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LAS MUJERES SON MUY DULCES

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Carta al Covid-19

Carta al Covid-19

Por Vanessa Rozo

@historiasdepenny

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La abuela no quería ir a Táriba. Quería quedarse en Maracay y jugar a las cartas con su grupo de vecinos de siempre y no perdía oportunidad para intentar que Andrea cambiara de opinión. Andrea era su hija, con quien vivía, su única muchacha. Estaba sentada encorvada en una silla, a la mesa, con la cabeza metida en el cuerpo central de El Nacional.

– Mira esto, Andrea – dijo ella – mira esto, léelo.

Y se puso de pie, con una mano sobre la cadera, mientras con la otra tomaba la sección de sucesos y la ponía frente a la nariz de su hija.

– Aquí, reportan casos de gente desaparecida en esa ciudad, hombres, mujeres, toda clase de gente. No saben a qué se debe, pero sospechan de un asesino en serie suelto por ahí. Yo no llevaría a mi familia a ese sitio, Andrea, no sería capaz de exponer a mis hijos a semejante peligro. No podría callar mi conciencia si lo hiciera.

Andrea ojeó el artículo, pasando de ella, levantándose para salir a su trote matutino. El estado mental de la abuela había ido en picada desde que había enviudado, algunos años atrás. Para Andrea se había vuelto costumbre, como si del soundtrack de su vida se tratara, el escuchar su retahíla de reproches, objeciones y miedos. Tomó el periódico de su mano y lo colocó sobre la mesa, ignorando su advertencia. – ¿Acaso no me estás escuchando, Andrea? – Mamá, nadie se va a perder por ir a un simple paseo de vacaciones. Deje de leer esas cosas, que se va a enfermar de los nervios. – ¡Pero yo no quiero ir! – ¡Y sola no se puede quedar! Ya sabe lo emocionados que está el papá de los niños y los niños de ir a visitar a sus otros abuelos. Será un buen cambio de aires, mamá, y se irá con nosotros a menos que se quiera ir a quedar en el asilo.

La abuela se mordió la lengua para evitar escalar la confrontación. Andrea sabía dónde golpearla para dejarla sin aire, pero ella tenía también sus estratagemas. Tomó con disimulo la sección del periódico de encima de la mesa y se fue a pregonar el miedo entre sus nietos, pero ninguno le prestó atención. Con su yerno ni siquiera lo intentaría, pues sostenía la sospecha de que la idea del ancianato provenía de él.

Pasó el resto de la semana rumiando el artículo, murmurando por lo bajo toda suerte de destinos fatídicos y teorías conspirativas alrededor de los desaparecidos.

El viaje hasta Táriba estuvo repleto de historias de muertos y espantos, seguidas de reprimendas y silencios incómodos. La abuela se había convertido en un estorboso jarrón decorativo, que de tanto en tanto anunciaba la cercanía de la muerte, cosa no bien recibida en su familia.

– ¡Toda esa gente desaparecida! ¡Yo no expondría a mis hijos a esto, no señor! No podría callar mi conciencia si lo hiciera.

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