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Prólogo
from Aguas dignas, ríos que narran: cuentos y reflexiones nacidos en Charras (Guaviare)
by PUJaveriana
Revivir el pasado reciente del departamento del Guaviare se asemeja a una práctica tradicional, como la que realizan las abuelas tejedoras y los jóvenes artesanos, quienes con sus propias manos amasan las memorias colectivas que dan cuenta de la relación entre la tierra y el recuerdo. En estas, amalgaman narraciones heroicas de campesinos, mujeres, afros, indígenas y excombatientes de las FARC en esta región. Además, reúnen personajes míticos que les dan sentido a la vida, la cultura y a vivir en comunidad, tanto en las veredas y los resguardos indígenas como en las guerrillas. De la misma manera, rememoran experiencias que parecen traídas de libros de literatura épica, pero encarnadas en los cuerpos y las miradas de aquellos que han padecido el conflicto armado interno durante los últimos sesenta años. Este libro nos acerca a las memorias de las personas de a pie, que son los protagonistas: los pobladores de Charras, una de las tantas veredas del municipio de San José del Guaviare.
El Guaviare es uno de los extensos territorios que componen el complejo amazónico colombiano junto con el Putumayo, el Caquetá, el Amazonas, el Vaupés, el Vichada, el Guainía y el sur del Meta. Su capital es San José, y comparte junto con Calamar, El Retorno y Miraflores las altillanuras, montañas, selvas y serranías del departamento. Estas tierras son madres de las sabanas; la cultura llanera y el Yuruparí, el biche y el pescado moquiao, la fariña y la cancharina. En ellas, habita gente amable, indígena, campesina, mestiza, afro y caminantes de
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las antes conocidas Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército del Pueblo (FARC-EP). También la ocupan desplazados de la violencia que traen a sus espaldas las historias de expulsiones, pobreza, presiones políticas y armadas, luchas y resistencias, como cuenta Armando Ríos (Salgado, 2018), un viejo militante del Partido Comunista. Él, como miles de colombianos, fue desplazado forzosamente por la violencia y migró al Guaviare a buscar “el punto” al lado de sus amigos, familiares y vecinos, a tumbar monte para hacer su cambuche y así traerse a sus cercanos.
La historia de esta tierra naranja y roja, como sus atardeceres, nace de la relación ancestral de los indígenas con los ríos y la montaña. A finales de siglo XIX, pueblos indígenas, como los curripacos y los cubeos, empezaron a llegar procedentes del Vaupés. Los guahibos y los puinaves vinieron de las sabanas del Vichada, mientras que los tukanos, desanos y piratapuyos del oriente de la cuenca del río Vaupés; por su parte, los nükaks, sikuanis, tiniguas y jiws se asentaron en el Guaviare, ante los continuos desalojos por la ocupación de sus tierras por parte de colonos campesinos. Cada uno de esos pueblos migró a causa de los conflictos que trajo la colonización de campesinos provenientes del Brasil y el interior del país, además de la salvaje y descontrolada bonanza del caucho para exportación de látex, que los expulsó de sus tierras para encontrar refugio en las orillas de los ríos Ariari, Guayabero, Guaviare, Apaporis y Vaupés. Estas migraciones y los posteriores tejidos sociales y culturales que emergieron en el Guaviare dan cuenta de las múltiples tensiones y contradicciones que se han profundizado en la historia del país.
Para la primera mitad de siglo XX, la bonanza del pescado seco y las pieles de tigre para vestir a las elegantes mujeres de Europa no solo dejó la extinción de animales tropicales y endémicos del departamento, sino la desaparición de cientos de indígenas, quienes fueron esclavizados en sistemas de producción servil a manos de hacendados y extranjeros. El orden social lo imponía el bolsillo blanco y las manos delicadas, sin cayos, así como su capacidad para comprar y vender armas de cacería, y el derroche de balas para desaparecer, engañar y hacer riqueza a costa del trabajo del pobre. Asimismo, el sistema del endeude era el juego económico por excelencia que compartían los patrones: “le doy una escopeta con seis tiros y usted me trae tantas pieles, de lo contrario, queda en deuda
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conmigo. El pago por la mercancía: una botella de aguardiente y tabaco”. Así se fue imponiendo a indígenas y campesinos recién llegados una deuda de por vida que incluso se heredaba a los descendientes.
Desde la década de 1970, el departamento ha sido un territorio disputado por actores armados, que impusieron formas de control social guiados por los intereses políticos e ideológicos que en Latinoamérica tomaron fuerza como efecto de la Revolución cubana, la beligerancia nicaragüense y las luchas de los movimientos sociales urbanos y campesinos. Además, la violencia se agudizó cuando la presencia de estos actores se relacionó con la demanda a escala mundial de cultivos declarados de uso ilícito: para finales de los sesenta, fue la marihuana; para fines de los setenta, la coca y la amapola. Los primeros en llegar a establecer sus redes de producción fueron los narcotraficantes, las mafias de Carlos Lehder, Pablo Escobar y, en décadas más recientes, de Fernandinho Viera Mar y otros pequeños mafiosos debilitaron los lazos comunitarios y arrasaron las economías locales a punta de plomo. También el sicariato y los ajustes de cuentas reflejaron una economía extractiva e inhumana, ausente de cualquier tipo de arraigo territorial, además de los nefastos efectos ambientales que estas actividades fomentaban, pues se sabe que, por ejemplo, destruían bosques enteros para construir pistas de aterrizaje que funcionaban una sola vez.
Con los años, el campesinado migrante de diversas regiones del país empezó a traer consigo planes de organización política y social. Muchos de ellos se formaron y se inspiraron en los proyectos de país, como las columnas en marcha en el Sumapaz o las colonias agrícolas que comenzaron por la década de 1920, que fueron la antesala de las zonas de reserva campesina. Así, junto con el Partido Comunista, muchas de esas vertientes de colonización empezaron a pensar un territorio de paz y solidaridad, donde la apuesta era por la construcción de un nuevo Estado.
Con la constitución del Bloque Oriental de las FARC, en 1969, empezó una campaña expansionista para controlar militar y políticamente los departamentos del Guaviare, el Meta, el Caquetá, el Putumayo, el Vichada, Arauca, Cundinamarca, Boyacá y Norte de Santander. Su capacidad estratégica estaba dirigida a la formación ideológica del campesinado, al control de los territorios y al fortalecimiento de sus filas. Por su parte, los campesinos, guiados por diversas
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formas de organización de sus lugares de origen, como los sindicatos azucareros del Valle del Cauca, las columnas en marcha en el Sumapaz, las juntas patrióticas en el sur del país, entre otros, tuvieron alcances organizativos en las asambleas y paros cocaleros. Estas acciones colectivas en el Guaviare dieron la impresión de que una Colombia más justa era tangible.
El campesinado logró obtener poder popular en la región, con la conformación de juntas de vecinos o comités de colonos, como parte de la educación política. De esta manera, se fortaleció la creación de organizaciones para hacerles resistencia a las economías destructivas, como la tala de madera, la extracción de oro, la ganadería extensiva y, más recientemente, los cultivos de palma de aceite. Para los años ochenta, el campesinado pasó de estas juntas al Sindicato de los Pequeños Agricultores del Guaviare (Sinpag), con el apoyo de la Federación Nacional de Sindicatos Agrarios, hoy Fensuagro, que hizo las tareas que el Estado no quería ni podía cumplir, desde resolver problemas de linderos hasta levantar escuelas, puestos de salud, construir puertos para la llegada de las voladoras con mercancía, alimentos, gente, mulas y herramientas que fueron de mucha utilidad para construir carreteras en los mandatos o días cívicos, en los que la misma comunidad se organizaba para realizar trabajos comunitarios.
La experiencia con el Partido Comunista permitió buscar soluciones para la educación, la salud y los servicios comunitarios (Salgado, 2018), como los acueductos, las plantas de energía, la construcción de casetas comunales para realizar fiestas, bautizos o las primeras comuniones e, incluso, matrimonios, de manera que se promovía la integración entre familias volviéndose paisanos. Asimismo, en las reuniones entre vecinos se organizaba el personal, los bazares para recaudar fondos y ponerle una letrina a la caseta o para distribuirse las tareas para arreglar un puente. Eran momentos en los que la economía era escasa, pero rendidora. Además, las juntas patrióticas tenían en mente que la disputa era por organizar su ranchito y garantizarse una vida digna como una alternativa al poder del Estado; allá en los territorios eran las veredas las que conducían el futuro de la política regional.
Sin embargo, la disputa política era real, tangible y acogida por las bases campesinas, que ganaron la alcaldía de Calamar con Germán Olarte, representante del partido político Unión Patriótica. Así, las flameantes banderas de la Colombia
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profunda se enardecieron en las trochas y las veredas del Guaviare, para dejar un contundente legado en el que las normas de convivencia, la autonomía de las juntas, la apropiación territorial para el trabajo colectivo, el respeto por la vida y la solidaridad buscaban convertirse en principios éticos y políticos del campesinado guaviarense. Sin embargo, como en la historia del país, la iniciativa campesina por tomar decisiones sobre su propia vida fue bloqueada, flanqueada y obstruida por la fuerza civil y la fuerza pública.
Como consecuencia, el ruido de las avionetas militares antinarcóticos aumentó con los años. Las continuas descargas de glifosato para destruir los cultivos de coca fueron indiscriminadas y estuvieron dirigidas a los cultivos de pancoger (plátano, yuca, maíz, arroz). Toda la comida fue destruida. A finales de los ochenta se implementó un plan estratégico norteamericano como parte de la lucha antidrogas en países latinoamericanos, lo que justificó la inversión gradual en tecnología de punta y armamento militar para desestabilizar productiva y políticamente el trabajo campesino.
De este contexto se dedujo la supuesta necesidad de implementar el Plan Colombia como política de Estado para fines de los noventa, momento en el que hubo un recrudecimiento de la violencia en el Guaviare. A principios de siglo, se puso en marcha el Plan Patriota, una táctica adoptada como política nacional cuyo objetivo era la intervención de Fuerzas Militares para controlar los territorios (zonas especiales) donde las FARC-EP tenían presencia. No obstante, la estrategia fue la estigmatización y la persecución de líderes comunitarios y políticos; además, se estableció un pacto de muerte entre el Ejército y grupos paramilitares que, a través del Bloque Guaviare de las AUC, operaron en el norte del departamento, en donde atacaron con sevicia a la población civil, realizaron masacres, asesinaron selectivamente a lideresas y desplazaron masivamente. También, en confrontaciones directas con las FARC-EP, murieron cientos de campesinos inocentes, en una guerra que no les da tregua, que los persigue y expulsa de sus tierras dejándolos a merced del olvido.
El Guaviare fue vaciado, de la misma manera silenciosa como llegó la gente, así se fue. Si las personas tenían tiempo, metían su ropa en costales; otros alcanzaron a desarmar sus casas para irse a los municipios más cercanos. En Charras, los paramilitares llegaron por el río Guaviare; para el 2002, estaban establecidos
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y tenían escuelas de formación militar en el municipio de Mapiripán, en el Meta. Con ellos llegaron las acusaciones, quemaron las casas de los pobladores, señalaron a personas del caserío de ser integrantes, milicianos o colaboradores de las FARC. Así, el miedo y la zozobra desplazaron las ganas de seguir trabajando en la vereda, por lo que muchas personas resultaron en San José deambulando por semanas mientras podían volver por sus pertenencias y salir corriendo de nuevo.
Estos grupos, cegados por el deseo de borrar las huellas de la memoria colectiva, rompieron los vínculos entre los vecinos a través del terror de sus miradas y el estallido de las armas; la desestructuración social y organizativa fue sistemática. De esta época se cuenta que los pájaros no cantaban en las mañanas, la cancha de fútbol no estallaba de gritos cuando hacían un gol, las tiendas no tenían clientes y hasta la vía que iba al puerto se derrumbó. Fueron pocos los guapitos —como le dicen a quienes permanecieron en la región tras la época de la guerra— que se quedaron en la vereda. Según los campesinos, las FARC-EP han querido ayudar a la reintegración de la vereda protagonista de este libro, a pesar de las tensiones, las huellas y los rezagos que dejó el conflicto armado en la población campesina y excombatiente, han encontrado puntos comunes para trabajar por la región.
A pesar del horror vivido, los campesinos han sabido en qué momento huir para sobrevivir y cuándo retornar para seguir amasando la tierra y la organización. A través de los años, los pobladores de Charras han vuelto para renacer, aunque estén latentes recuerdos dolorosos o incluso cuando sus familiares no han vuelto; los campesinos siempre han sabido resistir desde el cuidado, la humildad, el respeto, el apoyo mutuo y las ganas de seguir organizando. Es por esto que este libro, pionero en contar las historias de Charras, es un regalo a la vida, a aquella del combatiente sin armas, el campesino, el indígena y la mujer, porque así como hay quienes la arrebatan, sabemos que desde el amor transformador, asertivo y eficaz otros buscan guardar la memoria de los pueblos para reconstruir el sentido de la vida en comunidad; porque el caminante guaviarense tiene un sentido de arraigo inmenso, y el espíritu del campesino es estar agradecido con la tierra que le brinda su alimento.
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