Nomadismo

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Selección de la tercera edición del Concurso Literario que organizan los grupos de viaje de la Facultad de Arquitectura

Seleccionados Arq. Javier Omar Cabezudo María Cecilia Laffitte Alexander Buhler Jimena Pallas Arq. Daniela Arias Arq. Javier Pérez Zárate Andrés Milano Arq. Fernando Azadian María José Pita

Jurado Arq. Laura Alemán Arq. Liliana Carmona Arq. Fernando García



Institucional El Club de la Nostalgia; Arq. Fernando García Amen | 09

Premios 1ero. | La carcajada del profesor Barrios; Arq. Javier Omar Cabezudo | 15 2do. | Go back to Sofía!; María Cecilia Laffitte | 25 3ero. | El instante Estambul; Alexander Buhler | 39

Menciones Micerinos; Jimena Pallas | 53 Y seguían llegando; Jimena Pallas | 59 Tresenuno; Arq. Daniela Arias | 67 ¿Locura o conquista?; Arq. Javier Pérez Zárate | 75 La ciudad que brilla; Andrés Milano | 85 Un cuento chino; Arq. Fernando Azadian | 101 Espirales; María José Pita | 107



institucional Generación: 1995 Viaje: 2002

El Club de la Nostalgia es una institución bastante antigua. Se desconoce la fecha exacta de su fundación, pero se estima que sus orígenes se remontan a la primera mitad del siglo XX. Aunque se discute en los ámbitos académicos e historiográficos, se acepta comúnmente el retorno de Mauricio El Club de la Nostalgia Cravotto de su viaje por Europa Arq. Fernando García Amen -gracias al Gran Prix- como la piedra angular del Club. Se dice que este hecho marcó un hito en la historia y que generó la inercia que luego permitiría a cientos y miles de estudiantes de arquitectura lograr la membrecía de la institución, en los más de sesenta años que ésta tiene de historia. Algunos miembros del Club, sin embargo, en un claro afán místico, pretenden asociar su existencia a alguna línea histórica continuadora de los caballeros templarios, los rosacruces, o alguna otra orden de tradición francesa1. Pero lo cierto es que el Club no


pretende ser portador de grandes secretos. No se interesa por el santo Grial ni por el destino de la lanza de Longines. Tal vez sí un poco por las grandes catedrales. Pero sin exagerar demasiado. De hecho, aunque es una sociedad secreta, los misterios que oculta son misterios de poca monta y se divulgan a viva voz en reuniones de boliche, asados y otros ágapes. El Club no tiene sede social ni ubicación física. No posee más rito de iniciación que haber realizado el viaje de arquitectura, sin importar el año o las circunstancias. No tiene estatutos escritos ni se rige por normas preestablecidas. Podría decirse que en estos aspectos es bastante anárquico, sin que ello genere perjuicios para su normal funcionamiento. Se deduce de estas premisas, que el Club carece de estructura, no tiene presidente, vocales ni tesoreros, y que su organización está librada al gusto y parecer de sus miembros, cuyos intereses comulgan en una suerte de afán común por divulgar y exhibir ante el mundo el leit motiv de su sentir, eso que les genera cohesión y les da el derecho de pertenencia al Club: la inevitable, espectacular y siempre presente nostalgia del viaje. Eso que los hace únicos y que genera una brecha temporal, un antes y un después que marca sus vidas para siempre2. En este firme empeño por divulgar y dar a conocer al mundo los detalles y secretos de sus viajes, los miembros del Club realizan toda suerte de eventos que cumplen el doble propósito de estimular a las nuevas generaciones a la realización del viaje más espectacular de sus vidas y el de mostrar al mundo y, especialmente, a quienes cooperan con la ciclópea tarea de hacer posible esta gesta, parte de la riqueza cultural adquirida año tras año. Así, los miembros del Club de la Nostalgia se esfuerzan por la realización de con-


cursos, muestras, exposiciones y publicaciones, que otra institución -ésta sí, legal y con RUC-, promueve y apoya: Arquitectura Rifa. De un tiempo a esta parte, el Club ha ideado una nueva vía de comunicación: los concursos de relatos de viaje. De esta manera, ha logrado una estupenda forma para que sus miembros puedan expresar sus sentires y pareceres, sus opiniones y sus anécdotas, sus emociones y sus hazañas. Porque el viaje es todo eso y mucho más. Y aunque miles de palabras no sean suficientes para expresar el sentir del viaje de arquitectura, el Club no ceja, y hace el intento, tal vez como forma de mantener con vida en el conocimiento colectivo parte de eso que se lleva adentro y que no siempre se puede transmitir con facilidad. No se trata de añorar el pasado, pues eso sería correr detrás del viento. Pero sí, en cierta manera, de exorcizar los recuerdos para darles vida y materia, de incorporarlos al bagaje cognoscitivo general y al quehacer cultural nacional. El libro que Ud., apreciado lector, tiene entre sus manos, es el producto de la selección realizada por un Jurado compuesto de tres miembros del Club, que viajaron en tres épocas diferentes, con tres ópticas diversas. Como en todo concurso, sólo un relato se lleva los laureles del honor (y los metales de la gloria), pero todos los trabajos expuestos contribuyen a la noble causa arriba descripta. Y aunque la tarea de Jurado no es sencilla, sí es ampliamente reconfortante y grata. Agradezco, junto a mis compañeras, las arquitectas Laura Alemán y Liliana Carmona -con quienes ha sido más que grato trabajar, a Arquitectura Rifa y al Centro de Estudiantes por la posibilidad de desarrollar dicha labor y por permitir-

El Club de la Nostalgia | Arq. Fernando García Amen | 11


nos, por unos días, refrescar aquella época en la que teníamos veinticinco años y salimos en un avión, mochila al hombro, a conquistar el mundo. Deseamos que el presente ejemplar sea de su agrado. Después de todo, es Ud. el destinatario final y el motivo esencial de esta publicación. En nombre de Arquitectura Rifa y de nuestro fabulado Club de la Nostalgia, no podemos sino expresarle a Ud. y a todos aquellos que hicieron y hacen posible el viaje de arquitectura, nuestra más sincera y profunda gratitud.


1- Algunos detractores adjudican a Monsieur Carré la autoría de estos asertos falaces, fundamentándose en sus tendencias historicistas. No existen, no obstante, pruebas contundentes para apoyar tal aseveración, y oficialmente esta tesis ha quedado en el olvido. 2- Se han llegado a constatar casos de miembros del Club que han intentado crear un calendario alternativo, tomando la fecha de su viaje por inicio. Así, comenzaron a contar los años A.V. y D.V. Tal intento fracasó rotundamente, se dice, debido a la incompatibilidad que esto generaba con la informática. Pero en general, se cree que la verdadera razón se encontraba en la dificultad para las sumas algebraicas que había que hacer para recordar cuándo aprobaron Construcción 2, por ejemplo. El Club de la Nostalgia | Arq. Fernando García Amen | 13



1er. premio Generación: 1991 Viaje: 1998

–Cuando yo viajé como estudiante no existían los euros –decía el profesor Barrios, mientras contaba moneditas en la mesa del pequeño restaurante del Pireo, frente al muelle del ferry que va a las islas. Me lo había encontrado por casualidad y se había sentado a mi mesa por iniciativa propia. –En Europa había La carcajada del profesor Barrios como quince moneArq. Javier Omar Cabezudo das distintas: florines, dracmas, francos. A los dos meses teníamos un mareo tan grande que a todas las monedas les decíamos: “pirulines” –Barrios rió–. Siempre estábamos haciendo cuentas extrañas: “¿Cuántos pirulines griegos valen ocho pirulines suizos?”. Ja, Ja. Cosas así… El profesor Barrios era calvo, gigantesco y con una enorme cicatriz en la cara. Tenía unos cincuenta años pero conservaba un rudo buen aspecto, no lejano al de Bruce Willis en sus últimas películas. Varias botellitas de espeso vino griego se amontonaban frente a


nosotros. Barrios pertenecía a la categoría de borrachos difíciles. Era de los que armaban pleitos en los aviones, de los que le daba por llorar y gritar. Barrios era ese tipo de borracho que busca constantemente tu opinión pero siempre le parece mal todo lo que le dices. Un borracho muy difícil de tratar. Eran las once de la noche. Hacía como una hora que lo soportaba. En diez minutos saldría mi ferry. –No hay nada en el viaje como las vacaciones en Grecia –dijo con un gesto de satisfacción. –Estoy de acuerdo –contesté tenso, mirando para el costado. –Lo único desagradable son las sepias. –¿Las sepias? –Una especie de pulpo blanco que sirven aquí. Los presentan enteros en el plato. Esos pulpos tienen unos ojos negros…con una mirada…casi expresiva. Parecería que te dijeran: “¿Cómo dejaste que me pasara esto, compañero?”. Me dan náuseas, ni siquiera soporto sentarme en un restaurante donde alguien está comiendo algo así… Yo no quería hablar con Barrios. A decir verdad, como la mayoría de la generación, le tenía miedo. Parece que en una época era un profesor bastante respetado. Un día empezó a tomar y no paró hasta que se le aflojó un tornillo. Cuando la Asamblea votó a los docentes del taller para que viajaran como acompañantes, él ya estaba perdido. A punto estuvieron de dejarlo en Montevideo. De todos modos, ninguno cruzaba palabra con él desde hacía años, menos durante el viaje.


–Es como otra galaxia. Más que otro espacio geográfico es otro espacio temporal –poetizó–. El Pireo es como una estación espacial de donde parten naves espaciales a un sistema solar compuesto por miles de planetas…es maravilloso…Lo mejor del viaje. Barrios tomó otro trago, eructó vino griego y continuó. –Este es el momento del viaje en el que uno decide realmente qué quiere hacer. No…Digo más…realmente qué quiere ser. La mayoría va a Ios o a Miconos, a perseguir mochileras escandinavas. Pero los homosexuales suelen ir a mirar ruinas a Creta y los intelectuales de izquierda a Cos o a Leros, a conocer dónde veranean los ex-Baden Meinhof, ahora que son todos euro-diputados. Al principio, Barrios llamaba “intelectuales de izquierda” a sus compañeros docentes, aunque finalmente llamaba así a todos los que trabajaban en la Facultad. La verdad es que no sé cómo consiguió el título de arquitecto. Había levantado bloques en obras desde los catorce años y para él, cualquier colega mínimamente relacionado con la investigación, la academia o los libros era sinónimo de alergia al laburo. Para él, “intelectual de izquierda” era el compendio de todo lo detestable, de un mundo en el que no tenía lugar, la sombra de Banquo en el banquete de la vida y, sobre todo, un blanco de sus bromas. Porque, además, Barrios hacía bromas; sobre los negros, los judíos, los discapacitados, los homosexuales, los desaparecidos y sobre las víctimas del 11 de setiembre. Hacía las bromas en plena clase de taller, ante la helada mirada de alumnos y docentes, mientras él se cagaba de la risa solo y las lágrimas corrían a raudales por sus mejillas.

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–No sé si los viste en el aeropuerto, con sus lentes pequeñitos, siempre todos juntos. Con sus libros raros debajo del brazo. Creo que hasta de la mano iban… –¿Usted no va con ellos? –¿Vos sos loco? –contestó escandalizado–. ¿Yo, con esos parásitos? Con esos tipos que no saben ni limpiar sus restos de excrementos del inodoro con su propia orina? Prefiero estar solo. Bueno, a vos no te veo ahora muy popular que digamos... Era cierto. Yo tampoco me llevaba muy bien con mis compañeros de viaje. Barrios tenía una esposa; una torva amazona de anchas espaldas y poderosas piernas, bastante más joven que él. También era docente acompañante. Parece que fue ella quien intercedió ante el taller para que él también viajara. Pero, por alguna razón, el matrimonio prácticamente no se hablaba desde la partida de Montevideo. Ahora que pasaron unos años y tengo un poco más de experiencia en la vida, me da la impresión de que no se puede ser naturalmente tan facho, políticamente incorrecto, intolerante, homófobo y demás. Me parece que tenía que haber algo de pose, de protesta ante un grupo humano en el que no encajaba. Seré poco literario: me parece que Barrios hacía esas cosas un poco para romper las pelotas… Mi ferry para Santorini salía a las once de la noche. La calle de los bares frente al muelle (con sus mesas con velitas) lucía un aspecto encantado para alguien como yo, que antes del viaje no había salido ni a la puerta de mi casa. El hecho de tomar la decisión de separarme de mis compañeros y subirme a un barco hacia una isla


desconocida era embriagador. Me sentía el dueño de la creación. –¿A qué isla vas vos? –preguntó. –A Santorini. –¿Ah, sí? Yo voy a la misma isla. ¡¡Vamos a hacer el viaje juntos!! Suspiré. –¿Y qué te decidió ir a Santorini? –me preguntó mientras elevaba la botella para verificar a contraluz el nivel de su contenido. –No sé. Me gustó el nombre. –Ah, dale. Vos vas atrás de alguien. Debe ser esa pelirroja que te tiene loco. Tenía razón. Me había lanzado a la búsqueda de una compañera que solo en parte parecía tener dimensión material. Parecía un hada flotando sobre el terreno. –Cristina… –La vi salir ayer para Santorini. Va con esas dos gordas que la hacen lavar y cocinar todo el día. Eran sus compañeras de viaje. Cristina tenía poco carácter. Estaba prácticamente prisionera de ellas. –Sí. Es como la Cenicienta. ¿No? Barrios aprobó enfáticamente. –¡Sí! Junto con sus hermanastras –lanzó una risotada–. Es muy bonito eso que decís. Deberías decirle eso a ella en cuanto la encuentres. –Gracias. –No tiene sentido hacer un viaje así sin un propósito. Cuando uno elige una isla tiene que tener claro por qué lo hace. Uno está aquí y ya no es el mismo. Ya no importa lo que uno fue o lo que será. Uno ya es otro…es un punto de vista que me viene de familia. El

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amor por la aventura… Soy nieto de un famoso matador de toros. Alguien me había contado el chisme. –¿Ah sí? –José Jiménez “Salchichita” Barrios: “El Brujo Marmóreo De Andalucía”. –Tengo entendido que murió en el ruedo. –Bueno. No exactamente en el ruedo. El toro lo arrojó a la tercera fila del tendido. Tuvo mala suerte. Casi no había público y se desnucó contra el respaldo de una butaca: la A16. Pero esto no viene al caso… Barrios empezaba a repetirse. Dio un aparatoso bostezo, se estiró tanto que se deslizó en su silla casi un metro lejos de la mesa. –Así que vos también te vas a lanzar a la aventura solo –dijo mientras luchaba, jadeando, por acercarse. –Así es. Como Indiana Jones. Barrios tenía la mirada vidriosa. –¿Quién es Indiana Jones? ¿Un nuevo arquitecto australiano? De cualquier modo, lo que estaba diciéndote es que si algo se aprende en el viaje es que uno no es una sola persona. Traté nuevamente de contemporizar: –Como decía Borges: “Uno no es un hombre sino todos los hombres…” Me miró con asco. –Sí…No sé. No te entiendo nada. ¿Ya estás borracho? Estás hablando como Cacho Castaña o el pelado de Lost… Su tono se había vuelto definitivamente insoportable. Intenté centrar la conversación en su experiencia. –¿Y usted? ¿Por qué va a Santorini? ¿También va tras una meta? Hizo un aspaviento y casi se cae de la silla. Me sirvió un poco más


de vino. –¿Una meta a una isla griega llena de holandeses drogadictos? ¡Qué manera más cursi de expresarse! Yo voy nada más que a cumplir una tarea. Un mandado casi. Tu vaso está lleno. Dale…fondo blanco. Barrios ahora intentaba mirar el interior de la botella, asomando un ojo por el gollete como si fuera la mirilla de una puerta. Aproveché para arrojar el contenido de mi vaso debajo de la mesa. –¿Ah, sí? ¿Y cuál es? –La verdad es que estoy buscando a Polsen. ¿Lo ubicás? Willy Polsen era el director de los docentes acompañantes. –Claro. No lo veo mucho pero lo ubico. Un tipo muy inteligente… –Un auténtico intelectual –Barrios volvió a amenazar mi vaso con la botella. Dejé que la llenara y después intercambié los vasos–. Nunca vio un ladrillo en su vida, pero un auténtico intelectual. Debería de escribir en Brecha todas las semanas. –Y va a buscarlo a las islas… ¿Necesita decirle algo? Debe ser algo grave… –Más o menos. Se está garchando a mi mujer. El café griego que acababa de tragar ascendió directamente por el esófago en una declarada rebelión de ácidos gástricos que a duras penas pude contener. –¿Qué? Barrios hizo un gesto de fastidio. –Bueno, parece que ahora hablo en mandarín…Se la está cogiendo. Parece que la cosa empezó en México; entre ruinas aztecas, con Polsen hablándole de la continuidad de quinientos años de imperialismo, yo qué sé…esas cosas, ya sabés como son las mujeres…

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–Pero…¿Cómo Polsen se va a estar co… acostando con su mujer? ¿Por qué? …Quiero decir…¿Por qué pensás eso? Con la sorpresa había empezado a tutearlo. –¡Ah, vamos! Me vas a decir que no te lo han dicho. Todo el resto de los docentes lo saben. Toda esa cofradía de trotskistas esnobs lo debe de saber. Ese club de lectores de Eduardo Galeano…Son como hermanos siameses. Se deben de estar riendo de mí desde hace meses. Yo había entrado en pánico. –¿Y qué vas a hacer si los encontrás? –A ella nada. No soy golpeador de mujeres. –¿Y a Polsen? –No… A él lo voy a matar. Me quedé un segundo con la boca abierta mientras intentaba hacer llegar aire a mis pulmones. Parecía Gastón Pauls cuando Darín le explicaba cómo estafar viejas en “Nueve reinas”. –Lo dirás en sentido figurado. ¿No? –¿En sentido figurado? Barrios revolvió algo en su bolso de viaje. Dejó ver un revólver que brilló a la luz de las velitas del bar. –Así es. Tu chica es la Cenicienta. Vos sos el príncipe al rescate y supongo que yo soy el ogro malo… –Pero…¿Cómo vas a matar a Polsen? Estás loco… –En Montevideo, tal vez sería una locura. Pero el viaje…y Grecia. Es como esa filosofía barata que me estuviste vendiendo toda la noche…¿Cómo era que decías? –intentaba remedarme aunque, en su borrachera, se estaba remedando a sí mismo–. “Es otra galaxia, otro espacio temporal”. Dan ganas de ver un objetivo y lanzarse tras él.


–Yo grité. –¡Eso me lo estuviste diciendo vos! ¡Guardá ese revólver! Estamos a trescientos metros de una base naval de la OTAN. Vamos a terminar en Guantánamo. A la última frase me obligué a susurrarla. Habíamos llamado la atención a una turista inglesa de la mesa de al lado que atacaba una sepia con salsa de camarones. El molusco estaba con sus ojos negros vueltos hacia nosotros. El tenedor y el cuchillo de la turista le imprimían un movimiento que parecía un gesto de incredulidad más propio de Néber Araújo ante un entrevistado difícil que de un gastredópodo hervido al vapor. –Tanto da. Es la pura verdad –dijo Barrios–. Es una suerte que vos también bajes en Santorini. Vas a saber lo que es un viaje a las islas bien aprovechado. Dio al aire un puñetazo emocionado. Una sirena sonó en el puerto. –¿Qué es ese ruido? –El barco a Santorini –contesté–. Está por salir. Barrios dio su última carcajada en el Pireo. Aferró la correa de su bolso de viaje. Dio a la mesa un golpe fortísimo y se incorporó. –Entonces…Al ataque.

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2do. premio Generación: 1998 Viaje: 2005

No hay nadie, ni en la estación ni en el tren. Claro, si hubo alarma de bomba ayer, hoy no viaja nadie. Aunque si la alarma de bomba fue ayer, hoy hay más control. En este caso, es más seguro viajar hoy, el día siguiente a un atentado fallido. ¿No? El tren estaba ocupado por dos individuos además de mí, un guarda y otro guarda. Go back to Sofía! Dos guardas, un ticket y un tren para tres María Cecilia Laffitte (después fuimos cuatro, se subió otro pasajero). Recorrí los vagones, hice “videítos” relatando la gran anécdota del día anterior y sus consecuencias. Elegí un camarote, me explayé sobre tres asientos y me dispuse a dormir. Faltaba un par de horas para llegar a Tesalónica, ciudad griega donde haría la conexión con otro tren que me llevaría a Atenas, mi próximo destino. Estaba realmente agotada después de cuatro días de viaje en camioneta y mal dormir. Abruptamente me despertó un policía que me sacudía una pierna


diciendo: “passport!, passport!” “¡Sí, voy!”, le contesté. Le entregué el pasaporte y al chequearlo soltó un grito sin dirigirme la mirada: “decá!” Yo: “What?” El policía: “Decá!” Yo: “What?, sorry, I don´t understand you”. Y se fue. Pasan un par de minutos y sube una policía que amablemente pregunta: “¿dónde está el auto?”. Yo: “No entiendo de qué me habla”. La policía: “¿Dónde está el auto que usted manejaba cuando entró a Bulgaria?”. Yo: “… ¿qué? No ¡Ah! ¡Sí! Claro. El auto”. La policía: “Yes”. Yo: “Es que… yo viajo con un grupo. Somos cien estudiantes de arquitectura viajando alrededor del mundo. Éste es un viaje académico. En Europa viajamos en autos rentados, en pequeños grupos de cinco a ocho personas… en realidad hacemos un leasing y todos los que estamos habilitados a conducir lo hacemos. Hemos cruzado fronteras manejando indiferentemente en la entrada y salida de todos los países que hemos visitado”. La policía: “Where is the car?”. Yo: “Eee… the car está en Sofía. Deben de estar partiendo hacia Estambul”. Se dio media vuelta y se fue. Pasaron varios minutos. No pasaba nada. Me arrimé a la puerta más cercana a mirar qué sucedía. Estaban ahí. Bajé un par de escalones como para acelerar el trámite pero sin bajar a tierra (no sea cosa que el tren arrancara y me dejara ahí). Como si no percibieran


mi existencia, hablaban con el conductor. Ahí me di cuenta de que éramos cinco. Me quedó mirando fijamente la escena, y antes de emitir sonido alguno, el tipo me dice: “you have problems”, e inmediatamente se dirige al chofer y le dice que arranque. Digo exaltada: “¡El pasaporte!”, a lo que él responde: “Estás en graves problemas, bajá con todas tus cosas, ¡ahora!”. El descampado no produjo mayor desasosiego en mí. La situación ya era un exceso. Bajar del tren y encontrar la nada no me sorprendió. No podía creer lo que estaba ocurriendo. Pero era así. Sí, sucedía, y no había “undo”. En manos de un par de policías búlgaros. ¿De qué me acusarían? ¿De ladrona o traficante de autos? No lo sé ni lo supe nunca. ¿A dónde me llevaban? ¿Qué podía hacer? No lo pensé. No lo pregunté. Adquirí inmediatamente una postura en defensa del “yo no fui” y la sostuve hasta el final. La única construcción existente se veía a pocos metros. Escasos metros cúbicos pintados de blanco y un par de autos. El cielo muy celeste y luminoso. Nos subimos al auto, los policías adelante y yo atrás. Anduvimos no sé cuánto tiempo ni por dónde (se me olvidó), hasta que llegamos a un lugar de extraño movimiento. Pasamos varios restoranes, una casa de alquiler de autos, taxis amarillos a montón y una garita de policía, ubicada de forma central sobre las grandes vías de tránsito. Tomamos la vía derecha. Después de dejar atrás la garita, una construcción lineal blanca bordea el lado derecho de la vía por la que venimos. Nos detenemos en la última puerta. Estamos en la frontera con Grecia por donde pasan los autos, bi-rodados y peatones. En la oficina están reunidos los dos policías (el hombre y la mujer) y un tercer policía. Yo

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espero afuera, donde entra y sale gente, también policías. Después de unos minutos se presenta “el tercer policía” y comienza la interrogación. El tercer policía: “Who are you?” Yo: “I´m an architecture student from Uruguay”. El tercer policía: “What are you doing here?” A lo que suceden las mismas respuestas entrenadas, repetidas infinitas veces durante todos estos meses de viaje… “academic trip…”, “we travel around the world…”, “one hundred persons…”, “rent a car…”. El tercer policía: “Where is the car?”. Yo: “The car está en Sofía o en viaje a Estambul. Mis compañeros van para ahí”. El tercer policía: “¿Y por qué usted está acá? ¿Por qué no está con ellos?”. Cómo explicar todas las razones en inglés. Respondí que Antonio y Fedra, padre y hermana de Susana, una amiga argentina-griega que vive en Lanzarote, España, me esperaban esa noche en Atenas y que luego de una semana (mientras la generación iba a Turquía) me reencontraría allí con mis compañeros. A lo que él respondió: “You went on in these car (me dice el modelo y matrículas de las camionetas) with ten persons. You can go out of Bulgaria by this car. Not in another way”. Yo: “No, please!… es un error. No sabía que si entraba manejando tenía que salir manejando. ¡Por favor!” El tercer policía: “Come back to Sofía and take the car”. Yo: “Pero es imposible, deben de estar en viaje ahora…”. El tercer policía: “Llámelos por teléfono”.


Yo: “Pero no tengo cómo comunicarme. No tienen teléfono. Yo tengo un celular de casualidad. Me lo regaló mi tía Edén hace unas semanas, cuando estuvimos en Holanda. Casi todos viajamos sin teléfonos…”. El tercer policía: “Váyase a Sofía y consiga una habitación de hotel”. Yo: “¡No! no voy a Sofía. Yo voy a Atenas. Me están esperando en Atenas”. El tercer policía: “Váyase a Sofía y consiga una habitación de hotel”. Yo: “…” Yo: “Tengo una idea… Espero acá hasta que ellos pasen la frontera. Por lo que usted dijo anteriormente, usted sabe quién entra y sale de Bulgaria por cualquier frontera. Ellos, en tres horas aproximadamente, llegarán a Estambul. Cuando ellos crucen, yo puedo pasar…”. El tercer policía: “Ok… go to Sofía and take a room”. Yo: “No, vuelvo en tres horas… ¿y mi pasaporte?”. El tercer policía: “?”. Yo: “¡La mujer policía tiene mi pasaporte!”. El tercer policía: “… … …” Da un grito hacia la oficina y aparece la mujer policía. Sin entender qué dicen, entiendo que la mujer niega tenerlo. Me mira con odio y vuelve a alzar la voz para decir algo que nuevamente no entiendo. El tercer policía sobrepasa su tono de voz con un grito. La mujer se da vuelta acatando lo que pareció ser una orden. Él la sigue. Vuelve con mi pasaporte y me lo entrega. Un respiro. En tres horas están en Estambul, pensaba mientras caminaba con la valija a rastras, mochila en la espalda y sobre de dormir en mano, encandilada por la situación.

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Al atravesar la casilla de vigilancia, se me ocurre que tal vez no se fueron de Sofía aún. Busco el teléfono del camping donde nos quedamos la noche anterior. Yo tenía la tarjeta. ¿Pero dónde? Tiene que estar donde siempre, con todos los documentos, registros, papeles, teléfonos… no, no está. ¿Dónde la puse? Memoria, memoria… uffff, ¡no! La dejé… ¿Y cómo se llamaba el camping? Tengo que encontrar a alguien que me ayude a conseguir el teléfono. ¿Dónde? En la renta de autos… Yo: “Hello, good morning –todavía era de mañana, el mediodía estaba cerca– I need find a telephone number in Sofía, can you help me?”. La encargada: “*.. *-*:…: - - .-* *—….*- … *** —” . Yo: “Speek english?”. La encargada: “*.. **** — . .-*.. *—….*- *:…”. Yo: “English?”. La encargada: “… …”. Yo: “Thank you, thank you...”. Y en este tipo de diálogo me encontré, por varias decenas de minutos, con gente diferente. Entre señas, dibujos y algún atisbo de voluntad de mis interlocutores, había llegado a recabar la siguiente información: en este lugar nadie habla inglés (a no ser algún policía que ya lo había demostrado), no hay Internet y el pueblo más cercano está a ocho kilómetros (retuve su nombre, lo que me llevó preguntar por él). Del camping, nada. ¿Y si voy hasta —————? ¿Cuánto costará ir? Ahí hay Internet. Voy donde los taxistas. Me acerco al lugar y a pesar de haber varios coches, en ese momento un solo hombre se encontraba ahí. Yo: “Hello!”


El taxista: “Hello”. Yo: “How much to —————?”. El taxista: “20 €”. Imperceptiblemente, se acercaron algunos otros que ya formaban parte del ruedo y escuchaban la conversación. Yo: “Is too much...”. El taxista: “20 €”. Yo: “Cheep!”. El taxista: “20 €”. Yo: “No, thank!”. Ni él bajó el precio, ni yo lo acepté. Me fui puteando, furiosa con los búlgaros, con la situación y con cualquiera que apareciera en el camino. Busqué una sombra donde pasar el tiempo que restaba para cumplir las tres horas prometidas y ahí me quedé. Con todas mis pertenencias. Incluido el pasaporte. Bajo un árbol de gran copa y sobre suelo de cemento ablandado por el sobre de dormir. A mi espalda, la terraza abierta de un restorán, vacía. Me separaba de ésta un desnivel poco pronunciado pero lo suficiente para sentirme fuera de ese lugar. Me enredé en mis pensamientos. Pensamientos atrapados de impotencia, de tolerancia. Miedo enmascarado. Me enchufé al discman con la intención de que la música los supliera. Estos insistían. Volvían. Había corrido un CD, cuando un hombre se acerca y deja una botella de Coca-cola y un vaso en el piso, frente a mí, y se va. Miro en dirección a su retirada y caigo en la cuenta de un grupo de cuatro hombres (todos taxistas, imagino) sentados tras de mí en una mesa del restorán. Me tomo el refresco y pongo otro CD.

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Tendría que llamar al padre de Susana. Quedé con ella en que le avisaría cuándo llego. A pocos metros de mi lugar hay un teléfono público y tengo tarjeta. ¡Increíble! Llamo a Antonio. Contestador. Dejo un mensaje presentándome y explicando que tuve un contratiempo y que no tengo certeza de cuándo voy a llegar. Y que vuelvo a llamar. Llamo a Susana, que está en Lanzarote. Yo: “¡Hola, Su!” Susana: “¡Hola negrita!, ¡qué hacés!, ¿dónde estás?” Yo: “Acá estoy, en Bulgaria. En la frontera con Grecia. Tuve un percance”. Le cuento el episodio en el que me encuentro y me responde inquietamente que tome nota. Anoté el teléfono del abogado de su padre. Dice que Antonio viaja todos los meses a Bulgaria y que cuando tiene problemas en la frontera recurre a su abogado. Que no dude en llamarlo. Que los búlgaros están salados. Después de algunas otras palabras de alarma y aliento, nos despedimos y quedamos en que vuelvo a llamarla cuando tenga novedades. Esta llamada me dejó en ascuas. Me devolvió al estado alerta que había sido atenuado entre la música y el “gesto” de los taxistas. Vuelvo a mi sitio. Recaigo en mis pensamientos. ¡Pero tiene sentido!, cuando la camioneta sea registrada en la frontera yo habré dejado de ser lo que soy para ellos. La lectura del suceso no es la misma. La interpretación toma otra forma. Mi forma dice que soy inocente. ¿Cuál será su forma? ¡Basta de pensar! Play. Quedando pocos minutos para finalizar las tres horas de espera, se acera una chica (moza del restorán) con un café negro enviado


desde la mesa de los taxistas. Dirijo la mirada a la mesa y agradezco con un suave movimiento de cabeza. El café, algunas canciones y abandono el lugar despidiéndome. Con la certeza de que no vuelvo. No es justo volver. Camino hasta llegar a la puerta de la oficina del tercer policía. Éste sale a mi encuentro y me pregunta qué hago ahí. Respondo que han pasado tres horas y quisiera saber si hay noticias de la camioneta. Después de un rato de diálogos indiferentes, donde básicamente él argumenta que es mucho trabajo lo que pido y yo retruco que no, acepta. Vuelve a la oficina, y cinco minutos después vuelve a mi encuentro con la noticia de que no hay noticias de la camioneta. ¡No puede ser! Suspiros exagerados, soplos, maldiciones y más. Recobro el espíritu y pacto conmigo misma que volveré en una hora y media. Quizás se durmieron, se colgaron, se “algo”. Vuelvo a mi lugar. ¿Y si no pueden pasar porque yo no estoy en la camioneta? ¡Estamos todos encerrados! Pero ellos son diez. Por número ya tienen más posibilidades. ¿Pero de qué? De pensar, de hacer, de todo. De que a alguien se le ocurra pagar coima y a otro alguien le dé la cara para hacerlo. A mí no me da. Podría intentarlo. ¿Y si me mandan en cana por coima?, ¿y por qué, si hice algo ilegal, no me llevaron a una comisaría?, ¿no me hicieron declarar formalmente o lo que sea?, ¿el castigo es quedarse sin salida? ¡Uffffff Ahhhh! Árbol. Sombra. Música. No tengo más que seguir esperando. O llamar al abogado. ¿En qué idioma hablará? Decido esperar. Busco algo en la mochila para comer. Tengo un par de duraznos y una botella con agua. No tengo hambre. Mi estómago es un nudo. Son

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las cinco de la tarde. Algo tengo que comer. Desde las seis de la mañana no ingiero nada sólido. Otro disco y el tiempo siempre presente. Se acerca un taxista. Me invita a tomar un café y participar de la mesa. Acepto. Empieza el diálogo gestual y de esbozos casi siempre necesarios. De la conversación resulta que: ya saben la razón por la que estoy ahí y sostienen que no podré salir de Bulgaria. Que en su país el control de autos es muy riguroso. Esto se debe a que es el país con mayor tráfico de autos de la región. Que esto es Bulgaria, no la Unión Europea. Muchas gracias, señores. Para esto no era necesaria tanta amabilidad. A pesar de las malas noticias, seguí a la mesa con ellos hasta llegada la hora de volver a la oficina del tercer policía. Saludos, despedida y allá me fui. El tercer policía: “¿What are you doing here?” Yo: “Quiero saber si tiene noticias de la camioneta”. El tercer policía: “Usted estuvo hace una hora acá”. Yo: “Hace una hora y media. Me hace el favor de registrar si la camioneta salió del país”. El tercer policía: “No. Ya fue suficiente. Vuelva a Sofía”. Yo: “¡Por favor! Ayúdeme a resolver esto. Usted es la única persona que me puede ayudar. ¡Qué le cuesta! ¡Por favor!”. El tercer policía se dirige a su oficina. Vuelve a mi encuentro sin noticias de la camioneta. Yo: “Pero, ¿está seguro? ¿Está seguro? ¿Es la frontera correcta en la que busca? No puede ser, tienen que haber cruzado”.


Con lágrimas en los ojos tomé hoja y lápiz. Dibujé Bulgaria, sus países limítrofes e indiqué cuál es la frontera que tendrían que haber cruzado. Le pedí que volviera a fijarse, que llamara por teléfono, que me ayudara a salir. Mi situación estaba en sus manos. Volvió a entrar. Lo vi chequear la computadora y hablar por teléfono. Salió sin buenas noticias nuevamente. Mi estado de desesperación elevó mi tenacidad y ahí me planté. Tenía que irme de ahí y no cabía la posibilidad de que fuera marcha atrás. Lloré. Puteé. Me senté en el escalón de entrada al edificio y de ahí me iba sólo para cruzar la maldita frontera. Estaba oscureciendo y ahí seguía, en el mismo lugar. El tercer policía: “Give me your passport”. Yo: “What?” El tercer policía: “Your passport”. Se lo doy. Minutos después vuelve con el pasaporte en mano y dice: “el pasaporte está sellado, te puedes ir”. Yo: “What?” Explosión de libertad y alegría. Lo abracé. Le agradecí desenfrenadamente. Lo volví a abrazar. Le volví a agradecer. Me pidió que le avisara cuando tuviera noticias de mis compañeros. Intercambiamos teléfonos. Me comprometí con la tarea. Me fui. Brillante de alegría caminé metros y metros de vías de hormigón. ¿¡Y ahora!? ¿Cómo llego a Tesalónica? ¿A cuánto estaré? Desde donde estoy, veo las únicas dos construcciones existentes. Llego a la primera. Es una agencia de viajes. Ciento treinta son los kilómetros que me resta hacer para tomar el

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próximo tren. La forma de llegar es en ómnibus y el último salió hace media hora. Voy hasta la siguiente construcción. Es un parador. Sirven comida. Consulto cómo hago para llegar a Tesalónica, quizás me dan otra opción. No sucede. Hacer dedo o pasar la noche en la calle son las elecciones posibles. ¿Pasar la noche acá? No mientras me pueda ir. Hay algunos autos en el parador. Me siento al cordón de la calzada del parador y espero a que se dispongan a partir para preguntar. Elijo familias, me dan seguridad. Nadie dice “sí”. Seguro, yo no doy seguridad. Qué hace una chica sola a esa hora en una frontera, y de apariencia (probablemente) terrible tras el día que me había tocado vivir. Iban quedando pocos vehículos. Llega un camión. Una de las últimas oportunidades, pienso. Se bajan dos tipos que aparentan cordura. Los intercepto antes de entrar al parador. Ellos van a Tesalónica. Parten después de un café y me llevan. Como desahogo prendo la cámara de fotos. Estoy exponiendo el relato del día cuando el tipo del parador me interrumpe: “Where are you from?” Yo: “From Uruguay”. Él: “¡Ah!, yo conozco a una persona de Uruguay. Estudiamos juntos en Alemania”. Yo: “¡Ah! ¿Y qué estudiaron?”. Él: “Gestión de Hoteles. ¿Y qué haces acá?”. Yo: “Es una larga historia. Rápidamente. Tuve problemas en Bulgaria, estuve todo el día en la frontera… y acá estoy en la frontera pero del otro lado… esperando a los señores que están en ese camión. Voy con ellos hasta Tesalónica y me tomo el tren a Atenas”.


Él: “Trenes a Atenas en la noche no sé si hay. Seguramente tengas que pasar la noche en Tesalónica”. Yo: “No sé, veré”. Él: “Que te vaya bien. Chau”. Yo: “Chau. Gracias”. En Tesalónica seguro encuentre algún hotel, me quedé pensando, cuando el tipo vuelve a interrumpir: “te ofrezco quedarte en casa esta noche, puedes descansar, tener una buena cena y mañana en la mañana te acerco en el coche hasta el pueblo más cercano (treinta kilómetros) donde para el tren. Te bajas en la misma terminal donde sale el que va a Atenas. Vivo acá, a tres kilómetros, en la montaña. Vivo con mis padres durante los meses de temporada alta. Son los dueños del parador y vengo a ayudarlos cada año. El resto del año vivo en Creta”. Yo: “Eh… Muchas gracias. Me voy con los camioneros. Te agradezco”. Dos días después me encontré con Fedra. Dos interminables e increíbles días después. Mirarla a los ojos y sentir que nos conocíamos de siempre fue llegar a casa. Fedra y Pedro (su esposo, uruguayo) me regalaron una semana de su vida. A Fedra y Pedro, este relato.

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3er. premio Generación: 1990 Viaje: 1997

Para Glinka, porque siempre tiene opiniones y consejos que alumbran.

Cuando Rodolfo terminó de contármelo, me miró esperando alguna reacción. Como yo no decía nada, él no pudo con su ansiedad y me preguntó: El instante Estambul –¿No te resulta increíble? Alexander Buhler –En cierta manera no –le respondí–. La verdad es que me resulta bastante más creíble de lo que te imaginás. Con Rodolfo solíamos juntarnos en las noches de verano en la casa de él o en la mía, después que volvió del viaje. Por lo general, nos quedábamos charlando hasta tarde. Las conversaciones siempre empezaban con la inmortalidad del mosquito y terminaban derivándose indefectiblemente hacia el viaje. Es que Rodolfo había vuelto hacía poco y todavía le quedaba un tiempo para seguir sintiéndose ciudadano del mundo.


El viajó en 1998, el año que Pinochet casi cae preso en Londres y yo el año anterior, cuando la sub 20 casi gana el mundial de Malasia. Los dos viajamos en años llenos de “casi”. Como yo le llevaba un año de ventaja, había logrado tomar un poco de distancia de la marca indeleble que resulta ser nómade universal por nueve meses, pero todavía caía con facilidad en las conversaciones o tertulias que implicaran hablar del mundo. La diferencia entre Rodolfo y yo, era nada más que el tiempo que demorábamos en referir cualquier tipo de charla, a un lugar, cosa o situación de nuestros respectivos viajes de arquitectura. Cuando me lo contó estábamos en la casa de él. Era una noche de febrero y los dos, sentados en el balcón con una cerveza, buscábamos que corriera aire fresco. –Pero entonces fue hace bastante, como por la mitad del viaje –le dije. –Lo de bastante es relativo, ¿no?, para mí es como que hubiera sido la semana pasada. Y en eso del tiempo Rodolfo tenía razón. Seis horas, por ejemplo, no son las mismas si se está en un vuelo con turbulencias, que si hay que manejarlas en la cinta infinita de una autopista o si son las disponibles para recorrer una ciudad donde se va a estar por única vez. Tampoco son las mismas que las de una escala de aeropuerto donde seguramente sirvan para dormir lo más incómodamente posible en un asiento. –Una de las muchas cosas que me sorprendieron de andar viajando fue que experimenté realmente la relatividad del tiempo. Ahora lo entiendo a Einstein –me dijo sonriendo–. Capaz que él también estudió en la facultad e hizo el viaje. ¿Viste que ahora está


de moda la teoría de que el tiempo es un espiral, no? –Es verdad –le respondí–. Yo nunca lo terminé de entender. Me resulta difícil de imaginármelo. ¿Yo te conté alguna vez mi teoría sobre la mitad del viaje? –¿Teoría de la mitad del viaje…? No, con ese nombre no me contaste nada. Cuando empecé a explicarle, él coincidió conmigo que no transcurría a la misma velocidad la primera mitad del viaje que la segunda. Pero nunca había reparado en que esa mitad era móvil según cada uno. Y eso lo que demostraba era que no se trataba de contar los días totales entre partida y llegada, dividirlos entre dos y establecer un día y fecha exactas en el calendario. Cualquier viajante de arquitectura sabe que llegó a la mitad de su viaje el día que se despertó luego de haber soñado que estaba en Montevideo. –¡¡¡Tenés razón!!! –me dijo–. Mi mitad del viaje fue en el segundo o tercer día en Berlín. Creo que ese fue el día en que más fotos saqué, le disparé a todo como con una metralleta por las dudas me tuviera que volver. –El mío fue en Florencia, en el camping Michellangelo. ¿Uds. fueron al Michellangelo? Fue mi primera experiencia en un camping con el suelo a 5 grados. Esa noche yo había soñado que regresaba a Montevideo sólo por unas horas y que al volver al aeropuerto de Carrasco, a tomar el vuelo para retomar el itinerario, el avión ya había despegado. Esa mañana me desperté con nostalgia y amontonado contra un vértice de la carpa. Luego de desenredarme del sobre de dormir, tuve la necesidad de salir a buscar el teléfono más cercano para llamar a casa.

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–¡¡Excelente para compartir!! –dijo Rodolfo refiriéndose a mi teoría y pensando que el día que tuviera un hijo le iba a enseñar esa expresión–. Cuando vea a los chiquilines voy a hacer un relevamiento de mitades personales del viaje. No se bien para qué, pero en algún momento para algo va a servir. –Lourdes se gastó la mitad del viaje casi enseguida –le conté. –¿En dónde? –En Japón –¡¿En Japón?!...¡¡¡A la miércoles!!! Lourdes fue compañera mía de camioneta y fue de las primeras en llegar a la mitad. Hasta hoy no sabemos cómo, estando en Japón, tuvo tiempo para que le ocurriera otra cosa que no fuera estar en Japón. Porque visitar el país nipón con Capandeguy y Sprechmann como docentes resultó tan interesante como vertiginoso. Pese a que a Rodolfo tuvo otros docentes, coincidió conmigo en que la estadía en Japón tenía un ritmo muy particular. La agenda empezaba a las ocho de la mañana y terminaba doce horas más tarde. Al final de cada jornada uno caía en la cuenta de haber recorrido trescientos cincuenta kilómetros en trenes, ciento veinte en ómnibus, sesenta o setenta en subtes, caminado cuarenta o cincuenta cuadras, visto una veintena de edificios de la guía de viaje, entrado a otra veintena más, conocido algún estudio, usado rollos de fotos, etc., etc., etc. Y mientras caía en la cuenta de eso y recuperaba el aliento, Capandeguy pasaba el aviso del lugar de encuentro a la mañana siguiente para otra jornada igual. En Japón cada día era de vértigo y con sobresaturación de información y emociones. Fue en el medio de una multitud de ojos rasgados, que agolpada


en una esquina esperaba la luz verde del semáforo, cuando sentí que estaba viviendo un Momento Japón. –¿Sabés en dónde me pasó a mí? –me dijo Rodolfo con cara de haberse acordado de una situación olvidada–. Me pasó en New York… Sí, sí… yo tuve un Momento New York al principio, cuando todavía tenés el poder de deslumbramiento a flor de piel. Ahí me contó que casualmente también a él le había ocurrido en una esquina, esperando la luz verde en un semáforo de Times Square. El compartió el agolpamiento con un rabino, un mejicano, un africano, un yuppie, un skater, una morena hablando interminablemente por celular, alguien con la camiseta de la selección colombiana de fútbol, el ruido del tránsito, los colores de las pantallas gigantes con publicidad, y el humo del calor del metro saliendo por las tapas de las alcantarillas. En ese instante sintió lo que era realmente una ciudad cosmopolita y lo que era sentirse el ombligo del mundo. La conversación se fue entonces hasta un local de comida mexicana cerca de Times Square y luego a otro de San Francisco. Ahí comenzamos un catálogo de lugares donde habíamos almorzado durante los nueve meses de nomadismo y rápidamente el catálogo se transformó en un ping pong de lugares exóticos visitados a la hora de almorzar. –Taberna penumbrosa en un pueblo de Suiza –dije yo–. La cena era una sola opción y consistía en un plato de sopa y un pedazo de carne de algo con una papa hervida. Éramos ocho, seis del pueblo, el primo Alejandro y yo. Nadie hablaba y las caras serias de los demás estaban a tono con la luz mortecina del interior, donde sólo se escuchaba el ruido de los sorbos de sopa.

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–Barsucho en Estambul –dijo Rodolfo–. Un lugar chiquito donde las sillas eran cajones y había que comer inclinados porque las mesas eran bajas. Todos medios amontonados. Servían té antes de comer, tenían unas estanterías repletas de todo tipo de cosas y había un olor muy particular. Estaba a una o dos cuadras del gran bazar. Mientras yo buscaba otro lugar exótico para aportar al catálogo, Rodolfo dijo: –El gran bazar… ¿Te acordás del gran bazar? –¿Cómo no me voy a acordar del gran bazar? –le respondí extrañado por lo obvio de la pregunta. El gran bazar es uno de los lugares a los cuales no se puede faltar en Estambul. Es un mercado de escala mediana con vida interior propia. Funciona en un edificio de una sola planta que ocupa un espacio de unas cinco por cinco manzanas. Miles y miles de personas circulan todos los días por sus calles interiores, las cuales están organizadas temáticamente y tienen el nombre de aquello que venden (calle del té, del cuero, de la plata, etc.). En ese organismo viviente también hay lugares de comida, espacios de descanso y mezquitas. Pero el valor arquitectónico no está en el edificio en sí, sino en todo lo que no se ve, aunque eso yo lo descubrí tiempo después. En el gran bazar se vende casi todo lo que a uno se le pueda ocurrir: té, especias conocidas y exóticas, alfombras, ropa, artesanías, plata, cuero, cerámica, joyas, etc. Pese a que soportó varios incendios, el arma del diablo no ha logrado moverlo ni un centímetro de su ubicación original. Las sucesivas reconstrucciones le han ido dejando una imagen más


moderna de lo que uno podría imaginarse antes de entrar. Sin embargo, es prácticamente imposible no sentirse en un lugar especial. Estambul cambió de manos y de fe a lo largo de la historia y esas marcas se descubren por todos lados. Pasó de ser capital del imperio romano a capital del imperio turco, dejando que el catolicismo se volviera a Roma y que el Islam se expandiera por todas las calles. Mientras el estrecho del Bósforo divide la ciudad y no deja que Europa y Asia se toquen, basta con cruzar hacia la parte oriental para tener la sensación de estar lejos del mundo conocido. La ciudad de fe mutante también es ciudad puerto y es imposible no percibir ese espíritu. Los turcos han convivido y conviven con minorías del este de Europa, del oeste de Asia y con viajeros que han llegado por mar y tierra desde que la ciudad tiene memoria. Al gran bazar lo construyeron en el siglo XV, cuando Constantinopla dejó de ser Bizancio y se hizo turca. Es un mercado con espíritu oriental en la parte occidental de la ciudad, donde la moneda obligatoria es el regateo. Allí se compra, se vende, se intercambia, se buscan oportunidades, se cierran negocios, se consiguen datos y recomendaciones. –¿Yo te conté lo que me pasó en el gran bazar? –me dijo Rodolfo, después de varios intentos fallidos por acordarse del nombre en turco de lo que habían almorzado aquel día en el barsucho. –No –le respondí–. Yo tengo una memoria flotante bastante frágil, pero me parece que es la primera vez que hablamos del gran bazar. Fue ahí cuando se largó a contármelo.

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Luego de que terminó, yo le pedí que me repitiera la historia. No porque no la creyera, pues me resultaba creíble pese a lo fantástico, sino porque quería que me contara los detalles. Rodolfo me miró con cara de “qué le pasa a este tipo que necesita que le repitan las cosas”, pero no preguntó el porqué de mi pedido. Empezó de nuevo a contarme desde el principio aquel día que lo condujo al Instante Estambul y yo me guardé ese relato porque creí que algún día tenía que ser contado. La segunda mañana en la ciudad bicontinental, Rodolfo se levantó temprano y mal dormido gracias a la red de altoparlantes que están distribuidos por casi toda la ciudad. Por allí se emiten los versos del Corán a la salida y a la puesta del sol (a las cinco de la mañana y a las cinco de la tarde). Rodolfo tuvo la suerte de que uno de esos altoparlantes estuviera ubicado sobre la ventana de la habitación del hotel. Esa madrugada, aparte de enterarse en árabe amplificado que era la hora del amanecer, se enteró también que no podía volver a dormirse. En la cafetería del hotel desayunó con los compañeros de camioneta, que al igual que él, tampoco habían podido conciliar el sueño después de haberse despertado por una voz desconocida en un idioma extraño. Mientras desayunaban, estudiando la guía de viaje junto con el plano de la ciudad, optaron por un itinerario light para la mañana. El itinerario de la tarde lo dejaron para armarlo luego de almorzar, según cómo los hubiera tratado el día. Decidieron que Santa Sofía, la mezquita azul y luego el gran bazar, eran una buena opción para una mañana con el cuerpo pesado. De la visita a las mezquitas Rodolfo me contó que se guardó para


sus postales mentales, el espacio místico, el silencio omnipresente y la sensación de respirar la historia y la fe. –No sé cómo explicarlo con palabras –me dijo–. Porque mirá que ni en Notre Dame ni en Santiago de Compostela ni en los templos budistas, sentí algo así. Pero si en ese momento alguien me hubiera explicado el Corán, seguro me convertían al Islam sin ningún esfuerzo. –Yo, a Santa Sofía fui el último día –agregué–. Diez minutos después que entré, la desalojaron porque venía no sé que presidente a conocerla, así que no tuve tiempo de experiencias místicas. Luego de mi interrupción, siguió contándome que el trayecto hacia el gran bazar estuvo cruzado por unas cuantas fotos de esquinas y personas, una parada para una coca-cola fría y la entrada a un cajero automático a retirar aquellos billetes que tenían hasta siete ceros. Cuando llegaron y entraron al gran bazar, Rodolfo se dio cuenta que difícilmente fuera aquel un lugar para tenerlo dominado en lo que quedaba de la mañana. Había gente entrando y saliendo todo el tiempo, caminando de un lado a otro, vendedores que iban y venían de los locales, turistas y locatarios que consultaban precios, otros que regateaban en voz alta, personas que transportan cajas y mercaderías, etc. Se respiraba un aire totalmente opuesto al de las mezquitas que acababan de visitar. Se respiraba el aire de una ciudad viva. Optando por recorrerlo a la deriva, tomaron una cualquiera de las calles. Empezaron a caminar de local en local, mientras los vendedores los iban asediando en diferentes idiomas a medida que se acercaban a cada vidriera.

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Los vendedores se acercaban y hablaban sin parar, tratando de llamar la atención y atraer a la gente a su negocio, mientras intentaban dar con el idioma apropiado para hacerse entender. Años y años de ciudad puerto los había hecho dominar muchos más idiomas de los que uno pudiera imaginarse. En un momento a Rodolfo le llamaron la atención unos anillos de plata. Miró a su novia que venía caminando unos pasos más atrás y pensó si era porque de forma inconsciente ella se había adaptado al machismo turco. –Vení, acompañame a ver eso anillos –le dijo. Los dos se pararon frente a la vidriera a mirar mientras el vendedor, un muchacho de pelo negro, bigote recto y finito, y piel aceitunada, comenzaba a revolotearles alrededor. –Hello… buonasera signori… hola, amigo… Where are you from? Parla italiano? Rodolfo lo miró y sin responder nada siguió observando la vidriera, mientras el vendedor les seguía hablando y los invitaba a pasar al local. –Silver… ring sylver. Authentically Turkish silver. Come on inside, can you try it. Rodolfo, que de lo que menos tenía ganas era de que lo embarullaran después de un día que había empezado a la salida del sol, decidió que lo mejor era seguir y olvidarse de lo que había ido a ver. –Mejor seguimos –le dijo a la novia y se dio vuelta retomando la dirección en la que venían caminando. Entonces, ya de espalda, escuchó aquella palabra que lo hacía reaccionar y explicarle a quien fuera, que un lugar nada tenía que ver con el otro.


–Hey… amigo argentino, venga –dijo el vendedor. –No, no… argentino no… uruguayo –le respondió Rodolfo, dándose vuelta y regresando sobre sus pasos. –Rodolfo, vas a batir el record de explicación mundial sobre la diferencia ente Uruguay y Argentina –le dijo la novia–. Si vos te enganchás a hablar, yo sigo y me alcanzás después que le expliques todo y le tomes el examen. –Son dos minutos nomás y no cuesta nada hacer conocer al país –le respondió–. Vos andá y yo ahora te alcanzo. –Ah… uruguayo, sí, sí. Yo conozco uruguayo. Chino Recoba, Chifle Barrios –dijo el vendedor mientras Rodolfo se acercaba y la novia seguía rumbo al negocio siguiente. Rodolfo se sorprendió al escuchar de boca del turco el nombre de quien fuera el mejor jugador del mundialito del `80. Encontró entonces dos motivos por los cuales regresar a hablar: uno, la geografía sudamericana, y el otro, la intriga de saber cómo un joven turco conocía al Chifle Barrios. Pero antes de poder preguntar nada, el vendedor siguió hablando con ese modus operandi que tienen muchos vendedores en oriente, de mantener la atención del otro hasta encontrar la forma de persuadirlo. –Yo conocer muchas cosas de Uruguay. Montevideo capital. –Sí, sí, Montevideo es la capital y no tiene nada que ver con Bs. As. –respondió Rodolfo. –Conozco calles, conozco calles –le dijo el vendedor. –¿Conocés calles de Uruguay? ¡¡¡Mirá vos!!! ¿Y qué calles conocés? –dijo Rodolfo pensando en que era un conversación, por lo menos, extraña.

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–Conozco la calle Gral. Hornos. ¿Ud. la conoce? Si a Rodolfo le había resultado extraño que alguien en ese lugar conociera al Chifle Barrios, más extraño le parecía aun que conociera, no 18 de Julio, la Rambla o Bvrd. Artigas, sino una calle de Belvedere. –Sí, seguro que conozco la calle Gral. Hornos –le respondió–. ¿Y vos, cómo la conocés? El vendedor sacó del bolsillo trasero del pantalón una billetera de cuero negro casi nueva. La abrió y estiró la mano. –¿Conoce Ud. a esta persona? –le preguntó. En un rincón de la billetera, atrás del plástico transparente, Rodolfo vio la foto carné de su ex novia. La última vez que la había visto había sido dos semanas antes de empezar el viaje, cuando se cruzaron en un corredor de la facultad. En la foto la encontró igual que siempre, con los ojos pequeños con destellos brillantes, con el pelo lacio y ordenado detrás de la oreja, y con esa expresión anodina que es propia de las fotos de pasaporte. Yo la conocía porque fue compañera mía de generación, porque viajamos el mismo año, que fue el anterior al de Rodolfo, y porque fue su novia durante mucho tiempo. Aquella novia que para mi amigo había sido un antes y un después, aquella con la cual la separación había sido prolongada e intermitente, ahora estaba adentro de la billetera de aquel turco, y seguramente también adentro del corazón. La sorpresa lo dejó callado y mirando la foto. Cuando reaccionó miró al vendedor. –Claro que la conozco… es mi ex novia –le dijo con una tranquili-


dad que no se condecía con la situación ni con su emoción interna, pero que era propia de Rodolfo en las situaciones complicadas. El vendedor lo miró con cara de desconcierto e instintivamente cerró la billetera y volvió a guardarla en el bolsillo trasero del pantalón. –Igual hace bastante que terminamos –le aclaró Rodolfo, por si le había herido algún sentimiento. –Ok. Disculpe –le respondió el vendedor, que quedándose callado por no saber que más decir, volvió a la puerta del negocio. Rodolfo miró alrededor tratando de ubicar a la novia o a alguno de los compañeros porque necesitaba poder decirle a alguno de ellos que acababa tener un Instante Estambul. Mientras se iba caminando y esquivando gente, escuchó que el vendedor le decía en voz alta: –Por favor, si la ve dígale que me escriba. No tenia ni idea de cómo se manejarían las relaciones en Turquía, pero lo que sí sabía era que no era él la persona más adecuada para transmitir ese mensaje. Siguió caminando sin darse vuelta, pidiendo permiso para ir pasando entre la gente. Mientras apuraba el paso para tratar de alcanzar a alguno de sus compañeros, se acordó de la esquina de New York. Enseguida se sintió afortunado de que esos momentos únicos lo hubieran tomado las dos veces por sorpresa.

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mención Generación: 1997 Viaje: 200

Eran apenas las diez de la mañana. Hacía poco más de una hora habíamos dejado el hotel, y ya nos habíamos quedado sin agua. Empezábamos a considerar seriamente la compra de las botellitas de miles de piastras (de a 5 euros, que no eran o 5 euros sino que terminaban en 1 o 2 después del correspondiente regateo) de agua miMicerinos neral (que tampoco era agua mineral sino Jimena Pallas recarga de agua corriente o similar). Ya no recordábamos por qué se nos había ocurrido rechazar hacer el camino con un guía o una excursión. El sol empezaba a quemar; no la piel, sino el aire. Aquel aire traía el bullicio: conversaciones de turistas del norte, llamados de atención de insistentes vendedores desde el este; las mismas frases, una tras otra, una y otra vez, insistentes, incansables, como si quisieran, vendiéndonos estatuillas y escarabajos, distraernos del trance en el que íbamos a entrar. El alrededor se enlentecía, y nuestros cuerpos más. Pronto nos ha-


llamos cubiertos con todo trapo que teníamos a mano: camisetas, buzos, pareos, en la cabeza, en la cara, en los hombros, en las piernas, y cada pocos metros siguiendo el contorno de la sombra de algún afortunado montón de piedras; todo para mantener en sombra cada centímetro nuestro posible. Caminábamos cada vez más despacio, dejándonos deslumbrar de a ratos evitando el filtro de los lentes negros. Finalmente…Micerinos1 Nos paramos frente a frente, cada quien debía decidir si iba o no iba a entrar. Subí hasta la sombra que marca en la piedra el acceso a la pirámide, un hueco de 2 x 2 en una fachada de sesenta metros de largo, algunos metros por encima de la arena donde caminábamos antes. Un momento y el resplandor de afuera se transformó en oscuridad. Inmediatamente el túnel: un corredor de cuarenta m de largo con una sección de menos de 1m2 a 5° de pendiente por el cual descender. A los pocos pasos sentí el peso de la pirámide sobre mi cabeza. Bajaba agachada, prácticamente sentada, con la cabeza rozando la piedra del techo del túnel, aferrada a las barandas y pisando muy fuerte para no resbalar. Seguía mirando permanentemente el piso, intentando no pensar en que era imposible moverme de otra manera… imposible pararme, imposible retroceder o siquiera levantar los ojos. Intentaba olvidarme de los cientos de bloques de piedra de varias toneladas que se encontraban por encima de mí. El aire se pegaba al cuerpo. Descendía y el ambiente se volvía espeso. Cada vez más difícil respirar. Y es que, si lo pienso, el edificio no había sido construido más que para albergar a un muerto.


La temperatura aumentaba, grado por grado, minuto por minuto, hasta transpirar literalmente por cada uno de los poros y descubrir cada milímetro del cuerpo cubierto en un sudor estático. No quería cuestionarme si ya me era insoportable, porque de todas maneras no era posible volver atrás; ni siquiera pensar en que el camino de salida sería igual o peor que el de entrada. Sólo seguía bajando, sin pensar, bajando… un paso más, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, pasos más… ocho, nueve, diez, once pasos más… Entonces la sombra parecía cambiar de matiz. Era el túnel que terminaba en la cámara principal, donde una vez se encontraba el sarcófago del faraón y que hoy no era más (ni menos) que una habitación de piedra vacía, de unos pocos metros cuadrados con muros de metros y metros de espesor. Erguí la cabeza y logré pararme. Los minutos ahí dentro parecieron eternos, entre el estupor de no poder creer donde estaba y el deseo de absorber hasta la última gota de aire que pudiera exprimir del recinto. Miré a mi alrededor sabiendo que no era así como me lo había imaginado… y que aquella era una imagen mucho más fuerte. Esa sería, muy probablemente, la única y última vez que estaría allí parada.

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La gente a mi alrededor no existía, era un enorme silencio. Ya quería volver a la superficie, pero sabía que eso significaba regresar por donde había bajado y que, con certeza, la subida sería el camino más duro. Por el mismo túnel y en las mismas condiciones, ahora acentuadas por el esfuerzo de la pendiente, ascendía esta vez casi pegada al suelo, cada vez más pesada, apoyándome en las puntas de mis pies, aferrándome a las piedras de las paredes del corredor. La oscuridad parecía interminable. Por momentos cerraba los ojos y sólo era conciente de respirar y del esfuerzo contra la piedra. Podía notar un reflejo de luz que parpadeaba, cada vez más constante. Si levantaba la vista llegaba a ver una ranura... La luz me encandiló y ese fue el final del túnel. Me incorporé, entre palabras de idiomas que no conocía. Respiré. Una fuerte brisa me abanicó la cara. Frente a mí, estaban de nuevo kilómetros y kilómetros de arena y el sol del mediodía. Jamás pensé que hubiera algo que hiciera parecer fresco al aire del desierto.


1- Micerinos es el nombre que los griegos dieron al faraón MenKauRa, hijo de Kefrén. Es la más pequeña del grupo de tres pirámides de la provincia de Giza. Data aproximadamente del 2500 AC. En el año 1837, H. Vyse penetró en su interior y halló un sarcófago de basalto con el nombre de “Micerinos” en él. Decidió enviarlo a Inglaterra antes de abrirlo pero, desafortunadamente, el barco que lo transportaba naufragó frente a costas españolas… Micerinos | Jimena Pallas | 57



mención Generación: 1997 Viaje: 200

Osnabrück, jueves 30 de julio “Usted se comunicó con Dieter y Sabine, en este momento no estamos en casa, si quiere dejarnos un mensaje, hágalo después de la señal… biiiiiiiiiiip”. O algo así recibíamos (según lo que nuestros conocimientos de inglés, francés y español podían entender del alemán) al querer Y seguían llegando comunicarnos con quienes confiábaJimena Pallas mos serían nuestros anfitriones en la próxima ciudad del itinerario. Por mail ya habíamos ultraconfirmado nuestra llegada, así que todo debía estar en orden. Berlín, viernes 31 de julio Llegamos a Berlín a primera hora de la mañana. Afortunados nosotros, ya teníamos el alojamiento resuelto esta vez (un placer no tener que ponerse a buscar). Este argentino estaba loco, ¿en qué cabeza cabe alojar a un montón de desconocidos en tu casa?... ¡Y gratis!


Dieter se había mudado a Alemania cuando era joven y vivía en un segundo piso por escaleras en el Kreuzberg, en Berlín. Allí nos dirigimos, mapa en mano y perdiéndonos un par de veces antes de dar con la calle (¡para variar!) pero sin mayores complicaciones. El dueño de casa no se encontraba, pero en su lugar había dejado para que nos recibiera a su hijo, quien estudiaba en Rotterdam y estaba allí por sus vacaciones de verano. Nique hablaba un muy buen español, así que todo iba bien. Éramos diez personas cuando él esperaba que fuéramos cinco (pequeño malentendido), pero todo seguía bien. Incluso nos ofreció las llaves del apartamento de la vecina, quien se las había dejado en caso de que las necesitara, para que estuviéramos más cómodos. El cuarto que nos mostró en su casa era enorme y la verdad que mucho no nos preocupábamos por la comodidad a esa altura, así que descargamos allí nuestro equipaje (“después vemos”). Nos preguntó si iba a venir más gente, a lo cual asumimos que no y nos fuimos a conocer Berlín. Pasó la tarde. Volvíamos caminando al atardecer cuando divisamos de lejos movimiento en la puerta del que reconocíamos era nuestro edificio (“¿era aquel, no?”). Dos camionetas 807 con matricula roja francesa estaban estacionadas enfrente (eso sólo significaba una cosa: ¡autos del grupo de viaje!... ups). Aceleramos el paso. Descargando estaban otros diez de nuestros compañeros que nos explicaban cómo ellos, al igual que nosotros, habían combinado por mail para quedarse en lo de Dieter (otro pequeñito malentendido), pero en vista de que habíamos llegado primero, ya se estaban acomodando en el apartamento de al lado. Seríamos vecinos.


Subimos a “casa”, de la que por supuesto ya teníamos dos juegos de llaves. Dieter (pronúnciese “Ditar”) también había llegado esa tarde y parecía, para nuestra sorpresa, perfectamente cómodo con la situación. Esa noche hubo cena vegetariana (como nuestro anfitrión). Camioneteros 10 + vecinos 10 + Dieter + Nique = éramos 22. Berlín, sábado 1 de agosto Salimos rumbo a nuestra recorrida diaria luego del café con tostadas con dulce de leche (¿dije dulce de leche? Sí, dije dulce manjar de leche, que los dueños de casa habían preparado temprano para “bienvenirnos”). El día estaba hermoso, así que aprovechamos y volvimos tarde, ya de noche. No nos dimos cuenta sino hasta estar en la puerta… de que otro auto con chapa roja había estacionado enfrente (“¿Y ahora quién?”). Cuando llegamos la casa estaba agitada. ¿Quién? Los docentes. Sí, los propios docentes del grupo de viaje, que tenían nuestro mismo pique (pique: dato gentilmente heredado de generaciones anteriores) y se suponía que también habían hablado previamente para alojarse allí. Parecía que el alemán tenía problemas para decir que “no”. Ahora sí, a más de las 11.30 pm y un poco nervioso, Dieter aún hacía llamadas para conseguirles otro lugar donde quedarse. A nosotros nos entraba la culpa de haber llegado primero (y el miedo a que nos rajaran). Finalmente les halló ubicación, pero recién para

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la mañana siguiente, por lo que aquella noche se quedaron con nosotros (docentes, ¡qué felicidad!). Compartirían el cuarto con Nique (habitación que para la cena oficiaba también de comedor, dada la cantidad de gente que para entonces habíamos juntado). Ensaladas varias y pastas frías. Camioneteros 10 + vecinos 10 + Dieter + Nique + docentes 3 = éramos 25. Berlín, domingo 2 de agosto Desayuno con los docentes (¡que alegría!)... recomendaciones de itinerario, puntos de encuentro (o debería decir de desencuentro), preguntas sobre la noche anterior: “¿A dónde fueron?”; “¿Qué hicieron?”; “¿A qué hora volvieron?” (parecían nuestros padres). Partimos nuevamente, esta vez en grupos separados, así que al finalizar el día las llegadas fueron a tiempos distintos. Cada grupo que llegaba ponía al tanto al posterior sobre quién era quién aquella noche. A mí me abrió la puerta Sabine, que en un español de castilla con acento alemán se presentó como “la amiga de Dieter”, recién llegada de su fin de semana en las afueras. Pero había otra incorporación: se trataba de María, una chica de Alemania del Este que venía a estudiar a Berlín por seis meses, tiempo durante el cual se quedaría en casa de Dieter. María y sus padres, quienes la depositarían en su temporal hogar dulce hogar para irse tranquilos. Llegar hoy... justo hoy. La pobre chica (que no entendía ni una palabra de español) no sabía en qué se había metido. Sus padres, que tampoco entendían gota de castellano parecían un poco… nerviosos (¿o sería nuestra conciencia?).


En la cena se hablaron tres idiomas esa noche: español, alemán y un conciliatorio inglés. Los vecinos cocinaron pizza. Camioneteros 10 + vecinos 10 + Dieter + Nique Sabine + Maria + padres 2 = éramos 26. Berlín, lunes 3 de agosto Esa mañana regresó, sin previo aviso, la dueña del apartamento de al lado, y encontró las tazas sucias en la cocina, las toallas mojadas colgadas en su baño y a los vecinos durmiendo en su cama (remembranzas de Ricitos de Oro que nos hacían sentir como invasores). No hablaba español ni inglés, así que vía Dieter (y alguna seña que otra) se lograron comunicar. Nuevamente rumbeamos para el centro. Al llegar por la noche a nuestro dulce (y ya sobrepoblado) hogar, (¡oh, sorpresa!) más gente había llegado. Otra vez Dieter al teléfono intentando encontrar alojamiento (según descifrábamos). Sabine al celular, dedujimos que en lo mismo. Resultaron ser cuatro rezagados del itinerario que, claro, habiendo hablado previamente con Dieter, quedaron tranquilos de que aunque se atrasaran, un cuarto los esperaría al llegar (¡qué ilusos!). Ya gratis no se pudo conseguir nada, pero lograron una habitación cruzando la calle, negociando un precio más que conveniente. Fideos con tuco para todos. Camioneteros 10 + vecinos 10 + Dieter + Nique + Sabine + María + dueña del apartamento de al lado + rezagados = éramos 29.

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Berlín, martes 4 de agosto Otra mañana con un sol impresionante. Al volver de la recorrida diaria, cuando caía el sol a las 7 pm, nuestros anfitriones nos esperaban en el parque, a pocas cuadras del edificio, con una mesa kilométrica a orillas del río, servida con todo tipo de preparaciones vegetales, panes y bebidas, sobre manteles de un rojo chillón (por si alguno no podía encontrarlos). Para celebrar nuestra gran familia, fue noche de pic-nic. Manteles, sillas y lonetas mediante, nos apropiamos de unos metros de césped que dieron para la cena y la guitarreada hasta entrada la madrugada. Éramos… ¿cuántos? Asumámoslo, ¡el comedor quedó chico!


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mención Generación: 1992 Viaje: 1999

Intro: SRV Los viajantes de arquitectura sufrimos de lo que se me ha puesto en llamar el SRV: síndrome reiterativo de viaje. El mismo consiste en repetir sistemáticamente las anécdotas vividas. Para esto deberán estar reunidas un mínimo de dos personas que hayan compartido por lo menos algunos minutos juntos por el mundo. Tresenuno La conversación comenzará siempre con las Arq. Daniela Arias palabras “te acordás” o “me acuerdo”. Luego de entrar en tema, los comentarios comenzarán a desbordar frenéticamente el lugar, y ahí comienzan las dificultades. En general, hablarán los dos a la vez y si son tres, los tres, y así sucesivamente. Señor, señora, no se preocupe, seguramente no entenderá las risotadas y el jolgorio, o no hallará el hilo conductor del relato y si lo encuentra, el final no será tan espectacular y abrumador como la actitud de los protagonistas que lo presentan. No se preocupe, pues no encontrará lógica narrativa y a menudo la historia avanzará de manera confusa para usted, pues habrá omi-


sión en los datos aportados. No se preocupe, pues el cuento no va dirigido directamente a usted; digamos que es usted el medio y no es su comprensión el propósito final del mismo. El destino es (seguramente de manera inconsciente) preservar intactos los recuerdos; la necesidad de nosotros los viajantes, casi obsesiva, de fotografiar, escribir, describir y volver a describir los hechos, para evitar que escapen y entren en el olvido. Debo decir, y con franqueza, que tengo problemas con los recuerdos, el temor de que el tiempo tergiverse, modifique y hasta los borre de mi memoria me atormenta. Honestamente, nunca perdí la capacidad de asombro, virtud innata ayudada con una buena dosis de auto imposición, tal vez; porque desde el momento en que abroché mi cinturón en Carrasco, tuve conciencia de que debía registrar en mi memoria cada instante de esa locura en la que me adentraba, sin cuestionamientos, sin control sobre el minuto siguiente, aceptando la incertidumbre con la naturalidad de un niño. A menudo los recuerdos son boicoteados por la distancia de los años, la imaginación y más recuerdos que acumulamos. En la necesidad de mantener su permanencia uno los va pintando, moldeando, tallando… profundas trincheras para evitar su fuga. A continuación, he trasladado (directamente y sin modificaciones) tres impresiones de entre varias de mi libreta de viaje, con el afán de que el recuerdo permanezca intacto y así resguardar el instante en que fueron escritas y proteger, por qué no, la ingenuidad y la franqueza de tener nueve años menos.


Unoenuno: There is a light that never goes out Varanasi, 26-05-1999 La brisa cálida de la madrugada ya había mutado en calor agobiante. Volví al hotel atontada, impactada, alucinada de la experiencia. Mis cinco sentidos habían sido puestos a prueba en aquella escalinata que diariamente espera el alba, pero mi centro, ese aún no se recuperaba. Entonces, cuando hallé el reposo occidental que me hacía falta, molesta por necesitarlo y aún con la marca pintada, entre mis sienes, por esa mujer de mirada penetrante que a pesar de los años retengo en mi memoria; escribí esto: En ese momento único, corto pero interminable, cuando el mundo se achica, el horizonte se acorta y tu vida parece no haber tenido tiempo y no queda más que tu alma consolando tu historia En ese momento inmenso donde nada importa que no sea la esencia donde todo lo material

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se desvanece En ese preciso instante, perdida Gracias por encontrarme por reencontrarme... Dosenuno: Exploración surtida Torre Galata Estambul, 05-06-1999 Fue mucho más de lo que esperaba y no lo digo por la arquitectura, en ese aspecto era bien conciente de lo que Estambul tenía reservado para mis sentidos. Recuerdo el día que llegamos al aeropuerto, luego de súplicas al taximetrista, afirmándole que los cuatro entrábamos perfectamente en su coche con todo nuestro equipaje, que les aseguro, a esa altura era mucho y muy pesado. Allí estaba yo, debajo de alguna valija, debajo de una amiga, sentada en una sola pierna, fingiendo comodidad para llegar a destino sin ofuscar al conductor. Sólo parte de mi cara asomaba lo necesario para no morir asfixiada. El coche entraba a la ciudad y allí lo supe, pude sentir el aire, mi ojo de cíclope me relataba y avizoraba que iba ser imperdible, y respiré occidente. Llegamos al hotel, deposité sin delicadeza mi equipaje y salí. No conozco el idioma turco (tampoco en ese entonces) pero reconocía el alfabeto, y eso me bastaba para sentir una especie de alivio, de seguridad. Entré a un almacén, no tenía ambición de supermercado. Era un almacén igual al de mi barrio. Me compré un pan de kilo, un trozo de tofu y, para completar mi sorpresa, me hicieron la cuenta en un papel de estraza, que tanto significó para mí que


aún lo conservo. Caminé con mi pan bajo el brazo y no me daban los ojos. Hablé con la gente, escuché por vez primera el muhecín llamando a la oración, y eran tantas las variantes de aquella ciudad, eran tantas las contradicciones, ciudad única que comparte dos continentes, república que se profesa laica y a mi paso la gente detenida miraba a la meca, hablan turco pero rezan en árabe… aquello era un calidoscopio y sin embargo me sentí como en casa. Me despido de ti ciudad de los pináculos, de los techos de teja, de los té de manzana Yo no sé si algún día volveré, pero me hechicé en ti de ti de tu olor de tu gente, a cada paso hincada en sus rodillas De tus mercados Ah! color y especias que me llevo engarzadas Ciudad de pájaros de pescadores y negociantes de un bósforo que no sabe cuántas cosas separa

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Ciudad de cúpulas, mezquitas y naguile de frutas ¡hammam para mi alma! Adiós! Tresenuno: NYX3 Café Au Bon Pain 5th avnue y 37th st. New York, 20-12-1999 Aquel paréntesis en mi vida estaba llegando a su fin. Sí, aquel pedazo de tiempo impensable (dentro de mi propia vida) vivido con toda mi existencia, con todos mis sentidos terminaba… “el viaje” terminaba. Una chispa muy dentro luchaba por no apagarse. El solo hecho de leer MVD en el boleto, en el último boleto de avión, sonaba como el ancla a la rutina y echaba agua en mi interior. No sé cómo explicarlo, uno se siente libre, dueño… vivo. Había estado en Manhattan dos veces y no podía permitirme regresar a Montevideo sin darle un vistazo antes, como si el mundo y su dinámica dependieran de mi control para seguir andando; no fue por el mundo lo confieso, fui más egoísta y lo hice por mí y por esa incandescente necesidad interior de libertad… y volví. La vida es así... y aquí estoy de nuevo sentada frente a ti, nada parece diferente hace frío y sin embargo no pierdes el encanto


Eres toda esta gente tan distinta tan distinta entre sí tan distintas a mí pero no demasiado Tu olor me llega hasta las venas a café y a hollín y a perfume importado y aunque a veces lo siento no me perteneces me sigues conmoviendo me sigues sorprendiendo a cada uno de mis pasos con tu extraña belleza escondida a veces en muros trabajados en cortinas de vidrio y alturas implacables, en hombres y mujeres de la calle y por debajo Eres todos colores, lenguas, religiones y opciones eres todas las clases Me enamoré de ti, y no puedo negarlo.

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mención Generación: 1995 Viaje: 2002

Habíamos llegado a Phoenix temprano en la mañana; sin salir del aeropuerto alquilamos las camionetas y seguidamente nos internamos en el desierto de Arizona con rumbo a Las Vegas. En el medio del trayecto estaba programada la parada sobre el principal mirador del Gran Cañón del Río Colorado. Pese a mi obcecada negativa, se había estipu¿Locura o conquista? lado seguir el mismo día hacia Las Arq. Javier Pérez Zárate Vegas; la democracia para decidir las intenciones de cada persona es, por suerte, una característica típica del Viaje de Arquitectura, y para este caso mi derrota fue apabullante. Con esa decisión habían terminado con uno de mis proyectos más importantes para mi viaje: descender hasta el pie del Cañón y bañarme en el río Colorado. Había averiguado que esta travesía insumía el día de bajada, la noche para acampar en el fondo y comenzar el ascenso al día siguiente. Poco antes del mediodía llegábamos al mirador del Cañón. Mi fas-


cinación por esta falla geográfica provenía de mucho tiempo atrás; siempre había soñado con recorrerlo en toda su profundidad, y mi empobrecido estado de ánimo por no poder verme realizado en mi deseo se interrumpió imponentemente cuando me encontré al borde del precipicio. La consternación que me produjo el paisaje que se dibujaba frente a mi vista y me envolvía los trescientos sesenta grados me mantuvo inmóvil durante varios minutos. Lo que en las fotos y documentales había logrado cautivarme, la realidad lo multiplicaba en cada segundo que transcurría. Poco más de diez minutos habían corrido cuando tomé una decisión tan indeclinable como utópica: “me bañaré en el Río Colorado y subiré hoy mismo para encontrarme con mis amigos”. Esas palabras que acababa de escucharme me despertaron un gran temor al contraponerse con la lógica más básica que el Cañón intentaba explicarme con su eterna paciencia, pero mi estado emocional ya había manifestado que la decisión era definitiva. Sin pensar en consecuencias, pero dispuesto a razonar para intentar alcanzar el objetivo, me dirigí al centro de información donde obtuve los datos que consideré lapidarios: la profundidad hasta el nivel del río era de dos mil metros, y para lograr ese punto se recorrían dieciséis kilómetros de trayecto en bajada que luego obviamente se transformaban en treinta y dos con la subida; el tiempo estimado de bajada era de cuatro a cinco horas y el doble de ese tiempo insumía la subida, resultando catorce a quince horas para retornar al mismo punto; ese motivo hacía que fueran frecuentes los rescates por medio de helicóptero a personas que, extenuadas, quedaban atrapadas en el Cañón. En ese momento recordé el dato previo que obtuve sobre la necesaria noche en el fondo del mismo.


Eran las 11 y 5. La hora acordada para continuar hacia Las Vegas fue las 18:30. Mi estado emocional volvió a encontrarse con mi raciocinio, y dedujeron que el tiempo total de catorce horas que el guía local había manifestado era un promedio tomado para una amplia franja etaria; como mi estado físico se encontraba en buenas condiciones, resolvieron que para poder cumplir con mis amigos y conmigo, debía reducir ese tiempo a la mitad y además el tiempo de subida debía llevarme una vez y media el de bajada, y no el doble. Parecía predominar mi estado emocional. Rápidamente saqué cuentas y calculé que para estar a las 18 y 30 arriba, debía alcanzar el río en dos horas y media, descansar media hora y emprender un retorno de no más de tres horas y media. No podía perder un solo minuto, compré dos bananas y unas botellas de agua, me aparté del grupo sin llamar la atención y comencé solitariamente el descenso exactamente a las 12 horas, corriendo por un camino, que aunque angosto y sinuoso se presentaba claro. La velocidad del paso y el precipicio que lindaba mi camino me obligaban a mantener la mirada atenta hacia adelante. Durante la marcha pensaba que la tensión que la misma me producía estaba quitándome la posibilidad de apreciar con detalle la escultura que me rodeaba. La bajada avanzaba rápidamente, por lo que en los sectores planos no me podía resistir a detenerme para captar el increíble paisaje. Me resultaba tremendamente difícil acreditar lo que mi vista me mostraba. Había pasado poco más de una hora y llegué a lo que se comentaba como la última parada, que coincidía con la mitad del recorrido, y equivocadamente pensé que faltaban sólo ocho kilómetros. Rellené mis botellas con agua y continué corriendo.

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Ya no había gente más allá de esa estación. El camino se volvió insinuado hasta casi desaparecer en pocos cientos de metros, comenzaron a aparecer ciervos, ardillas, águilas y venados salvajes que acompañaban mi bajada y repentinamente me detuve para apreciar con todos mis sentidos lo que me estaba sucediendo, tomé conciencia de que estaba solo, internado en el medio del espectáculo natural más imponente del mundo y erizado me felicité por estar ahí. Continué camino abajo guiándome por una huella dejada por animales, la pendiente se hacía cada vez mayor y aumentaba peligrosamente la velocidad de mi recorrido bordeando el precipicio y pensé que ese empuje que el Cañón me estaba dando me lo iba a transformar en sufrimiento a la vuelta. Transcurrían dos horas y ya tenía claro que la última parada no había estado a mitad de camino, pero la aparición de la melodía inconfundible del agua corriendo y el allanamiento paulatino del terreno me hicieron pensar que estaba llegando a destino. Mi paso se volvió desesperado, en cada curva imaginaba el agua detrás de las monumentales paredes hasta que el sonido del río se acentuó y corrí a toda velocidad por la curva para sobrepasar la pared que con seguridad me separaba del destino. Segundos más tarde se abrió nuevamente el paisaje pero para mostrarme un ensanche de la cascada de agua, el Cañón aún no había decidido entregarme el río. Sin decepcionarme continué pero regulando la velocidad, focalizaba la mirada en la huella y cuando mi mente cobraba conciencia del momento que vivía, me detenía para que la naturaleza virgen me invadiera. Un kilómetro más adelante el sonido del agua tenía otra intensidad,


avanzaba y el volumen de la música aumentaba de forma tal que no había dudas, el fondo del Gran Cañón y el Colorado estaban a la vuelta de la enorme pared que venía rodeando. La carrera se hizo alocada, llegando al extremo de la curva con una mezcla de sentimientos que ni yo entendía, aminoré el paso para captar claramente el momento único que se avecinaba. Me detuve y miré hacia atrás como queriendo evaluar el costo antes de obtener la recompensa, volví la mirada hacia adelante, avancé unos metros más y entendí que la mezcla de sentimientos que sentía provenía del temor al impacto visual que el encuentro con el destino podría causarme. Luego de atravesar un estrecho paso dejando la gran pared detrás, con dos horas y veinte de recorrido y siendo las 1 y 20, el escenario más espectacular que jamás había visto se abrió como un telón delante de mis ojos dejándome perplejo. Vibrando avancé por una pequeña playa hasta llegar al caudaloso Río Colorado. Me saqué la ropa que llevaba y me sumergí totalmente en el agua, tomaba agua sin parar, la temperatura era muy fría y la corriente del Río era tal que me obligaba a no avanzar más de pocos metros. Luego de veinte minutos de un refrescante baño salí del agua para comer las bananas y recargar las botellas con agua del Río. Sentado sobre una roca dibujé con mi vista cada detalle del paisaje con la intención de fijarlo eternamente en mi memoria. La sensación que experimenté solitariamente allá abajo no fue ni peor ni mejor que otras, fue simplemente única e irrepetible. Sabía que muy poca gente había visto lo que yo veía y agradecí el momento que me tocaba vivir. En los sesenta minutos siguientes nunca me detuve a pensar en lo que me esperaría minutos más tarde, hasta que me di cuenta que había excedido en cincuenta minutos mi descanso pero

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había ganado diez en el descenso. Eran las 15 y 0 y restando poco menos de tres horas para el encuentro tomé una piedra de recuerdo, me despedí del río Colorado y emprendí mi ascenso desandando la misma huella a un paso ágil. Lo que inicialmente era un trote a la media hora se volvió una caminata regulada. El cansancio aumentaba directamente proporcional a la pendiente. El haber ignorado que la época y latitud provocan una repentina y temprana noche, se transformaría poco más tarde en mi peor error. Hora y media después el sol se puso detrás de la gran pared y en poco tiempo bajó tanto como para empezar a oscurecer. Cuando mi reloj marcaba las 18 horas la noche había caído. Mi cálculo me decía que me quedaba poco menos de la mitad del ascenso por delante, el frío se hizo cada vez más intenso y la falta de abrigo me pesaba. Mi segunda batería ya era historia y el flash de la cámara no quiso iluminar más, sólo un cuarto de luna podía aportarme alguna claridad y acepté su cordial ayuda. Las piernas se me aflojaban y el empinado trayecto me obligaba a detenerme con mayor frecuencia, el cansancio ya era extenuación. Temblando de frío y respirando hondo sentado sobre una roca miré la hora, eran las 18:30; ya debía estar arriba. Contemplando el espectáculo de millones de estrellas recortadas por el contorno de las monumentales y oscuras paredes que me flanqueaban, de una vez entendí que me encontraba solo en la noche, literalmente atrapado dentro del Gran Cañón. Todo lo que el día me había regalado, la noche me lo estaba cobrando. Me invadió un profundo terror que se vio interrumpido por un ruido de pie-


dras sueltas, giré la mirada y logré ver a unos tres metros la silueta de las astas de un curioso ciervo que observaba mi agitada respiración, parecía sentir piedad. Con la mirada atónita sobre ese indescriptible paisaje, en forma repentina mi mente se alejó de la realidad y sentí una tremenda sensación de satisfacción al entender que muy pocas personas habían apreciado lo que me tocaba estar presenciando, y nuevamente agradecí por vivirlo. La noche no me dejaba reconocer el camino. Estudié el contorno del Cañón para calcular la altura donde me encontraba y equivocadamente estimé que la cima distaba a unos tres kilómetros; la altura y la distancia entre las enormes paredes provocan una pérdida de noción de nivel. Continué andando por el empinado repecho y el ardor de mis piernas me pedía paradas cada menos de cien metros. Cuando revisé mi muñeca nuevamente, eran casi las 19:30 y en la última hora había avanzado poco más de un kilómetro, pensé, basado en mi errónea estimación de que me restaban dos de tan empinado repecho y en ese momento no creí poder alcanzarlo. Recordé el rescate del helicóptero y lo aclamé a gritos, insultando al Cañón me detuve nuevamente, y con un tremendo miedo le reclamé a las paredes que me liberaran. Encontré un resguardo entre las rocas pero el intenso frío me impedía especular con pasar la noche. Una vez más recorté el contorno y pude reconocer un pico que me parecía familiar sobre el inicio del descenso, avancé nuevamente implorando que se confirmara mi percepción y creí reconocer el camino que estaba desandando, noté que mi cálculo nuevamente había fallado y me encontraba muy cerca de la cima. Retracté mis insultos al Gran Cañón y continué la pobre marcha. La

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adrenalina me produjo un aumento de ritmo, pero mi mente ansiosa y desesperada enviaba órdenes a las piernas que las últimas no podían cumplir, ni el intenso frío lograba apagar el ardor de mis músculos. Durante la media hora siguiente mi mente se confundía entre escenas reconocibles y otras no tanto, hasta que minutos más tarde me encontré con el camino lineal de ingreso al mirador. Casi de arrastro, luego de casi cuatro horas y media de ascenso, habiendo recorrido treinta y dos kilómetros y con un retraso de una hora y media, alcancé la cima a las 20 y 05. Avancé unos cien metros por un precioso plano y llegué a la oficina de información turística. Reconocí a mis amigos intentando coordinar mi rescate. Entré y en medio de insultos y abrazos me dejé caer en el suelo. Lo que quedaba de mí estaba a salvo, los únicos síntomas eran extenuación total y satisfacción indescriptible. Menos el regreso, habían imaginado todo lo que había sucedido, me cargaron en la camioneta y seguimos rumbo al hotel más cercano. Mi sueño se transformó en realidad. Pude vivir el Gran Cañón en toda su complejidad, de día y de noche. El Viaje de Arquitectura y mi impuntualidad me lo permitieron. Fue un 10 de abril y aquella locura que yo califiqué de conquista, seguro será el cuento favorito de mis nietos.


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mención Generación: 2000 Viaje: 2007

“¡¡Esta turbina quema!!”, era lo único que uno podía pensar al salir de un avión que ponía los pelos de punta. Unos pocos pasos más adelante, ya bajando la escalera que -como no podía ser de otra manera- daba directo a la pista, nos dábamos cuenta: ¡¡eureka!! Lo que quemaba no era la turbina… luego de cuarenta y cinco minutos de vuelo habíLa ciudad que brilla amos llegado: ¡Era la India! Andrés Milano Empapados de sudor (el calor era tan asfixiante que el del infierno no debe ser muy distinto), entrábamos al pequeño aeropuerto internacional de la ciudad sagrada de Varanasi. Bajo unos ventiladores seguramente pertenecientes a los tiempos del imperio inglés y que no hacían más que remover el aire caliente de la reducida sala de arribos, llena de polvo y suciedad, pasábamos inútilmente el equipaje por los rayos X, que nadie se preocuparía en ver, y recibíamos nuestros pasaportes sellados. El inglés de los indios no es algo de lo que uno se sentiría orgu-


lloso. “Pero, ¿cómo…?, ¿no fueron colonia?”, alguien preguntó. Claro que ellos sí lo están y creen que es como si uno hablara con un “lord”. Como es de suponer, la comunicación se volvió inaguantable y conseguir un hotel por teléfono no fue tarea fácil y mucho menos rápida. Quedábamos solos, cansados y deseábamos irnos del aeropuerto cuanto antes. Que lo cerraran ¡con llave!, tan pronto como cruzamos por debajo del cartel de “EXIT”, nos hizo pensar que no éramos los únicos con semejantes deseos. Afuera, un militar muy amable y sonriente abrazado de su ametralladora; en frente una tímida y vieja cabina de “safe taxi” en donde conseguiríamos nuestros tres taxis. Cruzábamos y comenzábamos la divertida rutina del regateo con tres, luego cinco, quizás siete y al final diez taxistas que no paraban de opinar y pelearse con vehemencia sobre qué tipo de taxi nos deberíamos tomar, a qué precio, y, aunque repitiéramos hasta el cansancio de que ya teníamos reserva, en qué hotel debíamos alojarnos. En la India los taxis tienen un muy bonito aparato, conocido en todo el mundo como taxímetro, que nunca funciona… no existe forma de saltearse el regateo. “Good, good. Finito, last price, no dolar ¡rupies, rupies! Plis wait”. Fin del negocio, pagábamos y esperábamos sentados en la escalera del solitario aeropuerto. “Any problem?”, preguntó el militar que se despertaba de su siesta. Mientras, los diez que habían causado semejante escándalo por unas pocas rupias, repartían parte del botín y charlaban como si nada hubiese sucedido. “My priend!! Your taxi!!”. Llegaban, con diseño londinense, tres autitos blancos con el sello “Made in India”; destartalados, con un baúl atravesado por una piola en donde no cabía ni la mitad de nuestro equipaje. De to-


das formas, los conductores invirtieron varios minutos intentando a toda costa resolver el complejo “tetris”. Cuando por cuarta o quinta vez el baúl no cerró, meneando la cabeza con un gesto apenado y a la vez una sonrisa amable e irónica, un conductor propuso la solución: viajar con el resto del equipaje encima de nosotros. “¿Por qué no tomamos cuatro taxis?”, propuso alguien que ya estaba sepultado por una valija. Porque ningún indio sabe decir “no”, jamás dirá “no sé” o “no puedo”, sólo dicen “sí” o inventan la respuesta, sonríen y le traen a uno cosas, que la mayoría de las veces nadie jamás pidió. Dieciocho kilómetros en cuarenta minutos nos separaban del hotel, diez de los cuales se fueron en carreras entre los taxis, gritos, fotos, risas, bocinas y bromas. Cinco, parados en una estación cargando combustible. Quince sobre todas las preguntas, en “inglishh” e hindi, que un taxista le puede hacer a una persona y auto-responderse. Por último, diez más con una breve explicación de por qué Varanasi tiene cinco nombres distintos, cuál es el significado del Ganges, y lugares imperdibles a visitar. Cuatro equipajes van sentados en un taxi, los espejos laterales están cerrados, no parecen ser importantes (¡inútiles!), el taxista habla y habla (en quién sabe qué idioma), un monólogo de treinta minutos en total, enorme, caos, un collage bizarro: no hay semáforo alguno (si hay no se respeta), carriles (derecha o izquierda, lo mismo da), señales (de nada sirven), motos, autos, camiones, tuctucs, un policía de tráfico toca el silbato, bicicletas, buses, taxis, rickshaws, pretende ordenar el tránsito (¡imposible!), gente que cruza de un lado a otro, calle (tierra de nadie y de todos), compra,

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miles de puestos callejeros, vende, cientos de diminutos locales, agua, galletitas, golosinas, cigarros, coca-cola caliente, come, camina, corre, pide, ríe, saluda, en una psicodelia de telas, saris, sedas brillantes, naranjas, azules, amarillas, rojas, verdes, bocinas y más bocinas de miles de conductores insoportables, se mezclan con ropas sucias, harapientas, ajadas de niños y viejos, olor a combustible, mugre, basura a cloaca, humo, mucho humo de los caños de escape, rotos, colgando, soltando además de humo calor extra, más calor aún, todo se derretía y ¡¡¡calor extra!!!, “horn please”, “blow horn” los camiones esperan oír el vehículo que viene atrás, bocinas que suenan las veinticuatro horas, “pip, pip” pasa uno de los taxis, huele a incienso y a curry, pollo asado y oliva, “pip, pip, piiiiiiiiiiiiip”. El taxi le toca bocina a ¡500 kilos!, a una vaca, una música invade toda la ciudad, de cítara, de Bollywood, vacas sagradas, amas y señoras de la calle por todos, todos, lados, rumian sin ningún apuro frente a casas, semáforos, bancos, cines, templos, McDonald’s. ¿McDonald’s? ¡¡¿Qué hace acá?!! Abrumador. Éramos observadores bastante desconcertados. Millones de situaciones simultáneas. Todo iba tan rápido que no daba el tiempo de comprender lo que la vida nos mostraba y aunque diera, uno no podría entenderlo. “¿Surreal?”. No. Sería quedarse corto. “Bueno, bonito y barato”. Así, uno de nosotros describía a nuestro hotel, al que llegábamos cuatro horas después de haber puesto un pie en India. Sólo faltaba el ya no tan ameno regateo, pagar por adelantado, llenar el moroso papeleo “por cuenta del cliente”, subir el equipaje “por cuenta del cliente”, a no ser que se acercara el


amable botones buscando con una sonrisa (¿cuándo no?) un puñado de rupias. Además, había que esperar los catres, toallas y sábanas extras “por cuenta del hotel” que llegarían sin prisa una hora más tarde. El tiempo en la India corre distinto y no por tener la excéntrica diferencia horaria de cinco horas y media; en el vertiginoso caos increíblemente todo es pausado. No tiene sentido pretender que sea más rápido. Aquí, el tiempo, definitivamente, no existe. Exhaustos, abríamos la habitación: sillones, cortinas, veladoras, ventilador, TV, frigobar y… ¡al fin!, camas, aire acondicionado y duchas. Luego de la siesta iríamos a reservar nuestro boleto con destino a Agra. Ella baila sola y sensual, en sedas y lentejuelas; él se acerca de manera grotesca y violenta, rodeado de amigos, baila y le canta a ella. Ahora, frente a su coro, ella se zafa de él y lo mira con cara avergonzada y deseosa, y le responde cantando. Él insiste, se toca el bigote y la sigue cortejando mientras que baila con pasos inimaginablemente chistosos. Ella lo provoca con su danza sexy. Ellas a ellos. Mientras, él y ella cruzan miradas cómplices, que le provocan a uno vergüenza ajena. De repente, todo se transforma y todos bailan juntos, alegres, ahora la pasión llega al clímax, él la agarra y bailan juntos; atrás todos siguen embobecidos sus pasos. Él baila con ellas y ella se pone celosa. Él la acaricia y ella le saca la cara; peleas y más peleas mientras bailan con sus respectivos secuaces. Él le canta y ella contesta, una verdadera guerra de sexos. Se abrazan, se vuelven a pelear como niños, cantando y cantando… La TV se apagaba, no más video-clips extravagantes y ridículos. Alguien golpeaba la puerta, en otra habitación la ducha se cerraba, en aquella otra se abría el frigobar y en la otra sonaba el desperta-

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dor, la siesta había terminado. Apenas me asomaba por la puerta de la habitación mis lentes se empañaban, recordándome lo sofocante que sería el camino a la estación. “ 86 ”… “Marudhar Express”, le explicábamos al viejito de traje y lentes enormes detrás del mostrador de información turística dentro de la estación de trenes. “Varanasi”, “¡Here!”, “¡Here!”, con los brazos hacia la izquierda y con las palmas extendidas, luego con el mismo gesto a la derecha diciendo: “Agra”, “Taj Mahal”. El simpático señor, sosteniendo el botón superior del saco con la mano izquierda y señalando con la derecha una oficina al fondo, nos respondía con muchas arrugas y mucha sonrisa: “I understand, you want to go from here to Agra, you must go to that office on the right and buy your tickets, also I can help you if you want”. Quedábamos impresionados. ¡Uno… dos… y… ¡largaba!... todos, absolutamente todos los consejos sobre trenes, horarios, clases, precios, estaciones, recomendaciones, posibles problemas, retrasos, seguridad… Ahora estábamos boquiabiertos. Nos mostraba un libro, que firmaríamos, lleno de recomendaciones, halagos y gratitudes de muchísimos extranjeros que habían tenido la “suerte y el encanto”, al igual que nosotros, de conocerlo. Fin del día, principio de la noche, habíamos llegado a la estación por la parte atrás caminando desde el hotel. Pasando por lugares, como tantos de la india, donde la pobreza es extrema, cuanto más cerca de la estación más gente pobre y más pobre que viven la diaria en la calle o en los basurales. Cientos de ojos negros, hombres, mujeres, ancianos y niños, nos miraban atónitos. Enormes ojos oscuros que miran con una intensidad que llega a los huesos; mira-


das tristes, de hambre, de espera, de sufrimiento, de condena, de vergüenza, de sumisión, de incertidumbre, de resignación y de muerte asumida. Ojos de la pobreza que pulula, apesta y satura tanto; que la razón no encuentra explicaciones; que no es pobreza, es miseria. Sorteamos el desordenado amontonamiento de insistentes tuc-tuc y rickshaws frente a las espaldas de la estación, evitamos los innumerables pedidos de limosnas, donativos, comida y cigarros, zafamos de los puestos callejeros que trataban a toda costa venderte algo; budas, dioses, juegos y pashminas, y huimos de los vendedores de comida preparada en el acto. Con un constante “¡No!” –no quiero, no puedo, no esto, no aquello, no aquello otro, no gracias– nos vimos de repente frente a la vetusta y oxidada escalera metálica que continuaba en el pasillo que balconeaba a los andenes. La estación era arcaica, sucia y rota, pareciéndose más una fábrica abandonada o una cárcel. Era un refugio. Desde el pasillo colgante, una escena insólita y dantesca: cientos de personas. Gente venida de todos los rincones de la India, serán afortunados por morir en la tierra sagrada de Varanasi; lograr la ruptura con el ciclo de reencarnaciones y la llegada al cielo. Proliferaban, entre muchos otros peregrinos, los ancianos y las personas moribundas, deseosos de una pronta muerte para así ascender. Almas doloridas esparcidas por cualquier lugar de la estación, andenes, escaleras, hall, sala de espera, en el suelo, sentadas, paradas, tumbadas: “Hay que tener cuidado de no pisar a ninguno”, me decía alguien. Terminamos de ocupar el poco espacio que quedaba libre y observábamos embarullados: entre la mugre, pilas de diarios, botellas y papeles abandonados en cualquier lugar, la vida era como en cualquier calle,

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compra, venta, limosnas, nada nuevo. Rodeados de obsoletos ventiladores y equipos de aire acondicionado, paredes desteñidas, toilettes repugnantes, pasajeros y mercancías, escuchábamos el constante alboroto de quienes reñían y se apiñaban para conseguir lugar en los trenes colmados de indios de todas las castas, separadas en distintos vagones. “¡Apagón!”, gritaron. La noche era oscura y aún estábamos dentro de la estación. Sobresaltados e intranquilos, cada uno de nosotros agarró fuerte sus pertenencias innecesariamente. Existía, aunque era difícil de imaginar bajo una total negrura y en semejante lugar, como en muchos de esa tierra, una extraña y total seguridad. No había peligro alguno. En la oficina del fondo a la derecha, no tendríamos la misma suerte que con nuestro amigo arrugado. “¡¿Qué pasó!?”, “Dice que no hay más de 1era. clase”, “¿Por…?”, “Están todos reservados”, “¡¡Es mentira, no se pueden reservar!!”, “Dice que acá sí”, ”¡No, no se puede!”, “Bueno, no importa”, “¿En 2da.?”, “Dice que no”, “¿Tercera?”, “Sí, pero sin aire acondicionado”, tirado hacia atrás en una silla, acariciando su mostacho y golpeteando las teclas de la roñosa computadora, soltó un oficinesco: “Only Sleeper”. Era de noche en Katmandú, Nepal, la australiana decía: “No Sleeper”. En la estación de Varanasi, el de los grandes lentes y traje decía: “¿Sleeper?”; y un español que deambulaba por ahí: “¡Sleeper!”, “Tío, si no habéis viajado en Sleeper, no habéis visto la India”. Caminábamos hacia el andén número cinco pensando; “que no sea este”; “por favor, que no sea aquel”; “¡mirá ese!, ¡qué no sea el nuestro!”. Ahí estaba, mañana viajaríamos en él y después de diecisiete horas llegaríamos a Agra, 86 Marudhar Express, vagón Sleeper Class.


“¿Cómo es?”, nos preguntaban los otros en la oficina; “Podría ser peor”. “¿Only Sleeper?”; “Yes, only Sleeper”. Empezábamos el burocrático papeleo para comprar los boletos cuando gritaron: “¡Apagón!”. Un minuto después, con los cachetes inflados largando el aire de a poco, le daba palmadas a la lenta computadora: “¿Qué pasó?”; “Se cayó el sistema”; “¿Y?”; “Hay que venir mañana”; “¡Nooo!”; “Sí”; “¿Por qué no reservamos?”… “Dice que acá no se puede reservar”. Al salir de la oficina teníamos una sensación de rabia e impotencia, de incertidumbre y aventura, y de resignación. Había corrido la noticia de nuestra llegada y tres solitarios e incansables tuc-tuc nos esperaban en la puerta del hotel. Estos, al día siguiente, asumirían alegres la tarea de ser nuestros guías personales. “¿¡Por qué!?”, es visible que no éramos nosotros quienes lo habríamos pedido y aun así lo harían. Con sencillez y serenidad harían todo por nosotros, hasta regatear. “Yo no me la creo”, “los conocen seguro”. Desconfiábamos, es que aquí los timadores y los pícaros abundan desde hace milenios. Pese a tener la certeza de que tenían una razonable comisión, los precios, según nuestra experiencia, serían los justos, “Ni más ni menos”. No obstante la amabilidad con la que se dirigirían a cada uno de nosotros y su sentido interés de ‘guiarnos’, terminaríamos en situaciones singulares, aburridas, difíciles, divertidas, anecdóticas e incómodas... así terminaríamos en la casa de un gordísimo Gurú lleno de espiritualidad sospechosa y joyas de oro. “No, no, no, Masala please”, “Plain rice”, “No spicy, no hot!! Please”, “Cheese only cheese”, con peticiones, pretensiones e insistentes aclaraciones uno por uno pedíamos nuestra cena en el

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elegante jardín, de gusto inglés finisecular, del hotel. Muchos estábamos un poco empachados de tanta comida asiática: pollo, mucho arroz, cantidades exuberantes de picante y curry. Otros, quizás por la diarrea y porque la pulcritud de las cocinas era un misterio, ya no la soportaban. “No Problem, no spicy, no curry”, contestaba, como alguien que no escucha, el camarero a la petición de que la comida no llevara ni picante ni curry. “A las cuatro y media” se escuchaba al otro lado de la mesa, era la hora acordada con los chóferes. Nuestros tres tuc-tuc nos recogerían de madrugada. “¡¡Pero la puta madre!!”, alguien se quejó, el plato a mi lado era naranja, demasiado curry y sin lugar a dudas: picante. Un brazo tanteaba buscando el tubo del teléfono que desde hacía ya cinco minutos no paraba de sonar. Con pereza el mismo brazo devolvía el tubo mientras se escuchaba un: “Thank you”. Eran las cuatro de la mañana y el Ganges nos esperaba. Abajo, paraditos puntualmente, los tres chóferes y sus tuc-tuc. Era casi de día. Varanasi ya era un sauna. El reloj no había marcado aún las cinco de la mañana y el camino al Ganges fue tan caótico como la llegada a la ciudad. La confusión y desorden crecían cuanto más estrechas eran las calles. Estábamos en el viejo Varanasi a un paso del río. Todo estaba lleno de vida. Ruido, religión, pobreza, vacas y espiritualidad; todo aumentaba. Eran casi las cinco y Varanasi no dormía, nunca duerme. “Finiiishhh”, decía el chofer al estacionar. Fin del viaje, las callejuelas eran más y más reducidas y los tuc-tuc ya no pasaban. Había que caminar un poco por ahí, por esa maraña de calles. Algunas no medían ni un metro de ancho. Muros deslucidos, con capas y ca-


pas de pintura descascarada, que se acercaban y nos apretaban. Moscas revoloteando sobre las bostas y los charcos de orina. Tiernas sonrisas de niños cariñosos y asustadizos que se escondían en el laberinto. Mendigos que no tienen donde caerse muertos, dormidos en los tambaleantes andamios o sobre los escombros o en la calle. Casas lastimadas por el tiempo, agrietadas, desplomadas, casi derrumbadas. Mercaderes. Transeúntes semidesnudos. Grises vacas defecando aquí y allá. Todo era húmedo, roído y pastel, con hollín, con mugre. Tras un recorrido serpenteante, intrincado y confuso, de constante jaleo, llegábamos a un pasadizo con una arcada en el extremo. Era oscuro y fétido, lleno de inmundicias, el vaho empeoraba el hedor. Viajaba en el aire un profundo olor, a mierda, a especias, que quedaba impregnado en la nariz y era absorbido por la piel. Las paredes se torcían, se aproximaban, se juntaban; el calor era insoportable, apestoso. Claustrofóbico. Tras la arcada y la niebla aparecía. “¡Ahí está!”, ¡ahí estaba el mágico río! El Ganges. Varanasi nos golpeaba, nos despertaba, nos volvía a impactar. Habíamos llegado, no nos decepcionaba, era verdad: era bello, era grandioso, imposible serle indiferente; era el Ganges la razón de ser de Varanasi. Henri Michaux: “El Ganges aparece en la neblina de la mañana. Vamos ¿qué espera usted? ¿Acaso no es evidente que hay que adorarlo? ¿Cómo se queda usted parado y estúpido como un hombre sin Dios, o como un hombre con un solo Dios al que se prende toda su vida, incapaz de adorar el sol ni nada? El sol asciende en el horizonte. Asciende y se enfrenta con usted, ¿cómo no adorarlo? ¿A qué hacerse violencia siempre? Entre en el agua y bautícese,

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bautícese mañana y tarde y deshaga la costra de las contaminaciones. ¡Ganges, ser que nos bañas y nos bendices! Ganges, no te describo, no te dibujo. Me prosterno ante ti, me hago humilde bajo tus ondas. Fortalece en mí el silencio y el abandono. Oremos, oremos. En la India si no se reza, se pierde el viaje. Es tiempo dado a los mosquitos”. “No”… “Yes”. Más abajo discutían el precio del bote. Allí el olor era distinto; olía a sándalo, a incienso y a flores. Una luz acababa poco a poco con la tiniebla. El sol subía, iluminando lentamente cada uno de los escalones de mármol, cada piedra, cada rincón de la ciudad, templo tras templo todo resplandecía, el agua sagrada ahora era dorada. Era “la ciudad de la luz”, “la que brilla”. Encandilados, bajamos la escalinata hacia la orilla y subimos a la barca. Estábamos pasmados, perdidos por la cantidad de sensaciones que experimentábamos. Envueltos en una extraordinaria emoción, contemplábamos, ya no el Ganges, sino su orilla. Como la lava de un volcán, la magnífica escalinata descendía arremetiendo con todo en su paso hacia el río. Rodeaba todas las casas y comercios, santuarios y palacios, crematorios y templos, que parecían haber quedado inmóviles por ella, que los forzaba a estar uno sobre otro y uno junto al otro. Cinco kilómetros atiborrados de personas enjambradas esperando que saliera el sol. Miles: peregrinos entre hindúes, hares krishnas y católicos, barberos con sacerdotes, musulmanes junto a budistas, indios vendiendo comida, jainistas y sadhus, otros ofreciendo un paseo por el venerado río, muchos de naranja, cantando, videntes con brahamanes, adoradores de Shiva, más y más personas, al-


gunos inmóviles, alucinados, en profunda meditación; otros practicando yoga, paseando, lavando ropa, tendiéndola, llenando botellas, tachos y jarros de agua sagrada, sentados en cuclillas sin hacer nada, dándole de beber a los animales, dando guirnaldas de flores y ofrendas al río, bañándose, con el agua hasta la cintura, lavándose con jabón, purificándose, echándose agua por encima, enjuagándose la boca y escupiendo, hundidos largo rato, recogiendo agua y dejándola caer. Los niños nadaban y hacían piruetas, mientras otros, rezándole a su dios, lavando sus pecados, orando por sus muertos, adorando al sol, adoraban al Ganges. Era un jolgorio. En el multicolor escenario se sentía la espiritualidad. Se estaba celebrando la vida. A un lado, densas columnas de humo negro. Trescientos sesenta quilos de madera, crepitan y crujen. Las sagradas llamas, naranjas, azules y amarillas, de cuatrocientos cincuenta años de antigüedad, estallan y se enlazan en una sola. Devorando durante seis horas la carne y reduciéndola a huesos, brasas y cenizas. Unos contemplan silenciosamente el fuego, algunos gimen y lloran. Más allá, los restos de un muerto iban a parar al río. El hedor del humo era nauseabundo. Las piras seguirían ardiendo día y noche sin descanso. En el Ganges la vida y la muerte se daban la mano. Completamente opuesto: estanco e inhóspito. Nada… totalmente vacío. En la otra orilla el paisaje era un monocromático arenal, desértico, que se extendía más allá del horizonte, dejando el camino libre a los rayos de sol. Solitario y silencioso. El Ganges no nos daba tregua, nos seguía hipnotizando. Nos tenía mudos desde el comienzo, sumidos, a pesar del bullicio, en un prolongado silencio.

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Extraño y placentero. Cada uno estaba en su mundo. Absorbidos, sin escuchar más que nuestros propios pensamientos. Ordenándolos. Buscando respuestas. Escuchando quién sabe qué. Tras la larga pausa alguien habló (¡innecesario!), por más que uno quisiera, no se lo podía describir. De un instante al otro, fotos aquí y allá. Las cámaras fotográficas habían empezado a sonar, no le daban respiro al río. Era comprensible, cada momento, cada gesto, todo era digno de guardarse en una fotografía. Atontado aún, me di cuenta de lo largo que había sido el silencio. Me sentaría como un niño. Justo ahí, en donde se unían los vagones del 86 Marudhar Express, en la escalera. Como otros tantos peregrinos dejábamos Varanasi atrás. El paisaje era llano y desértico. El calor agotaba. En el ensueño recordaba mi infancia. A los personajes de aquellas grandes aventuras en aquellos libros viejos de tapas amarillas con dibujos enormes. El aire hirviendo me quemaba el cuerpo. No me importaba. Sin quererlo estaba en uno de esos libros, era un niño contento. Nada me importaba. Había llegado, estaba en el “lejano oriente”… Estaba en Varanasi. ¡Estaba en la India! Un lugar lejano a nuestro entendimiento, incomprensible. Tan incómodo como fascinante, que uno sólo lo puede odiar o amar; eso sí, seguro que nunca olvidarlo.


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mención Generación: 1995 Viaje: 2002

La noche fría nos encontró en un camping, buscando leña e improvisando una parrilla. Las añoranzas, sobre todo gastronómicas, nos llevaron a organizar unos chorizos a las brasas, dado que finalmente estábamos en un país donde este tipo de alimentos no es un artículo de lujo. Aún faltaba arribar una parte del grupo, que había ido esa tarde al Campo Deportivo Un cuento chino del Internazionale de Milán a presenciar Arq. Fernando Azadian el entrenamiento del club. Notamos que algo raro había sucedido al arribar los integrantes del grupo, por la brusca maniobra que hicieron al llegar, aparcando el auto de costado. Sus rostros eran una rara mezcla de excitación y algarabía infantil. Se aproximaron a nosotros agitados, dispuestos a contarnos algo. Nos quedamos mirando, esperando que acabaran de respirar, hasta que alguien se decidió a hilvanar unas palabras. –¡No saben lo que nos pasó! Todavía no lo podemos creer… El incidente que nos relataron fue el siguiente: a la salida de la con-


centración de Internazionale de Milán se habían encontrado con el Chino Recoba, al que llamaron para sacarse unas fotos. Enseguida le contaron que eran uruguayos y se estaban quedando en un camping en Como, casualmente, la ciudad donde vive Recoba. Este hecho sorprendió gratamente al Chino, más aún cuando le comentaron que esa misma noche íbamos a comer chorizos a las brasas. Según nos contaron, el Chino se había emocionado tanto que preguntó por la dirección del camping, asegurando que iría a comer con nosotros a la vuelta del entrenamiento. –¿Quiere decir que le tenemos que guardar unos chorizos al Chino Recoba? ¿Es en serio? –¡Claro que es en serio! ¡El Chino viene a comer chorizos con nosotros! La agitación se apoderó del grupo: alegría, éxtasis y risas por doquier. –¡Qué bueno, qué bueno! Ese Chino es un gran tipo, ¡qué humildad!… ¡¿no?! –Y eso no es todo, también nos prometió… ¡entradas gratis para el próximo partido del Inter! Más agitación se apoderó del grupo: más alegría, más éxtasis y más risas por doquier. Se escucharon comentarios de todo tipo, incluso alguien propuso limpiar el camping, ya que: “... no podemos recibir al Chino en este chiquero”. Mientras lo esperábamos se armó una ronda al calor de las brasas, generándose una amena charla en torno a la figura homenajeada. Todos eran elogios y almibarados comentarios acerca de sus dotes como persona, tan famoso y tan modesto. Parecía no haber voces discordantes, lo que me resultó bastante extraño ya


que un año atrás, cuando nos encontrábamos en Uruguay, la figura del Chino resultaba bastante controvertida. Pero sabido es, solo hace falta un pequeño gesto, un saludo de una figura como éstas, para borrar de un plumazo todo lo anteriormente dicho y pensado. Al pasar los minutos, ciertos comentarios de unas pocas personas dejaban traslucir, a oídos avezados, cierto grado de inconformismo, aunque de manera casi imperceptible. Fue así que al cabo de un rato de espera algunos impacientes tendieron un manto de duda acerca de las probabilidades de que el Chino Recoba viniera al camping a comer unos chorizos que, por cierto, se aproximaban a su punto exacto de cocción. –Bueno, a decir verdad, el Chino siempre arruga en los partidos importantes –comentó alguien de pronto. La mayoría no estuvo de acuerdo, aunque volvimos a mirar a nuestro oscuro alrededor: la parrilla con los chorizos dorándose, la mesa con los panes, la lechuga y los tomates, los banquitos donde estábamos sentados... La imagen del Chino deteniendo su Ferrari en el camping antes de ir a su mansión con vista al Lago Di Como para comerse un choripan al lado nuestro se tornó cada vez más irreal. Igualmente alguien acotó: –Pará un poquito, no seas así, el Chino es un fenómeno. Futbolísticamente no se lo puede discutir… –En la selección nunca hizo un carajo. –¡Pero en Nacional la rompió! –¡Sí, pero no ganó nada! Los contras del Chino aumentaban proporcionalmente al paso de

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los minutos. Comenzamos a preparar los panes, a cortar el tomate y la lechuga, hasta que todo estuvo pronto. Al llegar a este punto, la discusión giraba en torno a la conveniencia de comenzar a comer antes de que llegara el Chino, o empezar de una vez mientras esperábamos su arribo. El hambre imperante entre los viajantes fue más fuerte y surgieron manos de todos los costados que comenzaron a manotear chorizos, cuyo número descendió vertiginosamente. La noche se tornaba cada vez más fría, por lo que el grupo fue cerrándose en torno al fuego. El hambre cedió, el silencio ganó terreno y las mentes permanecieron pensativas. Fue momento para hacer el siguiente comentario: –¿En serio pensaron que iba a venir? –Va a venir, no puede ser tan falluto… ¿Le habrá pasado algo? –Claro, lo que le pasa todos los días: se le acerca gente que lo invita a todos lados y para sacárselos de encima les dice cualquier cosa... por ejemplo: “Hoy voy a comer con ustedes”. –No, no es así. Tiene que venir… –dijo alguien en un último intento por mantener viva la esperanza. A esa altura quedaban solo tres chorizos (los del Chino), que mirábamos con insistencia creciente. A la una de la mañana éramos pocos los que quedábamos alrededor del fuego. –¿Qué hacemos? ¿Comemos los chorizos? –comentó alguien. –¿Y si viene? –respondió una de esas personas que se caracterizan por no perder nunca las esperanzas, una de esas personas que creen que todo es posible… un ingenuo. Nos dimos vuelta para ver quién había hecho ese comentario, creyendo casi imposible que el Chino Recoba conservara a esa altura un estoico hincha. Lo miramos para decirle algo pero su cara era


el reejo de la desesperanza y el desencanto mås absolutos, por lo que permanecimos callados y, en respetuoso silencio, tomamos un pan cada uno y terminamos de una vez por todas con ese cuento chino.

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mención Generación: 1997 Viaje: 2005

Noviembre 1975, una ruta, Francia El viaje llegaba al fin. Juan no podía dejar de pensar en Ana, la francesa que conoció en Praga. Decide escribirle una carta pero no sabe escribir ni una palabra en francés. Un amigo lo ayuda. La cita será en el Pont des Arts de Paris, un mes después, a las cinco de la tarde. Espirales María José Pita

Diciembre 1975, Paris, Francia Él mira el reloj: son las cinco menos cinco. Ansioso se acomoda la ropa. El atardecer es increíble, pero lo único que acapara su atención es el reloj. Ella llega a las cinco, fingiendo una calma inexistente. Llevaba la carta en el bolso.


Junio 1988, Marsella, Francia Juan dibuja en la mesa, prepara una clase para mañana. Ana lee diez libros al mismo tiempo. En el patio se escucha a los niños jugar. Uno de ellos grita: “mamam, j’ai faim!”. Juan responde: “en diez minutos comemos”. Enero 2004, Facultad de Arquitectura, Montevideo, Uruguay Es lunes, hoy es la esperada entrega de cabezales. Cruzo el estanque, bajo las escaleras y espero mi turno en el CEDA. Un poco enojada me entero de que tengo cabezales desperdigados por todo Montevideo. ¡¡¡Y lo peor es que tengo que ir hasta el Cerrito de la Victoria!!! Pero… ¿por qué, si yo vivo en el Parque Rodó? Noviembre 2004, Cerrito de la Victoria, Montevideo, Uruguay Es domingo, son las diez de la mañana, creo. Tengo que cobrar una rifa. Hace calor. La subida de Francisco Pla se me hace difícil. La iglesia del Cerrito y la sonrisa de Margarita, una maestra jubilada, compensan el esfuerzo. La despedida es siempre igual, la promesa de vernos el mes que viene y la esperanza de algún premio. Diciembre 2004, La Figurita, Montevideo, Uruguay Es domingo, son las ocho de la tarde. Hace horas que estamos filosofando con las chiquilinas acerca de nuestro viaje: ¿será un viaje de amigos? ¿o un viaje de estudios que hace un grupo de amigos? Pero... ¿es compatible un viaje de estudios con uno de amigos? Así ad infinítum… Obviamente no llegamos a ningún consenso. Tampoco es la idea.


Simplemente necesitamos hablar de nuestro futuro viaje. Familia, amigos, novios, vecinos ya están hartos de escuchar hablar de premios, itinerarios, camionetas y aviones. Yo, con esa capacidad que tengo de abstraerme de la realidad, quedo colgada en mis pensamientos. Me duele la espalda. Hoy en la mañana fui al Cerrito de la Victoria. Tenía que cobrar rifas. Mayo 2005 Olivia1, carretera rumbo a Glasgow, Reino Unido Tengo la sensación de estar adentro de una película. Los verdes, los árboles, la luz…son las once de la noche y hay sol. Esto es mágico, de verdad. Se escucha de fondo Aterciopelados, siguen Los Rodríguez y Fito. “¡Ah! ¡¡¡Estoy feliz!!!”, dice Lore. Mayo 2005, tren de Varanasi a Agra, India Nos despedimos de Raj, nuestro guía en India. Entre lágrimas y abrazos, nos deposita en el tren. El panorama es bastante peor de lo que imaginé. El tren avanza muy lento. ¿Será así todo el recorrido? Acomodamos las valijas, las pasamos de un vagón a otro, no paramos. Poco a poco nos acompasamos al ritmo del tren y vamos quedando quietos. Estiro las piernas. Todo empieza a pasar en cámara lenta. Es la primera vez que me doy cuenta de que me encanta viajar. Me río. Me duermo. Setiembre 2005, Auberge de Jeunesse, Marsella, Francia Domingo, cinco de la tarde. Está nublado, llueve. Desde la ventana veo la unidad de habitación de Le Corbusier, casi nuestra única razón para venir a esta ciudad. El encargado del albergue es un típico francés malhumorado. Mi camioneta está en conflicto y se siente.

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La tensión es indisimulable. Huimos rumbo al puerto, pero las cosas no mejoran mucho. No hay nada abierto, la ciudad nos parece fea, estamos aburridos. Queremos irnos. Setiembre 2005, Unité d´ habitation, Marsella, Francia Estacionamos en el parking del supermercado que queda detrás. Entramos a dos apartamentos. El primero pertenece a un artista. Hizo muchos cambios pero es reconocible la idea original. El segundo es de una viejita que vive ahí desde su inauguración. Nos habla de sus hijos, de sus nietos… Setiembre 2005, Pavillon Noir, Aix en Provence, Francia La visita a la obra es en diez minutos. Damos vueltas y vueltas y no podemos estacionar. La tensión aumenta, la ansiedad se multiplica. Llegamos corriendo. Ya están todas las camionetas. El único que falta es el arquitecto “estrella”. No está. Los obreros siguen en sus tareas. ¿Por qué no está?, nos preguntamos todos. Nadie puede dar una respuesta convincente. Sólo sabemos que no va a venir. Cientos de quilómetros para una charla y una obra y… no está. Nos dejó plantados. Diciembre 2005, Ciudad Vieja, Montevideo, Uruguay Es el cumple de Anita. Llego con Jime. Estamos entusiasmadas, volvemos a reencontrarnos con nuestro grupo de viaje. Las charlas se suceden desordenadas, acaloradas, arriba de la vereda, en la calle, parados, sentados, adentro, afuera... A lo lejos veo a una compañera. Despide a una amiga suya, Basia, una polaca que conoció en Marsella. Me da curiosidad pero no le veo la cara.


Quedan algunos en una mesa. Cansadas, caminamos hasta un quiosco a comprar cigarros y nos vamos. Diciembre 2006, Cerrito de la Victoria, Montevideo, Uruguay Es domingo, son las tres de la tarde. Hoy es la presentación de la escuela esquinera. Estoy en la esquina de Gral. Flores y Serrato, frente al bar “Sin bombo”. Cruzando la avenida vivía una clienta mía. ¿Seguirá viviendo ahí? No me atrevo a subir. Sigo al grupo, bajo por Serrato. Danza contemporánea es al final de la calle, dice un coordinador. Estiramos, ensayamos, esperamos que se “arrime” la gente. Recostada en la pared de una casa me acuerdo de Margarita… Octubre 2007, Aeropuerto de Marsella, Francia Juan mira el reloj: son las doce menos cinco. Ansioso, se acomoda los lentes. Juntamos nuestras valijas y salimos rápido. El profesor nos espera. Entre la multitud, vemos un hombre chiquito. ¿Será él?, me dice Laura. Sí, le digo, esa sonrisa la conozco. Octubre 2007, Luminy, Marsella, Francia Estoy chateando con una amiga. No puedo disimular mi entusiasmo por esta ciudad. Amiga: ¿Y? ¿Qué onda tus compañeros? Yo: Re bien, hay gente de todos lados… México, Perú, Colombia, España… A: ¿Y la Facu? Y: Es bastante chica, pero está re buena… A: Te siento entusiasmada. La ciudad, por lo que contás y las fotos

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parece alucinante… Y: Sí!!! A: Ah! me quiero matar, no sé que nos pasó en el viaje!!! Y: Sí, sí, matate, esta ciudad esta re buena! Y: Ja, Ja. Y: Es impresionante cómo la predisposición, el ánimo, el clima, la casualidad... influyen en la percepción de una ciudad. Pensar que fue de las que menos nos llamó la atención cuando hicimos el viaje. A: Ahhh Y: Para empezar es re grande, 70 km de costa, los bulevares (por lo menos los que vi desde el 21, el bus que me tomo para ir al centro) son re lindos… Noviembre 2007, Luminy, Marsella, Francia Es domingo, son las ocho de la noche. El piso está tranquilo, solamente se siente el abrir y cerrar de una puerta al final del pasillo. Un poco aburridas, terminamos un trabajo en el cuarto de Laura. Tenemos hambre. Cierro la laptop y la muevo a un costado. Su lugar, en cuestión de segundos es ocupado por un camembert y un vino tinto. “Cenar” con esta dupla inseparable empezaba a tornarse habitual. Más que un hábito, constituía nuestro pequeño ritual de fin de semana. En eso estábamos cuando de repente golpean a la puerta. –Ouiiii? –digo. La puerta se abre y en un correcto pero extraño español se escucha: –Hola, yo soy Basia. ¿Ustedes son las uruguayas? –en realidad se escucha: “Hola, sho soy vasha. ¿Ustedes son las uruguashas?”.


–Eh… ¿síii? –pregunto entre curiosa y asombrada. Unos segundos de eternidad entre sonrisas y miradas cómplices fueron suficientes para que una catarata de ideas brotara de mi cabeza: ¿Por qué no me habla en francés? ¡Ah! Sabe que hablo español… pero… ¿quién le dijo que somos uruguayas? ¿Y cómo sabe que vivimos acá? Me cae bien… ¿A quién me hace acordar? ¡Ah! Ya sé, a Audrey Tatou, la de Amélie. Pero… ¿por qué atrás de su acento ruso o vaya a saber de dónde, se esconde un acento URUGUAYO? Diciembre 2007, Comedor Universitario, Luminy, Marsella, Francia Voy a almorzar sola al CROUS. No es lo habitual, estoy acostumbrada a comer con Laura, Martin o Alejandro, pero hoy no los vi. No es el fin del mundo, pienso. Tomo mi bandeja y me dirijo a la mesa. Hay un grupo grande sentado, pero queda suficiente espacio para mí. Voy a buscar agua. Al volver me siento observada, volteo la cabeza y empiezo a ver una, dos, tres, muchas caras familiares, pero nuevas en este lugar. ¿Quiénes son? Una cara me da la respuesta: un compañero de la Facultad. El grupo de viaje llegó a Marsella. Enero 2008, Comedor Universitario, Luminy, Marsella, Francia Estoy cenando con Camilo. Alguna vez ya hablamos del viaje de arquitectura, pero nunca se lo expliqué detalladamente. Hoy tenemos tiempo, me decido a contarle mi viaje por el mundo. La comida se enfría. Entusiasmados no nos damos cuenta. En la mesa de enfrente veo a Vladimir, el ruso. Boba, así lo llaman, me hace señas. Está inquieto, quiere preguntarme algo pero no sabe cómo.

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Durante la cena los ojos de Camilo se hacen cada vez más grandes, mueve las manos, sacude la cabeza. Alucina, quisiera estudiar en Uruguay. Casi no comimos, pero no nos dimos cuenta. Salimos los tres del comedor. Caminamos juntos hacia nuestros cuartos. A unos metros de su edificio, Boba se anima: –¿Es cierto que Uds. los uruguayos hacen un viaje por todo el mundo? –pregunta en un correcto francés. Nos miramos con Camilo y nos reímos. Me sentí descubierta. “El viaje” es algo muy uruguayo y difícil de comprender para cualquier persona. ¿Cómo explicarle entonces a un ruso, en mi precario francés, lo que Camilo llevaba cuarenta minutos tratando de entender? Fue así que nos quedamos charlando, en la puerta del edificio B, uno más entusiasmado que el otro. Revivo con alegría los cuentos del viaje. Todo lo que significaba vender las rifas, cobrarlas, ir a las asambleas, conocer gente, planificar… Los ojos de Boba se hacen cada vez más grandes, mueve las manos, sacude la cabeza. Alucina, quisiera estudiar en Uruguay. Nos despedimos. Boba, entre entusiasmado y confundido, se va a dormir. Febrero 2008, Gare Saint Charles, Marsella, Francia Martín, el mexicano, lleva mi valija. Entramos a la estación mirando hacia adelante, ninguno se atreve a mirar al otro. Nos abrazamos, recordamos lo bien que pasamos y no dejamos de repetirnos que volveremos a vernos. Ninguno tiene la certeza de que esto ocurra, pero es una necesidad, no dejamos de repetirlo. ¿México? ¿Francia? ¿Uruguay? Quién sabe…


Febrero 2008, Faltan diez minutos para aterrizar en Montevideo Termino de leer una nota de Javier Bardem. Sigo hojeando la revista sabiendo que lo único aceptable era esta nota. Paso más y más publicidad, llego al final y unos coloridos dibujos me llaman la atención. Sin querer me encuentro leyendo un artículo con el cual me siento identificada. Es predecible, el tema son los viajes. Los viajes unen, decía la narradora. No es una novedad, pensé, pero al mismo tiempo entendía perfectamente de qué estaba hablando… Mayo 2010, México DF, México Ella espera su turno en la cabina telefónica. La ropa desgastada por el viaje, un bolso cruzado del que brotan miles de planos, la piel curtida por el sol; todo la delata. No hay dudas, es un claro ejemplar de estudiante de arquitectura. Hace un mes empezó su viaje. La cabina se vacía, entra, marca el número. Intenta varias veces hasta que lo consigue. Del otro lado se escucha un mejicano con acento francés: –Síi, ¿quién habla? –Soy Lina, la hermana de…

1- Olivia es el nombre de mi camioneta Espirales | María José Pita | 115



Diseño de interior y tapa:

qubo

www.qubo.com.uy Corrección ortográfica: Javier Gancio Está es una publicación exclusiva de Arquitectura Rifa. Bulevar Artigas 1031, 09 92 3; www.arquitecturarifa.com No se permite la reproducción total o parcial sin permiso expreso. Se terminó de imprimir en el mes de junio de 2008 en---, Montevideo, Uruguay. Depósito legal ---. Edición amparada al Decreto 218/96. Comisión del papel.




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