Quimera Revista de Literatura | Número 477 | Septiembre 2023

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ColaborAN en este número:

José Abad, Jesús Aguado, Gabriela Aguilera Valdivia, Víctor Balcells, Júlia Bel, Ángel Borreguero, María José Bruña Bragado, Manuel Estrada, Albert Ferrer Flamarich, Fernando García Moggia, Alberto García-Teresa, Luis Guillermo Ibarra, Víctor Hondartzape, José Antonio Llera, Mario Martín Gijón, Selena Millares, Eduardo Moga, Javier Moreno, Verónica Nieto, Ale Oseguera, Juan Peregrina Martín, Urbano Pérez Sánchez, Begoña Rivas, Xavier Rodríguez Ruera, Rocío Rojas-Marcos, José de María Romero Barea, Javier Sáez de Ibarra, Lisbeth Salas, Miguel Sanfeliu, Lauren Schenkman, Eduardo Suárez Fernández-Miranda, Eloy Tizón Fotografía de portada:

Alexander Ant (Unsplash) Editor: Miguel Riera DirectorES: Fernando Clemot, Álex Chico, Ginés S. Cutillas y Jordi Gol JEFE DE REDACCIÓN: Jordi Gol Diseño: Xavier Balaguer Maquetación y cubierta: Jordi Gol Corrección: Cinta Moreso

QUIMERA. REVISTA DE LITERATURA – septiembre 2023

Regresamos tras las vacaciones veraniegas con un número variado y plural que nos acerca al mundo de la literatura desde diversas perspectivas y enfoques. Para empezar, proponemos a nuestros lectores cuatro entrevistas a autoras y autores con una reconocida trayectoria y diferentes formas de abordar la escritura. Además, entrevistamos a Manuel Estrada, que ha diseñado y diseña muchas de las portadas de los libros que encontramos en librerías y bibliotecas, una forma tangencial pero interesante de conocer otra de las facetas fundamentales del mundo del libro: el diseño gráfico. En las secciones dedicadas a la creación, contamos con la traducción inédita, de Eduardo Moga, de un magnífico relato de Lauren Schenkman, publicado en la prestigiosa revista Granta en 2015, con microrrelatos inéditos de Gabriela Aguilera Valdivia y con un poema de Jesús Aguado. La sección «Einstein on the Beach» ofrece cinco ensayos breves: semblanzas de Javier Jiménez Belmonte y de Richard Fleischer, comentarios de libros de Jaime D. Parra y Víctor Sombra y un decálogo del buen entrevistador de nuestro compañero Álex Chico. El mismo Álex vuelve literariamente a su tierra natal, Extremadura, para explicarnos su relación con su paisaje y sus gentes en «El holandés errante». Y, para acabar, un buen puñado de reseñas. ¡Que lo disfruten! JORDI GOL - JEFE DE REDACCIÓN Y CODIRECTOR DE QUIMERA

Web y redes sociales: Eva Díaz Riobello ISSN: 0211-3325 DL: B 38779 /1980 Edita: Ediciones de Intervención

Cultural S. L. C/Juan de la Cierva, 6. 08339 - Vilassar de Dalt (BCN) 937 550 832 www.revistaquimera.com redacciondequimera@gmail.com publicidad@revistaquimera.com pedidos@edic.es Imprime: Gráficas Gómez Boj

El salón de los espejos

El ambigú

Conversación con Mario Martín Gijón – 4

Xavier Rodríguez Ruera:

Entrevista a Selena Millares – 8

Barrancos, de Pablo Matilla – 53

Entrevista a Javier Moreno – 11

Luis Guillermo Ibarra: Del famoso y nunca igualado

Entrevista a Ale Oseguera – 15

corrido del Quicón Uriarte, de Miguel Tapia – 54

Entrevista a Manuel Estrada – 18

La vida breve

Albert Ferrer Flamarich: El violín de lev.

Lauren Schenkman. Entumecida – 25

Una aventura italiana, de Helena Attlee – 56

Los pescadores de perlas

El rencor de los sillones, de David Cañadas Bustos – 57

Microrrelatos inéditos de Gabriela Aguilera Valdivia – 32

Miguel Sanfeliu:

El castillo de Barba Azul Derechos reservados. Prohibida la reproduc-

Fernando García Moggia: Arauco, de Juan Manuel Zurita Soto – 55

Poema inédito de Jesús Aguado – 35

ción total o parcial de este número, sea por

Juan Peregrina Martín:

Una historia real, de Pepe Cervera – 58 Eloy Tizón: Ruido naranja, de Vicente Fernández Almazán – 59 José de María Romero Barea:

Einstein on the Beach

Noé en imágenes. Arquitectura contra la catástrofe,

Quimera no retribuye las colaboraciones. Los

José de María Romero Barea. Javier Jiménez Belmonte:

de José Joaquín Parra Bañón – 60

colaboradores aceptan que sus aportaciones

a golpe de imagen y fogonazo – 37

Javier Sáez de Ibarra:

Júlia Bel. La gramática de las dunas. A propósito de

Pleroma, de Ángel Zapata – 61

medios mecánicos, químicos, fotomecánicos o electrónicos, sin la autorización del editor.

aparezcan tanto en soporte impreso como en digital. La redacción no devuelve los originales no solicitados ni mantiene corresponden-

Papeles del desierto de Jaime D. Parra – 40

Alberto García-Teresa:

cia sobre los mismos. La revista no comparte

José Abad. Richard Fleischer y yo – 43

Las escritas, de Olalla Castro – 62

Urbano Pérez Sánchez. El libro de Sombra – 45

Rocío Rojas-Marcos: Hacia una teoría unificada de la

Álex Chico. Fórmulas de cortesía – 47

derrota, de Antonio López – 63

El holandés errante

No todos volvimos de Troya, de Maru Bernal – 64

necesariamente las opiniones firmadas por sus colaboradores. Esta revista ha recibido una ayuda a la edición del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte.

Álex Chico. Memoria de las piedras. Regreso a Extremadura – 49

María José Bruña Bragado:

Recomendaciones 3


E l s a l ón d e l o s e s p e j o s

Conversación con Mario Martín Gijón Texto: José Antonio Llera y Ángel Borreguero Fotografías: cedidas por el entrevistado ©

Mario Martín Gijón (Villanueva de la Serena, 1979), escritor, poeta, crítico literario y colaborador habitual de la revista Quimera, acaba de publicar su cuarta novela: Restitución (Pre-Textos, 2023), una irónica reflexión sobre Europa a través de una trama que mezcla las pequeñas anécdotas de sus personajes con los grandes acontecimientos del siglo. Doctor en Filología Hispánica, es profesor en la Universidad de Extremadura y ejerció la docencia en la Philipps-Universität Marburg (Alemania) y Masarykova Univerzita v Brně (República Checa). Su obra ha merecido galardones como el Premio Internacional Gerardo Diego de Investigación Literaria (2009) por Una poesía de la presencia. José Herrera Petere en el surrealismo, la guerra y el exilio (Pre-Textos);​el Premio Internacional de Crítica Literaria Amado Alonso (2011) por La patria imaginada de Máximo José Kahn. Vida y obra de un escritor de tres exilios (Pre-Textos); el Premio Tigre Juan (2012) por Inconvenientes del turismo en Praga y otros cuentos europeos (Editora Regional de Extremadura); el Premio Arturo Barea de Investigación Cultural (2013) por La Resistencia franco-española (19361950). Una historia compartida (Servicio de Publicaciones de la Diputación de Badajoz); y el Premio de Ensayo Miguel de Unamuno (2017) por Un segundo destierro. La sombra de Unamuno en el exilio español (Iberoamericana). El autor conversa con José Antonio Llera y Ángel Borreguero sobre su nueva novela para desentrañar algunas de sus claves.​

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José Antonio Llera: Esta es tu cuarta novela, después de la extensa y ambiciosa La Pasión de Rafael Alconétar (novelaberinto) (2021). Me gustaría que nos hablaras de cómo surge Restitución, si la vas escribiendo en paralelo a otros libros o si es un libro que surge con posterioridad. Te pregunto esto porque me parece que tu ensayo sobre la biblioteca ibérica de Paul Celan y esta novela plantean muchas conexiones. Mario Martín Gijón: No sé cómo será para ti, pero yo nunca planeo mis libros antes de escribirlos. Cuando comienzo, ignoro hacia dónde me va a llevar la escritura. De hecho, al empezar lo que se convertiría en Restitución, veía más probable que quedara en un libro de relatos, pero poco a poco fueron abriéndose vasos comunicantes entre sus historias. Fue ya con mi novelaberinto terminado, aún con ese sentimiento de vacío y casi de duelo por la despedida de esos personajes inolvidables, que me empezó a hablar de nuevo Miroslav, un personaje que, recordarás, también hace breves apariciones tanto en Un otoño extremeño como en el Alconétar. El segundo capítulo, «La imitación de Zbigniew», surgió a raíz de que conociera personalmente en Polonia a ese escultor religioso, Zbigniew Ważydrąg, cuya vivencia de la religión, tan anacrónica como intensa, me fascinó. Y en cuanto a la parte alemana, en efecto se gestó durante el mes y pico que pasé entre Marbach y Stuttgart investigando en el archivo de Paul Celan. Unas semanas bastante solitarias en las que mi mente se desdobló en dos mitades, masculina y femenina, nutriéndose del recuerdo de un amigo y una amiga, cuyos rasgos, algo alterados, alimentaron los de Jeremias y Sofía. Ángel Borreguero: Es literaria la Venecia que aparece en la primera parte de Restitución. ¿Qué autores y obras hay detrás? M. M. G.: Sí, es bastante literaria, pues, en realidad, en Venecia solo he estado un par de veces, y siempre por muy poco tiempo. Aunque de todos modos es una ciudad tan cargada de literatura que es difícil poder mirarla sin filtro. En cuanto a obras y autores, algunas

las cita el propio Miroslav, como La muerte en Venecia de Thomas Mann o Ezra Pound. Entre las que no se citan, disfruté mucho de los puntos de vista opuestos de Philippe Sollers, con su Diccionario enamorado de Venecia, y Régis Debray, con Contra Venecia. Y también con la novela The Comfort of Strangers (traducida en Anagrama como El placer del viajero), de Ian MacEwan, aunque me gustó más la adaptación cinematográfica que hizo Paul Schrader, que me parece superior al libro. Como habrás visto, ese capítulo, tan saturado de libros, se opone al siguiente, situado en una aldea polaca que no conoce nadie y cuyo protagonista solo confía en un libro, el Libro, o dos, con la Imitación de Cristo de Kempis. J. A. Ll.: A propósito de los escenarios tan distintos, decía Ricardo Piglia que hay dos modos básicos de narrar: el viaje y la investigación. Tu novela anterior era sobre todo una novela de investigación, pero aquí, además de eso, hay muchos viajes, personajes errantes, que migran incluso entre tus propios libros. Diría que hay varias novelas dentro de Restitución: una novela polaca, que es la central, una novela veneciana y otra alemana. El personaje femenino de Madzia (Magdalena o Margarita) es la que une esos espacios. Atendiendo a la «novela veneciana», ¿qué idea querías transmitir de Venecia? Te pregunto esto porque me parece que al final, en este espacio narrativo, prevalecen el engaño y la ficción. M. M. G.: Hay una novela para mí mítica (de la cual, si uno la conoce y se fija, hallará ecos en el Alconétar) que es El mar de las Sirtes, de Julien Gracq, una obra que, aunque situada en una geografía ficticia, se inspira en buena medida en la República Serenísima. Me parece que Venecia es una mentira y una ficción, una ciudad parasitaria y parasitada de los turistas, y sin embargo increíblemente bella y misteriosa. Para mí evoca el sueño de una vida liberada de los cálculos mezquinos y el pesado estrés que sobrecargan otras ciudades también muy bellas (París, Barcelona, incluso Praga). Es un engaño y una ficción, pero la vida sería insoportable sin ciertos engaños y ficciones.

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E l s a l ón d e l o s e s p e j o s

Conversación con Mario Martín Gijón

J. A. Ll.: Desde luego, Restitución es una novela llena de claves literarias y filosóficas. Y eso sucede sobre todo en la narración que tiene que ver con Alemania y con un archivo que conoces bien, el de Marbach. Presentas a una becaria que busca el manuscrito perdido de El fermento, de Giménez Caballero, Gecé, un raro de la vanguardia, muy pronto devoto del fascismo. En paralelo, están las sombras de Paul Celan y de Heidegger. Aquí se aclara el título de la novela. Necesitamos que nos restituyan algo que nos han quitado para recuperarnos y no hundirnos en la tristeza. Me gustaría que comentaras este asunto. Porque yo creo que tu novela da varias respuestas a si se puede o no vivir con esa falta, a si se puede sobrevivir sin restitución posible. Á. B.: A eso iba yo también, porque me parece que el monólogo interior de Miroslav o el capítulo dedicado a Zbigniew dan a entender que la soledad tiene muy poco que enseñarnos. ¿Cuál es la restitución de la que se habla en el título? M. M. G.: Esa pregunta sobre el título, aunque fuera previsible, me parece que es difícil de responder sin destripar el libro, pero lo intentaré. Digamos que todos los personajes que pueblan la obra, reales y ficticios, están atravesados por una falta, en los dos sentidos: una carencia y una culpa, o lo que sienten como tal. Recuerdo que, hace unas semanas, me encontré por casualidad con Ada Salas en el tren de Madrid a Cáceres. Cuando supo del título de esta novela, exclamó: «¡Restitución, qué bonito!». Y creo que sí, que es una idea hermosa, que tiene que ver con una forma de reconciliación con uno mismo y sus fantasmas o demonios, pero, en efecto, al final, ayudado por los otros. Como has dicho, Ángel, la soledad se revela en último término como estéril. Hace falta siempre alguien que te dé algo. El quién y el qué, depende de cada uno, una. Á. B.: Volvamos a la novela perdida de Giménez Caballero, que en carta sobre El fermento hablaba de la necesidad de encontrar en Europa algo capaz de regenerar una «vida española lastrada» por siglos de criticismos y dudas, de indecisiones. ¿Cómo ves la literatura española actual en relación con la europea? M. M. G.: Bueno, creo que no se puede hablar de «literatura española» por un lado y «literatura europea» por otro; al fin y al cabo, España es parte de Europa, al menos desde el Imperio romano, aunque es cierto que en la época de Ortega y Gecé se habló de la europei-

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zación como el bálsamo modernizador que nos sacaría de nuestras penurias. Creo que todavía la gente sigue funcionando por criterios nacionales o, como mucho, de lengua, pero los problemas de la literatura española son similares a los de otros países: la estandarización y la comercialización que dejan cada vez menos espacio para respirar a escrituras de largo aliento. Se ha prohibido la maratón y solo valen las carreras de cien metros lisos, muy lisos. Me contaron hace poco de un joven escritor suizo que había enviado a la editorial Gallimard una brillante novela de más de mil páginas. De Gallimard le respondieron que, si la reducía a unas doscientas y pico páginas, le publicarían, no solo ese libro, sino los tres siguientes que escribiera. El autor se negó a mutilar la obra a la que había dedicado varios años de su vida y, tras ser rechazado por otras editoriales parisinas, terminó publicando en una pequeña editorial suiza. No deja de recordarme lo que me ocurrió a mí con el Alconétar y Seix Barral. En el campo literario español creo que lo más destacable es la abundante floración de la poesía, mejor o peor, mientras que en países como Francia o Alemania es un género casi en extinción más allá de un circuito muy minoritario en el que se conocen todos entre sí. De todos modos, lo que ocurre en las literaturas europeas en tiempo real es casi imposible saberlo, pues habría que dominar una veintena de idiomas. J.A. Ll.: Voy ahora con la novela polaca, protagonizada por un escultor religioso que sería el paradigma del artista torturado. No solo planteas cuestiones religiosas o de fe, sino sobre todo de tipo estético. Es muy distinto de Miroslav, pero no tanto: los dos huyen de su pasado y los dos tienen una idea del arte como resistencia y reducto último de la verdad. ¿Querías reflexionar sobre la soledad, que es necesaria para el arte pero también puede ser una condena? M. M. G.: De alguna manera, siempre me ha fascinado el personaje del artista que trabaja con las manos, que da forma a un material físico, tangible, no con un código como nosotros, los escritores. Me gusta mucho una novela de Ricardo Menéndez Salmón, La luz es más antigua que el amor, donde cuenta la historia de tres artistas, dos ficticios y uno real, Mark Rothko. Como bien dices, tanto Zbigniew como Miroslav necesitan de la soledad para crear, pero esta soledad puede llevar a la locura.


personajes más honestos en este sentido son Miroslav, que se aleja para poder ser él mismo sin herir a nadie, y Madzia, con su mirada compasiva y su aceptación de los aspectos más ingratos de las personas.

Á. B.: Es importante ese aspecto porque, como en anteriores entregas narrativas tuyas (Inconvenientes del turismo en Praga, Ut pictura poesis), se habla aquí, con especiales acierto e intensidad, de la incomunicación entre hombres y mujeres en las relaciones de pareja. ¿Es, ante todo, Restitución una novela sobre el desencuentro conyugal? M. M. G.: Más que sobre el desencuentro conyugal (porque los únicos casados son Zbigniew y Magdalena), quizás sobre la incomunicación, o sobre cómo a veces se proyectan sobre el otro, o la otra, un personaje que para nada coincide con la realidad. Sofía toma a Jeremias por alguien que no es para nada, mientras que Jeremias decide utilizarla, sin importarle cómo es ella realmente. No sé si es el tema principal, pero es importante. Y, aunque no fueran para nada cónyuges, creo que en la relación entre Heidegger y Celan, que se trata en la tercera parte, también ambos quisieron utilizar al otro para lo que lo necesitaban. Me parece que los

J.A. Ll.: La parte que titulas «Interludio» son las únicas páginas que no responden a un planteamiento realista. Es más bien un apólogo donde apuestas por lo fantástico y lo grotesco (esas cabezas parlantes). Me ha sorprendido porque no sé si antes habías manejado este registro. Puede parecer que no tiene mucha conexión con el resto del libro, pero creo que sí: bajo esa defensa irónica de la cobardía y la sumisión, hay una apuesta ética por la rebeldía y el inconformismo. ¿Cómo te decides a insertar estas páginas en el conjunto? M. M. G.: Ese apólogo surgió como algo inesperado, cuando aún pensaba que esto acabaría siendo un libro de relatos. Es verdad que es un registro poco habitual en mí, que en cambio tú manejas con soltura, como se ve en los sueños que consignas en tu dietario Estatuas sin ojos. Creo que me decidí a incluirlos porque sí que veo cierta relación profunda con los personajes. La parábola, que fue escrita ya hace unos cuantos años, surgió de la decepción respecto a la Unión Europea, comandada por Alemania, en el tratamiento de choque que se aplicó a los griegos a raíz de la crisis de la deuda, pero creo que se puede aplicar a muchas otras situaciones. Las «corrientes de opinión» no son espontáneas, sino que son encauzadas por los poderes fácticos, y es muy difícil nadar contracorriente. En cierto modo, y cada uno a su manera, Miroslav, Zbigniew y Madza son peces que nadan contracorriente, como los salmones. Á. B.: A mí esa parte me gustó mucho también, esa parábola europea de cabezas cortadas parlantes que recuerda en el tono a Walser y a Kafka, pero cuyo fondo es indudablemente insumiso, frente a la ética y la estética de la servidumbre y la resignación de estos dos autores. ¿Está esta parábola, quizá, más cerca de obras como Ensayo sobre la ceguera? Quería preguntarte también si podría decirse que es esperanzador el final de Restitución. M. M. G.: Recuerdo que vi a José Saramago en Cáceres, cuando era estudiante, y fue un autor para mí importante en su momento, aunque hoy quizás prefiera a António Lobo Antunes. Respecto al final de Restitución, no haremos spoiler, pero creo que sí.

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Entrevista a Selena Millares Texto: Fernando Clemot Fotografía: cedida por la entrevistada ©

Selena Millares (Las Palmas de Gran Canaria, 1963) es el último eslabón de una de las dinastías artísticas más importantes de Canarias y de este país: desde Agustín Millares, en el siglo XIX, pasando por el pintor Manuel Millares y Agustín Millares Sall, entre otros. Selena Millares ha alternado su labor en la Universidad Autónoma de Madrid con una actividad literaria que ha ido desde la poesía (Páginas de arena, Cuaderno de Sassari) al relato y la novela (El faro y la noche, La isla del fin del mundo). Matrioska (El sastre de Apollinaire, 2023) es su última obra, un libro de relatos que nos deslumbró y que culmina, hasta ahora, una trayectoria que conviene destacar.

espejo sucio que revelara su verdadera imagen, como en una especie de callejón del Gato. Cuando los reduje a tres y desapareció aquella artista que daba tanto sentido a la palabra diosas, busqué ese otro título más directo, Matrioska, con sus muñecas encerradas, para referirme a mundos claustrofóbicos, asfixiantes. Todo esto fue antes de 2020 y, desde luego, antes de la guerra de Putin, así que mi matrioska no tiene ninguna relación con ese contexto. El sentido del nuevo título es señalar que ese juguete tradicional y hermoso esconde, como los viejos clisés del mundo femenino, una realidad perturbadora.

¿Cómo nació Matrioska? ¿Cómo nació la idea de estos tres extensos relatos que completan el volumen? Nació hace años. Son tres historias sobre violencia y mujer que iban a acompañar un cuarto relato, protagonizado por una artista, una figura meduseica que ya aparecía en mi primera novela. Este último se fue extendiendo hasta convertirse en nouvelle y lo tengo guardado, durmiendo el sueño de Horacio, porque desde la pandemia me he dedicado a otra historia, sobre el exilio republicano. Tengo una imaginación desordenada y no tengo prisa. Goya decía que el tiempo también pinta y eso es aplicable a los libros inéditos: el tiempo escribe en ellos y su paso les sienta bien, como al vino.

Son tres relatos muy amplios, alguno cerca de ese límite impreciso entre el cuento largo y la novela muy breve. ¿En algún momento pensaste que Matrioska podría albergar otra estructura que no fuera la que finalmente le diste? Es verdad que son cuentos largos, que tienden a la nouvelle. Ocurre que cuando se pone en danza a unos personajes, ellos acaban tomando vida propia y son los que te arrastran a ti mientras escribes. El más largo es el de esa especie de Scheherezade que es Malak, precisamente porque ese es su distintivo, el don de seducir, de embaucar, a través de las palabras, que son su arma, su esperanza de salvación. Y sí, pensé en otra estructura. Pensé en algo como la Guerra del tiempo de Carpentier, que mezcla el cuento y la nouvelle y que se subtitula precisamente «tres relatos y una novela», todo alrededor de un tema único, como en mi caso, pero lo deseché finalmente.

Revelas que cambiaste el título original de Diosas en la alcantarilla por Matrioska. ¿Por qué creíste que este nuevo título reflejaba mejor el sentido del libro de relatos? En ese título inicial, Diosas en la alcantarilla, me interesaba la imagen feísta de cuatro mitos mirándose en un

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El cuidado del lenguaje, la fuerza de las imágenes son dos de las características más evidentes de tu estilo. También cultivas otros géneros; ¿cómo crees que se alimentan entre sí la


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Entrevista a Selena Millares

poesía y la narrativa? ¿Qué hay en Matrioska de esa vocación poética? Dedico mucho más tiempo a corregir que a escribir, reviso mis páginas interminablemente, en especial la prosodia. Cuido sobre todo la melodía, el tempo, la música interior de la prosa. Busco que suene líquido, que se aleje del artificio, y eso es lo más difícil de todo. Ya nos lo recordó Machado con su Juan de Mairena, cuando ponderó la literariedad de la frase «lo que pasa en la calle». Lo fácil es lo barroco, la retórica vacua, el encorsetamiento, la cabriola formal. Lo difícil es lograr la elegancia y desnudez de lo sencillo, que no lo simple. La palabra que puedes beberte sin ruidos. Por lo demás, la música y la poesía acompañan a la narrativa desde el origen de los tiempos. Una de las mejores novelas que se han escrito nunca es obra de Homero. Además, es importante la verticalidad de las imágenes y los símbolos, que hace que la prosa pueda volar, multiplicarse, universalizarse, huir de lo pedestre. Medusa o Circe son símbolos fecundos, pero también puede serlo una mariposa gris, o un almendro florecido, en el contexto de estos relatos. Otra cosa importante es que la materia busque su forma. La primera de esas ficciones es más literaria porque habla de una especie de hechicera, así que es más atmosférica, tiene algo de fantasmagoría. En la segunda la protagonista es una niña, y el estilo se hace algo naíf, recoge su ingenuidad, su inocencia. El último relato está articulado como una entrevista en un centro social y busca la palabra ríspida, directa, cronística. ¿Qué referentes del mundo del cuento o de la novela tenías presentes en la escritura de este volumen, en el estilo, en la trama, en el sentido? Los tres cuentos parten más bien de chispas de realidad que se hicieron incendio en mi cabeza, historias que pude entrever tras lo que observaba en espacios periféricos. Y que me confirmaban esa visión de ellas, de las mujeres, como seres condenados históricamente a ser un ejército de esclavas o siervas, encerradas en sus habitaciones, en sus silencios. En su condena hay factores añadidos, como la pobreza o la religión, que amplifican la miseria moral y explican incluso que las víctimas puedan convertirse en verdugos para defenderse. Hablo de personajes marginales, me cansa la literatura del yo-mime-conmigo, del patio-de-mi-casa, del ombliguismo ciego de nuestra sociedad. Busco ventanas a otros mundos.

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En cuanto a tu pregunta sobre referentes, no soy consciente de haber tenido alguno concreto aquí, pero sí sé cuáles no quiero. Huyo de hablar de la violencia al modo maniqueo tan frecuente, y también huyo del gore, esa especie de glutamato, de saborizante artificial que busca multiplicar las ventas. Me cansa la pornografía de la violencia tan en boga, que arrastra y emborrega. Y me cansa la literatura-kleenex, la moda de usar y tirar. Aunque sí que tengo muchos dioses personales, como Cervantes, Borges o Bolaño. De ellos me atrae por ejemplo la prosodia de la oralidad, y el sentido de la compasión hacia los personajes, por muy viles o grotescos que sean. O la huida de artificios y lugares comunes, y la poética de la duda. También la observación de ese cuarto oscuro donde se esconde la abyección en cada ser humano, o el valor de los silencios. Dentro de la narrativa también publicaste anteriormente dos novelas como El faro y la noche y La isla del fin del mundo. ¿Qué hay de ellas en Matrioska? Hay un hilo conductor que une todos esos libros y también está en lo que ando escribiendo ahora. Es la idea de la libertad. Una libertad anhelada sobre todo por personajes quijotescos, por derrotados que sin embargo persisten en su batalla, aunque estén destinados a estrellarse indefectiblemente contra la realidad.


Entrevista a Javier Moreno Texto: Víctor Balcells Fotografía: Lisbeth Salas ©

Javier Moreno (La Cueva Monteagudo, Murcia, 1972), escritor, poeta y crítico literario, acaba de publicar su nuevo libro de relatos/nouvelles Magnífica desolación (Candaya, 2023), que indagan en las fronteras entre la realidad y lo imaginario, y en cómo el orden digital y algorítmico transforma nuestras vidas. Javier Moreno ha publicado también las novelas Buscando batería (Bartleby, 1999), La Hermogeníada (Aladeriva, 2006), Click (Candaya, 2008) y Alma (Lengua de Trapo, 2011), y el libro de relatos Atractores extraños (InÉditor, 2010). Su obra ha sido merecedora del Premio Nacional Fundación Cultural Miguel Hernández (Cortes publicitarios, Devenir, 2006) y con el Premio Internacional de Poesía Joven La Garúa (Acabado en diamante, La Garúa, 2009).

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Entrevista a Javier Moreno

Quisiera empezar por el tono, la textura que unifica los textos. Dis-solare, quitar todo solaz, triste, árido. Sin embargo, el narrador en al menos tres de los cuatro relatos tiene un aire tragicómico. Quisiera preguntarte por la textura, el tono que buscabas para el libro, cómo surgió y cómo lo concebiste. Pienso en anotaciones de los diarios de Rafael Chirbes en torno a esta cuestión: cómo explica que pasa meses buscando un tono, una textura para su obra. Todo procede en realidad del primer relato, «Pentimento», donde se narra la historia de un escritor que alquila una cabaña en un bosque, un escenario muy similar a aquel en el que transcurre su última novela. Durante su estancia, ese escritor sufre una decepción por su propia obra, por las posibilidades de la ficción de dar cuenta de la complejidad de lo real. Todo ello aliñado con un reciente desengaño amoroso. Deseaba mantener ese tono en el resto de relatos que compusieran el libro (en ese momento inicial no sabía cuántos acabarían conformándolo). Quería explorar la fenomenología de la decepción en sus diversos aspectos (artístico, amoroso o de la amistad) y el paisaje emocional que producía en los personajes. El humor, como dices, funciona a veces como una especie de contrapunto para evitar que dicho tono resulte monolítico o excesivamente opresivo. En el relato «Los reinos de lo irreal» se mezclan dos tramas en paralelo, la investigación del narrador y una recreación literaria de la misma. Me ha llamado la atención tu aproximación al tema del viaje, cómo describes el viaje en nuestra época: casa muy bien con la palabra desolación. Te pregunto por tu representación del viaje contemporáneo y, luego, por cómo viajas tú en concreto. Sí, son tres los relatos en los que el lector se encuentra con esa doble trama de la que hablas. Pero, centrándonos en tu pregunta, la experiencia del viaje se ha vuelto prácticamente imposible. Vivimos saturados por una iconografía excesiva de los posibles destinos turísticos. Cuando ponemos el pie en una ciudad ya (en buena medida) la conocemos a través de imágenes y reco-

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rridos virtuales. Nuestro mundo ha sido explorado y cartografiado hasta el menor de los detalles. Como le ocurre al narrador de «Magreb», la visión de los lugares turísticos (de Marrakech, en este caso) le suena a algo ya repetido. Resulta difícil, como al narrador de este relato, no ser presa de un descorazonador déjà vu. Otro tanto le ocurre al escritor que protagoniza «Los reinos de lo irreal». Cumple con el ritual de ascender a lo alto de la torre Willis o bañarse en el lago Michigan como un creyente que ha perdido la fe en esa religión que consiste en la experimentación de lo novedoso y que, sin embargo, sigue sometiéndose a sus rituales. En realidad, su turismo es (como llega a decir él mismo) un turismo especulativo. El paisaje chicagüense que le interesa es el conformado por las dos figuras admiradas de Henry Darger y Vivian Maier, y su viaje se conforma a través de la persecución de sus huellas. A nivel personal, mi postura es muy similar a la de este último narrador. Me gusta viajar, pero trato de disfrutar en mis viajes de experiencias no estandarizadas por los códigos turísticos. Por otra parte, es cierto que internet es un medio muy interesante para convertirnos en flâneurs digitales. Mi relato predilecto del libro es «Magreb». En este relato un hombre evoca un viaje hecho al Magreb y un encuentro que tuvo lugar allí con una mujer, L. El relato tiene una primera sección en la que un narrador estilo Jacob Von Gunten declara que nada importante tiene que reseñar sobre su vida, que no hay episodios memorables. Se le ocurre, a falta de hechos memorables, tomar un suceso de su vida no-memorable, un encuentro casual con una mujer, y profundizar en él para ver si encuentra la gema. El relato es la repetición con matices de una misma escena. Pregunto por el germen de este relato, cuya forma resuena con la estructura musical de la fuga. La estructura del relato, en efecto, es iterativa. Me interesa la repetición. Toda copia implica error, y me interesa ese error, como en el juego del teléfono escacharrado. Hay una voluntad de desvío, de error, en cada uno de los fragmentos en relación con los anteriores.


La iteración es un proceso informático, pero también biológico, que puede acabar en retroalimentación positiva (divergente) o negativa (convergente). «Magreb» tiene algo de ambas. Hay una divergencia, un no saber hacia dónde nos conduce esa conversación de la pareja en el salón de un hotel de Marrakech y, por otra parte, una ilusión de convergencia, de final que reconcilia la aparente fragmentariedad del conjunto. Al mismo tiempo, en «Magreb», ocurre algo técnicamente interesante para mí, un efecto paradójico. Aunque la trama es circular en la medida en que siempre se repite la misma escena con variaciones, en la secuencia de las escenas la relación entre los personajes parece cambiar en un sentido evolutivo, como si lo hablado en la anterior escena se agregara. A la hora de construir personajes tan complejos y con tantas variaciones, ¿cómo lo haces? Te pregunto por cómo observas a las personas y las transformas en literatura. Sí, esa evolución de la trama tiene que ver con la respuesta anterior. En relación con la construcción de personajes y el material del que parto… Me considero una persona bastante observadora. Me interesa mucho lo que los demás se cuentan y me cuentan. Me gusta mucho escuchar. Tengo algo de antropólogo, imagino. Y eso se acaba trasvasando —creo— a los narradores de los cuatro relatos que conforman el libro. Anímicamente pasivos en algunos casos, cámaras de resonancia a través de las cuales escuchamos las voces del resto de personajes. Tu interés por examinar aspectos de la psicología de nuestro tiempo se ve también en el relato «El cielo de Madrid». En ese relato se sobreponen dos realidades. Por un lado, la vida anodina de un profesor con su familia; por otro, la relación virtual que mantiene con una de sus alumnas en un programa de realidad virtual llamado AltLife. Se representa metafóricamente la escisión entre la realidad material y la realidad. Al margen de conocer tus apreciaciones sobre

este relato, me pregunto si lo ves como un texto de ciencia ficción que en breve será realismo social. Los deepfake están a la orden del día. Las inteligencias artificiales generadoras de texto, imágenes y vídeo son una tecnología de la que ya disponemos. Hay un peligro de suplantación de eso que llamamos realidad por parte de la ficción. El protagonista de «El cielo de Madrid» se deja encandilar por ese universo virtual en el que puede asistir al progreso de ese romance interrumpido en la vida real. La ciencia ficción corre el peligro de convertirse en algo obsoleto ante el acelerado avance tecnológico. En ese sentido, como tú comentas, en el momento en que ficción y realidad resultan indistinguibles, ciencia ficción y realismo serían géneros novelísticos equiparables. Este relato me hace pensar en la fragilidad de la memoria y en cómo nos enganchamos a las imágenes, cada vez más presentes en nuestra vida y nuestro pensamiento, lo que nos dificulta separarnos del pasado, nos ancla en él, además, de forma fantasiosa. Vivimos en una sociedad melancólica. Cada vez más. El hecho de que pervivan tantísimos documentos (fotografías, vídeos, inscripciones en internet y redes sociales) de nuestra experiencia cotidiana convierte el olvido en algo casi imposible. Y, sin embargo, en lo referente a la vivencia íntima de tales experiencias, nuestro cerebro funciona de un modo completamente distinto. Olvidamos y transformamos lo vivido. La técnica modifica en este caso lo que creíamos una constante antropológica: el olvido (relativo) del pasado para concentrarnos en el presente y el futuro. Esta melancolía de la que hablo nos aboca al remake continuo del pasado del que ni siquiera se libran los más jóvenes (quizás ellos menos que nadie, puesto que ya nacieron inmersos en este nuevo amnios tecnológico). Frente a esta institución del pasado o la evasión a través de paraísos virtuales (como le sucede al protagonista de «El cielo de Madrid»), «Magreb» reivindica el recuerdo. El recuerdo es siempre creativo, una combinación de información (almacenada en nuestro cerebro) y de imaginación.

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E l s a l ón d e l o s e s p e j o s

Entrevista a Javier Moreno

Quisiera hacer también un inciso acerca de la representación del alimento en el libro. En el último relato el protagonista crea cócteles, como creo que tú también haces en tu existencia real. En el resto de relatos hay una atención y un detalle por el aspecto del gusto y la comida, una dimensión no solo visual de la prosa. ¿Qué hay en el arte de hacer cócteles que se asemeja a la composición de una obra literaria? Reconozco que la mía es una «naturaleza digestiva». Me interesa la combinación de elementos aparentemente dispersos y la búsqueda de un equilibrio/proporción entre ellos. Es algo que puede aplicarse a la concepción de un cóctel y también, por supuesto, de una obra narrativa. Me gusta dotar a mi literatura de contextos sensoriales no meramente visuales. El olfato y el gusto (como el tacto o el oído) ayudan sin duda a crear una atmósfera envolvente que apele a la capacidad sensitiva (no solo intelectual o visual) del lector. Aunque todos los relatos presentan una trama, cierto suspense y desarrollo, al mismo tiempo pueden leerse sin atender a ese aspecto. Está la capa de lectura de saber «Qué va a pasar» añadida a otras capas: montajes en paralelo, ambigüedad entre lo ficticio y no ficticio, hibridación de géneros en definitiva. Aquí mi pregunta es difusa: qué buscas con las alquimias que ejecutas; los relatos son como piezas de relojería con diferentes dimensiones al mismo tiempo. En efecto, aparecen repetidos a lo largo de los relatos escenarios, frases, nombres de personajes y tonos emocionales. Todos transcurren en el periodo aproximado de una semana. Me interesa la resonancia como concepto. La resonancia es distinta de la analogía o la metáfora. Se trata de una idea cuyo dominio original parte de la física pero que, creo, puede extenderse a otros ámbitos (Hartmut Rosa la ha llevado con éxito al terreno de la sociología), también el literario. Mi intención era que al leer un relato (o algunas partes de él) los demás adquiriesen una nueva tonalidad, que

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pudiesen reinterpretarse de alguna manera. Estos leitmotivs son como nervios que atraviesan el libro y que crean (o eso pretendo) una sensibilidad casi orgánica, como si el libro aspirase a constituirse en una especie de ser vivo. En diferentes momentos de los relatos mencionas referencias artísticas como Art Brut, formas de arte no canónica y otras visiones de lo que es arte. Como la idea o teoría de que no existe una competitividad entre artistas dado que cada voz es una manifestación única. Me interesa esto porque al mismo tiempo que tramas los relatos según cánones clásicos, los pones en situaciones o derivas donde se crean algunos juegos que hemos comentado. Por ejemplo, en el primer relato, donde ficción y realidad se retroalimentan. Quisiera que comentaras esta postura artística, centrada en el primer relato, donde el personaje principal es un escritor retirado a una cabaña y enfrentado a la lectura solitaria de su propia obra, único libro que ha llevado consigo. Quizás este sea mi libro más clásico, si por clásico entendemos la sujeción a unos estándares formales ya establecidos. Sin embargo, dentro de ese marco, me he permitido ciertas variaciones que causan (creo) un saludable extrañamient-o en el lector. Estoy de acuerdo con esa teoría planteada por el protagonista del cuarto relato en sus clases de Historia del Arte. En efecto, muchas veces tendemos a comparar a autores que parten de parámetros completamente inconmensurables. Es cierto que, una vez elegidos dichos parámetros, sí es posible establecer cierta jerarquía. He tratado de adoptar en cada uno de los relatos un modo distinto de narrar. Me gusta la pluralidad. La considero un valor narrativo. Ese es uno de los parámetros de los que parto a la hora de plantearme un nuevo proyecto de escritura. El escritor protagonista de «Pentimento» se ve confrontado a su propia obra y siente la necesidad de modificarla. Me reconozco en esta disconformidad con la propia creación, en la necesidad de empezar de nuevo.


Entrevista a Ale Oseguera Texto: Verónica Nieto Fotografías: Víctor Hondartzape ©

Poeta, actriz y periodista, autora de los poemarios Tormenta de Tierra (2016) y Un hotel de cinco estrellas sobre un cementerio (2019) y de la novela Realidad del Mono (2020), Ale Oseguera (Guadalajara, México, 1982) acaba de publicar el poemario Mi rostro es un mapa de mi cuerpo (Esto no es Berlín, 2023), un viaje circular alrededor de la construcción de la identidad: cómo ponerla en escena, cómo diseñarla cuando nos vemos obligados a hacerlo. «El centro del viaje es origen que también es destino», se nos dice aquí. Pero raro es que quien emprende el viaje no se transforme por el camino.

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Entrevista a Ale Oseguera

En Mi rostro es un mapa de mi cuerpo me encontré con un viaje circular puesto en escena. Ese viaje circular nace de la obligatoriedad de definirse, de construir una identidad. Pareciera que como mujer-poeta-inmigrada-sin hijos, la sociedad te obligara a explicar quién eres. ¿Crees que el cuerpo es la identidad? El cuerpo no es la identidad. O no lo es únicamente. Sin embargo, sus heridas sí que condicionan la identidad. Según Silvia Federici, el cuerpo es testimonio de nuestras penas, luchas y alegrías. En el cuerpo, dice, «se pueden leer historias de opresión y rebelión». El cuerpo es, además, la primera frontera a traspasar para poder realmente conocer a una persona: a una misma o a ese Otro con quien convivimos. Nuestra historia y vivencias nos forman, con ellas construimos lo que somos y eso se lee en el cuerpo. Es esto lo que exploro en el poemario.

¿Cuánto de pensar la identidad depende de no alinearse con lo que se espera de uno? Pensarse fuera de las categorías asignadas por las clases dominantes es lo que ha dado lugar a movimientos históricos de defensa de derechos humanos: desde el fin de la esclavitud al feminismo o a los movimientos de pensamiento antiimperialista de principios del siglo pasado. Para quienes hemos nacido en pueblos y naciones con una fuerte raíz colonial y fuera de las geografías hegemónicas, es imprescindible no alinearse a los discursos dominantes. Esta no alineación es el germen de todo el proceso de descolonización que es, a su

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vez, importante para crear relatos y miradas propias. Pero la descolonización identitaria, esa reestructuración del pensamiento que permita la eliminación de las jerarquías por nacionalidad, color de piel u origen, también debe darse en el seno de las naciones como España o Gran Bretaña, que sometieron a tantos pueblos en el mundo. Sin un proceso de revisión y reparación histórica se perpetúan los sistemas colonialistas y las desigualdades desde el Norte al Sur global. Me pareció sumamente interesante que este viaje circular conlleve una suerte de varias etapas: cuerpo, historia, voz, refugio. Como si el punto ciego que es el yo se viera obligado a exponerse. Y sobre todo me interesó la idea de escalera como «espacio liminal», como paso de una etapa a otra. A partir de una exposición en un museo, en la que se usaba la escalera como escenario expositivo, Homi K. Bhabha se refiere a la escalera como un sitio intermedio, «liminal», que se vuelve hogar y no solo lugar de tránsito. Me pareció una metáfora bellísima para describir el ejercicio de resignificación y apropiación de los espacios periféricos. Bhabha se refiere a un lugar físico, mental o identitario, fuera de los binomios. Esos sitios son propicios para la hibridez, el mestizaje y la fusión multi e intercultural. En el poema «Espacio liminal» exploro esta idea de quedarse a vivir en la escalera, hacer del tránsito tu casa; algo que conlleva la creación de comunidades alternativas. Es decir, personas que se unen no por un pasado común (la tierra de origen, la nacionalidad), sino por su condición en el tiempo presente y su proyecto de vida a futuro. Por eso también aparece el «nosotros» en el poema. La escalera, el espacio liminal, deja de ser un lugar inhóspito y solitario para convertirse en un lugar habitable y acogedor. Esto es una referencia a las vidas migrantes, a las disidencias y a lo que Anzaldúa denomina «la frontera». En el poemario tenemos la sensación de que las palabras son pronunciadas; hay intersecciones de voces distintas, con distintas tipografías. Además, pareciera que asistimos a un ritual o a la puesta en escena de una fórmula mágica. Las palabras también ocupan espa-


cio, hay un diseño intencionado en la página. También vemos cierta apelación al lector, pues algún poema propone juegos interactivos. ¿Cuánto influye tu formación actoral en la escritura de poesía, en el planteamiento del poemario? La escena y la oralidad nutren a la palabra escrita y viceversa. Esto es así desde el nacimiento de la poesía. Más adelante, en el siglo XX, para los artistas de vanguardia, la multidisciplinaridad era el modus operandi habitual. Inspirada en toda su historia y formatos, no concibo la poesía como un acto de pura escritura, sino como un ejercicio de experimentación artística, agilidad lingüística y valentía emocional. Sin embargo, cuando la escribo, mi reto es crear un artefacto que sea lo suficientemente autónomo para que pueda emocionar y leerse sin necesidad de mi presencia. Luego viene la performance, la extensión de la palabra escrita, la expansión multidisciplinar; pero nunca he pretendido que mis poemarios sean un suvenir, el testimonio de un trabajo escénico que carece de valor propio si no me tienes delante. Si has podido, al leer mi trabajo, sentir las invocaciones, escuchar los cánticos, hacerte preguntas, sin haberme visto ni escuchado en escena, algo de mi meta habré logrado. ¿Te consideras una escritora mexicana, inserta en esa tradición, o en una más general? Me cuesta mucho definirme con una bandera. Ni a mí ni a mis textos. Sin embargo, los marcos literarios, culturales e históricos mexicanos me son inherentes, así que México siempre está presente en mi obra. Creo que podría pertenecer a una tradición más general, puesto que mis referentes no son solo mexicanos y no escribo solo sobre México. Como sujeto migrante, formada en una tradición occidental pero que, además, ha buscado referentes fuera de este Occidente, quizá estoy en una tradición de literaturas fronterizas, híbridas. ¿Qué piensas de clasificar la literatura por nacionalidades? Categorizar la literatura por nacionalidades responde a una idea antigua y muy europea que consideraba la literatura como el alma de las naciones. El carácter intermedio e híbrido de las literaturas migrantes hace que ningún canon nacional las acoja de

entrada; aunque hay autores considerados de inicio migrantes que han dado el salto a cánones nacionales como Rushdie y Naipaul en Gran Bretaña o Aimé Césaire en Francia. Los autores migrantes terminan siendo encasillados bajo su condición de extranjeros, etiqueta que también presenta problemas. Uno de ellos es que se espere que únicamente produzcan relatos autobiográficos.

¿Cuál es tu familia poética o tus influencias a la hora de escribir poesía? ¿Y qué buscas como lectora de poesía? Me interesan las poéticas no conformistas, que intenten ir más allá de su medio: ya sea el papel, la escena o el sonido. Por eso me interesaron siempre tanto las vanguardias. Siempre cito a Eduard Escoffet cuando dice que no es casualidad que las vanguardias de principios del siglo XX las hayan iniciado los poetas: el futurismo, el surrealismo, el dadaísmo... La poesía es germen y va por libre. Es en esa expansión en la que yo busco la poesía. Por eso me interesan tanto las propuestas de autores actuales como Laura Sam, Carlos Luna o Víctor López, que trabajan con el papel, el sonido y la música. O de creadoras como Alessandra García, Ángela Segovia, Angélica Liddell o Danilo Facelli, que unen poesía, performance y teatro. Creo que mi familia poética formativa está en la obra de Pizarnik, Baudelaire, Angelou, Sor Juana, Belli, Sabines, por mencionar solo algunos. La actual está en ese terreno liminal que construimos quienes traspasamos las fronteras del papel y experimentamos con los formatos.

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Entrevista a Manuel Estrada Texto: Eduardo Suárez Fernández-Miranda Fotografías: Begoña Rivas ©

Manuel Estrada es uno de los diseñadores gráficos más destacados de nuestro país. Su trabajo ha merecido prestigiosos galardones: el Diploma del Art’s Directors Club of Europe, el Premio a la Excelencia en Diseño de México o el Premio Nacional de Diseño, concedido por «su capacidad para conectar eficazmente la cultura con el tejido industrial». Su obra ha sido expuesta en galerías y museos de Nueva York, Helsinki o Berlín. Desde hace años se encarga de diseñar las portadas de Alianza Editorial.

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En los años sesenta aparecieron un grupo de artistas de la comunicación gráfica —Alberto Corazón, Daniel Gil o Enric Satué— cuyo trabajo todavía no tenía un nombre. Perico Pastor recuerda que se hablaba de ellos, en las imprentas y en las agencias de publicidad, como «un chico con buena mano para todo eso». Y cuando se les quería honrar, se les llamaba grafistas. ¿En qué momento surge la figura del diseñador gráfico, tal como la conocemos hoy en día? Efectivamente, lo que hacían no tenía nombre. Yo creo que la referencia básica, por lo menos la mía, además de Alberto Corazón, Daniel Gil y Enric Satué —el primer premio Nacional de Diseño—, es Pepe Cruz Novillo. Sus logos y sus carteles de cine forman parte del patrimonio gráfico de la segunda mitad del siglo XX. Y yo creo que en ese sentido Pepe Cruz demuestra que el diseño procede del mundo de la comunicación ligado a la publicidad. El «diseño» llegó más tarde a España, se le puso nombre más tarde, pero ya había escuelas de diseño. La gente del mundo del diseño surge de la publicidad. Como Manolo Prieto, famoso pintor de carteles taurinos y del toro de Osborne, y creador de magníficas portadas de libros también; y Satué, que procede del mundo de la cultura y se define a sí mismo autodidacta. ¿Puede hablarnos de cómo fueron sus inicios en el mundo del diseño? ¿De qué herramientas se servía para realizar su trabajo? Cuando empecé a ganarme la vida, primero me focalicé en la arquitectura y después en el diseño, que no entendía lo que era, pero que empecé a entender haciéndolo. Tenía una habilidad para dibujar desde niño y por eso en mi casa querían que estudiara arquitectura con Esteban Marlasca. El dibujo se convirtió en una herramienta, era lo que nos llevaba a algunos a poder dibujar, por ejemplo, story boards —que se hacían a mano— para que los clientes aprobaran las ideas de las agencias publicitarias para rodar un anuncio, por ejemplo.

Y el dibujo es una herramienta que sigue siendo válida. La palabra diseño —proviene del término italiano disegno— significa ՙproyectar a través del dibujo՚. Algo que se dibuja: una pieza mecánica de un diseño industrial, una casa en arquitectura o el boceto para una portada utilizan el dibujo como herramienta. Se dibuja algo para proyectarlo. Para mí, el dibujo sigue siendo una herramienta, la utilizo como lo señala John Berger en su libro Sobre el dibujo, que recomiendo a los lectores de Quimera. No es un libro solo para diseñadores, sino que habla sobre el dibujo como una herramienta para saber lo que pensamos, como herramienta de reflexión. ¿Mejoran las herramientas modernas? No. Yo creo que no, porque engañosamente nos permiten pensar que los procesos se han acortado en el tiempo, cuando lo esencial de los procesos sigue siendo lo mismo. Para hacer una portada de Alianza, después de leer el libro, puedo dibujar veinte bocetos distintos y, de esos veinte, pasar a limpio, a lo mejor, cinco; y de esos cinco, damos una vuelta a dos; y finalmente mandamos uno. Sus estudios en la Escuela de Arquitectura y su trabajo junto al arquitecto Esteban Marlasca, ¿qué han aportado en su labor como diseñador gráfico? No terminé Arquitectura. Empecé a trabajar con Esteban Marlasca en su estudio; era un amigo de la familia y yo era bueno dibujando. Su estudio tenía más o menos las dimensiones del mío, diez personas. Aprendí que el proceso es el mismo. Él dibujaba los proyectos en papeles de croquis con rotuladores de colores y con su aparejador y un jefe de estudio, que organizaba la delineación y las instalaciones. Una vez que el cliente les había aprobado los dibujos hechos a mano, que eran preciosos, estos pasaban a convertirse en el proyecto en que trabajarían. Este proceso se parece al del diseño gráfico. Durante el tiempo en que estuve trabajando en el estudio de Marlasca, mientras estudiaba la carrera, me enseñaron, entre otras cosas, a cimentar la disciplina de pensar dibujando y a conocer cómo se relaciona la parte creativa y artística de los oficios.

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Entrevista a Manuel Estrada

Citando a Joan Brossa: «Cal que ens quedem només amb les coses essencials; saber ser essencial vol dir madurar. Jo he procurat de donar sempre el màxim amb el mínim…». ¿Cree que ese «dar el máximo con el mínimo» es uno de los principales fundamentos del diseño? Joan Brossa era un talento. Tuve la suerte de tratarlo y trabajar con él. Uno de esos trabajos fue la portada para un libro suyo y del pintor Fernando Bellver. Yo había bocetado una especie de funda de gafas de franela gris cosida en la portada de la que sacábamos una B de cartón (la inicial de Brossa). Bien, le gustó y yo le propuse: «¿Y si en vez de ser la franela gris, la hacemos de cuadros, como las camisas que siempre lleva usted?». Él me respondió: «Joven, no prolongue usted tanto la metáfora». Ahí te das cuenta de la capacidad de utilizar el lenguaje para contar cosas de una forma hermosamente precisa, como ese poema visual titulado Esponsales: la palabra le da sentido a un objeto mitad esposas de policía y mitad pulsera de diamantes. A Joan Brossa le recordamos, además de por su poesía en catalán, por su capacidad para intervenir y utilizar lenguajes literarios a través de las imágenes. Bruno Monari, en su libro El arte como oficio (todo un clásico) decía que diseñar consiste en quitar. Si tratas de hacer una portada de un libro en que esté la descripción de ese libro, nunca conseguirá sintetizar nada. José Saramago, con quien tenía una relación de amistad (con él y con su mujer, Pilar), me comentó en una ocasión cómo se imaginaba la portada de La caverna: «El ceramista mete en el horno una bandeja con las figuras de los protagonistas del libro hechos en cerámica. Y por la ventana del taller se ve que está llegando ella a la plaza con el coche». Y yo le dije: «José, esto no es una portada, lo que me estás contando es un capítulo del libro». Cuando sintetizas algo dejas muchas cosas fuera. Ahí está lo difícil: ¿qué dejas fuera? ¿cómo representas esa realidad? ¿cómo sustituyes un libro de trescientas páginas en una imagen, una sola? Y, a ser posible, simple, sencilla, rápida de ver. Yo creo que sintetizar es lo más difícil que hacemos los diseñadores gráficos. ¿Qué componente tiene más importancia, el técnico o el artístico? ¿O son indisolubles? Te voy a decir una frase de Pepe Cruz Novillo que me gusta mucho: «Los artistas disparan la flecha y ellos

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mismos pintan la diana donde cae. Y los diseñadores tienen que saber dónde está la diana y dar con su flecha en el centro». Si a mí me encargan la imagen para la portada de La rebelión de las masas, de Ortega, no puedo hacer lo que yo quiera. Tengo que saber lo que dice Ortega: habla de una sociedad que cuestiona las clases y de cómo las masas empiezan a ocupar el papel de las élites, así que describo eso con una pajarita en la que están bordadas las abejas de una colmena, que son los obreros que se suben a la corbata de la élite. En nuestra última exposición, en la Biblioteca Regional de Madrid, había unas vitrinas en el centro de la sala con cuadernos de bocetos abiertos junto a los libros ya editados. Ese proceso, esa relación —independientemente de que discutamos dónde está el arte y dónde está el diseño, o la gráfica—, sirve para visualizar lo que yo creo que es lo más valioso que tenemos: la creatividad.


En el año 2000 el Museo Nacional Reina Sofía organizó una exposición titulada «Signos del siglo», donde se mostraba el papel del diseño gráfico en los últimos cien años. Desde el diseño del menú de Els Quatre Gats, de Picasso, hasta las últimas técnicas de diseño. ¿Cómo contribuye el diseño gráfico a la modernización de un país? El diseño nace en la Europa del siglo XX, muy a principios. Nace conceptualmente en la Bauhaus. Buscaban la forma de crear objetos asequibles para todo el mundo proyectados con economía de medios, síntesis y belleza de formas. Ese diseño está en la base de la cultura moderna, a la que nosotros nos hemos sumado un poco tarde. Pero fíjate, ahora mismo en Madrid hay diecisiete escuelas privadas y públicas, y universidades, ofreciendo el grado de Diseño. La sociedad ha entendido que el diseño es una herramienta para activar la economía, que se cruza con la cultura y lo artístico, pero siempre vinculada con la producción. Yo creo que ayuda a la modernización y nosotros estamos aprendiendo a usarlo. En España hay un buen diseño, no solo en Barcelona o en Madrid, sino en todas partes: en Valencia, en Asturias… Hay diseñadores y empresas que han aprendido a usarlo. Cada año, en los Premios Nacionales de Innovación y Diseño, además de galardonar a un profesional, distinguen a una empresa por su buena práctica en el uso del diseño. Usted ha dicho en alguna ocasión, citando al CEO de IBM T. J. Watson Jr., que «un buen diseño de marca es un buen negocio» y que es una parte importante de la innovación de la empresa. ¿En qué momento se dieron cuenta las empresas españolas de que el diseño era «una herramienta de desarrollo económico»? T. J. Watson Jr. le dijo a su Consejo de Administración: no piensen que esto es una veleidad artística que me estoy tomando: «Good design is good business». Esto que estamos haciendo es para aumentar nuestras ventas. Y, efectivamente, el diseño aplicado que hizo Paul Rand para IBM fue una identidad visual muy identificable, muy rápida de ver. Diseñó un cartel, que está expuesto en el MoMA, con tres elementos en el centro de un poster negro donde I es el ojo —

inteligencia—, la B es una abeja —trabajo—, y la M —máquina— era el logo de las rayas azules, para que pudieran identificarse las tres. Steve Jobs decía que el diseño era imprescindible para poner en marcha cualquier iniciativa moderna: la idea de la manzana mordida como logo, un objeto de deseo. Detrás de ese logo, más allá de la pericia gráfica de quien lo dibujó, hay una idea de comunicación potente. Efectivamente, el buen diseño —no todo el diseño, porque hay diseño muy ruidoso— es buen negocio. Y ahora se estudia en la universidad. El Design Thinking se estudia en el MIT; la Universidad de Harvard da cursos para que los estudiantes aprendan los procesos de investigación creativa aplicados al diseño; muchos procesos tienen en común el uso de la creatividad en un proceso de investigación y fórmula final, y se ha llegado a utilizar el diseño como una especie de proceso que sirve para todo: en ese sentido sí que es una herramienta de desarrollo económico. Estrada Design cuenta con una sede en Madrid y otra en Miami. ¿La percepción que se tiene del diseño gráfico es diferente en ambos lados del Atlántico? Estamos en un mundo global. Seguimos teniendo la empresa dada de alta en los Estados Unidos, en Florida, pero, de hecho, donde hemos realizado más proyectos ha sido en Nueva York. Yo creo que no hay una diferencia sustantiva y que eso tiene algo de malo, de pérdida de identidades locales o nacionales, pero tiene también algo de bueno y es que los lenguajes se entienden muy rápidamente en todos los sitios. Yo he encontrado en Nueva York una comprensión instantánea de lo que hago. No hay una diferencia sustantiva entre lo que se piensa del diseño en España y en Portugal y lo que se piensa en los Estados Unidos o en Francia. Hay un diseño gráfico español porque nuestra historia tiene unos hitos concretos y no otros, pero lo que hacemos bien aquí se comprende fuera y viceversa. En el año 2010 Alianza Editorial emprende la renovación de su colección más emblemática: El libro de bolsillo. Usted se ocupa de su nuevo diseño, rompiendo con la estética de un anterior rediseño de 1996. ¿Cuáles han sido las características más importantes de su trabajo

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para El libro de bolsillo? ¿Las ha mantenido a lo largo de estos años? Cuando Alianza me propuso que diseñara las portadas de bolsillo, al principio les dije que no. Pero no porque considerara que no era un trabajo interesante, sino porque soy muy amigo de Daniel, que es un maestro, y no quería tener que medir mi trabajo con el suyo. Volvieron a planteármelo pasado un tiempo —cuando no estaba Daniel y el trabajo había pegado un bajón desde el punto de vista de la comunicación gráfica— y entonces dije que sí. Para mí era una responsabilidad, porque es un problema no conseguir algo que esté medianamente a la altura del maestro y del amigo. Yo no trato de hacer un trabajo como el de Daniel, porque mi forma de pensar es diferente, pero existen elementos que nos pueden conectar. ¿Puede elegir una portada concreta de El libro de bolsillo y hablarnos de cómo llegó a ese diseño en particular? A mí me gustan, porque son difíciles de hacer, las portadas tipográficas de los clásicos de Grecia y Roma. Decidimos que fueran tipográficas porque están en la base de nuestra cultura, de nuestro pensamiento. Resolverlo con tipografía me pareció un reto. Me gustan las portadas de la Ilíada y la Odisea. Precisamente estas dos portadas obtuvieron el Good Design Award, concedido por el Museo Athenaeum de Arquitectura y Diseño de Chicago desde 1950. Los libros que me parece que tienen las mejores portadas son aquellos con los que tengo una relación más emocional. La letra O de la Odisea con un pequeño barquito, que forma pareja con la I de la Ilíada como una gran columna clásica sobre la cual, bajo los ojos de la historia, pelean troyanos y griegos sentando las bases de la heroicidad en nuestra cultura. Esas dos imágenes sintetizan dos obras clásicas, sin entrar en detalle de cómo eran las armaduras, los barcos o las lanzas de bronce. También está la portada de El libro de las tierras vírgenes, de Rudyard Kipling, que es de las primeras que hicimos para Alianza: es una máquina de escribir, de esas negras antiguas, de mi abuelo, por cuyo carrito, en lugar de papel, salen hojas verdes. O las pipas en las portadas de los libros de Sherlock Holmes. ¿Debemos hablar de portada o de cubierta? ¿Qué diferencia hay?

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Antiguamente no había portada. Había un elemento que cubría el libro, porque los libros había que preservarlos. Los buenos tenían una cubierta de cuero o de cartón forrado de cuero, con una pequeña inscripción que era su título. Una portada es una puerta. A mí me gusta el término contemporáneo de portada porque la imagen puesta en el exterior del libro sirve para entrar en él. Me gusta decir que las portadas son puertas por las que uno entra en el libro casi sin darse cuenta; y también que son ventanas porque permiten que el interior del libro asome. Por tanto, es un elemento de comunicación. Antes era un elemento de preservación: cubierta; ahora es una puerta de entrada: portada. Cuando Alianza publica varias obras de un mismo autor, ¿trata de crear una especie de unidad en las portadas? Pensemos en el caso de Thomas Bernhard.


Entrevista a Manuel Estrada

En las de Bernhard, que son dibujos, formas planas de color, yo intento que haya una seriación, que en algunos casos hemos llamado biblioteca. Trato de mantener una unidad tipográfica y una unidad gráfica. Sin embargo, hay autores que son prolíficos y tienen registros diferentes. En cuanto al texto del lomo, el editor Mario Muchnik señalaba que «dos escuelas rivalizan en cuanto a este elemento esencial del libro. Por un lado están quienes sostienen a muerte la idea de que el rótulo del lomo de los libros ha de ser puesto de manera que se lea de abajo hacia arriba y, por otro lado, los que piensan lo contrario». Y finaliza: «Conozco amistades que se han roto a causa de esta diferencia insubsanable». ¿Cuál es su opinión en este tema tan controvertido? Normalmente los lomos anglosajones se leen de arriba abajo. Y sin embargo aquí, y en América latina, los lomos se leen de abajo a arriba. Nosotros, instintivamente, leemos de izquierda a derecha, al contrario que los árabes. Creo que es más instintivo leer así un lomo. Ahora que estoy mirando en mi biblioteca, hay libros españoles, como los viejos de Alianza, los de Daniel, que también se leen de abajo a arriba. Rara vez aparece en el colofón del libro el tipo de letra utilizada. Sin embargo, es un elemento importante. Robert Walser, en una carta a la editorial Rowohlt de 1912, hacía referencia a ello: «La prueba que tan amablemente me han presentado me parece bien. Yo hubiera preferido letra más pequeña y ligera [...]. Estoy de acuerdo con el tipo gótico, pero la imagen general me la imagino más vaporosa, más sutil». ¿Qué puede decirnos del diseño tipográfico? Los diseñadores gráficos somos los cuidadores del parque natural donde habitan las tipografías. Somos los que diseñamos las letras. Son los diseñadores gráficos los que modernizan la Garamond, la cuidan y la mantienen en buen estado. Somos nosotros los que elegimos las letras de los libros. Es una de las cosas importantes. En las portadas y en el interior del libro. Cuando estuvimos revisando los libros de bolsillo, probamos casi doscientas tipografías para las páginas

interiores. Fue un trabajo que hice en colaboración con Lynda Bozarth, que es una diseñadora norteamericana —fue quien sirvió de puente para que Alianza me pidiera que diseñase las portadas de sus libros de bolsillo— a quien pedí que nos ayudara a rediseñar el interior de los libros, junto con Roberto Turégano, un estupendo diseñador gráfico de Madrid. Probamos muchas tipografías para ver cuál de ellas tenía el mejor ojo, porque estábamos diseñando una tipografía para muchos libros, para muchas páginas. Si consigues que entren más caracteres sin perder flexibilidad de lectura consigues un ahorro de tiempo y de dinero, aparte de belleza, por su puesto. Elegimos, después de probar muchas, una variante de la Garamond que se llama la Garamond Simoncini, cuyo agujero en las letras a y e minúsculas marca mucho la legibilidad de la tipografía y permite que se lea más rápido. La Garamond, una tipografía del siglo XVI diseñada por Claude Garamond, ha resistido. Cambiamos la encuadernación porque los libros anteriores se cerraban como si fueran una caja y no conseguías que se quedaran abiertos. Hemos implementado un sistema de fresado, que no es tan caro como el cosido, que permite que los libros se abran y se vuelvan a cerrar sin romperse. El diseño de las portadas de la colección El libro de bolsillo fue uno de los trabajos más reconocidos de Daniel Gil. Como recuerda Jaime Salinas: «En aquellos tiempos [1966] en España eran escasos. Se mencionó a Alberto Corazón, pero era carísimo. Yo trabajaba entonces con Monique Acheroff, mujer de Daniel Gil. Recordé que éste diseñaba carpetas de discos para una compañía discográfica. Sugerí que recurriéramos a él, aceptó y acabó por convertirse en uno de los mejores diseñadores gráficos del mundo». ¿Qué puede contarnos de Daniel Gil, uno de sus maestros? Alianza nace en la década de los sesenta con Luis Pradera y con Jaime Salinas. Daniel entra directamente en el diseño gráfico. Daniel había estudiado Artes y Oficios y, posteriormente, Bellas Artes; además, amplió sus estudios en Alemania. Empezó haciendo portadas para discos y lo ficharon en Alianza para hacer portadas de libros. Prácticamente toda su obra estuvo concentrada en eso. Quienes somos autodidactas hemos aprendido

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E l s a l ón d e l o s e s p e j o s

Entrevista a Manuel Estrada

de otros, reflexionando, leyendo y trabajando. Yo me hice muy amigo de Daniel Gil. No trabajé nunca con él; le conocí cuando ya era un hombre mayor. Estuve con él la madrugada en que murió. Me peleé para que le dieran el Premio Nacional de Diseño. Encabecé una carta que publicamos en El País protestando porque le habían dado una especie de premio de consolación. Daniel era un artista, era alguien que brillaba de forma singular en el panorama del diseño gráfico español. La gente sigue guardando los libros de Alianza del principio; y yo creo que todo el mundo, al menos entre los que leían los libros entonces, sabe quién era Daniel Gil. A mí me parece una figura clave para nuestra cultura y para nuestro diseño gráfico. «[Las portadas] nos ayudan a elegir y convierten los libros en objetos más hermosos y más deseables.» Estas palabras forman parte de Manuel Estrada. Leer libros. Diseñar portadas. ¿Qué nos puede contar de este libro? La Biblioteca Regional de Madrid me pidió que hiciera una exposición de portadas. Había aproximadamente ciento cincuenta portadas del libro a gran tamaño, y cuatro corners en los que hablábamos de tipografía, de la imagen, del proceso y del libro. Había una especie de libro ficticio de dos metros, abierto, donde se describía cómo era el interior. Con Alianza, decidimos convertir la exposición en libro. Yo solo escribo algunos fragmentos. Yo soy más bien el objeto del libro: Manuel Estrada. Leer libros. Diseñar portadas. Un proceso de autorreflexión me ha llevado a pensar que para diseñar portadas es necesario leer los libros y yo constato ese hecho: las portadas que mejor salen son las de un libro que te ha conseguido conmover. Y el diseño es una consecuencia de ello. Manuel Estrada. Leer libros. Diseñar portadas narra la peripecia del proceso de diseño. Hay páginas donde aparecen una o varias portadas de un libro y luego la del libro acabado, junto a unas líneas de texto acerca de cómo surge, o del porqué de esa especie de síntesis visual de la portada del libro. Y también contiene una entrevista con Juan Cruz, una persona muy comprometida con el mundo del libro.

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Por último, ¿qué siente un diseñador gráfico al ver que sus creaciones forman parte de nuestra vida cotidiana? Siempre extraigo faltas de mis propios diseños, porque soy perfeccionista. La labor de los diseñadores está dirigida a la gente, a los demás. Tiene una utilidad indiscutible y, si no la tiene, es porque seguramente no se ha conseguido un buen diseño. Eso es lo que más me interesa. Por ejemplo, cuando la gente de Alianza me cuenta que durante la pandemia aumentó la venta de los libros y que, además, los libros de bolsillo resistieron e incluso incrementaron sus ventas en este período que, en principio, iba a ser especialmente adverso, me parece emocionante que el diseño de estos libros haya podido ayudar. O, por ejemplo, cuando implantamos el nuevo packaging de Carmencita y, al cabo del año, prácticamente duplicaron la facturación: eso me parece apasionante porque has conseguido que tu diseño comunique mejor la marca.


La vida breve

Entumecida Lauren Schenkman (Traducción de Eduardo Moga)

Comenzó como un trozo de piel en la pantorrilla. Se estaba tomando unos cereales en la mesa de la cocina y cruzó los tobillos. Le dio placer frotarse las piernas peludas, pero también sintió algo suave y liso en la pierna izquierda. Se pasó la mano por la espinilla y lo encontró: un trozo de piel, del tamaño de un cuarto de dólar, absolutamente insensible al tacto, como si se hubiera quedado dormido. Se dio unos golpecitos, pero nada; tampoco sentía nada si lo pellizcaba o rascaba. Se negaba a sentir. Era extrañamente suave y terso, como la piel de otro. Pero era hora de vestirse para ir a la oficina. Aquella semana tenía a Baron, así que lo llevó a la guardería. Tuvo mucho trabajo todo el día en el centro de llamadas del seguro de hogar: dejaba pacientemente que la gente se explicara, para luego desviarla, por las distintas líneas, a sus interlocutores debidos, de donde nunca volvían. Para cuando regresó a casa, la zona entumecida había crecido hasta alcanzar el tamaño de una postal. Con el uniforme caqui no lo había notado, pero, después de recoger a Baron e ir a casa y ponerse un camisón para no mancharse de espaguetis la ropa de trabajo, se frotó una pierna con la otra y allí estaba aquella tersura inhumana. Le dio de cenar a Baron, que solo necesitó tres cuentos para quedarse dormido. Ella se había tumbado en el sofá y encendido la televisión cuando llamó Steve. Como siempre, le preguntó cómo estaba. Nadie más se lo había preguntado. Puso el televisor en silencio y dijo: —Bien, pero hoy me ha pasado algo extraño. —¿Qué quieres decir con «extraño»? Ella percibía con cuánta atención la escuchaba. A veces ponía aquella voz, aquella voz expectante que le recordaba a un perro que se agachara y levantase las orejas, esperando a que le tiraran la pelota. —Me ha salido algo —dijo ella. Aquello sonaba demasiado dramático—. Un trozo de piel completamente insensible. —¿Te duele? —No. Está entumecido. —¿Quieres decir dormido? —No, es como cuando vas al dentista, aunque no exactamente. Solo es la piel. —Bueno, si es solo la piel… —Ya. —¿Y no duele nada? —No. Voy a esperar a ver cómo evoluciona.

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La vida breve

Lauren Schenkman. Entumecida

—Probablemente se vaya solo. —Eso es lo que yo pensaba. —Bueno, aparte de eso —dijo Steve. Ahora su voz sonaba traviesa—. ¿Por qué no me cuentas lo que estás haciendo ahora?» —Estoy en la cocina, sin nada encima —dijo—. Me estoy pasando una cuchara por los muslos. —¿De verdad? ¿Y qué vas a hacer con ella? —¿Y si la meto en aceite —dijo ella— y me la froto por los pechos? ¿Te gustaría? Steve tosió. Ella se removió en el sofá, pero intentó no hacer ruido. Una vez él se había enfadado con ella porque la había oído hojear una revista. —Sigue —dijo él—. Se me ha puesto dura. Lo hemos conseguido. Como de costumbre, estuvieron unos diez minutos. Steve tenía cincuenta y cinco años y estaba gordo, pero no era mal parecido y ganaba el suficiente dinero como para enviar a sus hijos a universidades privadas. Vivía en Denver y se negaba a tocar a otras mujeres porque quería a su esposa, pero ya no se excitaba sexualmente en su presencia. Así lo había descrito cuando se conocieron. Eran vecinos de asiento en un vuelo desde Los Ángeles, a donde ella había ido para asistir al funeral de su madre. Al cabo de una hora, él ya estaba intentando convencerla de que fuera con él a los servicios del avión. Le dijo que le pagaría doscientos dólares por masturbarse y dejarlo mirar. Ella lo habría hecho, pero Baron apenas tenía tres años entonces y no podía dejarlo solo en el asiento del avión. Steve le dio su dirección de correo electrónico antes de aterrizar en Denver y ella siguió viaje hasta la Costa Este con Baron. Una semana después, ella le escribió. Ahora, cada mes, Steve le mandaba cuatrocientos dólares por Pay Pal. «Tienes una voz muy sexi», le había dicho en el avión. «Pero más que eso, ahora sé exactamente qué aspecto tienes. Te guardo en mi cabeza.» * La parte entumecida creció de la noche a la mañana. Cuando se despertó, al día siguiente, había llegado al tobillo y le subía hasta la rodilla. Seguía sin doler. Pero se pasó tanto tiempo en la cama tocando aquella piel sedosa y extraña, las delicadas venas que le ceñían los huesos del tobillo, que Baron se despertó solo y le preguntó cuándo iban a desayunar. En la pausa del almuerzo, llamó a la línea de atención médica a la que la empresa se había suscrito, en lugar de proporcionar seguros médicos. La mujer al otro extremo del teléfono escuchó educadamente y le preguntó: —¿Pero no duele? —No. Está entumecido —respondió ella, a la vez que se preguntaba por qué aquella palabra no se explicaba por sí misma. —Podría ser una compresión nerviosa. Haz estiramientos suaves. Salta un poco. En su cubículo, se agachó y se tocó los dedos de los pies; luego se incorporó y se echó para atrás, con las manos en las caderas, como si estuviera embarazada. No se sentía torpe ni rara. Cuando se frotó la pierna, continuaba entumecida. Para su sorpresa, Steve volvió a llamar por la noche.

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—Solo quería saber cómo estabas. —Ha crecido un poco —dijo ella, pensando que era un detalle que la hubiese telefoneado—. Pero sigue sin doler. —Me alegro. Se preguntaba de qué más podían hablar, cuando él le dijo: —Sabes, solo que te pongas al teléfono es muy sexi. —Ahora no puedo —contestó ella. —Estoy seguro de que los vuelves locos —dijo él—. A toda esa gente que te llama al trabajo. Su voz sonaba joven e imprudente. —Tengo que levantarme muy temprano —respondió ella, frotándose una pierna con la otra. Era como pasarla por una sábana de seda. —Vale, de acuerdo. Que te mejores —dijo Steve, y colgó. En la cama, encontraba relajante tocarse la pierna entumecida hasta quedarse dormida. Nunca se había imaginado que la piel pudiera ser tan suave. * Al día siguiente, cuando el entumecimiento se extendió por el muslo izquierdo y las nalgas, decidió no decírselo a nadie. Después de todo, aquella insensibilidad no la molestaba: no había dolor ni resultaba incómoda. Se afeitó la pierna entumecida con mucho cuidado y se puso una falda sin leotardos, aunque era principios de febrero y todavía hacía frío. Y mientras escuchaba a los airados, los cansados y los abatidos en el cubículo del centro de llamadas, se acariciaba el muslo. Sin pelo, era aún más suave y terso que antes. A la hora de comer, se fue a una farmacia y compró una botella de loción. Y mientras atendía las llamadas, se ponía con cuidado el producto en la pierna: le preocupaba que el aire invernal la resecara. El día pasaba así más rápido. * El padre de Baron se lo llevó una semana. Steve no llamó. Quizá estuviera enfadado con ella. El entumecimiento sobrepasó la cadera y la cintura, y le llegó, con silencio de seda, hasta el pecho y el hombro izquierdos. Habría sido mucho más fácil criar a Baron si hubiera tenido entonces el entumecimiento. Nadie me había contado lo mucho que dolía. Cuando Steve llamó, sonaba ansioso, como si llevara esperando junto al teléfono desde la última conversación. Ni siquiera preguntó cómo se encontraba. En su lugar, reclamó, como si ya no pudiera esperar ni un segundo más: «¿Qué estás haciendo?». Intentó pensar. En el pasado se había inventado muchas cosas. Sentada en el sofá, con el televisor en silencio, intentaba sacar ideas de los anuncios. «Tengo una zanahoria», le había dicho, o «estoy en el coche, follando con la palanca de cambios». Su creatividad parecía gustarle. A veces, hasta se reía un poco, le decía que aquella sí que era buena, y colgaba. Resultaba divertido oírlo reír. Con cada llamada de teléfono entraba en una especie de trance, pero, cuando se acababa, siempre parecía ansioso por volver a su vida cotidiana. Aquella vez se llevó el teléfono al baño y echó el pestillo. Encendió la luz y se quedó desnuda delante del espejo de cuerpo entero. Aguantaba el teléfono, en la oreja izquierda,

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La vida breve

Lauren Schenkman. Entumecida

con la mano izquierda, y con la derecha empezó a acariciarse la cadera y el muslo derechos. Eran normales, suyos. Luego, dubitativa, se llevó la mano al tobillo derecho. —Hay otra mujer conmigo —le dijo a Steve. —¡Hostia puta! —Se rio un momento—. ¡Guau! ¿Y qué estáis haciendo? —La estoy tocando —dijo ella. —¿Dónde? —He empezado por el tobillo. —Miraba el cuerpo del espejo, intentando mentalmente abstraerse del costado derecho y concentrarse en el izquierdo—. Ahora le estoy tocando la pantorrilla. Y ahora la rodilla. —¿Y los muslos? —Ten paciencia —dijo ella, subiendo la mano. Se afeitaba la pierna todos los días, y se ponía loción todas las mañanas y todas las noches. Había empezado, hacía poco, a ponérsela también en el hombro y el pecho, con lo que aún eran más suaves y más delicados al tacto que la pierna. Ella suponía que requerían, al menos, la misma atención. —Está tan suave —dijo ella—. Esta curva, tan increíblemente suave. No sabía que pudiera serlo tanto. Pasando la mano por el estómago y las costillas y el pecho, le parecía estar acariciando una escultura muy cara de algún museo. Cuando la gente hablaba de tocarse uno mismo, lo decían en un sentido sucio, como Steve. Pero aquello era totalmente diferente, porque ella no sentía la mano: era la mano la que sentía algo, algo que parecía no tener fin. Casi se había olvidado de Steve cuando este exclamó: —Bueno, ¿lo estás haciendo? ¿Le has metido la mano en el chichi? ¿Se la has metido? ¿Se la has metido? Sonaba enfadado. Luego soltó un gruñido y su voz se convirtió en un susurro: —Joder —dijo—. Joder, joder, joder. —Y colgó. Ella dejó el teléfono en el lavabo y miró al espejo. Su mano derecha acariciaba el hombro izquierdo de la otra mujer, inflexible y perfecto. * Cada día era como abrir una caja muy bien empaquetada y encontrar dentro algo que llevaras años deseando. El entumecimiento creció despacio, paulatinamente, hasta cubrir casi toda la parte izquierda de su cuerpo, incluyendo el cuello y, al cabo de poco, con mucha delicadeza, el borde de los labios y la mejilla izquierda. No podía sonreír bien, pero sí hablar con normalidad, lo que era mucho más importante para el trabajo. Y aún más importante: había estado esperando ansiosamente descubrir aquellas partes todavía desconocidas de la otra mujer: la piel del cuello, el perfil de la barbilla, los labios húmedos, vulnerables, tan distintos de cualquier otro tipo de piel. Incluso cuando el entumecimiento se le tragó la mano izquierda, sintió placer: ya podía apreciar el intrincado mecanismo de los huesecillos y sentir las diferentes texturas de la extremidad: la delicada piel del dorso, las uñas como caparazones de escarabajo, los nudillos exquisitamente arrugados, los minuciosos surcos de las yemas de los dedos. Por primera vez en muchos años, era feliz.

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* Estaba dormida, y Barton se metió en la cama con ella. «Mamá», dijo, «mamá, despierta». El niño movía algo que pesaba mucho en la cama; lo movía torpemente de un lado a otro. Era su cuerpo. Al principio, intentó obrar con normalidad. Después de todo, el entumecimiento de la piel no la había entorpecido demasiado hasta entonces. Se las arregló para levantarse de la cama, ir a la cocina y poner cereales con leche en dos tazones. Pero aunque podía sujetar la cuchara, no sentía la leche en los labios. Se salpicó el camisón. «Mamá, la mano», dijo Baron. Sujetaba la cuchara tan fuerte que la palma se le había vuelto de un color rojo oscuro. Soltó la cuchara y se puso de pie, agarrándose la mano, ¡aquella hermosa mano! Pero entonces pensó que quizá una mano estrangularía a la otra, y las obligó a separarse y a descansar cada una a su lado del cuerpo. Baron se echó a llorar cuando lo vistió. «Me haces daño», gritó. Cuando quiso ponerle las botas, el niño tropezó y le pisó ambas manos, pero ella no sintió nada. A ella le era casi imposible vestirse, así que metió los pies en unas zapatillas y se puso como pudo un anorak. Como no estaba segura de poder llevar a Baron, ni de conducir, le dijo que le cogiera la mano y que no se soltara. Salieron del condominio al aparcamiento. Hacía un día espléndido. El cielo irradiaba claridad; era de un azul tan intenso que parecía querer decirle algo. Un enorme montón de nieve, apilado por el quitanieves, brillaba amistosamente. Vio que el viento le desordenaba el pelo por la cara y que el hielo relucía en la acera, y comprendió que tenía que hacer mucho frío. Iban por el aparcamiento hacia la carretera. Ella no perdía de vista a Baron para que no se soltara de la mano. A medio camino, alguien gritó su nombre. Era su vecina, la señora Bell, una jubilada que les llevaba cortezas de chocolate en Navidad. —¿Estás bien? —le preguntó, acercándose deprisa. Llevaba una chaqueta de plumas malva, una bufanda y un gorro de lana—. ¡Oh, Dios mío, tienes que estar helada! —Tengo que ir al hospital —dijo ella, o intentó decir. Lo que le salió fue un balbuceo babeante que no sonó humano. La señora Bell miraba al suelo. —Tus pies… Había perdido las zapatillas al salir del condominio. Sus pies eran hermosos: de un azul lavanda pálido, glaseados de nieve, como si los hubiera comprado en una pastelería. —¡Oh, Dios! —volvió a decir la señora Bell. * Entraba y salía. Ruidos, luces. A veces, horas de silencio. Lo que sentía, lo sentía como una presión: algo breve y afilado en la muñeca, la presión aún más firme de las manos de los médicos, el peso de su hijo en la cama, la gravidez de su cabeza en el cuello de ella. La piel del niño no le daba calor; sus lágrimas no la mojaban. Sin embargo, Baron había salido de su cuerpo. El dolor había sido inimaginable: todo se había desgarrado. Había sangrado sin parar, como si hubiera recibido una herida fatal. Se habría muerto de no haber sido por los médicos que la cosieron, la remendaron, la rellenaron. Ahora los médicos rondaban y decían cosas. Le pusieron delante una película negra y flexible. Estaban enfadados; acusaban. Ha salido limpia. Más pruebas.

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La vida breve

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Más tarde. La cara de Baron contra sus labios. Y alguien —su padre, quizá— levantándolo y sosteniéndolo ahí para que pudiera besarlo. Ella creía estar llorando, pero no estaba segura: no sentía nada en la comisura de los ojos. Pequeño, pensó, te quiero tanto. El niño gritó y la persona se lo volvió a llevar, detrás de una cortina rosa. Alguien atenuó las luces. * Abrió los ojos. Estaba sola en una zona delimitada por cortinas, asomada al paisaje de sábanas de su cuerpo, picos blancos y valles umbríos, y dos pies como peñascos gemelos a lo lejos. Detrás de la cortina rosa, oía hablar, y pitidos, y el chirriar de las camillas y los carros, y una música, familiar, cada vez más cercana. Entró una enfermera. «Estás despierta», dijo. Le enseñaba un teléfono móvil que sonaba. «Lleva sonando dos días sin parar, pero tú has estado bastante fuera de juego. ¿Quieres probar a cogerlo?». Pudo asentir. La enfermera dejó el teléfono en la almohada y volvió a marcharse. Ella acercó la cabeza y puso la oreja en el aparato. —¿Hola? —Era Steve. Parecía sin aliento—. Gracias a Dios que lo has cogido. Me estaba volviendo loco. —Ella lo oyó reír—. ¿Dónde estás ahora? Se concentró todo lo que puedo y dijo: —Estoy… —No, da igual. No te preocupes por eso. Oh, Dios, qué bien oír tu voz, ¿sabes? Dios. Joder. Ella respiró en el teléfono y dijo: —Mmmm. —Te debo de haber despertado. Lo siento. Sabes… —Se rio—. He estado pensando en ti y en tu amiga. Llevo pensando en vosotras toda la semana. ¡Guau! Maravilloso. —¡Guau! —repitió ella; le salió como un gemido gutural. —Dios mío, te estás corriendo, ¿verdad? —dijo él. Respiraba más deprisa—. Dios mío. Oh, gracias, gracias. —Tuvo un ataque de tos. Al acabar, dijo, mucho más calmado: —Sabes, tengo una conferencia por donde estás tú la semana que viene. Me gustaría verte. Sin compromiso. —Se rio—. Sigo intentando solucionar las cosas con mi mujer. Nada ha cambiado. Pero me gustaría verte. Te invitaré a cenar. ¿Te apetecería? Ella no podía hablar. —¿No? Bueno, piénsalo —dijo—. No me descartes todavía. Cuídate. Ella soltó un grito, pero él ya había colgado. Se quedó quieta un momento; luego, dando un chillido, golpeó el teléfono con la cabeza. Cayó con estrépito al suelo. Ahora estaba sola. Steve se había ido. Baron estaba en otra parte, en algún lado al otro lado de la cortina. Lo recordaba llorar. Lo había asustado. De acuerdo, que siga al otro lado de la cortina, pensó. Que esto pase sin que él lo vea. Y entonces sintió algo frío y seco. La mano derecha se había movido y rozado la sábana. Se concentró y la movió entonces deliberadamente. Sí, su pulgar —o más bien el borde de su pulgar— aún estaba despierto, su último jirón de sensibilidad.

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Metió la mano derecha debajo de la sábana y la movió despacio, como si buscara algo debajo del agua con un palo. Después de unos segundos de busca, el pulgar encontró el terso muslo de una mujer: cálido, suave, vivo, salpicado de algunos pelos aterciopelados. Solo había sentido el lado izquierdo del cuerpo de la mujer. Ahora se le ofrecía también el derecho. La mujer estaba en la cama, tranquila y viva, respirando tranquilamente, esperando a ser descubierta. Pero, al pasarse la mano por el cuerpo, empezó a notar indicios de traumatismos. La mano tenía cicatrices por haber recogido los trozos de un vaso que un niño había roto, y los pies estaban llenos de callosidades por haber pasado meses caminando con los pies hinchados. Tenía viejos bultos en las ingles por afeitarse para poder ponerse el bañador y sedosas cintas de tejido cicatricial en las caderas por el embarazo. También notaba cosas debajo de la piel: cicatrices allí donde el cuerpo se había quebrado durante el parto, grumos de celulitis, la compleja red de lóbulos y conductos de los pechos. Y tras todo aquello, el hervor de las células exhaustas, la sangre húmeda, absorbida por venas elásticas y delicadas, los huesos, horadados por un feto que exigía su cuota de calcio. Todo lo tocaba en el cuerpo de la otra mujer, y se compadecía de ella. Y de pronto se acabó. Aquel trozo de piel del pulgar dejó de sentir. Había sido como el último y débil rayo de una linterna moribunda, pero la luz ya se había extinguido. Flotó un momento, indeciblemente sola. Y entonces ella —la otra mujer— se empezó a mover. Las piernas se levantaron, las caderas giraron, los pies se apoyaron en el suelo. Tenía una vía en la mano izquierda, pero aquello no la detuvo. La mujer se la arrancó y cogió un trozo de gasa de la mesita de noche para restañar la sangre. Había un montón de ropa doblada en la silla, y la mujer se la puso: se abrochó los tejanos, se echó la camisa por la cabeza, se ató las botas de invierno y se metió en el abrigo. Para, pensó, devuélveme, pero las piernas siguieron moviéndose y la llevaron al otro lado de la cortina rosa. El pasillo, brillante y ruidoso, estaba lleno de médicos y enfermeras ajetreados con sus tareas, lleno de cuerpos en camillas, empujadas sin que pudieran hacer nada. Entraron en el ascensor y un médico se quedó mirándolas. Ayúdeme, suplicó ella, y por un instante pareció que la veía, observándolo desde detrás de los ojos de la otra mujer, pero el médico bajó la mirada y garabateó algo en su tabla. El ascensor se abrió en la planta baja y él salió antes que ella, sin mirar atrás. Al cruzar el vestíbulo, ella volvió a intentar que se pararan, pero la mujer no se dejaba. Se movía con un propósito, como si tuviera prisa; cuando se abrió la puerta automática, salió sin más. El hospital estaba cerca de la autopista. Al otro extremo del aparcamiento, luces rojas y blancas apuntaban a un cielo púrpura. Era una noche de invierno, casi el anochecer. El aire, helado, se le clavaba en la piel.

Lauren Schenkman es periodista, traductora y escritora de ficción, sobre viajes, ciencia y tecnología y cultura. Es licenciada en Física y en Escritura Creativa por la Universidad del Sur de California y un Master de Bellas Artes en ficción por la Universidad de Cornell. Ha trabajado como reportera y editora en la revista Science. Su trabajo se ha publicado en prestigiosos medios como Science, The New York Times Magazine, TED Ideas, Granta o The Kenyon Review. «Entumecida» (Numb) se publicó en la revista Granta el 12 de mayo de 2015.

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Los pescadores de perlas

Microrrelatos inéditos de

Gabriela Aguilera Valdivia

Backstory Llevaba el cartel de femme fatale con un pasado oscuro enraizado en el espionaje, un burdel de Alemania, bares de París, la impostura de una nueva vida en América del Sur. Algunos desmentían su fama y aseguraban que era una esfinge sin secreto: no había vivido episodios de novela, tampoco noches apasionadas envuelta en el suave ronroneo de un conde francés ni había disparado un solo tiro durante la guerra. Lo cierto es que era una sobreviviente que había luchado por sus convicciones y para salvarse a sí misma con las armas que estaban a su mano. Era un mito que aparecía y se consolidaba cuando la sombra del escritor excéntrico, envuelto en las notas melancólicas del piano, se iba desvaneciendo entre sus dedos afilados.

Identidad Ella tenía un nombre evocador. Así, su padre había rendido homenaje a la historia de invasiones en el continente bruñido, de arenas amarillas y ondulantes aguas de mar. Cuando estalló la guerra civil en su país, ella se enroló en el que sería el bando de los perdedores y debió usar un nombre ficticio para huir. Eligió uno común y corriente que no despertara recuerdos, imágenes, colores ni menos los sonidos del dyembé y la kora. Se instaló en París y fungió de costurera. Por las noches, en la soledad en penumbras de su habitación, el nombre real se levantaba imponente y amo, aplastando al alias. Y entonces dejaba de ser María Luisa, el acento se apropiaba de sus palabras, Guérnica cobraba cuerpo y la angustia se transformaba en un llanto quedo que la transportaba a Ceuta, donde vislumbraba arenas amarillas y ondulantes aguas de mar.

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Tortilla de papas La mujer cortó las papas en cuadrados y las echó a la sartén con aceite hirviendo para pocharlas. En el bol batió las claras a nieve y luego agregó las yemas incorporándolas con lentitud antes de salpimentar. Cortó la cebolla en juliana y la juntó con las papas. El aroma de la fritura invadió la pequeña cocina y llegó hasta la sala donde el escritor no lograba encontrar las palabras necesarias para construir un cuento que en su título perpetuaba a las hortensias del jardín. En la cocina, la mujer usó un plato para voltear la tortilla. Minutos más tarde la puso sobre la mesa donde el escritor terminaba de escribir el cuento en el que una mujer soñada cocinaba una tortilla de papas perfecta, como ella misma, como la tonalidad de su voz, como el sabor de sus besos, como la forma en que él sabía que lo amaba.

El silbato de Gare de Lyon Caminan apresurados por el bulevar Diderot. Los traspasa la ventisca fría de los últimos días del invierno. Avistan la torre del reloj que marca el poco tiempo que les resta y al entrar a la estación oyen el primer sonido del silbato. En el andén, él aprieta la mano de ella y se besan entre el bullicio de la gente. Ella jura que lo seguirá al fin el mundo. Él promete que la esperará en el sur del sur. El jefe de tren toca el silbato por segunda vez. Él sube al vagón cargando la maleta en la que lleva sus partituras y los manuscritos del libro que espera publicar. El tren inicia el movimiento de sus ruedas de acero. Ella permanece en el andén hasta que el último sonido del silbato se desvanece en la neblina. Él, frente a la ventanilla, constata que la primavera se acerca y los árboles rumbo a Marsella están a punto de iniciar la floración. Entonces saca lápiz y papel y empieza a escribir la historia de un amor imposible.

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Los pescadores de perlas

Microrrelatos inéditos de Gabriela Aguilera Valdivia

Lámparas encendidas A mi padre

Así permanecieron cuando ella se marchó. El escritor la recordaba apareciendo entre las dos hojas de una ventana, irrumpiendo en su pupila, adueñándose de cada instante de su vida. Más allá de la realidad y la distancia, ella reinaba en aquella habitación que era el mundo entero del hombre que la había amado. Insomne, la sentía recostada junto a él, la mano alada posándose en su pecho, la voz suave y enérgica que guiaba sus decisiones. A veces, abría el ropero y contemplaba el vestido blanco que colgaba, impecable, de la barra de madera. Se acercaba a él y olía el perfume de aquella que le diera a su destino un giro que él nunca había imaginado. Y entre los pliegues del moiré, las líneas del cuerpo de su esposa se dibujaban tenues y ciertas. Es que ella jamás moriría mientras él la evocara a la luz de las lámparas que habían iluminado su partida final.

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Gabriela Aguilera Valdivia ha publicado tres libros de cuentos, tres de microcuentos, dos micronovelas, dos nanonovelas y la novela El clan del Guanaco en 2022. Sus textos aparecen en antologías en Chile y en el extranjero. Es una de las creadoras del proyecto ¡Basta! (Contra la Violencia de Género), miembro fundadora del Colectivo Señoritas Imposibles (escritoras chilenas de narrativa negra) y miembro fundadora de REM (Red de Escritoras de Microficción). Ganó la beca a la creación en 2009, 2015, 2018 y 2021.


El castillo de barba azul

Poema inédito de

Jesús Aguado

Del no-saber

He perseguido sombras que eran ramas y ramas que al sentir mi mano cerca se subían al árbol. La cuerda y la serpiente se confunden. La neblina y el humo se intercambian las señales. Con una luz y un ángulo adecuados la mosca en la pared parece un águila y el águila en el risco apenas un insecto.

*****

No somos lo que somos. Somos el instante en que fulge el no-ser y se vislumbra el infinito alegre mordiéndose una cola que no está. Una cuna de nada en el vacío. Una vacilación. La posibilidad de cruzar por el puente colgante del silencio hacia el lugar que borra identidades y fronteras.

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El castillo de barba azul

Poema inédito de Jesús Aguado

La nube que desciende por el río no es igual que la nube posada sobre el mar. Y, sin embargo, tienen el mismo nombre. Esa equivocación produce víctimas. Esa equivocación mata las nubes y a quienes las miramos. Y nos roba el lenguaje. Y aminora el amor disponible en el mundo.

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He mordido papayas y mangos y sandías. Y porque sé sus nombres, los dejo aquí como prueba de mi credulidad. Antes de que mis dientes los probaran, ya sabía el sabor. Qué completa ignorancia ese saber. No sé lo que he mordido. Eso está claro. En ese no-saber están sandías y mangos y papayas.

Jesús Aguado nació en 1961 y ha vivido en Sevilla, Málaga, Benarés (India) y actualmente lo hace en Barcelona. Algunos de sus últimos libros son: El fugitivo. Poesía reunida: 1984-2010 (Vaso Roto, 2011), La insomne. Antología esencial (FCE, 2013), Sueños para Ada (Hiperión, 2014), Carta al padre (Vandalia, 2016), Fugitivos. Antología de poesía española contemporánea (FCE, 2016), Therigatha. Poemas budistas de mujeres sabias (Kairós, 2016), ¿En qué estabas pensando? Poesía devocional de la India, siglos V-XIX (FCE, 2017), Paseo (Luces de Gálibo, 2017), Benarés, India (Pre-Textos, 2018), Dice Kabir y otros poemas (Pre-Textos, 2019), No le hagas preguntas a la tristeza. Antología de poemas de las tribus de la India (Línea del horizonte, 2019), Completamente siendo (Luces de Gálibo, 2020), Heridas que se curan solas. Aforismos sobre la poesía (Libros de la Resistencia, 2020), Los 108 nombres de Dios (Olé, 2022) y Aquí se arregla la sed. Soleares (Luces de Gálibo, 2023). Es traductor, crítico y coordinador de talleres literarios.

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Javier Jiménez Belmonte: a golpe de imagen y fogonazo Por José de María Romero Barea En esta era de obsolescencias programadas, en la que nos dedicamos a borrar de la conciencia colectiva las extinciones masivas de nuestras propias creaciones, toda una literatura avanza en sentido contrario, a contracorriente de los lugares comunes, reivindicando el poder de las palabras contra la resaca alegórica de las rigideces, ensalzando la pluralidad que desmantela teocracias. Emergen los personajes de las páginas del escritor Javier Jiménez Belmonte (Aguilar de la Frontera, Córdoba, 1972) como individuos gloriosamente imperfectos, víctimas de sus desafíos. Conscientes de los peligros, los héroes de su primera novela se ven arrastrados por su propia peripecia, como si el hecho de contar la historia les protegiera. En su huida hacia adelante, su más reciente ensayo se apoya en el conocimiento de los pasadizos secretos, los túneles y callejones de la erudición, la integridad de sus círculos internos. Atrapados en un limbo rural, los avatares se sienten extraterrestres: se les hurta la adolescencia mientras leen a escondidas. Para airear las heridas, el alter ego de su nuevo tratado enhebra polifónicas loas al poder del recuerdo como un acto de reparación. En la opera omnia del doctor en Literatura Española por la Universidad de Columbia, Nueva York, se elaboran presentes alternativos, elaborados mitos fundacionales a partir de los esqueletos del discurso.

Desentierro El arco de la peripecia se inclina al naufragio, a la desesperación, al realineamiento: «El hermano [siempre está] hundido en sus recortes, ajeno al mundo», confiesa Yolanda, la protagonista, decidida a protegerlo. Avanza el parlamento errante al ritmo de los interlocutores entrevistos; cambian continuamente de forma los argumentos, se asocian tan libremente como los recortes que Abel maneja en su cartulina. Una suerte de mágico realismo en el que cualquier cosa puede suceder, pero nunca sucede, permea los pasajes encantados por anarquías de ultratumba, en estados de cotidianeidad abducidos por la verborrea. Seguimos a los sujetos a través de sus incertidumbres, traducidas en indecisiones: «Su padre ya no habla y ella [Yolanda] tiene que conformarse con las imágenes que evocan el eco de algunas palabras». Los vástagos experimentan traumas provocados por el tutor o autoinfligidos. El horror oculto se incrusta en la realidad redactada, en la inestabilidad del secreto conjurado a través de la terapia metaliteraria. En la saga Desentierro (Maclein y Parker, 2022), se entrelazan ejercicios de construcción, tentativas de mecano que revelan cómo el pasado conserva su control mientras navega por las relaciones, poniendo a prueba nuestras expectativas. La mezcla verbal encarna celebraciones que se esfuerzan por deshacer las nociones represivas de la pureza: «Una a una Yolanda desenhebra capillas y desbarata

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José de María Romero Barea. Javier Jiménez Belmonte: a golpe de...

imágenes. Tan importante es recordar como borrar las huellas, impedir que otros las sigan». Se rearticulan leyendas en el interior de una fantasía que gira en torno a las diversas posibilidades de las diferentes alienaciones que habitamos. Invisibles, los niños se sienten no escuchados. Fantasmales, avanzan entre apariciones, impulsan narrativas que ejercen un ensalmo tenebroso en el lector, mientras los detalles se superponen como un desafío: «La imagen de la casa, desarmada y vuelta a armar en decenas de objetos en los que las paredes implosionan, como si un hilo tirara de ellas hacia dentro, hacia el corazón de las cosas, para volver a surgir de ellas». Se extrae chispa vital del voltaje de registros lingüísticos en conflicto. La voz principal nos atrapa por su inmediatez rítmica e idiomática alteridad. Hay variedad en la dicción, asertivo ajetreo en la vernácula cotidianeidad: «El padre [nota Yolanda] no describe lo que se ve […] sino lo que falta, cosas que no están o que están de otro modo, como si en lugar de reconocer la casa estuviera preparándolos para una gran decepción». Diríase que el hogar siempre está en otra parte, que el refugio que anhelan los infantes es un cúmulo de «fachadas y letras en una sola imagen que sea capaz de alentar su descenso: un pasillo de letras por que avanzan tres héroes». Vivos en la imaginación de nuestras asociaciones, el padre, la hija, «el hermano que pega en silencio recortes a una cartulina». En Desentierro, la felicidad es ese lugar al que las infelices disquisiciones no terminan nunca de llegar. Una visión nada sentimental de la niñez como un desmedido empeño tribal se solaza en descripciones de jerarquías inmisericordes e instintos de rebaño. En esta distopía rural, hemos sido reprogramados para asimilar una historia que habla «de cerdos y casas. Otras palabras Yolanda no las entiende y no encuentra imágenes a las que fijarlas». Un engendro puramente

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ficcional se desarrolla en un lugar intemporal en parte inventado, del que dan cuenta las voces intensamente vernáculas que participan de la multiplicidad de raíces y trasfondos, sueños y decepciones. Un texto en camino Si nos siguen fascinando todas esas publicaciones que cuestionan la actualidad es porque, además de entretenernos, nos invitan a buscar la verdad, eso que siempre nos elude. No en vano, la mejor literatura encuentra inspiración en la mundanidad de lo excepcional; no pocas veces, el encantamiento de un soliloquio proporciona la metáfora apropiada para nuestra posmoderna curiosidad. En ocasiones, basta con visitar una biblioteca para escapar de la pesadilla metaficticia en la que nos encontramos. Se ocupa el estudio Un texto en camino (Editorial Gris Tormenta, 2023), de la vocación inveterada de un escritor a la deriva a través de las perplejidades de la contemporaneidad, un grafómano inmerso en las infinitas posibilidades de una fábula especulativa que nos ahorra la explicación final. Frente a los que simplemente la habitan, el poder de los que conforman la existencia. En la exégesis, el antiburócrata disfruta de manipular incómodas certezas; domina los términos del contrato en su impenetrable prosa de no ficción. El relato se entremezcla con las inventivas propias del marketing, en una suerte de juego mental que «en su envés, como una marca de agua, lleva impreso otro relato, uno de plagios, desazón y fe vacilante en la escritura». El argentino Jorge Luis Borges entendió antes que nadie el poder del hermeneuta: retratar a la literatura como una todopoderosa presencia, «escritura a tientas», apostilla Belmonte, «a golpe de imagen y fogonazo, un viaje intuitivo hacia adelante que avanzara a trompicones, enredándose en el resplandor de los fogonazos». Para ello, idea apocalipsis de bolsillo, infier-


nos hilarantes donde estamos condenados a esperar a la palabra exacta que nunca llega, donde «la realidad cerca a la ficción como una lengua de lava que avanza, imperturbable, hacia su mismo centro». En este microtratado la materialidad es apenas una simulación en capas, una muestra de «ese trasvase, ese corta-pega de realidades y ficción». La única certeza que podemos experimentar leyéndolo la crean nuestras percepciones, pensamientos e ideas, «ansias de reajuste y cambio que yo encuentro en el collage», apostilla el exégeta, «y cuyo producto, cuando hay suerte, suele ser una imagen, un cuerpo que me define contra natura». En este breve recuento, se mezcla lo culto y lo oculto, lo especulativo y lo programático, en lucha con los horrores de un universo kafkiano de su propia invención, en un «ensayo sobre la preocupación romántica por la originalidad», sostiene en el prólogo el académico Gonzalo Maier (Talcahuano, 1981). Nos abre el autor andaluz de Las Obras en Verso del príncipe de Esquilache: amateurismo y conciencia literaria (2007) portales imaginarios a través de los cuales podemos experimentar las maravillas de nuestro desconcierto. Se cuestionan, de paso, las informáticas consecuencias de nuestra intemperie virtual, atenta a las objetividades impostadas. «¿Se puede plagiar un texto que no se ha leído, que se desconoce?», se cuestiona el periodista y escritor chileno. Se sumerge el erudito cordobés de Estetizar el exceso: Cleopatra en la cultura hispánica medieval y del Siglo de Oro (2017) en las consecuencias de no aceptar las sustantividades. Capaz de ejercer las habilidades místicas de la erudición, aprovecha los poderes mágicos del poeta para imaginar un constructo donde todas nuestras obsesiones conducen al extraordinario afán que surge de lo ordinario, la mera apariencia donde los símbolos regresan a lo que representan. Amamos aquello que no podemos explicar. Tal vez por eso, consideramos Un texto el trasunto de un embeleco tan detallado que parece veraz, pues «todo texto engulle, desaparece sus lecturas, y basta rascarle un poco para hacerlo supurar». Creer en ese universo eventual fomenta el nihilismo asistido de presuponer-

nos a salvo entre sus páginas, cuando no somos más que un engranaje dentro de una máquina de reglas autoimpuestas que, al igual que el autor que las registra, no logramos entender del todo. Contra la amnesia selectiva Se enmarcan los múltiples actores secundarios en un medio plano literario, para que los conozcamos menos por sus acciones que por sus rasgos más básicos. Cada vez que la misión que los reúne cobra impulso, se apresta a concluir. En Desentierro, la narración es menos un proyecto de significado que una costa barrida por mareas de sentidos entrantes y salientes. Por cada victoria, una derrota. Por cada acción, una reacción. Preocupada por el aquí y el ahora, la ficción enmarca esporádicamente pasados inventados como ventanas al presente. Sin vacilaciones, surge la trama: el narrar humanizado, atrayéndonos hacia las objetividades alternativas de «otra historia, cualquier otra, de otra casa, de otra niña, de otras flores; pero aquí, sentada en la escalera, despegando cuidadosamente del barro, como una calcomanía, objetos y muebles, [Yolanda] cuenta la suya». Innominado, el narrador del volumen Un texto podría ser el propio autor, pero es el creador disfrazado de sí mismo, maquillado como el impostor escriba que urde muñecas anidadas una dentro de la otra, fabricante mercurial de marcos ficcionales que redacta «apuntalando esa originalidad desde lo presuntamente incontestable, lo que en teoría es irrepetible y no se puede copiar, la vida propia». En los libros de Javier Jiménez Belmonte se juega con las distintas posibilidades de los múltiples cronistas, pensando en la confiabilidad plural de registros falsamente históricos. ¿Es más precisa una colección de testigos que la producción de un fabulador a solas? Contra la amnesia selectiva del que se aplaude a sí mismo en el desvarío digital, se destilan experiencias colectivas, entrelazándolas con el propio análisis, hasta imbricar una visión, un estudio de las cicatrices invisibles de una lectura esencial para todo aquel busque comprender, comprenderse mejor.

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La gramática de las dunas A propósito de Papeles del desierto de Jaime D. Parra Por Júlia Bel El libro Papeles del desierto, de Jaime D. Parra, comienza y acaba con un sueño. Una montaña desértica, de tierra volcánica, y al otro lado, el verdor. De un lado, el erial del desierto y de otro, la tierra fértil. La gran diferencia entre ambos paisajes radica justamente en el agua. En uno hay abundancia de agua y, en cambio, el otro carece de ella, hay sequía. Y para mí esta imagen soñada es una de las claves del libro. Un libro que se divide en tres partes. Y cada apartado, y cada poema, de los cincuenta y cinco que lo componen, viene precedido por una, por dos e incluso por tres citas. Ningún poema se queda sin su correspondiente epígrafe, que actúa, más o menos, a modo de llave para abrir el portal del poema. A mi modo de ver, me gustaría proponer una única cita, en este caso de Emily Dickinson, que significativamente sobrevolaría todo el libro: «el agua se aprende por la sed». Y es que la palabra sed y la palabra huellas aparecen a menudo diseminadas en sus páginas. Y eso ya nos habla de que ese «hijo del fuego», como se denomina el poeta en uno de sus versos, sentía, bajo ese excesivo sol de su tierra natal, una sed que le hizo desplazarse, salir de ese desierto, salir para ir en busca del agua. Simbólicamente, para ir al encuentro de la creatividad, las emociones, la propia alma, los sueños, lo femenino. De ahí que el poeta se refiera a sí mismo como «exiliado», «forastero», «extranjero», «transeúnte», «emigrante», «nómada», «viandante», «caminante», «desterrado». En realidad, considero que este es el tema de fondo de los diferentes poemarios que Jaime D. Parra ha publicado. En Contrición bajo los signos (1978), su primer libro, los poemas surgen a medida que él va «mar-

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cando el paso», durante el servicio militar. En Huellas vacías (2005), el poeta es un caminante que no deja huellas. En Wyoming (2022), aparece el transitar del alma, a la que también se le llama «extranjera». Y en Éxodo y otros poemas (2021), no solo ya el mismo título lo indica, sino que es, en un verso de la «(ficha 30)», donde queda más claramente expuesto: «Éxodo es tu poesía perpetuamente». Y en esa errancia del poeta, hay algunos versos que lleva en su equipaje y que va también trasladando de un libro a otro. Como podemos comprobar en este, donde se reconocen algunos versos pertenecientes a otros libros. Unos versos que a mi parecer son una especie de «estribillo» de su arte poética. He detectado varios de estos versos que emigran, pero voy a señalar solo uno. En la página 71 se puede leer: «un paisaje de líneas […] / apto para ser leído, bellamente, / al borde de los precipicios». Ya en Wyoming había escrito: «Espérame al borde de los precipicios». Pero hemos de recordar también que en Huellas vacías escribe: «Al borde / siempre del borde». Y en su debut poético: «Estoy / al borde / de ser feliz / y voy a escribir / con vino». Ya decía María Zambrano en una reseña que «el sentimiento del exilio ha sido el supuesto de toda poesía lírica». Y ya conocemos, desde el Génesis, el primer exilio: la expulsión del Paraíso. Y ya en el Éxodo, Moisés pasa cuarenta años en el desierto antes de poder llegar a ver, desde una montaña, la Tierra Prometida. Literalmente, han tenido que pasar cuarenta años de exilio, desde que el poeta dejara su tierra natal en los años setenta, para poder llegar a configurar, a escribir y a editar este libro. Pero, ¿de qué lugar sale el poeta camino del exilio? ¿cuál es el desierto? Naturalmente, el desierto al que alude Jaime D. Parra es el desierto de Almería, su lugar


de origen. Si bien, el libro presenta distintos tipos de desiertos. No solo el almeriense, de roca árida y volcánica, sino también el de las dunas itinerantes, como el arábigo, con la camella que caligrafía al caminar; o las llanuras desérticas del sureste africano, con sus animales salvajes en emigración. Y como es habitual en él, el nombre de esta ciudad siempre aparece escrita con las letras en orden inverso. Como si la palabra Almería se mirase en un espejo y entonces se leyera Airemla. Pero lo curioso aquí es que una de las posibles etimologías de Almería es la que procede de la expresión árabe Al-Miraya, que significa ՙel espejo՚. Y es fácil suponer que un libro dedicado a la experiencia del desierto deba ser un libro donde predomine lo esencial. Y así es también en este caso. A este libro, nacido del desierto, del exilio y de la vuelta al desierto, le sienta muy bien esa desnudez y ese despojamiento que presentan sus poemas. Versos contenidos, diáfanos, depurados, muy vívidos. Como si este poeta caminante nos diera la mano para llevarnos a esas escenas de su vida. Este poemario, como me explicó Jaime, se comenzó a escribir en las vacaciones de agosto de 2018 en Torà (Lleida). Siguió escribiéndose en Barcelona y más tarde se escribió también precisamente en los parajes almerienses que menciona. Y lo hizo directamente al ordenador. Ya no empleó pequeñas fichas de papel como en otras ocasiones. Ahora, el tamaño de referencia de cada poema fue, como máximo, el de una página de DINA4. Algo que quiero destacar son los títulos: largos títulos que semejan poemas breves. Unas primeras líneas, en mayúsculas, que ya están contando una historia. Porque algo que caracteriza a este poemario es que nos cuenta historias, vivencias personales, memorias de lo

vivido. Relatos de lo que ocurrió. No es en absoluto un libro críptico. Es un libro que también tiene música. Y me aventuro a decir —como me ha pasado a mí misma— que la lectura de este libro es una de las más gratificantes de las que se pueden llegar a dar cuando te acercas a la producción poética de este autor. Quiero enfocarme ahora en una expresión muy asociada a su poética: «sintaxis del relámpago». Así podremos ver las interconexiones, los trasvases que se producen entre el ensayo literario, la escritura poética y la vida real: 1) De pequeño, vivió una noche de tormenta que fue terrorífica: «Una grieta se abre / en las costillas del cielo», escribe; «Relámpagos azules o culebrillas de coral y sangre / rasgan ese cielo nocturno». Se trata de la experiencia real. 2) En Místicos y heterodoxos (publicado en el 2003), escribe un artículo sobre la obra poética de Ory, al que cita aludiendo a su lenguaje elíptico y fragmentario: «Muchas veces son relámpagos en medio de la noche». 3) Dos años después, refiriéndose a sus Huellas vacías, describía que «muchas imágenes no son más que relámpagos internos o sintaxis del relámpago». 4) En el 2014, cuando Jaime sufrió un infarto de miocardio, lo llevaron rápidamente a un quirófano y allí tuvo delante de él seis pantallas en las podía ver cómo estaba su corazón. Y entonces descubrió que los latidos eran como dos látigos de sangre, como dos serpientes de color rojo que relampagueaban. Así que pudo observar otra imagen real de su «sintaxis del relámpago», imagen que recoge en este libro en un poema en prosa. Y también en el poema «La casa del poeta» aparece esta expresión. Se trata de una casa que no es exactamente una casa. Yo diría que esa casa es el propio latido del corazón del poeta.

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Júlia Bel. La gramática de las dunas

Por todo esto, y por muchos de los versos que aparecen en este libro, siento que es el poemario donde Jaime D. Parra ha puesto más corazón. El contenido biográfico que aparece en este libro antecede lógicamente a la ascensión del alma tras la muerte que aparece en Wyoming. Pero en su trayectoria literaria como poeta, hemos de considerar que Wyoming lo empezó a escribir hace más de treinta y cinco años, y que finalmente se publicó el año pasado. Por el contrario, Papeles del desierto es un texto muy reciente que se ha escrito en poco tiempo (apenas dos años) y se ha editado enseguida. Así que no es una obra previa. Solo la última parte de ambos libros se escribieron a la par. Por esto, más bien, podríamos definir a Papeles del desierto con un término que se emplea sobre todo en el cine: es una precuela. O sea, que Jaime ha escrito aquello que ha pasado antes de lo que nosotros ya hemos leído en sus libros. Es más, quiero resaltar que Jaime D. Parra consideró que Wyoming iba a ser una obra póstuma y que, por tanto, su obra poética acabaría aquí, con la representación de su muerte. Pero resulta que, igual que su cuerpo se salvó de un infarto y sobrevivió, su obra poética también «se salvó» de ese final que el poeta le tenía preparado. De ahí que Papeles del desierto sea una obra que tiene que ver con un tiempo de «resurrección». Es el resultado de que su vida se alargara (de que no acabara en el 2014), de que tuviera tiempo vital para mirar a esa época almeriense y reflejarla en una obra. Tiempo para echar una mirada a sus raíces y dedicarse a escuchar esa voz. Y en ese sentido, quiero mostrar ahora un aspecto de su nombre: Jaime. Porque dentro de él, contiene una palabra hebrea: jaim, que significa ՙvidas՚. En hebreo, la vida siempre se escribe en plural. Es decir, «la vida» son varias. Son «todas». Conozco bien los paisajes de Amería porque parte de mi familia también procede de allí. Así que puedo decir que este libro está hecho más de tierra que de cielo. Quiero decir que el poeta que lo ha escrito está mirando más su entorno, está mirando más su propio corazón, que los mundos abstractos o simbólicos, o lo excesivamente intelectual. Es como si Jaime hubiera suavizado un poco la voz del erudito y realzado más la voz del poeta. Pero no un poeta experimental, no un poeta hermético, sino un poeta de carne y hueso, una persona cercana.

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Y para evidenciar más claramente ese cambio de posición que yo percibo en él como poeta, me gustaría hacer ahora una especie de juego visual. Hay un poema que es, en cierta manera, una imprecación. Se dirige al Indalo, ese tótem del arte rupestre de la zona, que él escribe de un modo muy particular: añadiendo una h en la segunda sílaba y eliminando la o final: «Indahl». Pues bien, esta imprecación viene dada porque el poeta siente que este tótem solar no hace nada para evitar que la población del lugar tenga que migrar, que exiliarse. No envía la lluvia necesaria para la fertilidad y la abundancia. Le reprocha: «¿No tendrás un gesto para la lluvia?». Como todo el mundo sabe, esta figura es un ser humano con los brazos extendidos, que parecen sostener un arco iris. Pero para algunos, es un arquero que está apuntando hacia arriba. Es decir, hacia la verticalidad, hacia el cielo, a lo abstracto. Y me atrevo a decir que Jaime D. Parra, con este libro, ha hecho un giro para llevar el arco hacia la horizontalidad, apuntando sus flechas poéticas hacia lo que le rodea. Situándose más bien como la figura del centauro arquero, con la que se simboliza a Sagitario, su signo zodiacal. Es decir, apuntando a lo concreto, a lo que le es próximo, a lo que conoce bien. Hay una palabra clave que aparece solo en uno de sus poemas pero que para mí resulta ser el punto de apoyo de todo el poemario. Una palabra que formula en tono de pregunta: «¿recuerdas?». Es como si pusiera la aguja del compás sobre esta palabra y comenzara a trazar el círculo que va a abarcar todo lo que desea expresar. De ahí que rememore, que reviva, que se dirija hacia algunos recuerdos, escenas familiares, creando imágenes poderosas que perduran también después en la memoria de quien las lee. Como la de ese chico de nueve años que pasea por la tierra árida de su pueblo, con unas sandalias que le hieren los tobillos, y que va dejando un rastro de sangre en esa tierra. Ese chiquillo al que no le dejan leer y ha de hacerlo a escondidas, ha de hacerlo por la noche, forzando la vista, a la luz de la luna. Y considero que no hay mejor frase para cerrar este texto que el subtítulo que Jaime D. Parra había elegido para su poemario y que no puede ser más preciso, luminoso y certero: «El libro que he sido».


Richard Fleischer y yo Por José Abad Mi formación cinéfila ha sido estrictamente autodidacta. He aprendido leyendo todo cuanto caía en mis manos —¡todo — y viendo y revisando, pensando y repensando las películas que iba viendo. La falta de una guía quizás me haya hecho dar algún que otro rodeo; no importa. La errancia no es forzosamente errada en estos andurriales. Las metas son muchas y siempre llegas a alguna. Ahí va algún ejemplo a propósito: desde muy jovencito yo había sentido una inclinación espontánea hacia esas películas que llevaban la firma de John Ford o Nicholas Ray; no sabía quiénes eran, pero me atraían, y solo más tarde descubrí, para mi regocijo exclusivo, que ambos son considerados sendos maestros del séptimo arte. Descubrí asimismo que la crítica no es una ciencia exacta. Lo que he dicho de Ford y Ray podría decirlo de Henry Hathaway o Richard Fleischer —cuyos nombres ejercen algo magnético en mí—, pero ni uno ni otro han recibido iguales parabienes críticos. A

menudo se emplea con Hathaway y Fleischer una etiqueta que tiene más de honra que de deshonra: «Son buenos artesanos, no autores», dicen. ¿Y quién necesita autores teniendo artesanos de este calibre? La fortuna me ha permitido romper una lanza a favor del segundo: Richard Fleischer (Cátedra, 2023) ya está en las librerías. Para entender cuanto llevo dicho y cuanto he de decir tal vez sean útiles algunas consideraciones previas. Dudo que siga siendo válido en pleno siglo XXI, pero, a lo largo del siglo XX, el cine ha sido mucho más que un simple «gabinete de las maravillas» para muchos de nosotros; el cine ha sido una ventana permanentemente abierta al mundo que ha permitido a sucesivas generaciones asomarse a ver qué había ahí afuera, más allá de las lindes del pueblo, más allá. En contra del tópico más empleado, el cine nos ha ofrecido no solo sueños… o al menos a mí no me ha ofrecido solo sueños. El cine ha sido una fuente inagotable de estímulos e ideas, puntos de reflexión y puntos de inflexión. (También diversión, claro que sí.) La pantalla ha sido un espacio de expansión o esparcimiento, pero también de recogimiento y examen, en donde hemos visto proyectadas nuestras inquietudes y afanes o las inquietudes y afanes de nuestros semejantes. La ficción en general y la ficción cinematográfica en particular han ofrecido quintaesenciados esas respuestas —amor u odio, atracción o repulsa, deseo o miedo, alegría o hastío, esperanza o decepción, certeza o duda— que han ido moldeándonos como individuos. El cine es, como ha escrito Antonio José Navarro, «un territorio donde nos creamos y recreamos como sociedad, [en donde] interactuamos con otros y con el mundo». Mi circunstancia contribuyó a que el cine mantuviera intacta su aura excepcional hasta que, en mi caso, fue definitivamente tarde: nací en Colomera (Granada), un pueblo sin sala de cine, y en mi niñez no emitían tantas películas en televisión como habría deseado. Hasta finales de la década de 1980, la televisión pública contaba solo con dos canales y el segundo de ellos,

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el mítico VHF, se sintonizaba mal. El cine era un bien escaso. E inesperado. A menudo no sabías qué película verías al sentarte delante del televisor. En Colomera tampoco había kiosco de prensa —no imaginan cuán vacío podía ser un pueblo entonces— y ni siquiera podía adquirirse el socorrido Teleprograma. Pero los domingos por la tarde había un programa, 625 líneas, que hacía un resumen de la programación de la semana sucesiva. Recuerdo cuando anunciaron Los vikingos para el sábado siguiente; emitieron íntegra la secuencia en que Eric (Tony Curtis) arroja un halcón de caza contra Einar (Kirk Douglas); tras librarse del animal, Einar usa ambas manos para taponar la herida del ojo izquierdo y observa con un odio indecible a Eric. Ahí cortaron. ¿Qué ocurriría a continuación? Pasé contando los días que faltaban. Si las fuentes consultadas no me engañan, vi Los vikingos el 29 de diciembre de 1979; tenía yo doce años. Memoricé el nombre del director: Richard Fleischer. De ahí en adelante, no dejaría pasar una sola película suya. Varias me decepcionaron —entre ellas, la única que he visto en su estreno: Conan el destructor (1984)—, pero las alegrías han superado con creces a los chascos. Fleischer fue un típico exponente del sistema de estudios, un cineasta todoterreno que tocó prácticamente todos los géneros: cine bélico, de aventuras, wésterns, melodramas, comedias, musicales, ciencia ficción… No obstante, su contribución al thriller destaca sobre las demás; en este ámbito realizó media docena de títulos, con altas dosis de crónica social, que se hallan entre lo más granado de su filmografía. Por una razón u otra son películas que tengo en gran estima. Las primeras que vi fueron las más cercanas en el tiempo; me refiero a Fuga sin fin (1971) y Los nuevos centuriones (1972), interpretadas ambas por George C. Scott; Fuga sin fin es un thriller minimalista rodado en tierras de Granada, Almería y Málaga, con un antihéroe apátrida que habría hecho las delicias de Ernest Hemingway; Los nuevos centuriones, basado en una novela de Joseph Wanbaugh, retrata

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el día a día de unos agentes de policía en Los Ángeles y ofrece uno de los desenlaces más desalentadores que yo haya visto nunca (Fleischer abominaba del happy end). Más tarde vi sus obras maestras extraídas de la crónica de sucesos: Impulso criminal (1959), en torno al asesinato de un adolescente por parte de dos chicos de buena familia que quieren poner en práctica las teorías del superhombre de Nietzsche, y El estrangulador de Boston (1968), un innovador procedural en torno al caso de Albert DeSalvo, sospechoso de haber asesinado a trece mujeres a principios de la década de 1960. En este bloque hay que colocar Sábado trágico (1955) y The Narrow Margin (1952), excelentes las dos. Además de intriga y acción, estas películas ofrecían agudos retratos sociales. El cine de Richard Fleischer te ayudaba a entender tu época. Sin embargo, una de sus películas más admirables es justamente uno de sus trabajos más anómalos: Barrabás (1961), una feliz adaptación de la novela homónima de Pär Lagerkvist, premio Nobel de Literatura. El libro me había impactado sobremanera cuando lo leí; tenía yo quince años (aún guardo el ejemplar). También la película lo hizo. Para quien había nacido y crecido en un contexto dogmático hasta la inconveniencia, de un catolicismo cerril, la novela y la versión cinematográfica supusieron un sutil disparo en la línea de flotación de esta doctrina que pretendían inculcarnos a la fuerza. No cabía dudar, nos decían; la duda era signo de debilidad. Pues bien, estas dos obras ejemplares, tanto la novela como la película, se construían sobre el ejercicio de la duda, entendida como una demostración de rigor, incluso vigor, no de blandura. Aquellas obras reconstruían unos hechos muy conocidos desde una perspectiva inédita e invitaban a la reflexión: si existió, Barrabás fue un sencillo ser humano, no un demonio, y merece nuestra compasión antes que el desprecio. Desde las páginas del libro, desde la pantalla, se nos estaba dando una preciosa lección ética: todos somos Barrabás.


El libro de Sombra Por Urbano Pérez Sánchez Estas líneas bien podrían ser el comienzo de El libro de Sombra. Cada nuevo libro de Víctor Sombra (Salamanca, 1969) es un acontecimiento. Uno literario, sin duda, pero también uno personal, ya que abre una puerta hacia el reencuentro. Cuando tomo en mis manos un libro por primera vez tengo la costumbre de leer las primeras líneas y, acto seguido, ir a los agradecimientos —más aún si, como es el caso, conozco al autor—. El comienzo y los agradecimientos de la nueva novela de Sombra, A doble ciego, leídos de seguido y en combinación, encierran un mensaje cifrado, o no tanto, sobre el sentido de su escritura, una suerte de poética. Los datos y las palabras. A través de Ben, cuando todavía no sabemos quién es esa chica, Sombra reflexiona sobre el alcance y los límites de ambos. Cuando los primeros, pese a su base empírica, no alcanzan, aparecen las inexactas, ambiguas pero necesarias palabras en pos de eso que se me antoja la razón última de su trabajo, a lo que aspira: la verdad. De límites hablaba también el poeta Alfonso Costafreda, que vivió y escribió como él en Ginebra: Los límites Pienso en mis límites, límites que separan el poema que hago del que no puedo hacer, el poema que escribo del que nunca podré escribir.

Límites también, en consecuencia, de lo que amo y de lo que nunca podré amar. Límites de lo que quisiera decir o ver o tener. Palabras que daría para descubrir, palabras para ayudar. Límites del amor, palabras insuficientemente valiosas, en un desierto inacabable.

«Palabras para descubrir, palabras para ayudar […] en un desierto inacabable.» Como Costafreda, creo que Sombra intuye que el alma humana es insondable, tanto como el Big Data sobre el que trabajan los cuatro activistas y hackers con los que arranca esta historia; ambos son tan amplios que uno puede perderse en su profundidad como en un desierto. Entre uno y la otra, entre la ingente huella de la producción y el intercambio capitalista y la también ingente huella del sentido de la existencia y de las emociones individuales se sitúa el crowdkilling sobre el que tratan sus libros, los delitos que el sistema lleva a cabo y de los que las personas, en mayor o menor medida, con lo que hacemos y con lo que no, es decir, con aquello que callamos o tragamos, somos cómplices o partícipes involuntarios y pasivos. Desde que en 2012 se publicara su primera novela, Aquiescencia, hasta ahora, en un tiempo en el que el mayor acceso a la información nos ha hecho también más vulnerables a la manipulación, esto es, al engaño por el dato, bien sea histórico, económico o estadístico,

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Urbano Pérez Sánchez. El libro de Sombra

Sombra ha escrito sin descanso, combinando, fundiendo, «quimerizando» como un hacker literario numerosos datos y palabras precisas en beneficio de una verdad posible, una verdad común. Repito sus palabras, en los agradecimientos de A doble ciego: «Cada verdad exige su ficción. Para alcanzar la otra orilla hay que trazar un arco diferente en cada caso. Que ese arco esté sostenido por datos no hace menos necesarios los vanos de la ficción». A Aquiescencia le siguió dos años después Canje — ambas aparecieron en Caballo de Troya—, que es, además de una gran novela, el primer ensayo o proyecto genesíaco del crowdkilling, ya que en ella se describe el devenir de las vidas sentimentales de sus personajes (algunos de los cuales reaparecen ahora en A doble ciego), la intersección entre algunos hechos y periodos clave del siglo XX y, al mismo tiempo, las macrotramas político-empresariales por el control geográfico, de medios y recursos, que tienen una repercusión directa en las vidas de las personas. El Big Data del espíritu: o sea, el alma humana y el Big Data empresarial cruzándose magistralmente. Quienes se suban por primera vez a su máquina de ficción volverán a encontrarse con este nombre, Canje, al tiempo que se darán de bruces con el vértigo que produce pensar en la existencia de organizaciones como esta, operando autónomamente y casi al margen de la legalidad y del poder institucional y las empresas que las pusieron en marcha. El proyecto de Sombra, esta cartografía del crimen sistémico, continuó creciendo al tiempo que también se ampliaba y se afilaba su manera de tratar los datos y las palabras, con La quimera del Hombre Tanque, aparecida en el diecisiete en Random House Mondadori, una ficción política que ponía sobre el tablero realidades como la crisis energética, el islamismo o el apogeo del gigante chino, y Cuarto de derrota, un conjunto de ensayos narrativos sobre ciencia, literatura y política, publicados en su mayoría en la prestigiosa Contexto y Acción y que fueron recogidos en un volumen inclasificable por la editorial cacereña La Moderna (2020). En este último, se pone de manifiesto que su investigación no es solo interpretativa o de semántica de los hechos, sino que también es genérica y formal, por la manera en que decodifica y recodifica el ensayo, la crónica, la propia novela o el drama de situación. Me entusiasma especialmente la voluntad de Sombra de expe-

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rimentar, de introducir secuencias nuevas en formulas clásicas y los riesgos que como todo hacker asume al llevar a cabo dicha tarea. Torné, no el doctor implicado en la intriga fármaco-sanitaria de A doble ciego, sino el escritor, Gonzalo Torné, señala que, a diferencia de tantos de sus colegas, refiriéndose a los escritores de thrillers, él siempre sabe de lo que habla, a lo cual yo añadiría que siempre acierta en la manera de contarlo, encontrando vías insólitas e inexploradas que aúnan entretenimiento y reflexión, más allá de la fórmula de siempre. Un nuevo código para el género, en definitiva. Por eso, siempre que me acuerdo de Sombra y pienso dónde andará y qué estará haciendo en ese momento, me gusta imaginarle inclinado sobre el ordenador, levantando un nuevo mundo, un nuevo giro de tuerca de la trama, una nueva quimera en su teclado. [El presente texto fue compartido en la presentación de A doble ciego, que tuvo lugar en la librería Santos Ochoa en Salamanca, el 21 de marzo de 2023.]


Fórmulas de cortesía Por Álex Chico Si hago un poco de memoria y vuelvo a mis primeros años de adolescencia, me doy cuenta de que la entrevista, es decir, la necesidad de comunicación con el otro, está en el origen de mi vocación literaria, en el inicio de mi escritura, casi a la par que la composición de mis primeros poemas. En cierta forma, son dos líneas que corren en paralelo y se encaminan hacia lo mismo: el diálogo con el entorno, con lo que nos rodea. Tanto da que sea una conversación con el exterior o una correspondencia con lo que permanece dentro. En ambas existe una forma de conversación que configura nuestra intimidad, nuestra forma de ser y de estar en el mundo, nuestra manera de juzgarlo. Por ese motivo la entrevista, igual que la poesía, siempre me ha parecido un género literario más, porque implica un intercambio de signos, de percepciones, de enriquecimiento compartido. Cualquier actividad creativa busca justamente eso: incorporar en uno mismo las señales que vienen de fuera, construir una habitación a través de otras habitaciones, descodificar y hacer nuestras las palabras prestadas, sus símbolos, su cosmovisión del universo. Lo que busca, en definitiva, es la posibilidad de ser en otro, de vivir enfrente, aunque sea por un tiempo muy breve. Ahí se sitúa la base de todo trabajo literario, en conseguir que, siquiera por unos momentos, nuestra vida suceda de otra forma. Y la entrevista, como cualquier género literario, es una actividad que lleva hasta el límite ese propósito. Cuando empleo el término entrevista debería hacer un matiz, un apunte que encierra, a su vez, una crítica. La entrevista a la que me refiero, la que podría calificarse como un género literario más, no tiene mucho que ver con algunas entrevistas al uso que nos encontramos en ciertos periódicos, revistas o suplementos culturales. Me refiero a ese tipo de conversaciones cuya única finalidad pasa por llenar unas cuantas páginas y servir a determinadas promociones editoriales. Reconozco que me molestan esa clase de charlas, digamos, proto-

colarias, superficiales, porque parecen construidas sin más intención que la de llenar un cupo. Entrevistas que redundan simplemente en las tres o cuatro cosas que encontramos en la solapa de un libro, o en aspectos que, de tan generales, resultan tópicos e intercambiables. Ese tipo de conversaciones, ya digo, no suelen interesarme demasiado, porque se les ve de lejos su único propósito: servir a determinados criterios comerciales, participar como un eslabón más de una cadena de promoción y marketing. Supongo que otro tanto podría decirse de algunas reseñas que, con relativa frecuencia, leemos en los citados periódicos y suplementos. Cuando me he acercado a este género mi intención ha sido siempre distinta. En todas las charlas que he mantenido con escritores he tratado de situarme en un punto desde el que partir para ofrecer al lector una idea global del autor entrevistado. Una aproximación a su visión de la escritura, enfrentándole a un diálogo con su propia obra o lo que rodea a su proceso creativo. En algunos casos, las preguntas formuladas se plantearon como si fueran microensayos, a modo de crítica hiperbreve del universo literario del autor. Algo bastante similar a lo que encontramos en otros libros del género, como las ocho conversaciones de Jordi Doce en su magnífico Don de lenguas, publicado por la editorial Confluencias en 2015. Ya que cito este libro, aprovecho para traer de vuelta unas palabras de Salvador Pániker que Jordi Doce emplea en su prólogo: «... todo entrevistado queda reducido a los límites de mentales de su entrevistador». Me parece, qué duda cabe, una espléndida definición, un resumen exacto de la tarea que debe llevar a cabo un buen entrevistador. Porque, si bien todo gira alrededor del entrevistado, la labor de quien formula las preguntas, su intuición o su lectura en torno a una obra estimulan los límites de la conversación. La posibilidad de que esa misma charla se dispare hacia un punto u otro depende de la destreza o de la perspicacia de quien lanza al aire sus preguntas. El entrevistador, como el autor de un poema o de una novela, transita por una delgada línea, un camino frágil, quebradizo,

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Álex Chico. Fórmulas de cortesía

porque apenas tolera un mal paso. Su habilidad consiste en tensar una cuerda y, al mismo tiempo, evitar que se rompa. Por eso es una tarea sumamente compleja: porque se mueve por un terreno que puede estar a punto de precipitarse. Cuando iniciaba mis primeras entrevistas, a comienzos del año 2000 más o menos, comencé a redactar, casi en paralelo, un decálogo que pretendía trazar diez puntos básicos a la hora de afrontar el diálogo con el otro. Algo así como un breve manual del buen entrevistador. Esas notas estaban garabateadas al final de un libro. Ahora, al releerlas nuevamente, me doy cuenta de que estaban escritas con cierta ingenuidad, o con la ambición un poco pueril que se presupone a todo escritor, especialmente en sus inicios. Aun así, tal vez por un sentido de fidelidad al punto de partida, me gustaría recuperarlas ahora. Eran estas: 1. La autoría de la entrevista pertenece, al final, al entrevistado. No debes olvidar que eres tú quien le ha seguido, no al revés. 2. La entrevista es una forma de crítica literaria a la que añadimos nariz, ojos y boca. 3. Intentar que el entrevistado brille, no que deslumbre. Hazle hablar en sombra, pero que no se apague. 4. No busques preguntas geniales, sino cuestiones que provoquen genialidad. 5. Si días más tarde te vuelves a encontrar con el autor entrevistado y ya no te recuerda, no te preocupes. Ten confianza en que algún día podrás recordarle ese olvido. 6. No formules preguntas sin respuesta. Puedes acabar solo. 7. Por mucho que te moleste, ninguna pregunta es imprescindible. Las respuestas, sí. 8. La fórmula de Baudelaire aquí no funciona. Evita ser sublime sin interrupción. 9. Una entrevista es como un libro: encuentra las preguntas que podrías hacerte a ti mismo y deja que sea el otro quien intente responderlas. 10. Cada cierto tiempo, imita a Capote: redacta un formulario y trata de responderlo. Después, borra inmediatamente el archivo. Ese fue el decálogo que había anotado hace ahora unos quince años. Surgió a raíz de mis primeras entrevistas en la hoy desaparecida Kafka, una revista de hu-

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manidades que se editó primero en papel y se trasformó más tarde en una publicación digital. A esa segunda etapa pertenecen las conversaciones que mantuve con Gonzalo Hidalgo Bayal, Esther Tusquets, Javier Cercas y Álvaro Valverde, a las que siguieron, más tarde, otras charlas con Caballero Bonald, Jordi Doce, Raúl Zurita, Jorge Carrión, Carme Riera y Sergio Gaspar, publicadas ya en Quimera, las dos últimas en colaboración con Jordi Gol y Juan Vico. Al no existir un límite de espacio tan estricto en Kafka, y sí en Quimera, las primeras conversaciones que mantuve son algo más extensas. La publicación en digital permite este tipo de licencias. Cuando años atrás surgió la idea de reunirlas en un libro, que acabé titulando Vivir enfrente, me pregunté qué sentido tendría publicarlas tanto tiempo después, si casi todos esos autores habían continuado con su trayectoria creativa y habían sumado nuevos libros a su producción literaria. Lo que me pregunté, en realidad, es si esas mismas entrevistas no quedarían desfasadas, obsoletas, y si no sería más conveniente tratar de actualizarlas, incluyendo una conversación sobre su trabajo más inmediato. Descarté esto último por una razón: que se publicaran en ese momento era una oportunidad para hacer partícipe al lector, para que descubriera si esos augurios, intuiciones, hipótesis o proyectos que se citan se han cumplido o si, por el contrario, han seguido un rumbo distinto al que presentía el propio autor. De esta forma, serían los lectores y los propios escritores entrevistados los que debían completar el libro. A ellos les competía renovar o contrastar lo que allí se decía. Publicarlas de esa forma, sin ampliaciones ni anexos, perseguía algo muy sencillo, a saber: que, en último término, el lector también se acabara interrogando. Quizás esta predilección por la entrevista aún conserve, en mi caso, el eco de una frustrada vocación de periodista. Puede que sea una rémora o un poso trasformado de lo que quise ser y no fui. En todo caso, sea por un motivo o por otro, lo que he pretendido en cada una de las conversaciones que he mantenido es dar cuenta de la magnífica labor de los autores con los que me citaba. De eso se trata, en definitiva. Al fin y al cabo, tengo la sensación de que el futuro de la literatura también pasa por los diálogos que decidamos mantener con nuestros escritores.


El holandés errante

Memoria de las piedras. Regreso a Extremadura

Texto y fotografías: Álex Chico Hay una pregunta que suelo emplear para referirme a determinados paisajes que no he abandonado del todo: ¿cómo se puede volver a un territorio del que no has salido? Si pienso en mi lugar de nacimiento, debo reformular esta cuestión, porque yo sí salí, o creí que había salido de Extremadura. No digo abandonar, porque uno nunca abandona completamente los episodios por los que ha trascurrido su vida. Digo salir, dejar atrás,

superar incluso. Sobreponerse y mirar hacia otra parte, en definitiva. Un deseo, admitido o no, que está en una esquina del corazón de muchos emigrantes. En ocasiones, la necesidad de progresar lleva implícito hacer tabula rasa, olvidar el pasado para llegar con menos cargas al nuevo territorio que nos acoge. Sin las taras de la memoria, sin el lastre de la nostalgia. Con esa voluntad dejé Extremadura hace ahora veinticinco años. Una intención un tanto impetuosa, quizás demasiado férrea, como he comprendido más tarde. Pero quién no quiere marcharse de un lugar si piensa que tras él se abre otro que imagina mucho más atractivo y lleno de esplendor. Me fui de Extremadura con dieciocho años para estudiar en Salamanca, que es lo que hicimos, más o menos, un tercio de los alumnos que vivíamos en Plasencia. Desgraciadamente mi ciudad no tenía (sigue sin tener) un tejido universitario. Para mí, sin embargo, esa carencia era una bendición: me obligaba a salir fuera. A poder ser a otra comunidad autónoma. Solo así, pensaba entonces, podría convertirme en lo que había deseado. Durante mis primeros años universitarios, las visitas a Plasencia se espaciaron en el tiempo. Una distancia tan corta se me hacía un tránsito interminable, como quien en lugar de desplazarse poco más de cien kilómetros estuviera cruzando de punta a punta la cordillera de los Andes. Volver a Plasencia era un viaje de siglos y yo me sabía ya en otro momento, en otra época. Nunca ocultaba mi procedencia, pero tampoco me gustaba recrearme en ella. No por pudor, ni mucho menos, sino por convencerme a mí mismo, y al resto de mis amigos, de que no tenía un lugar fijo e inamovible. De que carecía de un punto desde el que partir. Prefería sentirme de cualquier parte. Especialmente si esa parte quedaba lejos de mi lugar de nacimiento.

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Álex Chico. Memoria de las piedras. Regreso a Extremadura

Tal vez exagero. No obstante, lo que quiero explicar es que hubo una renuncia voluntaria a ese pasado extremeño. Insisto, de nuevo, en que esa edad temprana (uno no había cumplido aún los veinte años) empuja a este tipo de interpretaciones un poco impetuosas y pueriles. Distorsionadas, en fin, como la adolescencia y otra clase de enfermedades. Lo pienso ahora mientras trato de recordar aquel primer tiempo en Salamanca. Muchos de mis amigos bajaban a Plasencia casi todos los fines de semana. Yo no. Juzgaba la actitud de aquellos compañeros como una claudicación. Su necesidad de volver era, para mí, una renuncia a disfrutar de su presente. Veía en esos viajes de regreso a Extremadura un paso atrás que les impedía explorar otra vida que tenían a su alcance. Una especie de nostalgia algo folklórica y rancia que me quedaba en las antípodas, porque si yo había salido de Plasencia era para no volver. Y no volver era mi apuesta de futuro. Ahora sé que estaba equivocado y que juzgué mal a la gente que regresaba con frecuencia. Pasado el tiempo me doy cuenta de que esa actitud un tanto prepotente no era más que un mecanismo de defensa. Al fin y al cabo, recuerdo con mucho cariño mis dos últimos años

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en Plasencia, del noventa y seis al noventa y ocho, con visitas constantes a las sesiones de cine de Santa Ana o al teatro Alkázar, a las presentaciones de autores en el aula José Antonio Gabriel y Galán y en la sala Verdugo, a los conciertos del auditorio Santa María, a la compra de discos en las tiendas Tipo del centro comercial Iberia (en la actualidad, por cierto, un símbolo del abandono y la decadencia). O, en fin, a los recitales de un café hoy desaparecido, El Desván, en la calle Santa Ana. Y también recuerdo que esa vida era, en aquellos momentos, una vida incompleta que necesitaba más estímulos y propuestas, proyecciones que no era capaz de encontrar en Plasencia. Luego descubrí, varios años más tarde, que eso mismo me acabaría ocurriendo en Salamanca. Y tiempo después en Granada. También lo pienso de tanto en tanto aquí, en Barcelona, después de haber pasado ya más de media vida en esta ciudad. Es decir, si las ciudades o los pueblos no bastan, no nos son suficientes, no es solo porque carezcan de algo que necesitamos, sino porque la vida es siempre una experiencia incompleta, construida a base de renuncias, carencias y vacíos que creemos insalvables. Admitirlo es, quizás, una de las grandes enseñanzas que podamos


extraer con el paso del tiempo. Pero nadie admite eso con dieciocho años. Estoy seguro de que mi yo de entonces se hubiera burlado de mi yo de ahora si leyera estas últimas líneas que acabo de escribir. A mí, en estos momentos, tampoco me toca contradecirle y mucho menos ser condescendiente con él. Solo quiero que entienda que uno es, simplemente, la suma de fragmentos por los que trascurre su vida, como eslabones que se van ensamblando para que, llegados a un punto, nos demos cuenta de que somos el resultado de una concatenación de decisiones. O dicho de otra manera: esa indiferencia inicial hacia Plasencia se ha trasformado, al cabo de los años, en un amor mucho más sereno y más intenso de lo que podría haber imaginado cuando la abandoné hace veinticinco años. Por eso sé que he avanzado, porque he recobrado un espacio que quise perder y que afortunadamente no he perdido, sino todo lo contrario. Hay una situación que incomoda a muchos emigrantes, porque hace emerger una duda a la que parecemos sujetos de por vida. Me refiero a cuando alguien nos pregunta si pensamos volver algún día a nuestro lugar de origen. Admito que, al comienzo, me molestaba esa pregunta. Ahora, sinceramente, ya no me desagrada. Tampoco es que me lo pregunten demasiado, es verdad. Sin embargo, sé que ya no reaccionaría de la misma manera. Porque en estos momentos no tengo una respuesta clara. He ampliado mi mundo al cambiar un nunca por un tal vez. Como otros emigrantes, veo ese futuro poco probable, porque mis lazos, es decir, mi familia, mis amigos, mi trabajo están aquí, en Barcelona. Y sin embargo quién sabe. Por primera vez no puedo contestar de forma taxativa, como hacía antes. ¿Por qué hoy no logro dar con una respuesta unívoca o rotunda? Por un motivo: porque hubo un momento en que mi relación con Extremadura cambió. Ya dije que uno solo es el resultado de muchas decisiones y experiencias previas, como capas que se han ido superponiendo para dar forma al abrigo que cobija nuestro presente. No puedo hablar de un solo instante, de un punto de inflexión que hiciera variar todo, sino de procesos encadenados que me han ido aproximando a Plasencia y a las comarcas que la rodean. Tomaré un recuerdo al azar, porque allí sitúo uno de los momentos que juzgo inaugurales. Tres o cuatro años después de dejar Plasencia me encontraba de nuevo allí, pasando un verano tórrido, insufrible, con ese calor tan insoportable que nos deja exhaustos durante los meses de julio y agosto. Uno de esos días decidí ir a una garganta, una

metáfora muy bella, por cierto, para describir las cascadas de agua fría que bajan de las montañas, van puliendo las rocas y se detienen en pequeños lagos cubiertos por árboles que dejan en sombra un paisaje de piscinas naturales. Durante esa jornada improvisada, huyendo del calor, descubrí el mejor rincón de lectura que he tenido nunca. Hablo de las Pilatillas, a pocos kilómetros de Garganta la Olla, en la comarca de la Vera. Aquella tarde, sin saberlo, estaba inaugurando una costumbre que lleva acompañándome desde entonces: pasarme agostos enteros bañándome y leyendo en un paisaje idílico, porque a veces la vida, esa cosa tan compleja, no necesita más que un lugar apacible en el que no deseemos estar en otra parte. Solo nos basta con permanecer allí, alternando la ficción de los libros con la mansedumbre de un territorio que, con su simplicidad y su belleza, nos resulta igual de legendario y evocador que las páginas que sostenemos entre las manos. En las gargantas de la Vera he leído más que en otros sitios. Es el lugar que elijo si quiero abordar la obra completa de un autor, una tarea que, desde entonces, me impongo cada agosto. El paisaje invade las páginas que leo. Así esa comarca del norte de Extremadura irrumpe en el DF mexicano si leo a Bolaño, en el Perú de Vargas Llosa o en los pueblos franceses de Proust. La Vera se cuela en la ficción de los otros, porque el paisaje es tan evocador, y tan silencioso, que consigue infiltrarse sin que apenas lo note. Igual que me sucede un poco más arriba, mientras enfilo la estrecha carretera que me lleva al palacio de Carlos V o al cementerio de Yuste, con sus ciento ochenta tumbas de soldados alemanes de la primera y segunda guerra mundial. Ese espacio en concreto da la medida exacta de la muerte, de mi idea de la muerte. Una geografía perdida en el oeste de Europa que me reconcilia, paradójicamente, con la vida. No sé si este lugar marcó un punto de inflexión en mi relación con Extremadura o si fue el inicio que hizo variar mi percepción del paisaje. Lo que sí tengo claro es que comencé a darme cuenta de que mi proximidad con estas comarcas, con estos paisajes, a los que sumo el Valle del Jerte, Monfragüe, Hervás, la sierra de Gata y, quizás en menor medida, aunque también presentes, algunos enclaves del Alagón y Las Hurdes, esa cercanía, digo, tuvo un origen literario. Porque mi educación literaria es extremeña, algo que nunca me he cansado de admitir. Sé que hubiera sido escritor si no hubiese leído a autores extremeños, pero sé también que ahora sería un autor muy distinto al que soy. Sobre todo en los temas que me acompañan y la forma en que decido acom-

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Álex Chico. Memoria de las piedras. Regreso a Extremadura

pañarlos. Porque estos escritores me enseñaron a mirar de una determinada manera. A tratar de encontrar una respuesta a partir de humildes y sencillas verdades. A convertir un paisaje minúsculo en un territorio múltiple y universal. A demostrarme, en fin, que basta con la contemplación pausada y persistente de una encina solitaria o de una grieta entre las rocas para comprender los extraños mecanismos que rigen un universo siempre indescifrable. Es decir, me enseñaron a observar lo que me rodeaba. Gracias a esa mirada he construido cada uno de los poemas, novelas y ensayos que he escrito desde entonces. La raíz de mi escritura está en ellos, está en quienes son para mí la tríada de referentes a los que suelo citar cada vez que hablo del origen de mi vocación literaria: Álvaro Valverde, Ángel Campos Pámpano y Basilio Sánchez. Son autores universales y son también autores extremeños. Algo no excluyente, como es obvio, pero sí remarcable. Con el tiempo, han llegado otros escritores extremeños a los que, por un motivo u otro, me siento muy próximo: Gonzalo Hidalgo Bayal, Efi Cubero, Pilar Galán, Ada Salas, Pureza Canelo, Antonio Méndez Rubio, Javier Morales, Juan Ramón Santos, Mario Martín Gijón, Julio César Galán, Elías Moro, José Manuel Díez, Luis Landero, entre muchos otros (Víctor, Mario…). O José Antonio Gabriel y Galán, a quien llegué a dedicar una novela porque me resultó, me sigue resultando, uno de los autores fundamentales para entender la literatura española y europea del siglo XX. Nunca, por otra parte, encontré una fuente de inspiración en otros autores regionalistas, por llamarlos de algún modo. Nunca me atrajo la poesía de José María Gabriel y Galán, ni la de Luis Chamizo, ni la de Manuel Pacheco, a los que no resto, por supuesto, valor alguno. Opté por otro tipo de autores que sin citar constantemente el lugar en el que vivían me hacían, sin embargo, comprenderlo de forma más cabal y más intensa. A través de ellos me di cuenta de que desde una esquina ajada del oeste de Europa yo también podía divisar los extraños límites del mundo. Después de veinticinco años me doy cuenta de que, en cierta forma, soy también la ciudad en la que nací. He aprendido que mi condición fronteriza (en lo que escribo, en mi propio carácter) parte de las murallas que rodean Plasencia, con esa tensión imperceptible

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entre lo que está dentro o extramuros. Soy esa urbanización de casas unifamiliares que están a un paso de las montañas y miran desde arriba el Palacio del Marqués de Mirabel y otros perfiles de edificios más o menos altos. Soy el lugar de los juegos que improvisaba en el parque de la Isla o el edén terrenal entre pavos reales que se cruzan en el parque de Los Patos, al lado de un acueducto que siempre creí romano. Soy un campo abierto y soy, a la vez, la intimidad de sus casas blasonadas. Soy ese dejar pasar el tiempo en el parque de la Rana o la inquietud al atravesar las calles oscuras y avejentadas que convierten el centro de la ciudad en un laberinto. Soy la manera en que consigo orientarme con los ojos cerrados, porque tengo tan interiorizado el lugar que no me hace falta estar despierto. Soy los soportales de la plaza Mayor y el camino de tierra que seguía hasta llegar a mi instituto. Antes era su catedral gótica y ahora soy, más bien, su catedral románica, menos vistosa, más enigmática. Ambas, por cierto, inacabadas, como las mejores obras de arte. Soy sus puentes de piedra y el minúsculo río que marca los límites de su geografía. Soy la carretera ondulante que se dirige a la ermita del Puerto y la mirada perdida entre los valles. Y soy, también, lo que queda más allá, los canchales, esas rocas imperturbables que nos dan lecciones de permanencia y de constancia. Soy, en definitiva, una suma de todos esos lugares. Eso he aprendido después de veinticinco años. Que ya no me hace falta regresar, porque sigo allí, vuelva o no vuelva. Ahora sé, por fin, que me siento muy afortunado.


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Barrancos

Pablo Matilla Témenos Edicions: Barcelona, 2023 246 págs.

Serán ceniza, mas tendrá sentido Por Xavier Rodríguez Ruera Barrancos es una novela mineral, áspera, cuajada en blanco y negro, pero atravesada por delicadas vetas de lirismo y explosiones de color. Este descenso a los infiernos tiene a la redención y al saldar la deuda de la culpa como potencias que impulsan a su protagonista a avanzar a través de una densa noche geográfica y personal. Andrés Barrancos arrastra desde su nacimiento la inmerecida culpa de haber provocado el fallecimiento de su madre en el parto. Desde entonces, su sentimiento de orfandad se ha visto multiplicado hasta lo insoportable por el reproche de su padre y la tensa relación que mantiene con él. Dos masculinidades dañadas y encadenadas al lenguaje mostrenco del dinero y a un férreo ritual de castigo siempre renovado como las cabezas de la Hidra: Andrés lleva una vida errática, de vagabundaje alcoholizado y pensiones oscuras. Cada vez que necesita dinero, rinde visita a su padre —que lo aguarda en su piso como Moisés en su tienda del desierto— para pedirle dinero y poder seguir girando una temporada más. Pero esta vez el narrador de la historia introduce una diferencia en el círculo que, tras múltiples dificultades, lo abrirá por fin para volverlo virtuoso. Ante su muerte inminente, y con el acicate de cobrar el dinero de la herencia, Andrés recibe el encargo paterno de enterrar sus cenizas en su aldea natal. Andrés, no demasiado convencido, pero movido por dentro como el Jonás bíblico cuando la voz lo llama, emprende la quête al volante de su coche hasta Aljarán. Aquí comienza la noche. Aquí el nudo de la novela

se adensa, corporeizándose en estaciones de servicio que parecen salidas del pincel de Hopper. En las inmediaciones del pueblo, Barrancos se ve obligado a abandonar el coche y proseguir a pie cruzando senderos abruptos. No hay loba sobrevenida que lo advierta como un talismán. Pero sí la figura de un druida, último habitante de la aldea que parece haber estado esperándolo durante siglos sosteniendo un candil. Este misterioso personaje, llamado Meseguer, lo acogerá, protegerá y guiará a través de los círculos de la memoria, hasta que Andrés consiga su propósito. La relación que se establece entre los dos le servirá al muchacho para sanar viejas heridas con la figura paterna, y al viejo para redimirse de una culpa antigua que atesora. En estos pasajes, la prosa de Matilla logra situar los objetos fuera del tiempo y restituirlos a su vida ancestral: el fuego, el pan, la lluvia, los pájaros son redescubiertos a la par por el protagonista y por el lector. Como el Merlín de la leyenda artúrica, Meseguer logrará que el corazón de Barrancos arraigue por fin rodeado de las frugales maravillas del mundo natural. Pero ambos saben que Barrancos ha llegado hasta allí para cumplir una misión, hasta entonces camuflada bajo una espuria ambición material, pero que va revelándose cada vez más profunda. Tras una penosa travesía por encinares fantasmales, en el interior de una ermita excavada en la roca, Andrés, enterado al fin de circunstancias familiares cruciales para su relato, cumplirá con el encargo de su padre, y Meseguer arrojará su propia culpa a la hoguera que agoniza. De regreso al piso paterno, en un último monólogo en que las lágrimas, tanto tiempo contenidas, por fin arrastran la carga del dolor, Barrancos, reconciliado consigo mismo, con la memoria de su padre y de los suyos, verá con esperanza los horizontes que el alba dibuja en la persiana.

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Del famoso y nunca igualado corrido del Quicón Uriarte Miguel Tapia Ediciones Era / Universidad Autónoma de Sinaloa: México, 2023 144 págs.

El humor: ese rayo divino Por Luis Guillermo Ibarra Estamos ante una de las obras más divertidas de la literatura mexicana de este siglo; una enorme proeza en la que se cruzan caminos y en la que el arte de contar se despliega en toda su pureza imaginativa. Recrear, parodiar, tomar como referencia esos libros que, de acuerdo con Borges, «se leen con previo fervor y con una misteriosa lealtad» siempre ha sido una tarea complicada, con resultados de lo más variado. La simbología de los personajes o la búsqueda de un sentido de esas grandes narraciones del pasado denominadas clásicos siempre arrojan inevitables desplazamientos interpretativos en el tiempo y en el espacio. Como lectores no tenemos ataduras para visualizar las posibles versiones de Ulises o pensar en una Antígona del presente. Es difícil que esto no suceda: leemos el tiempo de la obra desde nuestro tiempo, las pasiones humanas del pasado siguen siendo las nuestras. El sentido que les damos a esas lejanas historias no se agota en una sola dirección. Tal vez por ello, ese impulso por tocar a los clásicos, rasgar la cortina impenetrable de sus personajes y con ello desacralizarlos ha formado parte del proceso creador de muchas escritoras y escritores. Creo que cuando leemos Del famoso y nunca igualado corrido del Quicón Uriarte, tercera novela del escritor sinaloense Miguel Tapia (1970), nos sumergimos en la vitalidad de las posibilidades de la recreación literaria, en un bello y divertido diálogo con el tiempo, el lenguaje, la imaginación y las culturas, en el que la literatura y su magistral uso de la ironía se abren a sus infinitos registros y dimensiones. En las páginas de Tapia está ausente cualquier elemento de solemnidad; el hilo conductor es la hilaridad que se adueña de todo desde el principio. Tenemos ante nuestros ojos a un nuevo Quijote recorriendo la sierra de Sinaloa, un aficionado a los corridos que no

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sabe cantar ni tocar un instrumento, pero que cree que este género representa, como ningún otro, las hazañas más importantes de los hombres en la tierra. El mundo del narcotráfico, con sus atmósferas de violencia y su lenguaje, lo recorre el personaje de Quicón sin ningún temor, con una ridícula, inocente y desconcertante valentía; busca destacar en esas tierras, «demostrar que es un hombre de valía y honor, digno de inspirar un corrido que le permita acceder al olimpo de sus ídolos». Encontrar las huellas cervantinas en esta novela no es difícil, no están presentadas en forma de alegoría o símbolos que solo tengan derecho a entender los lectores más avezados. Basta solo con mencionar el juego de palabras que evoca el nombre: Enrique Uriarte, Quicón, Quicote; el arranque de la novela: «Por allá del rumbo de La Noria, en un rincón que nadie recuerda porque a nadie le conviene acordarse»; esos corridos de Los Cadetes de Linares, Los alegres o Los relámpagos, que han deschavetado al personaje, en lugar de los libros; la presencia de una nueva versión de Dulcinea. O bien, para completar el cuadro, basta con mencionar al escudero de Quicón Uriarte, su primo Socho, al que le ha prometido una troca, ya que logren llevar a buen término sus hazañas. Esto no implica que estemos ante una obra exenta de sorpresas, ante un ridículo héroe que desata la carcajada en cada paso que da. Y es que la historia la seguimos con entusiasmo, siempre a la espera de esa situación humorística en la que el narrador colocará ese símbolo o esa pequeña escena de El Quijote conocida por nosotros. Podemos advertir que estamos ante una atinada forma de parodia, en la cual —en términos de Hutcheon— dos textos caminan uno «al lado de» otro, textos que son universos de los que resulta una nueva realidad literaria. Con esta novela, Tapia conquista esa libertad lúdica a la que solo acceden los grandes novelistas, une todos estos recursos en un tono humorístico que atrapa al lector desde el primer momento y sabe tocar magistralmente —recordando las palabras de Kundera— ese «rayo divino que descubre al mundo en su ambigüedad y al hombre en su profunda incompetencia para juzgar a los demás».


Arauco

Juan Manuel Zurita Soto Comba: Barcelona, 2023 234 págs.

El crimen y el fracaso Por Fernando García Moggia A diferencia de la narrativa europea moderna, estrechamente vinculada a la urbe, la narrativa latinoamericana (y también la española) destaca antes por el protagonismo de inciertos territorios pueblerinos, como son Comala, Región o Macondo, territorios ciertamente ficcionales que, sobre el trazado del texto, asumen una tesitura reconocible. La novela Arauco, debut literario del chileno Juan Manuel Zurita, recoge el testimonio de esta última tradición, pero ejerciendo sobre ella un desvío: Arauco — pueblo situado en la región del Biobío (Chile)—, cuyo nombre ha sido usurpado por una empresa maderera (la Celulosa Arauco) y de cuya existencia poca gente es capaz de dar fe, es el territorio real al que el protagonista, un periodista desempleado y cuarentón, debe volver luego de vivir durante más de veinte años en la capital. «El trabajo dignifica al hombre. Mentira. Lo que dignifica al hombre es el dinero», se dice a sí mismo de camino mientras agradece que hace veinte años, cuando disparaba sentencias como estas a mansalva, no existían las redes sociales. Ahora sí. También en Arauco. Todo ha cambiado aunque siga siendo igual. Nuestro protagonista, urgido por escribir una novela que lo salve del tedio, comienza a buscar alguna historia jugosa que pueda darle sabor a su relato. Y como se sabe, quien busca siempre encuentra, sobre todo si tiene Google a mano y el arma mitológica por excelencia de la vida pueblerina: el cahuín (forma vernácula del «cotilleo»). Y ahí, flotando en la memoria reciente, estaba la historia del viejo y tacaño propietario Martínez, asesinado presuntamente por su amante taxista. La máquina narrativa comienza a rodar con una investigación periodística por la que desfilarán detectives, abogados, curas rurales y familiares victimizados, sazonada por los despiadados comentarios de gen-

te que no perderá la oportunidad de dar «su versión de los hechos». Todos los elementos del relato policial están sobre la mesa y, sin embargo, no es esta una novela policial. O sí, pero solo a un nivel aparente, en la astuta aplicación de un macguffin que esconde, tras bambalinas, la crisis de un personaje que debe enfrentar el fracaso profesional, amoroso y, en definitiva, existencial de ser un cuarentón que vive con sus padres y trabaja en la ferretería de la familia. Las cavilaciones del narrador, que lo revelan como un melancólico diestro en el humor negro, dan espesor a una prosa desenvuelta que se permite pequeños excursos por la memoria, la reflexión ética y la caricaturización de sí mismo y los demás, con un fraseo que seduce por su prosodia cercana al habla. Ricardo Piglia, maestro del recurso policial, dice en uno de sus ensayos que un relato se construye a partir del entrelazamiento de dos historias, una superficial y otra subterránea, a lo que agrega que este no cobra vida hasta que el tono justo se impone. En Arauco asistimos a la aplicación exacta de estos principios, con una soltura que logra airear la trama y hace olvidar a ratos la estructura subyacente. El protagonismo corre del lado de la voz, en la mirada de un personaje que nos ofrece la cruda caracterización de un pueblo construido de afectos y rencores, personas entrañables o detestables, paisajes boscosos o arrasados por la industria maderera, caminos de ripio y calles recientemente asfaltadas, anécdotas inocentes o truculentas con que la gente anima sus conversaciones, objetos como camionetas Nissan que traen el recuerdo de otro tiempo, uno tal vez tan dudoso como este, pero que cuesta más olvidar.

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El violín de lev. Una aventura italiana

Helena Attlee (Traducción de María Belmonte Barrenechea) Acantilado: Barcelona, 2023 288 págs.

El violín de Lev Por Albert Ferrer Flamarich Con la habilidad que lo caracteriza para publicar títulos recientes de éxito internacional, el sello Acantilado vuelve a seducir al lector con una propuesta ensayística de perfil comercial que enmascara una sugestiva investigación. En esta ocasión ofrece una historia del violín como fenómeno cultural, contada bajo un cierto ropaje de novela y alejada del prurito académico, aunque sustentada por el conocimiento de los principales estudiosos de lutieres y constructores. Con un potente desarrollo del marco histórico-social, uno de los principales méritos del volumen yace en que la autora, Helena Attlee, atrapa al lector en su asombro por un mundo, unas ciudades y una serie de variados aspectos que nos descubre y describe yendo más allá de lo estrictamente musical y centrándose principalmente en la industria de la construcción y comercio de los instrumentos. De este modo establece un recorrido desde el transporte de la madera con sus oficios y la genealogía de los principales lutieres hasta el saqueo del nazismo; pasando por una panorámica del mercado financiero y el valor de los instrumentos hoy en día, en el que se comparan y toman precios equiparables a antigüedades e inmuebles (con la referencia a la estafa de Dietmar Machold). Lo logra sin abuso de esa literatura de narración tan útil en la mesurada contextualización y con una dosis del tono personal, propio de un dietario o de quien relata sus vivencias, sabiendo mantener el interés de lo contado jugando con párrafos de literatura descriptiva. El germen del periplo de Attlee radica en la fascinación tras escuchar un violín callejero a manos de un músico llamado Lev. Su curiosidad la lleva a trazar una investigación en un amplio marco temporal y territorial para esclarecer si se trata de un Stradivarius auténtico. Llega incluso a bordear el contrabando de enseres

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en Rusia, a asistir a una subasta y a explicar cómo la tecnología puede datar y verificar la autenticidad de un violín histórico a través del análisis dendrocronológico. Además dedica un capítulo a la descripción de la actividad y la construcción de un violín en la actual escuela de lutieres de Cremona. Por el camino también trae a colación personalidades como el Conde Ignazio Alessandro Cozio di Salabue, que puede considerarse el primer coleccionista y experto en violines; o como Luigi Tarisio, el primer comerciante internacional. Ante la falta de traducciones al español de libros fundamentales como The Violin: A social History of the World’s Most versatile instrument (2013) de David Schoenbaum o Stradivarius: Five violins, one cello and a Genius (2004) de Toby Faber, este volumen se convierte en un fértil acceso a la historia social y cultural del violín. Ayuda, y mucho, la eficiente traducción de María Belmonte que Acantilado ha complementado con un útil índice onomástico del que, sin ánimo de pedantería sea dicho, debería corregirse el error en la indicación de las páginas referidas al violinista Pietro Mira: no son las 115 y 116, sino las 150 y 151.


El rencor de los sillones

David Cañadas Bustos Talentura: Madrid, 2022 218 págs.

Licht, mehr licht! Por Juan Peregrina Martín Escribe David Cañadas Bustos que uno de sus protagonistas de este libro de relatos hace una videollamada con sus padres, quienes al principio le preguntaban por su vida y el trabajo; luego dejan de hacerlo, «no por desinterés, sino por ahorrarnos a los tres la incomodidad. Como con otros temas». No me voy a poner flamenco a estas alturas, pero podría disertar sobre esa frase un buen rato que rellenaría con palabras esta reseña: el silencio abierto por Cañadas en algunos de sus cuentos es tan amplio como el dolor que sienten algunos de sus personajes, es proporcional a la capacidad de aguante que tienen otros. Cómo se manifiesta la incomunicación, entre otros temas, es todo un logro literario. Si continuamos, por ejemplo, con los principios y los finales, para des-armar algo los relatos y conseguir así que nos acerquemos a ellos, si la teoría del relato pide —por la propia naturaleza del género— acción, Cañadas ha aprendido esta lección de manera espléndida, a saber, algunos de sus inicios son: «Cuando mi marido volvió a su asiento», además de ser un in medias res de manual; «Anaïs llega a la carnicería»; «Bárbara cruzó a buen paso», «—Cuéntamelo»: un imperativo además, que nos introduce directamente en los hechos, en contar y escuchar, en querer saber más de lo que aún no ha sido dicho y que, por fuerza, ya necesitamos conocer. Podríamos continuar con la cantidad de mujeres que aparecen, sistemáticamente, en los relatos o esas insinuaciones maravillosas de los sentidos, como el aroma, el sabor, la vista... o de cómo, por ejemplo, Cañadas es capaz de mantener y perforar los silencios al final de un rela-

to: mantiene las expectativas, perfora nuestra capacidad lectora y permite que construyamos las múltiples interpretaciones y los posibles finales que los relatos pueden tener: la reflexión tras la lectura es clave y el autor lo sabe, por eso trabaja con minuciosidad cada cuento, para ofrecernos posibilidades varias y reacciones muy diferentes. La mixtura de estilos directo e indirecto, y sus respectivas parejas de baile libres, nos proporciona un punto de vista cambiante, rico, conciso. Además, los detalles están colocados con cuidado y precisión, con un equilibrio sensacional para un primer libro de cuentos, y no nos queda otra que pensar que, por supuesto, son textos escritos y reescritos, corregidos y matizados hasta formar piezas perfectas de un mecanismo mayor, esto es, la colección que nos presenta el escritor. No descubro nada si digo que a nivel nacional, Mariano Zurdo, el infatigable editor de Talentura, lleva apostando por el cuento bastantes años, y que, una vez más, acierta con Cañadas Bustos y El rencor de los sillones: hay mucho bueno en muchos relatos de este libro, pero, si me lo permiten, solo voy a recomendar echarle un vistazo, aparte de a los narradores que encontraremos entre sus páginas —una delicia de decisión técnica del autor—, al último cuento, que es el que le da título al libro: si lo desean, tomen el libro y busquen el recorrido luciferino de este breve pero contundente relato. La maravilla y la epifanía en cada párrafo dan lugar a un broche de oro en nuestra lectura. Qué gran ejemplo —tomo nota para seguir la pista del autor— de libro de relatos: la técnica y su uso, el catálogo de personajes, la fluida manera de llevarnos hasta donde quiere y, una vez allí, otorgarnos la libertad que concede la buena literatura. ¿Quién no va a querer más luz si la enciende de esta manera tan prístina un cuentista como David Cañadas Bustos?

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Una historia real

Pepe Cervera Tres Hermanas: Madrid, 2023 416 págs.

La infelicidad de ser feliz Por Miguel Sanfeliu Una historia real es la unificación de tres libros que nacieron de forma independiente, aunque, de algún modo, siempre supieron que formaban parte del mismo libro. Los libros en cuestión son: El tacto de un billete falso, que obtuvo el XVI Premio Alhóndiga de narrativa breve en 2005, de los Premios Otoño Villa de Chiva, editorial Denes (2007); Conozco un atajo que te llevará al infierno, editado por E.D.A (2009), y Premonición, editado por Paréntesis Editorial (2010). Este es el orden en que fueron publicados, aunque ahora aparecen ordenados de manera distinta en este libro. No es la única novedad que vamos a encontrar. En el prólogo, Pepe Cervera nos informa de que ha «modificado los nombres de algunos personajes para que puedan moverse por el bastidor de las páginas». Las influencias de Cervera son mayormente norteamericanas. En su narrativa encontramos ecos de Cheever, de Hemingway, de Tobias Wolff, de Fante, de Carver, de Alistair McLeod, de Sherwood Anderson... Los escritores norteamericanos han impulsado la evolución del cuento, son maestros indiscutibles del cuento moderno, el que no recurre a la sorpresa, a los trucos y fuegos artificiales para epatar al lector, sino que se centra en la vida cotidiana, focaliza su atención en un momento concreto, mínimo y se nutre de la infelicidad que subsiste debajo de una sociedad en la que parece que todo el mundo está obligado a ser feliz. Esa sociedad de la felicidad, de la opulencia, encierra dramas, miserias, obsesiones ocultas y acechantes. Cervera proviene de Yoknapatawpha, el lugar imaginario de Faulkner, pero reside en Alhofra, el lugar imaginario en el que se desarrollan sus historias. Episodios que encierran una tragedia, un suceso cruel o angustioso, un momento en que todo cambia, instantes fugaces que resultan trascendentales en una

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vida, que se quedan grabados en la memoria, narrados con la mirada aséptica y objetiva de un testigo que se mantiene al margen de lo que sucede. Uno de los temas recurrentes en los relatos de Cervera son las relaciones familiares, como un núcleo en el que defenderse del exterior y, a su vez, como centro de tensiones y conflictos. El trayecto de vuelta a casa después de salir de la cárcel, con esa parada al anochecer, justo cuando se puede distinguir el mar a lo lejos. Una infidelidad. Una pérdida. Un ser humano desnudo, con sus aristas, su afán por huir de todo lo que le hace daño, pero decidido a seguir adelante, cueste lo que cueste. Una pareja que ha perdido un hijo y se ha separado, y que se reúne en el cementerio (se titula «¿Y ahora qué?»). En este último caso la historia finaliza cuando el hombre y la mujer se encuentran, y ya no nos importa el motivo o lo que van a hablar. Lo que importa de verdad es ese momento, ese lugar, todo el significado que eso encierra y que tan difícil es de describir. Una familia que ha sido desahuciada, decidiendo el rumbo que han de tomar sus vidas, en el parking de un centro comercial desierto; la tensa conversación de una pareja de amantes; un jubilado intentando hacerse a la idea de que su vida, a partir de ese momento, carece de objetivos, el viaje crucial de un abuelo y un nieto; amistades, encuentros y desencuentros, historias que nos tocan en lo más profundo. Relatos en los que importa la atmósfera, que intentan atrapar esos momentos que se clavan en el alma, instantes en los que podemos alcanzar una especie de estado superior, de intimidad extrema con algo que nos trasciende de algún modo. No son historias épicas sino momentos de introspección, de búsqueda del interior, de lo que nos hace humanos y nos sitúa en el mundo. Cervera nunca justifica, ni valora, ni cuestiona la actitud de sus personajes, tan solo los observa y nos cuenta su historia de un modo directo y contundente. Es un libro de cuentos, pero es algo más. Podríamos hablar de una novela con forma de puzle cuyas piezas deben ser encajadas por el lector. De forma inconsciente, vamos reconstruyendo ese mosaico que Pepe nos entrega diseccionado, en este caso, en cuarenta y cinco magníficos relatos. Les recomiendo que no se pierdan este libro.


Ruido naranja

Vicente Fernández Almazán Bululú: A Coruña, 2023 128 págs.

Crecer como borrasca Por Eloy Tizón En Ruido naranja, su primer libro publicado, Vicente Fernández Almazán (Jerez de la Frontera, 1968) nos ofrece una especie de gabinete de las maravillas. Una cámara de prodigios. Basta un repaso somero por alguno de estos microcuentos para advertir que el lector se encontrará: a Marco Polo en su vejez, tan melancólico (o más) que el dibujado por Italo Calvino en Las ciudades invisibles; niñas que vuelan o gravinautas; una lavadora con la capacidad de convertirse en una máquina de amor (literalmente), que centrifuga poemas y bolígrafos; la lucha de primates contra Monolito; bebés con sistema antivuelo; un atisbo de la vejez de Superman en el asilo; a nuestro doble esperando su turno —o el nuestro— en el puesto de charcutero del supermercado; Faulkner como escritor de horóscopos; la historia de Los pájaros de Hitchcock contada desde el punto de vista de los pájaros; Ulises reencarnándose en Georgie Dann; la lista con los deberes de Virginia Woolf; un huracán capaz de corregir y modificar el curso de la Historia (con mayúscula)… entre muchas otras cosas. Salta a la vista la propensión (o el cariño) del autor hacia una narrativa basada en el listado. Ruido naranja contiene manuales de instrucciones, a la manera de Cortázar; catálogos (o anticatálogos) de Ikea; horóscopos (o antihoróscopos); decálogos (o anti). Esta fiebre recopilatoria del libro tiene algo de álbum de cromos, como en nuestra infancia. En su afán coleccionista o clasificatorio, Almazán actualiza el legado de Georges Perec, el autor de La vida instrucciones de uso. De hecho, incluye su propio «Me acuerdo», en uno de los textos más evocadores del conjunto. En este libro —que se ha beneficiado del magisterio, en la sombra, de Ginés Cutillas— se nota que Vicente es tan fan del género que incluso sus microcuentos contienen dentro otros microcuentos, como

en un juego de cajas chinas o de matrioshkas. Así, nos encontramos con: «Yo era un niño asustadizo y lleno de dudas que deseaba crecer como una borrasca; tanto y tan rápido que, una tarde de otoño, de vuelta a casa, me tropecé conmigo mismo y no me reconocí». Esta frase aparece dentro de un cuento mayor, pero podría constituir perfectamente un microcuento con valor propio. O también: «A veces creo que he nacido para tragar globos negros». O: «Ese rótulo amarillo y eterno que es tu cara». Ruido naranja es sin duda un título llamativo, que juega con la sinestesia y que capta la atención de cualquier lector. En un cuento se habla «del ruido naranja que resurge de las cosas»; en otro, «del ruido naranja de las cosas»; en tercer lugar nos encontramos con un ciclo de cuentos en doce partes, salpicados por el libro, titulado «El arrullo naranja de las madres». Vicente es capaz de contarnos en poco más de una página una historia de amor (de desamor, más bien), a través de los agujeros de la pared que dejan los cuadros y fotos que hubo colgados, en el momento de retirarse, cuando una historia termina. Me parece una doble metáfora preciosa de cómo funcionan las relaciones, pero, además, de cómo funciona la literatura. El cuento, que lleva por título «Domesticando fantasmas», uno de los mejores del libro, demuestra con elegancia que la literatura es también un registro de huellas, de marcas de taladros y de ausencias. El primer cuento y el último, no por casualidad, tienen que ver con los enigmas del tiempo. El libro nos conduce desde el arranque con «Tregua de Cronos» hasta la culminación con «Tempus fugit». La primera frase del libro recoge «los cinco primeros minutos de tic tac». La última palabra, la que culmina el libro, es infinito. Podríamos considerar que Ruido naranja abre y cierra una etapa de búsqueda e indagaciones, en un viaje circular alrededor de determinadas obsesiones recurrentes, por parte de un autor sorprendentemente maduro que parece concebir la escritura como una estrategia para impugnar la realidad y abrazar al lector. Una máquina para ser felices.

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Noé en imágenes. Arquitectura contra la catástrofe José Joaquín Parra Bañón Atalanta, 2022 392 págs.

Noé frente al Invisible Por José de María Romero Barea Los servicios de salud sobrecargados tal vez no sean los lugares más adecuados para tratar las consecuencias del duelo, la soledad o el dolor. Proponemos recurrir a los libros del pensador de guardia José Joaquín Parra Bañón (1962), que se enfrenta, escritura mediante, al hecho incontrovertible de que nosotros y aquellos a quienes amamos somos criaturas finitas, sujetas a las contingencias: «Noé es la encarnación del Arca», sostiene el arquitecto y profesor almeriense en su más reciente ensayo, «y el Arca la corporeización de Noé». El tratado gráfico Noé en imágenes promulga que ninguna vida digna de ser vivida está libre de amenaza, mucho menos la de aquel «cliente divino, un Archiarquitecto inexperto [a merced de] un Diluvio y una catástrofe: un desplome sobre la tierra de todas las estrellas del firmamento». Mejor afrontar las contrariedades con la claridad a la que aspira la erudición del catedrático de la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de la Universidad de Sevilla. ¿Cómo se miden sus consuelos gráficos? Formas de descripción se someten a las desavenencias del célebre personaje bíblico, «secuestrado por un océano anónimo que lomantiene a flote dentro de una pajarera». Al abordar su deriva a través del diluvio universal, se enfrenta a las panaceas del pensamiento único. ¿Alguien que crea que la vida es absurda se consolará con estas reflexiones sobre la amenaza de extinción? Quizá la filosofía de Noé sea útil para aquellos que de antemano se inclinan a la especulación, afanados «en la construcción de la casa familiar, en el ensamblaje del refugio común de la tribu». De ello, el autor de los ensayos Pies de foto para arquitecturas descalzas (2021) o Arquitectura de la melancolía (2019) deduce que, si queremos combatir los aguaceros, debemos centrarnos en los intereses compartidos: «Lo que

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aquí importa es la zoología y no la doctrina, mostrar la abundancia, la feracidad de la naturaleza ubérrima, librándose de las imposiciones y limitaciones del espacio». Debemos conocer al otro, reconocer su existencia y ver qué pasa. A través de los ejemplos elaborados de este «álbum provisional», esta «serie de recortes y de estampas», el exégeta de Bárbara arquitectura bárbara, virgen y mártir (2007) o Pensamiento arquitectónico en la obra de José Saramago (2004) argumenta que el relato del Génesis nos ayuda a navegar las procelosas aguas de la adversidad, apelando «al Invisible, al Impronunciable, al Innombrable, al Hematófago que se bebe toda la sangre, al Altísimo que aspira todo el humo». Entrenado en inundaciones y contratiempos, Noé se refugia en el Arca, «resultado de la mezcla, de la yuxtaposición y la superposición, de la hibridación, no siempre monstruosa, de precedentes antagónicos, un collage», en definitiva, un microcosmos que nos protege de las inclemencias, no solo climatológicas, «un artificio que se eleva empujado por las aguas, impelido por la crecida, sometido al ímpetu sanguíneo de la violencia». Al igual que este libro, una reflexión diseñada para ofrecernos extraordinarias formas de pensar sobre dificultades ordinarias, leemos flotando junto al décimo y último de los superlongevos patriarcas, «narcotizados, anestesiados por los fármacos, empapados de alcoholes etílicos, mecidos por el sueño tras la ingesta de estupefacientes naturales». La tarea compasiva del narrador de Tratados de poliorcética. Catálogos de esdrújulos (2003) es conducirnos sanos y salvos del sufrimiento iletrado a una existencia digna de su nombre: «Noé es una apariencia, un símbolo», apostilla el autor en el prólogo, «su biografía está delineada no con caracteres sino con líneas, no con estructuras sintácticas sino con operaciones gráficas». Si la filosofía es un «arte médico para el alma», según Cicerón, «el Arca es una caja en la que el pasaje, incluidos los animales, está encastrado en sus oquedades», concluye Parra Bañón, «obturando los agujeros, con todas las aberturas saturadas de carne».


Pleroma

Ángel Zapata Pepitas de Calabaza: Logroño, 2023 96 págs.

Un riguroso pensar surrealista Por Javier Sáez de Ibarra Esta obra de Ángel Zapata es extraordinaria, descomunal; capaz de exponer un pensamiento de hondura filosófica con la ambición de una propuesta total, mediante el uso de un grupo de aforismos que son además metáforas surrealistas en cada página: «El engreimiento y las genuflexiones coinciden en género y número»; «Los enterrados bajo los escombros abuchean a las aves de paso». Es posible comprender su lógica rigurosa; aunque no sin el concurso de nuestra inteligencia lectora e imaginación que sepan ir más allá de la literalidad. Lo que resulta una aventura maravillosa para el gozo de leer y pensar. Zapata nos muestra la mediocridad de una vida hecha de renuncias y mentiras, conformismo y vileza: «Retales de personas pasan el día saludándose de ventana a ventana»; «No sobreviviremos mucho más tiempo en esta dejadez extrema, los antiguos ardores entran y salen sin ningún propósito de horribles túneles ferroviarios. Las ideas lascivas han perdido la fuerza del número y no tenemos otro instrumento fiable para orientarnos en la oscuridad»; «Para trucar la báscula de lo admisible se contratan sicarios». Denuncia una existencia sojuzgada por un poder omnímodo que prohíbe, reprime y, si ofrece un alivio, solo refuerza la dominación: «En un descuido, los ojos del paisaje se llenan de deseo y hay que sacrificarlos»; «A vuestra espalda brilla el palacio de ópalo donde las Grandes Efusiones cumplen condena»; «Desde primeros de año, los desempleados del fondo del mar subirán gratis en las montañas rusas». En especial, la sexualidad, el cuerpo en definitiva, ha de ser contenida: «Sin un motivo, se declara ilegal la compulsión a restregar la pelvis contra los muslos de las mezzosopranos o de los marineros con voz grave». Ni la filosofía ni la ciencia ofrecen alternativas: «Las más arduas controversias teóricas les niegan el saludo a

las neblinas que nos sucederán». Asimismo, denuncia la inanidad de nuestra ética acomodaticia: «La Causa de los débiles vuelve del bosque trayendo una cesta de moras». Su análisis toma la religión cristiana como centro de su crítica, una fe barrida por la historia: «La costumbre piadosa de pedirle un autógrafo a Jesús en el instante del Descendimiento está peor vista cada día». Los aforismos sorprendentes, perturbadores y que no eluden provocarnos presentan una filosofía nihilista en la línea de Schopenhauer, Beckett o Cioran. La existencia humana es presentada como un mal: «Todo lo que reniega de existir me es afín de un modo u otro»; «La cara más afable de la luna ilumina suicidios embrionarios». El vacío es la única realidad, aunque solo en algunos momentos seamos capaces de reconocerlo: «Da mucho que pensar que el conjunto vacío pase la Pascua en Niza y que a nadie le importe»; «El peso de vivir le alquila dos esquís a las estalactitas, y ahí va: ladera abajo. Por eso este inmenso vacío». Pleroma designa la plenitud previa a la caída en que acontecieron la Tierra y el género humano según el pensamiento gnóstico; de esta postración degradada no hay más redención que la minoritaria vía del conocimiento. Este libro es, él mismo, exposición de un saber que trasciende las apariencias; aunque en muchos momentos cuestione la salvación y asome la tentación casi inevitable de rendirse: «Según pasan los años ya solo hecho de menos un arrepentimiento con vistas a la playa y una pistola de mujer». Con todo, no ceja un atisbo de esperanza: «Nada va a revelarse, no ahora», y la llamada a resistir: «No améis por amar, no améis sino a los grandes vientos». Se constata, he aquí acaso el último sentido de esta obra portentosa, que un anhelo de trascendencia mantiene siempre abierto el corazón humano.

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El ambigú

Las escritas

Olalla Castro Berenice: Córdoba, 2022 112 págs.

La voz de las mujeres Por Alberto García-Teresa Originalísima propuesta de Olalla Castro (Granada, 1979) este espléndido libro de poemas en prosa. Cada uno del medio centenar de sus textos aporta la visión de una escritora relevante o de un personaje mitológico femenino. La intención es ofrecer apuntes de su vida desde su propia experiencia, sin la interpretación de los varones que la han narrado. Castro, por tanto, busca reapropiarse de la voz femenina o dejar hablar a quien nunca ha podido hacerlo por haber sido colocada en un lugar secundario de lo privado y de lo público. Así, rompe con la construcción social y moral que ha hecho la tradición patriarcal de esas figuras (símbolos, muchas de ellas, en especial las mitológicas) para amasar y consolidar las estructuras sexistas del mundo. La autora se enfrenta, entonces, al reto de abrir un espacio consciente de las inercias y del lenguaje heredado, de presentar un relato distinto, radicalmente diferente (porque no es una mera opción de perspectivas, sino otro paradigma de enunciación), desmontando el discurso con el cual ha crecido. Eva, Lilith, Casandra, Helena, sor Juana Inés de la Cruz, Jane Austen, Emily Dickinson, Plath, Lorde o Pizarnik son algunas de las mujeres que centran estas páginas. La primera sección del volumen está dedicada a los personajes mitológicos (griegos, básicamente). La segunda, a escritoras, y cada una de sus composiciones reproduce una cita de la literata en cuestión. Frente a las vidas que han sido escritas por los hombres, interpretadas para adecuarse al patriarcado, Olalla Castro les cede su lugar para contarse a sí mismas y explicar su coyuntura. Cada poema, por tanto, se trata de un monólogo que se desarrolla con una dicción cuidada y pulso narrativo en ocasiones, discursivo en otras, pero siempre engarzado mediante oraciones contundentes y sugerentes. Castro incide en la labor de silenciamiento, en

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cómo se ha desplazado el protagonismo de las mujeres desde el lenguaje, la literatura y la Historia. La autora habla de lo particular pero sabe incidir en el andamiaje común que sostiene esa usurpación. Tanto a través del conjunto como a través de cada una de las mujeres y sus textos, la autora remarca la intención y la finalidad de esa suplantación, que es estructural, no algo excepcional. Esos dos caminos (la singularidad de la peripecia de cada mujer y la crítica feminista colectiva) se complementan y discurren entrelazados. Porque, ya sabemos, lo personal es político y la asimilación del patriarcado constituye una de sus herramientas más perversas y eficaces para perpetuarse. Por eso, Castro vuelve a reflexionar, como en varios de sus poemarios anteriores, en la capacidad del lenguaje para construir, presentar y aprehender el mundo. También se revela como una afirmación de la escritura, pues expone razones y objetivos de la práctica literaria y va hilando una potente poética en la segunda parte del libro. En la primera, las historias mitológicas nos remiten a finales trágicos: porque las mujeres no pueden tener finales felices salvo que se ciñan a los mandatos de género. Por esa razón es tan relevante que Castro les permita exponer sus sentimientos, sus ideas y la cadena de sucesos reales donde se han visto envueltas. Y también sus aspiraciones. Estas mujeres hablan desde el dolor, el cansancio y también el resentimiento. Hay ira e indignación en su voz, pero también firmeza y claridad en sus diagnósticos. No son seres resignados a la subordinación, sino sujetos lúcidos que reconocen tanto los moldes que las aprisionan como las líneas de fuga por las que pueden rebelarse. De este modo, Las escritas nos habla de sometimiento, pero también de quien se está despegando de él y, con ello, está formando otro mundo. De hecho, este magnífico poemario termina siendo una poderosa afirmación de resistencia, rebeldía y sororidad que crece desde lo concreto pero que mira a un horizonte común.


Hacia una teoría unificada de la derrota Antonio López Hojas de Hierba: Sevilla, 2023 90 págs.

Los efectos reparadores del fuego Por Rocío Rojas-Marcos Hacia una teoría unificada de la derrota ha titulado el poeta Antonio López su nuevo poemario, publicado por Hojas de Hierba en la colección Outsiders, y ese es el camino que adopta el poeta desde el primer verso hasta la última página de un libro sólido en su estructura, sólido en su posición y en el deseo de zarandearnos a cada palabra. Antonio López escribe desde lo más profundo de un hoyo en el que la voz poética nos dice que ha tocado fondo. Amortiguada por la distancia nos llega como un grito en sus últimos estertores, o como un susurro que no se termina de oír bien, o como un pensamiento muy antiguo, muy escondido. El libro va arropado por un prólogo que firma el también poeta Juan Álvarez, quien nos propone adentrarnos en la poética de López para aprender a darnos el lujo de saber cómo se pone la vida patas arriba y poder comenzar de nuevo desde el vacío más absoluto. El vacío de las manos con las palmas vueltas, en posición de desamparo y vulnerabilidad, pero no por eso hueras, sino todo lo contrario, manos capaces de escribir los versos más dolientes. En su estructura el poemario se compone de un preludio inaugural, una coda final y entre ambas secciones, tres movimientos poéticos sobre los que discurre el mundo propio de este singular autor. «diván de vivos y muerto, elegía por una mujer de la limpieza suicida y hacia una teoría unificada de la derrota», todo en minúsculas, sin signos de puntuación ni marcas de lectura, nada que imponga una restricción más allá de la que surja entre el lector y cada uno de los versos. Así son esos tres movimientos de Antonio López, sinuosos y liberadores en la forma, pero profundamente crueles en el fondo. Asfixiantes. Empezar a leer Hacia una teoría unificada de la derrota supone abrir las puertas de un hiperespacio que nos transporta de un verso a otro, sin mediar distancia,

a un espacio completamente ajeno al que nos rodea, al menos para esta lectora sorprendida de que al comenzar a leer de repente mira a su alrededor y ya no están las calles de su ciudad, por la ventana ya no ve las mismas copas de naranjos conocidos, sino una suerte de Norteamérica urbana, una sucesión de no lugares de los que nos habló Augé. Y ahí radica la universalidad de la poética de Antonio López. Un autor que es capaz de hablar de desolación, de pobreza, esfuerzo, superación, muerte o batalla diaria desde su Sevilla natal travestida de ciudad del medio oeste americano, de esas que en las películas tienen el color rojizo del ladrillo, calles con semáforos colgando de cables sobre el cruce y carteles anunciado un motel de carretera con la piscina vacía y la máquina de hielo del pasillo iluminada para no tener nunca el güisqui sin un cubito flotando. Con el poema «cuarto de milla» nos trasladamos a un hipódromo, vemos hacer apuestas a nuestro alrededor, oímos los gritos de ánimo, sufrimos por ganar, todo simplemente es evocado: «yo estaba jugando / según me contó / mi padre / el papel / de ese caballo / cuarto de milla / que es azotado / para romper / el ritmo / de la carrera / y que termina siendo / rebasado / por sus adversarios / por todos sus adversarios / antes de cruzar / la línea de meta». La realidad transfigurada en estos versos se condensa, la respiración se agobia y el aire parece que falta a nuestro alrededor al ir leyendo estos versos breves que nos susurran la verdad que contienen. Por terminar, la coda que pone el punto final a esta obra adopta la forma de apuesta, de desiderata lanzada al aire para verse cumplida alguna vez: «y aprenderé a contar en un solo verso lo que a cualquiera le hubiera costado todo un poema y en un solo poema conseguiré decir lo que a otros les llevaría la vida entera y correrá el rumor de una verdadera poesía inundando las calles del infierno y será una victoria por pequeña que sea». Se trata, por tanto, de una obra singular, nacida desde la profundidad de ese hoyo al que antes hacía referencia, pero escrita buscando el sol que se intuye al mirar hacia arriba. Ahí se sitúan estos poemas: reconociendo la derrota, pero mirando hacia delante.

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El ambigú

No todos volvimos de Troya Maru Bernal Reino de Cordelia, 2022 128 págs.

Desmitificar poéticamente el mito Por María José Bruña Bragado No es fácil volver a los clásicos porque «no siempre la historia coincide con el mito». Es, entonces, tarea ardua la de encarnarlos, rescatarlos, modernizarlos, hacerlos vivos. Y lo es más, si cabe, en poesía. Lo que tenemos en No todos volvimos de Troya, sin embargo, es poesía. Y poesía verdadera. Se quiere contar lo menos heroico de los mitos y se incide en el hecho de que no siempre se regresa habiendo superado todos los obstáculos. Y a veces ni siquiera se emprende el viaje. Se relatan, en un verso libre con ritmo bien marcado a través de hipérbatos y aliteraciones, la derrota, los fallos, lo irresuelto, los defectos, las otras posibilidades que no nos contaron, que pudieron, o no, suceder. Y es que, según Henry Miller, «los griegos convirtieron en mitología una realidad que era demasiado grande para su comprensión humana». Obnubilados por el mito, a veces olvidamos que este ha nacido de la realidad. Dividido en tres secciones de elocuentes títulos —«In illo tempore», «De viejas culpas y nuevas redenciones» y «Homérico Mediterráneo»—, el poemario propone una mirada lúdica y desmitificadora, fresca, irreverente y amena a la mitología clásica. En caso alguno la erudición o culturalismo lastran. Antes bien, el conocimiento es sustancia y vértebra del libro sin que se sienta su afán pedagógico. La que lee, el que lee puede adentrarse en la propuesta cómo y hasta dónde quiera y quedarse con la pura narratividad de las historias que constituyen este fresco heterodoxo, o ahondar en sus matices, sus detalles: lo pequeño. Puede incluso impregnarse sin más de la sonoridad de un lenguaje coloquial que choca con el alto y en que se prescinde de los verbos para poner el énfasis en la imagen a través de sintagmas nominales impresionistas. El léxico está delicadamente escogido por su precisión y por su poder evocador y visual para proyectarse más allá sin estridencias, con

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rotundidad, a través, también, de la adjetivación y de metáforas, medidas, que no llegan casi nunca a la exuberancia, contenidas. En ocasiones existe también un premeditado gesto anacrónico —Lorca, Cunqueiro, Racine— y casi siempre late en el fondo la burla o sátira, el reverso paródico. Con frecuencia, el último verso resignifica todo lo anterior —«La primera migrante fue Europa»; «ninguna ley era tan divina / como para dejarse la vida / en el intento». Europa, Teseo y Ariadna, Orfeo y Eurídice, Dánae, el minotauro, Elena, Antígona no pueden resultar más cercanos porque el deseo, la culpa, la rebeldía, los celos, la vergüenza, la venganza, el odio y la fatalidad del destino al que los conduce su parte más humana no se nos escapa. En estos versos se apresa el fulgor y su envés desde un lenguaje que, a un tiempo, nos interpela y recuerda que para que haya luz, debe haber sombra. El encadenamiento de poemas es como una sucesión de cuadros vivos, dramáticos, que se centran, a través de la metonimia, en un episodio mínimo de un mito determinado: en un gesto, un momento, una impresión o sensación. Los mitos quieren liberarse de lo trágico y a veces, solo a veces, lo consiguen. Lo intenta Edipo, se sugiere para Antígona, igualmente para Casandra o para Creúsa. También para una desenvuelta Penélope. O un Odiseo que tiene el deseo de «sentar la cabeza». Invito, con entusiasmo, a la lectura de este mural que observa de cerca y de lejos lo ominoso y lo espléndido, a la Medusa y a Helena, y que propone, siempre al sesgo y desde la sabiduría popular, una mirada a la encarnadura, a lo más tierno y ferozmente humano de nuestra tradición, a la manera de contarnos que hemos aprendido.


Recomendaciones de Quimera Astoria

Ángela Tabuenca-Meroño Funambulista, 2023

Astoria es la primera novela de la escritora murciana Ángela TabuencaMeroño y debería ser uno de los mejores estrenos de la temporada. A medio camino entre los escenarios de Sicilia y la localidad de Astoria, en la costa norteamericana, Lucía, se encuentra de frente con un secreto familiar que cambia radicalmente su vida. Una novela intensa, inteligente y con un estilo que llama la atención desde la primera página. Conviene seguir a esta escritora, porque estamos seguros que esta obra es sólo el principio de una carrera de prestigio.

Lady Susan

Jane Austen Montesinos, 2023

Hay que agradecer a la editorial Montesinos que recupere este clásico, obra temprana de la inmensa escritora Jane Austen que no se publicó hasta casi ochenta años después de su escritura. En esta novela epistolar, Jane Austen se aleja de sus tradicionales personajes femeninos para dibujar una mujer hermosa, inteligente, ingeniosa y astuta que rompe los estereotipos de la época y a la que el lector actual, a pesar del final moralista de la obra (en la época no hubiera sido posible otro), no vacila en salvar. Una novela singular en la obra de Austen que merece ser reivindicada.

Elizabeth Finch Julian Barnes Anagrama, 2023

Hay personajes que perduran en nosotros no como proyectos acabados, sino todo lo contrario: como semillas que esperan el momento oportuno para germinar en nuestras manos. Esta es la mujer que protagoniza esta novela. Elizabeth Finch es un personaje complejo, poliédrico, seductor, siempre sugerente y estimulante. Alguien que nos hace cuestionar lo que nos rodea con una simple frase. Una invención real, otra más, del maestro Julian Barnes.

El mar vivo de los sueños despiertos Richard Flanagan Piel de Zapa, 2023

La apuesta por la publicación de libros singulares y de calidad que está haciendo Piel de Zapa obtiene uno de sus frutos maduros con esta novela de Flanagan (premio Booker por El camino estrecho al norte profundo). En ella se narra la historia de una madre que desea morir frente a la tenacidad de sus hijos por mantenerla viva en un mundo donde todo (incluso los miembros de las personas) va desapareciendo. Narrada con un lenguaje novedoso, que incluso en ocasiones fuerza la sintaxis, Flanagan escribe una parábola sobre la paradoja moral, tan actual, de conservar a la fuerza lo que quiere desaparecer mientras se descuida lo que se debería preservar.

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Recomendaciones

El infierno comunica Raúl Aragoneses De la luna libros, 2022

Gran primer libro de microrrelatos del autor merideño Raúl Aragoneses. Un libro orgánico repleto de juegos metaliterarios en los que se asienta su estructura, que van desde la esfericidad de la apertura y el cierre hasta utilizarse a sí mismo como material literario, pasando por los a veces velados, evidentes otros, homenajes a los grandes maestros de la literatura. Autores como Aragoneses sitúan al género en el lugar que se merece, prueba de ello es su reciente mención honorífica en el I Premio Iscariote al mejor libro de microrrelatos publicado en España en 2022.

Pleroma

Ángel Zapata Pepitas de Calabaza, 2023

La última obra de Ángel Zapata debía de ser también la más soberbia y desconcertante. Se diría que Zapata ha ido avanzando desde los tiempos de Las buenas intenciones o La vida ausente hacia los límites de la narrativa. En Pleroma encontramos un género híbrido, cercano al aforismo o la poesía en verso, filtrada siempre por una mirada surreal que no esconde los temas que más le preocupan: el vacío, el absurdo cotidiano. Magnífico libro: amplio, soberbio e inclasificable.

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No callar. Crónicas, ensayos y artículos. 2000-2022 Javier Cercas Tusquets, 2023

Cercas en estado puro: fresco, sugerente, contradictorio, apasionado, dubitativo, único. Esta recopilación de artículos lo confirma como el animal narrativo, y vivencial, que es. Un todoterreno que no se ocupa de nada que no le concierna. ¿De qué otra forma se puede escribir si previamente no hemos interiorizado hasta lo más profundo nuestras preocupaciones? Si él es uno de nuestros escritores más internacionales, más relevantes fuera de España, bienvenido sea. Estamos en buenas manos.

Autobiografía con objetos Fernanda García Lao Kriller71, 2022

La autora argentina nos sorprende con una autobiografía un tanto personal. Utiliza los objetos que han sido importantes en su vida —desde la cuna hasta la maleta que utilizó para cruzar el océano, pasando por otros objetos sentimentales que le marcaron, como un pequeño piano— para reconstruir su existencia. El tono poético de cada texto breve no desmerece la intensidad que impregna cada uno de ellos, convirtiéndolos en pequeñas joyas literarias que apoyan al todo.



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