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Númeronúmero Especial1,| PREMIOS CASA 2011 Segunda Época, julio- agosto de /2011
Índice El Comején Boletín de las Bibliotecas del estado de Oaxaca Segunda Época, Número 1, julio- agosto de 2011 Instituto de Artes Gráficas de Oaxaca Secretaría de las Culturas y Artes de Oaxaca Sociedad de Amigos del IAGO y del CFMAB
Consejo Editorial: Alonso Aguilar Orihuela, Luis Manuel Amador, Alejandro de Ávila, Adriana Castillo Alonso, Víctor de la Cruz, Guillermo Fricke, Leonardo da Jandra, Elisa Ramírez Castañeda, Luciano Ríos, Francisco José Ruiz Cervantes, Francisco Toledo
Director invitado: Alejandro de Ávila, Biblioteca del Jardín Etnobotánico
Jefe de redacción y coordinación: Elisa Ramírez, Alonso Aguilar Orihuela
Diseño editorial: Carlos Franco, Yeimi Yuriko Zárate
Ilustaciones: Piet Mondrian
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Presentación La espina y el fruto. Alejandro de Ávila Canción chontal Visión de Anáhuac El nudo del tiempo Bibliografía comentada La milpa y el monte. La naturaleza entre los indígenas mexicanos. Elisa Ramírez Castañeda El hombre que nació de un árbol Origen de la sierra, el maíz y las papas La llegada del temporal Canto a la flor Los chinantecos, ¿el último pueblo de la pluviselva mexicana? César Carrillo Trueba Relaciones asfixiantes Plantaciones de café, henequén y tabaco (pasando por el cacao). Xicohténcatl Gerardo Luna Ruiz Cedro y caoba Del Libro Undécimo del Códice Florentino “que es bosque, jardín, vergel de lengua mexicana”, en la Biblioteca Beatriz de la Fuente. Alba E. Vásquez Miranda El Códice de la Cruz Badiano y la copia de Windsor. Alejandro de Ávila La Dendrología de fray Juan Caballero. Alejandro de Ávila Una desventura: La historia natural y medicinal de la Nueva España. María Isabel Grañén Porrúa Hierbas del tarahumara Conzatti, la voz que llegó desde el pasado para solucionar nuestro presente. Rosa María Topete Siembra del mamey y el aguacate Wade Davis: One river. Alejandro de Ávila Mezquites Ndaani’ gui’xhi’ bidxi/ En el bosque de pitayos. Pancho Nácar El árbol del viento Recuerdo de un paseo en el bosque, en Navidad. Alejandro Beteta Alguna vez hubo eternidad. Guillermo Santos El barón rampante, afirmación de sí mismo y consonancia con el mundo. Aisha Cruz Caba Fragmento Tierra caliente El árbol poema y el poeta árbol: historia de un jardín. Araceli Mancilla Fragmento Entre la piedra y la flor Tiempo vegetal, el ir y venir de la hierba. La presencia de la naturaleza en La Venta de José Carlos Becerra. Alonso Aguilar Orihuela Tiempos lunares Arte mobiliario, Víctor de la Cruz Ya nada es igual Tinta, madera, papel: la xilografía, un arte vegetal. Elisa Ramírez Castañeda Serenata pueril Un extraordinario portento. Elisa Ramírez Castañeda Nota final
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Presentación Los comejenes entraban y rebotaban contra la lámpara de petróleo, cayendo al suelo con las alas chamuscadas. Y afuera seguía avanzando la noche. Juan Rulfo
El Comején es publicado por el Instituto de Artes Gráficas de Oaxaca en colaboración con la Secretaría de las Culturas y Artes de Oaxaca, para la promoción de la lectura y la escritura; en esta segunda época se amplían su formato, participantes y propósitos para convertirse en Boletín de las Bibliotecas del Estado de Oaxaca, con la intención de vincular a las bibliotecas y salas de lectura entre sí y con sus usuarios, dar a conocer y promover el uso y disfrute de sus acervos y fomentar la lectura, la investigación y la crítica —sobre todo entre los jóvenes lectores. En cada número tendremos un Director diferente, miembro o promotor de alguna Biblioteca o Sala de Lectura de Oaxaca; en esta ocasión, fungen como invitados el Jardín Etnobotánico de Oaxaca y Alejandro de Ávila Blomberg. Esta primera entrega de El Comején está dedicada a los árboles y a la naturaleza. El reino vegetal ocupa tal espacio en la vida y en las artes —cosmovisiones, creencias y producción artística, científica y material, literatura o plástica— que no hay lugar en ellas casi, donde no aparezca alguna mención o atisbo a algún árbol, planta, jardín, aroma o textura que nos acerquen a él. Uno de los rasgos distintivos de cualquier cultura o civilización es cómo conciben sus integrantes a la naturaleza, cómo la aprovechan, cuál es el vínculo que les une a ella y cómo se regula su usufructo. Ecología, biología, botánica y dendrología se rozan con los enseres, conocimientos nativos, narrativa y representaciones. Árboles primigenios, jardines originarios, columnas que sostienen el firmamento, son nuestro axis mundi; palabras floridas viven en las letras; formas vegetales adornan nuestras indumentarias: nuestra salud y sustento dependen de las plantas. Selvas y bosques acompañan los cuentos escuchados durante la infancia; sabores, olores, remedios —nuestra individualidad, además de nuestra vida como género— están vinculadas a ese paisaje. Si bien aquí reseñamos algunos mitos e historias de Oaxaca, todos los pueblos del mundo —más o menos globalizados, cercanos o distantes, presentes o pasados— tienen mitos, leyendas y relatos abundantísimos sobre la naturaleza. Nuestra publicación seguirá apareciendo bimestralmente y será temática, poniendo especial énfasis en temas regionales, pero sin olvidar ámbitos más amplios. Muchos de los libros que citamos o reseñamos aquí están disponibles en todas las bibliotecas, esperamos que encuentren al menos algunos relacionados con lo que aquí tratamos, que puedan satisfacer la curiosidad y las expectativas de los lectores. Los invitamos a que lean, escuchen, investiguen, escriban y se comuniquen con nosotros: la reseña de su libro favorito; sugerencias sobre temas que les gustaría que se trataran; historias escuchadas en sus comunidades, semejantes a las que aquí se narran o distintas; textos de creación —con ellos haremos una sección especial de correspondencia en próximos números. Esperamos que en esta nueva época la revista pueda conservar el interés que sus lectores mostraron por sus primeros números y pueda enriquecerse para entablar un diálogo con aquéllos que están al otro lado de las páginas. 3
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La espina y el fruto Alejandro de Ávila Jardín Etnobotánico de Oaxaca*
México, con su nopal y su serpiente; México florido y espinudo, seco y huracanado, violento de dibujo y de color, violento de erupción y creación, me cubrió con su sortilegio y su luz sorpresiva. Pablo Neruda
“México florido y espinudo” es el título del séptimo capítulo de Confieso que he vivido, donde Pablo Neruda narra sus vivencias en nuestro país. En sus memorias y en sus poemas, Neruda alude una y otra vez a las espinas de esta tierra, las vegetales y las humanas. En efecto, muchas plantas mexicanas asemejan erizos o coronas punzantes, forradas de púas y ahuates, con hojas filosas y dentadas. Así se defienden los nopales y los magueyes, pero también las biznagas, las guapillas y los huizaches, los sotoles, los pochotes y varias palmas. ¿Cómo es que tantas plantas se cubren de alfileres y garras? ¿Por qué gastan tanta energía para pinchar? Podemos decir que las espinas evocan a los muertos: las plantas viven fuertemente armadas para protegerse de animales que ya no viven. Grandes osos perezosos y armadillos del tamaño de un tinaco, junto con mastodontes, gonfoterios (parientes ambos de los elefantes) y otras criaturas con nombres extraños, habitaron los bosques y desiertos americanos durante millones de años. La respuesta evolutiva a sus magnas mordidas fueron los tallos cuajados de aguijones. Los gigantes desaparecieron para siempre hace apenas trece mil años, cuando una ola de gente cazadora recorrió el continente. Las enormes bestias que habían provocado la ira de los cactos murieron al filo de los cuchillos de piedra y las puntas de lanza. Las plantas quedaron en paz. Sólo las espinas recuerdan a aquellos monstruos vegetarianos. Los mismos animales que indujeron a las plantas a resguardarse con puyas, se encargaron de dispersar muchas de sus semillas. Los frutos grandes, dulces y jugosos atraían a especies como los gonfoterios, que se habrán tragado la pulpa con todo y huesos, para después defecar paquetes de semillas con todo y fertilizante, listas para germinar. De hecho, las semillas de varios árboles tropicales de América están recubiertas de capas duras que necesitan pasar por el estómago de una bestia para que puedan brotar. La extinción de los grandes mamíferos alteró
la reproducción de varias plantas. La llegada de los europeos en el siglo XVI y la reintroducción de los caballos, que son originarios de este continente, permitió a algunas de ellas dispersar de nuevo sus semillas. Otro tanto hacían los pueblos indígenas, una vez que comenzaron a favorecer a los árboles, palmas y bejucos con frutos comestibles entre la vegetación natural. Pero el factor primordial en su evolución, el incentivo para que las plantas produjeran fruta grande y suculenta, fueron los grandes hocicos con su promesa de siembra. A ellos les debemos los zapotes y los mameyes, las piñas y las anonas. La espina y el fruto son así las dos caras de una moneda: de un lado queda grabado el nopal bajo el águila y del otro las mieles que sazona el sol, como si los viejos pesos mexicanos quisieran representar nuestra historia natural. No todos los frutos estaban destinados a los gonfoterios y su calaña. Los cardones, los teteches y otros cactos columnares producen fruta como las pitayas. Cuando madura, su cáscara revienta para exponer una masa gelatinosa llena de semillas. Sostenidos por los brazos de un gran candelabro a varios metros de altura, los frutos parecen flores, pues la cara interna de la cáscara, partida en cuatro pétalos, blanquea a la luz del sol. ¿Qué animal es capaz de llegar tan alto para disfrutar de tanto dulce a la intemperie? Los frutos revientan de noche: son los murciélagos los que vuelan de brazo en brazo, dándose un gran festín, para después regar las semillas entre el guano. Son murciélagos, también, los que se comen los frutos de la vainilla en la selva húmeda, atraídos por el aroma que seduce a los humanos. Las vainas de esa planta, una orquídea trepadora, se mantienen cerradas, mientras que otras, como los frutos del guamúchil y del zompantle, se abren al madurar para ofrecer una pulpa dulzona o unos frijolillos rojos brillantes. El color nos da una pista para saber a quiénes están destinados. Los chiles silvestres, por ejemplo, cambian de color conforme sazonan: de verde pasan a negro y finalmente a rojo intenso, rojo chile, chichiltic, como se dice en náhuatl. A diferencia de la mayoría de los mamíferos herbívoros, cuya visión es monocromática, muchas aves perciben el color, y son aves las que dispersan las semillas de chile en la naturaleza. La planta desarrolló el sabor picante como una defensa contra los mamíferos, cuyas
Canción chontal Me dieron una piedra de algodón, la llevo y la siembro junto a mi casa; va a nacer y va a crecer; van a salir sus totones; se va a abrir la flor; va a crecer su semilla; va a salir el algodón blanco, blanco. Van a escoger el algodón, blanco, blanco como la neblina, ¡bailará el malacate, bailará el malacate! Enterraron un maíz, lo sembraron en la tierra. Está llorando porque lo enterraron y un cacalote oyó el sollozo dentro de la tierra; lo escarbó, lo sacó y se lo comió. Voy a decirle al maíz que no llore, a los tres días va a salir, su vida va a ser más grande, ¡ay, ay, ay! semilla, semilla, semilla, ¡ay, ay! ¡ay, ay! no llores, no llores, ya vas a salir, vas a salir.
Masanosuke Ogita. Canción de Chontal. Tokio, Goeki impresiones, s/f. Recopilado en la década de 1930 en Huamelula y Santa María Ecatepec, traducción del chontal al español de Ogita, versión en español de Elisa Ramírez C.
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tripas matan al embrión que hay en cada semilla. Sólo los seres humanos, amantes de las emociones fuertes, rompemos su escudo químico. La selección natural diseñó otros frutos para animales aun más pequeños que las aves y los murciélagos. Observemos eso que parece un pequeño chayote cubierto de espinas. Nace justo donde se bifurca el tallo de una yerba: es el fruto de un toloache. Si la planta busca desperdigar lejos sus semillas, ¿por qué tiene espinas este fruto? ¿Y por qué es tan venenoso, capaz de embrutecer a un hombre en pequeña dosis, como lo saben todas las mujeres de México? La respuesta nos la dan los insectos que deambulan de arriba abajo por la planta. Con púas y toxinas, el fruto disuade a los vertebrados, pero invita a algunos bichos ofreciéndoles una recompensa. Dentro de la cápsula, adheridos a las semillas, aparecen unos cuerpecillos llamados elaiosomas que nutren a ciertas hormigas. Ellas recolectan las semillas y las llevan a sus hormigueros, donde desprenden los elaiosomas para aprovecharlos. De esta forma cumplen la misma tarea que los mastodontes: reinician el ciclo de vida de las plantas dispersando sus semillas. Como en las fábulas y los chistes, la hormiga y el elefante han colaborado para un mismo fin. Otros frutos se secan y se abren para que el viento arrastre las semillas, que llevan pegadas fibras o capas sutiles para flotar en el aire, como los copos del algodón y la ceiba, y las membranas traslúcidas que hacen volar a las semillas del cojón de toro, un árbol que en otras regiones de México es nombrado pongolote o tecomasúchil. Sus frutos abultados, dignos
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del nombre vulgar cuando están tiernos, se abren en gajos cuando maduran, soltando las semillas por las hendiduras, y entonces parecen gruesos saleros rajados, o hisopos de nieve bendita. Hay plantas, por último, que no dan frutos ni espinas, y que aparecieron en la tierra antes que los grandes cuadrúpedos y antes que muchos otros animales. Tal es el caso del equiseto y los helechos, abundantes en las montañas al norte de nuestra ciudad. Aunque los animales no figuremos en su historia evolutiva, ambos sirven bien a los humanos: el popotillo y la canahuala, como se conocen en México, se usan para curar diversos males. Por eso los hemos trasplantado en el jardín. Con nopales y magueyes, con zapotes, ceibas, helechos y otras plantas hemos hecho un jardín en Oaxaca. Movidos por el nacionalismo acalorado que percibió Neruda desde los años cuarenta, excluimos a las especies extranjeras: el jardín sólo admite plantas oaxaqueñas. No hacen falta las especies forasteras porque el estado cuenta con la flora más diversa en el país. El nombre mismo de Oaxaca hace referencia a una planta. Llamada Lula’ en zapoteco, Nunduva en mixteco, Huaxacac en náhuatl, la ciudad se relaciona siempre con el huaje, árbol de flores blancas, vainas rojas y semillas verdes comestibles. Como muchas otras plantas nativas, el huaje ha sido objeto de selección humana. Escogidas de generación en generación, las semillas perdieron la amargura de sus parientes silvestres. Sucede que las semillas cultivadas más antiguas conocidas hasta ahora en toda América proceden de Oaxaca. Se trata de unas pepitas de calabaza de diez mil años
de antigüedad que fueron encontradas en la cueva de Guilá Naquitz, a escasos cuarenta kilómetros de la ciudad. En esa época, la gente que habitaba la cueva parte del año recolectaba bellotas, vainas de mezquite y otros frutos silvestres como su alimento principal, pero había comenzado a cultivar calabazas en las cañadas, donde se guarda un poco de humedad, para compensar las sequías y las temporadas flacas. Allí tenemos el primer antecedente de los jardines mexicanos. Tres mil años después quedó tirada en el piso de la misma cueva la evidencia más temprana que conocemos de la domesticación del maíz. No se trata todavía de una mazorca primitiva, sino de un paso intermedio entre el teocintle, un zacate silvestre cuyos frutos constan de una sola hilera de granos sueltos, y el maíz, cuyos granos nacen incrustados en varias hileras sobre un olote. El teocintle se conoce en Oaxaca como “maíz de cocostle”; el cocostle es el correcaminos, y un mito mixteco explica la relación entre la planta y el pájaro, que era un hombre rico y arrogante que fue castigado por su suegro, quien lo arrastró del copete para transformarlo en ave, mientras que con el maíz premió al yerno pobre y humilde. Los especialistas en genética reconocen a la variedad de teocintle de la zona Pacífico Sur de México como el ancestro directo del maíz. Un estudio reciente de varias decenas de mazorcas cultivadas en distintas zonas del continente encontró que las variedades primigenias, de las que derivan todas las demás, provienen de nuestra región. Aunque sabemos cuál es el área de origen del maíz y conocemos a sus parientes
silvestres, no entendemos bien a bien cómo consiguieron los antiguos mexicanos transformar los granos sueltos del teocintle en los elotes de hoy. La mazorca es el fruto más extraño que hay. Arropado en hojas, como el papel de China que envuelve un regalo, es una verdadera monstruosidad: está tan bien cubierto por el totomoxtle, y los granos están encajados en el olote con tal firmeza, que si cae a la tierra, todo se pudre, nada germina. La planta ha perdido la capacidad de reproducirse, y depende de los humanos para desgranar y sembrar las semillas. Hace miles de años la gente en el sur de México aprendió el trabajo de los gonfoterios y las hormigas. Fue una tarea difícil. No sabemos cómo se logró, pero requirió siglos de intimidad y paciencia. El glifo indígena que representa a Oaxaca, una careta humana con vainas de huaje, encarna esa vieja relación entre la gente y las plantas. Así aparece dibujado en el Códice Mendocino y otros documentos del siglo XVI. Transfigurado en la cabeza de una princesa con facciones criollas, entre cuyos cabellos nace una azucena, el glifo y el vínculo sobreviven como emblema oficial de la ciudad. El Jardín Etnobotánico de Oaxaca pretende ilustrar en vivo, en toda su complejidad, esa larga relación de amor y trabajo. El vínculo entre la gente y las plantas está plasmado en el emblema del Jardín. El diseño se inspira en el escudo de los dominicos, que se compone de cuatro flores de lis dispuestas en cruz. Nuestro logotipo muestra seis rositas de cacao, las flores que dan sabor al tejate, bebida fresca y nutritiva del Valle de Oaxaca. El árbol que las produce proviene de las selvas húmedas al sur del Golfo de México y se cultiva en huertos desde la antigüedad. Un aroma sublime emana de las rositas. Los poemas en náhuatl que escucharon y transcribieron los primeros frailes que llegaron a México se refieren a esas flores como una imagen de placer y convivencia: Corto aquí flores de cacao, flores de amistad, provienen de ti, príncipe, Nezahualcóyotl, señor Yoyontzin. Solo vengo a buscar presuroso tu bello canto y con él busco a nuestros amigos. El tejate se prepara con maíz cocido en lejía de ceniza de encino, que se muele con cacao, pizle (semilla de mamey) y la rosita tostada, y luego se bate con agua fría. Parte de los sabores se disuelven en la porción acuosa, mientras que otros se perciben en emulsión por la grasa del cacao y del pizle. Se trata, creemos, de la bebida más sofisticada de la gastronomía mexicana, una receta que combina
Visón de Anáhuac Viajero: has llegado a la región más transparente del aire.
…las estampas describen la vegetación de Anáhuac. Deténganse aquí nuestros ojos: he aquí un nuevo arte de naturaleza. La mazorca de Ceres y el plátano paradisíaco, las pulpas frutales llenas de una miel desconocida; pero, sobre todo, las plantas típicas: la biznaga mexicana —imagen del tímido puerco espín—, el maguey (del cual se nos dice que sorbe sus jugos a la roca), el maguey que se abre a flor de tierra, lanzando a los aires su plumero; los “órganos” paralelos, unidos como las cañas de la flauta y útiles para señalar la linde; los discos del nopal — semejanza del candelabro—, conjugados en una superposición necesaria, grata a los ojos: todo ello nos aparece como una flora emblemática, y todo como concebido para blasonar un escudo. En los agudos contornos de la estampa, fruto y hoja, tallo y raíz, son caras abstractas, sin color que turbe su nitidez. Estas plantas protegidas de púas nos anuncian que aquella naturaleza no es, como la del sur o las costas, abundante en jugos y vahos nutritivos. La tierra de Anáhuac apenas reviste feracidad a la vecindad de los lagos. Pero, a través de los siglos, el hombre conseguirá desecar sus aguas, trabajando como castor; y los colonos devastarán los bosques que rodean la morada humana, devolviendo al valle su carácter propio y terrible: —En la tierra salitrosa y hostil, destacadas profundamente, erizan sus garfios las garras vegetales, defendiéndose de la seca. El viajero americano está condenado a que los europeos le pregunten si hay en América muchos árboles. Les sorprenderíamos hablándoles de una Castilla americana más alta que la de ellos, más armoniosa, menos agua seguramente (por mucho que en vez de colinas la quiebren enormes montañas), donde el aire brilla como espejo y se goza de un otoño perenne.
La llanura castellana sugiere pensamientos ascéticos: el valle de México, más bien pensamientos fáciles y sobrios. Lo que una gana en lo trágico, la otra en plástica rotundidad. —Nuestra naturaleza tiene dos aspectos opuestos. Uno, la cantada selva virgen de América, apenas merece describirse. Tema obligado de admiración en el Viejo Mundo, ella inspira los entusiasmos verbales de Chateaubriand. Horno genitor donde las energías parecen gastarse con abandonada generosidad, donde nuestro ánimo naufraga en emanaciones embriagadoras, es exaltación de la vida a la vez que imagen de la anarquía vital: los chorros de verdura por las rampas de la montaña; los nudos ciegos de las lianas; toldos de platanares; sombra engañadora de árboles que adormecen y roban las fuerzas de pensar; bochornosa vegetación; largo y voluptuoso torpor, al zumbido de los insectos. ¡Los gritos de los papagayos, el trueno de las cascadas, los ojos de las fieras, le dard empoisonné du sauvage! En estos derroches de fuego y sueño —poesía de hamaca y de abanico— nos superan seguramente otras regiones meridionales. Lo nuestro, lo de Anáhuac, es cosa mejor y más tónica. Al menos, para los que gusten de tener a toda hora alerta la voluntad y el pensamiento claro. La visión más propia de nuestra naturaleza está en las regiones de la mesa central: allí la vegetación arisca y heráldica, el paisaje organizado, la atmósfera de extremada nitidez, en que los colores mismos se ahogan —compensándolo la armonía general del dibujo; el éter luminoso en que se adelantan las cosas con un resalte individual; y, en fin, para de una vez decirlo en las palabras del modesto y sensible Fray Manuel de Navarrete: una luz resplandeciente que hace brillar la cara de los cielos.
Alfonso Reyes. Fragmentos de “Visón de Anáhuac”, 1960. Textos, México, D.F., SEP/ UNAM, 1981.
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El nudo del tiempo Los ancianos cuentan que hace mucho registraban el tiempo por medio de nudos. Si el tiempo era muy bueno, hacían con hojas de maíz un nudo y lo colgaban en la pared de su casa; eso indicaba que el tiempo fue excelente, que hubo mucha cosecha. Cuando el tiempo era malo y las plagas habían acabado con toda la cosecha, hacían el nudo con un pedazo de enredadera, pero en las puntas le hacían como carcomido de algo, eso indicaba que una plaga acabó con la cosecha. Cuando sus cosechas eran destruidas por un huracán hacían nudos de cuatro puntas; si el viento vino del norte esa punta era la más larga, eso indicaba que el viento que sopló del norte destruyó todas las cosas. Cuando hay sequía buscan una corteza de árbol, la tira es más pequeña que lo demás y eso indica que casi no llovió y no hubo cosechas. Cuando las cosechas eran destruidas por agua buscaban la corteza de un árbol muy verde y la rayaban, eso indicaba que llovió demasiado, que las cosechas se pudrieron y que ese año no fue bueno. Esos son los nudos del tiempo o amarres del tiempo.
Alejandra Cruz Ortiz. Yakua kuia. El nudo del tiempo, mitos y leyendas de la tradición oral mixteca. México, D.F. CIESAS, 1998. Versión en español de A. Cruz O. Reminiscencia mixteca del área de Pinotepa Nacional.
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ingredientes de diferentes zonas ecológicas y geográficas. En los pueblos zapotecos del Istmo de Tehuantepec se sirve el bu’pu, espuma caliente de maíz y cacao perfumada con otra flor, el guie’chaachi o cacalosúchil. La etimología del nombre náhuatl relaciona la flor con el cuervo, el ave que escucha llorar y libera a la semilla sembrada en una canción chontal, mientras que en las lenguas mixtecas la designación del cacalosúchil alude de manera directa al maíz. Con ella se ensartan collares que adornan lo mismo los elotes tiernos en la fiesta indígena de las primicias que las cruces en las iglesias el 3 de mayo. En el Jardín usamos flores de cacalosúchil para adornar la mesa donde repartimos tejate, horchata y chilacayota el Día de la Samaritana, cuando en Oaxaca se regala agua a toda persona. El Jardín ocupa el traspatio del antiguo convento de dominicos. Los muros interiores de las celdas y los corredores, encalados con baba de nopal y bruñidos tersamente, reflejan ahora cien tonos de verde. Pero el nexo entre las plantas y los monjes es más hondo que el acabado de las paredes: el convento se construyó sobre el cimiento económico de las nopaleras de grana. El insecto criado en los cactos de Oaxaca tiñó de rojo al mundo durante tres siglos. Lo mismo se exportaba a las fábricas de seda en China que a los tejedores de alfombras en Persia y a los talleres de laca y pintura en Florencia y París. Los óleos de El Greco atestiguan sus bondades. Con él se pintaban los labios las mujeres y con él coloreaban golosinas para los niños. Generó inmensa riqueza para la corona española y para sus súbditos, los mercaderes, convirtiendo a Oaxaca en la tercera ciudad de la Nueva España y colmando de limosnas a sus religiosos. Haciendo eco a los sacrificios antiguos, la sangre del nopal, como se nombra la grana en náhuatl, sustentó el esplendor de Santo Domingo. El grandioso edificio lo construyó en realidad el trabajo indígena, pues la grana era fruto de la laboriosidad de los cultivadores de cactos y, antes que ellos, producto de la curiosidad y el ingenio de quienes domesticaron el nopal y la plaga que lo mata. Como una impronta de la mano humana, las pencas perdieron sus espinas y los insectos subieron de peso. En el Jardín cultivamos hoy nopales silvestres, toscos y espinosos, junto con nopales de huerto, tiernos y lampiños. La especie doméstica, “tan doncella y delicada” en palabras de un observador colonial, contrasta con la agresividad de sus hermanas monteses. Al sembrarlas juntas, en contrapunto, resaltamos la herencia humana de las plantas. La nopalera ilustra al mismo tiempo otro tema del Jardín, los derechos de propiedad
intelectual y la equidad. Hace doscientos veintiocho años, un aventurero francés logró burlar a las autoridades virreinales que restringían el acceso de los extranjeros a Oaxaca. Thiéry de Menonville sustrajo nopales con grana fina, que llevó a Haití. España perdió eventualmente el monopolio y Oaxaca dejó de ser el centro de producción. En el siglo XXI, cuando el mercado global vuelve a solicitar grana porque el rojo sintético resulta carcinógeno, Perú y las Canarias surten la mayor parte de la demanda. Los pueblos que hace siglos domesticaron al insecto y a su planta hospedera no reciben hoy retribución alguna. El barbasco, otra planta oaxaqueña, ofrece un ejemplo más cercano a nosotros para reflexionar sobre el mismo tema. En 2011 se cumple el sesenta aniversario de la síntesis de los anticonceptivos en un laboratorio comercial en la ciudad de México. Los creadores de la píldora partieron de la diosgenina, compuesto químico abundante en los tubérculos de un bejuco de la Chinantla. Los investigadores no encontraron esa especie al azar sino que se guiaron por el conocimiento indígena de las plantas: el barbasco se usa tradicionalmente para pescar. Las sustancias de la raíz machacada que modifican la tensión superficial del agua, asfixiando a los peces, sirven para hacer esteroides. Las compañías farmacéuticas obtuvieron enormes ganancias de la cortisona y las hormonas sexuales derivadas de la planta oaxaqueña, productos que revolucionaron la práctica médica y frenaron el crecimiento demográfico en todo el mundo, pero las comunidades chinantecas no han merecido siquiera una mención de reconocimiento en la literatura por su aportación intelectual. El barbasco, planta inerme, debe ser una espina en la conciencia de los científicos. La aportación de los pueblos indios a nuestra vida no se agota en alimentos y remedios. Oaxaca es notable por sus enteógenos, plantas y hongos que abren la percepción y nos acercan a la divinidad. En las montañas cubiertas de neblina del norte del estado fue documentado por primera vez el conocimiento chamánico de la psilocibina y otros compuestos químicos prodigiosos. La velada de los hongos sagrados, divulgada a través de la revista Life, conmovió al público urbano y encendió el movimiento psicodélico de los años 1960. Richard Evans Schultes, figura seminal en la etnobotánica, había hecho desde 1939 su investigación doctoral en el norte de Oaxaca, para trabajar después por varias décadas en el Amazonas; tras una vida entera recopilando información acerca de las plantas prodigiosas en todo el planeta, concluyó que Oaxaca es la región donde se conoce la
mayor diversidad de especies. De esa observación podemos inferir que es el área donde se les concede más valor cultural. Un caso elocuente es la hoja de María Pastora, una yerba emparentada con la menta que resulta ser el enteógeno más potente estudiado hasta ahora. La dosis eficaz es tan baja que ni siquiera es necesario tragar las hojas, pues lo poco que absorbamos del compuesto activo a través de las mucosas en la boca es suficiente para emprender el viaje. Se ha encontrado únicamente en la Sierra Mazateca, donde crece bajo cultivo: no parece existir en forma silvestre. La planta guarda una relación íntima con un grupo étnico que busca reivindicar su territorio y sus recursos genéticos. El Jardín promueve el reconocimiento de los derechos indígenas sobre los recursos naturales, y difunde también un mensaje de respeto hacia las plantas mismas. Muchas de las especies que cultivamos están en peligro de extinción. Las poblaciones silvestres disminuyen día con día por la acción humana: por el cambio climático, los desmontes, el sobrepastoreo, las quemas y otras maneras de destruir la vegetación. En varios casos irónicos es el aprecio a las plantas lo que las mata, pues la codicia por poseer especies raras y hermosas ha creado un tráfico infame de plantas saqueadas en el campo. Los cactos en particular, con sus formas monumentales y texturas espinosas, se cotizan a precios muy altos. Entre los cardones, las biznagas y otras suculentas mexicanas vagan de nuevo los gonfoterios como fantasmas, advirtiendo la amenaza que pesa sobre las plantas con las que convivieron. Una vez más ronda la muerte a manos de los hombres. El mensaje conservacionista no cierra el libro del Jardín. Por encima del papel de las plantas en satisfacer nuestras necesidades materiales, más allá de la lucidez que puedan propiciar en nuestra conciencia, podemos leer en ellas una alegoría de la existencia humana, que Neruda en su Serenata de México expresó así: ...somos la misma planta y no se tocan sino nuestras raíces. Una versión previa de este ensayo fue publicada en 2006 por la editorial Artes de México en la serie Libros de la Espiral. La publicación llevó el mismo título, con fotografías de Cecilia Salcedo. La versión que publicamos ahora en El Comején ha sido puntualmente corregida y actualizada, agregando una bibliografía comentada para guiar a las personas que tengan interés en ampliar sus lecturas en estos temas.
Bibliografía comentada La primera cita de Pablo Neruda es de Confieso que he vivido. Memorias. Barcelona, Seix Barral, S.A., 1974. “La Serenata de México” forma parte de “El Cazador de Raíces”, sección cuarta del Memorial de Isla Negra. Obras II. Buenos Aires, Editorial Losada, 1957. Consultamos ambas publicaciones en la biblioteca del IAGO. Tim Flannery reseña la historia evolutiva de varios grupos de animales norteamericanos y el paso de algunas especies de este continente a Asia a través del estrecho de Behring, como fue el caso de los caballos, a la inversa de la colonización humana. La referencia completa es: The eternal frontier; an ecological history of North America and its peoples. Nueva York, Grove Press, 2001. Este libro está disponible en la biblioteca del Jardín Etnobotánico.
Daniel H. Janzen y Paul S. Martin publicaron en 1981 un artículo acerca de la coevolución de los grandes mamíferos y los árboles con frutos que éstos dispersaban en la vegetación tropical de América, antes de la llegada de los seres humanos y la extinción de la megafauna: “Neotropical anachronisms: the fruits the gomphotheres ate”, Science, 215: 19-27. En la biblioteca del Jardín Etnobotánico hay una copia de ese artículo. La relación entre los murciélagos y la vainilla es descrita por Eric Hágsater y sus colaboradores en un hermoso libro ilustrado con muchas fotografías a color: Las orquídeas de México. México, D.F., Chinoin Productos Farmacéuticos, 2005. El libro está disponible en la biblioteca del Jardín Etnobotánico.
La etimología de chīchīltic y otros términos del náhuatl puede ser verificada en el diccionario analítico de Frances Karttunen. An analytical dictionary of Nahuatl. Austin, University of Texas Press, 1983. Hay un ejemplar de esta publicación en el acervo que pasará a la biblioteca del Centro Cultural San Pablo, que se inaugurará próximamente en la manzana que delimitan las calles de Independencia, Armenta y López, Hidalgo y Fiallo en esta ciudad.
Robert A. Bye, investigador del Jardín Botánico de la UNAM y experto en las plantas del género Datura, nos explicó la relación ecológica entre las hormigas y los toloaches en una visita que hizo a Oaxaca en 2004. Él es autor de numerosas publicaciones
taxonómicas y etnobotánicas acerca de éstas y otras plantas mexicanas: “Hallucinogenic plants of the Tarahumara”, Journal of Ethnopharmacology, 1: 23-48 (1979); “Datura lanosa, a new species of Datura from Mexico”, Phytologia, 61: 204-206 (1986); “Datura and Castaneda”, Journal of Ethnobiology, 7: 121-122 (1987). Algunas de las publicaciones de Robert Bye están disponibles en la biblioteca del Jardín Etnobotánico.
Diversos aspectos de la historia natural de Oaxaca, incluyendo la evolución de su vegetación y la distribución de algunos grupos sobresalientes de plantas, forman parte del volumen Biodiversidad de Oaxaca, editado por Abisaí García Mendoza, María de Jesús Ordóñez Díaz y Miguel Ángel Briones Salas, publicado en 2004 por el Instituto de Biología de la UNAM en colaboración con el Fondo Oaxaqueño para la Conservación de la Naturaleza y el WWF, México, D.F. Este libro puede consultarse en la biblioteca del Jardín Etnobotánico.
Un grupo de investigadores de la Universidad de Michigan dirigidos por Kent V. Flannery exploraron las cuevas cercanas a Mitla en 1966. Sus hallazgos arqueológicos les permitieron proponer un modelo teórico para explicar la transición de un modo de vida basado en la recolección de alimentos vegetales y la cacería, a una sociedad agrícola. Flannery condujo también investigaciones en torno al origen de la agricultura en la antigua Mesopotamia, hoy Irak. Después de veinte años de estudiar los materiales de las cuevas de Mitla en el laboratorio, editó Guilá Naquitz; archaic foraging and early agriculture in Oaxaca, Mexico. Orlando, Academic Press, 1986. El libro está disponible en la biblioteca del Jardín Etnobotánico. Bruce D. Smith, especialista de la Institución Smithsoniana, sometió diez años más tarde algunas de las semillas excavadas por Flannery cerca de Mitla a una nueva técnica de análisis que permite fechar su antigüedad con precisión sin destruir las muestras, mostrando así que las calabazas de Guilá Naquitz representan el cultivo más temprano conocido hasta ahora en el Continente Americano. “The initial domestication of Cucurbita pepo in the Americas 10,000 years ago”, Science, 276: 932-934 (1997). Una copia de este artículo puede consultarse en la biblioteca del Jardín Etnobotánico.
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Manuel Esparza publicó en 2001 un libro breve de divulgación con el título: Del bule a la copa de cristal, un mínimo para entender la historia de Oaxaca. IEEPO (Colección Voces del Fondo), que reseña los trabajos de Flannery y Smith. Esa publicación también puede consultarse en la biblioteca del Jardín Etnobotánico. La nueva técnica empleada para fechar las semillas de calabaza sirvió para analizar los restos de plantas ancestrales al maíz, encontrados por el grupo de Flannery en el mismo sitio de Guilá Naquitz. Dos estudios confirmaron que se trata de la evidencia más temprana de domesticación del maíz conocida hasta ahora. Dolores R. Piperno y Kent Flannery reportaron las nuevas fechas y comentaron sus implicaciones: “The earliest archaeological maize (Zea mays L.) from highland Mexico: New accelerator mass spectrometry dates and their implications”, Proceedings of the National Academy of Sciences (PNAS), 98 (4): 2101-2103 (2001). Por su parte, Bruce Benz caracterizó los rasgos morfológicos del teocintle (planta ancestral al maíz) modificados por la domesticación: “Archaeological evidence of teosinte domestication from Guilá Naquitz, Oaxaca”, PNAS, 98 (4): 2104-2106 (2001). Copias de ambos trabajos están disponibles en la biblioteca del Jardín Etnobotánico.
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El mito que relaciona al teocintle con el correcaminos fue recogido en una comunidad mixteca de la Montaña de Guerrero y publicado en una edición bilingüe: Tno’o savi mixtli: cuentos mixtecos de Guerrero, México D.F., CONAFE, 1985. Un ejemplar de esta publicación forma parte del acervo de lingüística indígena que pasará a la biblioteca del nuevo Centro Cultural San Pablo. Yoshihiro Matsuoka y sus colaboradores examinaron una porción del ADN (ácido desoxirribonucléico, la molécula de la herencia) en numerosas muestras de maíces “criollos” cultivados en comunidades indígenas desde el sureste de Canadá hasta el norte de Argentina, mostrando que la planta fue domesticada una sola vez, y que las formas basales en su árbol filogenético corresponden a variedades recolectadas en Oaxaca: “A single domestication for maize shown by multilocus microsatellite genotyping”, PNAS, 99 (9): 6080-6084 (2002). Una copia de esta publicación está disponible en la biblioteca del Jardín Etnobotánico, que también
puede consultarse en línea de manera gratuita: http://www.pnas.org/content/99/9/6080.full.pdf
Rogelio González y Julio Calva propusieron en el año 2000 que la cabeza incorrupta de Donají de la cual nace una azucena, emblema de la ciudad de Oaxaca, derivó del glifo indígena de Huaxácac, que representa a una careta con unas vainas de huaje: “Evolución gráfica del glifo de Oaxaca”, Identidades, núm. 1: 10-11, Instituto Estatal de Educación Pública de Oaxaca y Gobierno del Estado. Esta publicación puede consultarse en la biblioteca del Jardín Etnobotánico. El poema en náhuatl “Corto aquí flores de cacao...” forma parte de los Cantares Mexicanos, folio 19 reverso, que fueron publicados por John Bierhorst en 1985 junto con un diccionario náhuatl-inglés en concordancia con el manuscrito. Ejemplares de ambas publicaciones de la Universidad de Stanford forman parte del acervo que pasará a la biblioteca del nuevo Centro Cultural San Pablo.
Manuel Esparza publicó en 1996 una reseña de la historia del antiguo convento de Santo Domingo en Oaxaca: Santo Domingo Grande, hechura y reflejo de nuestra sociedad. El libro fue publicado en Oaxaca por el Patronato Pro-Defensa y Conservación del Patrimonio Cultural y Natural de Oaxaca (PRO-OAX), A.C., y la Fundación Rodolfo Morales. Puede consultarse en las bibliotecas del IAGO y del Jardín Etnobotánico. La referencia al nopal “tan doncella y delicada” y los datos que citamos acerca de distribución comercial de la grana mexicana en Asia y Europa provienen de la obra de R.A. Donkin: “Spanish red; an ethnogeographical study of cochineal and the Opuntia cactus”, Transactions of the American Philosophical Society, vol. 67, Part 5, Philadelphia, 1977. Esta publicación puede consultarse en la biblioteca del Museo Textil de Oaxaca. Obtuvimos datos adicionales acerca de la historia económica de la grana del siglo XVI al XIX en el libro de Amy Butler Greenfield: A perfect red; empire, espionage, and the quest for the color of desire, Nueva York, Harper Collins, 2005. Un ejemplar está disponible en la biblioteca del Jardín Etnobotánico. Lara V. Marks ha publicado una historia de la píldora anticonceptiva, destacando el papel de los investigadores europeos expatriados a México en los
trabajos pioneros que revolucionaron el control de la natalidad a mediados del siglo XX: Sexual chemistry; a history of the contraceptive pill. New Haven y Londres, Yale University Press, 2001. Este libro puede consultarse en la biblioteca del Jardín Etnobotánico. Por las mismas fechas, Carlos Chimal publicó una semblanza biográfica de Carl Djerassi, figura central en el desarrollo de la píldora, quien vivía en México a principios de los años 1950. Perfil: Carl Djerassi, Letras Libres, julio: 76-78, México, D.F., 2001. Una copia de este artículo está disponible en la biblioteca del Jardín Etnobotánico. Más recientemente, Gabriela Soto Laveaga ha estudiado las políticas nacionalistas del gobierno federal y el papel de las comunidades campesinas en el norte de Oaxaca en la comercialización del barbasco y la producción de esteroides en su libro Jungle laboratories: Mexican peasants, national projects, and the making of the pill. Durham y Londres, Duke University Press, 2009. Esta publicación también puede consultarse en la biblioteca del Jardín Etnobotánico.
El estudio clásico de los entéogenos de todo el mundo fue publicado por Richard Evans Schultes y Albert Hofmann, y fue traducido al español como Plantas de los dioses; orígenes del uso de los alucinógenos. México, D.F., Fondo de Cultura Económica, 1982. Posteriormente, Jonathan Ott recopiló una cantidad asombrosa de información taxonómica, farmacológica y etnográfica acerca de las plantas y los hongos sagrados, en buena parte producto de sus propias investigaciones residiendo en México: Pharmacotheon: drogas enteogénicas, sus fuentes vegetales y su historia. Segunda edición, Barcelona, La Liebre de Marzo, 2000. Tanto el libro de Ott como la obra de Schultes y Hofman están disponibles en la biblioteca del Jardín Etnobotánico.
La milpa y el monte. La naturaleza entre los indígenas mexicanos Elisa Ramírez Castañeda.
El reino vegetal —y la naturaleza toda— muestra una cara domesticada y otra silvestre. Se trata de dos espacios antagónicos: el huerto y el bosque, la milpa y el monte, el jardín y la selva, el sembradío y el breñal. En la esfera humana se les considera como cualidades y se les denomina civilización y barbarie, lo “crudo” y lo “cocido”. A principios del siglo XXI la mayor parte de la población mexicana vive en las ciudades y nuestro país ya no es esencialmente agrícola, pero en el campo sigue siendo clara la distinción elemental entre plantaciones, rancherías y milpa por un lado, y monte, desierto, selva o manglar por el otro. Lo natural, lo no civilizado ni humanizado, la naturaleza en estado virgen entrañan, además de los peligros reales, aquellos que les atribuye aquella porción no humanizada del hombre: instinto, inconsciente, sueño, impulso o deseo. La naturaleza es siempre ambigua: hostil y nutricia, atrayente y aterradora. Deidades con ambos atributos rigen sobre el reino natural y el destino de los hombres. Si bien en la poesía indígena antigua y contemporánea las flores son metáfora constante de lo hermoso, lo sagrado y muy preciado —la poesía misma fue palabra florida para nuestros ancestros— las flores tam-
bién representan lo efímero, las olorosas son consideradas sexuadas y el aroma fétido de las orquídeas es distintivo de un mundo voluptuoso cercano a la muerte y a la maldad intrínseca de la selva. Se adjudican a lo humano atributos naturales y vegetales, o características humanas a la naturaleza: el vínculo es indisoluble. **** La taxonomía vegetal primera, según los indígenas, divide a la naturaleza en lo que se cultiva y lo que, de suyo, crece. No todo lo cultivado tuvo que ser domesticado, ni todo lo que se utiliza y consume proviene de parcelas, de allí el permanente contacto entre los hombres y la naturaleza agreste. Las plantas comestibles, domesticadas y plantadas, fueron don divino, perdido y vuelto a ganar —lo cual nos habla de las peripecias sufridas para convertirse de recolectores en agricultores. El maíz originario, en algunos relatos cosmogónicos, se encontraba en un tronco de donde varios animales intentan sacarlo, el pájaro carpintero entre ellos; por fin es extraído por el rayo. Oculto en un lugar secreto, en otras ocasiones, tuvo que ser robado o traído por animales: zanate, zorro, hormigas, y custodiado por los hombres.
En muchos mitos y cuentos indígenas los dioses o los héroes culturales convierten parte de su cuerpo en plantas útiles para el hombre. El niño que se transforma en maíz es un relato que se cuenta hoy en día entre los huastecos y nos recuerda un mito prehispánico, donde entierran al dios Centéotl y de su pelo brota el algodón, de sus orejas los bledos, de sus mocos la chía, de sus dedos los camotes y de sus uñas el maíz. Los relatos donde alguno de los personajes debe comer, sin saberlo, parte del cuerpo de su consorte —generalmente el abuelo venado es servido a su esposa— son frecuentes en Oaxaca. Pertenece a este mismo ciclo —nacimiento del sol y la luna— el venado desollado con el cuero relleno de avispas y abejorros. El dueño del monte y el símbolo de lo no domesticado es, por excelencia, el venado. **** Además de las plantas domesticadas, hay muchas especies útiles o comestibles que crecen fuera de los sembradíos o lejos de los poblados. Los huicholes explican así el origen de estas plantas silvestres: Nakawé es la Madre de la Tierra, fecunda y nutriente; es ella quien advierte al primer sembrador que vendrá un diluvio y le da las instrucciones necesarias para sobrevivir, embarcándose con una perrita negra en una canoa de salate. Este primer sembrador salva del diluvio al maíz, al frijol y a la calabaza; Nakawé misma surca las aguas oscuras sobre la proa de la navegación cerrada hasta topar con los cuatro extemos del horizonte e indica dónde debe quedarse, por fin, en el centro del mundo. Fue ella quien casó al primer sembrador con la mujer maíz y, tras perderse, enseñó a Watákame —el primer coamilero— cómo se siembra el maíz y se hace la milpa, además de las ceremonias asociadas con su ciclo de vida. Pero también tiene otro aspecto: es una vieja caníbal, despiadada, roba niños para devorarlos, los carga en su tenate. Buscando niños llega a la fiesta, donde se muestra salvaje, de costumbres licenciosas y poco maternales. Allí le dieron de tomar hasta que se cayó de borracha. Cuando se levantó comenzó a bailar. Bailó y bailó hasta volver a caer y a quedarse dormida. Mientras dormía le abrieron la cabeza por la mitad, le quitaron la tapa y le sacaron los sesos. Le metieron asqueles, hormigas, avispas y otros animales que pican. Luego la taparon y la cosieron. Con sus sesos le prepararon una comida y cuando despertó se la sirvieron. Un pajarito, que andaba por allí, cantaba: “Mi abuelita se está comiendo sus sesos”.
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El hombre que nació de un árbol Con el perdón de usted, le voy a contar unas palabras de lo que pasó hace mucho tiempo, lo que contaron los antepasados. Un hombre fue al cerro, iba al monte. Había estado allá durante ocho días cuando vio un árbol sagrado llamado madroño. Fue al árbol y le abrió un agujero en un costado y lo fornicó. Cuando habían pasado tres o cuatro meses fue y vio que el árbol se había hinchado. Así supo que la panza del árbol se había hinchado, y contó los meses. Cuando se cumplieron los meses fue allá y le hizo un agujero a la panza del árbol y vio que había un hombrecito adentro, era un hombrecito allí dentro. Y entonces tomó a ese hombrecito y lo llevó en brazos a su casa. Y cuando llegó a su casa, el hombrecito cobró vida, y se llamaba “Catorce Fuerza”. Llegó allí y se llamaba “El Hombre Catorce Fuerza”. Y cuando creció se volvió muy fuerte, y veneraba mucho a ese árbol. Ese árbol allá era el que mucho adoraba. Allí donde estaba el árbol, no estaba derecho, y él fue y enderezó ese árbol. Abrazó al árbol y lo enderezó sobre sus raíces. Allí fue a ponerlo en su lugar. El árbol creció como estaba antes, nunca se iba a secar, nunca se iba a pudrir. Y este hombre se llama “Catorce Fuerza”. Veneraba mucho al árbol porque nació de su panza. Y creció despacio, despacio, y se hizo más fuerte y más 12
fuerte. Éstas son dos, tres palabras de los antepasados que le estoy dando, solamente dos, tres para volver a contar el cuento antiguo. Y entonces fue a la cueva de San Lucas para corretear las piedras de la cueva con un chicote, porque en el tiempo antiguo las piedras eran como los animales domésticos de la gente. Y entonces cuando llegó a la Cruz del Aguacatal con las piedras, salió el sol y lo mató porque hasta entonces no había sol cuando nació el hombre llamado “Catorce Fuerza”. Cuando murió allá, también murieron las piedras, y allí están hasta ahora. Al pie del árbol de aguacate murió el hombre sagrado, llamado “El Hombre Catorce Fuerza”. Aquí se acabó el cuento de los antepasados, que contaban hace mucho tiempo.
Thomas J. Ibach. “The man born of a tree: a Mixtec origin myth”, Tlalocan, Vol. VIII. México, D.F., Instituto de Investigaciones Históricas e Instituto de Investigaciones Antropológicas, UNAM, 1988. Mito mixteco dictado por el Sr. Serapio Martínez Ramos, de Santa Cruz Mixtepec, cotejado por el Sr. Basilio Gómez Bautista, de San Juan Mixtepec, Distrito de Juxtlahuaca. Traducción al español de Alejandro de Ávila.
—Ese pajarito me está enfadando — dijo Nakawé—. Mátenlo muchachos, para que pueda yo seguir comiendo, mis nietas me están sirviendo, no pueden ser mis sesos. Regresó a su casa, le dolía la cabeza, se sentía mal. Llegó con sus nietos y les dijo: —Me siento muy mal, vean qué tengo en la cabeza. Comenzaron a espulgarla y no le hallaron nada. Luego vieron que por la costura le salían unos gusanitos. —¡Tienes animalitos muy feos adentro, estás engusanada!— le dijeron. Nakawé se fue a la cima y les pidió a sus nietos: —Tírenme al barranco, al cabo no voy a vivir. Sus hijos no la quisieron echar y ella misma se aventó. Al despeñarse, se despedazó entre las piedras y donde fueron quedando sus manos, sus pies, sus cabellos, sus tripas, crecieron la jícama, el camote de monte, el maguey del ixtle y otros alimentos. Por eso, hasta la fecha, hay muchas cosas en el monte que se pueden comer.1 En la versión de los mexicaneros de Durango, Tepusilam también es caníbal y la atrapan invitándola a un xuravét (fiesta religiosa). Los tepehuanos, del mismo estado, cuentan esta historia de la Chul: una vez un muchacho salió de viaje con su hermanito. Luego, cuando andaban todavía en el camino comenzó a oscurecer y llegó una muchacha parecida a la novia del mayor. Quiso acompañarlos. Les dio de comer y se acostaron a descansar. Extendieron sus sarapes para dormir. A medianoche el hermano menor se despertó y vio que su hermano estaba completamente cubierto con la oreja de la muchacha, pues le había crecido mucho. No era la novia quien estaba acostada en la cama, sino la Chul. El hermanito gritó: —Levántate, hermano, o te va a tragar el diablo. El hermano se levantó rápido. Puso un fierro de marcar y el arado de metal en el fuego. Cuando estaban al rojo se los puso a la Chul en la orejota. Ni siquiera despertó, nomás roncaba más con el fierro al rojo vivo, como si le gustara lo caliente. Los hermanos se fueron, se regresaron corriendo a media noche, pero en el camino el más chico se cansó. Entonces el mayor lo ayudó a subir hasta arriba de un árbol alto y siguió corriendo. Ya tarde llegó a su casa y contó a su familia y a las demás personas lo que había sucedido. Lo encerraron en la iglesia para que lo ayudaran los santos. Estaban todos
1.Canciones, mitos y fiestas huicholas. México, D.F., DGPB/DGEI, 1982. Recopilación de René Núñez en Santa Catarina, Jalisco; traducción y transcripción del wirrárica de Guadalupe Valdés; versión en español de Elisa Ramírez C.
de guardia afuera de la iglesia, de noche, para que no llegara la Chul. En la mañana, cuando hubo luz, abrieron la puerta de la iglesia y ya no había ni rastro del muchacho, sólo encontraron algunas tripas. ¡Pura sangre había en la iglesia!, cuando hubo luz la gente la vio. Otra versión cuenta que la Chul estaba haciendo perjuicios por muchas partes, la gente quería matarla y así fue como terminaron con ella: iba a haber un mitote, las autoridades ordenaron que se le invitara. La Chul comió a varios mensajeros, hasta que llegó el colibrí; volaba muy rápido y no pudo agarrarlo. Luego, en la tarde, cuando oscureció, la Chul se presentó en la orilla de donde estaban haciendo el mitote. De inmediato le dieron una taza grande con un gran trago de veneno que la gente había hecho de cinco jarras grandes de vino. Pero no era vino: era el jugo de arañas, alacranes y otros animales ponzoñosos. Le dieron un trago y al rato le dieron más. Entonces la Chul comenzó a bailar. Le dieron otro trago y dijo: —Tráiganme un compañero para que yo baile. Y le trajeron unos perritos que aventó por encima de su hombro, como acostumbraba hacer con los se quería comer. Y los perritos se ensuciaron encima de Chul. Y allí estaba bailando, y los perritos levantaban la cabeza y meneaban sus orejas. Desaparecían los perritos [Chul se los comía] y ella pidió más. Y se los trajeron. Luego, Chul pidió más muchachas para que bailaran con ella. Chul se emborrachó y se durmió. Allí se quedó dormida, junto al lugar donde bailaban. Y luego la mataron. La gente puso la leña que tenían alrededor de la Chul y le prendieron fuego. La encendieron, ardió la leña y se cocinó la Chul. Luego, cuando ya estaba cocinada la hicieron un caldo [chuina], y que no es sino masa y carne, cocinadas como atole espeso. La cocinaron bien y al otro día en la mañana llegó el marido de la Chul. Le sirvieron un plato grande. Agarraron un poco y le sirvieron al marido de la Chul, comenzó a comer. Más tarde se detuvo frente a él un pájaro y le dijo: “Nomás tú vas a comerte a tu esposa”. —Bueno, ¿qué es lo que dice ese pájaro? Y volvió a decir el pájaro: “Nomás tú vas a comerte a tu esposa”. —¿Qué es lo que dice ese pájaro? — repitió. Y al ver en su plato la comida hecha de la Chul, se encontró con uno de sus dedos.
—¡Ah!, mataron a mi esposa —dijo—. Ahora quiero sus huesos, júntenlos. La gente recogió los huesos, él se sentó en un hormiguero y cantó para hacer que los huesos bailaran a orillas el hormiguero. Y entonces se abrió la tierra y la Chul comenzó a salir otra vez desde debajo de la tierra. La Chul dijo: —Ah, ¡qué calor! Entonces el marido le preguntó: —¿Por qué te comes a mis hijos? ¿Por qué te comes a la gente? Así le preguntó el marido y ella contestó: —Pues ahora con más ganas me los como, porque me hicieron enojar. — No, no te dejaré salir —dijo el marido. Y le dio una patada en la cabeza. Como la Chul apenas estaba saliendo de la tierra, se volvió a meter y ya no salió hasta que salió en el otro lado del mundo. Ahora dicen que está en el otro lado del mar, en la Gran China. Y que allá la tienen amarrada con una cadena. Ella es la que hace toda la seda. Tiñe la seda cortándole la cabeza a la gente y volteándolos encima de la seda, para que su sangre la pinte de rojo. La gente se quedó donde estaban haciendo el mitote, comiendo. También el esposo de la Chul se quedó, pero dicen que ahora es una iguana. A lo mejor Chul nomás era el diablo.2 **** Los jardines son escasos en la narrativa contemporánea indígena, generalmente se trata lugares utópicos, idílicos o alucinados. Abundantísimos son, en cambio, los textos antiguos y modernos donde se narra la creación del maíz, plantas comestibles, frutos, plantas medicinales y sagradas. Los rituales y ceremonias, fiestas y prohibiciones para la siembra, la cosecha de los primeros frutos, la pizca, el almacenamiento de estos productos están ampliamente descritos en la literatura antropológica. Las incursiones en la naturaleza no cultivada son objeto de múltiples peligros y son muy definidas las fronteras, las cuotas permitidas —de miel, de madera, de caza—, las advertencias sobre los peligros para quienes transgreden las prohibiciones. El tránsito entre la caza, la pesca, la recolección y el pastoreo y la agricultura implican renuncias, cuidados especiales —normas y cultura alejan al hombre de la naturaleza como espacio no regimentado. Señorean aquel mundo los dueños 2. John Hobgood y Carroll L. Rilay. “Tepusilam and Chul: A Comparison of Mexicanero and Tepehuan Mythology”. Anthropological papers of the University of Arizona, núm. 28. Tucson, 1981. Otro personaje que es encadenado en el fondo del mar por San Miguel, es Huracán, de la mitología huasteca o tének.
Origen de la sierra, el maíz y las papas Los osos emprendieron la obra de dar forma al mundo que antes no era más que un arenal. En los tiempos antiguos había multitud de lagunas alrededor de Guachochic; pero se arregló la tierra cuando llegó el pueblo y se puso a bailar yumari. Las rocas eran al principio blandas y pequeñas, pero crecieron hasta hacerse grandes y duras, y tienen vida dentro. La gente brotaba del suelo cuando la tierra era tan plana como un campo que está listo para sembrarse, pero en aquellos días, los hombres sólo vivían un año y morían como las flores. Según otra tradición, bajaron del cielo con maíz y papas en las orejas y fueron llevados por Tata Dios a aquellas montañas, que están en medio del mundo, a donde llegaron originalmente siguiendo una dirección de noreste a este. Carl Lumholtz El México desconocido, 1904. México, D.F., INI, 1981.
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La llegada del temporal Las plantas se mueven, como que tiembla la tierra. La señora Chumaje (Madre-Padre Rayo) le está dando chiche a cada planta. Por eso se dice que cuando se oye el rezumbido, es que está mamando. Así la milpa ya crece. La mujer tiene chiches grandes y ocurre un ruido cuando está dando la leche, que es su alimento. Las hojas del maizal están susurrando. Primero se oye un retumbo en la lejanía, por el oriente, es un ruido como el de los terremotos. Cuando se oye ese ruido por otro lado, es que la anciana no va a llegar por aquí a ocupar su lugar. Ya cuando llega, se anuncia con el trueno y antes, justito antes, viene una brisa que arrulla a las plantas. Luego ya llegó y le está dando chiche. Se dice que cuando viene el retumbo en las mañanas es Padre y cuando le da la chiche es la Madre. Es Madre y Padre a la vez. El rayo es su luz, nacen juntos y nunca se dejan. Desde el origen, vienen juntos. Se llama Chuma Je; aquí en Ixcatlán también le decimos Chukun Je. La viejita nace todos los días. En la mañana es una niña, crece durante el día y se muere en la noche. También llega el rayo que pastorea varios animales, él es el dueño de la luciérnaga, de la chicharra, del Tu Ru Chu Chaon (Lagartija del Trueno).
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Eckart Boege. Los mazatecos ante la nación; contradicciones de la identidad étnica en el México actual. México, D.F, Siglo XXI. 1988. Narración mazateca de don Pablo Mariano de San Pedro Ixcatlán, Distrito de Tuxtepec.
del monte y en él viven hombres salvajes, mujeres seductoras, seres aún “crudos”, con los cuales es muy peligroso cualquier contacto. Traspasar los límites entraña riesgos para los seres de ambas esferas, sean humanos o habitantes de la selva. Y esto no solamente sucede en el Nuevo Mundo, sino también en otros lares. En el mundo occidental medieval, como en las cosmogonías mesoamericanas, lo inculto, lo no parcelado, lo no controlado por el hombre es lugar donde viven espíritus y seres terribles. Es la naturaleza en su estado primordial. El bosque europeo anterior a su explotación exhaustiva y su presunta humanización —tal y como nos llegó con la Conquista— es un lugar donde nunca brilla plenamente el sol. En su penumbra alberga sonidos, olores, tentaciones y amenazas. La espesura es fuente de vida para cazadores, leñadores y carboneros, guarda en su seno grandes tesoros, robles sagrados con muérdago, remedios para todas las enfermedades y misteriosos castillos; pero es también hábitat natural de lobos, fieras, brujas, ninfas, elfos, ondinas y demás espíritus malignos que apresan a quienes lo cruzan o perturban. Ajeno a todo control, el bosque fue refugio de bandidos, prófugos, vírgenes de cuentos o santorales amenazadas por padres crueles o insidiosas calumnias, que resguardan su honra bajo largas cabelleras que cubren sus desnudeces, hasta que son rescatadas por príncipes cazadores. Ermitaños y anacoretas convivían con hombres salvajes; niños abandonados adoptados por lobos y otras fieras — como consta en cuentos, relatos, romances e historias de cordel difundidas por todas las villas.3 También fue morada de dioses ancestrales y de seres inaprehensibles que recibían culto y fueron reverenciados mediante ceremonias a los árboles sagrados que persisten, en la cultura popular, hasta nuestros días. ****
comunicándose. Cuatro ceibas sostuvieron el firmamento, son sagrados los ahuehuetes de santuarios y manantiales, arraigados en lo hondo de la tierra y alcanzando el cielo, a donde extienden sus ramas y fronda. Los grandes árboles son vías de ascenso entre los niveles del cosmos y medio de comunicación: oyen, conocen, sienten y guardan lo que sucede a su alrededor —a lo largo y ancho de nuestro planeta. A través de ellos o de los postes sagrados que los representan, ascienden los chamanes de todos los confines, llegan hasta ellos en lo alto las revelaciones divinas, descienden por las raíces en sus viajes por el inframundo. Como en Europa, en nuestro país los árboles no solamente eran de seres vivos, sino también animados. Cargado de connotaciones simbólicas, lo silvestre o salvaje —lo agreste, comprendido en el término wilderness de la lengua inglesa— representa la naturaleza, poblada de seres amenazantes, fuerzas incontrolables, seducciones irresistibles, riquezas recónditas. Pero en aquellos países la naturaleza silvestre ha sido acotada de tal manera, que en lengua inglesa y francesa, wood y bois significan tanto bosque como madera. En ese entorno, la naturaleza es cada vez menos natural —se convierte en jardín, paisaje o paseo— y son pocas las plantas y productos que se recolectan extensivamente en sus bosques. La satanización de la naturaleza y de la barbarie se exportó y así, se convirtieron en dueños únicos del desarrollo y la modernidad, de la civilización, apartándose cada vez más de la naturaleza en bruto del resto del mundo —los países más ricos explotan sin medida los recursos de los más pobres. Resguardados del mal y los mosquitos, colonizan, segregan, importan lo que yace en el corazón de las tinieblas; es maligno, de alguna forma, todo aquello que rebasa sus fronteras. ****
En México, los españoles encontraron en las antiguas cosmovisiones mesoamericanas notables semejanzas con la mentalidad que portaban, y también conceptos bien distintos, como un cielo sostenido por enormes árboles que servían para comunicar la tierra con las capas inferiores y superiores del universo. A través de estos árboles, estas esferas separadas fluían,
La caza, la pesca, la tala o incluso el tránsito por los sitios naturales requiere especial atención. La selva, el monte, el mangle no pertenecen a los humanos. Uno de los cuentos más frecuentes del mundo indígena es el del hombre que caza en demasía y es llevado a la casa del dueño del monte, que es completamente distinta a la del campesino. La morada del dueño del monte y los animales es una boca hacia el inframundo, lugar donde todo sucede al revés: comida, olores, reglas se invierten. Allí, el dueño muestra al cazador la presa que no logra matar o aquella que solamente hiere y la verdadera razón de su fracaso a través de un espejo o ventana: ve a su esposa engañándole. Esta transgresión es perdonada si él ha cumplido con abstenerse y ayunar para entrar
3. Los niños salvajes son abundantes en las mitologías del mundo entero, la literatura científica, las noticias amarillistas y las novelas románticas roussonianianas de exaltación a la naturaleza idealizada. Los más conocidos por haber pasado al cine, los cómics y los animé son Tarzán de Edgar Rice Burrows —adoptado por una mona—, Mowgli —adoptado por una loba— de Rudyard Kipling, el niño Kintaro —adoptado por Yamauba, mujer salvaje— y el niño salvaje de Avignon, recuperado para el cine, partiendo de un tratado científico, por François Truffault.
al bosque. El señor del monte mata a la adúltera y al sancho, el cazador recupera la oportunidad de volver al bosque, aunque en muchos de los relatos muere tras haber visitado la cueva y apenas tiene tiempo para advertir a otros cazadores. Entrar al mundo natural mata, espanta, alecciona o, en algunos casos —los menos— da fortuna de por vida.4 Cucuduri es el nombre del señor de los ciervos y de los pescados. Él también produce la lluvia y resuena en el trueno. Es un hombre pequeño, pero grueso, y cuando hay neblina corre sobre las montañas montado en un ciervo. Cuando es muy espesa la niebla y llueve mucho, puede un tepehuán ir a retar a Cucuduri en el bosque. A este fin, arroja una flecha al suelo, el hombrecillo se aparece y conviene en apostar un venado contra la flecha. Pónense a luchar, y aunque 4. Asimismo, en Europa existen leyendas que nos hablan de los transgresores. La Leyenda Dorada, historias y milagros de los santos escrita por Santiago de la Vorágine en el siglo XIII, nos cuenta la historia de San Eustacio y la de San Julián. Éste último mataba tantos animales que fue sentenciado: “terminarás por matar a tu padre y a tu madre”. Así sucede. En las imágenes, se le presenta al santo un gran ciervo con un crucifijo en la cornamenta. Gustave Flaubert escribió una extraordinaria versión de la leyenda de San Julián Hospitalario.
Cucuduri es fuerte, a menudo lo derriba su contrario, quien encuentra luego muy cerca al venado y lo mata. El pescador oye, en el rumor del agua que corre, el llanto de Cucuduri y le echa tres pescaditos. De no hacerlo, nada recogería, porque el dios lanzaría piedras al agua para alejar los peces, y aun apedrearía al mismo pescador. Los tepehuanes nunca beben directamente de un arroyo, sino que toman el agua en el hueco de la mano para que el dios de la fuente no se los lleve en la noche al interior de la montaña.5 **** Los instintos no domesticados del hombre —sean ambición, deseo sexual, envidia o malsana curiosidad— los acercan a la esfera de lo salvaje; aunque también sucede que penetran en aquellos terribles parajes por accidente. Hay lugares, caminos, encrucijadas y cuevas peligrosas; hay horas y temporadas más propicias para que se abran los encantos y salgan sus habitantes, o entren a ellos los humanos. Hay circunstancias donde los transgresores son más vulnerables. Sin embargo, el contacto entre ambos mundos siempre existe. 5. Carl Lumholtz. El México Desconocido, vol. 1, [1904]. México D. F., INI, 1981.
Los humanos que por su necesidad de vivir en el bosque se vuelven naturales y en algunos casos recuperan su humanidad al lograr salir —sobre todo en los cuentos de origen europeo. En cambio los seres como los chaneques, salvajos y demás, rara vez la alcanzan; llevan en el cuerpo señales insoslayables de animalidad — aún en el caso de tomar la imagen de un humano se delatan por su cuerpo o sus costumbres: son peludos, caníbales, tienen dientes y uñas afilados; sus pies están volteados para atrás, son de ave o con los pulgares hacia afuera. También carecen de modales, de ropaje y de pudor; son lujuriosos, glotones, torpes, hediondos y muy fuertes. Entre los grupos étnicos del sur de México y Centroamérica, son recurrentes los relatos de mujeres hermosas y seductoras que espantan a los hombres. Algunas veces aparecen con el rostro de la mujer amada; otras, parecen simplemente hermosas desconocidas; otras más son un aroma, un chiflido, una voz, un aturdimiento que marea y atrae. Su atrevimiento contradice el recato deseable en la relación entre los géneros. Si bien aquello que las hace seductora cambia, lo que es constante es su identificación con los árboles, la selva. Al llevar a los hombres hacia su casa, los
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Canto a la flor La bellísima luna se ha alzado sobre el bosque; va encendiéndose enmedio de los cielos donde queda en suspenso para alumbrar sobre la tierra todo el bosque. Dulcemente viene el aire y su perfume. Ha llegado enmedio del cielo; resplandece su luz sobre todas las cosas. Hay alegría en todo buen hombre. Hemos llegado adentro del bosque donde nadie mirará lo que hemos venido a hacer. Hemos traído la flor de la Plumeria, la flor del chucum, la flor del jazmín canino. […] Trajimos el copal, la cañita rastrera ziit, así como la concha de la tortuga terrestre. Asimismo el nuevo polvo de calcita dura y el nuevo hilo de algodón para hilar, la nueva jícara y el grande y fino pedernal; la nueva pesa; la nueva tarea del hilado; el presente del pavo; nuevo calzado, todo nuevo, inclusive las bandas que atan nuestras cabelleras para tocarnos con el nenúfar; igualmente el zumbador caracol y a la anciana (maestra). Ya, ya estamos en el corazón del bosque, a orillas de la poza en la roca, a esperar que surja la bella estrella que humea sobre el bosque. Quitaos vuestra ropa, desatad vuestras cabelleras; quedaos como llegaiste aquí sobre el mundo, vírgenes, mujeres mozas…
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El autor explica que la flor, kay nicté, Plumeria, se relaciona con el sexo y el amor, con la deshonestidad —a decir del diccionario de Motul— y que en el canto incompleto se narra un rito de mujeres solas para hacer regresar al amado o asegurar su favor. Los demás objetos son de las hilanderas, y permiten la eficacia del ritual; la estrella a quien esperan es la estrella Venus, ante la cual se bañarán las mujeres o harán un filtro amoroso. También en el Istmo se considera a la Flor de Mayo, guie’ chachi, flor deshonesta, flor “no sirve”. Alfredo Barrera Vásquez (trad. y notas). Cantares de Dzibalché. Mérida, Ediciones del Ayuntamiento, 1980.
pierde en su propia naturalidad instintiva: los enmonta y les impide salir de nuevo a los espacios familiares. O bien, en caso de salvarse, aparecen rasguñados; el susto de haberlas visto enloquece o mata. Dennis Tedlock, analiza e interpreta a profundidad un fragmento del Popol Vuh, cuando tras la creación y la alianza primera de los hombres sobrevienen el desmembramiento de las naciones y el reparto de los territorios. Los enemigos tienden una trampa a nuestros primeros padres, enviándoles a tres hermosas mujeres, con la misión de desvestirse al verlos, entregarse a ellos y pedirles una prenda como prueba de la unión. Pero como los muchachos las ven desde atrás no las desean. Ellas les cuentan que deberían llevar pruebas para no ser sacrificadas y los jóvenes les dan tres capas donde pintan un jaguar, un águila y avispas. Los animales atacan a los enemigos cuando las desatan. De las tres muchachas una se convierte en Mujer Deseo y la otra en Mujer Llorona. Desde entonces son consideradas tentadoras y aparecen desnudas lavando en el río. Son seres acuáticos y fríos.6 Se dice también de la Xtabay que lleva las almas al fondo de la tierra, es la dueña de los animales, es una encarnación femenina del maligno. En diversas versiones, aparece en noches de luna, tiene una larga cabellera y va vestido blanco. Sus víctimas nunca sanan ni olvidan la pasión que les concita. Vive en las ceibas y cuando revela su cara y el hombre la mira, se confronta con un ser espantoso. En una versión maya de Peto, Yucatán, el hombre borracho la ataca y la clava con su cuchillo. Al regresar al otro día, encuentra su puñal hundido en un nopal. Alonso, de Ticul, cuenta: Ese fantasma sale al camino oscuro. Cuando alguno se fija, ve a una mujer allí parada. Al pasar junto a ella viene a abrazarte. Le dices: “¿A dónde vas?” “Voy a mi casa, está lejos de aquí, ¿no vienes conmigo?” “No, déjame seguir solo”. “No, vámonos juntos, te llevo”. Cuando el hombre escucha eso, el fantasma lo captura. “Déjame ir”, le dice el hombre. “No, hasta que lleguemos a mi casa”. El hombre intenta hablar pero el fantasma lo aprieta con fuerza. 6. En el capítulo “Tres doncellas bañándose” de Breath in the Mirror, Mythic Voices and Visions of the Living Maya. San Francisco, Harper, 1993. Las Ondinas, guardianas de manantiales y lagos europeos, son semejantes a estos seres mesoamericanos.
“Muéstrame tu cara, quiero darte un beso”, le dice. Cuando suelta lo que va tapando su cara y el hombre la mira ve la cosa y se espanta. “Déjame ir, no eres de verdad, eres algo podrido, Dios”, le dice el hombre. Y el hombre comienza a rezar. La Xtabay suelta al hombre. Cuando el hombre se levanta, comienza a gritar: “Me llevó la Xtabay”. Termina.7 La Ciguanaba es personaje frecuente en la cultura popular de Centroamérica. Se aparece a trasnochadores y tunantes, lavando o cerca del agua, desnuda. Tiene grandes senos y lleva el pelo suelto. Al tocarla, se toca alguna planta. Quien la ve enloquece. Como remedio se puede encender un puro, morder el machete o trazar con él el signo de la cruz, persignarse. Se llama también Chilca, Chilica, Chirica como la serpiente, zilik. En Veracruz los que cruzan el monte al atardecer o de noche se encuentran a la Vieja Chichima, los chaneques, el viejo Chilobo. En tiempos antiguos las Xtabay ofrecieron a los lacandones que fueran los padres de sus hijos. Según dicen, son coloradas como palo de Brasil: sus muslos y cara son colorados; sus vulvas son tan rojas como si estuvieran teñidas. Nadie las ha encontrado a partir aquel primer intento de acercamiento, ahora no se ven sino tras la muerte. Tres ancestros salieron al bosque y dos de ellos fueron seducidos por estas mujeres. Tras estar con ellas, los enmontan y pierden algo más: Regresaron a la casa de las Xtabay, pero ya no vieron a esos seres seductores [...] no vieron más que las piedras de una antigua ruina cubierta por la selva. Supieron que jamás podrían volver a ver en una ruina algo más que las piedras que están al alcance del ojo mortal.8 Los sueños, como los bosques, son lugares donde no se tiene ningún control de los instintos; se cree que el alma sale del cuerpo; en este relato, sin embargo, el encuentro no es tan adverso. Aparece en sueños como mujer, o como tío, o como un viejito pasado [de años]. Si es mujer es la Tierra y si
7. Narración transcrita por Allan F. Burns en Una época de milagros. Literatura oral del maya yucateco, 1983. Mérida, Universidad de Yucatán, 1995. 8. Robert D. Bruce, Carlos Robles y Enriqueta Ramos. Los Lacandones. 2. Cosmovisión Maya. México D.F., INAH, 1971, Estudios antropológicos del Sureste. Relato de Chan Kin.
es hombre es alguna alma, el ‘anjel o algún santo. El ‘anjel protege a los hombres. Por eso se reza en el Cerro. Acabando la misa aquí en la iglesia, se va a rezar en el cerro. Porque es el cerro que cuida la vida, la milpa, que están junto al cerro. Allí está nuestro trabajo, nuestra vida.9 **** El Popol Vuh, narra las hazañas de los gemelos divinos Hunahpú e Ixbalanqué — su padre, a pesar de estar muerto, preña a la madre escupiéndole semen desde un árbol de jícaras— y las aventuras y peregrinaciones de los primeros pobladores del mundo maya.10 En la actualidad aún se cuentan fragmentos de este mito entre tzotziles, tojolabales, tzeltales, lacandones y en otras lenguas mayenses; se han conservado en la tradición oral y han sido recopilados y traducidos desde hace más de un siglo. Los Primeros Creadores no lograron hacer al primer hombre, tal cual es ahora, desde el principio: en un tercer intento, los hombres fueron hechos de madera y se convirtieron en monos. Por fin, después de eso el hombre fue modelado con masa de maíz. Los monos, en ésta y muchas otras cosmogonías, fueron anteriores a los hombres; en otras, son posteriores. Quienes transgreden alguna norma, quienes nublan el cielo prendiendo fuego o haciendo ruido tras el diluvio y molestan en las alturas a Huracán, son convertidos en monos. Actitudes animales —abandono de los padres— hacen que los humanos se vuelvan a transformar en animales (generalmente de cinco dedos) o en plantas silvestres. En Tenejapa, los niños abandonados se convierten en ardillas; en un relato mixteco de la Costa, perdidos y buscando raíces, los huérfanos se convierten en camote de campo. También hay árboles parlantes y proféticos: tanto hombres como seres vegetales y animales pueden 9. Calixta Guiteras. Los peligros del alma. Visión del mundo de un tzotzil, 1953. México, D.F., FCE, 1986. El ‘anjel es un ser ambiguo —propicio o infausto— que a pesar de su nombre poco tiene que ver con los ángeles cristianos. Es mucho más cercano a los habitantes y dueños de cuevas y manantiales, el sombrerón, el tzotz que rapta y viola a las mujeres en las encrucijadas y bosques de los Altos de Chiapas —negro, capaz de volar, con enorme sexo. A veces, se le identifica simplemente con el rayo. 10. La traducción primera del Popol Vuh fue al francés —de Brasseur de Beaubourg. La relativamente reciente al inglés de Dennis Tedlock (1994) es interesante y muy cuestionada, pues utiliza paralelamente el texto antiguo y el trabajo etnológico del autor en el Altiplano de Guatemala. Hay múltiples ediciones en español del texto, puntualmente traducido por Adrián Recinos.
cambiar de lo humano a lo natural o a la inversa —siempre que lo hagan en tiempos primigenios. En el monte, en lugares y condiciones “delicados”, se ven o encuentran otros seres intermedios entre lo humano y lo natural: chaneques, malos aires, rayos, salvajes. Éstos raptan a las mujeres y las llevan a sus cavernas —aunque algunos hombres se casan también con ranas y palomas— y las uniones o matrimonios dan lugar a extraños seres: hijo de oso, de mono, de sombrerón. Bautizados, los niños híbridos crecen rápido, tienen una fuerza descomunal, son siempre transgresores de las normas. El cuento europeo correspondiente, Juan Oso, cae como anillo al dedo y se reúnen así dos narrativas paralelas, repitiéndose profusamente hasta nuestros días. **** En los linderos, la lucha continúa: así como el bosque es ganado para parcelas, el monte vuelve sobre las milpas, cunde en lo desbrozado, crece sin cesar; cualquier milpero que vive cerca de la selva sabe que la faena es interminable. En el cuento chiapaneco del Xut o K’ox —niño que habrá de convertirse en sol—, el hermano menor lucha contra los mayores y los mata; intenta seguir con la primera milpa usando los instrumentos mágicos que trabajan por sí mismos. Los espíritus de los hermanos, encarnados en animales de monte, estropean su trabajo. […] lo desmontado se había vuelto a tupir:¡los árboles estaban nuevamente de pie! El K’ox estaba preocupado porque su trabajo había sido en vano y decidió quedarse para vigilar quién era el que llegaba a levantar de nuevo a los árboles. Cerca de la madrugada fueron llegando el venado, el conejo y la tórtola y decían: —Párate árbol, únete bejuco. Los árboles se levantaron. El K’ox muy enojado, jaló de la cola al venado y se la cortó; por eso el venado tiene la cola mocha. Al conejo le jaló las orejas, y así se quedó con las orejas estiradas. A la tórtola le pegó en la cabeza, por eso sólo hace: “Uuuu… uuu…”, y así quedó para siempre. Ese fue el castigo de estos animales. Después el K’ox comprendió que su trabajo no era aquí en la tierra.11
11. Leyendas y cuentos de Tenejapa. México D. F. SEP/DGEI, 1983. Recopilación, transcripción y traducción Pedro Pérez Conde, versiones en español de Elisa Ramírez C.
Este pasaje, y las palabras con las cuales los animales azuzan a la vegetación, son idénticos a los del Popol Vuh y la condena sigue siendo vigente: los instrumentos mágicos y las herramientas han dejado de pertenecernos. Con facilidad se mezcla lo que ha de estar separado. Domesticar lo agreste es tarea difícil y terrible. En la novela de José E. Rivera, La Vorágine, el héroe desaparece: “se lo tragó la selva”; en Trozas, de Bruno Traven, los monteros que viven entre la bruma pegajosa, las moscas chicleras y el calor bochornoso de la selva terminan enloqueciendo. Invadir lo silvestre y quebrar lo impenetrable requieren de una mentalidad y tradición diferentes a las nuestras —heredadas por dos vías—; una voluntad racional enfilada a la producción y la ganancia que no puede darse sin una completa desacralización y a través del dominio absoluto de la naturaleza, subordinándola a las necesidades de los hombres. Pero con los seres amenazantes de la selva y del bosque —borrados por la modernidad— desaparecen también la promesa de los dioses, los dueños y los donantes de aquellas riquezas. No es que el bosque no permita ver los árboles: ya no vemos ni el bosque ni los árboles, desoímos su alteridad, sus restricciones, sus amenazas y entramos sin permiso, sin cuidados, sin cautela. Como las víctimas enmontadas, labramos con tablones de caoba o pino los escalones de la arrogancia que conducen al inframundo.
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Los chinantecos, ¿el último pueblo de la pluviselva mexicana? César Carrillo Trueba*∗
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Las selvas húmedas de México, que se extendían desde el norte de Veracruz hasta la península de Yucatán, cubriendo casi una décima parte del territorio, constituyeron el entorno de totonacos, huastecos, chontales, nahuas, mayas y otros pueblos más, pero hoy se encuentran reducidas a menos de 10% de su extensión original, fragmentadas en pequeñas porciones. Los Tuxtlas, Uxpanapa, Chimalapas, la Lacandona y la Chinantla Baja son los principales reductos, habitados en su mayoría por pueblos indígenas procedentes de otras regiones y migrantes de diferentes partes del país; la excepción son los lacandones —cuya población es muy reducida y cuya vida se encuentra extremadamente mediada por una serie de instituciones— y los chinantecos. La Chinantla Baja es una zona montañosa, muy lluviosa, ubicada en lo alto de la cuenca del Papaloapan, cubierta por una hermosa selva húmeda, de gran riqueza biológica y surcada por impetuosos ríos que forman amplios valles de tierra fértil. Es un territorio habitado desde hace más de tres mil años y desde el siglo XIII por los chinantecos —cuya lengua proviene de la rama otomangue—, un pueblo que ha conformado su modo de vida en una estrecha relación con la pluviselva, así como una cosmovisión y una organización social completamente imbricada con ésta. A pesar de los vaivenes de la historia, los chinantecos han mantenido su territorio y su cultura, y en ello el medio ha sido un factor fundamental. La accidentada topografía, el calor y la humedad, las temibles enfermedades y las peligrosas alimañas que tanto espantaban a quienes venían de otras latitudes y altitudes, les ha servido de refugio. Gracias a él enfrentaron al imperio mexica, libraron en buena parte el yugo español, lidiaron con las plantaciones del porfiriato, que les quitaron sus mejores tierras, y se han sostenido ante los innumerables programas de desarrollo del trópico húmedo elaborados desde los escritorios de las instancias gubernamentales del régimen de la Revolución —incluida la reforma al Artículo 27 y el siniestro PROCEDE. El asedio ha sido grande y constante, y se antoja invocar sus antiguas capacidades guerreras, descritas con asombro por Ber-
nal Díaz del Castillo, para enaltecer su persistencia. Pero no es el caso, más bien ha sido la particular relación que mantienen con su territorio, su profundo conocimiento de los procesos y los componentes de su entorno, las diferentes técnicas y habilidades que han desarrollado —que afinan y modifican para poder hacer frente a la complejidad de los ecosistemas en donde viven—, lo que ha hecho posible su permanencia durante tanto tiempo en un territorio de tal heterogeneidad ambiental. Es un modo de vida que gira alrededor de la relación espacial y temporal que mantienen con su entorno —“la domesticación del tiempo y el espacio”, como dice André Leroi-Gouhran—, cuyo pulso lo constituye el cultivo de maíz, que se lleva a cabo bajo un sistema de agricultura itinerante, conocido como roza, tumba y quema. En dicho sistema, el desmonte, la siembra y regeneración de la selva madura conforman un ciclo largo, del que resultan milpas y selvas secundarias, llamadas acahuales, de diferentes edades, algunas de las cuales se reintegran a la selva madura, mientras otras se vuelven cafetales o potreros y, la mayoría, tras un descanso de tres a cinco años, milpas. Por su parte, el ciclo anual se divide en temporal y tonamil, pues la humedad que se conserva en las rejollas que se forman entre lomeríos y montañas permite realizar dos siembras de maíz al año, garantizando el abasto de manera permanente, salvo algún imprevisto, así como de frijol, chile, chayote, calabaza y otros cultivos que forman parte de la milpa. El resultado de estos ciclos es un mosaico ambiental de gran provecho para los habitantes de la región. En lo alto de las montañas predomina la selva madura. Es allí donde se caza, se recolectan miel, hongos y plantas alimenticias y medicinales, frutos del mamey y el chicozapote. En las laderas, junto con porciones de selva de diferente extensión, abundan los acahuales grandes, de más de doce años, que se dejan descansar largos periodos debido a que estos lugares no se consideran los más adecuados para la milpa de temporal; allí se obtienen leña, madera de distintos tipos y cualidades para construir las casas —chicozapote, cedro, jonotes, picho, cafecillo, ocotillo, barí, nazareno y
lagunillo, entre otros—, palma xiate para la venta y muchas otras plantas con diferentes usos; su crecimiento los va uniendo a las selvas maduras que aún los rodean así como a las de las cimas. Las faldas de los cerros son los sitios preferidos para la milpa de temporal, por lo que suelen ser los que tienen un mayor número de acahuales medianos, esto es, de más de tres años, y chicos, de menor antigüedad. En la parte alta de esta franja se ubican los cafetales, formando un continuo con los acahuales grandes y las porciones de selva que allí se encuentran, mientras en la parte baja, enclavadas en pequeños bajos o rejollas, se establecen las milpas de tonamil, de invierno. En los valles abundan los potreros donde crecen pastos y zacates y la palma real, con la que se techan las casas, así como milpas que se benefician de la fertilidad del suelo de aluvión. En el río se pesca, mientras en sus riberas se hallan diferentes plantas, en especial medicinales, las cuales forman parte de un acervo muy amplio con el cual hacen frente a los innumerables padecimientos que los aquejan, incluida la mordedura de víbora. Así, el equilibrio que mantienen con entorno no corresponde a los clichés que en Occidente se han formado acerca de los habitantes de las selvas; es más bien inestable, similar a la dinámica que vive la selva de manera natural, ya que en ella hay constantemente devastación por diversas causas y regeneración, lejos de otro lugar común: el del ambiente prístino y armónico, idea que, como lo señala el écologo T. C. Whitmore, es completamente equivocada: Las selvas húmedas primigenias, imperturbadas y estables ‘desde el alba de los tiempos’ son un mito. La inestabilidad en distintas magnitudes ocurre en varias escalas temporales. La recuperación de un estado estable puede llevar varios siglos, y tal vez nunca se logre en muchos lugares. De hecho, son éstas ideas falsas las que se han empleado para criticar el modo de vida de los pueblos que mantienen una cultura propia de un ambiente de selva húmeda, que poseen un conocimiento profundo de su dinámica y sus elementos. Por ejemplo, una selva secundaria en la Chinantla no tiene una diversidad biológica reducida, como lo muestra un estudio realizado por Hans van der Wal, quien registró un total de 229 especies de árboles y arbustos en Santiago Tlatepuzco. Y al igual que en el caso de la dinámica natural de regeneración de la selva, la fertilidad del suelo de una parcela y su mantenimiento dependen de una serie de factores, como la manera en que se derriba la selva madura, si se dejan secar
bien los árboles, si se queman adecuadamente, el tiempo que se deja crecer el acahual antes de volver a sembrar, y otros más. La variación en estos aspectos lleva, al igual que en la regeneración natural, a resultados distintos, como lo señala el mismo autor. “La agricultura itinerante es una forma de uso secuencial e iterativa, en la cual el desarrollo de la vegetación secundaria y el rendimiento del suelo y los cultivos pueden seguir varios caminos. Estos caminos llevan a un mosaico de parches de vegetación secundaria y suelos que, en principio, hacen posible una serie de usos”. La presencia de selva madura en este mosaico es, como lo explica T. C. Whitmore, un factor clave. Los efectos de tal relación con el medio en cuanto a su conservación se pueden apreciar en el estado en que se encuentran las selvas húmedas de esta región —de las más diversas y mejor conservadas del país. Los datos y mapas que derivan del trabajo de investigación realizado por María de Jesús Ordóñez sobre la cobertura vegetal del estado de Oaxaca permiten apreciar la dinámica prevaleciente en esta región que, habitada desde hace siglos, difiere de la del resto de la zona cálida y húmeda del país. La superficie total de los municipios que abarca la Chinantla Baja es de 430 mil hectáreas, pero restándoles la parte que pasa de mil 500 metros sobre el nivel del mar, así como lo que se encuentra debajo de esta cota que no es selva, quedan 400 mil hectáreas. De ellas, en 1980 había cerca de 330 mil con cobertura forestal, de la cuales aproximadamente 290 mil son selvas húmedas, tanto maduras como secundarias; veinte años después —en 2000, cuando la población había aumentado en 37%, pasando de 89 mil 751 a 123 mil 616, en la totalidad de los municipios—, esta superficie había disminuido en 9.5%, esto es, se desmontaron 27 mil 667 hectáreas, de las cuales la mitad se perdieron por la construcción de la presa Cerro de Oro, lo cual se refleja en la disminución de la población del municipio de Ojitlán —aproximadamente de 20%—, cuyo territorio quedó sumergido bajo las aguas. Resulta interesante mencionar la tesis de María de Jesús Ordóñez, quien sostiene que en el estado de Oaxaca existe una correlación entre la conservación de la cobertura forestal y la organización de las comunidades. El caso de San Juan Lalana, uno de los municipios mejor organizados de la Chinantla Baja, le da la razón, pues de acuerdo con sus datos, aun cuando allí casi se duplicó la población en esos veinte años, la superficie forestal se mantuvo casi intacta. Las conclusiones de esto son varias, pero baste con aventurar que si se reduce el impacto externo y se logra un mejor control del espacio, de los recursos,
Relaciones asfixiantes La voracidad de la fauna tiene su complemento en la voracidad de la flora. La selva no sólo es devorada por ejércitos insaciables de hormigas, de insectos y de pájaros, sino que a su vez se devora a sí misma en una escala de grandiosa espectacularidad. Apenas hay árbol que no se vea asaltado y medio asfixiado por un espeso manto de enredaderas, bejucos y plantas parásitas. De hecho, en los tres pisos del bosque tropical —el mojado y oscuro donde vegetan las plantas de sombra, el intermedio de los arbustos y el aéreo del techo— se libra una sorda lucha de exterminio. Los agresivos vegetales necesitan espacio vital y hacen valer sus derechos continuamente atropellados. Hay unos que reclaman la sombra —son los cegatos— y para conservar la humedad indispensable deben permanecer contra todo intento de expulsión bajo la protección de la selva; hay otros, en cambio, que tratan de ganar su lugar al sol y deben adelgazar para abrirse paso, a codazos, entre los ramajes vecinos. Un vuelo sobre el bosque hace resaltar el dramatismo de estos ignorados combates. Las copas, de distintos verdes, a veinte metros de altura, se abren expansivas y dominantes y con frecuencia se mezclan abrazándose con sus poderosas ramas y tratando de prevalecer sobre los demás, esforzada y silenciosamente.
Un árbol particularmente agresivo, al que se le ha dado el nombre de matapalo —oveja negra de la apacible familia de los higos—, podría ser visto como el símbolo de esta lucha que no da cuartel ni lo pide. Verdadero pulpo vegetal, con sus raíces tentaculares y su tronco flexible y vigoroso rodea a los árboles que tiene a su alcance, les chupa la savia y termina estrangulándolos.
Fernando Benítez, Ki: El drama de un pueblo y una planta. México D.F., FCE/SEP, 1985.
Pero el espectáculo más asombroso es el de los esponsales de las palmeras y los camichines. De repente, en el tronco de una palmera nace otra planta, enraiza en ella. Es un camichín. Luego va escurriendo sus raíces por el tronco de la palma hasta la tierra, en la que las hunde mientras acaricia y envuelve el tronco de la palma, con dedos y con brazos lúbricas. Una vez aposentado en la tierra, el camichín ahoga, abraza por completo a la palma, la arranca de la tierra y la eleva sobre sí, para nutrirla con su savia y erguirla sobre el paisaje. Todas las etapas de esta seducción, de este rapto asombroso, son visibles en el camino del monte que lleva a San Blas: desde el nacimiento del parásito en la palma, hasta la transformación de la palma en parásito y prisionero del camichín. Salvador Novo, 1951. “Tepic”, en Toda la Prosa, México, D.F., Empresas Editoriales, 1964.
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así como mejores precios en la venta de los productos —aspectos que derivan por lo general de la organización de las comunidades—, el conocimiento y las habilidades de los pueblos indígenas pueden encontrar una mejor expresión, mostrar su eficiencia y ganar vigor para enfrentar los cambios que les impone la economíamundo, y contribuir así a la preservación de la naturaleza del país. Es cierto que en la preservación de la cubierta forestal de la Chinantla Baja han contribuido su aislamiento, su particular historia, lo “malo” de sus tierras —pedregosas y de escaso suelo—, y tal vez un tanto el azar; pero es innegable que se debe en gran medida al conocimiento que posen los chinantecos, a su manejo de los procesos naturales y el uso de los recursos de las selvas, a su cultura, cosmovisión y modo de vida. Sin ello, es casi seguro que estas selvas habrían desaparecido.
Es así como, inmersos en el corazón del trópico húmedo mexicano, rodeados de hermosas selvas e imponentes sierras, abundantes ríos y amplios valles, los chinantecos se alimentan, se curan, construyen su vivienda y establecen vínculos comerciales gracias al patrimonio vegetal que han conformado a lo largo de la historia, tanto de plantas nativas como de otras regiones y continentes, que obtienen de los diferentes ambientes naturales y manipulados que constituyen su territorio. Es por tanto un hecho que ningún programa de uso y conservación en esta región será posible sin su participación, sin el establecimiento de una colaboración intercultural en donde ellos puedan plasmar sus propuestas, sus necesidades, aspiraciones y deseos, que aproveche plenamente su saber y su organización, y respete su particular visión del mundo. Así, el futuro de la Chinantla Baja se encuentra indisociablemente ligado al de los
chinantecos; no en balde éste es y será, muy probablemente, uno de los últimos pueblos de la pluviselva mexicana. *Biólogo y antropólogo, editor de la revista Ciencias, Facultad de Ciencias, Universidad Nacional Autónoma de México. César Carrillo Trueba. Las plantas en la vida de los pueblos de la Chinantla Baja. Tesis profesional para obtener el grado de Licenciatura, Facultad de Ciencias, UNAM, México, 2002. Hans van der Wal. Chinantec shifting cultivation: Interactive land use. The Netherlands, Treemail Publishers, 1999. T. C. Whitmore. “Tropical Rain Forest Dynamics and Its Implications for Managemente”, en Rain Forest Regeneration and Management, A. Gómez Pompa, T. C. Whitmore y M. Hadley (eds.). MAB/UNESCO, 1990. María de Jesús Ordóñez. Evaluación de hábitats naturales de Oaxaca. Tesis para obtener el grado de Doctora en Ciencias Biológicas, Facultad de Ciencias, UNAM, 2000.
Plantaciones de café, henequén y tabacO (pasando por el cacao) Xicohténcatl Gerardo Luna Ruiz
En esta ocasión, haremos un recorrido por el sureste de México a finales del siglo XIX y principios del XX, durante el régimen del presidente Porfirio Díaz, a través del apasionado texto del periodista norteamericano John Kenneth Turner, México Bárbaro, quien viajó por el centro y sur de México —en especial su visita a Valle Nacional, Oaxaca— disfrazado de hombre de negocios, con la finalidad de conocer de la manera más fidedigna posible cuál era la situación política y social de México en vísperas del estallido de la Revolución Mexicana; del agrónomo Karl Kaerger y su informe sobre la agricultura en México en el año 1900, titulado en México posteriormente Agricultura y colonización en México en 1900, citando en especial su reporte sobre el cacao, tabaco, henequén y café en las haciendas mexicanas; y del filósofo Armando Bartra, en El México Bárbaro. Plantaciones y monterías del sureste durante el Porfiriato, quien retoma el título del libro de Turner para narrar de manera amena la tremenda historia de las plantaciones de café, tabaco y henequén, las explotaciones de madera, hule, chicle y caucho del sureste de México.1 En realidad, ésta es una invitación a que te intereses por el tema de la botánica —en este caso los monocultivos que se practicaban a finales del siglo XIX y principios del siglo XX— y te acerques a cualquiera de estos libros que puedes encontrar en alguna biblioteca del estado, como la Biblioteca Pública Central o la del Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social (CIESAS) ubicadas en la ciudad de Oaxaca. El tabaco Durante el periodo porfirista se llevó a cabo un proceso de experimentación social y agrícola, de introducción y adap1. John Kenneth Turner. México Bárbaro. Originalmente escrito como reportaje seriado para The American Magazine, apareció posteriormente como libro, del cual hay múltiples ediciones en español. Karl Kaerger. Agricultura y colonización en México en 1900. México, Universidad de Chapingo, 1986. Armando Bartra, El México Bárbaro. Plantaciones y monterías del sureste durante el Porfiriato, México D.F., El Hatajo, 1996.
tación de tecnología compleja para transformar el medio ambiente. México se vinculó estrechamente con la economía mundial, mediante la apertura a las inversiones de capital extranjero y el fomento de las exportaciones de minerales y productos agrícolas. Las haciendas de la época tenían diversos ramos de especialización, dedicándose a ampliar el área de cultivo directo, introduciendo modernos instrumentos y maquinaria donde su uso resultaba rentable. John Kenneth Turner, reportero de The American Magazine, llegó a Valle Nacional para conocer las difíciles condiciones de vida de los trabajadores de las haciendas en donde se cultivaba el tabaco destinado al mercado internacional. Turner describe Valle Nacional: “se ubica en una cañada de tres a cinco kilómetros de altura, en medio de montañas abruptas y selvas impenetrables, en el noroeste del estado de Oaxaca”. Según contaba, el Valle estaba “libre” de vegetación; para llegar había que cruzar el río Papaloapan, atravesar selvas altas y húmedas, pobladas de jaguares, pecaríes o serpientes. Valle Nacional era aprovechado por el régimen porfirista para deshacerse de los enemigos políticos y los insurrectos —como los yaquis del estado de Sonora—, vagos y hasta raptados, quienes eran llevados a trabajar en contra de su voluntad, en condiciones de esclavitud. Armando Bartra narra el origen de las haciendas y plantaciones en la década de los setenta y ochenta del siglo XIX, cuando los campesinos chinantecos cultivaban tabaco para consumo propio y en ocasiones para pequeños talleres rudimentarios donde se elaboraban puros. Sin embargo, llegaron de Cuba perseverantes capitalistas españoles, con el señor Balsas al frente, recibieron tabaco de la localidad y les gustó. Tanto se deleitaron, que llegaron otros más y se hicieron dueños de grandes extensiones de tierra, invirtieron grandes capitales en el cultivo de la hoja, para tratar de imitar el auge productivo que habían logrado y perdido tras la abolición de la esclavitud en la isla caribeña. Las exportaciones mexicanas prácticamente volaban hacia el mercado
europeo: Alemania en primer término; Inglaterra, Francia y Holanda en segundo lugar; finalmente Bélgica. Según el agrónomo alemán Kaerger, en 1897 Oaxaca ocupaba en primer lugar como productor de el tabaco, con 3 mil 195 toneladas, seguido de Veracruz con mil 786 y Jalisco con 983 toneladas. En Oaxaca se cultivaba tabaco en Valle Nacional y las zonas colindantes de Ojitlán y Tuxpetec; en Veracruz, en Acayucan, Tlapacoyan y San Andrés Tuxtla. En Valle Nacional y en el sur de Veracruz, hubo maneras diferentes de cultivar y cosechar el tabaco; sólo mencionaremos la forma correspondiente a la parte oaxaqueña. En Valle Nacional la cosecha se realizaba cortando trozos del tronco que se colgaban sobre cujes. Se preparaba de dos maneras: el tabaco se secaba completamente al sol o bien los cujes se descolgaban del entablado de galeras y se colocaban por algún tiempo al aire libre, para acelerar el secado. En Valle Nacional se compraban también las hojas secas después de haber llevado a cabo su clasificación, sin haberlas fermentado o prefermentado. Entonces realizaban el proceso en galeras de fermentación propias, con lo que aseguraban que el producto fuera más uniforme y adecuado a las expectativas. Kaerger calculó, durante su investigación, que parte del tabaco que se producía en México se empleaba en la elaboración de puros y cigarros para el consumo nacional; la otra era destinada a la exportación. En la producción de cigarros y puros no se utilizaba únicamente tabaco crudo mexicano, también se usó tabaco crudo importado de Virginia, en Estados Unidos. Sin embargo, la exportación de tabaco mexicano tuvo su auge cuando decreció la producción cubana para la exportación. Después, el tabaco mexicano no pudo competir con el cubano, debido a que, según Kaerger, las condiciones naturales de producción no eran las mismas; los productores mexicanos no sabían tratar un cultivo tan delicado, como los cubanos y sobre todo, no había ningún tabaco en México que pudiera competir con el vuelto abajo. Los puros finos de México eran producidos únicamente en las regiones tabaqueras de Acayucan y San Andrés Tuxtla, en el estado de Veracruz y en Valle Nacional, Ojitlán y Tuxtepec, en el estado de Oaxaca. El henequén Según Armando Bartra, en Yucatán la producción de henequén estaba ligadas a la exportación, la planta se cultivaba para el consumo externo, empleando el mercado interno sólo cómo red de protección ante las eventualidades de los precios internacionales. Las plantaciones henequeneras se asociaban a la innovación tecnológica,
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ya que dependían básicamente del mercado internacional y enfrentaban una fuerte competencia que les obligaba a aumentar constantemente los rendimientos. Sin embargo, las plantaciones henequeneras también tendían a minimizar los cultivos de autoconsumo, ya que muchas de ellas habían sido haciendas maiceras diversificadas, y al convertirse en plantaciones henequeneras, tendieron a desaparecer los demás cultivos. Bartra nos platica que las plantaciones henequeneras, como otras plantaciones de tipo cafetalero, de hule o de tabaco, invertían en adelantos técnicos, infraestructura productiva o en el proceso de transporte, pues se especializaban en bienes que demandaban una transformación primaria más o menos importante y previa a su exportación: la penca de henequén, por ejemplo, debía despulparse para sacar la fibra.
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Volvamos a Kaerger y lo que cuenta sobre el henequén. En el año 1900 ya se cultivaba principalmente en Yucatán el agave de sisal, planta nativa. Kaerger afirmaba que el agave de sisal, que se cultiva para obtener henequén, requería solamente un poco de tierra para sostener sus raíces; era tan resistente que podía prescindir de los elementos constitutivos del suelo, sus raíces podían obtener los elementos necesarios para su desarrollo hasta de las piedras. Incluso podía crecer en suelos francamente calcáreos. Los agaves se desarrollaban más rápidamente en suelos menos pedregosos, sin embargo, tenían algunos años menos de vida; también era mayor la cosecha de hojas. Las fibras que se obtenían de los suelos pedregosos eran más resistentes. Para el cultivo del agave de sisal se rozaba la vegetación silvestre del bosque seco, propio de la península de Yucatán, durante los meses de diciembre a febre-
ro, cortando el ramaje de arbustos grandes y los árboles. La tierra se preparaba amontonando los troncos y las ramas, quemando todo. No se removía la tierra, debido a la complicación de hacerlo los suelos pedregosos. Después de plantado el sisal, en suelo libre de piedras se cosechaba a los cinco años; en cambio, en suelo pedregoso, tardaba de siete a ocho años. El cacao En cuanto al cacao, Bartra narra someramente su historia. Este cultivo requiere mucha agua, recurso abundante en la región del Soconusco, en el estado de Chiapas. Antes de ser conquistados por los aztecas, los mames mantenían este fruto como medio de consumo e intercambio. Conquistados y sometidos, los mames fueron obligados a tributar el fruto. Con la llegada de los españoles, la aristocracia europea fue seducida por el sabor del chocolate y la región del Soconusco obtuvo el privilegio de ser dependiente directo de la Corona española, a cambio de seguir produciendo y tributando cacao. Con la Independencia, el cacao siguió siendo producto privilegiado y famoso, estimado en Europa y Estados Unidos. Karl Kaerger amplía la información sobre el cacao. El cultivo de cacao, planta originaria de Mesoamérica, destinado al mercado interno, se hacía principalmente en la región del Istmo de Tehuantepec, en el estado de Tabasco y en Chiapas, principalmente en el distrito de Soconusco, en la vertiente del Pacífico y en el distrito de Pichucalco. Sin embargo, la entrada de cultivadores de café llegados de fuera, provocó una disminución del cultivo, y entonces aumenta la producción en el estado de Tabasco y el distrito colindante de Pichucalco. En estas tierras, las lluvias eran muy abundantes debido a los vientos húmedos provenientes del Golfo de México. Por la alta humedad, no era necesario un gran trabajo para la cosecha del cacao. Por su débil afianzamiento a la tierra, las plantas podían ser fácilmente derribadas por las tempestades. Aunque esto no ocurría con las plantas que tenían varios años. La preparación de la tierra para cultivar el cacao requería dos años. En el primero se talaba el bosque, de diciembre a febrero, se quemaba y se sembraba maíz. Después de la cosecha, recogían o quemaban la mayor parte de los troncos, quitaban los de menor tamaño, se quemaban los arbustos que habían renacido y se plantaban árboles de sombra, y nuevamente maíz. En el siguiente año, ocho meses después de sembrar los árboles de sombra, se sembraba el cacao. En otros lugares de sembraban los árboles después de hacer la roza del terreno. Cuando
era necesario, antes de plantar los árboles de sombra se hacían canales de desagüe. Los árboles de sombra tenían que ser numerosos, en la misma proporción que los árboles de cacao, de poco y escaso follaje, de poca altura. Había dos tipos de árboles de sombra: las llamadas madres, que quedaban para siempre en la plantación, y las chichihuas o nodrizas, que permanecían únicamente hasta que se formaba la fruta. La distancia entre las madres era de cuatro varas entre sí, por lo cual, en una misma hilera, quedaba un árbol de sombra entre dos de cacao; la distancia entre madres vecinas, de hileras diferentes, también era de cuatro varas. Las chichihuas se colocaban a ambos lados del cacao, con la idea de proporcionar la mayor sombra posible en los primeros años. El árbol que más se utilizaba, supuestamente fue importada de Venezuela. Este árbol se conocía allá como madre cacao, también llamada madre chontal en Tabasco. La madre chontal era ampliamente apreciada por su rápido crecimiento, su resistencia al viento y por tirar sus hojas durante enero y febrero, que era cuando bajaba la temperatura y la planta de cacao requería mucho sol. También utilizaban, con menor frecuencia, dos tipos de como madres el chipilcohuite y el cocohuite. Karl Kaerger comparaba los diferentes modos de vida en el trópico, en el caluroso Yucatán, polvoso, lleno de arbustos, con agua de pozo imbebible, y en Tabasco, “donde la exuberante vegetación produce un placer visual y en donde los frecuentes chaparrones apaciguan considerablemente el calor; donde los vientos del norte bajan la temperatura durante las noches y los suelos cubiertos con vegetación casi no permiten la acumulación del polvo y en donde, finalmente, el agua fresca y corriente brinda por doquier un trago recreativo” El café Según Armando Bartra, el café fue introducido a México a finales del siglo XVIII y se distribuyó inicialmente en Córdoba, pasando a otros sitios como Jalapa, Huatusco, Coatepec, en Veracruz, a la sierra de Oaxaca, por Huautla, la Sierra Juárez y posteriormente a Michoacán y el Soconusco. Aquí, el café fue introducido en la década del cuarenta del siglo XIX por un agricultor italiano que lo trajo directamente desde Guatemala, formando la primera finca de café; sin embargo, su empresa fracasó. En Chiapas, la introducción y existencia del café siempre ha estado ligada a los llamados farmers (individuos emprendedores, pero sin capital que los sustentara) y al mercado agroexportador ) la gran empresa capitalista.
Cedro y caoba
a Ramón Galguera Noverola
Cedro y caoba, la tarde baja de garza en garza y ahonda al río, ligeramente, lo que se canta.
Cedro y caoba viven pareja del paraíso cuya manzana mi sangre moja. Al pie del cedro, húmedo aroma. Por su paloma torcaz y cielo, subió una rama sonoramente dodecaedro.
Franjas tardías queman el cielo de una caoba. Aire jilguero, y entre sus brazos, la tarde toma. ¡Ay tarde sola que te desgajas cedro y caoba!
Sin que se quiera, vuela una garza, con tal belleza, que tal semeja que así volara por vez primera.
Restira el cielo mantas azules para la garza que sigue el vuelo.
Tanto su tiempo la tarde extiende, que en dos azules uno despide y el otro vuelve. Azul en sombra lucero tiene.
Azul en luces sus luces vence.
Hora del mundo que el alma toma, en soledades cedro y caoba. Cedro y caoba, ¡pareja sola!
En mi garganta, collar recuerdos junta sus perlas para cerrarla. (Si hay una queja no hay una lágrima.) La tarde cae ya entre un reguero de estrella-tardes. De alguna herida se oye la sangre.
Tengo las manos sobre mi pecho. Cruza una garza, y el viento sale. ¿Salió de un cedro? ¿De una caoba?
Viento que rozas: ¿Por qué rosales llenos de espinas pasaste ahora? No aspirarte sería talar el bosque —cedro y caoba. Tálamo sólo —caoba y cedro—.
Carlos Pellicer, jubiloso y entusiasta amante de la naturaleza tiene poemas muy conocidos como la “Oda Tropical”, “El canto del Usumacinta”, o el “Discurso por las Flores”. Éste, de 1943, habla de los grandes troncos que se cortaban en las monterías, lanzándolos río abajo; proviene de Subordinaciones, México, D. F., FCE, 1979.
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De Guatemala llegaron también capitales alemanes, que contaban con tecnología de punta; prácticamente saltaron hacia la región chiapaneca, apoyadas en las leyes de desamortización del gobierno de Porfirio Díaz, que les permitieron conseguir grandes extensiones para plantar miles de cafetos. El café en Oaxaca, continúa Bartra, estaba más ligado a capitales nacionales e incluso locales, y en menor medida a capitales transnacionales. En la región predominaba el cultivo de la grana cochinilla; sin embargo, decreció su importancia, debido al auge de los tintes sintéticos. Durante las décadas ochenta y noventa del siglo XIX el gobierno fomentó el cultivo de café a través de la eliminación de impuestos y la distribución gratuita de cafetos. Esto fue aprovechado sobre todo por las élites de Miahuatlán, Juquila y Pochutla, que transformaron en capital las riquezas atesoradas y amortizadas en forma de propiedades inmobiliarias. También, aparecieron las grandes corporaciones cafetaleras trasnacionales, quienes fungieron como productoras y acaparadoras de los finqueros oaxaqueños de la región. Sigamos con los datos de Karl Kaerger sobre el café. El grano era cultivado principalmente en el estado de Veracruz. Con la construcción del ferrocarril en el Istmo de Tehuantepec y la concesión de los Puertos de Salina Cruz y Coatzacoalcos, los norteamericanos plantaron grandes extensiones de café en las montañas cercanas al Istmo. Estas plantaciones pertenecían a cultivadores particulares y asociaciones, y estaban en la vertiente del Pacífico de Oaxaca, extendiéndose hasta Chiapas, donde participaron algunos alemanes. En el estado de Oaxaca se cultivaba café en los distritos de Villa Alta, Choapan, Teotitlán y Tuxtepec. En estos lugares, la mayoría de la producción era realizada por campesinos indígenas. El cultivo se extendió hasta Cuicatlán, donde fue impulsado por una empresa de capital nacional y extranjero. En la vertiente del Pacífico, desde Oaxaca pasando por el estado de Chiapas y hasta Guatemala, las condiciones para el cultivo
del café mejoran. La precipitación pluvial aumenta a medida que se avanza hacia el sureste, el terreno pierde su declive y las tierras son cada vez más fértiles. Volvamos a la forma de trabajar a finales del siglo XIX. En Juquila y Pochutla las plantaciones de café expuestas al sol de la mañana, cuando no tenían suficientes árboles de sombra, se encontraban desprotegidas en relación a aquellas protegidas por bosques o montañas. En la vertiente oaxaqueña del Pacífico había relativa escasez o ausencia de lluvia durante varios meses. El rocío de la mañana contribuía a mantener la humedad del terreno durante la sequía; sin embargo, si el rocío se evaporaba en el transcurso de la mañana, las plantas no tardaban en secarse. En Juquila los cafetos, a partir de su trasplante, solamente tenían un promedio de vida de siete años. La planta sólo producía durante tres o cuatro años; incluso en los lugares relativamente más favorecidos no había una buena cosecha después de los diez años. Durante la época se consideraba que una buena cosecha era de una libra (460 gramos). La escasa productividad y el poco tiempo de vida del cafeto en Juquila se debía, según Kaerger, a la inexistencia de árboles de sombra. Este agrónomo alemán sugería, en 1900, que dada la carencia de lluvias y la larga época de sequía, los árboles de sombra serían de gran utilidad para conservar la humedad del suelo. Algunos plantadores extranjeros introdujeron durante esa época plantas de sombra, sobre todo plátanos o árboles mexicanos de caucho (hules). Kaerger planteó como alternativa para remediar la falta de humedad del suelo, instalar sistemas de riego artificiales, debido a que existía suficiente agua. Sin embargo, casi ningún cultivador lo hizo. Solamente se instalaron en la fina Esmeralda, propiedad de la compañía extranjera “Indian Rubber Company”. En Pochutla las fincas en manos de extranjeros, sobre todo alemanes, preparaban el suelo mejor que en Juquila y plantaban más árboles y arbustos de sombra, como el ricino, el plátano y el árnica, un arbusto abundante en la zona, de follaje tupido y
flores amarillas. También preferían el guajiniquil o guijiniquil, introducido desde Guatemala, leguminosa de copa alta y ancha y ramaje delgado. En las nuevas plantaciones preferían árboles del bosque como el guapinol. Así, terminamos con un pequeño recorrido por las principales plantaciones de finales del siglo XIX y principios del XX en el sur de México. Si deseas conocer más sobre la historia de las plantaciones y haciendas del México del siglo XIX y XX, los libros de las bibliotecas públicas pueden ayudarte, pues además de los textos aquí reseñados, sus acervos tienen libros para todos los gustos e intereses.
Del Libro Undécimo del Códice Florentino “que es bosque, jardín, vergel de lengua mexicana”, en la Biblioteca Beatriz de la Fuente Alba E. Vásquez Miranda*
El llamado Códice Florentino de fray Bernardino de Sahagún (1499-1590) toma su nombre en razón de la Biblioteca Medicea Laurenziana de Florencia, Italia, que alberga los tres volúmenes (los manuscritos 218-220) que han sobrevivido hasta nuestros días. Esta obra profusamente ilustrada escrita en náhuatl y en castellano incluye en su libro undécimo “que es bosque, jardín, vergel de lengua mexicana”, tres capítulos alusivos al reino vegetal: el sexto, el séptimo y el decimotercero. Por ser el tema de los árboles el que nos ocupa en esta ocasión, mencionaremos que el capítulo sexto titulado “de los árboles y sus propiedades” incluye una caracterización de la tierra de las montañas donde crecen los árboles; una enumeración de los árboles, mayores y medianos; una descripción de cada una de sus partes (raíces, cepa, corteza, tronco, horcadas, ramas, pimpollos, cima o copa, grumos, tallos); una descripción detallada del uso en la construcción de las maderas de árboles secos (caídos o en pie); la descripción de algunas frutas comestibles, y una sección dedicada a las tunas y otra a las raíces comestibles. El capítulo séptimo se trata “de todas las yerbas” incluyendo extensamente las medicinales, las comestibles cocidas, las que se comen crudas y otras más que emborrachan. Por su parte, el capítulo decimotercero bajo el título “de todos los mantenimientos” incluye una descripción de cultivos de frijoles, chía, cenizos y calabazas. Esta obra también conocida como Historia General de las Cosas de Nueva España1 en su versión en castellano provoca, cada vez que se visita, un sincero asombro y re-
1. En el Instituto de Investigaciones Bibliográficas de la UNAM, se lleva a cabo, bajo la coordinación de Miguel León-Portilla, Pilar Máynez y José Rubén Romero Galván el “Seminario del Códice Florentino” que tiene como objetivo la transcripción, traducción y estudio de dicho códice cuya versión en castellano no es siempre una traducción literal o completa del náhuatl.
conocimiento por la magnitud del esfuerzo intelectual que este fraile franciscano invirtió en una empresa que le tomó décadas de investigación y preparación hasta llegar a dirigir a los amanuenses en la confección que quedó concluida en 1577. Sahagún imaginó y condujo este recorrido con un afán enciclopédico por los diversos ámbitos culturales de las tierras del centro de la Nueva España, valiéndose del conocimiento indispensable de la lengua de los habitantes originarios para comprender su cultura y ulteriormente desarrollar el proceso de evangelización. Ésta es, sin lugar a dudas, una obra fundamental para el conocimiento y la comprensión de nuestra historia cultural anterior a la llegada de los españoles; y ciertamente, por su contenido gráfico y textual, resulta de considerable su valor artístico, bibliográfico y lingüístico. La Biblioteca Beatriz de la Fuente de la sede oaxaqueña del Instituto de Investigaciones Estéticas, de la Universidad Nacional Autónoma de México, tiene a disposición de investigadores y público en general la versión facsimilar del Códice Florentino en su versión completa con cerca de mil 850 ilustraciones, publicada por la Secretaría de Gobernación en 1979. Además, gracias al legado de la investigadora emérita Beatriz de la Fuente, también contamos con una edición facsimilar de las ilustraciones del códice en 157 láminas cromolitografiadas, presumiblemente encargadas al taller del litógrafo florentino A. Ruffoni por el arqueólogo mexicano Francisco del Paso y Troncoso. Para solicitar la consulta de los materiales que forman parte del fondo reservado de esta Biblioteca, nuestros amables lectores pueden ponerse en contacto con la coordinación de la misma. * Coordinadora del Instituto de Investigaciones Estéticas de la UNAM, sede Oaxaca.
En las bibliotecas públicas se pueden encontrar otras versiones de la obra de Sahagún: Historia General de las Cosas de Nueva España, versión íntegra del texto castellano del manuscrito conocido como Códice Florentino con un estudio introductorio, paleografía, glosario y notas de Alfredo López Austin y Josefina García Quintana, 3 vols., México, CNCA, 2002 (Colección Cien de México).
En las bibliotecas de aula y algunas salas infantiles se encuentra una versión con los títulos de Mensajero del cuervo, Códice Florentino (2001) o Bernardino de Sahagún para niños. Mensajero del cuervo (2003) selección de textos e imágenes y adaptación de Elisa Ramírez C., ambas editadas por la SEP. El librito se llama así porque se decía de aquél a quien mandan a dar un recado o encargo y no regresa, que parecía mensajero del cuervo.
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El Códice de la Cruz Badiano y la copia de Windsor Alejandro de Ávila
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En 1626, el cardenal Francesco Barberini, sobrino de Urbano VIII, encabezó una delegación papal a España. La misión tenía como objetivo resarcir los daños que una guerra reciente había ocasionado a las relaciones diplomáticas entre la Santa Sede, España y Francia. La visita duró casi nueve meses, y el cardenal permaneció en Madrid de mayo a agosto como huésped de Felipe IV. Cassiano dal Pozzo, secretario de Barberini, mantuvo un diario del viaje. El 23 de junio, el cardenal y su séquito visitaron el jardín botánico privado de Diego de Cortavila y Sanabria, boticario del rey. Dal Pozzo anotó en su diario que Cortavila le obsequió a Barberini “[semillas de] varias plantas indias curiosas... y también un pequeño volumen de varios [remedios vegetales] simples indios, conteniendo sus ilustraciones y virtudes asociadas para la mayoría de los padecimientos del cuerpo humano”. El libro obsequiado al cardenal era nada menos que el Libellus de medicinalibus Indorum herbis (‘pequeño libro de yerbas medicinales indias’), compuesto en náhuatl por Martín de la Cruz y traducido al latín por Juan Badiano, en 1552. No sabemos cómo había llegado a manos de Cortavila, pero podemos suponer que fue un regalo de Felipe II. Barberini lo llevó consigo de vuelta a Roma, donde lo depositó en su biblioteca personal. En 1902, el antiguo acervo del cardenal pasó a la Biblioteca Vaticana y, en 1929, un investigador norteamericano redescubrió allí el manuscrito, reconociendo de inmediato su importancia. A partir de esa fecha se publicarían una serie de ediciones facsimilares y varios estudios del “herbolario azteca”. En 1990, Juan Pablo II lo entregaría como obsequio al pueblo de México. Actualmente se conserva en la Biblioteca Nacional de Antropología e Historia, en la ciudad de México. Poco tiempo después de su llegada a Roma, el librito había sido copiado para uso de la Accademia dei Lincei (‘academia de los que se asemejan a los linces’) en sus pesquisas en torno a la historia natural del Nuevo Mundo. Barberini y dal Pozzo eran miembros de ese grupo de amigos cercanos a Galileo Galilei; los Linceos
había comisionado una serie muy extensa de dibujos de plantas, animales, hongos y fósiles de todos los rincones del planeta conocidos en aquel entonces, incluyendo algunas de las primeras ilustraciones hechas a partir de observaciones con un microscopio. Realizados al mismo tiempo que las investigaciones pioneras de Galileo en la astronomía, las matemáticas y la física, los dibujos constituyen uno de los proyectos más ambiciosos jamás emprendido para describir y clasificar al mundo natural. Aunque el esfuerzo por captar la diversidad total de la vida fracasó, y los personajes mismos que contrataron a los dibujantes llegaron eventualmente a la conclusión que representar a la naturaleza no bastaba para revelar sus misterios, los productos de su iniciativa sobrevivieron como uno de los registros visuales más bellos de los seres vivos, tal como fueron percibidos en un momento específico de la historia humana. El Museo Cartáceo (‘museo de papel’) de Cassiano dal Pozzo reuniría buena parte de esos documentos, que resguarda ahora la Biblioteca Real de Windsor, incluyendo la copia romana del Libellus. El Códice de la Cruz Badiano, como lo conocemos en México, es el texto médico y biológico más temprano que se conserva del Continente Americano, y uno de los testimonios más sofisticados de las civilizaciones indígenas del siglo XVI. El manuscrito fue hecho por encargo de Francisco de Mendoza, hijo del primer virrey de la Nueva España, quien dejó el cargo el año en que se escribió el librito. El autor, Martín de la Cruz, se desempeñaba como médico en el Colegio de la Santa Cruz en Tlatelolco, y Juan Badiano, el traductor al latín, estudiaba en la misma institución, creada por los franciscanos en 1533 para educar a los nobles indígenas. Fray Bernardino de Sahagún, cuya obra aporta información cuantiosa acerca del conocimiento de las plantas y los animales en náhuatl, como lo describe Alba Vásquez Miranda en este número de El Comején, fue profesor y promotor principal del Colegio, hasta su muerte. Los franciscanos habían solicitado los servicios de Martín de la Cruz tras la epidemia del cocoliztli en 1545, que mató
a muchos de los estudiantes. Su puesto debe haber gozado de prestigio, pues el médico tenía la prerrogativa de montar a caballo para buscar las yerbas medicinales, un privilegio rara vez concedido a los indígenas. El hijo del virrey parece haberle encomendado el Libellus como un instrumento que legitimara las gestiones de su padre para obtener una licencia de Carlos V con el fin de exportar remedios vegetales y especias a Europa. Una motivación adicional para redactarlo debe haber sido el interés de que la subvención real para el Colegio no menguara, dados los esfuerzos del conquistador Jerónimo López y otros españoles por desprestigiar a la institución. Tristemente, al parecer el rey nunca vio el pequeño códice. Siete décadas después, los amigos de Galileo buscaban con vivo afán toda información disponible sobre la historia natural de América. Antes de mandar a copiar el manuscrito que Barberini había traído de España, el príncipe Federico Cesi, fundador de la Academia de los Linceos, ya seguía la pista del médico napolitano Nardo Antonio Recchi, quien había preparado un compendio de la colección monumental de notas e ilustraciones recabadas en México por Francisco Hernández, protomédico de las Indias. En una historia paralela a la acogida malograda del Libellus, la obra de Hernández acumulaba polvo en El Escorial. El protomédico había muerto decepcionado por la poca atención que recibió del rey, y la mayor parte de su obra se perdería. La publicación de los escritos de Hernández relacionados con la historia natural de México se convirtió en la empresa más importante de los Lincei. Aun después de la labor de Recchi resumiendo la obra, el Tesoro Messicano, como fue nombrado de manera informal el volumen, era inusualmente grueso; la primera edición fue preparada en Roma en 1628, pero no fue hasta 1651 que salió a la luz en su forma final, cuando ya habían fallecido Cesi y varios de sus colaboradores. Entusiasmados como estaban con la obra de Hernández, los Linceos recibieron con evidente agrado el Códice; podemos suponer que esperaban encontrar en él una concordancia y ampliación de los datos reportados por el protomédico. La copia de Windsor incluye una lista de nombres de plantas en náhuatl de la pluma del propio Cesi, transcritos de las xilografías preparadas para el Tesoro. Luigi Guerrini, especialista en la historia de la ciencia durante el siglo XVII en Italia, ha escrito uno de los ensayos introductorios para el “herbolario azteca”, parte del catálogo razonado del Museo Cartáceo publicada en Londres en 2009. Guerrini deduce que Cesi había comparado los nombres de las plantas en el Libellus con la información
recogida por Hernández, sin encontrar gran correspondencia, y que el príncipe había optado entonces por examinar únicamente las ilustraciones, apuntando esa lista como guía. El segundo cotejo tampoco daría muchos frutos. Frustrados por la falta de concordancia, los Linceos perderían interés en el Códice, que caería en el olvido por trescientos años. Podemos preguntarnos por qué había tanta disparidad entre Martín de la Cruz y los informantes de Hernández, si todos ellos hablaban náhuatl. Mi ensayo para la publicación inglesa de 2009 ofrece algunas respuestas. El Códice ha sido estudiado como el reflejo de un cuerpo de conocimiento monolítico, la ciencia médica de los mexicas con letras mayúsculas, en analogía con la farmacopea clásica sistematizada por Teofrasto y Dioscórides. La investigación etnobotánica entre los pueblos indígenas hoy día nos muestra que en los saberes tradicionales hay tanta variación individual como en cualquier
comunidad intelectual. Algunas de las designaciones registradas en el Libellus parecen frases descriptivas o nombres complejos acuñados por el médico indígena en su práctica profesional; es difícil creer que se hayan difundido ampliamente. Por otro lado, los estudios contemporáneos evidencian una y otra vez cómo algunas plantas prototípicas sirven para rotular conjuntos de especies que se asemejan en su apariencia o en su uso. La diversificación dialectal del náhuatl, iniciada varios siglos antes de la llegada de Hernán Cortés, explica también algunas de las divergencias entre ambas fuentes, puesto que Hernández obtuvo su información en un área bastante extensa de México, Oaxaca incluida. La expectativa de los Linceos era recopilar una enciclopedia total. La flora de América, que rebasa las cien mil especies, echaba por tierra su sueño grandioso. Los indígenas sabían que hay más plantas que nombres. En la copia romana del Códice,
con los apuntes estériles de Cesi, presenciamos un contrapunto silencioso entre dos modos de pensamiento arraigados en historias y geografías bioculturales radicalmente distintas. De manera inconsciente tal vez para los protagonistas, el conocimiento mesoamericano de la vida marcó la evolución de la ciencia occidental antes de Lineo y Darwin.
El catálogo razonado del Museo Cartáceo puede consultarse en las bibliotecas del IAGO y del Jardín Etnobotánico. Martin Clayton, Luigi Guerrini y Alejandro de Ávila, Flora: The Aztec Herbal, The Paper Museum of Cassiano dal Pozzo, Series B: Natural History, Part VIII; Londres, The Royal Collection, 2009. La edición facsimilar del Códice de la Cruz Badiano está disponible en la biblioteca del Jardín: Martín de la Cruz, Libellus de medicinalibus indorum herbis, México, D.F., IMSS y Fondo de Cultura Económica, 1991, edición facsimilar del original de 1552.
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La Dendrología de Fray Juan Caballero Alejandro de Ávila
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Fray Juan [García] Caballero fue provincial y prior del convento de Santo Domingo en Oaxaca hacia 1770-1780. Ocupó, en otras palabras, los cargos más importantes dentro de la institución con mayor poder ideológico y económico en el sur de México en tiempos de los virreyes. Al subir la grandiosa escalinata del antiguo convento, restaurado para servir ahora como Museo de las Culturas de Oaxaca del INAH, se topa uno con lo que era la alcoba del máximo jerarca dominico. La recámara es más amplia que las celdas de los frailes comunes y el pórtico está adornado con yesería dorada, como la bóveda de la escalera y el templo adjunto. Podemos imaginarnos a fray Juan con su hábito negro y blanco, saliendo de su habitación para deambular pensativo por los corredores que hoy visitan los grupos escolares y los turistas asombrados. Una parte de la planta baja del mismo edificio la ocupa ahora la Biblioteca Francisco de Burgoa, que lleva el nombre de otro dominico notable de Oaxaca. La biblioteca conserva varios libros y documentos que nos permiten acercarnos a la vida cotidiana de los frailes, a sus oraciones y a sus inquietudes. Uno de los mayores tesoros de su acervo es un manuscrito con escasas cincuenta hojas, de puño y letra de fray Juan Caballero. Es una suerte que este cuadernillo haya sobrevivido los robos, el moho y los insectos, enemigos de los libros en todo el mundo. Aunque sea una obra breve, vale mucho porque es el testimonio más completo de las plantas que conocían los tatarabuelos de nuestros tatarabuelos; el manuscrito guarda información del mundo verde en que vivían nuestros antepasados hace diez generaciones, aproximadamente. El cuadernillo consta de una serie de dibujos de plantas trazados por la mano de fray Juan, primero con grafito y luego con tinta. Algunos religiosos de esa época parecen haber sentido un cariño acentuado por la tierra donde vivían, aunque hubieran nacido en España como la persona que nos ocupa. Al hacer sus bocetos, Caballero escogió sólo plantas que él consideraba originarias “de la América”. De hecho, la gran mayoría de las especies que ilustró son nativas de Oaxaca: algunas crecen de manera silvestre en el valle y las montañas que lo rodean, y otras ya eran cultivadas aquí antes de los viajes de
Cristóbal Colón. Terminado el dibujo, fray Juan apuntó el nombre de cada planta. Aunque había estudiado teología y dominaba el latín, decidió identificar cada especie mediante su denominación vernácula: cómo la llamaba la gente en la calle o en el campo. Bien podía él haber anotado un latinajo para cada árbol y cada yerba, pero en vez de ostentar su nivel académico, quiso dejar memoria de los nombres vulgares de las plantas en Oaxaca. Eso incrementa el valor del manuscrito para nosotros porque registra el conocimiento de la gente común. Todavía hoy se menosprecia lo que saben los campesinos y los trabajadores de las ciudades. Los prejuicios de la élite educada contra el arte y la ciencia popular eran aun más fuertes en tiempos del prior. El manuscrito de fray Juan nos muestra que esa ciencia popular, en el caso de Oaxaca a fines del siglo XVIII, era una fusión del conocimiento indígena y la herencia de los pueblos europeos. Un par de ejemplos pueden servir para hacer palpable ese mestizaje del saber. La planta rotulada ololuc es una enredadera con hojas acorazonadas. A diferencia de varios dibujos en el cuadernillo, Caballero omitió las flores y los frutos, quizá por desconocerlos. El nombre que registró el prior deriva del náhuatl ololiuhqui, forma agencial del verbo ololo, ‘hacer una bola’. La etimología parece aludir a los efectos enteógenos de las semillas de la Virgen, como se conoce hoy día en Oaxaca a la planta que probablemente quiso representar Fray Juan. Se trata de una convolvulácea, la familia del camote y el quiebraplatos. Richard Evans Schultes, cuya obra reseñamos en este mismo El Comején, identificó a la planta conforme a la taxonomía lineana, con base en un espécimen que él había recolectado en casa de un curandero zapoteco en Santo Domingo Latani, en el distrito de Choapan. La investigación de Schultes confirmó que el ololiuhqui sagrado de los mexicas era una especie cuya farmacología no se había estudiado, y que algunos miembros de la familia del camote contenían compuestos químicos psicoactivos. Si Schultes hubiera conocido el manuscrito de Caballero, habría podido refutar antes a Safford, el botánico norteamericano que aseguró que ‘lo que conduce a hacer bolas’ eran semillas de toloache.
No hemos encontrado referencias a convolvuláceas enteógenas en los documentos coloniales de Oaxaca que hemos revisado, salvo el probble caso del coaxoxohuic —verde serpiente— que menciona la Relación de la Ciudad de Antequera de 1579: “Hay otras dos yerbas, que en la lengua se dicen coaxoxohuic y tlapatl, las cuales, bebidas, notablemente aprovechan y sanan a las personas que están tullidas; aunque dicen que quienes las toman son privados de sus sentidos por espacio de seis o siete horas y, en este tiempo, sueñan cosas horribles y espantosas, a cuya causa son pocos los que se quieren curar con ellas.” Es posible que la primera haya sido una especie distinta al ololiuhqui, que pertenece a la misma familia y que también se usa como enteógeno en Oaxaca. Lo que nos interesa resaltar aquí, en relación con el manuscrito del fraile dominico, es que la designación ololuc muestra una simplificación fonética del nombre indígena al incorporarse al español. A diferencia de los escritos del siglo XVI, donde los cronistas se veían obligados a usar una ortografía más o menos precisa del náhuatl para referirse a la mayoría de los seres vivos de México, ya para la época de Caballero la terminología biológica se había castellanizado. Encontramos en el manuscrito varios nombres híbridos, compuestos de un término indígena y un vocablo del español. Uno de los dibujos de fray Juan muestra la enredadera llamada gueto venado, que parece corresponder a una especie de apocinácea, la familia del cacalosúchil. El Herbario Nacional guarda un espécimen de esa planta recolectado por el distinguido botánico Cyrus G. Pringle en Monte Albán hacia 1900. Gueto —queeto en el vocabulario del padre Córdova de 1573— y las formas cognadas guitu, guijt, etc., de otras variantes, es el término genérico para designar a las calabazas en las lenguas zapotecas. El fruto de la apocinácea, que se come en algunas comunidades de Oaxaca, está cubierto de pubescencia que recuerda la gamuza; tal vez por ello lleva el epíteto de ‘venado’. Es común en la nomenclatura botánica de varias lenguas de México y de otras partes del mundo, que las especies silvestres que recuerdan o se relacionan conceptualmente con plantas cultivadas reciban como calificativo de posesión el nombre de un animal, para diferenciarlas. Podemos suponer que en el siglo XVI la apocinácea ilustrada por Caballero se nombraba queeto pichína, ‘calabaza [de] venado’ conforme a Córdova. En el siglo XXI, la hispanización del nombre ha dado un paso adicional, y la planta (o una especie similar) es llamada Beto venado, reinterpretando el término zapoteco como el hipocorístico de ‘Alberto’. De manera
paralela, la planta medicinal que fray Juan registró como quána xána se ha convertido en Juana sana. Más allá de los nombres híbridos, el mestizaje botánico del siglo XVIII se ve reflejado en algunos nombres consignados por el dominico donde la terminología indígena está ausente por completo. La planta rotulada cordoban nos parece el caso más elocuente. El dibujo de Caballero muestra una euforbiácea, la familia de la nochebuena. En el sur del valle, una euforbiácea distinta, que carece de hojas, recibe hoy día el nombre de cordobán. En España, este vocablo designa cueros finamente curtidos, como los que se hacían antiguamente en la ciudad andaluza de Córdoba. La expresión ‘a la cordobana’, que equivale a ‘en cueros’, ‘desnudo’, motivó quizá la aplicación de este nombre a la planta ilustrada por fray Juan, que pierde las hojas buena parte del año, quedando los tallos conspicuamente desnudos. Las Relaciones Geográficas de Antequera de 1777-1778 mencionan con frecuencia
al cordobán, ya sea como purgante medicinal o como planta tóxica. Según la Relación de Jalatlaco, la planta crecía en terrenos que actualmente son parte de esta ciudad: “Produce esta tierra la planta que llaman cordobán que son muchas varas juntas del grueso de un dedo pulgar flexibles, de pocas hojas, pero de mucha leche, la cual es un purgante muy activo, y pudiera ser de provecho, si se halla el modo de prepararse, y se supiera la dosis; pero como se ignora esto, el que la llega a tomar si se excede algo, se le entabla una diarrea que le lleva a la sepultura, como le ha sucedido a muchos.” Podemos leer así la Dendrología de Caballero como testimonio de la configuración de una ciencia popular mestiza, alimentada por el conocimiento indígena y por la herencia hispanoárabe. Las figuras y los nombres de las plantas nos abren una ventana a un mundo de ideas y prácticas en movimiento, que experimentaba lo mismo con purgas que con motores de la percepción.
La edición facsimilar del manuscrito de ca. 1780 puede consultarse en la Biblioteca Burgoa y en la biblioteca del Jardín Etnobotánico: Dendrología natural y botanología americana, o tractado de los árboles y hierbas de la América, Oaxaca, Biblioteca Francisco de Burgoa, 1999. Varias de las Relaciones Geográficas de 1579-1580 han sido editadas en dos volúmenes disponibles en la Biblioteca Burgoa y en el acervo que pasará al Centro Cultural San Pablo: René Acuña (ed.), Relaciones geográficas del siglo XVI: Antequera. México, D.F., Instituto de Investigaciones Antropológicas, UNAM, 1984. De igual manera, la mayor parte de las Relaciones Geográficas del siglo XVIII han sido publicadas en un volumen que puede consultarse en los acervos antedichos: Manuel Esparza (ed.), Relaciones geográficas de Oaxaca 1777-1778, Oaxaca, CIESAS e Instituto Oaxaqueño de las Culturas, 1994.
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Una desventura: La historia natural y medicinal de la Nueva España María Isabel Grañén Porrúa*
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Desde hacía tiempo, las noticias del Nuevo Mundo sorprendían al orbe entero, se hablaba de una cultura distinta a la que había en Europa y asombraban los tesoros enviados desde América, así como las anécdotas de los viajeros. Cartas iban y venían y, seguramente, el rey Felipe II deseaba saber más sobre sus dominios lejanos y los métodos curativos del Nuevo Continente. Francisco Hernández era un hombre sabio, metódico y curioso, era también uno de los médicos de la corte del rey de España. Estudioso, cirujano e investigador de la flora española, él era la persona idónea para emprender la gran obra de la historia natural de América y
para ello se requería registrar los conocimientos sobre las plantas y sus usos en la medicina. En 1570, Francisco Hernández fue nombrado protomédico de las Indias por el Rey Felipe II y se le encomendó la exploración científica del Nuevo Mundo. Para ello debía realizar un informe detallado, completo y documentado sobre la medicina de América y sus elementos curativos. De Nueva España llegaban abundantes relatos sobre las medicinas herbolarias, así que debía comenzar por conocer la realidad de la historia natural de dicha región. Hernández emprendió la real comisión y tuvo el privilegio de entrevistar a los
curanderos e indígenas ancianos, depositarios de conocimientos ancestrales. Tardó siete años en redactar dieciséis volúmenes de texto manuscrito con la información requerida, también se realizaron ilustraciones con imágenes iluminadas sobre los ejemplares de la flora mexicana. Además, admirado del mundo indígena, escribió otro tomo más sobre las costumbres y antigüedades de los indios, también en latín. En 1577, Hernández regresó a España cansado y enfermo, llevaba consigo sus numerosos libros, un valioso herbario y la traducción de Plinio al castellano. Se estableció en Madrid, acogido por la corte y seguramente deseoso de ver impresa su voluminosa obra. Sin embargo, no fue recibido con el calor que esperaba y, peor aún, ninguno de sus libros se publicó durante su vida, pues murió en 1587 sin que la Corona hubiera ordenado su ansiada impresión. Al poco tiempo de la muerte del autor, otro de los médicos reales, el italiano Nardo Antonio Recco, formó un extracto o compendio de la obra de Hernández. Cuando regresó a su patria lo llevó consigo y, a su muerte en 1595, su documento pasó a la Academia de los Linces, que se ocuparía de imprimirla. En 1630,
Yerbas del tarahumara
la edición ya acabada y a falta de algunos detalles, hubo que suspenderse por el fallecimiento del príncipe Cesi, que la costeaba. Mientras tanto, en la capital de Tenochtitlan, un lego del convento de Santo Domingo de México, llamado Francisco Jiménez, fue el primero en dar a conocer los trabajos del famoso botánico Francisco Hernández en 1615 pues, después de experimentar con las virtudes curativas de las plantas, llegó a sus manos “por extraordinarios caminos” el compendio de esta maravillosa obra escrita en latín y él la tradujo al castellano. Los Cuatro libros de la Naturaleza y virtudes de las plantas y animales de uso medicinal en la Nueva España es una obra muy rara y puede ser consultada en la Biblioteca Francisco de Burgoa, en la edición de 1888, realizada por la Oficina Tipográfica de la Secretaría de Fomento. Años después, el secretario de la embajada española en Roma, Turriano, compró la edición que se hallaba en Italia y sufragó los gastos para terminar la impresión. Así que entre 1648 y 1651 se imprimieron los primeros ejemplares del compendio más completo de la obra de Francisco Hernández con numerosas variantes bibliográficas y distintas fechas. Sin embargo, el manuscrito original de Francisco Hernández fue encuadernado en plata con piedras semipreciosas, pero la lujosa cubierta no lo salvó del terrible incendio de 1671 que dañó gravemente la biblioteca del Monasterio del Escorial, donde había sido depositado, salvándose, sólo unas hojas de dibujos.
Triste historia de lo sucedido a una de las obras más importantes que el conocimiento humano ha aportado sobre la historia natural de América. Desafortunadamente, las circunstancias fueron adversas a su preservación. Oaxaca conserva precisamente la primera impresión del Rervm medicarvm novae Hispaniae thesavrvs sev plantarvm animalivm mineralivm mexicanorvm Historia ex Francisci Hernandez, el compendio realizado por Nardo Antonio Recco, impreso en Roma por Vital Mascardi y costeado por Federico Cesi en 1649; esta edición es uno de los muchos tesoros que se guardan en la Biblioteca Francisco de Burgoa, el fondo bibliográfico de la UABJO que se ubica en el Centro Cultural Santo Domingo y que tenemos el privilegio de conservar para las siguientes generaciones. *Doctora en Historia del Arte por la Universidad Hispalense y Directora de la Biblioteca Francisco de Burgoa de la UABJO.
Historia de las plantas de Nueva España por Francisco Hernández. Médico e Historiador de Su Majestad don Felipe II, Rey de España y de las Indias, y Protomédico de todo el Nuevo Mundo, tomo I. México, Instituto de Biología de la Universidad Nacional Autónoma de México, Imprenta Universitaria, 1942. Prólogo de Casimiro Gómez Ortega. Germán Somolinos D’Ardois (editor), “Vida y Obra de Francisco Hernández”, en Obras completas de Francisco Hernández, Tomo I.. México, UNAM, 1966. María Isabel Grañén Porrúa, et. al., Las Joyas Bibliográficas de la Universidad Autónoma “Benito Juárez” de Oaxaca. Catálogo de la exposición en el Instituto de Artes Gráficas de Oaxaca. México, Fomento Cultural BANAMEX, 1996.
…Hoy sólo traen yerbas en el hato, las yerbas de salud que cambian por centavos: yerbaniz, limoncillo, simonillo, que alivian las difíciles entrañas, junto con la orejuela de ratón para el mal que la gente llama “bilis” la yerba del venado, el chuchupaste y la yerba del indio, que restauran la sangre; el pasto de ocotillo de los golpes contusos, contrayerba para las fiebres pantanosas, la yerba de la víbora que cura los resfríos; collares de semillas de ojo de venado, tan eficaces para el sortilegio; y la sangre de drago, que aprieta las encías y agarra en la raíz los dientes flojos.
(Nuestro Francisco Hernández —el Plinio Mexicano de los Mil y Quinientos— logró hasta mil doscientas plantas mágicas de la farmacopea de los indios. Sin ser un gran botánico don Felipe Segundo supo gastar setenta mil ducados ¡para que luego aquel herbario único se perdiera en la incuria y en el polvo! Porque el padre Moxó nos asegura que no fue culpa del incendio que en el siglo décimo séptimo aconteció en el Escorial.)
Con la paciencia muda de la hormiga, los indios van juntando sobre el suelo la yerbecita en haces —perfectos en su ciencia natural.
Alfonso Reyes, 1934. Textos. México, D.F., SEP/ UNAM, 1981.
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Conzatti, la voz que llegó desde el pasado para solucionar nuestro presente Rosa María Topete
“[…] poco o mucho, todos contribuimos a esta devastación común: el INDIO en virtud de su legendario analfabetismo, y el HOMBRE DE RAZÓN por su desenfrenada ambición de lucro, por su refinado egoísmo y por su falta de corazón.” Cassiano Conzatti
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Al parecer, el tiempo se detuvo en los Valles Centrales de Oaxaca y sus alrededores, los incendios forestales, la tala inmoderada de los bosques y la desenfrenada ambición de lucro continúan afectando el equilibrio ecológico en nuestro estado. Ya han pasado casi cien años desde que el botánico, educador, cultivador entusiasta italiano-oaxaqueño y miembro distinguido de la Sociedad Mexicana de Historia Natural advirtió a nuestros abuelos respecto a las consecuencias que tendría la deforestación del valle de Oaxaca y las poblaciones aledañas, con motivo de los incendios forestales en San Felipe del Agua, San Andrés Huayapan y la tala inmoderada, pero también dio algunas soluciones que dejarían ver resultados a corto plazo. Cassiano Conzatti nació en Civezzano, Italia, el 13 de agosto de 1862, llegó a México a los diecinueve años de edad y murió aquí el 2 de marzo de 1951, próximo a cumplir ochenta y nueve. En 1945 ocupó un sitio de honor en el Instituto de Ciencias y Artes de Oaxaca mediante un reconocimiento especial a su labor. Llegó a ser Secretario de Educación Pública y se le otorgó la más alta presea que pueda recibir un pedagogo; la Medalla al Mérito Docente “Maestro Altamirano”. Como gran cultivador entusiasta de la botánica, colaboró en diversos proyectos con el maestro Rébsamen en Veracruz, y en 1891 fue director de la Escuela Normal Superior para Profesores de Oaxaca. Es autor de Las Criptógamas vasculares de México y la repoblación arbórea del Valle de Oaxaca (1910), de donde derivan los apuntes que aquí comentamos y recopilador de los dos tomos de la Flora taxonómica mexicana editado por la Sociedad Mexicana de Historia Natural.
En el Boletín número uno de la Estación Agrícola Experimental de Oaxaca, a cargo de la Dirección General de Agricultura de la Secretaría de Fomento, se publicó en 1914 un artículo del profesor Conzatti. Sus palabras en el artículo “La repoblación arbórea del valle de Oaxaca” conforman un tratado breve, claro y completo sobre la variedad de árboles que es posible sembrar para que, de ponerse en práctica, generara productos de alimentación tanto para humanos como para animales y nuevas formas de trabajo bien remuneradas entre la población. Conzatti, en este discurso, llamó la atención de los agricultores del valle “especialmente de los propietarios grandes y pequeños de ranchos y haciendas, sobre la posibilidad y conveniencia, lo mismo social que particular, de proceder sin demora a la repoblación del Valle y cerros circundantes por medio de la acción combinada y metódica de todos”. Para ello, especificó que cada quien podría sembrar en su hacienda las especies e individuos de su predilección. Incluso propuso que se otorgara una “Condecoración al Mérito Agrario” a quienes comprobaran haber plantado cien mil árboles en condiciones favorables. Es evidente que su voz no tuvo eco y que la falta de visión a futuro malogró la semilla de esperanza que comenzaba a germinar con sus sugerencias. No se trataba de descubrir los vericuetos intrincados de una gran ciencia, ni de aplicar acciones imposibles, él sólo sugería sembrar al menos diez variedades de árboles “de preferencia en las orillas de los caminos, calzadas, veredas y zanjas de riego” que, por un lado, abatirían el aspecto desolador de los cerros erosionados, de las lomas desnudas y medradas por los leñadores, producto de lo que el propio Conzatti llamó “guerra al árbol”; por el otro, exigía que se reglamentara castigando “sin misericordia las infracciones”. Algunas especies botánicas que Cassiano Conzatti sugirió para la repoblación arbórea son las siguientes: 1) La encina del Parián, árbol corpulento y elevado en estado silvestre que se propa-
ga fácilmente por semillas de rápido crecimiento. Su madera se puede usar como excelente combustible y sus frutos para la engorda de marranos y carneros. Deberá colocárselos en el fondo de las cañadas perpendiculares al valle y sus faldas laterales. 2) El chupandía, pariente de las ciruelas y único representante del género mexicano, propio de lugares cálidos y semicálidos, áridos y secos como la Cuesta de Quiotepec. Propio para cubrir los lomeríos estériles que circundan nuestro valle. Se propaga por semillas. Ayuda a combatir la erosión. 3) Moreras alba y negra, oriundas de Asia y altamente estimadas para la cría del gusano de seda. Si se planta con abundancia en todo el Valle la morera blanca, que es más productiva que la negra, favorecerá la industria de la seda en Oaxaca. “El papel de los hombres en ella debe limitarse a arrimar la hoja, y el del Gobierno, a comprar el producto o a buscar compradores para él.” Su madera, amarilla y muy compacta, es un óptimo combustible; fácil de propagar y adaptable a nuestro clima podrían sustituir los escasos casahuates que no sirven para nada, excepto para dar un poco de sombra. 4) Aguacate, árbol americano harto conocido, de crecimiento bastante acelerado si tiene buena tierra y humedad suficiente. Se puede plantar en los lugares más bajos, a lo largo de ríos, arroyos y zanjas de riego. Bueno para alimentación y para exportación. 5) Nogal de Cuilapam, da un excelente aceite que se puede vender en Estados Unidos y otros países, se presta perfectamente para ser transportado a las más grandes distancias sin el menor inconveniente, con un largo periodo de producción. Sólo requiere de cuidados especiales los tres primeros años, con su madera se pueden confeccionar muebles de lujo. 6) Olivo, árbol de mediana elevación originario de Asia Menor, los españoles lo introdujeron a México desde la época de la Conquista. Un olivo adulto bien cultivado puede dar hasta sesenta kilogramos de aceite, y “hasta 6 000 kilogramos de
aceite por hectárea.” Crece con lentitud pero vive siglos, su madera es susceptible “de un bello pulimento por su fibra dura y compacta.” 7) Varias Burseras del Cañón del Tomellín, de esencia untuosa que contienen el Cascalote de Tehuantepec, muy usado para combatir el mal de Bright, el Palo de Campeche, por sus propiedades tintóreas. Estas son algunas de las sugerencias que da el artículo firmado por el maestro Cassiano Conzatti en abril de 1913. Con el paso del tiempo vemos las consecuencias de no haber escuchado sus consejos. La realidad actual nos rebasa; por todas partes surgen grupos de activistas ecológicos que demandan la solución definitiva a estos conflictos ancestrales. ¿Escucharemos esta vez la voz que llega del pasado para dar soluciones al presente? O, ¿esperaremos a que los niños mueran por la falta de agua y alimento, situaciones extremas que pudieron haberse resuelto desde hace un siglo? Aún es posible detener la evaporación del agua y nutrir los mantos freáticos a través de la siembra, favoreciendo que el enraizamiento de los árboles capaces generar humedad abundante en el subsuelo que ayude a abatir la sequía. Para ello, es necesario retomar el proyecto del maestro Conzatti. En los lugares donde el maíz, caña y trigo presentan bajo rendimiento es preferible sembrar mangos y naranjas, que ayudarían a atenuar el deslave de los cerros. Nuestra sociedad demanda profesores de la talla del maestro Cassiano Conzatti, comprometidos con el servicio y el bienestar general. Hoy su voz vuelve desde el pasado, una vez más, y nos deja este mensaje: “que el hombre aproveche los dones que le brinda la naturaleza, que explote los montes y que utilice sus maderas, pero que no sea esto en perjuicio de los demás hombres; sino que lo haga de un modo inteligente, reflexivo y beneficioso para todos”. Si alguien, en este tiempo, desea poner en práctica sus consejos para reforestar Oaxaca que aplique los aquí descritos o que acuda a la Sala de Asuntos Oaxaqueños de la Biblioteca Pública
Central Estatal Margarita Maza de Juárez. Ahí encontrará éste y otros tesoros de la sabiduría de Conzatti para salvar a las generaciones que aún continúan creyendo que la vida de un árbol vale tanto como la de un hombre. Si cada vez que nace un niño sembráramos un árbol el mundo sería más feliz, más saludable y, sobre todo, más próspero, digno de corazones generosos transformados por la esperanza del color verde. ¡Planta un árbol y cuídalo! Aún es tiempo.
Siembra del mamey y el aguacate Los hombres tienen miedo de sembrar árboles de mamey y aguacate, porque cuando empiezan a dar frutos las personas que los hayan sembrado se mueren. Se recomienda que sean los ancianos quienes siembren estos árboles; ellos ya no tienen nada que temer, porque ya no les falta mucho para morir. Cuando el mamey o el aguacate empiezan a dar frutos, los que los sembraron mueren porque estos árboles acostumbran pedir abono a la tierra cuando dan sus primeros frutos. Por esa razón muere la gente que los siembra. En Pinotepa Nacional no se siembran estos árboles. Los únicos valientes que siembran mamey y aguacate están en Pinotepa de Don Luis.
Alejandra Cruz Ortiz. Yakua kuia. El nudo del tiempo. Mitos y leyendas de la tradición oral mixteca. México D. F., CIESAS, 1998. Narrado en mixteco por la Sra. Epifania López de Santa María Jicaltepec, Distrito de Jamiltepec. Traducción al español de A. Cruz O.
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Wade Davis: One river Alejandro de Ávila
El Jardín Etnobotánico fue visitado en 1999 por el rector de Harvard y su esposa. Conmovidos por los pitayos y los copales recién plantados, nos preguntaron de qué manera podían contribuir a nuestro proyecto. Les pedimos una copia de la tesis inédita de Schultes, quien por entonces padecía del mal de Alzheimer y fallecería en 2001. Meses después, recibimos por mensajería dos volúmenes reproducidos con esmero a partir del manuscrito original mecanografiado, quizá más difícil de leer que nuestra copia. Dignamente encuadernada, la obra del gran investigador está ahora disponible para consulta en la biblioteca del Jardín, junto con el libro de Wade Davis en su versión original en inglés: One river; explorations and discoveries in the Amazon rain forest, Nueva York, Simon and Schuster, 1997; y su traducción al español: El río; exploraciones y descubrimientos en la selva amazónica, Valencia, Editorial Pre-Textos, 2005.
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En 1987 recibimos una carta impresa en papel fino con el logotipo rojo y negro de la Universidad de Harvard. Un colega y yo habíamos conformado por esas fechas un pequeño equipo de trabajo y habíamos iniciado sendas investigaciones acerca del conocimiento de las plantas en cuatro comunidades remotas de Oaxaca, mi amigo en un municipio mixe y un pueblo chinanteco de la Sierra Juárez, yo en dos localidades mixtecas de la Sierra Sur. Estábamos haciendo nuestros pininos como etnógrafos y biólogos, y poca gente sabía de nuestra investigación. Nos sorprendió por ello recibir esa carta en inglés, redactada con elegancia y firmada por una persona de fama legendaria en el gremio: Richard Evans Schultes, decano de la etnobotánica y mentor venerado por varias generaciones de especialistas. En su mensaje, Schultes nos alentaba a seguir nuestra vocación en Oaxaca, tierra a la que expresaba afecto. Entendí mejor la misiva de Schultes, su devoción hacia los estudiantes y su memoria privilegiada para recordar quién indagaba qué y en dónde, al leer el libro de Wade Davis. Leí la versión original en inglés, cuyo título ha sido traducido con poca fidelidad como “el río”. La imagen de dos afluentes en el bosque tropical es el leitmotiv de la obra: habiendo estudiado con Schultes, Davis le dedica su obra a su maestro y a un condiscípulo con quien viajó y se forjó en los rigores del trabajo en Sudamérica, la región con la flora más diversa del planeta. Schultes había vivido doce años seguidos en la selva, explorando los ríos y estudiando las especies del noroeste del Amazonas, conviviendo a partir de 1941 con miembros de más de veinte grupos étnicos. En la década de los setenta, un alumno de Schultes en Harvard viajaría de nuevo hacia el sur para estudiar la coca, planta sagrada de los incas. Timothy Plowman, investigador de extraordinario talento y gran respeto hacia las comunidades indígenas, fallecería prematuramente en 1989, legando a Davis la inspiración para escribir este libro. En el imaginario íntimo de Davis, Schultes y Plowman son dos grandes ríos de conocimiento que confluyen. Schultes había viajado directamente de Oaxaca a Colombia en 1941 para identificar las fuentes del curare, un tipo de veneno que se embarra en los dardos de las cerbatanas para paralizar a los monos y otras presas. Ya estando en la selva, se vio involucrado en la búsqueda de
nuevas fuentes de caucho silvestre, encomienda muy urgente ya que los japoneses cortaron el abasto mundial de hule desde las plantaciones de Malasia, cuando los Estados Unidos declararon la guerra a los países del Eje tras del ataque a Pearl Harbor. Schultes dedicó varios años de trabajo a formar una vasta colección de semillas silvestres que permitieran desarrollar nuevos cultivos de caucho, plantíos que pudieran resistir las infecciones por hongos gracias a la variación genética de una planta a otra. Después de tantos esfuerzos, el programa fue cancelado de un plumazo por la ignorancia de los burócratas en Washington y Schultes regresó a Harvard sintiéndose traicionado. Sin embargo, la aportación central de su trayectoria de varias décadas no fue la biología del hule ni la composición del curare, sino el estudio de los enteógenos: las plantas y los hongos sagrados que nos permiten aproximarnos a la divinidad. Los entéogenos son el tema del cuarto capítulo de One river, titulado “Flesh of the gods”, (la carne de los dioses), mala traducción del término náhuatl teõnanacatl, ‘hongo divino’. Antes de viajar a Sudamérica, Schultes había trabajado en el norte de Oaxaca. Su tesis doctoral es un compendio detallado de cientos de plantas usadas en varios pueblos mazatecos, chinantecos, mixes y zapotecos. Schultes documentó tanto las fibras y los colorantes como las plantas medicinales y los árboles usados como leña, entre muchas otras categorías utilitarias, pero su estudio de las especies conocidas por las mujeres y los hombres de sabiduría fue lo que llamó la atención de la comunidad científica, pues rebasaba las fronteras convencionales de la botánica. La investigación de Schultes en Oaxaca en 1938 y 1939, junto con el trabajo etnográfico pionero de Jean Basset Johnson, Irmgard Weitlaner Johnson y Roberto Weitlaner entre los mazatecos, abrió las puertas para la visita posterior a Huautla de Jiménez de Gordon Wasson y la divulgación de las veladas de María Sabina en la revista Life. Wasson, rico banquero y vicepresidente de la empresa financiera J.P. Morgan de Nueva York, había aprendido a apreciar los hongos, de todo tipo, gracias a su esposa rusa, Valentina Pavlovna. Describiría su noche en Huautla como una experiencia que transformó su vida. Con la pluma franca y emotiva de Wasson, los nanacates sagrados y otros enteógenos atrajeron al movimiento psicodélico de los años 1960, detonando un gran flujo cultural urbano.
Schultes recolectó los primeros especímenes biológicos de los hongos divinos en la Sierra Mazateca; las muestras previas que habían llegado a algunos herbarios universitarios se habían podrido y era imposible identificar la especie. Desmintió así a Safford, un poderoso botánico norteamericano, quien había afirmado a principios del siglo XX que el teõnanacatl registrado por Sahagún no era más que peyote seco. Schultes también documentó la identidad taxonómica del ololiuhqui, otro enteógeno descrito en las fuentes coloniales, que había sido vilipendiado de igual manera por Safford, quien lo consideró como simples semillas de toloache. Schultes no sólo reivindicó a los observadores españoles del mundo indígena en el siglo XVI y a los botánicos mexicanos del siglo XIX, sino que mostró al mundo la diversidad y la complejidad de la cultura biológica indígena. Al evidenciar que teõnanacatl y ololiuhqui eran en realidad conjuntos de especies con efectos análogos, provenientes de (agro)ecosistemas diferenciados, Schultes dejó entrever el papel central de las plantas en la historia religiosa de Mesoamérica, y no solamente entre pueblos aislados de la sierra. Y de paso le confirió respeto a la etnobotánica como una disciplina que aportaba nuevas luces a las ciencias sociales, las humanidades y la filosofía de la ciencia. Después de Oaxaca, Schultes estudió el borrachero, la ayahuasca y otros enteógenos de los chamanes colombianos. Plowman seguiría sus pasos, enfocándose en una planta intensamente satanizada a raíz del tráfico de cocaína a los países del norte. Su trabajo, como nos enseña Davis, rompería los prejuicios fáciles de sus detractores y mostraría con sensibilidad la trascendencia de la coca para la civilización andina. El río nos obliga a reexaminar la trayectoria de los etnobiólogos norteamericanos y europeos en el tercer mundo, donde han sido acusados de perpetrar biopiraterías con demasiada frecuencia, sin reconocer cómo han contribuido a la reivindicación más profunda de las comunidades indias: la valoración de su espiritualidad.
Mezquites En una hora de la tarde atravesamos nuevamente el mezquital, ahora perforado por la negra barrena resoplante de la locomotora. Era el mismo mezquital, compacto, invasor, que llegaba hasta los bordes inclinados del terraplén para tocar con sus ramas los discos rodantes y las tablas de los carros. Y al pasar a la carrera ante nuestra puerta, el mezquite me fascinó, me atrajo hacia él, me hizo completamente suyo. Lo había creído agresivo y es humilde. Es un arbusto del campo; nadie lo planta, nadie lo cuida; lo mismo asoma en el arenal que en las arrugas del basalto, donde los vientos han dejado una costra de tierra. Parece no tener sed ni hambre, pues crece donde nunca llueve y donde el suelo es estéril; vive de la luz, vive del viento, corre por el llano, sube por los flancos de los cerros, asoma curioso en la corona de los cantiles y se vuelca locamente por los precipicios. A veces es un solo tronco, grueso como un muslo; en otras son cien ramas que salen en todas direcciones de un mismo hoyo en la tierra, sin cuidarse de ser rectos, despreocupados, versátiles. Los troncos y las ramas son siempre chuecos porque un día quieren crecer para un lado y otro día para otro. No les interesa elevarse; en ocasiones troncos gruesos como una pierna de hombre se arrastran por el suelo y abanicos de ramas trazan un arco verde como un pompón. Tiene una hoja pequeñita como el blanco de la uña, y cien de ellas salen de una varita alargada como una aguja. Tiene también espinas, pero nada más para proteger unas vainas rojas que se hinchan con la semilla, que caen, que se dejan arrastrar por la fuerza del viento y que van a convertirse en más mezquites, miles de mezquites, millones de mezquites, que no piden agua ni tienen hambre nunca. En algunos lugares llegan a ser más altos que un hombre a caballo; y careciendo de todo, siendo misérrimos, faltos de don alguno, regalan un bien supremo: la sombra. Los becerros can-
sados, y las vacas sedientas, van a tumbarse bajo su ramaje a rumiar el pasto escaso; y los burros raquíticos, a calmar la sed con las vainas llenas de jugo. Los pastores y caminantes disfrutan también, dormitando tendidos en el suelo, mientras el sol declina. En otras regiones, el mezquite apenas puede llegar a la altura de la rodilla del hombre, porque sus raíces por más profundamente que se extiendan, palpan tan sólo arena seca y movediza; impotente para dar sombra, se conforma entonces con aplacar la reverberación del sol sobre el arenal. Envejece cada año y el invierno lo vuelve gris. Después, sus ramas se van quedando calvas, ennegrecidas como por un incendio; se tornan quebradizas, caen en pedazos, se dispersan. Pero del palo duro que quedó enterrado, salen en primavera unos gusanos verdes; ¡el mezquite ha resucitado! No desaparecerá nunca asesinado, como otros árboles, por el hacha, porque sirve para muy poca cosa. Es eterno, como las rocas; es variable, como las ondas que el viento hace en las dunas. Vive sin necesidades, sin preocupaciones, sin cuidados. Se expande, se eleva, se arrastra. Llega confiadamente hasta la puerta misma de la casa del campesino; asoma, tímido, en las primeras calles de las poblaciones. Cuando lo quitan porque estorba, resurge más allá. Servicial, ofrece sus ramas para formar cercados espinosos que protegen a las gallinas contra el coyote voraz. Y cuando nadie lo usa ni para vallado, ni para leña ni para sombra, como es libre, como es alegre, como nada le preocupa ni le detiene, como no posee nada ni quiere nada, allá se va el mezquitero correteando por el llano, como un muchacho travieso que persigue la puesta del sol.
Rafael F. Muñoz, 1941. Se llevaron el cañón para Bachimba. México, D.F., Promexa, 1979.
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Ndaani’ gui’xhi’ bidxí En el bosque de pitayos Pancho Nácar
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Sicarú birá gueela’ ti siadó’, gubidxa rucheeche xtuxhu guidxilayú; ndaani’ ti gui’xhi’, lu ti yaga bidxí cayuunda’ ti manihuiini’ sicarú.
Bella amaneció la mañana, el sol dispersaba su luz sobre la tierra; en el monte sobre un pitayo cantaba un pájaro con hermosura.
Lu ti yaga guesa nucha’ bandaga yaa, ti biguiturini ricaala’dxi’ zuba dxi; rucaadiaga manihuiini’ cayuunda’ sicarú, ne rusieche’ né saa ndaani’ gui’xhi’ bidxí.
Sobre un sauce, revuelto en hojas tiernas, una calandria suspiraba sin moverse, escuchaba al pájaro que tan bello cantaba y con su música alegraba el bosque de pitayos.
Ra biluxe saa que guyuudxi gui’xhi’ que, mala guxidxi tapa xhiaa lu yaga bidxí; ca manihuiini’ que biásaca’, zepápaca’, zeguíteca’, zeguiñexhiaaca’ binítica lu bi.
Al cesar la música, el bosque cayó en la quietud; de repente sonaron cuatro alas sobre el pitayo; los pájaros se levantaron, alzaron su vuelo, jugueteando, rozando sus alas, se perdieron en el aire.
Poema escrito en zapoteco por Pancho Nácar, seudónimo de Francisco Javier Sánchez Valdivieso, poeta juchiteco nacido en 1909 quien falleció en 1963. Guie’ sti’ diidxazá. La flor de la palabra. Estudio introductorio y selección de Víctor de la Cruz. México, D.F., UNAM/CIESAS, 1999. (Nueva Biblioteca Mexicana). Traducción al español de V. de la Cruz.
El árbol del viento Había un hombre a quien le gustaba mucho la música de violín, pero no sabía tocarlo. Veía a sus amigos tocar y cantar muy bien con la guitarra en las fiestas, sin saber cómo lo hacían. “¿Dónde aprenderían a tocar?” Más tarde supo que el árbol del viento, kieri, enseña a todos los que tocan violín. El hombre hizo su violín de madera de nogal blanco y fue a donde retoñaba un árbol del viento. Allí se quedó toda la noche, se subió a una peña y se durmió. Despertó media noche; a lo lejos se oía música de violín. Quien tocaba era el árbol del viento. El hombre supo que así era la enseñanza y se estuvo tranquilo, sin miedo. Al poco rato la música del violín se oía más cerca. Se estaba adormilando, el árbol de kieri lo estaba emborrachando. Veía relampaguear al árbol del viento que chisporroteaba como castillo de cohetes. Lo veía en sueños como a una muchacha bonita que lo miraba, que lo llamaba. La siguió sin lograr alcanzarla; encontró en cambio a otra persona: a un viejito que tocaba el violín. —Ven conmigo —lo invitó— vamos a mi casa a comer tortillas blancas (flores del kieri). Soy de Vaquerutzita, allí vivo.
El hombre siguió al viejo; se fueron brincando por las piedras de la orilla de la barranca. Allí enmedio crecía el árbol del viento. —Está muy pintado este árbol. Esta es mi casa, corta cinco flores de kieri— le dijo el viejo. El hombre las cortó. —Mételas a tu violín para que sepas tocar bien, para que desde lejos se escuche tu canto. Te voy a enseñar una canción que debes grabar en tu corazón. Cuando estés en tu casa, más tarde, la tocarás. “Pero si yo no sé tocar”, pensaba el hombre. —Yo te voy a enseñar— le dijo el hombre, como si lo oyera. Con estos cuatro dedos de tu mano izquierda agarra el violín del cuello y presiona las cuerdas. Con la derecha mueves el arco. “No puedo”, pensó el hombre al intentarlo por primera vez. —En el corazón tienes grabadas las canciones que te canté. Primero toca solamente una, durante cinco días. Debes hacerlo pensando en el árbol del viento. Estas cinco flores que cortaste son cinco canciones. Primero debes cantar y bailar esa música, hoy mismo. Luego te iré a dejar a tu casa, donde ya se están acordando de ti; piensan que te desbarrancaste,
piensan que te comieron los animales salvajes. Antes del amanecer el viejito se convirtió en viento frío. El hombre corrió a su casa. —¿Qué tienes?— le preguntó su esposa. No contestó. Ayunó y se acostó solo, cumpliendo lo que ordenó el viejito. Después de cinco días, ya sabía tocar. Hasta entonces pudo comer sal. Estaba muy tranquilo. Se arrimó al fuego y echó sal a la lumbre. La sal tronó en el fuego y fue así como Nuestro Abuelo Fuego decía que ya se la estaba comiendo. —Gracias, Abuelo Fuego, por bendecir la sal —le dijo el hombre a la lumbre—. Gracias, árbol del viento, porque transformándote en persona, me enseñaste a tocar y a cantar canciones bonitas. En la primera fiesta que hubo, cantó frente a todos con su violín; tocó muy contento con sus amigos y todos se preguntaban: “¿Dónde habrá aprendido tan pronto?” Canciones, mitos y fiestas huicholes. México, SEP/ DEI, 1982. Recopilación de René Núñez, traducción de Guadalupe Valdés, versiones en español de Elisa Ramírez C.
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Recuerdo de un paseo en el bosque, en Navidad. El silencio de una solitaria Alejandro Beteta
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A lo largo de mi vida he tenido la fortuna de encontrarme y relacionarme con todo tipo de personas. Conservo un número considerable de amigos, a quienes admiro más por sus renuncias, que por sus éxitos. Esta vez debo hablar de un ser especial, alguien que no ha consentido ni se ha valido de la amistad para ocultarse, que se ha mostrado tal cual es. Sin embargo, de ella no podría decir nada seguro, nada que pueda atrapar su esencia. De manera que escribir sobre los rastros que nos dejan esas personas a quienes no podemos abarcar con un simple comentario o, en el peor de los casos, con un prejuicio, me reduce a la tarea de convencerme apenas de mis acercamientos, pero no de ella, a quien puedo ver de pie ante una ventana, o en la cama, cuando se fugaba de la realidad y permanecía ajena a todo acontecimiento. Así fueron algunos de sus años de juventud, ensombrecidos de pesadumbre y nostalgia, años que la hacían sentir que estaba perdida en otra realidad, frente a un universo ajeno. Nuestros encuentros se remontan a la infancia. Aún recuerdo la primera ocasión en que la vi llorar por un insecto que había sido lastimado por un niño: “Pobrecito, no va a volar nunca más, y, ¿cómo va a vivir?”, fue su expresión. En los momentos de desesperación, siempre ha estado ella como una maga que todo lo sabe, que todo lo cura, excepto su propio dolor. Jamás olvidaré su sensibilidad hacia los demás. El invierno pasado le escuché decir: “Creo estar viviendo equivocadamente, pero sigo aquí, para hacerle frente a ese ser extraño que soy. ¿Por qué? No lo sé.” Su rostro dañado por los esfuerzos que oponía a la tristeza y que no hacían más que aumentarla a un grado irrespirable, sin aliento alguno para descansar. Parecía no agotarse nunca: “No estoy muy segura de nada, pero sé con certeza que el tiempo nunca me alcanza, que me encuentro en un punto en el que no puedo avanzar. En mí, el tiempo se ha cobrado caro todos mis desvelos, mis sueños, como si no viviera un presente, ni un pasado, no tengo futuro alguno”, me decía mientras caminábamos en el bosque. Yo observaba sus ojos de niña triste que nunca cambiaron, ni con el tiempo ni con sus decepciones.
Nuestro lugar preferido era el jardín de su casa. En él pasábamos el tiempo hablando de cualquier cosa; hasta lo más superfluo, en su boca se escuchaba muy interesante. En ese jardín me dijo un día: “Mejor desaparecer en un instante que hacerse eterno en la vida de alguien. ¡Qué locura la de habitar otro cuerpo! Si nuestra existencia pesa de por sí, ¿por qué cargar con otra?”. Pensé en la frialdad que suscitaba esta frase, y algo en mí, de pronto contrajo todos los momentos extraordinarios que de ella conservaba, desde cuando éramos niños hasta este presente vacuo. Cuando platicábamos de su vida o de la vida en general, lo hacíamos con cierta melancolía, como si en nosotros todo ya hubiera pasado. Su incapacidad de amar o destruir la alejaba a una celda de su propia conciencia: del por qué estaba aquí. Era adicta al estudio: por eso podía hablar de cualquier cosa, así como corregir a su acompañante con sutileza. Había algo en su corazón que mejoraba toda expresión. Me hablaba de cómo Aristóteles clasificaba las cosas que hay en el mundo, y de su imaginación para perpetuarlas; leía muchos libros, de todos los temas, con la ilusión de encontrar algo para calmar sus dudas. Sabía de las plantas tanto como de los seres humanos y prefería pasar más tiempo con las primeras. Apenas puedo imaginar el tiempo que pasó en la especulación de ciertas plantas bajo la luz artificial, y luego en las plantas devoradoras de insectos. Pasaba su vida en el bosque, el único lugar que le permitía sentirse en casa. Ella amaba a los árboles. Y el bosque era su manera de fugarse. En aquel paseo me hubiera bastado para preguntarle: ¿Qué buscaba en este mundo? Sin embargo, creo que no hubiera podido contestar. Se sentía sola y no pensaba más que en tratar de explicar su existencia. Nadie como ella supo mantenerse separada de la vida. Sus estudios de plantas, de bosques, de jardines, le servían para permanecer en un paraíso artificial: “Soy un bosque, en mí, todo ser extraño se pierde”, escribió en una carta. ¿De dónde provenía este ser perdido? No sé cuál era su miedo, nunca me lo hizo saber, pen-
saba que las palabras no podían trasmitir el dolor de sus sentimientos. Se alegró cuando le dije que era la persona más silenciosa que podía haber. Si el recuerdo de una amistad nos favorece es por el hecho de que su existencia nunca es tan transparente, que podemos, con el paso de los años, aumentar su complejidad, y llegar en algún momento a descubrir sus secretos. Hoy sólo puedo recordar el maquillaje que utilizaba para poder vivir, su sonrisa en la oscuridad. No era la misma cuando la vi partir, sólo era diferente. Nunca más la volveré a ver, y al bosque, no regresaré jamás.
Alguna vez hubo eternidad Guillermo Santos
El ancestro común de todos los jardines del mundo es el Jardín del Paraíso; son numerosas tales referencias y entre ellas encontramos el minúsculo y maravilloso libro El arte de los jardines modernos, del escritor inglés Horace Walpole. Se trata más bien de un muy personal opúsculo sobre la historia de los jardines y es mi texto preferido entre el cúmulo producido ante la creciente demanda por el cultivo de la naturaleza desde la literatura —esa sutil y a la vez inútil manera de preservar el mundo con teorías. ¿Podemos imaginarnos el arte de la jardinería como una práctica religiosa? Existen diversas formas de administrar la idea que tenemos de Dios, y supongo que el cuidado de un jardín es una de ellas dado que todo símbolo religioso es una extensión de Dios —claro que actualmente es el Estado quien conlleva esta responsabilidad y por eso participamos cada vez menos en la construcción de los ideales. La evolución del pensamiento, sospecho, está emparentada con una constante evolución de la conciencia pública, la ecología, la naturaleza y, por extensión, la espiritualidad. George Steiner ha escrito en su libro Nostalgia del absoluto que después de la decadencia de los sistemas religiosos la humanidad se ha ido refugiando en diversos sistemas de pensamiento, entre ellos el marxismo y el psicoanálisis: siempre nos hará falta algo en qué creer; anhelamos la existencia de la eternidad, de la perfección. No olvidamaos que, aunque casi todo lo que vemos cae en la oscuridad, algo ha de existir que resista la prueba del tiempo, algo sagrado. Hoy la práctica religiosa está desvirtuada; el escepticismo es el refugio de los apáticos, y hablar de una conciencia de las plantas, de un amor hacia la naturaleza resulta, digamos, de mal gusto. “Quien siembra una planta, siembra con ello su esperanza”, reza una sentencia de Paracelso. Se trata de una percepción conmovedora, pues presupone que ningún esfuerzo por preservar la vida, y con ello la diversidad de la vida, es inútil. En parte, los deseos de trascendencia del ser humano no son sino el intento de llevar a seres que nunca conocerá, aquéllo que más ama. Quizá los jardines existen todavía para recordarnos que alguna vez hubo eternidad. No lo sabemos, de la misma
manera en que desconocemos las razones por las que estamos aquí —en todo caso sólo conocemos algunas causas. Algunos pensadores han intentado escapar de su asfixiante racionalidad mediante la práctica de la jardinería. No dudo que la contemplación silenciosa, o la observación de los procesos cósmicos hayan llevado, a más de uno, a silenciar tan intensas obsesiones, o cuando menos, a atenuarlas: sabiendo que somos microscópicos, también nuestras desgracias lo son. Los ejemplos no son escasos. Wittgenstein fue jardinero en un monasterio vienés después de haber escrito su célebre Tractatus. No dudo que le haya ayudado a vivir su continua desesperación, derivada de sus intentos de delimitar o conocer los límites del conocimiento.
Entendemos la idea de perfección en apenas unas cuántas manifestaciones, la armonía y la proporción entre ellas. La idea que poseemos de un jardín en Occidente es la de un espacio del mundo donde las partes están relacionadas de manera armónica. Este modelo de jardín es aplicable al jardín geométrico de la Corte de Versalles, en oposición a los jardines Zen. Existen culturas milenarias cuya existencia es indisociable de los jardines. Los testimonios son abundantes. Un libro tan voluminoso como La historia de Genji —más de dos mil páginas, toda una épica—, o un cuento tan pequeño como El sueño de Pao Yu de Pu Sung Ling son impensables sin ellos. Como la historia de los retratos, la historia de los jardines en el arte es portentosa. Cada uno de nosotros tiene en la cabeza alguna imagen de ellos de la cual le costará mucho deshacerse. Y no se nos olvida tampoco que los jardines son obras de arte. En ellos existe cierto tipo de vida ya que no existe de manera natural en el mundo. Algunos son extensiones de los museos de historia natural y fungen como la parte dinámica y viva de esos museos.
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El barón rampante: afirmación de sí mismo y consonancia con el mundo Aisha Cruz Caba
—Ya lo veis… la guerra… Hace muchos años que hago lo mejor que puedo una cosa atroz: la guerra… y todo esto por ideales que jamás podré explicarme a mí mismo… —También yo —respondió Cosimo— vivo desde hace muchos años para ciertos ideales que no podría explicarme ni siquiera a mí mismo, pero hago algo totalmente bueno: vivo en las copas de los árboles. Italo Calvino. El barón rampante
Quizás sea su nombre: Italo Calvino, eco de una nación y una conciencia teológica; o tal vez la cálida argumentación de sus ensayos; o su pasión por el viaje, que descubre en sus crónicas y, principalmente, en el libro Las ciudades invisibles, donde
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su voz se confunde con la de Marco Polo, el famoso viajero a quien reinventa para sí; quizás sea la forma de revelar en la palabra su cualidad de imagen, de aparición visible y esencial de un significado que se resiste a los límites de la escritura; lo cierto es que percibo en su obra cierta aura de misterio, sensación primera que en el curso de la lectura se va transformando en un reconocimiento objetivo de la fineza de su escritura, de una “levedad” —título y tema de la primera de sus Seis propuestas para el próximo milenio— que demuestra el ejercicio decantado de su inteligencia fictiva. En sus cuentos reunidos bajo el título: Los amores difíciles, cada historia semeja la fotografía de un paisaje donde se pue-
de observar el desarrollo de un hecho cotidiano de imperceptible relevancia. Es posible que tras su lectura, la obra de Antón Chéjov resulte un referente inmediato pero, a diferencia del maestro ruso, en la del escritor italiano se aprecia un estilo más “intelectual”, que nace de la combinación de escepticismo, ironía y meditado razonamiento. Esta característica se despliega en dos textos de corte fantástico: el volumen de relatos, Las Cosmicómicas, y la novela El vizconde demediado, que entreveran cuestionamientos éticos con la proverbial vena lúdica del escritor. En El barón rampante, novela publicada por primera vez en 1957 —y que formó parte, en 1960, de la trilogía Nuestros antepasados—, Calvino se arriesga una vez más con la forma, el tema y la creación de una galería de personajes que, en esta ocasión, acompañan en sus aventuras a un original e impredecible protagonista, Cosimo Piovasco de Rondò. Estos son algunos apuntes sobre su historia. **** Un hecho insólito: en la villa de Ombrosa, la tarde del 15 de junio de 1767, un niño de doce años ha decidido vivir en la copa de los árboles y nunca más bajar de ahí. El motivo es una disputa con su padre, el barón Arminio Piovasco di Rondò, pero a medida que vamos conociendo a Cosimo,
sabemos —y lo sabrá él también— que es una decisión que implica más que un simple capricho infantil. El primer planteamiento de Calvino es el cambio de perspectiva. Asistimos a la narración desde arriba, oteando el horizonte. En un instante, la visión de Cosimo se vuelve panorámica y en el largo periplo de su vida, sustentará y completará esa imagen que ahora tiene del mundo: “Cosimo miraba el mundo desde el árbol; todo, visto desde allá arriba, era distinto, y eso era ya una diversión”. Con este inusitado acto de rebeldía, Cosimo establece una distancia física pero también ideológica y espiritual: se erige en un “ser diferente”, lo que adquirirá mayor sentido conforme avance su historia y lo veamos atravesar por un largo proceso existencial. No es Calvino un escritor afecto a declaraciones tajantes; existe un grado de escepticismo en su discurso literario que le lleva a poner en duda lo que estamos tentados a asumir como una certeza. Así, hay una afirmación perentoria en la voluntad individual de Cosimo pero, al mismo tiempo, una relativización de todos los supuestos que de esa voluntad devienen. Este matiz concede al personaje en particular, y a la obra en general, una visión abierta y flexible que redunda positivamente en la lectura. En resumen, Cosimo, aun con toda su famosa fuga, vivía junto a nosotros casi como antes. Era un solitario que no huía de la gente. Más aún, se diría que sólo le importaba la gente. Se desplazaba a los sitios donde había campesinos que cavaban, que esparcían estiércol, que segaban los prados, y les dirigía saludos corteses. La idea de una “distancia relativa” en el relato hace posible una lectura que transita entre la reflexión y la praxis, entre el sentimiento de soledad inherente al individuo y la necesidad natural de éste por relacionarse con sus semejantes. Para llevar a cabo tal cometido, desde el primer momento Cosimo demuestra una capacidad de acción incluso ahí donde es difícil imaginarla: en las alturas, el espacio habitual de las quimeras. No sólo aprende a desplazarse entre las copas de los árboles e ingeniárselas para cubrir necesidades básicas como procurarse el alimento, vestirse o dormir; también se lanza al encuentro de un sinfín de aventuras para su gozo personal y se dispone a ser útil a la comunidad a la que pertenece en la medida en que se lo permiten los límites que él mismo se ha impuesto. Sin traicionarse a sí mismo, establece contacto directo con la realidad que lo circunda.
Desde el árbol, él se quedaba horas y horas quieto mirando sus trabajos y hacía preguntas sobre abonos y siembras, cosa que cuando caminaba por la tierra nunca se le había ocurrido hacer […] A veces, indicaba si el surco que estaban labrando salía derecho o torcido, o si en el campo del vecino estaban ya maduros los tomates; a veces, se ofrecía a hacerles pequeños recados. Cosimo asume la experiencia de vivir con una intensidad que se origina en su avidez por el conocimiento, el universal, aquel que implica la diversidad. Con esta actitud, irá construyendo una identidad propia que se distingue por su cualidad de apertura. Se interesa por todo: lo metafísico y lo práctico, lo científico y lo abstracto, la naturaleza y la técnica, la política y la religión, la literatura y la historia. Conoce al ladrón, al campesino, al príncipe, al soldado, al cazador. Tan amplio espectro le enseña a respetar y a reconocer la diferencia, así como a ser capaz de identificarse sin perder su individualidad: “con su arte, contribuía a hacer que la naturaleza de Ombrosa, que ya había encontrado muy benigna, le fuese cada vez más favorable, al ser amigo a la vez del prójimo, de la naturaleza y de sí mismo.” Hay otro tipo de distancia, aquella que se relaciona con el aspecto temporal de la novela. El hermano de Cosimo, el narrador de la historia, se ubica desde un presente al que podemos llamar “moderno” frente a la época dieciochesca en la cual vivió Cosimo, remoto tiempo de nobles, castillos y exuberante naturaleza. A través del discurso épico en la voz del hermano del protagonista, Calvino evalúa a la sociedad contemporánea, cuya imagen, a su juicio, no es positiva. El escritor italiano advierte la pérdida de valores éticos que hacen posible una convivencia armónica entre los individuos, y lamenta la destrucción de la naturaleza a causa de una industrialización arbitraria y deshumanizada: “bastó con la llegada de generaciones con menor criterio, de imprevisora avidez, gente amiga de nada, ni siquiera de sí misma, y ya todo ha cambiado, ningún Cosimo podrá ya caminar majestuoso por los árboles.” En El barón rampante hay un momento en que la literatura se presenta como un elemento sustancial del universo fictivo que Calvino postula como modelo del mundo. Una vez que ha sido activada la curiosidad y capacidad de aprendizaje del protagonista, el contacto con los libros es consecuencia lógica y afortunada. Hasta entonces, Cosimo sólo había conocido a través de la experiencia empírica; no obstante, en varias ocasiones sus cuestionamientos eran de tal tipo que no podían ser contestados sino a partir del diálogo
Fragmento Yo no sé si será cierto eso que se lee en los libros, que en tiempos pasados un mono que hubiera salido de Roma saltando de un árbol podía llegar a España sin tocar el suelo. En mis tiempos, los únicos lugares tan tupidos de árboles eran el golfo de Ombrosa, de una punta a otra, y su valle hasta las cimas de los montes, y por eso nuestra región era conocida por doquier. Ahora ya no hay quien reconozca estas comarcas. Cuando vinieron los franceses comenzaron a talar bosques como si fueran prados que se siegan todos los años y vuelven a crecer. No han vuelto a crecer. Parecía una cosa de la guerra, de Napoleón, de aquella época; pero ya nunca se dejó de hacer. Los collados están tan desnudos que a nosotros, que los conocíamos de antes, nos da grima mirarlos. Entonces, por donde fuéramos, siempre teníamos ramas y frondas entre nosotros y el cielo. La única zona de vegetación más baja eran los limonares, pero también en medio de ellos se alzaban retorcidas las higueras, que más hacia el monte llenaban todo el cielo de los huertos, con sus cúpulas de pesado follaje, y si no eran higueras eran cerezos de oscuras frondas, o bien tiernos membrillos, melocotoneros, almendros, jóvenes perales, pródigos ciruelos, y también serbales, algarrobos, o si no una morera o un nogal añoso. Donde se acababan los huertos, comenzaba el olivar, gris plata, una nube que destaca a media ladera. Al fondo estaba el pueblo apiñado, con el puerto abajo y la fortaleza arriba; y también allí, entre los tejados, un continuo despuntar de copas de árboles: encinas, plátanos, incluso robles, una vegetación más desinteresada y altiva que se desahogaba —un ordenado desahogo— en la zona donde los nobles habían construido sus villas y ceñido con verjas sus parques. Por encima de los olivos empezaba ya el bosque. Los pinos debieron de reinar en tiempos en toda la región, porque aún se infiltraban en fajas y penachos de bosque por las laderas hasta el mar, y también los alerces. Los robles eran más abundantes y tupidos de lo que hoy parece, porque fueron la primera y más preciada víctima del hacha. Más arriba los pinos cedían ante los castaños, el bosque subía por la montaña y no se veían sus confines. Éste era el universo de savia dentro del que vivíamos los habitantes de Ombrosa, casi sin darnos cuenta.
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con mentes ilustradas. Esta necesidad lo lleva al encuentro de la literatura filosófica e histórica: aprende latín y algunas otras lenguas, y se escribe con los más destacados de su época: Rousseau, Diderot, Voltaire, D’Alembert, en un afán de llegar hasta las últimas consecuencias para resolver las disquisiciones de su pensamiento. Finalmente da el salto a la literatura de ficción, y aquí Calvino crea una de las relaciones más interesantes que Cosimo establece en su vida: la amistad con el ladrón Gian dei Brughi, a quien describe con trazo casi expresionista: “tumbado en su camastro, con los hirsutos cabellos rojos llenos de hojas secas sobre la frente fruncida, con los ojos verdes enrojecidos por el esfuerzo de la vista, leía y leía, moviendo la mandíbula en un deletreo furioso, manteniendo alto un dedo húmedo de saliva, dispuesto a volver la página.” El gusto por la lectura es el puente que pone en comunicación a dos personas que, ya sea por su condición social, su oficio, su edad o su forma de vida, aparentan no tener nada en común. Su encuentro nos recuerda el poder del libro —del arte— para derribar prejuicios y acercar a los hombres. Es significativo, además, que Gian dei Brughi se revele como un lector insaciable y de gustos exigentes, lo cual será determinante para que Cosimo se transforme en un espíritu crítico y su afición por leer sea absoluta. ¿Acaso no hemos conocido todos, en algún momento, a alguien que le ha dado un giro significativo a nuestra vida, a través de la conversación, del paseo, o de la lectura compartida? Calvino recupera estos sencillos actos de la cotidianidad humana y al dotarlos de un carácter excéntrico y paradójico, en medio del tono fantástico en que sitúa la historia de Cosimo, los singulariza, llamando la atención de nuestros sentidos e invitándonos, sin ánimo dogmático, a la reflexión. Así como la amistad, el amor es otra experiencia que Cosimo vive con frenesí. A lo largo de la novela, el escritor italiano no cesa de crear personajes que están a la altura de su protagonista en originalidad y extravagancia. El gran amor de Cosimo no será la excepción. Su nombre es Viola, poseedora de una belleza que fascina porque nace de la prodigiosa combinación entre soberbia e inocencia. De espíritu fuerte y combativo, exuda libertad por los cuatro costados, al igual que Cosimo. Parecen destinados a unirse; sin embargo, Viola es enviada a estudiar lejos de Ombrosa, y Cosimo intentará mitigar su dolor con aventuras que incluyen seducciones pasajeras pero dichosas. Cuando ella regresa, los amantes viven una época delirante, entregados al arrebato de sus sentimientos, pero a medida que
avanza la relación se dan cuenta, sin poder evitarlo, que uno de ellos tendrá que ceder en su personalidad, ideas o convicciones con el fin de permanecer juntos. Es aquí donde aparece el conflicto que lleva a Cosimo a tomar la decisión quizás más osada de su vida. No cabe duda que él se ha distinguido por llevar a cabo una serie de atrevimientos que a pesar de afectar de un modo u otro su relación con la gente, a cada instante lo alientan a poner en juego su concepción del mundo —la relativizan o la cuestionan—, reconstruyéndola. Sin embargo, como es lógico, a medida que pasa el tiempo esta visión se fortalece, y uno de los bastiones, posiblemente el más importante en que se apoya, es el haber decidido vivir en la copa de los árboles. Así, la fidelidad a uno mismo y las elecciones que hacemos en consecuencia, se hallan cara a cara con la perspectiva de futuro que cada uno de nosotros, en algún punto de nuestra vida, proyectamos en una imagen definida. —Tú no crees que el amor es dedicación absoluta, renuncia de sí mismo… Estaba allí, en el prado, más bella que nunca, y habría bastado con muy poco para disolver la frialdad que endurecía apenas sus rasgos y el altivo porte de su figura y volverla a tener entre los brazos… Cosimo podía decir algo, cualquier cosa para ir hacia ella, podía decirle: “Dime lo que quieres que haga, estoy dispuesto…”, y habría sido de nuevo la felicidad para él, la felicidad juntos, sin sombras. Pero dijo: —No puede haber amor si uno no es uno mismo con todas sus fuerzas. Viola hizo un gesto de contrariedad que era también un gesto de cansancio. Y sin embargo aún habría podido comprenderle, como en realidad le comprendía, más aún, tenía en la punta de la lengua las palabras para decirle: “Tú eres como yo te quiero…” y subir de inme-diato con él… Se mordió un labio. Dijo: —Pues entonces sé tú mismo solo. “Pero entonces ser yo mismo ya no tiene sentido”, eso es lo que quería decir Cosimo. Y en cambio dijo: —Si prefieres a esos dos gusanos… —¡No te permito despreciar a mis amigos! —gritó ella, y no obstante pensaba: “A mí me importas sólo tú, y sólo por ti hago todo lo que hago”. —Sólo yo puedo ser despreciado… —¡Tu modo de pensar! —Soy una sola cosa con él. Al final, creo que ésta es la preocupación máxima de Calvino: la coherencia de pensamiento y acción. Sus escritos y algunos aspectos que conocemos de su vida —su rigurosa labor como editor de la editorial Einaudi o su compromiso político con la izquierda italiana, por ejemplo— reflejan una actitud reconcentrada, en permanente observación del mundo, a partir de la
cual configuró una ética personal que en todas las relaciones que estableció procuró ser incluyente y armoniosa. Tal esmero no está exento de contradicciones, sin ser por ello negativo; al contrario, permite el cuestionamiento constante de nuestro ser y hacer, lo cual da pie a la superación de ideas que puedan estar estancadas, o de actitudes que sin percatarnos han caído en la intolerancia. La práctica crítica reaviva el pensamiento, lo mantiene lúcido; y el pensamiento que entra en conflicto consigo mismo está revelando su cualidad humana en todo su esplendor, permitiendo que en el paso por esta vida asumamos serena y sabiamente la complejidad de la existencia. En El barón rampante asistimos a la realización de un ideal que nos hace recordarnos como seres falibles, lúdicos, generosos, al tiempo que convoca nuestra capacidad de imaginación, aventura, amor, discernimiento; en suma, recupera nuestra humanidad, que en los tiempos de caos y violencia que vivimos tanto bien nos haría. Italo Calvino. Nuestros antepasados. Madrid, Siruela, 4ª ed., 2004. Traducción de Esther Benítez. Las citas del presente ensayo pertenecen a esta edición. En la biblioteca del IAGO pueden consultarse también: Nuestros antepasados. Madrid, Alianza Editorial, 1995 y El barón rampante. Madrid, Siruela, 1992; entre muchos otros títulos del autor italiano, incluyendo los citados en este texto: Las ciudades invisibles. Madrid, Siruela, 4ª ed., 2000. Seis propuestas para el próximo milenio. Barcelona, Tusquets Editores, 3ª ed., 2001. Los amores difíciles. México, Tusquets Editores, 1999. Las Cosmicómicas. Barcelona, Ediciones Minotauro, 1991. Nuestros antepasados. El vizconde demediado. Madrid, Siruela, 4ª ed., 2004.
Tierra caliente Laberinto de brechas y veredas bajan, recorren las playas; trepan, se asoman a los balcones, hacen cornisas voladas al mar, sobre las puntas, entre la selva o entre huertos y jardines: fragancia y matices; los elevados arcos de las palmas, en gracia y majestad: sus troncos en filas interminables, altísimos, gráciles, combinados con los de las ceibas y las higueras, esculpidos por la fantasía de un rey mago, amante de jugar a los grandes estilos de la arquitectura; con los troncos colosales de ceibas e higueras, los de parotas, amapas, capomos, camichines, araucarias, habillos, rosamoradas, primaveras, jacarandas, tabachines, papelillos, tamarindos, entreverando sus frondas, tupiendo el toldo para el sol, sobresaliendo al cielo las curvadas palmeras, mecidas, estremecidas por viento y brisa; las recias nervaturas de las higueras dilatadas, encarnizadas como garras, hundidas en la tierra; las lianas, como pulpos, reptando como serpientes, estrechando, asfixiando troncos y ramas, colgando como trofeos, luciendo su cándida verdura fatal sobre los tonos profundos de la selva. —Esta sola riqueza tan cuidada bastaría; y los frutales. Los frutales logrados en la hostilidad, a fuerza de sudor y paciencia, en superficies considerables: cocoteros, limoneros, plátanos, piñas, melones, sandías, guanábanas, aguacates, chirimoyas, en diversas, largas, armónicas hileras; frescura de sombras, a
la sombra de palmares y platanares, bajo los aguacates, junto a las acequias; mansa melodía del agua entre los cultivos; honda respiración de la fecundidad. —Es la época en que florean. Amplios pasajes a manchas rojas, rosas, blancas, lilas, azules, amarillas, moradas; despojados de hojas, arden los flamboayanes; cuajadas de colores las copas de las amapas, primaveras, jacarandas, rosamoradas; trepan sus júbilos las bugambilias, las madreselvas, las llamaradas, los plúmbagos, los velos de novia, las copas de oro; estallan los rosales silvestres, los laureles de variados tonos, los tulipanes, las magnolias, las galeanas, las clavellinas, las azaleas; izan su aristocracia los zacalazúchiles, los colorines e izotes; brillan sus verdes los laureles de la india frondosos, los hules, la variedad nutrida —entre las peñas— de colomos, crotos, helechos, begonias. Por los caminos, hacia todos los rumbos. En las laderas. En la cumbre de las puntas, hacia el mar. Jardines rústicos. Aprovechada la naturaleza, domesticada, retocada. Hondones en que florecen camelias, gardenias, granduques, jazmines. Las resecas rocas coronadas de árboles, las terrazas al océano tapizadas de plantas, raíces fecundas anudadas, retorcidas a los riscos. Jardines aéreos desde donde ver el mar.
Agustín Yáñez, 1960. La tierra pródiga, México, D.F., Promexa, 1979.
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El árbol poema y el poeta árbol: historia de un jardín Araceli Mancilla
Poeta El encanto del arte reside, para mí, en la cantidad de modos de ver la misma cosa y en concebir una pluralidad de tratamientos posibles. Ello es, en verdad, “filosófico”, aunque los filósofos naturalmente hacen todo lo contrario, esforzándose por encontrar una expresión única y exclusiva, lo cual conviene al físico en virtud de sus medios de acción. Pero pensamiento y producción se separan allí. El “error”, los mitos, están entre los bienes y acrecentamientos legítimos del poeta. * Escribir para conocerse, eso es todo. * La forma hace orgánica a la idea. Paul Valéry1
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Los personajes: el filósofo y el pastor Lucrecio y Títiro conversan bajo la sombra de un haya. Sostienen al cobijo del magnífico árbol un diálogo profundo y placentero. Éste se prolonga; crece en intensidad y hondura conforme los interlocutores penetran en la esencia del monumento que los acoge. Sus puntos de vista sobre la criatura vegetal, distarán en el comienzo. Lucrecio se presenta como un sabio que da predominio a la razón en su disertación bucólica, intelectual en principio. Él piensa y así posee al árbol. Medita en su propia criatura vista a la luz de la inteligencia, reducida a la sustancia de lo que es por medio del juicio. Vislumbra al árbol en abstracto y penetra así en “ese nudo profundo del ser en que reside la unidad, ése desde el que irradia en nosotros, iluminado el universo con un mismo pensamiento, todo el tesoro secreto de sus similitudes...”. Títiro, en cambio, es sólo un pastor que escucha las solicitudes del haya quien le pide le cante. Su inclinación contemplativa le permite aprehender al árbol en su manifestación inmediata de masa de luz, de isla de frescor que le habla y a la que ha de responder con música. Encuentra en 1. Paul Valéry. Diálogo del árbol. Traducción de José Luis Arántegui, Antonio Machado Libros, 2003, (La balsa de la Medusa). Disponible en la biblioteca del IAGO.
el árbol un deseo de esencia femenina. No busca, como Lucrecio, desentrañar la naturaleza de las cosas en las que, según el pastor, el hombre alcanza un sueño de razón. La contemplación serena de Títiro observa en el haya un ser que es muchos seres: árbol fronda, exterioridad, visibilidad; pero también árbol subterráneo que bebe de las partes más ocultas de la tierra, mechón de raíces. “Hoy mi alma se hace árbol”, dice incluso. “No eres pues sino metamorfosis”, responde Lucrecio, en uno de los primeros descubrimientos que surgen de su coloquio amistoso. Títiro observa el haya como un elemento objetivo, específico, presentado al instante en su estado inmediato, natural, puro. A partir del interrogatorio de Lucrecio, de su impulso intelectivo que le ruega “cántame esa metamorfosis…”, Títiro irá nombrando los dones de ese árbol compañero del camino. Descubrirá que el árbol, confín del instante, es también árbol lenguaje, árbol templo, árbol maestro. Sus cualidades diurnas y nocturnas, expuestas y escondidas, lo irán convirtiendo poco a poco de un árbol concreto, solar, pajarero, en un árbol metafísico. Curiosa transformación pues Títiro toma al árbol por las sensaciones que le produce y rechaza el despliegue del árbol como algo racional y fijo. La evolución del haya se hace más evidente conforme avanza el diálogo entre Lucrecio y Títiro; el árbol va revelando a la pareja las maravillas de su presencia física y las complejidades de su peso intelectual. “La inteligencia humana atormenta a la naturaleza, quiere engañar a la muerte y a los humanos les estorba su vida”, dice Títiro, pero reconoce en el árbol y el sentimiento del Amor un germen común imperceptible que desciende de la tierra a las tinieblas, donde se encuentra “lo que he llamado la fuente de las lágrimas: LO INEFABLE …expresión de nuestra impotencia para expresar, es decir, para deshacernos por la palabra de la opresión de lo que somos”. A través de la mención del árbol Lucrecio y Títiro desmenuzan ideas y conceptos trascendentes como el de verdad y realidad. La realidad es para el pastor “infinitamente más rica que la verdad”, aspiración que
se reduce a la noción exacta de las cosas y elimina el error siempre presente en ellas. Vemos entonces cómo, de forma paulatina, Títiro empieza a filosofar a lado de su interlocutor. El árbol material al que le habla es árbol concepto pero a su vez árbol sentimiento y emoción. El pastor va arribando a esta tesis y nos dice que el pensamiento puede llevarnos a los márgenes privados de palabras; a la piedad, la ternura, la amargura. A todo esto, ¿quién crea el árbol? Ambos personajes penetran de la mano en esta pregunta pues a Lucrecio se le impone la contemplación de la idea de la planta, y cada planta es obra y cada obra idea. Sin embargo existe obra sin autor, dice el sabio. Lo demuestra a Títiro desentrañando la materia extraña, multiforme, fantástica de los sueños del pastor. Los sueños de Títiro serán el objeto de Lucrecio para demostrar que es posible la aparición de una obra sin artista pues, ¿quién es dueño y creador de sus sueños? Por más que el hombre se empeñe en encontrar al sujeto productor en las creaciones materiales y de la inteligencia, “hay cosas que se forman de por sí, sin causa, y se hacen su destino…” exclama categórico. Llega así a la conclusión de que el árbol y todo cuanto hay puede existir sin autor. De la misma manera, todo cuanto vive y ocupa el universo lo hace compartiendo una misma naturaleza germinal y nutricia que se desenvuelve luego por sus propios caminos. En toda la materia reside para Lucrecio un lazo secreto, una similitud, de modo que con esta certeza, ve nacer en él una virtud de planta. El diálogo entre Lucrecio y Títiro tiene la estructura misma del haya. Nace como una semilla y se extiende en un ramaje de posibilidades. El árbol que se va desarrollando con la plática establece en el transcurso sus veneros ilimitados, se le nombra al tiempo que se le crea. Con toda razón se le dice río viviente, hidra. Empieza siendo un árbol deseante que pide canto, y en el proceso contemplativo del sabio y el pastor, se convierte en árbol alma, árbol templo, árbol pensamiento, árbol de la vida eterna y árbol del conocimiento; hasta el punto de llegar a ser el árbol inteligencia que vive de crecer, árbol prodigio y soberano, árbol Dios. A esa voluntad de crecimiento Títiro la considera una “locura de desmesura y arborescencia”. Él mismo cuenta que al cabo de mil siglos, ese árbol mítico, infinito, habría cubierto con su sombra toda Asia. A través del árbol que van erigiendo los personajes con su discurso, al percibirlo, al contar sus orígenes desde el principio de los tiempos, surge una identificación
del hombre con la planta. Llega un momento en que Lucrecio se siente planta. Una planta que piensa. La planta, con su ser imponente, lo dirige hacia una meditación poderosa. La planta medita, afirma el poeta. La mímesis es clara y Títiro le dice “…tú mismo te tornas en árbol de palabras”. Es decir, Lucrecio ya no es más el sabio que piensa el árbol, es el árbol en sí, el árbol poema que construyó. El poeta descubridor ¿Cómo llegó Valéry a la composición de este árbol prodigioso? Si nos atenemos a sus personajes no es difícil reconocer que lo llamaron los caminos del continuum del lenguaje. Valéry, poeta de variados y vastos conocimientos, buscó durante toda su vida el saber riguroso y analítico de los asuntos del mundo. Tal avidez es particularmente notable en los veintinueve volúmenes de los diarios que escribiera desde su juventud y a lo largo de su vida. El poeta francés creía en la continuidad poética que busca la perfección y el progreso en el arte, y tal idea tiene fruto en
su poema arbóreo en el que echa mano de una tradición que nació, integrando naturaleza y literatura, en los treinta Idilios del poeta griego de origen siciliano Teócrito, hace dos mil trescientos años, y pasó, contaminándose, refundiéndose, doscientos cincuenta años después, en las Bucólicas o Églogas, obra primera del eminente poeta latino Virgilio. Poemas de pastores en los que con frecuencia estos compiten en maestría versificadora, Títiro aparece en la primera de las diez églogas virgilianas cantando su amor por Amarilis. La forma del diálogo a la manera de la poesía bucólica le cuadra bien a Valéry tanto para “encontrar” como para “construir” su árbol universal, pues para él el trabajo del poeta es hacer desaparecer la desigualdad que plantean estas dos posibilidades del poema. Para Valéry la forma es tan importante y rica en posibilidades de pensamientos e ideas como el fondo; dentro de la forma está todo lo que produce su propia dinámica y la creación del poema supone trabajar con elementos sensibles y psíquicos heterogéneos y complejos en
Fragmento
No es AMOR si hasta el extremo no crece, crecer le es ley, siendo el mismo perece, y en aquél que de amor no muere, muere. Vive de una sed nunca cumplida, árbol de alma que en carne arraiga y siente, de vivir en lo más vivo la vida, de lo amargo o lo dulce indiferente y aun más de crueldad que de ternuras, Gran Árbol Amor, que puntual procuras, a mis flaquezas fuerzas por cuantos ¡guarda el pecho mil hoyes que entre tantos se hacen hoja en ti y dardo refulgente! Mas si al sol de la dicha se abre en cantos tu gozo henchido a los oros del día, tu sed que va ahondándose a entretantos bebe en sombra en la fuente de los llantos…
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Entre la piedra y la flor II ¿Qué tierra es esta? ¿Qué violencias germinan bajo su pétrea cáscara, qué obstinación de fuego ya frío, años y años como saliva que se acumula y se endurece y se aguza en púas? Una región que existe antes que el agua y el sol alzaran sus banderas enemigas, una región de piedra creada antes del doble nacimiento de la vida y de la muerte. En la llanura la planta se implanta en vastas plantaciones militares. Ejército inmóvil frente al sol giratorio y las nubes nómadas.
El henequén, verde y ensimismado brota en pencas anchas y triangulares: es un surtidor de alfanjes vegetales. El henequén es una planta armada. Por sus fibras sube una sed de arena. Viene de los reinos de abajo, empuja hacia arriba y en pleno salto convertido en un hostil penacho verdor que acaba en puntas. Forma visible de la sed invisible.
El agave es verdaderamente admirable: su violencia es quietud, simetría su quietud. Su sed fabrica el licor que lo sacia: es un alambique que se destila a sí mismo. 46
Al cabo de veinticinco años alza una flor, roja y única. Una vara sexual la levanta, llama petrificada. Entonces muere.
Octavio Paz, fragmento de “Entre la piedra y la flor”. México en la obra de Octavio Paz, 19371976. México D.F., PROMEXA, 1979.
pos de esa forma. Esto se ve con claridad en el árbol imaginario y vivo que el poeta crea pues lo construye tanto como lo encuentra. Así que, a partir de experiencias sensoriales y valiéndose del diálogo entre filósofo y pastor, va dando forma al ente vegetal, material que prefigura, y también al árbol psíquico, mental, espiritual que le canta. No es fortuito en consecuencia que quien dialogue con el pastor Títiro, sea precisamente Lucrecio, otro poeta latino del primer siglo de nuestra era. Hay en el Valéry que reflexiona sobre el arte una ambición ética que le permite decir: “El proyecto secreto del artista es convertirse en alguien mejor, gracias a su obra. Esa búsqueda, y la de la propia admiración, es decir, el asombro por una causa que colma y excede nuestra capacidad de gozo, y la posibilidad de expresarlo. Luego, una obra suya se le hará tanto más preciosa cuanto menos se reconozca como quien pudo haberla hecho”.2 El gozo del asombro que él busca en el objeto artístico y la premisa moral que le antepone están muy cerca de la doctrina epicúrea que rescató, divulgó y a la que entregó su vida el filósofo poeta suicida Lucrecio, quien deseaba liberar al hombre del miedo a los dioses y a la muerte por ser este temor causa de su infelicidad. De Rerum Natura o Sobre la naturaleza de las cosas, poema filosófico materialista e irreligioso, única obra conservada de este conspicuo discípulo de Epicuro, fue editada por Cicerón en seis libros donde se consagra que no hay inmortalidad en tanto cuerpo y alma son de sustancia material, por lo tanto mortal; también que sólo el conocimiento conduce a una vida libre y serena. El placer en la búsqueda del conocimiento de Valéry sería entonces próximo a la ataraxia a que aspiraba la comunidad del Jardín, fundada por Epicuro en Atenas trescientos años antes de Cristo, y dentro de la cual vivió el filósofo de Samos, al lado de sus alumnos y amigos, hasta el fin de sus días. La vasta obra de Epicuro se perdió y sólo sabemos de ella gracias a sus famosas cartas, aforismos y al De Rerum Natura de Lucrecio. Pero la influyente comunidad del Jardín desarrolló los ideales que eran necesa2. Paul Valéry. Notas sobre poesía. Selección, traducción y prólogo de Hugo Gola. México D.F., Universidad Iberoamericana, 1995 (Colección Poesía y Poética).
rios para alcanzar la sabiduría y la felicidad concebidas desde la perspectiva del precoz y prolífico filósofo de Samos, esto es, la de evitar el dolor y buscar los placeres moderados que se encuentran en la amistad, la satisfacción de las necesidades inmediatas, el apartamiento de la vida pública y el rechazo al miedo a los dioses y a la muerte. Esta ataraxia o imperturbabilidad del espíritu que se mantiene sereno ante los avatares del destino; estado de contemplación del alma sensible, un alma que además de ser material, formada de átomos en constante movimiento, como el cuerpo, tiene la cualidad de desviarse, de ser libre, de decidir y cuya percepción sensible es la única fuente de conocimiento, es cercana a la sensibilidad del poeta Valéry. Si el epicureísmo propone el estudio de la naturaleza como medio para alcanzar la sabiduría, el diálogo de Valéry le estaría siendo fiel también en ése y en otros dos sentidos: el cometido moral de encontrar a través del placer nacido de la propia experiencia sensorial —para el caso, literaria— algo que no esperaba, pero cuya presencia desea y anuncia cuando Lucrecio dice, al comienzo del diálogo: “vendrá lo que ignoro de mí prendado del haya”; y eso que ignora pero que se revela al final, resulta ser el conocimiento de que él mismo es árbol. La fidelidad epicúrea estaría también en la aceptación de que la realidad toda está compuesta de elementos comunes de origen material, ya que Lucrecio dice: “Pero a los ojos del intelecto la planta no ofrece un simple objeto de vida humilde y pasivo, sino un extraño propósito de trama universal”. ¿Calificaríamos este diálogo de filosófico? Sería limitar al árbol real, que son todos los árboles habitantes del universo, y al árbol poema que lo aprehende durante un instante y se deleita en él sin intentar apropiárselo o ponerle límites, como hace la razón, gran inquisidora de nuestro tiempo. Pues el árbol, podríamos concluir con Valéry, es de una dimensión que nos contiene, nos rebasa y nos remite al origen común, desconocido e insondable de todo lo que existe.
Tiempo vegetal, el ir y venir de lA hierba o de la presencia de la naturaleza en La Venta, de José Carlos Becerra Alonso Aguilar Orihuela
La vida y la obra de José Carlos Becerra (Villahermosa, Tabasco, 1936- San Vito de los Normandos, Italia, 1970) son en sí una evocación de la naturaleza que reside —o debiera residir— en la poesía. Composición, sensibilidad, memoria, son las características constantes en el quehacer del poeta que se cuestiona y extravía, que se abandona a los límites del conocimiento de sí y del mundo con el cual dialoga, que explora y recrea desde la mirada hasta el lenguaje. Como en una pintura —no sé si de Vermeer o de Velásquez—, la poesía de Becerra pareciera ser un complejo juego seductor de luz y de sombras que igualmente revelan al lector un conocimiento casi espiritual,1 un juego de intersticios significantes que se anuncia al hacer un alto en la vida cotidiana y abrir otro tiempo, el de la creación. Becerra trasmina sus palabras, a través de ellas se atisba a quien apreció las enormes esculturas olmecas: la carne que se hizo piedra para que la piedra tuviera un espejo de carne; la mirada que se hizo palabra para que la palabra tuviera un espejo habitado. Pleno de vida y a la vez conciente de la mortalidad que se advierte en la fascinación y ansiedad por medir el tiempo, por significarlo y contenerlo, todo el trabajo de Becerra —hasta Fotografía junto a un tulipán —es una contemplación de los actos ante el espejo de la muerte, en términos de Antonio Gamoneda.2 Existe en la obra del tabasqueño una conciencia de la memoria como la consunción del tiempo histórico, social y personal, que se resumen en el poético: etéreo. Sus poemas no vuelven hacia el pasado a la manera decimonónica ni como su mentor y amigo Carlos Pellicer, no enaltecen una 1. Con luz y sombras me refiero a las imágenes que Becerra realiza, oscilantes entre la nostalgia y el júbilo. Dos ejemplos de su poema “Betania”. Luz: He aquí la apetencia y el júbilo vencedor tascando el designio, pezuñeando el ímpetu y el alma en tensa posición, resistiendo, desfigurándose como la estatua acaricida por la mano de alguien que duerme soñando que acaricia a una mujer. Sombras: Dios ha entrado en su tumba tranquilamente/ porque cree en el poder de los hombres al despertarlo/ porque los hombres se anuncian los unos a los otros/ con una luz escarlata o colérica. 2. El cuerpo de los símbolos. México D. F., Calamus. 2007.
historia nacional ni sentimental, a modo del romanticismo; prefiere volcarse sobre un tiempo remoto o sobre el suyo para tender hacia su presente y su futuro un profundo vínculo que, al hacerlo sensible y audible, al materializarlo, hacerlo ritmo, se torna poético. Tiempo vegetal La Venta es un poemario escrito por José Carlos Becerra entre 1964 y 1969, ordenado, editado y publicado póstumamente por Ediciones Era, en 1973. El volumen reúne la obra completa de este escritor bajo el título El otoño recorre las islas, y requirió del minucioso y casi detectivesco afán de José Emilio Pacheco y Gabriel Zaid, y del apoyo de Carlos Becerra Lacroix y Carlota, padre y hermana del poeta tabasqueño, para su integración. Fue preciso que el gobierno de Italia y el servicio diplomático mexicano intervinieran para rescatar los manuscritos que Becerra llevaba consigo al volcar por la carretera de San Vito de los Normandos, que lo conduciría a Brindisi, de donde partiría hacia Grecia en un crucero, antes de instalarse en la Universidad de Essex como visiting fellow. Era mayo de 1970. Entre 1964 y 1969, José Carlos Becerra vivió momentos decisivos: la muerte de su madre, su participación constante en revistas y suplementos literarios como Cuadernos de Bellas Artes y La Cultura en México; ganó un premio de poesía en Villahermosa y el de Aguascalientes y fue becario del Centro Mexicano de Escritores, publicó con muy buena aceptación de la crítica —especialmente de Octavio Paz— Relación de los hechos, recibió la beca de la Fundación Guggenheim, y partió hacia Londres. En Europa, Becerra concluía, relatan Pacheco y Zaid, un libro de poemas que en realidad eran tres, bien diferenciados: La Venta, Fiestas de invierno y Cómo retrasar la aparición de las hormigas. En el primero de ellos, el poeta se adentra en dos selvas tabasqueñas, la natural y la temporal: la era de los olmecas. Desde el primer poema el tono y la premisa principal quedan establecidos a partir de un territorio que no es sólamente físico. La naturaleza: los animales, las piedras, pero
en especial el mundo vegetal, son un medio para recrear un pasado apenas asequible a partir de vestigios —las cabezas olmecas— que más que aclarar la mirada hacia una vida remota, dotan de preguntas, y en este sentido, de potencia poética al paisaje que Becerra transformará en sus líneas. Ceibas, jobos, hueledenoche, quequestes, pirules, interpelan al poeta, lo conducen a un tiempo antiguo y suspendido en la memoria, que intenta comprender a partir de su recreación: Todo está igual que el último día sin embargo, la flor del maculí como una boca violenta y roja suspendida en el aire caliente,/ la ceiba enorme atrapada por la fijeza de su fuerza,/ y por las noches, entre el zumbido de los insectos, el olor dulzón y tibio de los racimos de flores del jobo/ y entre las ramas de los polvorientos arbustos, el olor lejano del hueledenoche. Becerra nombra a esta recreación temporal tiempo vegetal: ¿Quién escucha ese sueño por las hendiduras de sus propios muertos?/ La fuerza de la lluvia parece crecer de esas piedras, de allí parece la noche levantar el rostro salpicado de criaturas invisibles,/ de ese sitio que ha retornado al tiempo vegetal, al ir y venir de la hierba. Y no es sólo del resurgimiento de la selva que cubre la ciudad olmeca de lo que habla, no sólo de la preponderancia de la vida sobre el rastro pétreo del paso de unos hombres. Se refiere sobre todo a la creación, al surgimiento de un sitio poético sobre uno geográfico. El tabasqueño crea La Venta a partir, sí, de ese parque arqueológico que Pellicer ayudó a construir,3 pero sobre todo, a partir de una voluntad constante de diálogo con el entorno: físico, simbólico, histórico, emotivo.
3. El Parque Museo La Venta atesora una de las más grandes colecciones de piezas pertenecientes a la cultura olmeca. Este sitio fue diseñado, organizado y montado por Carlos Pellicer. Fue inaugurado el 4 de marzo de 1958. En el Parque-Museo se exhiben al aire libre 36 piezas monumentales, entre ellas: La Cabeza de Jaguar, el Mono Mirando al Cielo, el Jaguar Humanizado, el Mosaico de Jaguar, el Gran Altar, el Rey, la Cabeza Colosal, el Altar con Ofrenda, la Abuela, la Cabeza de Viejo y el Altar del Sacrificio Infantil.
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Esta capacidad de diálogo es posible en Becerra cuando comprendemos su concepción animista de la naturaleza. Este poeta está, se descubre, rodeado de un mundo, igual que él, pleno de vitalidad y presto a la acción, a la constante revelación de conocimientos —porque la poesía, en Becerra, es una forma de conocer y de vincularse con el mundo—: Jugó la selva con el mar como un cachorro con su madre,/ bostezó el día en los senos de la noche/ en su acción de posarse buscó alimento la palabra… Y es esta percepción de la naturaleza uno de los rasgos que lo distinguen de Pellicer, profundamente cristiano, quien apreciaba a la naturaleza de un modo panteísta, de una manera religiosa en cuanto religare, en tanto vínculo renovado y profundo con Dios. Las piedras, o los animales con cierta influencia mineral como las iguanas, los peces o los pejelagartos, en La Venta, son también portadores de un misterio insondable: una iguana fluye/ succionada por otro tiempo, pero está inmóvil, no hay fuga en sus ojos más fijos que la profundidad del mar, y el movimiento que la rodea es lo que petrifica sus señales. Otro tiempo evocan venados, serpientes, jaguares y monos, es la memorabilidad del presente lo que encarnan: Ciudad desordenada por la selva;/ la serpiente
rodeando su ración de muerte nocturna,/ el paso del jaguar sobre la hojarasca,/ el crujido, el temblor, el animal manchado por la muerte,/ la angustia del mono cuyo grito se petrifica en nuestro corazón/ como una turbia estatua que ya no habrá de abandonarnos nunca. El ir y venir del presente al pasado, de un tiempo íntimo a otro cotidiano, de un tiempo dentro del tiempo, los clarososcuros, definen la selvática obra de Becerra, donde el lector se adentra creando su propio camino de sentido, y en esa búsqueda no es un camino aquello que descubre, sino al propio Becerra, que como los dioses y los hombres ausentes en La Venta, acude como por conjuro al tiempo vegetal que evocan sus palabras. De La Venta a Batman Si bien desde La corona de hierro, poemario escrito entre 1964 y 1967, que finalmente fue titulado Relación de los hechos, la madurez en la obra de José Carlos Becerra es apreciable en la “intuición, el instinto, la mirada —la mirada que ve el otro lado de la realidad”, la “suntuosidad negra de su lenguaje” a decir de Octavio Paz,4 es en el poemario La 4. Fechada el 30 de abril de 1967, en Delhi, “como un signo de amistad”, O. Paz dirige a Becerra una
Venta donde se puede apreciar un cambio de registro poético en Becerra, que se establecerá y afianzará en Fiestas de invierno y Cómo retrasar la aparición de las hormigas, como ya se ha dicho, publicados póstumamente por ERA, en 1973, y que la Fundación José Carlos Becerra, recientemente creada, reeditará próximamente.5 carta en la cual lo reconoce como un “poeta indudable”, y califica “La corona de hierro” como “un libro espléndido”: “¡Su primer libro! Pienso con vergüenza en las primeras cosas que yo escribí”. Becerra ya formaba parte de la antología Poesía en movimiento, México 1915-1966, que Paz, Alí Chumacero, José Emilio Pacheco y Homero Aridjis reunieron, y que fue publicada en 1966 por Siglo XXI. La carta puede leerse en El otoño recorre las islas, disponible en la Biblioteca del IAGO. 5. Como una iniciativa civil, el 12 de julio de este año fue presentada, en el Palacio de Bellas Artes, la Fundación José Carlos Becerra, que promoverá la vida y obra del poeta tabasqueño a través de la creación del Premio Internacional de Poesía que llevará su nombre, reediciones de sus obras literarias, un Centro Cultural con exposiciones, ciclos de cine y talleres, el programa de reforestación denominado “Palabra de Árbol”, así como cátedras universitarias itinerantes en varias universidades del país. Dirigida por Héctor Suárez González, la Fundación José Carlos Becerra ha anunciado la reedición de: Oscura palabra y Mester (1965), Relación de los hechos (1967) —único libro que publicó en vida—, Poesía joven de México (colectivo), (1967), El otoño recorre las islas (1973), La noche (1987), y la prosa barroca Fotografía junto a un tulipán (1970).
Tiempos lunares
Lejos de los escenarios familiares, intentando vanamente no percibir la ausencia de su madre —voluntad que líneas abajo detallaré—, renunciando a la reconstrucción del terruño, y cerca del asombro y frescura que otorgan los viajes, en los últimos poemas de La Venta —pienso sobre todo en El tema de la zorra, El Halcón Maltés y en Batman—, la mirada de Becerra se regodea en la ciudad: en lo que en ella acontece, en lo que significa y ocasiona. El cine —como elemento de sentido para el lector, referencial temáticamente, pero también percibido en la obra de Becerra por los ritmos: como secuencias y cortes en una poética narrativa no lineal—, los comics, la fugacidad de las ideas, una fuerte carga visual en la construcción de sus versos, ofrecen al lector un registro si bien distinto al del poema inicial, La Venta, no tan distante como para no advertir un proceso lógico de enriquecimiento y afinación en la perspectiva poética de Becerra, su contacto con otros aires literarios, otros horizontes y derroteros. Influenciado por su estadía en Londres —desde el clima hasta la gente—, por el descubrimiento de la ciudad, a cada paso, a través de sus lecturas y el arte que aprecia, por el conocimiento de nuevas personas, formas distinas de vivir la cotidianidad, poética y existencialmente Becerra tomó la decisión de distanciarse de su madre, aunque ella lo acompañará hasta el final de sus versos.6 El primer poema de Fiestas de invierno, titulado Días dispuestos alrededor, atestigua esta voluntad de seguir adelante: A grandes zancadas, mamá, me alejo siempre de ti,
6. Lejos del sentimentalismo vacuo, es cierto que la madre de José Carlos Becerra lo acompaña hasta el final de sus versos, como se puede leer en la última estrofa del poema [Roma], que forma parte del último poemario escrito por el tabasqueño, Cómo retrasar la aparición de las hormigas, en el cual retoma un fragmento del verso de un romántico español, Gustavo Adolfo Bécquer: volverán las oscuras golondrinas,/ volverán a saludar a los muertos en el fondo de nuestros platos,/ todo regreso es imán/ de la posición de equilibrio.
jurando que ésta será la última vez que nos veamos,/ y ya lo ves, la cena se termina, nuevas amigas me ayudan a lavar los platos, algún amigo fuma en la sala, algunas gaviotas oscuras se paran en los contrafuertes del nuevo puente de Londres,/ a las cinco de la tarde todo está oscuro, posiblemente nieve mañana y las calles después se llenen de agua lodosa. Pero igualmente Becerra se desposee de ese registro grandilocuente que rebervera en La Venta, sobre todo en los primeros poemas, para dar cabida a un tono cotidiano y hasta cierto punto desenfadado —no desaliñado—, y a ritmos si bien fluidos, ya no con el ímpetu de un río creciente, sino con el devenir de un líquido etéreo que no alcanzamos a ver, pero que abarca y deleita los sentidos: un aceite de nosotros mismos. *** Estos son sólo algunos aspectos en la obra de Becerra, obra que se abre al lector ávido de poesía que extraiga de lo cotidiano el pulso vital, de trabajo patente en el devenir del lenguaje en poesía, de un conocimiento que se abre a otros conocimientos, y al dejar un rastro en el lector, dibuja un rostro del artista.
Él iba también con las fases de la luna. Para doblar la milpa esperaba a que la luna estuviera llena, bien llena. En todo así, hasta para pizcar; porque, por ejemplo se pizca siempre en luna nueva o en creciente o en conjunción. Hasta la madera misma. Cuando cortaba madera para las casas, lo hacía en luna llena. Para sembrar también. Al sembrar en luna llena todo salía bien, se obtenía un producto lleno, un bonito maíz. Lo mismo para castrar los cochinos, caballos, ganado cualquier animal. Así no sale mucha sangre. Carlos Incháustegui. Figuras en la niebla. Relatos y creencias de los mazatecos. México D.F., Premia editora, 1983. Textos recopilados en Huautla de Jiménez, Oaxaca.
La luna debe de estar maciza para cortar los palos para hacer la casa. Se picará la madera si se corta un palo cuando la luna está tierna. Para doblar el maíz la luna tiene que haber salido, pero no debe estar maciza todavía. Cuando es todavía joven se siembra la caña de azúcar. El maíz sólo puede recolectarse cuando la luna es grande. Los que trabajan la tierra se fijan en la luna. Ya pasó la fecha de la siembra en tierra fría. Sólo se está sembrando un poquito en las orillas de pueblo. Cuando se oculta el sol y la luna está un poquito alta en el cerro del poniente, se siembra el maíz. Está maciza la luna cuando el sol se ha puesto y la luna está brillante y grandota del lado oriental. Anoche estaba una luna chiquita en el medio del cielo a la hora que se fue el sol. Ésa se llama una luna tierna. Cuando la luna está maciza siempre se levanta en el Oriente. Para rezar no se fijan en la luna: pero en el día sí: buscan el jueves o el sábado. Calixta Guiteras, 1953. Los peligros del alma. Visión del mundo de un tzotzil. México D.F., FCE, 1986. Transcripción de las entrevistas con Manuel Arias de San Pedro Chenalhó, Chiapas.
La luna creciente es buena en la siembra porque significa que habrá lluvia. La luna menguante no es buena, porque habrá mucho sol. Cuando una mujer tiene su menstruación, no puede ir a la milpa cuando la luna está creciente “porque se mancharía la milpa”; pero sí puede ir cuando hay luna menguante. Si se siembra el chayote con luna tierna, crecerá muy rápido, pero dará poca fruta, por eso es mejor sembrarlo con luna maciza.
Robert J. Weitlaner, Relatos, mitos y leyendas de la Chinantla, México D.F., INI, 1981.
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Arte Mobiliario Víctor de la Cruz
El espacio de la mujer y el hombre es el amor. Otro no, porque como dice el refrán zapoteco: “El odio no deja provecho, lo que nos reproduce es el amor” (Guendananala’dxi’ gasti’ ribeendú, guendaranaxhii nga riguiche xiiñi’); por eso el hombre construye, por eso construir es un acto enteramente amoroso. Porque, ¿para qué construir si no se ama a alguien o a algo como la vida? Una vez que los pájaros han construido su nido, con el fin de perpetuar su especie, lo rellenan de ramas para hacerlo acogedor, para convertirlo en un hogar. El ser humano convierte su casa en un hogar con una hoguera, con calor, es decir cariño, amor; para que en su interior el espacio se convierta en tiempo, en torno al cual surgen los relatos míticos sobre el origen de la especie y del universo. Pero ¿es suficiente la hoguera, la lumbre, el calor para resistir el relato del origen del universo, cuando todo era caos y frío
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antes de que saliera el sol? No. Hacen falta las sillas o las bancas para sentarse, la mesa para poner la comida y la bebida calientes, la caja para guardar la ropa y los recuerdos, también la cama ahora. Entonces el hombre se convierte en artista o artesano, según si hace una sola silla, una sola banca, una sola mesa o construye varios de estos objetos siguiendo el mismo modelo, con el mismo material y los mismos instrumentos, con el mismo fin: hacer su espacio habitable. Un conjunto de estos objetos hogareños es el que ha reunido el arquitecto Elvis Jiménez en su recorrer por las casas antiguas de Juchitán, las que se destruyen para construir en el espacio una nueva morada, no siempre de igual belleza que la antigua; porque los seres humanos muchas veces destruyen lo que más aman: Laaca yaahui ruuti xiiñi’ (Tanto quiere el mono a su hijo que acaba por matarlo). Casas que se reconstruyen al día siguiente
como sueños o como pesadillas, unas sobre las otras, para volver a llenarlas de muebles, la mayoría de las veces de nula calidad estética; pero, eso sí, muy modernos. Por eso ser anticuario no es sólo dedicarse pacientemente a buscar objetos antiguos, sino, sobre todo, buscar objetos bellos o envejecidos por la pátina del tiempo y rescatarlos para que nos hablen de la calidad de vida de nuestros antecesores. Destacan, entre los muebles reunidos por el arquitecto Jiménez, en primer lugar la serie de los baúles; desde los más sencillos en su forma, que se acercan a la concepción del guiña prehispánico, hasta los más complicados en su decoración con la técnica de la marquetería, con incrustaciones de maderas de otro color, ligadas indudablemente a las técnicas que los árabes enseñaron a los españoles, algunos años antes de que vinieran a caer sobre las tierras de los binnigula’sa’. Después tenemos una serie de bancas,
muebles hechos todavía con fines colectivos para fiestas o reuniones familiares, todavía sin el individualismo que distingue a las sillas de los poderosos. Faltan, desgraciadamente, entre estos objetos de madera los juguetes de antaño llamados Pancha yaga, en cuyo nombre en diidxazá, en la primera palabra, aparece la zapotequización de un nombre cristiano caro a los frailes franciscanos: Francisca, que seguramente antes de esta denominación de origen castizo se habrían llamado Patào piàhui coquìte, según Córdova; y yaga, madera, que nos remite a los días de la creación en el Popol Vuh, pero que seguramente también formaba parte de la cosmogonía de los binnigula’sa’. Dice el Popol Vuh: —Dad a conocer vuestra naturaleza, Hunahpú-Vuch, Unahpú-Utiú, dos veces madre, dos veces padre, Nim-Ac, Nimá-Tziís, el Señor de la esmeralda, el joyero el escultor, el tallador, el Señor de los hermosos platos, el Señor de la verde jícara, el maestro de la resina, el maestro Toltecatl, la abuela del sol, la abuela del alba, que así seréis llamados por nuestra obras y nuestras criaturas. —Echad la suerte con vuestros granos de maíz y de tzité. Hágase así y se sabrá y resultará si labraremos o tallaremos su boca y sus ojos en madera. Así les fue dicho a los adivinos. A continuación vino la adivinación, la echada de la suerte con el maíz y el tzité. —¡Suerte!¡Criatura!, les dijeron una vieja y un viejo. Y este viejo era el de las suertes del tzité, el llamado Ixpiyacoc. Y la viera era la adivina, la formadora, que se llamaba Chiracán Ixmucané. Y comenzando la adivinación, dijeron así: —¡Juntaos, acoplados!¡Hablad, que os oigamos, decid, declarad si conviene que se junte la madera y que sea labrada por el Creador y el Formador, y si éste [el hombre de madera] es el que nos ha de sustentar y alimentar cuando aclare, cuando amanezca! —Tú, maíz, tú, tzité; tú, suerte; tú, criatura: ¡uníos, ayuntaos!, les dijeron al maíz, al tzité, a la suerte, a la criatura. ¡Ven a sacrificar aquí, Corazón del Cierlo; no castigues a Tepeu y Gucumatz! Entonces hablaron y dijeron la verdad: —Buenos saldrán vuestros muñecos hechos de madera; hablarán y conversarán sobre la faz de la tierra. —¡Así sea!, contestaron, cuando hablaron.
Y al instante fueron hechos los muñecos labrados en madera. Se parecían al hombre, hablaban como el hombre y poblaron la superficie de la tierra.1 De estos objetos que nos remiten a los mitos de origen y a los días de la creación del ser humano, pero que fueron juguetes de los niños en Juchitán antes de la destrucción de la cultura de los binnizá, sólo conozco un registro fotográfico en el “Album de fotografías”, la número 66, que acompaña el libro de Miguel Covarrubias, Mexico South. The Isthmus of Tehuantepec.2 Es posible que estas Paancha yaga, cuando fueran lo suficientemente hermosas o se esperara a otro niño en la familia, se guardaran en los baúles, que ahora son de colección, y en cuyo interior se guardaron después cantos cristianos, como uno en zapoteco, que apareció en un baúl de Yautepec, y que he traducido anteriormente, dedicado al apóstol San Bartolo o San Bartolomé, quien fue desollado vivo, según el Calendario del más antiguo de Galván y cuya fiesta es el 24 de agosto.3 Laoyaga, Oax., a 21 de diciembre de 2006- Oaxaca, Oax., junio de 2011, cuarenta años después de la matanza del Jueves de Corpus en la ciudad de México.
1. Popol Vuh. Las antiguas historias del Quiché. Traducidas del texto original con introducción y notas por Adrián Recinos. México D.F., FCE, 1961 (Colección Popular). 2. New York, Alfred A. Knopf, 1946. 3. La traducción de este texto, se basó en la transcripción paleográfica, que hizo Michel Oudijk y que acompañó una exposición en la Biblioteca Burgoa.
Ya nada es igual Recuerdo el Michoacán de mi infancia y adolescencia, el pueblo húmedo en donde pasaba las vacaciones de verano: Los Reyes, pueblo ferrocarrilero, aldea maderera, jardín para los sentidos: trementina y humo. Oyameles y ocotes en el monte; en el valle, la filosa respiración de los cañaverales. Casas con techos de dos aguas. En vez del cielo raso de manta, tejamaniles yuxtapuestos pintados de blanco. Arriba, en el ángulo agudo que forman las alas del techo, el tapanco: madriguera de gatos y ratas, llegar donde la prudencia almacenaba desvencijados objetos familiares, oscuro reino en el cual mis primos abrían baúles y surgían juguetes viejos a quienes el olvido agregaba encantos insospechados. Allí, en el tapanco, en pleno verano y por las tardes, la lluvia volvía públicos los secretos de las casas; allí, en el tapanco, en compañía de mis primos, me inicié en el lenguaje olfativo de las casas y las cosas. Para el olfato, hay casas masculinas y femeninas, casas solteras y casadas, casas castas y licenciosas, casas antes del parto y casas después del parto. La nuestra (la de mis parientes) era una casa masculina, casada, casta y después del parto. A las cosas las deletreaba con la nariz y los dedos. Mi infancia es un cesto de frutas. El membrillo era un acre solterón irremediable; la pera, áspera campesina disoluta; el durazno, neutro adolescente propenso a los amores cristalizados; la lima, compacta esposa de clase media; la naranja, mujer anfibia que oscila entre los deberes conyugales y los placeres que se adivinan fuera del matrimonio; el zapote prieto, un filósofo oscurantista aburrido e insípido; la granada de China, una metáfora del hombre que ha perdido la soledad y vive en confusa compañía. Las frutas me causaban desasosiego. Ese era mi jardín botánico y esas eran las lecciones de que constaba mi primer libro de lecturas táctiles y olfativas. Emmanuel Carballo. Ya nada es igual. Memorias (1929- 1953). México D.F., Diana/Secretaría de Cultura de Jalisco, 1994.
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Tinta, madera, papel: la xilografía, un arte vegetal Elisa Ramírez Castañeda
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Un texto budista del año 660 da cuenta de un antiguo ritual que consistía en estampar la imagen de Buda, una pagoda o un sutra —labradas en un sello de madera fragante— sobre la arena limpia del mar y de los ríos. Tras hacerlo 600 mil veces se llegaban a la iluminación, a través de la repetición infinita del nombre sagrado. Un sacerdote se decía capaz de vislumbrar y distinguir individualmente diez billones de imágenes del Buda en el agua y el humo del incienso; pero para los monjes menos afortunados o los creyentes comunes, el método requería de un soporte menos efímero. Repitiendo sobre tela o papel la misma operación para alcanzar el estado de Buda o ser merecedor de sus dones, floreció el grabado en madera —que nombró y renombró lo divino, reproduciéndolo al infinito de manera más palpable. Para acelerar la santidad, comenzaron a grabarse juntos imágenes y textos, a calarse bloques múltiples que permitían estampar varias figuras a la vez. Los grabadores puros hacían sus propios bloques, guías para colorearlos ellos mismos o darlos a otros artistas; los artesanos impuros, en cambio, sólo cortaban los diseños de otros o copiaban los sellos y moldes —la mayor parte de estas imágenes múltiples se imprimían en grandes rollos de papel añadidos, o en delgadas hojas del papel de mora, burdamente entintadas. Los bloques de madera para grabado más antiguos que se conocen hasta ahora son japoneses; muestran dos textos en sánscrito con una imagen, fechada en 866 de nuestra era, donde Buda enseña a un discípulo anciano: es el “Sutra del Diamante”. Los grabados mismos, impresos en papel, no se han conservado. **** El metal, el barro, la piedra incisa de la que se hacían calcas, es la forma más elemental y antigua de grabado; las primeras impresiones fueron los frottages: se transfiere la imagen al papel frotando una superficie labrada y en el papel queda la “calca” del original.1 Otro antecedente 1. El 10 de agosto de 1925, Max Ernst “descubrió” el frottage en un hotel de la Costa Atlántica de Francia, al restregar con un crayón un papel colocado directamente sobre la duela gastada del piso, “arrebatado por el deseo de descubrir nuevas téc-
del grabado son los cilindros con diseños para estampar telas: se conserva uno de piedra, del antiguo Egipto. También se conocieron desde tiempos muy remotos los sellos chinos tallados en bloques portátiles de madera —generalmente textos—, que empapados en tinta permitían estampar los documentos oficiales o dejar su impronta sobre lacre o cera. Los bloques o sellos se hicieron más grandes y así nació el grabado en madera: la xilografía es el arte de reproducir una imagen labrada en madera sobre papel o tela y es la técnica más antigua y difundida del grabado en hueco. Su desarrollo estuvo estrechamente vinculado a la elaboración del papel y de las tintas. Durante varios siglos fue el método de reproducción más utilizado para estampas sueltas e ilustraciones en periódicos, revistas y libros. A mediados siglo XIX, el avance de la técnica y el nacimiento de la fotografía desplazaron al grabado en madera en las artes gráficas —al igual que a la litografía y el grabado en metal— sustituyéndolo por la zincografía (1850), cromotipos, fotograbado y demás formas de impresión fotomecánica. **** La xilografía se comienza haciendo un dibujo sobre la madera y debastándolo con gubias, formones y cuchillas —curvas y rectas— ahuecando todo lo que no recibirá la tinta y dejando como relieve solamente el trazo, en el caso del grabado de línea negra. Las xilografías de línea blanca son a la inversa: se ahueca solamente el dibujo; rodeado de un bloque entintado, el trazo aparece sobre un fondo de color que también muestra la textura de la madera. En ambos casos se entinta el relieve. Los grabados se hacen en dos tipos de madera, y en algunas lenguas, reciben incluso distintos nombres: uno utiliza el largo de la madera en los grabados al hilo (woodcut) —son los más antiguos y los más comunes—; otro usa la madera en pie —rebanadas del tronco— a contrahilo nicas”. Se supone que creó una nueva técnica y en 1926 publicó su Historia Natural con 34 frottages, uniendo otra vez al surrealismo con el primitivismo. Werner Spies. Max Ernst’s Frottages, 1968. Londres, Thames and Hudson, 1986. Cualquier niño, de primaria, hacía el escudo de la bandera nacional frotando su lápiz sobre el papel, poniendo una moneda debajo para copiar el águila.
o a contrafibra (wood engraving). La incisión sobre los distintos cortes produce resultados completamente diferentes: el grabado al hilo brinda superficies más regulares y es más fácil de cortar, pero tiene menos textura. El grabado a contrahilo, en cambio, permite incisiones más pequeñas y precisas, y se trabaja como el grabado en metal, para obtener claroscuro y volumen. Proliferó en libros infantiles y revistas ilustradas del siglo XVIII y XIX. Este método fue perfeccionado por Thomas Bewick, quien consideraba —igual que William Blake y a diferencia de los demás artistas y grabadores de su tiempo— que el grabado era un arte creativo y no solamente una técnica. Su imaginería marcó a varias generaciones de lectores ingleses; a través de sus animales, paisajes y cuadros de costumbres, difundió profusamente al resto del mundo las convenciones victorianas, la paz rural inglesa y, en general, el romanticismo idílico y paisajista. Se considera que la mejor madera para los grabados es la madera de los árboles frutales. En Japón se usan la madera del cerezo silvestre, de grano fino; la madera de boj —más dura que las demás— se usó para corregir errores o hacer cambios en los bloques originales. En Europa se usó madera de peral, manzano, nogal y cerezo. Tras seleccionar la madera, se alisa la superficie y se transfiere el dibujo. Se corta la superficie de la madera con cuchillas y gubias; los espacios grandes se trabajan con ayuda de un mazo y las más delicadas con punzones. Una vez que se tiene el bloque guía, se pueden hacer los demás bloques, con áreas que reciben la tinta de cada color; se imprimen en pasadas sucesivas sobre una sola hoja de papel. Las impresiones en Japón casi siempre se hacían usando sólo un bloque, entintando distintas partes del dibujo —hasta en catorce impresiones sucesivas comenzando con los colores más pálidos e imprimiendo luego los más fuertes, para terminar con los detalles más finos. A principios del siglo XVII, en Japón se empleaban dos planchas para los grabados de dos tonos, paulatinamente se usaron muchos más colores y un solo bloque de madera— su método para entintar lo permite. Los pigmentos se aplican en Occidente con un rodillo y en Oriente con un pincel o brocha. Antes de prensarse la imagen, se moja el papel para recibir la tinta. Los pigmentos japoneses no tienen base de aceite sino de agua —lo cual vuelve los colores más perecederos—, pero el papel tiene un barniz de almidón y alumbre que da mayor adherencia y permite hacer impresiones múltiples sin que se mezclen los colores.
Una vez colocado el papel sobre el bloque de madera —al que se hacen marcas para que en la siguiente pasada coincida exactamente, de modo que los colores no se emborronen— se procede a prensar la parte entintada: pasando la hoja de papel por la prensa, en Occidente, como cualquier otro grabado; en Japón se usa pequeño disco o redondel de cuerda y tela —el baren. Esta técnica se usaba desde tiempos inmemoriales —en China, Corea y Japón— para estampar telas exactamente de la misma manera. Hasta finales del siglo XIX, la xilografía fue considerada como una mera técnica de reproducción de originales. Las estampas y hojas impresas eran efímeras. Para elaborarlas, trabajaron como equipo artistas y caligrafistas o tipógrafos, “cortadores”, coloristas e impresores; fabricantes de papel y pigmentos, grandes comerciantes de estampa y buhoneros que las exhibían y vendían en remotos poblados y villas. Rara vez el artista cortaba o vendía sus grabados: Durero se rehusaba a cortar sus propias maderas. En Europa se reconocía el oficio de artesano grabador o “grabador comercial” a quien se encargaba trabajar la madera; los cortadores también podían hacer grabados sus propios dibujos, pero los burdos trazos de los artesanos no agradaban al público más sofisticado. Considerado como forma de producción en serie, era común el intercambio o venta de letras, grabados e ilustraciones —no eran distintas las imágenes de los tipos. Con frecuencia, el trabajo se realizaba en talleres familiares. Durante mucho tiempo no se desarrolló la xilografía por este alejamiento entre los artistas y los artesanos.2 **** En el siglo XI se propagó en China y Japón, al menos, la profecía de que al cumplirse dos mil años de la muerte de Sakyamuni, vendrían 500 años de catástrofes que anunciaban el fin del mundo; solamente se salvarían unos cuantos elegidos. La manera de llegar a ser uno de ellos era acercarse a la divinidad, repitiendo el nombre o imagen de Buda, los lugares donde se hacía oración o las plegarias mismas; además de asegurar la sobrevivencia, se obtenía la iluminación. Los pudientes mandaron edificar pagodas o encargaron a pintores y calígrafos miles de imágenes y sutras. El común de los mortales, sin embargo, carecía de recursos para tan costosa salvación. Ante tal predicamento, optaron por hacer pequeñas imágenes en barro o de madera para grabar las frases y los Budas: en vez de escribirlas o dibujarlas, se 2. Monserrat Galí Boadella. La Estampa Popular Novohispana. Puebla, MUTEC/IAGO/Biblioteca Palafoxiana et. al, 2008.
estampaban —por millares, pues a mayor cantidad de imágenes, mayor santidad. Con el tiempo, este culto ya no fue para la salvación sino para honrar a los ancestros, pero las imágenes estampadas o grabadas persistieron varios siglos. China inició la conversión de Japón al budismo en el siglo VIII, por edicto de la emperatriz Shõtoku; la primera estatua de Buda data de esos tiempos. La misión de los monjes era inscribir un millón de imágenes de Buda, pagodas o sutras con sus enseñanzas en 770 templos. Con la llegada del budismo a Japón se importaron además cultura, técnicas, armas, arquitectura, visiones de lo sagrado. Para que quedara constancia de la devoción religiosa, la mayor parte de las imágenes sagradas —también las hay shintoistas— indican el número de figuras ya estampadas o impresas. A partir del siglo VIII, el grabado en Japón se limitó a los libros ilustrados y a las imágenes en negro sobre papel blanco, que se coloreaban a mano. En Japón, las estampas se desarrollaron por la gran demanda de pintura y dibujos —al principio religiosos y más tarde profanos—; la imposibilidad de los artistas de satisfacer dicho mercado, obligó a la producción en serie. La calidad de papel japonés permitió un desarrollo temprano de las impresiones; cuando la economía floreciente comenzó a consumir grabados
en madera, la evolución de la técnica de impresión permitía ya su producción en serie. Las fibras del papel japonés —que no son de arroz, sino de madera de cerezo silvestre o malva, generalmente— le hacen flexible y resistente, permitiendo prensados múltiples. Tras el periodo de profecías apocalípticas, los grabados repetidos en pliegos, rollos y libros dedicados a los ancestros —fueran finamente pintados o estampados sencillos— se metían en grandes cantidades dentro de las estatuas de madera huecas de Buda, donde se conservaron intactos. El Sutra del Diamante, como ya dijimos, es el grabado más antiguo del cual se tiene noticia. Se imprimió para honrar la memoria del padre del monje Wang Chieh. Indica que se deben leer diez capítulos cada día durante diez días y hacer diez imágenes en un rollo de papel al acabar cada lectura. Al cambiar su función, las imágenes sagradas se hacían casi exclusivamente en los templos. Entre los siglos XIV y XVI, las guerras civiles fueron la constante en Japón; la religión popular se incrementó frente a la violencia y los guerreros portaban talismanes e imágenes grabadas en sus armaduras de cuero y otras prendas. Al pacificarse Japón, los grabados pasan a los libros seculares, subordinándose siempre al texto. Proliferaron en abanicos, ornamentos y altares. La elaboración cada
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vez más complicada del papel que les servía de soporte hacía más intrincados los diseños: había papel rociado con color, con diseños estarcidos, quemados, con polvo de mica, con in-taglios y con marcas de agua —su complejidad corre paralela a la elaboración y teñido de textiles finos. Lo mundano y lo sagrado se separan y se inicia el periodo de las estampas ukiyo-e —las más conocidas en Occidente—; al liberarse de los libros y rollos para venderse sueltas, comienza un desarrollo de la xilografía que se prolonga durante dos siglos. El éxito comercial de los grabados en madera obligó a desarrollar técnicas y herramientas y a usar el color desde las placas de madera. El grabado japonés tuvo su época de mayor auge durante el periodo Edo, de 1603 a 1868. Este tiempo se caracteriza por un crecimiento económico sin precedentes; junto a él, floreció la cultura urbana y el acceso a ella de las clases comerciantes emergentes —mientras, el país estuvo cerrado a Occidente. Al finalizar las guerras intestinas, se decretó la residencia obligatoria de todos los señores terratenientes en la capital —debían pasar allí la mitad del tiempo— para consolidar la paz y evitar que conspiraran en sus ricos y lejanos feudos. Con su llegada, se incrementaron la construcción, los servicios, el comercio y los gastos suntuarios en las ciudades y, además, se dio amplia difusión a la cultura y costumbres urbanas en el interior del país. Fue una época de riqueza y de derroche; prosperó la vida intelectual, aumentó el nivel de toda la población, y se alfabetizó a la mayoría. Todo ello es representado en estampas: la época de oro del teatro, la vida de la gente común, las modas mundanas, los cortejos frívolos, las historias y leyendas vigentes. Había por entonces en Yoshiwara —uno de los principales centros de producción de grabados— 153 burdeles o casas verdes, 394 casas de té, 3 289 cortesanas —además de meseras, cantantes, músicos, prostitutas de bajo rango—, centenares de representaciones teatrales y de compañías que hacían giras por el país. Se calcula también que hubo hasta mil 700 artistas dedicados al diseño de las estampas del ukiyo-e, que se traduce como retratos de un mundo de placer, efímero —”flotante” le llama García Rodríguez.3 Había que aprovechar el momento, la ligereza terrenal, el erotismo de lo inmediato, la belleza de lo fugaz.
3. Amaury A., García Rodríguez. Cultura popular y grabado en Japón. Siglo XVII a XIX. México D.F., Colmex, 2005.
Este grabado, a diferencia de la pintura o la caligrafía, no muestra el menor afán de autoría o individualidad; participan en su elaboración varios agentes: el editor pone el capital, elige a los participantes, decide formato, tema y tiraje; se ocupa también de su aprobación por los censores, y de su distribución y venta. El diseñador hace un esbozo en papel que debe aprobar el editor y lo entrega al artesano, con anotaciones sobre los colores. En el grabado aparecen la firma suya y la del editor; a veces hay un dibujo más detallado del diseñador o de un copista. El tallador recibe la copia del dibujo y lo cala; presenta pruebas, prepara el papel, hace las marcas de color —con el tiempo las estampas fueron policromadas, con gradaciones y matices. Predomina la figura humana y los temas son arquetípicos, asociados a la cultura urbana: estampas eróticas—casi siempre en libros—, mujeres hermosas —que debían ser prostitutas de alto rango, ya que estaba prohibida la representación de cualquier otro tipo de mujer, fuera aristócrata o prostituta común—, personajes del teatro Kabuki —anuncios, carteles, programas, elencos. Las mujeres eran idealizadas, estilizadas, a diferencia de los actores cuyos retratos son supuestamente realistas y reflejaron estilos de actuación. Se ponía especial cuidado en la representación exacta de peinados, ornamentos, kimonos y demás detalles. Además, en mucho menor cantidad, hay series de insectos, plantas, pájaros, paisajes; juegos, etiquetas, almanaques, abanicos impresos, juegos de mesa, imágenes recortables para niños. Grandes artistas fueron diseñadores de estampas y tuvieron amplia influencia en la estética de Japón y su posterior difusión en Occidente. Los escritores de la época estuvieron estrechamente vinculados con pintores y talleres de impresión. Destacan los artistas Hokusai y Utamaro.4 Los propósitos de esta gráfica fueron informar, educar, difundir una cultura —había una enorme admiración rural por las ciudades. En provincia, había abundantes y concurridas bibliotecas de préstamo y sesiones de lectura en voz alta, siempre relacionadas con las estampas. Una hoja estampada, se decía, llegó a ser tan barata como un plato de fideos. Si bien esto resulta exagerado, es cierto que no eran muy costosas —las vendían los buhoneros ambulantes, como sucedía en Europa o América. Tras la apertura a Occidente, además de adoptar rápidamente una estética occidental, las estampas sirvieron para crear un imaginario europeo 4. La colección del IAGO tiene una estampa de Utamaro de la serie sobre Kintaro, el “niño de oro”, y su madre Yamauba, mujer salvaje que lo cría en el bosque, leyenda popular que hoy en día aparece en mangas y series de televisión.
que marcó las pautas del mercado en el extranjero. Tras la participación de Japón en la Exposición Mundial de París de 1867 se introducen nuevos temas: series ilustrando costumbres, paisajes, interiores y decorados. **** En Europa, la gráfica sirvió a la religión y más tarde fue consumida por las clases populares, como en Japón. Los primeros grabados europeos conocidos —los bloques, pues las imágenes impresas se han perdido— son La Bois Protat de fines del siglo XIV, tallado al hilo por ambos lados —al parecer se trata de un cliché para tela o seda, ya que el papel era muy escaso y más costoso—; una Madona en un jardín, de 1418, y una imagen de un San Cristóbal, de 1423. También aquí el desarrollo de la xilografía se asoció con la producción de papel —Fabriano perfeccionó el suyo en el siglo XII — y, sobre todo, con la invención de la imprenta, los tipos móviles y las prensas— que permitieron la impresión simultánea de textos e imágenes. Antes, solamente circulaban los Libros de Horas y, en bibliotecas con escasos usuarios, los manuscritos iluminados. Para el siglo XVI, la xilografía se utilizaba también en viñetas, capitulares, estampas e ilustraciones de libros; para entonces era ya el método más difundido y barato para la impresión de estampas sueltas: imágenes religiosas, indulgencias, devocionarios, almanaques, juegos de mesa y naipes —coloreados manualmente. Destacan las xilografías del gótico alemán, sobre todo en Nuremberg y Estrasburgo. Las imágenes son anónimas y muchas de ellas son libelos luteranos — la Iglesia Romana y el Papa son víctimas de las primeras caricaturas. Durero hizo los diseños para su Apocalipsis y muchas otras imágenes a principios del siglo XVI, auspiciado por el emperador Maximiliano, y siguieron imprimiéndose muchas años después de su muerte. Los grabados en madera sufrieron varias transformaciones pero siempre se mantuvieron separados de la pintura y el dibujo; el público nunca veía el arte sino en las iglesias y en las xiligrafías con estampas religiosas, hojas volantes, anuncios y literatura barata, leída en voz alta, pues la población de Occidente era por entonces en su mayoría analfabeta. Así llegó a América; los primeros pliegos para naipes mexicanos datan de 1583.5 En Estados Unidos, el primer silabario con estampas es de 1670. **** En España, los primeros grabados conocidos son naipes del siglo XI. Llegaron a México en el siglo XVI, con formato de 5. Véase “Estudio de naipes mexicanos encontrados en la Sevilla” de la Dra. María Isabel Grañén. El Alcaraván, núm. 16, febrero-marzo de 1994.
estampas sueltas o en libros ilustrados: el grabado —en metal y madera— sirvió para evangelizar a los naturales. También se importaban de España romances, coplas, gacetas, libros ilustrados, hojas volantes de autores anónimos. A pesar de la censura, solamente una parte de las imágenes eran religiosas, pero por ser motivo de devoción, son las mejor conservadas, al igual que los naipes —su fabricación era prohibida— que perduraron por haber sido anexados a los correspondientes juicios de los infractores. Además de importarse libros, se traían de España clichés y grabados en madera, ya que las ilustraciones eran escasas y con frecuencia se reutilizaban. En Nueva España hubo gremios que incluyeron el oficio de fundidor de letras y el de cortador de historias. Vemos también aquí una absoluta ausencia de autoría, las adaptaciones, copias, intercambios y venta de tallas en madera con repertorios de barcos, árboles, caballos, músicos, religiosas y mundanas era práctica común. Juegos, amor, carnaval, villancicos, calaveras, astrología y sucesos celestes, cuentos, oraciones, noticias sensacionales, oraciones, aparición de fenómenos se publicaban en hojas volantes, libros y revistas ilustradas o cuadernillo de octavo que se leyeron en voz alta, hasta el siglo XIX.6 Gabriel Gaona, “Picheta”, Manuel Manilla y José Guadalupe Posada fueron herederos de aquella tradición. **** Las imágenes japonesas llegaron a Europa e influenciaron de manera importante a los impresionistas y al art nouveau. A partir de Gauguin, Lautrec y el expresionismo alemán, el artista hizo sus propios grabados y la xilografía alcanzó el rango de un arte en sí, perdiendo su carácter peyorativo de oficio. El grabador, a partir de entonces, no trabaja la xilografía solamente como el medio que permite la reproducción, sino que incluye ya la materialidad de la madera, el papel, las peculiaridades y posibilidades de las herramientas como parte esencial de la obra. Durante el siglo XX surgió en Japón el movimiento de grabadores Sõsaku hanga que recuperan la tradición de la xilografía y experimenta en nuevas direcciones. Los grabadores debían cortar sus bloques y regresan a las formas simples de trazos mínimos y profundos, dejando que la belleza de la textura y las vetas tenga su propia expresión.7 En México, el arte nacionalismo militante, recupera el nuevo gusto europeo por la xilografía y una tradición popular de grabado que arranca desde los primeros 6. Monserrat Galí Boadella, op. cit. 7. Shiko Munakata. “Autorreflexiones”, El Alcaraván, núm. 16, febrero-marzo de 1994.
años de la Colonia. José Juan Tablada, poco amigo de los mexicanismos recién estrenados, coleccionó estampas japonesas, que actualmente están depositadas en Biblioteca Nacional de la UNAM.8 Tras la Revolución, el arte para las masas y la necesidad de un arte con contenido nacionalista guiaron la energía de los artistas de izquierda, dando lugar a un resurgimiento de las artes por todos conocido. Las Escuelas al Aire Libre, el Taller de la Gráfica Popular y los libros ilustrados dieron nueva vida a la xilografía —y el grabado sobre linóleo, que se trabaja como si fuera madera muy suave— a tal grado que los tajos de la gubia, que reunieron un mensaje estético con uno político, aún nos hacen asociar, casi automáticamente, una técnica con una identidad, una época y una declaración de principios. Además de una rica colección de xilografías, el IAGO tiene en su biblioteca un amplio acervo de libros sobre técnicas e historia del grabado. Los interesados pueden consultar los libros enlistados a continuación y los mencionados en las notas correspondientes y además, indagar en los acervos por autor —Alberto Durero, Lucas Cranach, Edvard Munch, Max Ernst—; por lugares —grabados japoneses, españoles, alemanes—; por escuelas o épocas —expresionismo alemán, gráfica impresionista, estampas novohispanas, Taller de la Gráfica Popular. Briggs, John R.. Classic Woodcut Art and Engraving, 1958. London, Blanford Press, 1988. Cawthorne, Nigel. El arte de los grabados japoneses. Trad. Olga Miró, Barcelona, Tres Torres/Edhesa, 1998. Ceiber, Blanche (ed.). 1800 Woodcuts by Thomas Bewick and his School. Toronto, Dover, 1962. El Alcaraván, núm. 5, abril,-mayo-junio de 1991. Garrett, Albert. A History of World Engraving (1978). Londres, Bloomsbury Books, 1986. Gascoigne, Bamber. How to Identify Prints. New York, Thames and Hudson, 1986. Lalibertè, Norman y Alex Mogelon. Twentieth Century Woodcuts. History and Modern Technics. Nueva York, Van Nostrand Reinhold Co., 1971. Mosaku Ishida, Japanese Buddhist Prints. Adaptación al inglés de Charles M Terry, Nueva York, Abrams, 1964. Rumpel, Heinrich. Wood engraving. Genève, Les editions de Bonevent, 1972.
Serenata pueril Natura es un enigma que pone como estigma su sexo al tulipán, desde su verde entraña la vida es miel de caña, azúcar de arrayán.
Manuel Maples Arce, fragmento de “Serenata pueril”, del libro Tierras nativas, México D.F., Universidad Veracruzana, 1983.
8. Reproducidas en el libro de García Rodríguez, op. cit.
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Un extraordinario portento Elisa Ramírez Castañeda
Los árboles —siempre que el fotógrafo pueda tomar la distancia necesaria y no interfieran postes o alambres de luz— son fotogénicos por excelencia, como los monumentos, porque no se mueven, ni posan ante una cámara: de allí que sean casi siempre metáforas de algo más —a veces oculto incluso al autor— y tan abundantes en la historia de la fotografía y las artes plásticas. El libro Remarkable trees of the world es un inventario de árboles realmente notables: extendidos como gigantescos paraguas, altísimos, golpeados por rayos, moribundos, renacidos, en bosques, playas, acantilados, plazas, atrios, montañas yermas —de las más diversas formas. Árboles huecos que han albergado viviendas, iglesias, bodegas, prisiones. De piel lisa, abrazados uno a otro, envolventes en una convivencia asfixiante,
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enmohecidos, de corteza que papelea con el aire, rugosos, robustos, escuálidos, espinosos. Árboles trasplantados que crecen de muy distinta manera en el exilio. Los baobabs —enormes vasijas, altas y redondas, con pocas ramas coronándolas— son los bellos recipientes africanos de espíritus y de fantasmas: cuando el Dios Creador repartió a cada animal una planta, a la hiena le tocó éste. No le gustó y lo tiró con fuerza. Desde entonces, el baobab crece al revés: la raíz expuesta al cielo y la fronda hacia abajo. No podía faltar, en la antología, nuestro Árbol del Tule, enigma y azoro de cuanto viajero ha pasado por ese lugar, presente en crónica, diarios, tratados de historia natural, guías de turistas, cartas, postales y demás. Referente geográfico, sagrado, vegetal, ha sido objeto de estudios y
anécdotas, tema de científicos y poetas. La iglesia y el cementerio a los que da sombra el Árbol del Tule son infinitamente más jóvenes que él. Italo Calvino se sorprendió, como tantos otros, de su longevidad. “Es sin duda el ser más viejo que me ha sido dado encontrar”. No es casual que el autor pensara que el vástago era el “famoso árbol” que incluía la visita guiada, pues por su forma y proporciones es más cercano a la idea ecuménica que tenemos todos de un árbol. El Árbol del Tule es diferente de otros antiquísimos ahuehuetes por su voluminosidad: “…la amplitud del tronco hace aparecer al árbol casi achaparrado. La mole se impone al ojo antes que la altura”. En su tortuoso tronco, son visibles las dificultades y percances que ha sorteado durante siglos. Calvino continúa: …su ausencia de forma: es un monstruo que crece —se diría— sin plan alguno, su tronco es uno y múltiple, como envuelto en las columnas de otros troncos menores que surgen adosados al mastodóntico fuste central […] De los codos y rodillas de ramas que sobreviven al derrumbe de épocas remotas, continúan separándose ramas secundarias anquilosadas
liberando unos en excrecencias y concreciones, protuberando los otros con sus bordes desgarrados, imponiendo su singularidad como el sol en torno al cual irradian las generaciones de células. Y sobre todo esto, es pesada, encallecida, creciendo sobre sí misma, la continuidad de la corteza que revela toda su fatiga de piel decrépita y al mismo tiempo la eternidad de aquello que ha alcanzado una condición tan poco viviente que ya no puede morir. Tal extrañeza se presta a los mitos: para los mixes, es el bastón del rey Condoy, originario del pueblo de Coatlán, gemelo de una enorme culebra con cuernos, héroe cultural gigante nacido de un huevo, de extraordinaria fuerza, que se hizo hombre en dos días; derrotó a Moctezuma, transformó el paisaje y viajó hacia la ciudad de Oaxaca. Construyó en una noche Mitla, pero dejó sin terminar su palacio. Cerca de Tlacolula hay un cerrito que se llama Caballito Blanco, cerca de unas ruinas llamadas Yagul o Pueblo Viejo. Allí escribió Condoy sobre la piedra, para que las gentes supieran qué rumbo llevaba. Condoy traía un arma de metal que pesaba treinta y siete kilos y su bastón pesaba sesenta y dos kilos y medio. Cuando Condoy salió de Mitla, se fue a Oaxaca. Descansó sobre un lugar llamado el Tule; clavó su bastón en el suelo y el bastón comenzó a retoñar. Por eso en ese lugar está un árbol, que es el más grande del mundo: es el bastón de Condoy, y cuando se seque, será porque ese día murió Condoy. Salvador Elizondo opinó que basta verlo para saberlo: es el árbol más viejo y más grande de la tierra y lo convierte en emblema del corazón silente —puesto que solamente su autopsia podrá confirmar cuanto de él se dice— que le sirve para describir el alma artística de los oaxaqueños. El caso es que hace unos quinientos años un rayo cayó en el árbol milenario y horadó su tronco haciendo un hueco en su centro en el que cabían holgadamente diez o doce caballos armados que entraban montados por las grietas de su corteza. Desde entonces su diámetro exterior no ha aumentado perceptiblemente pues a partir de entonces el árbol empezó a crecer hacia adentro y, hoy en día, la oquedad se ha colmado proveyéndonos con una metáfora significativa del desarrollo del alma oaxaqueña. Tenemos testimonios fidedignos de al menos tres famosos sabinos anteriores a la
llegada de los españoles en nuestro país: el gran árbol de Moctezuma, cuyo alto tronco, “El Sargento”, permanece seco y en pie en Chapultepec; el de la Noche Triste, chamuscado y descuidado, extiende sus ramas muertas en un atrio de Tacuba, y éste, en Oaxaca. Los dos primeros no lograron soportar la convivencia con los citadinos y tal vez el Árbol del Tule hubiera tenido igual destino si no se le hubiera salvado hace unas décadas. Resulta que, a partir de un diagnóstico de botanistas británicos —expertos dendrólogos— el árbol fue podado, se desvió el tráfico que aplastaba sus raíces y se le dio de beber: moría de sed y los japoneses idearon cómo alimentarlo por vía subterránea. Científicos e historiadores han estudiado este famoso sabino —con 45 metros de circunferencia, 54 si se miden sus sinuosidades, y 46 de alto, según la página oficial de SEMARNAT—; lo han representado fotógrafos e ilustradores, literatos y poetas: la Marquesa Calderón de la Barca, Mircea Eliade, Gabriela Mistral, Pablo Neruda, José Vasconcelos, Giner de los Ríos; las primeras fotos del árbol tal vez sean las de Désiré Charnay y las de Hugo Brehme, por citar apenas a unos cuantos, de los famosos. Cassiano Conzatti contó los anillos de una rama podada y determinó que su antigüedad oscilaba entre 1433 y 1600 años en 1921; dedujo que si tal era la edad de la rama, el árbol mismo debía tener unos dos mil años de edad. Humboldt opinaba que se trataba de tres árboles unidos entre sí, pero un estudio genético realizado hace quince años mostró que se trata de un solo individuo. Parkenson sale del paso, en su libro, argumentando que, si se trata de una deidad, bien puede ser una y trina. Thomas Pakenham, Remarkable trees of the word, W. W. Norton & Co., Nueva York, 2002. Alicia Barabás y Miguel Alberto Bartolomé han recopilado y analizado un importante corpus de mitos y cuentos indígenas de Oaxaca. Véase de A. Barabás, Simbolizaciones sobre el espacio en las culturas indígenas de México, México D.F., INAH, 2003. Existen numerosas versiones del cuento de Condoy, Konh-oi o Congoi. Véanse, Walter S. Miller. Cuentos mixes, México D.F., INI, 1956; Cuentos Mixes. Ap Ayuuk, México D.F., SEP/ DGPB/DEI 1981. Italo Calvino. Colección de Arena. Madrid, Alianza Tres, 1987, trad. de Aurora Bernárdez. Salvador Elizondo. “El árbol y las nubes, a guisa de prólogo”, Historia del Arte de Oaxaca, 3 vols. México D.F., Gobierno del Estado de Oaxaca, 1997. Cassiano Conzatti. Monografía del Árbol de Santa María del Tule, México D.F., SEP/ Talleres Gráficos de la Nación, 1921.
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Nota final El botánico afroamericano George Washington Carver, que dedicó su vida a domesticar cacahuates, tuvo una vez un sueño. Dios se le apareció y dijo: “Pregunta lo que quieras”. “Dime todo lo que deba saber del cacahuate.” Y Dios le respondió: “Tu mente es muy pequeña para entender el cacahuate”.
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Este científico, educador e inventor — cuya estatua se encuentra a la entrada del Jardín Botánico de St. Louise, Missouri; cuyo rostro apareció en una estampilla postal de Estados Unidos y que prestó su nombre al importante centro de estudios, la Carver Academy de San Antonio, Texas— fue hijo de esclavos y, al nacer, heredó dicha condición. Con el tiempo, se convirtió en un importante científico, famoso por haber diversificado los cultivos de los campos algodoneros y por desarrollar más de cien productos industriales derivados del cacahuate. Sus folletos prácticos para el agricultor y recetarios aún son utilizados en muchas granjas estadounidenses. Francisco Toledo nos mandó este texto de Eliot Weinberger publicado en el libro Fotografía (México D.F., Fundación Televisa, 2005. Trad. de Aurelio Major) que nos permite rendirle merecido homenaje a este sabio y anunciar, además, que nuestro siguiente número estará dedicado a los afrodecendientes.
DIRECTORIO CULTURAL DE OAXACA (general) BIBLIOTECAS Biblioteca Andrés Henestrosa Porfirio Díaz 115 esq. Morelos, Centro. Oaxaca, Oax. C.P. 68000. (951) 516 9750, 516 9715. Lun-dom de 9 a 20 hrs. Entrada libre. Biblioteca Beatriz de la Fuente del IIE-UNAM Gral. Antonio de León Núm. 2 Altos Centro Histórico. C.P. 68000Oaxaca, Oax. Tel. 01 (951) 516 10 26, 516 05 41 Fax: 01 (951) 514 52 24 Horario: lun a vier 9 a 18 hrs. Entrada libre con indentificación. Página web: http://www.sdei.unam.mx/oaxaca.html unamoaxaca@prodigy.net.mx Biblioteca Francisco de Burgoa Macedonio Alcalá s/n, ex Convento de Santo Domingo, Centro. Oaxaca, Oax. C.P. 68000. (951) 514 2559, 501 2299. Sala de consulta: Lun-vie de 9 a 15 hrs. Sala de exposiciones: Mar-dom de 10 a 18 hrs. Entrada libre. www.bibliotecaburgoa.org.mx BS Biblioteca Infantil de Oaxaca Biblioteca Jorge Luis Borges José López Alavez 1342, Barrio de Xochimilco. Oaxaca, Oax. C.P. 68040. (951) 502 6344, 502 6345. Horario: Lun-dom de 10 a 19 hrs. Entrada libre. www.bs.org.mx Biblioteca Pública Central Alcalá 200, Centro Oaxaca, Oax. C.P. 68000. (951) 516 41 28 Horario: Lun-vie 9 a 20 hrs. Sabado 9 a 15 hrs. Entrada Libre www.biblioteca_publica_de_oaxaca. blogspot.com bcpoax@prodigy.net.mx Hemeroteca Pública Néstor Sánchez Constitución esquina Reforma, Centro. Oaxaca, Oax. C.P 68000 (951) 51 6 72 34 Horario: Lun a Vie 9 a 20 hrs. Sab 9 a 17 hrs. Entrada Libre IAGO: Instituto de Artes Gráficas de Oaxaca Alcalá 507, Centro, Oaxaca, Oax. C.P. 68000. (951) 516 6980, 516 20 45. Exposición: Mier-lun de 9 a 20 hrs. Biblioteca: Lun-sáb de 9 a 20 hrs. Entrada libre. www.biblioiago.blogspot.com Jardín Etnobotánico de Oaxaca Reforma esq. Constitución, Centro. Oaxaca, Oax. C.P. 68000. Tel y Fax (951) 5165325 y 5167915 Horarios: Visitas en español 10 a 11/ 12 a 13/17 a 18 hrs. Entrada 50 pesos. Visitas en inglés: Martes, jueves y sabado 11 a 13 hrs. Entrada 100 pesos Biblioteca especializada en Ciencias Naturales y Agronómicas. Tel. (951)5169017 Horario: lun a vie 9.30 a 19 hrs y Sab 9 a 13 hrs. Librería Grañén Porrúa Macedonio Alcalá 104, Centro, Oaxaca, Oax. C.P. 68000. (951) 516 9901, tel/fax 516 8038. Horario: Lun-dom de 10 a 21 hrs. www.libreriagp.com
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