Quimera Revista de Literatura | Número 363 | Octubre 2015

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Antorchas de huesos rotos Teresa Susmozas

. I. Bosque nocturno Ira, Irina, separa muy despacio su espalda de mi espalda. Retira el edredón —estampado de espirales negras sobre fondo blanco—. Me deja sola en el cuarto sin luz. Se marcha y sus articulaciones crujen. Algo retumba como suelto dentro de ella. Ira tiene los huesos frágiles como los de un pájaro, el esqueleto de sus alas lleno de fisuras. Y es sólo una niña. No, no te vayas, le digo. Mi voz condensada en las sombras de esta habitación. Doce baldosas de largo, diez de ancho. La cama junto a la ventana negra, la puerta bien cerrada. Mis vestidos colgados sobre clavos en las paredes; frente a mi silueta horizontal, un armario vacío con doble puerta de espejo. No te vayas. Pero ella camina sonámbula hacia ese bosque nocturno donde hay árboles altos de hojas dentadas, un cielo constelado de huracanes. Se escapa para reunirse con los otros niños. Los que son como ella. Los que tienen la boca partida de tanto forzar la risa, de parecer tranquilos y hasta un poco felices, de fingir que se creen las mentiras que les cuentan. Si Ira está rota es porque su madre la aprieta demasiado fuerte, casi hasta fracturar sus huesos. La asfixia. Y cuando de pronto despierto y no está conmigo, sé que ha ido a buscar sus dedos, sus tiernas costillas, cada parte de sí misma que sólo ella puede recomponer. En el bosque, con los otros niños, reorganiza su rostro fragmentado. Juntos intentan recuperar el llanto que no les sale de la boca hecha añicos. Rodeados de árboles, muy cerca de un lago, se toman las manos dislocadas y gritan. Sus chillidos hacen girar vertiginosas a las estrellas: un pequeño huracán por cada pequeña furia contenida; un remolino desatado por cada niño roto. Y se lamen los rasguños sintiendo el regusto áspero de su sangre en el paladar. A Ira su sangre le sabe tan agria que, al pie de un árbol, se deleita relamiéndose. Y seguiría escarbando con su lengua, más y más profundo, si el viento no le enredara el largo pelo castaño. Con violencia y hacia atrás, el viento casi le arranca el pelo, e Ira siente más velocidad que si la dejaran correr libre. Una sensación de estar como a punto de desvanecerse. Instante en que se le pliegan los párpados y la domina un llanto aterrado, casi silencioso. Y que, desde el vacío de su estómago, desemboca en una carcajada incontrolable.

Mientras Ira está lejos y llora o ríe, sufro terror nocturno, insomnio incurable. Parece como si un montón de pájaros me escarbaran por dentro, intentando arrebatarme algo que llevarse a sus nidos. Y escucho una voz que me ordena en lo oscuro: no te muevas, quédate quieta. Entonces llamo a Ira. Con esa voz ajena, distante, que no parece salir de mi boca, le exijo que ocupe su hueco en la cama. Pero no me escucha. No quiere. Prefiere seguir lejos. Piensa que en el bosque está a salvo de todo. Pero no es verdad. A salvo no se está en ningún sitio. II. Antorchas de huesos rotos En el silencio acolchado y negro de mi cuarto, algo golpea fuerte muy cerca de mi cabeza —apenas a medio metro de la cama—. Dentro del cajón de la mesilla, retumba. Ira no está. Y retumba. ¿Por qué me ha dejado sola? No sabe que a ese bosque donde escapa, van también otros niños que no tienen intención de recomponer sus fisuras. Se recrean en el aspecto deforme de sus rostros. Y destrozan todavía más al resto, arañándolos con sus uñas descuidadas. Quisieran mutilarlos, como hacen con ellos los terrores de sus padres. Si son niños crueles es porque han hecho cosas atroces con ellos. ¿Quién podría culparlos? Y cuando más aterrada estoy, Ira regresa con temblor de pájaro y repiqueteo de huesos partidos. Me dice que, en las noches del bosque, esos niños son los que encienden la hoguera alta, aullando como lobos cuando consiguen prender el fuego. Saltan a su interior y la hoguera crece. Llega hasta las copas de los árboles, que dejan caer sus hojas como cuchillas. Todo se vuelve vértigo mientras se funden. Parecen de cera, arden. Son antorchas de huesos rotos, digo. Pero Ira no entiende por qué hacen eso. Yo le explico que es porque los ojos siempre se salvan de cualquier incendio. Y lo demás no importa. Lo que es ceniza ya no duele. Y en las pupilas, aun con los párpados dormidos, todo queda grabado. Ya nada lo borra. Ahora, la mirada de Ira brilla en lo oscuro. Siento que desea el fuego. Y me aterra pensar que por querer salir de su jaula de pájaro —coserse el esqueleto ella sola—, se vuelva


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