultado de la coyuntura de guerra. Tercera, expresan un nuevo momento de diagnóstico de la guerra. Las líneas de investigación menos trabajadas por el grupo son las prácticas forenses de búsqueda de la verdad, las dimensiones internacionales del conflicto, los actores y políticas estatales frente a la paz y la guerra, y la formulación de propuestas de política pública. A través de su trabajo investigativo, el Grupo de Memoria Histórica ha logrado posicionar agendas de análisis no consideradas por las anteriores comisiones. Pensemos, por ejemplo, en los impactos psicosociales de la guerra, en las etnografías del dolor, en las dimensiones públicas del terror, en las iniciativas de memoria en medio del conflicto, en las estrategias terapéuticas y sociales para la superación de la guerra, en las muestras 203


Jefferson Jaramillo Marín

audiovisuales sobre los costos sociales de la guerra y en las estrategias de resistencia de las comunidades (un ejemplo de ello es el documental No hubo tiempo para la tristeza, producido por el Centro Nacional de Memoria Histórica). Algunos de los críticos del Grupo de Memoria Histórica consideran que otros temas, como la cuestión étnica, han sido relegados, lo que revelaría la ausencia de expertos en este tema. Ante esta crítica, los miembros del grupo han respondido que esta línea estaba incluida en la línea de género y poblaciones específicas de la cnrr.

Estrategias de campo e interacción con comunidades e instituciones: los aprendizajes del caso piloto de Trujillo Desde el segundo semestre de 2007, el grupo se fijó dos tareas para realizar su trabajo de terreno. La primera tarea era la búsqueda de mecanismos de acercamiento a las comunidades afectadas y la generación de lazos de confianza con ellas. La segunda tarea era el establecimiento de relaciones institucionales para desarrollar los trabajos en las zonas. En este sentido, los contactos con la Fiscalía General de la Nación, la Contraloría, la Defensoría del Pueblo, las alcaldías locales, las iglesias, los organismos internacionales (por ejemplo, Naciones Unidas, oea, oim y Acnur) y las fundaciones privadas (por ejemplo, la Fundación Semana) fueron fundamentales. La principal dificultad del grupo fue hacer operativos los casos emblemáticos en el terreno. Para hacerlo, el grupo era consciente de la necesidad de ganar confianza y legitimidad, aunque esto llevara un buen tiempo, como efectivamente sucedió con el primer ejercicio piloto desarrollado en Trujillo. En Trujillo, la legitimidad del Grupo de Memoria Histórica fue difícil de obtener, ya que la gente lo asociaba a la cnrr, organismo que, precisamente por ser del gobierno, no era muy apreciado. Dado lo anterior, se necesitaron varios meses de negociación entre el grupo y la comunidad, representada, especialmente, por la Asociación de Familiares de Víctimas de Trujillo (Afavit). En esos meses, el Grupo de Memoria Histórica fue testigo de las disputas entre distintas organizaciones por la representación legítima del pasado y el mantenimiento de las memorias de la comunidad49. En el terreno, fue crucial la mediación de la hermana Maritze Trigos, de reconocida trayectoria en los procesos de resistencia y organización de la comunidad (Álvaro Camacho, comunicación personal). Inicialmente, en este caso piloto, se utilizaron las herramientas clásicas desplegadas por las anteriores comisiones (por ejemplo, el uso de la entrevista y la observación en terreno). El grupo revisó las fuentes documentales disponibles y realizó cerca de cien horas de grabación con familiares de sobrevivientes, miembros de Afavit, miembros 49

Las disputas se dieron, en especial, entre Afavit y la Orden Perdida, un colectivo de jóvenes que reivindica la memoria del padre Tiberio Fernández, al que consideran un mártir.

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de la Orden Perdida, líderes de la comunidad (hermana Maritze Trigos), funcionarios públicos, fiscales, académicos, políticos, periodistas, religiosos, miembros de organizaciones no gubernamentales y exguerrilleros. En la labor de campo, ayudaron varios asistentes, profesionales de distintas áreas de las ciencias sociales, que facilitaron el proceso de recolección y análisis de información. La labor de campo se acompañó de un registro fotográfico hecho por el fotógrafo Jesús Abad Colorado. Gracias a él, se logró romper el hielo y ganar un poco de credibilidad en la comunidad (Jesús Abad Colorado, comunicación personal). En efecto, su lógica de escuchar y narrar el dolor a través de imágenes era mucho más potente que la clásica estrategia de preguntar y grabar entrevistas. En este caso piloto, sin embargo, siguió primando la idea del experto como reconstructor autorizado de la memoria. De este primer caso piloto, salieron varios aprendizajes cruciales para los casos que vendrían después. Revisemos algunos de ellos. Primero, el Grupo de Memoria Histórica reconoció que la reconstrucción de la memoria trasciende el espacio de la experticia y requiere un ejercicio de construcción colectiva. Esto implicaba pasar de la voz autorizada a la voz dialógica, una que involucrara sujetos subalternos, locales, regionales, victimizados, victimarios, institucionales y comunitarios. En ese sentido, fue crucial un taller de la línea de investigación en memorias de género y guerra, coordinado por María Emma Wills y Pilar Riaño, que se llevó a cabo en Cartagena, en junio de 2008, con la participación de representantes de las comunidades y especialistas nacionales e internacionales en la materia. De este taller surgió una publicación denominada Recordar y narrar el conflicto. Herramientas para reconstruir memoria histórica (Grupo de Memoria Histórica 2009c). Esta publicación aborda el ejercicio de memoria colectiva, social e histórica, a partir del pensamiento de Ricoeur, Connerton, Das, Halbwachs, Lira, Jelin, Portelli, Theidon y Todorov. La publicación de este texto reflejó la preocupación por dotar al resto de los miembros del equipo y a los gestores de memoria comunitarios de herramientas para democratizar el proceso reconstructivo50. Tras la publicación del informe de Trujillo, se pasó del ejercicio taxonómico de la memoria reconstruida por expertos al ejercicio participativo, colaborativo y pedagógico de las memorias. Segundo, se hizo evidente la necesidad de mejorar los procesos de concertación y negociación con las comunidades. Esto implicó la puesta en marcha de consultas previas con las comunidades y la ampliación de los procesos participativos (María Victoria Uribe, comunicación personal). Estos marcos de concertación con las organizaciones 50

Mapas, líneas de tiempo, biografías visuales, colchas de memoria, mapas del cuerpo, entrevistas, historias de vida, fotografías, etc. Un buen resumen de estas herramientas vistas a través del prisma del género lo encontramos en La memoria histórica desde la perspectiva de género. Conceptos y herramientas (Grupo de Memoria Histórica 2011h).

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influyeron en la redacción de los informes. Así, por ejemplo, donde había organizaciones fuertes, estas determinaban lo que se enunciaba y cómo se enunciaba y exigían mucho más en términos de políticas de reparación (como en Trujillo y Bojayá). En cambio, donde no había este tipo de organizaciones, el Grupo de Memoria Histórica tuvo más libertad en la redacción de los informes y en la proposición de procesos organizativos (como en El Salado). Tercero, el Grupo de Memoria Histórica se dio cuenta de la necesidad de prestar más atención a los microespacios en los que se despliega la memoria (por ejemplo, en la vida cotidiana de la gente). Esto se reveló, por ejemplo, en la dinámica de trabajo en el Caribe. En esta zona del país, el contacto con la gente se da en espacios cotidianos, como los caneyes, y es allí donde el investigador debe hacer presencia, aprender y desaprender viejos vicios de investigación. Cuarto, el caso piloto sirvió para discutir sobre la construcción de los relatos venideros haciendo énfasis en la memoria o haciendo énfasis en la verdad. La conclusión fue que estas dos dimensiones no se podían disociar. Los miembros del Grupo de Memoria Histórica se dieron cuenta de que, en la construcción del relato de la guerra en el país, existen momentos de verdad y momentos de memoria (Iván Orozco, comunicación personal). Desde nuestro punto de vista, los informes sobre El Salado, Bojayá y Bahía Portete son los informes que evidencian con mayor fuerza el énfasis sobre la memoria. Quinto, el caso piloto ayudó a tomar conciencia de la particularidad de cada experiencia. Por ejemplo, los informes sobre Trujillo y El Salado se hicieron a través del prisma de la comunidad. El informe sobre La Rochela, en cambio, no se hizo a través de este prisma, ya que la masacre no desarticuló la comunidad, sino que creó una comunidad de dolor entre las víctimas (Iván Orozco, comunicación personal). En ese orden de ideas, los informes pueden hablar de comunidades fracturadas, reconstituidas o creadas. Sexto, el caso piloto de Trujillo puso en evidencia la importancia de los talleres de memoria. Estos talleres hicieron parte de una metodología de trabajo con las comunidades victimizadas que buscaba, a partir de la cotidianidad, facilitar la construcción colectiva de la memoria de la guerra y de las múltiples expresiones de resistencia a la guerra. Se trataba de una metodología de reconstrucción interactiva que recuperaba conocimientos y modos de hacer locales. Su objetivo era la emergencia de procesos y narrativas que no logran visibilizarse bajo el esquema tradicional de experto-víctima, como el derecho a la rabia, el derecho a perdonar, las violencias contra la mujer, etc. (Pilar Riaño, comunicación personal). Séptimo, el caso piloto obligó a revisar la forma como se validaban los informes. Tras la experiencia del informe de Trujillo, los otros informes pasaron por un proceso más riguroso de validación, que incluía idas y vueltas entre el relator y los demás miembros del equipo y discusiones más amplias con los representantes legales de las 206


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víctimas, con las organizaciones comunitarias y con los cooperantes internacionales. La coordinadora del informe ¡Basta ya! Colombia: memorias de guerra y dignidad reconoció que “la realización de cada caso se llevó a cabo por medio de procesos de consulta y de negociación con las víctimas y contó con su decidida participación como testigos e investigadores” (cnmh 2013, 19). Octavo, el caso piloto implicó una revisión de las fuentes con las que se construían los informes. En el informe de Trujillo, el peso interpretativo recaía sobre documentos secundarios sobre la masacre. En los otros informes, hubo una mayor preocupación por diversificar las fuentes. Los investigadores reconocieron que la información derivada de los expedientes judiciales y de las fuentes institucionales era muy limitada (Absalón Machado, comunicación personal). Sin embargo, lejos de ser un obstáculo, esto ha obligado a triangular más ampliamente los datos (Patricia Linares, comunicación personal). Así, por ejemplo, en el informe sobre El Salado, hay una mayor densidad interpretativa de las fuentes (por ejemplo, de los expedientes penales o disciplinarios de los infantes de marina), aparecen extractos de las versiones libres de varios paramilitares y la voz de un mayor número de personas (sobrevivientes, desplazados, etc.). En el informe de La Rochela, por ejemplo, se realizó una revisión exhaustiva de los expedientes penales del proceso y se incluyeron más de cuarenta entrevistas a victimarios, funcionarios judiciales y familiares. En este informe, también se aprecia un mayor y mejor manejo de la información de los medios de comunicación. De ello es testigo la gran cantidad de material acopiado e interpretado sobre el tema extraído de varios periódicos y revistas (Vanguardia Liberal, La Prensa, El Espectador, El Tiempo y la revista Semana).

Estrategias de posicionamiento de los productos El Grupo de Memoria Histórica ha buscado estrategias de posicionamiento de los productos culturales producidos (informes, documentales, material multimedia, audios, herramientas pedagógicas y exposiciones fotográficas). El grupo participó en varios eventos y confrontó distintos públicos: víctimas, comunidades, academia, instituciones públicas, organizaciones sociales y de derechos humanos, colectivos artísticos, autoridades oficiales, etc. Dos de los escenarios privilegiados por el Grupo de Memoria Histórica han sido las semanas por la memoria, celebradas en 2008, 2009, 2010, 2011, 2012 y 2013, y los actos públicos de contrición del Estado, que han permitido activar la lucha contra el olvido de las masacres. Examinemos estos escenarios. Las semanas por la memoria han sido espacios de socialización que han servido para la divulgación y entrega de los informes a las comunidades afectadas. Con el tiempo, las semanas por la memoria se han convertido en plataformas públicas para recordar y pensar sobre las víctimas y el conflicto armado en Colombia. Estas semanas, que involucran actividades académicas, políticas y culturales, han ofrecido espacios para 207


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la reflexión de las autoridades y para que las comunidades expresen sus propios duelos (por ejemplo, en el caso de Trujillo, a través de ceremonias religiosas, o, en el caso de El Salado, a través de actividades más festivas) (Andrés Suárez, comunicación personal). Para los críticos de estos procesos, las semanas por la paz han ocasionado un desplazamiento de la socialización y discusión de los informes hacia la burocratización y la ritualización institucional del dolor de las víctimas. Desde este punto de vista, las semanas por la paz han sido construidas con la intención política de mostrar resultados, a través de un rito que requiere la presencia de autoridades públicas (el vicepresidente de la república, el presidente de la cnrr, los representantes de las organizaciones internacionales, etc.). En dicho rito, en el que existe una jerarquía moral de los celebrantes, de los visitantes, de las víctimas, de la sociedad, no se escatiman, según los críticos, los gestos de todo tipo ante las cámaras: una acción de contrición pública ante las víctimas por lo que otros les hicieron, los mismos discursos para distintas masacres51, una incitación a las mismas víctimas para que cuenten su sufrimiento y unas magras ofertas de reparación individual y colectiva. Estos espacios, en los que se mediatiza el sufrimiento, han hecho que el investigador transite de su papel como activista teórico (a través el cual contribuye a realizar un ejercicio de reconstrucción de memoria) hacia un burocratismo humanitario, en el que cede al artificio político de prometer más de lo que puede cumplir. En ese sentido, da la impresión que las semanas por la paz no solo se han hecho en beneficio de las comunidades afectadas, sino que han servido como espacio ritual en beneficio del proyecto político del gobierno de turno. Al lanzar esta crítica no estamos desconociendo el valor de estos espacios en tanto que actos simbólicos de reparación. Al contrario: reconocemos el valor de las semanas por la paz como espacios para comprometer las autoridades a apersonarse de los procesos de reparación y justicia. Pero estos espacios no deben funcionar como ejercicios de exaltación burocrática o de exhibición mediática. Las semanas por la paz deben ser, ante todo, como lo han sido a partir de 2010, espacios de encuentro con y para las comunidades, en los que no se teatralice el dolor y en los que trasciendan las solicitudes de perdón de las autoridades gubernamentales y el papel de fundaciones con programas de buen corazón. En estos espacios, debemos ser vigilantes de cara a una especie de colonialismo humanitario no gubernamental, con el fin de expiar las culpas de ciertos sectores, bajo el discurso de la responsabilidad social. En efecto, algunos organismos que deciden contribuir en estos procesos pueden estar preocupados por hacer de las comunidades modelos de negocios inclusivos. Tal es el caso de Fundación Semana, que decidió convertir El Salado en modelo de comunidad emprendedora, es decir, en modelo de comunidad que 51

Los discursos del vicepresidente Francisco Santos para los casos de Trujillo y El Salado fueron similares.

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genera condiciones para salir de la pobreza (Claudia García, comunicación personal). En este sentido, debemos indagar con más detenimiento si la responsabilidad social de las empresas y fundaciones contribuye o no a la instrumentalización de la memoria de una comunidad en función de una lógica de negocios. Sugerimos, sin desconocer el valor central del trabajo del grupo, evaluar de manera más crítica las actividades, de otros estamentos estatales y de todas las entidades que entran en este espacio, ya que todos estos actores y circunstancias “habilitan los lugares de enunciación de las narrativas de memoria y su despliegue en la arena pública, así como su posicionamiento en la agenda de las políticas públicas” (Herrera y Cristancho 2013, 199).

Lecturas políticas y sociales, impacto mediático y expectativas académicas frente al Grupo de Memoria Histórica Las lecturas sobre la naturaleza y los impactos del Grupo de Memoria Histórica pueden condensarse en cuatro niveles. El primer nivel proviene de los informes producidos por el grupo, en los que la experiencia de sufrimiento y resistencia se presenta como un espacio para el reconocimiento y la dignificación de las víctimas. El trabajo del Grupo de Memoria Histórica, en este sentido, es interpretado como una plataforma para hacer audible la palabra a las víctimas silenciadas por múltiples actores. El segundo nivel proviene de la autopercepción de los miembros del Grupo de Memoria Histórica y del entonces presidente de la cnrr. Así, para Eduardo Pizarro, el Grupo de Memoria Histórica fue una experiencia que se insertaba en el modelo transicional de resolución de conflictos. Desde su punto de vista, se trató de un ejercicio guiado por los principios de justicia transicional de la Ley de Justicia y Paz, liderado por un grupo académico comprometido éticamente con las víctimas. Para Gonzalo Sánchez, el Grupo de Memoria Histórica condensó una experiencia mayor en lo que al trámite de las secuelas de la guerra refiere. De acuerdo con Gonzalo Sánchez, el trabajo del grupo estuvo en consonancia con las preocupaciones internacionales en términos de derechos humanos y justicia transicional y se ajustó a las necesidades y expectativas de las organizaciones sociales. En suma, según Sánchez, el Grupo de Memoria Histórica tuvo en cuenta el contexto internacional y las raíces de la sociedad colombiana. Para Pilar Riaño, María Emma Wills y Martha Nubia Bello, lo más significativo de esta experiencia fueron los procesos sociales alternativos abiertos desde la institucionalidad, en las regiones en las que el Estado no había hecho presencia. Según estas investigadoras, el Grupo de Memoria Histórica fue un mecanismo transicional para crear condiciones más plurales de reconstrucción de memoria y circuitos de apropiación de ciertas narrativas. Para Álvaro Camacho Guizado y Patricia Linares, el Grupo de Memoria Histórica creó la conciencia sobre la verdad histórica y social, en un contexto en el que la verdad judicial y la procesal son difíciles de lograr. Para Jesús Abad Colorado, fue un espacio para la 209


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circulación de saberes y emociones con las víctimas. Para Daniel Pécaut, contribuyó a historiar algunas parcelas de la guerra, en medio del sufrimiento. Para Iván Orozco, ayudó a la reconstrucción de procesos de memoria, en medio del drama, sin un sesgo gubernamental o antigubernamental. El tercer nivel proviene de personas externas al grupo (académicos, activistas y miembros de organizaciones sociales). Aquí encontramos dos tipos de lecturas. De un lado, las lecturas críticas. Estas lecturas consideran que estamos ante una experiencia académica que buscó legitimar un proyecto político. En ese sentido, estaríamos frente a un grupo de académicos incapaces de defender sus propias visiones de la realidad, frente a un grupo de intelectuales que habían cedido a la tentación de un puesto gubernamental bajo una administración censurable (la de Álvaro Uribe Vélez) o frente a estudiosos de la realidad nacional con buenas intenciones, pero sin autonomía operativa, ética y conceptual, dado que estarían trabajando dentro de un marco que los obliga a ser políticamente correctos52. De otro lado, encontramos unas lecturas más positivas sobre el Grupo de Memoria Histórica. Estas lecturas leen el trabajo del grupo a través de sus repercusiones en el mediano plazo. Así, por ejemplo, se espera que el trabajo del grupo contribuya a la transformación del sistema curricular en el país, con miras a incluir la memoria de lo que pasó en la guerra (Camila Gamboa, comunicación personal). Finalmente, el cuarto nivel proviene de la prensa. El trabajo del Grupo de Memoria Histórica ha tenido un gran impacto en los medios de comunicación nacionales e internacionales. Los informes, los lanzamientos y los actos conmemorativos han sido objeto de un seguimiento informativo exhaustivo de parte de los periodistas53. La prensa escrita ha sido una plataforma de divulgación de esta experiencia en las regiones y ha servido como un termómetro social, para establecer el impacto de las recomendaciones de los informes. El trabajo del grupo ha sido presentado como una tarea titánica, como una operación inédita de recuerdo a gran escala (véase El Tiempo, 20 de septiembre de 2008). En ese orden de ideas, si el Frente Nacional planteó una operación de pacificación y rehabilitación a escala regional cuyo vehículo era la Comisión Investigadora, la Ley de Justicia y Paz planteó una operación de memoria a escala nacional cuyo motor era el grupo de Grupo de Memoria Histórica. 52

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Estas impresiones aparecen condensadas en varias entrevistas y conversaciones informales que sostuvimos con analistas del conflicto colombiano. Nos abstenemos de publicar sus nombres. En la actualidad, no contamos con trabajos históricos y etnográficos sobre el Grupo de Memoria Histórica o sobre el reciente Centro Nacional de Memoria Histórica. Algunos textos que ofrecen pistas interesantes, pero anclados en el análisis de los informes producidos por este grupo, son los de Herrera y Cristancho (2013), Castillejo (2010), Cancimance (2010), Aranguren (2010) y Jaramillo (2009, 2010a, 2010b, 2010c, 2011b). Entre julio y noviembre de 2008, se registraron 69 noticias sobre el Grupo de Memoria Histórica en diversos medios locales, nacionales e internacionales.

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Llama la atención, sin embargo, el hecho de que, en la época del Frente Nacional, la prensa escrita conminaba al país a no hacer la historia del desangre bipartidista, porque se necesitaba el olvido, para no atentar contra la pacificación. Cincuenta años después, la prensa escrita, pero esta vez en un escenario de justicia transicional, llama a la nación a recordar y a no olvidar lo sucedido, precisamente para lograr la paz. Aunque sea prematuro afirmarlo, esta gran operación de memoria histórica está contribuyendo a la lucha contra la impunidad y el silencio históricos en el país.

Los impactos del trabajo del Grupo de Memoria Histórica En 2010, se conmemoraron los veintiún años de la masacre de La Rochela, los diez años de la masacre de El Salado, los seis años de la masacre de Bahía Portete, los ocho años de la masacre de Bojayá y los veinte años de la masacre de Trujillo. En ese mismo año, el Grupo de Memoria Histórica entregó y socializó los informes sobre Bojayá, La Rochela, Bahía Portete y El Tigre, informes que se unían a los ya entregados sobre Trujillo (en 2008) y El Salado (en 2009). Más allá de la efusividad mediática, de las copias de informes repartidas en las comunidades, del mercado de intervención que se ha generado en El Salado, en Bojayá o en Trujillo, o de las innumerables actividades que ha seguido desarrollando, ¿qué impactos reales ha tenido el trabajo del Grupo de Memoria Histórica? Para responder a esta pregunta, tenemos que considerar que estamos ante una experiencia en curso. A continuación, señalaremos algunos de los impactos y limitaciones del trabajo de este grupo hasta 2011, año en el que terminamos esta investigación. Repasemos brevemente los casos de Trujillo y El Salado. El informe del Grupo de Memoria Histórica sobre la masacre de Trujillo incluía unas recomendaciones sobre verdad, reparación y justicia que la Procuraduría General de la Nación convirtió en una directiva (Directiva 019 de 2008). Cuando se entregó el informe sobre Trujillo, la Fiscalía se comprometió a acelerar las investigaciones judiciales. En ese sentido, se expidieron una veintena de órdenes de captura, entre ellas, una contra Rubén Darío Agudelo Puerta, exalcalde de Trujillo (véase El Tiempo, 21 de agosto de 2008), y unas sentencias condenatorias contra Henry Loaiza, alias el Alacrán (en diciembre de 2010), y contra el coronel Alirio Urueña, como responsables directos de la masacre. Sin embargo, al día de hoy, varios de los responsables de estos asesinatos no están presos, entre ellos, el coronel Urueña, que se encuentra prófugo de la justicia54. Lo que se ha conseguido hasta ahora en materia de justicia y reparación 54

La lucha contra la impunidad ha sido una constante de parte de Afavit. En marzo de 2009, un juez del Tribunal Penal Municipal de Tuluá emitió una orden judicial para la liberación del coronel Urueña y del teniente de la policía José Fernando Berrío Velásquez, directos responsables de la masacre de

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no es fruto exclusivo del trabajo del Grupo de Memoria Histórica. En efecto, los resultados judiciales han sido el producto de procesos de resistencia comunitarios de largo aliento55 (Maritze Trigos y Orlando Naranjo, comunicación personal). En el caso de El Salado, el informe de Grupo de Memoria Histórica también generó unas recomendaciones en materia de justicia, verdad y reparación. Un año después de la publicación del informe, el 21 de septiembre de 2010, en el marco de la tercera semana por la memoria, la Procuraduría General de la Nación anunció un seguimiento a este caso. En ese anuncio, que no se ha convertido en directiva, se reiteró la necesidad de investigar la verdad y preservar los archivos del trabajo del Grupo de Memoria Histórica, para lo cual se promovía la creación de un centro documental nacional, que fue creado, tiempo después, por la Ley 1448 de 2011. La Corte Interamericana de Derechos Humanos (cidh) aprobó, en marzo de 2009, seis meses antes de lanzado el informe del Grupo de Memoria Histórica, una solicitud de admisibilidad de este caso, presentada por la Asociación de Desplazados de El Salado y por la Asociación Nacional de Ayuda Solidaria (Andas) (véase Grupo de Memoria Histórica 2009d, 306). En ese sentido, el informe del Grupo de Memoria Histórica podría tener una incidencia en la cidh, especialmente en el plano de la reconstrucción del contexto de la masacre, de las lógicas de acción de los paramilitares y de las recomendaciones en materia de política pública (Andrés Suárez, comunicación personal). Mientras que en Trujillo hubo instituciones que se apropiaron de las recomendaciones hechas por el informe del Grupo de Memoria Histórica, en El Salado ha habido un olvido institucional. Teniendo en cuenta estas dos experiencias, podemos decir que existe un optimismo sobre los impactos del trabajo del Grupo de Memoria Histórica, en especial en la potenciación del tejido social y en la activación de solicitudes en materia judicial, de reparación o de restitución de tierras. De hecho, en el tema de tierras, muy sensible para las élites del país, el trabajo del Grupo de Memoria Histórica ha revelado cómo, tras las masacres, se han activado procesos de despojo masivo y abandono de tierras (el informe ¡Basta ya! Colombia: memorias de guerra y dignidad habla de 8,3 millones de hectáreas despojadas o abandonadas por la fuerza). En otras palabras: los informes del Grupo de Memoria Histórica han revelado que, tras las masacres de los paramilitares, llegan las compras de los inversionistas. Por ejemplo, Luis Torres, uno de los líderes de la comunidad de El Salado, que tuvo que exiliarse del país, denunció que, en esta zona, entre 2005 y 2009, los grandes inversionistas compraron 70.000 hectáreas de

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Trujillo. Según el juez, había vicios de forma en el procedimiento judicial llevado a cabo. Para las organizaciones de víctimas, esto evidenciaba la impunidad y el cinismo de la administración de justicia (véase Afavit 2009). Uno de los logros de Afavit es la construcción de 36 viviendas, tras 14 años de promesas incumplidas por el Estado y tras las recomendaciones de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos hechas desde 1995.

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tierra, a 250 dólares la hectárea. Hoy en día, estas tierras tienen un valor de más de 1.500 dólares por hectárea (véase Semana, 13 de febrero de 2010). El Grupo de Memoria Histórica también ha contribuido a que ciertas organizaciones que trabajan en los procesos de reparación tomen conciencia sobre la necesidad de rescatar la memoria y de presentar alternativas de vida a las comunidades. En ese sentido, los informes pueden ser unas herramientas para combatir la concepción de las víctimas de una masacre como simples damnificados y la idea de que para desactivar las secuelas de la guerra solo se requieren operativos humanitarios.

Las tramas narrativas Al igual que las comisiones descritas en los capítulos anteriores, el Grupo de Memoria Histórica no fue solo una herramienta para radiografiar una coyuntura crítica o producir informes. Todas estas comisiones, de una u otra manera, han permitido consolidar unas lecturas del pasado, crear unas claves de diagnóstico del presente y generar unas lecturas del futuro del país. En el caso del Grupo de Memoria Histórica, no estamos en un escenario de violencia bipartidista (como la Comisión Investigadora) o de violencias generalizadas (como la Comisión de Expertos), sino en un escenario de guerra de masacres y de una apuesta de reconciliación nacional, a través de dispositivos transicionales de justicia.

La manufacturación del pasado reciente bajo un triple horizonte de sentido El Grupo de Memoria Histórica ha contribuido a manufacturar el pasado reciente de la nación bajo un triple horizonte de sentido. Por manufacturación, entendemos una práctica de asignación, edición y administración de los sentidos sociales de la historia. Este proceso se ha articulado a tres horizontes: a un horizonte simbólico, a un horizonte ético-operativo y a un horizonte contestatario. Entender estos horizontes nos permitirá comprender cuáles fueron las lógicas mediantes las cuales se editó y procesó el pasado reciente del país. El horizonte simbólico fue el producto del nuevo Estado que emergió en el marco de la seguridad democrática del gobierno de Álvaro Uribe Vélez. Este horizonte simbólico se hizo operativo a través de la Ley de Justicia y Paz y a través de la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación (cnrr). Cuando hablamos de un nuevo Estado, nos referimos a un Estado con una naturaleza y unas condiciones políticas distintas a las del Frente Nacional y a las del pos-Frente Nacional. Este nuevo arquetipo institucional consideró que el terrorismo contemporáneo, ya no el conflicto 213


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histórico, había comenzado en 1964 y terminaría en 2005 (1964 es el año del inicio de la confrontación entre el Estado y la insurgencia —las farc— y 2005 es el año del comienzo de la desmovilización de los paramilitares). El horizonte ético-operativo estuvo constituido por el Grupo de Memoria Histórica. Este grupo, aunque estaba enmarcado dentro del horizonte simbólico de la seguridad democrática, buscó trascenderlo. En ese sentido, el Grupo de Memoria Histórica trató de dar cuenta de las nuevas manifestaciones de la guerra en Colombia, en especial de la guerra de masacres, pero extendiendo el marco temporal al periodo comprendido entre 1958 y 2012, para producir una narrativa del conflicto armado, a partir del “esclarecimiento de las dimensiones de lo que pasó” (cnmh 2013, 31). Según el Grupo de Memoria Histórica, la guerra de masacres revelaba que los combates “clásicos” entre grupos armados y Estado no daban cuenta de la magnitud y naturaleza de un tipo de violencia más cruda que comenzó a azotar al país desde mediados de los años ochenta: los asesinatos en masa de población civil. En ese sentido, el Grupo de Memoria Histórica consideró que las lógicas de la violencia no eran homogéneas. En efecto, las nuevas lógicas eran más complejas que las desplegadas en los enfrentamientos tradicionales, en la medida en que involucraban a un tercero indefenso, las comunidades, que no podían ni huir ni oponer resistencia. A través de la indefensión, se buscó posicionar la idea de la absoluta arbitrariedad de la violencia en el país. En ese sentido, el Grupo de Memoria Histórica mostró que esta violencia radical ejercida contra víctimas indefensas era parte de un ejercicio colectivo e intencional de actores poderosos (paramilitares y guerrillas) (véanse Blair 2010; Uribe 2004; Suárez 2008) que traspasaban las lógicas de los actores y escenarios convencionales (sicarios, narcotraficantes, escuadrones de la muerte, etc.). Como lo ha señalado la socióloga Elsa Blair, esta guerra reflejó una variación no solo en las macropolíticas que la justificaban (actores, espacios, tiempos y lógicas bélicas), sino también en las micropolíticas y biopolíticas, en el lugar que los cuerpos ocupaban en la guerra y en las formas del ejercicio de la violencia sobre los cuerpos (véanse Blair 2010, 2011). En ese sentido, podemos constatar que, en las dos últimas décadas, sobre los cuerpos de las víctimas, se ha desplegado una economía política del castigo que se expresa de tres formas: de manera preventiva, garantizando el control de poblaciones, rutas y territorios; de forma punitiva, castigando ejemplarmente a quien desafíe la hegemonía o el equilibrio de un territorio, y de manera simbólica, rompiendo las barreras éticas y normativas, incluidas las religiosas (véase Grupo de Memoria Histórica 2008). En este segundo horizonte, encarnado por el Grupo de Memoria Histórica, encontramos una comprensión de la guerra distinta a la que tuvo la cnrr y la Ley de Justicia y Paz. Esta divergencia en la comprensión de la guerra hizo que el trabajo del Grupo de Memoria Histórica fuera considerado como legítimo por algunos sectores sociales, a pesar de insertarse en un marco político y simbólico cuestionable (la seguridad democrática). En otras palabras, el Grupo de Memoria Histórica estuvo conectado a dos artefactos 214


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jurídico-políticos (la cnrr y la Ley de Justicia y Paz) que leyeron el conflicto histórico como una guerra de bandas terroristas contra el Estado. Sin embargo, el Grupo de Memoria Histórica mostró que estábamos ante una guerra de masacres, en la que la violencia del perpetrador es absoluta, en la que el Estado es perpetrador o colaborador, en la que las comunidades terminan fracturadas y en la que se requieren ejercicios de memoria histórica. Finalmente, encontramos el horizonte contrahegemónico frente al pasado, encarnado por ciertas organizaciones de víctimas que problematizaron la edición de la historia nacional entre 1964 y 2005. Para muchas de estas organizaciones, la génesis del conflicto en Colombia trascendía los marcos temporales fijados por los gobiernos y los expertos. En nuestra opinión, estos tres horizontes revelan una enorme tensión en la producción de la memoria histórica. En efecto, de acuerdo con la Ley de Justicia y Paz y de acuerdo con la cnrr, tenemos un pasado homogéneo, un pasado de terrorismo, provocado por los grupos armados ilegales. De acuerdo con el Grupo de Memoria Histórica, en cambio, no hay un pasado homogéneo, sino varios pasados de terror, provocados por diversos actores, entre 1958 y 2012. Aquí, terrorismo y terror son dos nociones que reflejan posturas narrativas y políticas distintas. Bajo la noción de terrorismo, se es más proclive a negar el conflicto histórico. Bajo la noción de terror, se es más proclive a afirmar la condición de excepcionalidad de ese conflicto. Para el Grupo de Memoria Histórica, cada masacre muestra que cada pasado de terror no es una fotografía congelada en el tiempo, sino una construcción, una narración. El pasado de cada masacre se extiende más allá o más acá, dependiendo de la zona, de las condiciones regionales, de la resistencia de las víctimas y del poder de los actores para victimizar y revictimizar. Por ejemplo, en el caso de El Salado, los medios de comunicación informaron que la masacre comenzó el 18 de febrero de 2000 y que terminó un día después, el 19 de febrero. Sin embargo, el Grupo de Memoria Histórica mostró que comenzó el 16 de febrero de 2000, que terminó cinco días después, el 21 de febrero, y que cubrió más zonas de las que se dijo. El Grupo de Memoria Histórica mostró que esta masacre se insertaba en un hilo de violencia más amplio que afectaba la región de los Montes de María, que puede remontarse a la masacre del 23 de marzo de 1997 y que puede proyectarse más allá del año 2000, con la muerte y el exilio de algunos líderes, entre 2003 y 2006 (véase Grupo de Memoria Histórica 2009c, 139). En ese sentido, los casos emblemáticos son los vehículos mediante los que se restablece la memoria del terror de las comunidades, más allá de lo que habitualmente defienden los sectores hegemónicos. En los casos emblemáticos, se edita y administra una parcela de la guerra y se rearticulan diversas tramas narrativas. Ahora bien, ¿cómo lograr conjugar los casos emblemáticos en una gran trama narrativa que dé cuenta del mapa de terror en el país? ¿El informe ¡Basta ya! Colombia: memorias de guerra y dignidad logró tejer una narrativa unificada del pasado de violencias recientes? ¿Qué tipo de unificación del pasado nos ha legado el Grupo 215


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de Memoria Histórica? Por ahora, no tenemos respuestas a estos interrogantes. Sin embargo, tenemos algunos indicios. Así, por ejemplo, para Pilar Riaño, miembro del Grupo de Memoria Histórica, el grupo no tiene la intención de crear una narrativa unificada acerca del pasado. Según ella, aunque se reconstruyan oficialmente unos casos emblemáticos, el pasado de esta guerra de masacres quedará abierto. Para José Antequera, dado que el conflicto continúa, una gran narrativa del pasado, como la que produjo la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (Conadep) en Argentina o la Comisión de la Verdad y Reconciliación del Perú, puede terminar siendo una versión más de una guerra que no termina.

Del diagnóstico de lo ocurrido en las masacres al diagnóstico de las resistencias de las comunidades en el presente A partir de la experiencia del Grupo de Memoria Histórica, se ha avanzado en la comprensión del terror, desde los ámbitos micropolíticos del ejercicio del poder y del ejercicio de la resistencia. En ese sentido, se pasó del diagnóstico de las violencias (Comisión Investigadora y Comisión de Expertos) a la microhistoria de las masacres y de las resistencias (Grupo de Memoria Histórica). Este tránsito implicó pasar de las explicaciones de la Guerra (con mayúscula) utilizando conceptos como intereses contrapuestos, modelos de sociedad u órdenes políticos enfrentados, etc., a la comprensión de la guerra (con minúscula) como un ejercicio de poder focalizado en poblaciones indefensas, a través de tecnologías de terror aplicadas sobre sus cuerpos (véanse Blair 2010, 2011). Figura 17 Los órdenes del horror revelados por el Grupo de Memoria Histórica en la Costa Caribe

Fuente: El Tiempo, 17 de noviembre de 2011.

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A diferencia de la Comisión Investigadora de 1958, que buscó investigar y hacer recomendaciones, en medio de una situación difícil de orden público, y de la Comisión de Expertos de 1987, que se propuso diagnosticar y hacer recomendaciones para detener unas violencias generalizadas, el Grupo de Memoria Histórica asumió la triple tarea de esclarecer, reparar y recordar, para no repetir. En ese sentido, podemos decir que los objetivos de trabajo del Grupo de Memoria Histórica fueron determinados por el nuevo escenario de la guerra de masacres. En esta guerra, no bastaba con dar cuenta de lo sucedido y con proponer actividades de reingeniería social o de cultura democrática. Al contrario, las masacres demandaban, ante todo, ejercicios de reparación simbólica y material, la generación de espacios de duelo y la visualización del sufrimiento de las víctimas, para buscar que lo sucedido no se repitiera (véase Grupo de Memoria Histórica 2008, 14). El nuevo diagnóstico de la guerra ha implicado incursionar en un ejercicio de micropolítica de la memoria, encaminado a la generación de espacios para la superación del drama. Del macrodiagnóstico que solo explica la lógica y los actores de la guerra, hemos transitando a un microdiagnóstico que busca entender lo sucedido, pero con la finalidad de ayudar a procesar el evento traumático. El Grupo de Memoria Histórica tuvo que dar cuenta de un presente en el que la tragedia y la resistencia no cesan. Esta resistencia está conectada a la emergencia de unos mantenedores, de unos motores y de unos celebradores incansables de la memoria (véanse Jelin 2006; Allier 2009). Figura 18 Conmemorando y resistiendo en Trujillo

Fuente: El Tiempo, 10 de septiembre de 2008.

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No obstante, debemos relativizar la importancia del Grupo de Memoria Histórica en la visualización de un presente de resistencias, dado que la consolidación de procesos organizativos locales y la movilización de demandas de justicia y verdad trascienden el trabajo del Grupo de Memoria Histórica. Un ejemplo de ello es la comunidad de Trujillo. Cuando el Grupo de Memoria Histórica llegó a realizar el ejercicio de esclarecimiento, reconocimiento y reparación, encontró una comunidad que, desde 1995, había iniciado esos procesos (a través de la Comisión Intercongregacional de Justicia y Paz, fundada por el padre Javier Giraldo), una comunidad implicada en luchas políticas y movilizaciones en distintos escenarios (Maritze Trigos, comunicación personal). Esto quiere decir que el Grupo de Memoria Histórica encontró comunidades que estaban procesando su pasado y atendiendo su presente, reivindicando espacios para “el reconocimiento, la construcción y el aprendizaje de instrumentos de pedagogía humanitaria, y para la protección frente a los enemigos reales o potenciales” (Grupo de Memoria Histórica 2008, 58). En ese sentido, las comunidades organizadas les hacen saber a los expertos que sus experiencias son valiosas y deben ser tomadas en cuenta en el diagnóstico del presente y en las apuestas de futuro (Orlando Naranjo, comunicación personal).

El futuro: hacia una memoria ejemplar contra el olvido y por el nunca más Con la Comisión Investigadora de 1958, al país se le prometió un nuevo futuro, a partir de un proyecto que tenía por objeto desactivar las secuelas de la Violencia, mediante la modernización y la rehabilitación de las zonas afectadas. Con la Comisión de Expertos de 1987, se buscó crear las condiciones de transmutación de la cultura de la violencia en cultura democrática. Con el Grupo de Memoria Histórica, se ha buscado transitar de un pasado de terror hacia unas memorias ejemplares contra el olvido, hacia unos espacios públicos de tramitación de lo ocurrido. La tarea del Grupo de Memoria Histórica, que es ante todo un mandato público, implicó reconocer dos cosas. Primera, que el pasado traumático debe ser reconstruido, para hacerlo público. Segunda, que esta reconstrucción no basta, sino que es necesario trascender el resentimiento (véase Jelin 2006). En ese sentido, la víctima es el nuevo sujeto mediador entre una memoria que mira hacia atrás y reconstruye, para no olvidar, y una memoria que mira hacia delante, para transformar su condición. Esta mediación, en las anteriores comisiones, la cumplía el victimario, el notable o el experto. El Grupo de Memoria Histórica ha buscado dos objetivos con los informes. Primero, reconstruir la memoria para revelar la responsabilidad histórica del Estado y de los victimarios. Segundo, contribuir a la recuperación de la dignidad de las víctimas y de los sobrevivientes. Aunque los informes han sido escritos por expertos, los protagonistas son las víctimas. En todos los informes, la memoria del pasado doloroso 218


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está conectada al futuro. En palabras de Jelin, se trata de superar el dolor causado por el recuerdo, para que no invada la vida, para que el pasado se convierta en “principio de acción para el presente y el futuro” (2006, 23).

Los informes del Grupo de Memoria Histórica Los informes del Grupo de Memoria Histórica son el principal producto de esta experiencia, aunque no los únicos. Estos informes son depósitos de narrativas subjetivas, archivos de dolor, etnografías de terror, dispositivos para historiar los relatos de las víctimas y plataformas de discusión, todo ello al mismo tiempo.

Una breve descripción de algunos de los informes Hasta la fecha de cierre de nuestra investigación, el Grupo de Memoria Histórica había entregado cinco informes de casos emblemáticos y uno temático: Trujillo: una tragedia que no cesa; La masacre de El Salado: esa guerra no era nuestra; Bojayá. Guerra sin límites; La Rochela. Memoria de un crimen contra la justicia; Masacre de Bahía Portete. Mujeres wayuu en la mira; La tierra en disputa. Memorias del despojo y resistencias campesinas en la Costa Caribe. 1960-2010. Para la publicación de estos informes, se acudió a editoriales comerciales, con el fin de llegar a un público amplio. Aquí se tuvo en cuenta las experiencias de las comisiones de Guatemala, Salvador y Perú, cuyos informes, publicados por el Estado, circularon relativamente poco (Eduardo Pizarro, comunicación personal). Los textos se encuentran disponibles en formato clásico, impreso, y en formato electrónico. Estos informes pueden descargarse de manera libre, a partir de la página web del Centro Nacional de Memoria Histórica. Describamos brevemente estos informes. En el informe de Trujillo, tal y como lo habían exigido las organizaciones de víctimas, se reconoció de manera oficial que, en esa zona y en los municipios aledaños (Bolívar y Riofrío), entre 1986 y 1994, ocurrieron varias masacres, en las que murieron 342 personas entre 25 y 29 años, en su mayoría campesinos. Estas personas fueron raptadas, torturadas y asesinadas, como parte de un proceso de eliminación contrainsurgente liderado por paramilitares, narcotraficantes y agentes estatales. Entre otros hechos, el informe describe las desapariciones de La Sonora, la desaparición de los ebanistas y el asesinato del sacerdote Tiberio Fernández (véase Grupo de Memoria Histórica 2008). El informe de El Salado da cuenta de 42 masacres, que dejaron 354 víctimas, en la región de los Montes de María, entre 1999 y 2001. La investigación que adelantó el 219


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Grupo de Memoria Histórica se concentró en la masacre perpetrada por 450 paramilitares, entre el 16 y el 21 de febrero de 2000, en el corregimiento de El Salado, municipio de El Carmen de Bolívar. En esta masacre, los grupos paramilitares recorrieron el sitio conocido como Loma de las Vacas, la vereda El Balguero, el corregimiento de Canutal, el corregimiento de Canutalito, la vereda Pativaca, la vereda El Cielito, la vereda Bajo Grande, la vereda La Sierra y el municipio de Ovejas. En esta masacre, los paramilitares asesinaron 60 personas, 52 hombres y 8 mujeres, entre ellas varios menores de edad. El informe registró los actos de violencia sexual, de tortura física y psicológica, de daño en bien ajeno y desplazamiento forzado (4.000 personas aproximadamente, de las cuales 730 regresaron a la zona). La mayoría de las personas se desplazaron a El Carmen de Bolívar, Sincelejo, Barranquilla y Cartagena (véase Grupo de Memoria Histórica 2009d). En el informe de Bojayá, se registraron los hechos ocurridos el 2 de mayo de 2002, en el poblado de Bellavista, cabecera municipal de Bojayá, departamento de Chocó. En esa fecha, tras varios días de fuego cruzado entre los paramilitares y las farc, 79 personas decidieron refugiarse en una iglesia. Sin embargo, la iglesia fue alcanzada por un arma de guerra no convencional lanzada por las farc (un cilindro de gas cargado de explosivos), en un movimiento no calculado que fue presentado como un daño colateral de la guerra. El informe deja claro que, antes del asedio armado a la población, la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, la Defensoría del Pueblo y otras instituciones habían emitido varias alarmas, alarmas que fueron desoídas por los actores armados (véase Grupo de Memoria Histórica 2010a). En el informe de La Rochela, se narran los hechos que tuvieron lugar el 18 de enero de 1989, en la vereda La Rochela, municipio de Simacota, región del Magdalena Medio santandereano. Ese día, fueron asesinados doce de los quince miembros de una comisión judicial que investigaba una serie de homicidios cometidos presuntamente por una alianza de narcotraficantes, paramilitares y agentes de la fuerza pública en los municipios de Simacota, Cimitarra y Puerto Parra. En este caso, el Estado colombiano fue condenado por la Corte Interamericana de Derechos Humanos (véase Grupo de Memoria Histórica 2010b). En el informe de Bahía Portete, se da cuenta de la masacre perpetrada por un grupo de más de cuarenta paramilitares del frente Contrainsurgencia Wayuu, en este municipio de la Alta Guajira. El informe relata cómo los perpetradores se sirvieron de informantes locales. En esta masacre, fueron asesinadas seis personas, entre ellas cuatro mujeres, y fueron destruidas numerosas viviendas (véase Grupo de Memoria Histórica 2010c). El informe de tierras relata las luchas históricas entre campesinos, hacendados, actores armados, narcotraficantes, empresarios e instituciones por la acumulación de la tierra en Córdoba, Sucre y los Montes de María. El informe destaca cuatro grandes problemas en la región: el despojo armado en las zonas rurales de Montería (en especial, en el sur de Córdoba y en San Onofre), el despojo histórico de aguas y playones en las zonas de ciénagas del bajo Sinú y el bajo San Jorge, la venta forzosa de predios de 220


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reforma agraria y la compra masiva de tierras por parte de nuevas empresas agrarias (véase Grupo de Memoria Histórica 2010d). En cuanto a la forma, aunque los informes tienen similitudes conceptuales y metodológicas, todos ellos tienen variaciones, de acuerdo con los contextos y los énfasis que se quisieron hacer. Por ejemplo, en el informe de Trujillo, se hizo énfasis en la resistencia de la comunidad; en el informe de El Salado, en los impactos morales y culturales de la masacre; en el informe de Bojayá, en los tipos de memoria; en el informe de La Rochela, en el modelo paramilitar en el Magdalena Medio; en el informe de Bahía Portete, en la violencia étnica y de género, y en el informe de tierras, en las luchas campesinas por la tierra (en el informe ¡Basta ya! Colombia: memorias de guerra y dignidad, se puede encontrar una descripción condensada de los demás informes publicados entre 2011 y 2013).

Archivos de dolor y etnografías de terror 56 La mayoría de los informes de las comisiones de verdad y esclarecimiento histórico no han pretendido ser solo una exposición oficial sobre los hechos de crueldad, sino también escenarios de confrontación de las memorias del conflicto interno de nuestros países. En estos informes, se hace evidente la construcción de una relación con el pasado de violencia, bajo una especie de imperativo moral del recuerdo (véase Gamboa 2005, 315), y se proyectan unos sentidos sobre el presente y sobre el futuro. Como archivos, la misión de estos informes es consignar los hechos y garantizar la posibilidad de ser leídos (véase Castillejo, 2009). Estos archivos experimentan ciclos y formas de apropiación y resignificación que varían con el tiempo. Al principio, en el furor de la transición o del posconflicto, los informes pueden ser bien acogidos. Con el tiempo, los informes pueden ser relegados al olvido o ser reabiertos por los movimientos sociales. La experiencia de nuestros países muestra que estos informes se han transformado, en ocasiones, en plataformas de discusión y dispositivos de lucha, que sirven para reactualizar las voces de las víctimas y posicionar sus demandas ante los organismos internacionales o las autoridades locales. Los informes no son solo archivos del dolor. En efecto, estos informes son también dispositivos sociales de administración del pasado. Esto quiere decir que estos informes son una de las formas a partir de las cuales una sociedad hace inteligible su pasado, a través de una serie de lenguajes, escrituras y prácticas nominativas (véase Castillejo 2009). Los informes tienen una mirada sobre la realidad, realizan un recorte explicativo e interpretativo sobre ella e instauran o subvierten lecturas emblemáticas sobre el

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Algunas de las ideas que se exponen a continuación se encuentran en Jaramillo (2010b, 2010c).

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pasado. En este sentido, como lo ha reconocido Crenzel, los informes de las comisiones sirven para instaurar una “nueva memoria emblemática de la violencia” (2008, 127). Los informes sirven para dar cuenta de la forma como la memoria se historiza continuamente (para evitar ambigüedades y falta de coherencia) y de cómo la historia debe abrirse a las memorias (con el fin de pluralizarse) (véase Dumon 2007). Con estos informes se abre el debate sobre una memoria reciente y, al igual que con las memorias de los sobrevivientes de los campos de concentración nazi, se crean escenarios para revivir memorias suprimidas o mal resueltas (véase Sánchez 2007, 18), ya que se coloca en escena una memoria colectiva de muchos agentes con deseos de legitimar una palabra en la que se advierte una “socialización del dolor y una transmutación en realidad pública de aquello que es, en primera instancia, privado e incomunicable” (Reátegui 2009, 29). Tras la publicación del libro La Violencia en Colombia, los informes producidos por el Grupo de Memoria Histórica han ayudado a instaurar una nueva memoria emblemática de la guerra con mayor potencial analítico y testimonial. En ese sentido, estos informes son valiosos por las informaciones inéditas sobre las víctimas, por la incorporación de testimonios de los victimarios, por los archivos oficiales consignados (por ejemplo, los expedientes penales y disciplinarios) y porque revelan cómo las masacres se invisibilizaron institucionalmente. Al igual que el informe Guatemala: memoria del silencio (ceh 1999), solo por nombrar uno de los informes clásicos de comisiones de la verdad, estos archivos del dolor no se limitan a ser exposiciones oficiales sobre los hechos ocurridos, sino que son escenarios de revelación, en la escena pública, de la magnitud de la ingeniería del terror. En estos informes, el Grupo de Memoria Histórica rompe el silencio al que fueron condenadas las comunidades que sufrieron las masacres. Pero las comunidades también han construido sus propias formas de romper ese silencio. Así, por ejemplo, en Trujillo, la Asociación de Familiares Víctimas de Trujillo (Afavit) construyó una galería de memoria (véase Afavit 2009; Galería de la Memoria Tiberio Fernández Mafla 2009) y, en El Salado, los jóvenes han hecho murales, con la ayuda de organizaciones como Mujeres Unidas de El Salado y la Asociación de Desplazados de El Salado. Los informes producidos por el Grupo de Memoria Histórica han puesto en evidencia la necesidad de describir y nombrar lo ocurrido en las masacres. Eso significa admitir que, en esos lugares, existió participación directa o indirecta de ciertas personas, que tienen un nombre determinado y que pertenecen a grupos determinados. Lo importante, en todo caso, es llamarlos con sus propios nombres. Así, para el caso de El Salado, ha sido importante nombrar a John Henao, alias H2, delegado de Carlos Castaño, como el coordinador de la masacre. Para el caso de Trujillo, ha sido importante nombrar a Diego Montoya, alias don Diego; a Henry Loaiza, alias el Alacrán; y al mayor Alirio Urueña, comandante del Puesto de Mando Adelantado del Ejercito Nacional, como implicados en los hechos. Para el caso de Bahía Portete, ha sido importante nombrar a 222


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Chema Bala, a pesar de la reacción de sus descendientes, como implicado en los hechos. Para el caso de Segovia, ha sido importante nombrar al exparlamentario César Pérez García, por su participación intelectual en los hechos. Igualmente, ha sido importante nombrar que en las masacres se degollaron, descuartizaron y empalaron personas. Ha sido importante nombrar que las fincas funcionaron como lugares de la planeación de lo macabro. Por ejemplo, ha sido importante decir que en Trujillo, en la finca Villa Paola, de propiedad del Alacrán, se perpetraron torturas y asesinatos. Ha sido importante afirmar que en el municipio de Sabanas de San Ángel, en la finca El Avión, los jefes paramilitares Salvatore Mancuso, Rodrigo Tovar y John Henao planearon la masacre de El Salado (véase Grupo de Memoria Histórica 2008, 2009d). Los informes han puesto de manifiesto que el terror público tenía como función castigar a las víctimas, que el terror tenía una triple pretensión: arrasar con los cuerpos, arrasar con la tierra y arrasar con la memoria de las comunidades, que el terror marca el cuerpo, marca el territorio del enemigo y borra la memoria del otro. Los informes han puesto de manifiesto el asesinato de líderes de las comunidades. Por ejemplo, en Trujillo, el asesinato de Tiberio Hernández, el cura-mártir. En El Salado, el asesinato de Luis Pablo Redondo, el profesor-líder. En Bahía Portete, el asesinato de Rosa Fince Uriana y Margarita Fince Epinayú, las líderes-matronas. Los informes han puesto de manifiesto las jornadas sangrientas, que en algunos casos duraron días (como en El Salado) y en otros casos años (como en Trujillo), todo ello en contraste con la labor de las autoridades y los medios de comunicación, que no han denunciado la verdadera magnitud de lo ocurrido.

¿Informes con múltiples voces? ¿Todas las voces valen por igual? Los informes del Grupo de Memoria Histórica han expresado las diversas maneras como se pluralizan, se cruzan, se enfrentan y se superponen las distintas memorias y voces frente a un mismo acontecimiento. Siguiendo a Jelin (2006), diríamos que en estos informes opera una lucha permanente por la legitimidad de la palabra. Ahora bien, ¿qué tan incluyentes son estos informes? La respuesta es que estos informes son ejercicios académicos de tal magnitud que es casi inevitable privilegiar ciertas voces. Por ejemplo, se puede privilegiar la voz del especialista o la voz de ciertas organizaciones. Los informes que hemos revisado muestran algo parecido. Por ejemplo, el informe sobre Trujillo privilegia las memorias de los familiares de las víctimas; el informe sobre El Salado, las memorias de los sobrevivientes; el informe sobre La Rochela, las memorias de las viudas de los operadores de la fiscalía masacrados, y el informe sobre Bojayá, las memorias de las comunidades de Bellavista, Napipí y Vigía del Fuerte. En el futuro, una tarea crítica para la academia será reconocer estos privilegios de voces, es decir, desmentir el supuesto políticamente correcto de que todos los discursos 223


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y narrativas valen por igual en un relato emblemático. Esto es importante, porque se trata de crear legitimidad social. Frente a lo anterior, tres preguntas quedan pendientes. Primera, ¿un proceso que privilegia voces es sesgado per se? Segunda, ¿cómo integrar otras voces a las memorias oficiales? Tercera, ¿qué papel cumplen las memorias no oficiales en el proceso adelantado por el Grupo de Memoria Histórica?

Del diagnóstico de las violencias a una nueva taxonomía de la memoria Los informes del Grupo de Memoria Histórica se caracterizan por su énfasis en las tipologías de memorias. En cierto modo, estos textos reflejan la manía clasificatoria de los académicos. Esto es patente, sobre todo, en los informes analizados para esta investigación. En el informe sobre El Salado, por ejemplo, el eje articulador de todas las clasificaciones son las memorias de las interpretaciones, es decir, el proceso de articulación de interpretaciones del hecho en una trama causal, tratando de encontrar una dimensión histórica (véase Grupo de Memoria Histórica 2009d, 127). Hacer una memoria de las interpretaciones implica, en este caso, establecer cómo la población explica la masacre, conectar esta masacre con eventos previos (como la masacre de 1997), establecer el nexo de esta masacre con una familia de terratenientes de la región (los Méndez), conectar esta masacre con la maldición de Santander Cohen (que, antes de salir de la región por amenazas de las farc, lanzó una maldición sobre el pueblo diciendo que en él solo quedarían mujeres viudas), establecer el nexo de esta masacre con una venganza de Enilse López, alias la Gata, por el robo de 450 cabezas de ganado, vincular esta masacre con la estigmatización de El Salado como pueblo guerrillero, etc. El Grupo de Memoria Histórica habla de las memorias encapsuladas, aquellas que no hablan de un hecho de manera directa, sino oblicuamente, dado que la dimensión y complejidad de lo vivido desafía la capacidad de narrarlo (véase Sánchez 2009). El Grupo de Memoria Histórica habla de las memorias negadoras, que emergen de algunas versiones libres de paramilitares, que consideran que allí hubo muertes “normales” (dentro de estas memorias caben las de los medios de comunicación y las del Ejército, que hicieron eco a las memorias de los paramilitares). El Grupo de Memoria Histórica habla de las memorias de resistencia, que reivindican la lucha por la supervivencia y reclaman el reconocimiento del coraje y el valor de la comunidad. El Grupo de Memoria Histórica habla de las memorias identitarias, centradas en reivindicar lo que la comunidad era antes de la masacre y lo que espera ser en un futuro (estas memorias identitarias son sostenidas por los sobrevivientes, con el apoyo de diversos agentes institucionales). El Grupo de Memoria Histórica habla de las memorias de denuncia, que pueden cobrar distintos matices según la zona y los reclamos. El Grupo de Memoria Histórica habla de las memorias errantes, de las personas que huyeron de una población y nunca retornaron. El Grupo de Memoria 224


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Histórica habla de las memorias diferenciales, que permiten establecer los contrastes en el grado de violencia que revistió una masacre dentro de un territorio. El Grupo de Memoria Histórica habla de las memorias suprimidas, que ya no pueden recuperarse, porque fueron eliminadas por el desplazamiento forzado o por la muerte (véase Grupo de Memoria Histórica 2009d). En el informe ¡Basta ya! Colombia: memorias de guerra y dignidad, el Grupo de Memoria Histórica habla de las memorias de las colaboraciones y el abandono y de las memorias de la estigmatización, aquellas que “revelan las alianzas de personas, políticos, funcionarios y miembros de la fuerza pública que favorecieron o ejecutaron actos de victimización, o aquellas que evidencian el estigma de la población a la guerrilla o las filiaciones a milicias imputadas a comunidades y víctimas” (cnmh 2013, 342).

Hacia la generación de una memoria pública Finalmente, al cierre de este capítulo, es importante preguntarse en qué medida el Grupo de Memoria Histórica ha posicionado su trabajo en la esfera pública y lo ha transformado en objeto de debate (véanse Allier 2007; Calveiro 2007; Martínez de la Escalera 2007). En todo caso, ya hemos visto que el Grupo de Memoria Histórica ha utilizado espacios y estrategias innovadoras, como las semanas por la paz y los talleres de memoria. Valdría la pena evaluar el impacto de los informes en las regiones del país. Este trabajo serviría para conocer en qué medida las memorias recuperadas en los informes trascienden los proyectos reconciliadores del gobierno, ayudaría a revelar cómo ha funcionado la metodología de los casos emblemáticos en el terreno y a determinar el nivel de deliberación dentro de las comunidades. Finalmente, creemos que es necesario tener en cuenta que las memorias condensadas en un informe no siempre se hacen públicas. El Grupo de Memoria Histórica debe ser consciente de este desafío. Hacer públicas las memorias implica el diseño y la puesta en marcha de estrategias comunicativas. Si este tipo de estrategias no se implementa y se mantiene, corremos el riesgo de perder estas memorias y perder, finalmente, el esfuerzo de un proceso que es valioso a todas luces. Solo nos queda esperar que la memoria histórica se convierta con más fuerza en memoria pública.

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Balance, preguntas y apuestas


Balance de las experiencias Uno de los principales desafíos de este trabajo fue comprender cómo las comisiones de estudio sobre la violencia articularon y desplegaron narrativas y dispositivos de gestión institucional de las violencias. Con la noción de trama, abordada desde el punto de vista de Paul Ricoeur y Hayden White, hemos sugerido que es posible, en un contexto como el colombiano, articular lecturas, interpretaciones y contenidos ideológicos sobre la guerra. Estas tramas facilitan la evocación y la representación de la guerra, en términos de pasado, presente y futuro. Nuestro lente sociohistórico y hermenéutico nos permitió esbozar la producción, reproducción y trámite de esas narrativas, en medio de la guerra. Para la comprensión de estas comisiones, las herramientas y los conceptos de la historia nos fueron de gran ayuda. En este texto no pretendimos hacer una sociología o una historiografía de la violencia en Colombia. Al contrario, en este trabajo solo nos asistió la preocupación sociológica, unida a cierta conciencia histórica, política y hermenéutica, por comprender los impactos de estas comisiones en el país, tema que había sido ignorado hasta ahora. A continuación, sintetizaremos algunos de estos impactos. La Comisión Investigadora, creada en 1958, tuvo dos fines políticos esenciales. De una parte, realizar una radiografía local y nacional de la Violencia, en un país desangrado por la confrontación bipartidista. De otra parte, formular recomendaciones para adelantar procesos de pacificación y rehabilitación en las zonas afectadas. Esta comisión no generó un informe oficial sobre lo sucedido, salvo algunas comunicaciones verbales con el presidente Alberto Lleras Camargo. Sin embargo, la prensa se encargó de informar al público sobre el trabajo de esta comisión. Cuatro años después de finalizada la labor de esta comisión, gran parte de sus hallazgos fueron consignados en un libro que causó gran impacto: La Violencia en Colombia. Aunque entre la comisión y el libro no puede establecerse una conexión directa, sí puede decirse que los dos fueron determinantes para comprender 227


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la transformación de las representaciones sociales y políticas de la Violencia. En efecto, la Comisión Investigadora fue una tecnología de trámite de las secuelas de la Violencia y el libro fue una plataforma académica que transgredió los cánones de la época y reveló etnográfica y sociológicamente las manifestaciones de la Violencia en las regiones. La Comisión Investigadora funcionó muy bien, en medio de un clima de transición, pues posicionó unas narrativas institucionales que, entre otras cosas, resuenan hasta el día de hoy. Por ejemplo, la Comisión Investigadora contribuyó a la construcción de una narrativa según la cual la Violencia no tenía un comienzo claro y las responsabilidades sobre el desangre debían ser compartidas por toda la sociedad. De acuerdo con esta lógica explicativa, un “cáncer” generalizado ameritaba un remedio generalizado: si la Violencia había sido responsabilidad de todos, la paz también debía ser una tarea de todos. También realizó un diagnóstico de la situación de violencia regional y contribuyó a la eliminación de las medidas de excepción de los gobiernos anteriores. En ese sentido, esta comisión transformó la paz militar en paz cívica. Esta comisión posicionó unos discursos sobre el futuro del país centrados en la idea de un nuevo comienzo para la nación y de una gran operación de paz en las regiones. En esa medida, la comisión desplegó un trabajo de modernización social y de micropactos entre las partes en conflicto, mientras que los políticos negociaban el olvido, con el fin de construir el futuro. En ese sentido, podemos decir que la comisión reunió un grupo de personalidades con buenas intenciones, en un marco político de élites con intenciones no muy claras. La lucha contra el comunismo, telón de fondo internacional, también tuvo una resonancia dentro de esta estrategia de concertación. En efecto, no solo había que parar la violencia interna, sino también el fantasma del comunismo. La Comisión Investigadora, desde nuestro punto de vista, contribuyó a esas dos tareas. Hoy sabemos que el Frente Nacional permitió a los partidos políticos no asumir sus responsabilidades en la Violencia. De este modo, el Frente Nacional implementó dos estrategias. La primera estuvo en cabeza de la Comisión Investigadora, un órgano cuya pretensión era sellar el pasado y paliar los males del presente, para tener un mejor futuro. La segunda estrategia estuvo concentrada en los partidos políticos, que acordaron evitar juicios de responsabilidad sobre la Violencia. Por esta razón, los partidos políticos estuvieron atentos a controlar los pronunciamientos de la comisión. Sin embargo, la comisión resultó tan funcional como reveladora. De este modo, la Comisión Investigadora reveló y ocultó aspectos decisivos de un momento de la historia que transformaría el mapa de las representaciones sociales y políticas de los colombianos.

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Balance, preguntas y apuestas

La Comisión de Expertos de 1987 tuvo que lidiar con varios de los legados de la política de concertación de las élites (herencia del Frente Nacional), entre ellos, la polarización del conflicto nacional y la profundización de la precariedad institucional y ciudadana. Si la Comisión Investigadora tuvo lugar en medio de un gran pacto político que pretendió derrotar la Violencia con modernización, la Comisión de Expertos se creó en ausencia de un pacto político para hacer frente a las nuevas violencias (que no podían derrotarse con modernización e ingeniería social). En ese sentido, la Comisión de Expertos no se edificó sobre la base de un evangelio nacional compartido a largo plazo, como sí lo hizo la comisión de 1958, que se enmarcó dentro de una gran operación de paz. Para la Comisión de Expertos, todo estaba por construirse. El objetivo de la Comisión de Expertos fue diagnosticar una realidad nacional atacada por actores armados e ilegales y construir una agenda de lucha inmediata contra las violencias. La Comisión de Expertos realizó un ejercicio taxonómico de las violencias que azotaban el país. Este ejercicio clasificatorio puede ser visto como una consecuencia de la trayectoria netamente académica de los comisionados, pero también como el resultado del trabajo de personas que pretendían posicionarse como intelectuales para la democracia y no como demagogos de la guerra. La Comisión Investigadora leyó el futuro a partir de los conceptos de pacificación política y rehabilitación económica. La Comisión de Expertos, en cambio, leyó el futuro a partir de los conceptos de paz negociada, seguridad ciudadana y democracia, conceptos que respondían al clima discursivo nacional e internacional, permeado por la idea de la democracia como antídoto a las crisis de sentido de los años ochenta. La Comisión de Expertos generó una lectura de la sociedad colombiana muy polémica para la época: la de una cultura de la violencia, que debía ser combatida a través de la democracia. Cultura de la violencia y cultura democrática fueron dos de las piezas claves de las narrativas y de las ofertas de sentido temporales y políticas de esta comisión. Esta comisión fue un espacio de consejo técnico para un gobierno técnico que no encontraba salida a la crisis. En una época carente de un pacto político nacional y con múltiples violencias, la Comisión de Expertos generó unas recomendaciones fáciles de transformar en políticas públicas. Finalmente, tenemos la experiencia del Grupo de Memoria Histórica (que hoy forma parte del Centro Nacional de Memoria Histórica). Este grupo se insertó, con mucha autonomía, dentro de un nuevo macropacto político para el país: la seguridad democrática del gobierno de Álvaro Uribe, y dentro de unas tecnologías burocráticas de trámite humanitario del dolor provocado por el terrorismo: la Ley de Justicia y Paz y la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación. Actualmente, 229


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este grupo se mueve en un conjunto de horizontes y dispositivos institucionales encaminados a fortalecer los escenarios posibles de construcción de paz. El Grupo de Memoria Histórica se diferencia de la comisión de 1987, que funcionó en ausencia de un pacto incluyente, pero se parece a la comisión de 1958, pues las dos surgieron en el marco de un gran pacto político nacional. La doble lógica de un macropacto político y de unas tecnologías de trámite humanitario generó una tensión en el trabajo del grupo. De una parte, el grupo estuvo influenciado por un mandato político que lo obligaba a generar una narrativa histórica que permitiera explicar el origen y el desarrollo de los grupos armados ilegales. De otra parte, el grupo tuvo un objetivo ético, en la medida en que sus integrantes se empeñaron en reconstruir la memoria histórica del mapa del terror de las últimas décadas. El Grupo de Memoria Histórica tuvo que trabajar en un horizonte político que leyó la historia nacional como una historia de terrorismo y en el horizonte operativo de las masacres de población civil. Para combatir la violencia, este horizonte político consideraba como necesarios y suficientes los mecanismos de justicia transicional, mientras que el horizonte de las masacres demandaba una estrategia de reconstrucción del mapa del terror provocado por los actores armados (incluyendo el Estado). El Grupo de Memoria Histórica construyó ese mapa en un nuevo escenario institucional, en el que no importaban los proyectos de reingeniería social y modernización para las zonas afectadas (como en 1958) o el discurso de la cultura de la democracia (como en 1987), sino la ética frente a las víctimas. En este sentido, más allá de todas las críticas, el Grupo de Memoria Histórica encarnó por primera vez la preocupación oficial por recuperar la memoria de esta guerra dando prioridad a las voces de las víctimas. En esta experiencia, más heterogénea que las dos anteriores, emergieron voces diferentes a las de los notables políticos o a las de los expertos. El Grupo de Memoria Histórica realizó un diagnóstico que mezcló la macropolítica de la guerra con la micropolítica y la biopolítica de las masacres. Al contrario de las anteriores experiencias, el Grupo de Memoria Histórica hizo eco a las narrativas humanitarias y a los discursos transicionales en boga. Gracias al trabajo del Grupo de Memoria Histórica, se está imaginando un futuro nacional, a través de distintas lecturas. Por ejemplo, desde el gobierno, se está planteando un futuro de reconciliación nacional y un cierre del terrorismo, y, desde los activistas teóricos, se habla de memorias ejemplares de lucha contra el olvido y de memorias de futuro. A pesar de la entrega del informe final ¡Basta ya! Colombia: memorias de guerra y dignidad, el trabajo del Grupo de Memoria Histórica ha despertado varias disputas (políticas, metodológicas, éticas, etc.). Somos conscientes de la necesidad, en el futuro, de un ejercicio etnográfico, sobre todo para dar cuenta de las dificultades que resultan de la doble relación del grupo con el poder estatal (que le dio origen) y con el poder social (que demanda su trabajo). 230


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Balance, preguntas y apuestas

Dispositivos rituales y espacios sociales de sentido: revelar y ocultar Una gran conclusión de este trabajo es que las comisiones han fungido como dispositivos de memorias históricas que permiten movilizar formas de representación y procesamiento de la guerra y las violencias. Estas formas de representación se traducen en la producción de una génesis del pasado, un diagnóstico de presente y unas lecturas sobre el futuro. La proliferación de este tipo de iniciativas en Colombia sugiere, desde nuestra óptica, la existencia de una constante histórica: la creación, en medio de la violencia, de unos espacios institucionales de tregua, para explicar las violencias, narrar el dolor y dotar a ciertos actores de herramientas contra el olvido. Mientras que otros países han requerido del posconflicto para recuperar su memoria, nosotros, en cambio, lo hemos hecho desde la matriz del conflicto armado y político. Desde un punto de vista sociológico, resulta importante reconocer que estas comisiones funcionan como espacios rituales en los que eclosionan verdades y se condensan silencios. Por ejemplo, la Comisión Investigadora recuperó el pasado de las regiones, pero encubrió la responsabilidad de las élites en el origen de la Violencia; la Comisión de Expertos hizo visible el rigor de las violencias, pero no dijo mucho sobre el narcotráfico y los crímenes contra la up, y el Grupo de Memoria Histórica reconstruyó un mapa de terror, y solo hasta hace poco abordó el tema de los secuestros. Esto quiere decir que la producción de verdades y silencios depende de la coyuntura nacional en la que se insertan estos dispositivos, de los ánimos institucionales, de los discursos legitimadores, de los intelectuales y del poder social de las comunidades. Ese proceso de producción de verdades y silencios implica una manera particular de archivar y articular institucionalmente las lecturas políticas sobre lo ocurrido. En ese sentido, siguiendo a Castillejo (2009), creemos que las comisiones que analizamos son significativas, pues incorporaron, reescribieron y editaron la realidad regional y nacional. En este orden de ideas, esta investigación ha querido proporcionar algunos elementos para que pensemos qué tanto estos dispositivos, a través de sus lecturas, iluminan y oscurecen el pasado, el presente y el futuro del país. Además de operar como dispositivos y espacios sociales y políticos de administración y trámite de lo ocurrido, las iniciativas que hemos analizado han hecho inteligible la magnitud de las violencias y las tecnologías del terror, a través de una serie de lenguajes, escrituras y prácticas nominativas. Estas iniciativas no son solo escenarios para administrar el relato de lo ocurrido, sino territorios de tensión política sobre lo narrado. En tanto que referentes interpretativos de acontecimientos colectivos, alrededor de estas comisiones se han urdido disputas. El carácter de estas disputas se ha relacionado con las coyunturas en las que se llevaron a cabo y con las apuestas políticas de ciertos sectores. 231


Jefferson Jaramillo Marín

¿Expertos y comisiones afines al sistema? Del análisis de estas comisiones, dos temas quedan flotando en el ambiente. Primero, el papel crítico o acrítico de los expertos frente a los gobiernos que los contrata. Segundo, el papel de los expertos como productores legítimos de sentido o como tramadores de narrativas históricas, para utilizar la bella expresión del historiador Hayden White. Con respecto al primer tema, la pregunta que debemos hacernos es si estamos frente a intelectuales afines al sistema. De acuerdo con nuestro trabajo, podemos decir que las personas que hicieron parte de la Comisión de Expertos fueron críticos y autónomos, pero tímidos en sus diagnósticos. En cierto modo, fueron intelectuales para una democracia tímida. Varios de estos intelectuales han sido cuestionados por su posición frente al gobierno de turno. Recordemos que los más críticos de los intelectuales de los años ochenta, como Jesús Antonio Bejarano, Darío Betancur, Héctor Abad Gómez y Hernán Henao, fueron blancos de los actores armados. Los comisionados de 1987, para varios de nuestros entrevistados, terminaron, en cambio, como consejeros del Estado o académicos muy citados en los libros sobre la realidad nacional, siempre con una posición política “correcta”. En contraste, el Grupo de Memoria Histórica estuvo compuesto de activistas teóricos, con un mayor compromiso ético con las víctimas. Además, estos académicos han confrontado las posturas del gobierno que los contrató. En efecto, estos intelectuales están situados entre dos lecturas, a veces contrapuestas, del pasado: su propia lectura, que busca generar un relato explicativo de nuestra guerra de masacres, y la lectura de los últimos gobiernos, que aseguran que estamos en una época de transición. En ese sentido, los integrantes del Grupo de Memoria Histórica han revelado la magnitud de la violencia contemporánea, mientras que algunos sectores del gobierno siguen manteniendo cerrada la caja de Pandora. Los expertos de hoy, preocupados por las políticas de la memoria, ya no son técnicos políticamente correctos. Estos nuevos expertos se han convertido en lo que el antropólogo norteamericano George Marcus (1995) llamaba activistas circunstanciales, interesados en construir conocimientos parciales, pero estratégicos, y en asumir explícitamente agendas políticas que surgen al plantearse la pregunta sobre las violencias invisibilizadas. En cuanto a la forma como estos expertos producen sentidos, habría que decir que estamos frente a unos intelectuales que hacen parte de un clima de época interesado por las narrativas de las víctimas. En este clima los expertos tienen confianza que el procesamiento del trauma se logra a través de la palabra. En este escenario, no obstante, los expertos se han visto con el desafío de aprender a descifrar los silencios 232


4

Balance, preguntas y apuestas

de las víctimas y de los sobrevivientes y los silenciamientos deliberados por parte de las instituciones. Esto implica, para estos expertos, comprender la importancia de realizar procesos consultivos con las comunidades y socializar aprendizajes mutuos. Esta tarea es permanente. De todas formas, queda abierta la invitación de Castillejo (2009) a examinar con cuidado cómo se llega a las comunidades, qué se extrae de ellas, cómo se compila lo extraído en un informe, cómo se retorna ese producto y cómo se discute en la escena pública.

233


Anexos


Anexo 1. Comisiones oficiales de investigación de 1971 a 2003 Año

País

Comisión

1971

Bangladesh

Comisión para Investigar Crímenes de Guerra

1974

Uganda

Comisión de Investigación de los Desaparecidos

1982-1984

Bolivia

Comisión de Investigación de los Desaparecidos

1982-1983

Israel

Comisión de Investigación por la Matanza de Sabra y Chatila

1983-1985

Argentina

Comisión Nacional para Esclarecer los Hechos Relacionados con la Desaparición Forzada de Personas

1985

Guinea

Comisión de Investigación

1985

Uruguay

Comisión Parlamentaria de Investigación de los Desaparecidos

1985

Zimbabue

Comisión de Investigación

1986-1987

Uganda

Comisión de Investigación de Violaciones de los Derechos Humanos

1986-1987

Filipinas

Comisión Presidencial por los Derechos Humanos

1990-1991

Chile

Comisión Nacional por la Verdad y la Reconciliación

1991

Rep. Checa

Comisión Parlamentaria

1991

Sri Lanka

Comisión Presidencial de Investigación

1991-1992

Chad

Comisión de Investigación por los Crímenes en Habré

1992

Polonia

Investigación del Ministerio del Interior

1992

Bulgaria

Comisión Temporal de Investigación sobre el Partido Comunista

1992

Rumania

Comisión Parlamentaria de Investigación

1992

Albania

Comisión de Investigación de Matanzas por Mecanismos de Seguridad en Shkoder (1944-1991)

1992

Chile

Corporación Nacional de Reparación y Rehabilitación

1992

El Salvador

Comisión ad hoc sobre los Militares

1992

Brasil

Consejo de Derechos Humanos

1992

México

Comisión Nacional de Derechos Humanos

1992

Nicaragua

Comisión Tripartita

1992

Togo

Comisión Nacional de Derechos Humanos

1992

Etiopía

Fiscalía Pública Especial

1992

Tailandia

Investigación del Ministerio de Defensa sobre las muertes y desapariciones durante las manifestaciones de mayo de 1992

1992-1993

El Salvador

Comisión de la Verdad

1992-1993

Nigeria

Comisión de Derechos Humanos

1992-1994

Sudán

Comisión de Investigación

{continúa} 235


Jefferson Jaramillo Marín

Año

País

Comisión

1992-1995

Alemania

Comisión de investigación sobre el Partido Comunista

1993

Zimbabue

Comisión de Derechos Humanos

1993

Burundi

Comisión sobre las muertes en el intento de golpe de 1993

1993

Honduras

Comisión Nacional por la Protección de los Derechos Humanos

1993-1994

El Salvador

Comisión de Investigación sobre los Grupos Guerrilleros

1993-1994

Ghana

Comisión de Derechos Humanos y Justicia Administrativa

1994

Honduras

Oficina del Procurador General

1994

Malawi

Comisión sobre las muertes políticas en los inicios de 1980

1994

Sri Lanka

Tres comisiones sobre las muertes y desapariciones desde 1988

1995

Sudáfrica

Comisión de la Verdad y la Reconciliación

1995

Guatemala

Comisión para el Esclarecimiento Histórico de las Violaciones de los Derechos Humanos y los Hechos de Violencia

1995

Nigeria

Comisión Nacional para los Derechos Humanos

2003

Rwanda

Comisión Nacional de Unidad y Reconciliación

Fuente: Bronkhorst (1995), M. López (2007) y www.usip.org

236


Anexos

Anexo 2. Comisiones de la verdad de 1974 a 2010 Año

País

Comisión

1974

Uganda

Presidencia de la República

1982-1984

Bolivia

Presidencia de la República

1983-1984

Argentina

Presidencia de la República

1985

Uruguay

Parlamento

1985

Zimbabue

Presidencia de la República

1986-1995

Uganda

Presidencia de la República

1990-1991

Nepal

Primer ministro

1990-1991

Chile

Presidencia de la República

1991-1992

Chad

Presidencia de la República

1992

Sudáfrica

Congreso Nacional Africano

1992-1994

Alemania

Parlamento

1992-1993

El Salvador

Acuerdo de Paz de Naciones Unidas

1993

Sudáfrica

Congreso Nacional Africano

1994-1997

Sri Lanka

Presidencia de la República

1995-1996

Haití

Presidencia de la República

1995-1996

Burundi

Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas

1995-2000

Sudáfrica

Parlamento

1996-1997

Ecuador

Ministro de gobierno

1997-1999

Guatemala

Acuerdo de Paz de Naciones Unidas

1999-2000

Nigeria

Presidencia de la República

2000- 2002

Corea del Sur

Presidencia de la República

2002-2004

Sierra Leona

Presidencia y Parlamento

2002

Perú

Presidencia de la República

2003-2004

Ghana

Parlamento

Timor Oriental

Administración de Transición de las Naciones Unidas para Timor Oriental

2001-2005 2002

Perú

Presidencia de la República

2005

Liberia

Asamblea Legislativa Transicional

2007

Ecuador

Presidencia de la República

2010

Honduras

Presidencia de la República

Fuente: Hayner (2008), M. López (2007) y www.usip.org.

237


238

Naturaleza y mandato

- La comisión se creó en cumplimiento de los acuerdos de paz entre el gobierno de César Gaviria, el Ejército Popular de Liberación (epl) y el Movimiento Armado Quintín Lame (maql). - Se creó para diseñar estrategias para consolidar el proceso de paz iniciado con la insurgencia en 1985 y generar condiciones para la reinserción. - Su coordinador fue el sociólogo Alejandro Reyes. - Integrada por personas de reconocida trayectoria académica y en el campo de los derechos humanos.

- Decreto 1078 de 1991, en cumplimiento de los acuerdos entre el gobierno y el Partido Revolucionario de los Trabajadores (prt). - Estuvo integrada por gobernadores, procuradores, personeros municipales, Policía Nacional, Fuerzas Militares, la Conferencia Episcopal y las organizaciones de derechos humanos. - Trabajó entre 1991 y 1992. Sus actividades se suspendieron por falta de apoyo institucional y por el resurgimiento de violaciones a los derechos humanos. Su trabajo se reanudó en 1994.

Nombre de la comisión

Comisión de Superación de la Violencia (1991).

Comisión de Derechos Humanos de la Costa Atlántica (1991).

Singularidad de su aporte con respecto a otras comisiones

- Cobertura local (región de los Montes de María). - Realizó diagnósticos locales sobre la - Desarrolló programas, foros de situación de violencia y paz. sensibilización y talleres sobre la situación de los derechos humanos. - Elaboró informes y campañas de formación, promoción y defensa de - No se tuvo conocimiento del los derechos humanos en la región. informe final (al menos para la elaboración de este cuadro).

- Integró voces de diversos actores (excombatientes, Fuerzas Armadas, - Cobertura nacional. organismos de seguridad, autorida- Produjo el informe Pacificar la des civiles, funcionarios públicos, paz: lo que no se ha negociado en los gremios, organizaciones campesinas, acuerdos de paz. indígenas, representantes de ong y - Sus conclusiones y recomendaciovoceros de la Iglesia católica). nes nunca tuvieron una respuesta - Realizó diagnósticos locales sobre la sipor parte del gobierno nacional, tuación de violencia y paz y permitió la aunque algunos consideran que sus construcción de un atlas de la violencia. recomendaciones fueron decisivas para la creación de organismos es- - Integró una narrativa sobre derechos humanos. pecializados en justicia y derechos - Abrió la posibilidad para la amnistía a humanos. los miembros de los grupos armados.

Alcances e impactos políticos y sociales

Anexo 3. Comisiones de investigación y comisiones extrajudiciales en Colombia (1991-2012)

Jefferson Jaramillo Marín

{continúa}


Comisión de Investigación de los Sucesos Violentos de Trujillo (1994).

- Cobertura local. - Informe final clasificado. - Los crímenes quedaron en la impunidad.

- Decreto 2771 de 1994. - Conformada por sectores plurales de la sociedad. - Cobertura local. - Función investigadora de los asesinatos de campesinos y líderes comunales, - Produjo un informe final. - No se acataron las recomendacioen los municipios de Trujillo, Bolívar nes. y Riofrío. - En su conformación, participaron la Comisión Intercongregacional Justicia y Paz (cijp), la Corte Interamericana de Derechos Humanos y Afavit.

Comisión de Derechos Humanos (1994).

- Decreto 1015 de junio 4 de 1998. - Esclarecer la masacre de siete personas y la desaparición de 25 personas en Barrancabermeja.

- Cobertura nacional. - No se tuvo conocimiento del informe final (al menos para la elaboración de este cuadro). - Su labor fue interrumpida por el gobierno, en 1995. - Hubo desacuerdos con las organizaciones sociales, a raíz de los decretos de orden público que expidió el gobierno, en especial los relacionados con la creación de las zonas de orden público.

- Decreto 1533 de 1994, en el marco de las negociaciones del gobierno de Ernesto Samper con la Corriente de Renovación Socialista (crs). - Participaron el Ministerio del Interior, las Fuerzas Armadas, la Procuraduría, la Defensoría del Pueblo, la Iglesia Católica, la Cruz Roja Colombiana, la crs, el Departamento Nacional de Planeación, la cut , la Fundación Progresar, Cedavida y la Corporación Región.

Comisión para la Búsqueda de la Verdad en los Eventos de Barrancabermeja (1998).

Alcances e impactos políticos y sociales

Naturaleza y mandato

Nombre de la comisión

- No tuvo visibilidad en el país.

- Reconoció la participación de agentes estatales en esos hechos. - Introdujo la figura del testigo (el caso de Daniel Arcila Cardona) como un reconstructor clave de los hechos. - Espacio de lucha entre las víctimas y el Estado por el número de víctimas. - Antecedente para el trabajo que emprendió el Grupo de Memoria Histórica en 2008.

- Pese a que el proceso se truncó, permitió construir un escenario para discutir políticas y propuestas en materia de libertades públicas y respeto de las normas del derecho internacional humanitario.

Singularidad de su aporte con respecto a otras comisiones

Anexos

{continúa}

239


240

Naturaleza y mandato

Comisión de la Verdad de los Hechos del Palacio de Justicia (2005).

- Creada en 2005, por iniciativa de la Corte Suprema de Justicia. - Conformada por tres magistrados. - No recibió apoyo económico o logístico del poder ejecutivo. - La asesoró el Centro Internacional para la Justicia Transicional, la Fundación Ford y la Comisión Europea. - Función investigativa de los hechos ocurridos durante la toma guerrillera y la retoma del Ejército Nacional.

Dos comisiones para impulsar y acelerar - Decretos 2391 y 2429 de 1998. las investigaciones - Función investigativa de violaciones a sobre violaciones los derechos humanos a los derechos humanos (1998).

Nombre de la comisión

- Cobertura específica. - Documentó más de cien muertes. - Generó un informe preliminar, en 2006, y uno final, en 2009. Estableció las responsabilidades directas de los miembros del grupo guerrillero, de las Fuerzas Armadas y del gobierno de Belisario Betancur.

- Cobertura nacional. - No hubo coordinación entre los miembros de las dos comisiones. - No produjo un informe final.

Alcances e impactos políticos y sociales

- Explicación y narrativa de lo ocurrido, luego de 20 años. - Utilización del vídeo como material memorial y como carga probatoria. - Acervo documental y testimonial importante. - Sostuvo que hubo 12 personas desaparecidas y torturadas. - Lectura de los hechos ocurridos como un holocausto. - Imputación de responsabilidades directas, judiciales y morales, al gobierno de Belisario Betancur, a ciertos agentes militares y a algunos miembros del M-19, hoy desmovilizados e incorporados en la política.

- No tuvieron visibilidad.

Singularidad de su aporte con respecto a otras comisiones

Jefferson Jaramillo Marín

{continúa}


Alcances e impactos políticos y sociales

- Cobertura específica. - Produjo un informe preliminar en - Comisión internacional. Realizó actiel que evidencia violaciones a los vidades los días 16, 17 y 18 de octubre derechos de los habitantes de los de 2012. barrios de la Comuna 13, antes, - Su función fue investigar lo sucedido durante y después de la operación entre 2002 y 2003 en el marco de la Orión. Operación Orión. - Entre las violaciones documenta- Estuvo conformada por seis miemdas están la práctica de la tortura bros: Helen Mack (Guatemala), Carlos previa a la ejecución extrajudicial; Fazio Varela (Uruguay), Santiago la existencia de fosas comunes; las Corcuera (México), Elías Levi (Argenacciones de escarmiento contra tina), Luz Marina Monzón y Michael familias de presuntos subversivos, Reed (Colombia). el reclutamiento forzoso, principalmente de jóvenes.

Naturaleza y mandato - Utilización del testimonio, la denuncia y la audiencia pública en barrios de la Comuna 13. - Reveló los eventos que, a partir de 2002, se habrían puesto en marcha en contra de los habitantes de la Comuna 13. - Reveló la ausencia de avances procesales en las investigaciones penales y disciplinarias por los hechos. - Reveló la existencia de fosas comunes con personas desaparecidas en La Escombrera y La Arenera.

Singularidad de su aporte con respecto a otras comisiones

Fuente: Elaboración propia con base en Echeverría (2007), Gómez, Herrera y Pinilla (2010), Procuraduría General de la Nación (2008), Sánchez (2009a), Springer (2002) y Villarraga (2009).

Comisión de esclarecimiento sobre graves violaciones a los derechos humanos en la comuna 13 de Medellín entre los años 2002 y 2003 (2012).

Nombre de la comisión

Anexos

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Jefferson Jaramillo Marín

Anexo 4. Dimensiones y subdimensiones de análisis de las comisiones de estudios sobre la violencia Marco político Mapa político, coyunturas críticas y escena nacional e internacional. Protagonismo y ausencia actores. Activación y legitimación de discursos institucionales y macrolecturas de época.

Clima operativo y posoperativo Mandatos y funciones. Trabajo en o fuera de terreno. Construcción y divulgación de informes. Público y escena poscomisión.

Fuente: Elaboración propia.

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Tramas narrativas sobre la violencia

Informes de las comisiones Tipo de informe producido.

Explicaciones sobre el pasado nacional.

Lecturas de la violencia, del pasado, del presente y del futuro.

Diagnósticos del Construcción y presente. divulgación de los Lecturas sobre el futuro. informes y público. Resonancia e impacto político.



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245


Jefferson Jaramillo Marín

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Entrevistas José Antequera: asesor del Centro de Memoria, Paz y Reconciliación de Bogotá. Cofundador de la organización Hijos e Hijas por la Identidad y la Justicia contra el Olvido y el Silencio. Juan Pablo Aranguren: psicólogo de la Universidad Nacional de Colombia. Historiador de la Universidad Javeriana. Doctor en Ciencias Sociales de la Flacso (Argentina). Su trabajo de investigación se ha centrado en las víctimas de crímenes de Estado en el escenario transicional contemporáneo colombiano. Actualmente, es docente del Departamento de Psicología de la Universidad de los Andes y pertenece al Comité Interdisciplinario de Estudios sobre Violencia, Subjetividad y Cultura. Jaime Arocha: antropólogo y profesor de la Universidad Nacional de Colombia. Fue uno de los integrantes de la Comisión de Expertos de 1987. Dentro de sus temas de interés se encuentran las transformaciones y las relaciones de los pueblos afroamericanos y las políticas de inclusión racial. Adolfo León Atehortúa: historiador y profesor de la Universidad Pedagógica Nacional de Colombia. Dentro de sus temas de interés se encuentran la historia política de América Latina, las Fuerzas Armadas y la violencia política. Actualmente, se desempeña como decano de la Facultad de Humanidades de la Universidad Pedagógica de Colombia. Laura Badillo: investigadora social, experta en temas de violencia sexual, vinculada a los estudios de género de la Acnur en Mocoa. Se desempeñó como delegada de la Ruta Pacífica de las Mujeres (movimiento feminista y antimilitarista que surgió, en 1996, para denunciar la violencia de género por parte de los grupos paramilitares) en Europa. Martha Nubia Bello: trabajadora social y profesora de la Universidad Nacional de Colombia. Miembro del Grupo de Memoria Histórica y coordinadora de varios de los informes producidos por este grupo. Álvaro Camacho: sociólogo en la Universidad Nacional de Colombia. Máster y doctorado en Sociología de la Universidad de Wisconsin-Madison. Fue profesor e investigador de varias universidades del país. Fue director del Centro de Estudios Sociales de la Universidad de los Andes y del Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales de la Universidad Nacional (Iepri). Participante de la Comisión de Expertos de 1987 e integrante, hasta su muerte, del Grupo de Memoria Histórica.

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Jefferson Jaramillo Marín

Alejandro Castillejo: antropólogo de la Universidad Nacional de Colombia. Máster en Estudios sobre la Paz y el Conflicto de la European University Center for Peace Studies. Máster y doctorado en Antropología de la New School for Social Research. Postdoctorado en Estudios Sociales de la Ley de la Universidad Humboldt. Actualmente, se desempeña como director del Departamento de Antropología de la Universidad de los Andes. Marcela Ceballos: politóloga de la Universidad de los Andes. Máster en Estudios Políticos de la Universidad Nacional de Colombia. Profesora del Instituto de Estudios Urbanos y del Centro de Estudios Sociales de la Universidad Nacional de Colombia. Ha realizado investigaciones sobre migración, desplazamiento forzado y derechos humanos. Ángela Cerón: directora de la Alianza Iniciativa de Mujeres Colombianas por la Paz (imp) y delegada al Consejo Nacional de Paz. Jesús Abad Colorado: comunicador social y fotógrafo documental. En 2001, recibió el Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar a la mejor fotografía de prensa. Miembro del Grupo de Memoria Histórica. Fernando Cubides: sociólogo de la Universidad Nacional de Colombia. Máster en Ciencia Política de la Universidad de los Andes. Fue docente e investigador de la Universidad Nacional de Colombia en el ámbito de la sociología política y la historia de las ideas políticas. Darío Fajardo: antropólogo de la Universidad Nacional de Colombia. Master in Arts de la Universidad de California (Santa Bárbara). Investigador de la problemática agraria. Profesor universitario y consultor de la fao en Colombia. Fue miembro de la Comisión de Expertos de 1987. Camila de Gamboa: abogada de la Universidad del Rosario. Posee una maestría y un doctorado en Filosofía de la State University of New York. Actualmente, se desempeña como docente de la Universidad de Rosario. Claudia García: politóloga y periodista. Directora ejecutiva de la Fundación Semana. Ha trabajado en los procesos de reconstrucción de tejidos y emprendimientos sociales en la comunidad de El Salado. Claudia Girón: psicóloga de la Universidad de los Andes. Máster en Derechos Humanos de la Universidad Católica de Lyon. Se desempeña como investigadora y docente de la Universidad Javeriana y de la Universidad Nacional de Colombia. Es activista social y miembro de la Fundación Manuel Cepeda.

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Bibliografía

Fernán González: licenciado en Filosofía y Letras y en Teología de la Universidad Javeriana. Posee un máster y realizó estudios de doctorado en Historia en la Universidad de California (Berkeley). Ha sido miembro del Grupo de Memoria Histórica y del Centro Nacional de Memoria Histórica. Javier Guerrero: sociólogo, máster y doctorado en Historia de la Universidad Nacional de Colombia. Es profesor de la Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia. Sus líneas de investigación han girado alrededor de los conflictos sociales del siglo xx, de la relación entre universidad y nación, de la historia y de la sociología de la violencia, y de las violencias urbanas y barriales. Álvaro Guzmán: sociólogo de la Universidad Javeriana. Máster y doctorado en Sociología de la New School for Social Research. Hasta su jubilación, fue profesor de la Universidad del Valle. Se destaca en los estudios sobre la criminalidad, la violencia urbana, la acción colectiva y la movilización social. Fue miembro de la Comisión de Expertos de 1987. Jorge Hernández: sociólogo de la Universidad Nacional. Máster en Ciencias Sociales de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (Flacso). Actualmente, se desempeña como profesor de la Universidad del Valle. Carlos Eduardo Jaramillo: sociólogo de la Universidad Nacional de Colombia. Máster en Ciencias políticas de la Universidad de los Andes. Doctor en sociología de la Universidad de París. Se ha dedicado al estudio de la Guerra de los Mil Días. Se desempeñó como asesor de la Consejería Presidencial para la Paz, asesor del director del Icfes y subdirector de planeación del sena. Fue miembro de la Comisión de Expertos de 1987. Jaime Eduardo Jaramillo: sociólogo de la Universidad Nacional de Colombia. Doctor en Sociología y Ciencias de la Comunicación de la Universidad Complutense de Madrid. Profesor jubilado de la Universidad Nacional de Colombia. Sandro Jiménez: ingeniero industrial de la Universidad Nacional de Colombia. Máster en Desarrollo Social de la Universidad del Norte. Realizó una especialización en Ciencias Sociales y de la Educación en la Universidad de París xii. Doctor en Ciencias Sociales con especialización en Estudios Políticos de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (Flacso). Patricia Linares: abogada de la Universidad Santo Tomas. Administradora pública de la Universidad de Alcalá de Henares (Madrid). Máster en Filosofía de la Universidad Nacional de Colombia. Especialista en Derechos Humanos y Derecho Internacional Humanitario de la American University (Washington). Ha estado vinculada al grupo de Memoria Histórica y al Centro Nacional de Memoria Histórica 275


Jefferson Jaramillo Marín

Absalón Machado: economista de la Universidad de Antioquía. Máster en Economía con énfasis en Desarrollo Agrícola de la Universidad de Chile. Sus áreas de trabajo son las problemáticas agrarias y agroindustriales. Fue coordinador del Informe de Desarrollo Humano (2011) y miembro del Grupo de Memoria Histórica. Jorge Orlando Melo: licenciado en Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de Colombia. Master of Arts de la Universidad de Carolina del Norte (Chapel Hill). Realizó estudios de historia latinoamericana en la Universidad de Oxford. Fue director del Departamento de Historia de la Universidad Nacional, decano de investigaciones y rector encargado de la Universidad del Valle. Se desempeñó como consejero presidencial para los derechos humanos (1990-1993). Actualmente, trabaja en la Universidad Jorge Tadeo Lozano. Vladimir Melo: geógrafo e investigador del Centro Nacional de Memoria Histórica. Otto Morales Benítez: abogado de la Universidad Pontificia Bolivariana de Medellín. Profesor en diversas universidades del país. Candidato a la presidencia de la república por el Partido Liberal. Senador por el departamento de Caldas. Diputado y representante a la Cámara. Formó parte de la Comisión Investigadora (1958). Ministro del trabajo y de agricultura durante el gobierno de Alberto Lleras Camargo. Orlando Naranjo: presidente de la Asociación de Familiares de Víctimas de Trujillo (Afavit). Iván Orozco: abogado de la Universidad Javeriana. Especialista en Derecho Constitucional de la Universidad de Mannheim. Doctor en Ciencias Políticas de la Universidad de Maguncia. Actualmente, es profesor de la Universidad de los Andes y se encuentra vinculado al Centro Nacional de Memoria Histórica Carlos Miguel Ortiz: licenciado en Filosofía y Letras de la Universidad Pontificia Bolivariana. Máster en Ciencias Políticas en la Universidad de los Andes. Doctor en Sociología de la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales (París). Estuvo vinculado a la Comisión de Expertos de 1987 Daniel Pécaut: filósofo, sociólogo, escritor y docente de humanidades y ciencias políticas. Profesor e investigador de la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales (París). Uno de los principales expertos en los estudios sobre la violencia en Colombia. Eduardo Pizarro: sociólogo de la Universidad de París iii. Máster en Relaciones Internacionales de la Universidad Externado de Colombia. Doctor en Sociología del Instituto de Estudios Políticos de París. Fue investigador del Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales (Iepri). Estuvo vinculado a la comisión de Expertos de 1987. Dirigió la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación entre 2005 y 2010.

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Bibliografía

Gloria Inés Restrepo: socióloga de la Universidad Nacional de Colombia. Máster en Historia en la Universidad de los Andes. Consultora del Centro Nacional de Memoria Histórica. Pilar Riaño: antropóloga de la Universidad Nacional de Colombia. Doctora en Antropología de la Universidad de la Columbia Británica. Miembro del Grupo de Memoria Histórica Gonzalo Sánchez: abogado y filósofo de la Universidad Nacional de Colombia. Máster en Historia en la Universidad de Essex. Doctor en Sociología Política de la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales (París). Fue el coordinador de la Comisión de Expertos de 1987 y del Grupo de Memoria Histórica. En 2011, fue nombrado director general del Centro Nacional de Memoria Histórica. Adrián Serna: antropólogo y máster en Sociología de la Universidad Nacional de Colombia. Realizó sus estudios doctorales en Investigación Social Interdisciplinaria en la Universidad Distrital Francisco José de Caldas, donde se desempeña actualmente como docente. Andrés Suárez: sociólogo y máster en Estudios Políticos de la Universidad Nacional de Colombia. Investigador del Grupo de Memoria Histórica y del Centro Nacional de Memoria Histórica. Maritze Trigos: hermana dominica de la Presentación. Impulsora y defensora de derechos humanos. Se ha encargado de reivindicar la memoria de las víctimas de la masacre de Trujillo. Catalina Uprimny: abogada de la Universidad Javeriana y de la Universidad del País Vasco. Estudiante del doctorado en Derecho de la Universidad del Rosario. Ha trabajado en el Centro Internacional para la Justicia Transicional. María Victoria Uribe: licenciada en Antropología de la Escuela Nacional de Antropología e Historia de la ciudad de México. Realizó su doctorado en Historia en la Universidad Nacional de Colombia. Ha sido profesora de la Universidad Nacional de Colombia, de la Universidad de los Andes y de la Universidad Javeriana. Fue miembro del Grupo de Memoria Histórica. Actualmente, es profesora de la Universidad del Rosario. Jesús Alberto Valencia: economista de la Universidad del Valle. Máster en Psicoanálisis de la Universidad de París viii. Máster en Filosofía de la Universidad de París i. Máster y doctor en Sociología de la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales (París). Actualmente, es docente de la Facultad de Ciencias Sociales y Económicas de la Universidad del Valle.

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Jefferson Jaramillo Marín

Teófilo Vásquez: sociólogo de la Universidad Nacional de Colombia. Máster en Geografía de la Universidad de los Andes. Fue investigador del Cinep. Trabajó con el Grupo de Memoria Histórica. Actualmente, colabora con el Centro Nacional de Memoria Histórica. María Emma Wills: licenciada en Ciencias Políticas de la Universidad de los Andes. Máster en Ciencia Política de la Universidad de Montreal. Doctora de la Universidad de Texas. Desde 2005, se desempeña como docente de la Universidad de los Andes. Se encuentra vinculada al Centro Nacional de Memoria Histórica, donde ha coordinado la línea de investigación sobre estudios de género y violencia.

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Este libro fue compuesto en caracteres Adobe Garamond e impreso en papel marfil, en el mes de abril del 2014 en Bogotรก, d. c., Colombia.


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