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44 45-46 47-52 La vida breve Los pescadores de perlas El castillo de Barba azul Einstein on the Beach
antoRchas de huesos Rotos
Teresa Susmozas
. i. Bosque noctuRno Ira, Irina, separa muy despacio su espalda de mi espalda. Retira el edredón —estampado de espirales negras sobre fondo blanco—. Me deja sola en el cuarto sin luz. Se marcha y sus articulaciones crujen. Algo retumba como suelto dentro de ella. Ira tiene los huesos frágiles como los de un pájaro, el esqueleto de sus alas lleno de fisuras. Y es sólo una niña.
No, no te vayas, le digo. Mi voz condensada en las sombras de esta habitación. Doce baldosas de largo, diez de ancho. La cama junto a la ventana negra, la puerta bien cerrada. Mis vestidos colgados sobre clavos en las paredes; frente a mi silueta horizontal, un armario vacío con doble puerta de espejo. No te vayas. Pero ella camina sonámbula hacia ese bosque nocturno donde hay árboles altos de hojas dentadas, un cielo constelado de huracanes. Se escapa para reunirse con los otros niños. Los que son como ella. Los que tienen la boca partida de tanto forzar la risa, de parecer tranquilos y hasta un poco felices, de fingir que se creen las mentiras que les cuentan.
Si Ira está rota es porque su madre la aprieta demasiado fuerte, casi hasta fracturar sus huesos. La asfixia. Y cuando de pronto despierto y no está conmigo, sé que ha ido a buscar sus dedos, sus tiernas costillas, cada parte de sí misma que sólo ella puede recomponer. En el bosque, con los otros niños, reorganiza su rostro fragmentado. Juntos intentan recuperar el llanto que no les sale de la boca hecha añicos. Rodeados de árboles, muy cerca de un lago, se toman las manos dislocadas y gritan. Sus chillidos hacen girar vertiginosas a las estrellas: un pequeño huracán por cada pequeña furia contenida; un remolino desatado por cada niño roto. Y se lamen los rasguños sintiendo el regusto áspero de su sangre en el paladar.
A Ira su sangre le sabe tan agria que, al pie de un árbol, se deleita relamiéndose. Y seguiría escarbando con su lengua, más y más profundo, si el viento no le enredara el largo pelo castaño. Con violencia y hacia atrás, el viento casi le arranca el pelo, e Ira siente más velocidad que si la dejaran correr libre. Una sensación de estar como a punto de desvanecerse. Instante en que se le pliegan los párpados y la domina un llanto aterrado, casi silencioso. Y que, desde el vacío de su estómago, desemboca en una carcajada incontrolable.
Mientras Ira está lejos y llora o ríe, sufro terror nocturno, insomnio incurable. Parece como si un montón de pájaros me escarbaran por dentro, intentando arrebatarme algo que llevarse a sus nidos. Y escucho una voz que me ordena en lo oscuro: no te muevas, quédate quieta.
Entonces llamo a Ira. Con esa voz ajena, distante, que no parece salir de mi boca, le exijo que ocupe su hueco en la cama. Pero no me escucha. No quiere. Prefiere seguir lejos. Piensa que en el bosque está a salvo de todo. Pero no es verdad. A salvo no se está en ningún sitio.
II. Antorchas de huesos rotos
En el silencio acolchado y negro de mi cuarto, algo golpea fuerte muy cerca de mi cabeza —apenas a medio metro de la cama—. Dentro del cajón de la mesilla, retumba. Ira no está. Y retumba. ¿Por qué me ha dejado sola?
No sabe que a ese bosque donde escapa, van también otros niños que no tienen intención de recomponer sus fisuras. Se recrean en el aspecto deforme de sus rostros. Y destrozan todavía más al resto, arañándolos con sus uñas descuidadas. Quisieran mutilarlos, como hacen con ellos los terrores de sus padres. Si son niños crueles es porque han hecho cosas atroces con ellos. ¿Quién podría culparlos?
Y cuando más aterrada estoy, Ira regresa con temblor de pájaro y repiqueteo de huesos partidos. Me dice que, en las noches del bosque, esos niños son los que encienden la hoguera alta, aullando como lobos cuando consiguen prender el fuego. Saltan a su interior y la hoguera crece. Llega hasta las copas de los árboles, que dejan caer sus hojas como cuchillas. Todo se vuelve vértigo mientras se funden. Parecen de cera, arden. Son antorchas de huesos rotos, digo. Pero Ira no entiende por qué hacen eso. Yo le explico que es porque los ojos siempre se salvan de cualquier incendio. Y lo demás no importa. Lo que es ceniza ya no duele. Y en las pupilas, aun con los párpados dormidos, todo queda grabado. Ya nada lo borra.
Ahora, la mirada de Ira brilla en lo oscuro. Siento que desea el fuego. Y me aterra pensar que por querer salir de su jaula de pájaro —coserse el esqueleto ella sola—, se vuelva
Tere Susmozas (Madrid) es autora del libro de relatos Terrestre océano (Torremozas, 2015). Su trabajo como cuentista ha sido galardonado en el XVII Premio Internacional de Relato Julio Cortázar (2014), entre otros, y recogido en diversas publicaciones y antologías como Relatos 03 (Tres rosas amarillas) y La carne despierta (Gens Ediciones).
cruel consigo misma. A veces la he visto cortando sus vestidos con unas tijeras demasiado grandes para sus manos. Si se volviera como los niños del bosque, no habría tragedia que le borrase la sonrisa irónica de su boca destrozada. Por eso le digo que el fuego tiene sus peligros: el humo enceguece a los pájaros. Y ella golpea. Golpea con su puño en la almohada blanca, muy cerca de mi cabeza. ¡Estate quieta y duerme!, grito. Pero ella sigue hablándome de las llamas. Y siento tanto calor que mis sábanas parecen el centro de la hoguera. Crecen. Forcejeo con el fuego. Le araño la cara a Ira. Le muerdo la boca hecha añicos, donde sé que duele. Y la arrojo a patadas de la cama. Ella se agarra a las espirales del edredón, como en el bosque nocturno se enredan las estrellas con el aire. ¡Vete, Ira, vete si quieres! ¡Déjame en paz con mi miedo a los ruidos!
Y se marcha, al fin, fingiendo que es sonámbula.
III. Vivo y encerrado
La oscuridad no se mueve. Late. La noche palpita. Los espejos del armario vacío parecen dos lagos abisales. Algo sigue retumbando muy cerca de mí. Es algo vivo. Quiere salir y golpea. Está encerrado, golpea.
Podría abrir el cajón de la mesilla de noche. Si lo hago, tiraré del cordel que estrangula al pequeño gorrión que hay dentro. Y encontraré un pájaro ahogado, con el cuerpo aún caliente, los ojos muy abiertos, recorridos por diminutas lombrices rojas. Por eso me estoy quieta, ¿lo estoy? Mi cama ya no es la hoguera que ha prendido Ira. Ahora da vueltas y más vueltas en el cielo del bosque nocturno. Puedo sentir los árboles a pocos palmos bajo mi cuerpo, queriendo abrazarme con sus afiladas copas.
Para dejar de escuchar eso que golpea, para dejar de sentir este vértigo atroz, a gritos llamo a Ira. ¡Vuelve, Ira, vuelve! Y cuando con más angustia chillo, siento otra vez su espalda contra la mía. No ha hecho caso del fuego y se ríe; se ríe de mí. Me dice que algún día acabaré como esos otros niños del bosque. Los que en vez de lanzarse a la hoguera prefieren colgarse de la rama de un árbol. Con una soga gruesa, colgarse y permanecer así, toda la noche, partiéndose el cuello. Pero es inútil, dice Ira. Nunca dejan de ser lo que son: niños con los pies colgando. Niños cobardes que podrían decir muchas cosas, pero a los que nadie presta atención, aunque los vean quedarse sin aliento.
Ira es pequeña, pero no se equivoca. Yo me siento así muchas veces, como dando inútiles patadas al aire, sin poder ni siquiera echarme a llorar porque ya no soy una niña. Me pregunto si será también tarde para hacerme del todo pedazos. Pero Ira nunca contesta, vuelve al bosque. Sus noches son un ir y venir, las mías este miedo que crece y decrece, a tenerla aquí, a sentirla lejos, a que su presencia me obligue a hacer recuento de mis huesos rotos. ¡Nada Ira, huye de la hoguera y nada en el lago! ¡Nadar te pondrá fuerte!, le grita mi voz, aunque yo sé cuánto odia el agua.
IV. El lago de los insomnes
Cuando la claridad araña torpemente contra la ventana, el ruido del cajón cesa. Se detiene como el corazón de un muerto. El silencio cae sobre el edredón que me cubre. Me enreda el largo pelo castaño. El silencio me ordena que me esté quieta y muy quieta echo de menos a Ira.
Por mis pies húmedos intuyo que me ha obedecido: nada en el lago de los niños insomnes. Se habrá lanzado a él desnuda. Y como una submarinista experta, se sumergirá al fondo de todas sus lágrimas. Muda, sin temor ni patetismo, hasta ahogarse. Porque Ira se deja morir noche tras noche. Y cuando ya está posada en el fondo, justo antes de que su cuerpo comience a enfriarse, pequeños peces rojos golpean sus párpados. Ella abre mucho los ojos. ¡Despierta, Ira! Y emerge, deja de ser sonámbula.
Sé que cualquier mañana, al salir del lago, ya no será tan niña. Su madre le enseñará a pintarse los labios, quiera o no, y así parecerá menos fracturada su boca. Mientras tanto, la espero. Me gusta recibirla cuando llega empapada diciendo: Irina, ya estoy aquí. Y dormirnos, espalda contra espalda, al tiempo que me habla de cosas de niños, de hogueras que llamean en el interior de un bosque o árboles que resisten a todos los huracanes. ·