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LAS MAESTRAS MEXICANAS EN SU DÍA

Israel aram Guerrero

Tengamos presente que sin maestras no hay escuela y que el oficio de educar no es ajeno a la política.

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Las evoco en femenino porque son mayoría, sobre todo en la infancia cuando las huellas que nos dejan parecen imperceptibles, pero duran para siempre. No suelen figurar tanto como sus colegas masculinos en los escasos libros de pedagogía que casi nadie lee en México.

Por cada mención de José Vasconcelos, de Justo Sierra o de algún otro ilustre educador, hay diez o cien o más maestras que han educado generaciones de niños y niñas, que han dirigido proyectos innovadores y han formado a otras maestras, y han pensado en la educación y en el país desde la perspectiva de quien se mueve a diario entre la teoría y la práctica. Tal vez escudriñando entre esas listas con nombres y apellidos en orden alfabético que guardan las maestras, se puedan rescatar versiones inéditas de un país que no pierde la esperanza ni el coraje.

Maestras que nos conocieron en un tiempo que olvidamos y que siguen ahí, agazapadas en lo que somos, y en lo que creemos que podemos –o no– hacer. ¿Recuerdas algún nombre? ¿Cómo se llamaba la que te consoló y te llevó de la mano hasta tu lugar, cuando estuviste por primera vez delante de esa puerta inmensa que separaba la vida de la casa de aquella nueva vida? ¿La que te leyó un cuento y descifró las frases que escribiste con una letra lenta y torpe; la que te auxilió cuando te caíste en el recreo,

¿o cuando un diente de leche colgaba de un hilito? ¿Cuál era el nombre de aquella de la que aprendiste a amar alguna materia y a la que le agradeces ese amor que todavía profesas? ¿Quién te enseñó a leer? ¿Cuál recuerdas no tanto por lo que te enseñaba, sino por lo que te animaba a descubrir? ¿Cuál no se extrañaría si te viera ahora, convertido en la persona que eres, porque supo imaginarte desde el fondo de tu infancia?

Maestras –y maestros de todos los géneros celebrados este día, que construyen cerebros y cambian el curso de la vida, durante ese tiempo irrepetible en el que todo es posible y todo es fértil, y la adversidad se puede transformar si se conjugan las condiciones adecuadas. Maestras que trabajan con las uñas, que han tenido que defender a sus estudiantes en muchas regiones del país, y han convertido su salón en el único lugar seguro de una zona de conflicto. Maestras que siguen escribiendo en el pizarrón esas normas esenciales que parecen contrarias al estruendo de la violencia: usar palabras para pedir las cosas, esperar el turno, tratar bien a los compañeros, escuchar cuando alguien habla, leer con cuidado, argumentar y dar las gracias.

Maestras fuertes que denuncian y no se resignan, y no vacilan en tomar partido para situarse del lado de los niños.

Más allá de las paredes y del horario de la escuela, sabemos poco de tantas maestras que todos los lunes madrugan a recibir a sus alumnos en los salones de todos los municipios y los pueblos de México. No son un bloque idéntico, sino personas diferentes, con una vida real, llena de capas y complejidades, y de luces y de sombras, como todas las vidas. Por supuesto, tampoco son –ni las queremos– perfectas ni, mucho menos,

“abnegadas”, según esos estereotipos condescendientes que pretenden disculpar la baja remuneración y el poco valor social que este país confiere a la docencia.

En ese sentido, no entiendo ese discurso que se preocupa por la educación en abstracto, pero que simultáneamente estigmatiza los reclamos por condiciones laborales justas y por espacios propicios para ejercer la profesión.

Habría que recordar, en este día y siempre, que sin maestras ni maestros no hay escuela y que el oficio de educar no es ajeno a la política. Por el contrario, es el proyecto de nación más importante para cambiar el curso del desarrollo y se hace lentamente como trabajan las maestras en sus aulas: niña a niña, niño a niño. Una por una, uno por uno.

#SePuede y #SeDebe

Tw: @israel_aram

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