Quimera Revista de Literatura | Número 489 | Septiembre 2024

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ColaborAN en este número:

José Abad, Esther Andradi, Asís Ayerbe, Bel Carrasco, Joaquín Cebamanos, Franco Chiaravalloti, Correio da Manhã, Rodrigo Fernández, Albert Ferrer Flamarich, Humberto Franco de León, Moisés Galindo, Blanca García Martí, Alberto García-Teresa, María Ángeles Herrera, Iván Humanes Bespín, Toni Iturbe, Verónica Nieto, Ángel Olgoso, José Antonio Olmedo López-Amor, Pilar Pedraza, Juan Peregrina Martín, Agustín Pérez Leal, Marta Polo Ysalgué, Domingo Ródenas de Moya, Scott Rodgerson, César Rodríguez de Sepúlveda, José Ignacio Fernández Dougnac, José de María Romero Barea, Hélène Scarbonchi, Dionisio Seissus, Eduardo Suárez Fernández-Miranda, Gustavo Vega Mansilla. Imagen de portada:

Scott Rodgerson (Unsplash) EditoR: Miguel Riera DirectorES: Fernando Clemot, Álex Chico, Ginés S. Cutillas y Jordi Gol JEFE DE REDACCIÓN: Jordi Gol Diseño: Xavier Balaguer Maquetación y cubierta: Jordi Gol Corrección: Cinta Moreso Galiana Web y redes sociales: Eva Díaz Riobello ISSN: 0211-3325 DL: B 38779 /1980 Edita: Ediciones de Intervención Cultural S. L. C/Juan de la Cierva, 6. 08339 - Vilassar de Dalt (BCN) 937 550 832 www.revistaquimera.com redacciondequimera@gmail.com publicidad@revistaquimera.com pedidos@edic.es Imprime: Gráficas Gómez Boj

QUIMERA. REVISTA DE LITERATURA – Septiembre 2024

Se acaba el verano y encaramos un nuevo curso escolar con las pilas cargadas y los ánimos prestos para enfrentarnos a viejos retos y nuevos desafíos. Pero aún quedan días largos y cálidos y queremos disfrutarlos con una propuesta ecléctica y de calidad que incluye diálogo, creación y reflexión sobre un mundo, el literario, que nos sigue entusiasmando y al que seguimos brindando con pasión nuestro esfuerzo y dedicación. Por ello, comenzamos con un buen puñado de entrevistas: al crítico literario Domingo Ródenas de Moya, al escritor y colega de la revista Librújula Toni Iturbe, al novelista mexicano Humberto Franco de León, al cuentista argentino Franco Chiaravalloti, a la narradora manchega Pilar Pedraza y a Hélène Scarbonchi, viuda de Julián Ayesta, el autor de esa pequeña joya literaria que es Helena o el mar de verano. En los apartados de creación contamos con un relato que nos adelanta el próximo volumen de cuentos del chileno Dionisio Seissus, con microrrelatos inéditos de nuestro compañero de redacción Iván Humanes Bespín y con los potentes y enigmáticos poemas visuales de Gustavo Vega Mansilla. Nuestros colaboradores habituales José de María Romero Barea, José Antonio Olmedo López-Amor y Moisés Galindo nos proponen tres interesantes ensayos sobre Azorín, la excentricidad expresiva como disidencia intelecto-artística y el lenguaje literario de Humberto Maturana, respectivamente. Y, como siempre, reseñas sobre novedades editoriales, otra entrega del cómic La letra suicida, de Miquel Rof, y nuestras recomendaciones. ¡Un número de lo más refrescante! JORDI GOL - JEFE DE REDACCIÓN Y CODIRECTOR DE QUIMERA

El salón de los espejos

El ambigú

Entrevista a Domingo Ródenas de Moya – 4

Juan Peregrina Martín: Cúbit, de Vicente Luis Mora – 51

Entrevista a Toni Iturbe – 10

Ángel Olgoso: La novena, de Miguel Arnas Coronado – 52

Entrevista a Humberto Franco de León – 13

Esther Andradi: La elegida del mar, de Romina Tumini – 53

Entrevista a Franco Chiaravalloti – 15

José de María Romero Barea:

Entrevista a Pilar Pedraza – 19

Mejor hoy que mañana, de Nadine Gordimer – 54

Entrevista a Hélène Scarbonchi – 23

La vida breve Dionisio Seissus. Día once – 29 Derechos reservados. Prohibida la reproducción total o parcial de este número, sea por

Los pescadores de perlas

José Abad: 1984, de George Orwell – 55 Moisés Galindo: Baumgartner, de Paul Auster – 56 María Ángeles Herrera: Misteriosa madre, de Ángel Fábregas – 57 Albert Ferrer Flamarich: Antologia sentimental de la música catalana, de Joan Magrané – 58

Microrrelatos inéditos de Iván Humanes Bespín – 32

Alberto García-Teresa: venero, de Nares Montero – 59

Quimera no retribuye las colaboraciones. Los

El castillo de Barba Azul

Incisiones, de Pedro López Lara– 60

colaboradores aceptan que sus aportaciones

Poemas visuales de Gustavo Vega Mansilla – 34

medios mecánicos, químicos, fotomecánicos o electrónicos, sin la autorización del editor.

aparezcan tanto en soporte impreso como en digital. La redacción no devuelve los origina-

César Rodríguez de Sepúlveda: José Ignacio Fernández Dougnac: Los lugares comunes, de Virgilio Cara Valero – 61

les no solicitados ni mantiene corresponden-

Einstein on the Beach

cia sobre los mismos. La revista no comparte

José de María Romero Barea.

La noche que a Eddie Felson le rompieron los dedos,

El enigma Azorín – 39

de Sandro Luna – 62

necesariamente las opiniones firmadas por sus colaboradores. Esta revista ha recibido una ayuda a la edición del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte.

José Antonio Olmedo López-Amor.

Agustín Pérez Leal:

Motivos y resortes de una exopoética. Excentricidad

Cómic

expresiva como disidencia intelecto-artística – 41

La letra suicida. Miquel Rof – 96

Moisés Galindo. Algunas reflexiones sobre el lenguaje(ar) en Humberto Maturana – 48

Recomendaciones 3


E l s a l ón d e l o s e s p e j o s

Entrevista a Domingo Ródenas de Moya Texto: Blanca García Martí Fotografía: cedida por el entrevistado ©

Domingo Ródenas de Moya (Cehegín, 1963) es catedrático de literatura española y literatura hispanoamericana en la Universitat Pompeu Fabra y crítico literario de El País. Autor de Los espejos del novelista (Península, 1998) y Travesías vanguardistas (Devenir, 2010), es además editor de clásicos contemporáneos. Entre sus obras destacan varias antologías sobre prosa y poética vanguardista y sobre la historia de la literatura española del siglo XX. Su último libro, El orden del azar (Anagrama, 2023), es mucho más que una biografía del autor de Literaturas europeas de vanguardia (1925), Guillermo de Torre. Es la vindicación de una época narrada a partir de su figura, eje transversal para comprender la historia cultural, literaria y editorial de España y Argentina desde principios del siglo XX.

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E l s a l ón d e l o s e s p e j o s

Se puede decir que es usted un experto erudito en la vida de Guillermo de Torre: no es la primera vez que se aproxima a su figura y, ahora, recorre su vida como faro o eje cultural e intelectual de una época, desde el Madrid de vanguardia pasando por el Buenos Aires de la revista Sur de Victoria Ocampo y los Borges. ¿Dónde empezó todo? ¿Qué le cautivó del personaje? Mi interés por Guillermo de Torre se remonta demasiado lejos, a los años ochenta del siglo pasado, cuando empecé a trabajar sobre los prosistas casi olvidados de los años veinte y treinta. Entre ellos destacaba Torre por su ubicuidad: te lo encontrabas en todas las revistas, en todas las polémicas, relacionado con las grandes figuras españolas, desde García Lorca hasta Ortega y Gasset, y pronto descubrí que esas conexiones abarcaban nombres internacionales como los de Marinetti o Breton, pero sobre todo latinoamericanos como Huidobro o el mismo Borges. Pero, más allá de su agenda de contactos, Torre me interesó entonces como crítico y reportero de las vanguardias europeas, un crítico militante pero no ciego y un reportero en tiempo real, casi en directo, que informaba con increíble detalle de lo que sucedía en Francia, Italia o Alemania. Descubrir que desde 1920 (a sus diecinueve años) fue amigo de Borges y en pocos años, en 1928, su cuñado, acabó por convertirlo en un personaje irresistible. El libro es más que una biografía. A través del personaje de Guillermo de Torre se alumbra y se recupera el espíritu de un tiempo, una amplísima zona de la cultura literaria y vanguardista del siglo XX; y mencionas que toda esa fragua intelectual pasa por De Torre. ¿Era este el cometido del libro, el pretexto para contar toda una época? Podría decir que sí, que la voluntad de tejer un panorama amplio y dinámico que mostrara la interrelación cultural de la España de entreguerras con Europa y América Latina formó parte del proyecto desde el principio. Eso no significa en absoluto que fuera ese el úni-

co propósito del libro, sino uno de ellos, porque fueron varios que no ha sido fácil compaginar. Uno fue destacar la importancia de De Torre (y en general de los críticos, historiadores, editores, etc.) en la construcción de los sistemas literarios modernos. Otro, contar con abundante información inédita cómo se desarrollaron dos vocaciones literarias arrasadoras y en cierto modo paralelas, las de De Torre y Borges, un desarrollo de fortuna (y talento, claro) divergente y cruzada. Javier Cercas ha dicho que con El orden del azar «descubrimos y llegamos a conocer a ese personaje borroso o difuso para la mayoría». En el libro, De Torre espejea y deviene en figura fascinante: padre del ultraísmo, hombre indispensable en la intelectualidad de la época, figura de la vanguardia, dinamizador cultural, crítico, escritor, poeta, editor de Losada, director de la colección Austral, y secretario e impulsor, junto a otros, de la revista Sur de Victoria Ocampo. En El orden del azar esa neblina prosaica en torno a De Torre que lo limitaba al ultraísta cuñado de Borges, se disipa y da paso a un personaje imprescindible para entender la cultura y las letras de una época. Celebro que comentes ese efecto disipador de la neblina que permite ver más definida la silueta del personaje o, por lo menos, romper la máscara funeraria que inmovilizó y redujo su imagen, en no poca medida alimentada por los silencios y maledicencia de Borges. Sin la actividad plural y múltiple de De Torre no se entiende ni la vanguardia, ni la llamada generación del 27, ni parte de la política cultural de la República, ni, obviamente, la inteligencia exiliada y la lucha por su dignidad y su pervivencia. Pero creo no equivocarme si añado que tampoco se entiende bien la evolución de Borges sin la proximidad, rivalidad y desencuentro con su cuñado. Entre ellos se libra una discusión apasionante a lo largo de los años cuyo eje de rotación es qué y cómo ha de ser la literatura actual, y me refiero tanto a la de los veinte como a la de los cuarenta, es decir a la de su tiempo.

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E l s a l ón d e l o s e s p e j o s

Entrevista a Domingo Ródenas de Moya

De Torre tenía afán y obsesión por lo nuevo, fue un personaje precoz que estaba en el meollo de todo lo que se cocía en Madrid, Europa y Buenos Aires y además emparentado con Borges. «Fue un mocoso, sabiondo y lenguaraz», dices, «cuya vertiginosa juventud parecía reflejar la del nuevo siglo XX»; o «Guillermo había perfeccionado, con pasmosa inconsciencia, el arte de caer mal». Era un tipo audaz, ambicioso, vitalista, zascandil para algunos, comunicador con excelsas habilidades sociales (algunos le invitaban a la moderación). ¿Qué rasgo es el que mejor define a De Torre? Casi todos los que enumeras, porque sería ridículo reducirlo a uno solo. Durante los años de gestación del libro me entrevisté con mucha gente, algunos exalumnos suyos en la UBA o colaboradores editoriales en Losada, y me llamó la atención que varias de esas personas coincidieran en su generosidad, fuera ayudando a estudiantes con pocos recursos o fuera facilitando becas internacionales (por ejemplo, a la futura escritora Sylvia Molloy, a la que envió a París al terminar sus estudios). La sirvienta de la casa, ya fallecida, pero a la que llegué a conocer, recordó cómo, tras la muerte de Guillermo, Norah citó a algunos de sus estudiantes para entregarles unos sobres que él había dejado preparados y que, suponía, contenían dinero. Pero, aparte de este rasgo poco visible de su carácter y de otros que fueron transitorios, como su inmoderado afán de reconocimiento en su adolescencia, el que lo caracterizó siempre fue su profunda devoción hacia la literatura. Como autor, como crítico e historiador, como editor, como conferenciante y profesor, siempre creyó en la grandeza de la literatura como expresión máxima de la contradictoria naturaleza humana, tan hermosa como terrorífica. Vivió, como dijo él mismo, «al pie de las letras», convencido de que eran un refugio contra la barbarie y la inhumanidad. Para Luis Antonio de Villena esta biografía es caudal, y es que El orden del azar exhibe una musculatura trabajada a lo largo de más de doce años, apoyada en una excelsa labor documental y un vasto proceso de investigación. Los datos, las fechas y las anécdotas precisas refrendan la verosimilitud de la narrado, que más allá de resultar académico es ampliamente literario por el contagio del registro y el tono, más próximo a una narración que sigue

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a su personaje protagonista tan de cerca que llegamos a creer que lo conocemos bien. ¿Había una necesidad de alejarse de lo académico para ver de cerca al personaje? Sí, al menos a mí se me impuso como una necesidad la huida de una escritura sujeta a las convenciones y rigideces académicas. Al principio intenté mantener el aparato de referencias bibliográficas, pero crecía como una vegetación que ahogaba el texto y entendí que era innecesario, así es que lo eliminé. Por otro lado, resultaba contradictorio con el registro estilístico y con la estructura temporal que había elegido, porque ambos escapaban a lo que es norma en la investigación convencional. Opté por crear una urdimbre narrativa lo más amena y fluida posible en la que se combinara la información biográfica con la contextual (las peleas alrededor del nacimiento del surrealismo o los pasos indecisos del Borges veinteañero) y que, al mismo tiempo, me permitiera analizar de puntillas algunos documentos curiosos o desconocidos incluso para los expertos en la época. Por otro lado, el soneto barroco que va jalonando los capítulos regresivos sirve para rebajar, desde el desengaño y el escepticismo, la importancia de todos los afanes que ocupan las vidas de Torre y Borges. De Torre fue mucho más que el cuñado de Borges, ambos llevaron caminos paralelos y también divergentes. En el libro te alejas con decoro del salseo entre los cuñados, pero sin duda se atisba el conflicto y la animadversión entre ambos. Para Borges se llevaban a la perfección, porque De Torre era sordo y él ciego: «… él no me oye y yo no lo veo» (de sus conversaciones con Bioy Casares), decía el autor de Pierre Menard. ¿Has llegado a conocer bien qué relación tenían? Creo que sí, aunque entre ellos hubo siempre una especie de acuerdo tácito de no agresión que Torre respetó y que Borges solía incumplir en privado, como puede verse en los diarios de Bioy Casares (ahí está todo el salseo que se quiera) o en el polémico Borges a contraluz de Estela Canto, que, como se sabe, fue pareja de Borges en los años cuarenta. Torre reconoció el talento de Borges desde que lo conoció en 1920 y reseñó sus libros hasta 1936, por cierto con notable perspicacia, aunque la arbitrariedad de los juicios de su cuñado, su anglofilia exclusivista y la preferencia por géneros entonces considerados menores y en cierto modo evasivos, como el fantástico o el relato policial, hizo que pusiera dis-


tancia. Por su parte, Borges, al que no le había hecho ni pizca de gracia que Torre se casara con su hermana Norah, toleró mal el éxito social y profesional de este, aparte de que su leve antipatía inicial fue creciendo alimentada por el carácter algo jactancioso del cuñado. Durante años supieron llevar con cierta elegancia esas diferencias. Téngase en cuenta que desde que Norah y Guillermo llegan a Buenos Aires en 1937, después de salir de España debido a la guerra, vivieron junto a Borges en la misma casa y solo en 1943 se separaron. Fueron los años del lanzamiento de la colección Austral, de la creación de la editorial Losada, del accidente de Borges y sus primeros cuentos extraordinarios (desde el «Pierre Menard…» a «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius»). Todo eso lo vivieron juntos y es posible rastrear en la obra de Borges lo que pudieron ser conversaciones o discusiones domésticas. Este asunto daría mucho de sí. De Torre y Jorge Luis Borges recorren vidas paralelas que convergen y se bifurcan. El libro tiene una estructura muy interesante al respecto puesto que está tramada como una flecha del tiempo que avanza hacia delante, desde principios del siglo XX y hacia atrás, desde la muerte de Guillermo de Torre en 1971, hasta converger en un punto de inflexión, que son los años 1943 y 1944 (Borges se convierte en Borges y Guillermo inicia su «desvanecimiento»). Las vidas y carreras de Borges y De Torre cambian en este punto donde según sus palabras «el azar ordena los destinos de ambos». Háblame de esta estructura y de ese azar que ordenó los destinos. La estructura temporal tal como la describes emana de las vidas de Torre y Borges, que tienen en el bienio 1943-44 un punto de inflexión en sí mismas pero que en ese momento experimentan algo así como una conmutación o intercambio de suertes. Hasta entonces Torre, que fue un trabajador impenitente, se había acostumbrado a obtener resultados, tanto económicos como de prestigio público, de sus esfuerzos como crítico y editor. El peaje que había tenido que pagar había sido la interrupción de su carrera de ensayista, porque desde 1925 no había publicado ningún libro. Sí un sinfín de artículos y folletos, pero no un libro, y en 1943, al fin, publica La aventura y el orden. Borges, por su parte, se había acostumbrado a encajar reveses. El último, en 1942, además fue irónico, porque a él, que se había pasado siete años (desde 1923 a 1930) abogando por una

literatura nacional argentina, se le negó el Premio Nacional porque su primer libro de cuentos, El jardín de senderos que se bifurcan, se consideró poco argentino, un ejemplo de literatura extranjerizante. Y, sin embargo, desde que amplió el libro en 1944 bajo el título Ficciones —título que fue una pequeña contrariedad, porque en principio debía ser solo el epígrafe de una mitad del volumen—, Borges causó admiración y se convirtió en el Borges que conocemos. Aunque su difusión internacional todavía tuviera que esperar casi veinte años. En el libro, mediante la temporalidad progresiva, quería mostrar cómo se habían ido haciendo las vidas de triunfador y perdedor de uno y otro hasta ese bienio. Y en los capítulos que responden a un tiempo regresivo o retrospectivo, pretendía mirar desde la versión definitiva de esas vidas, desde la universidad gloriosa de Borges y desde el desvanecimiento de Torre en la memoria o desmemoria cultural. El azar que fue escribiendo esas vidas, como sucede con la de cualquiera, fue caprichoso, imprevisible, pero, visto desde el final, parece haber obedecido a un orden secreto, a una especie de homeostasis que tiende a equilibrar el sistema. Y, si me lo permites, añadiré otra cosa sobre el título, esta más recóndita: en él hay también un homenaje al pensamiento literario de Guillermo de Torre, puesto que él estaba convencido de que el desarrollo de la literatura depende siempre de los escritores más audaces, de aquellos que se aventuran en terrenos expresivos desconocidos e inciertos, y son los hallazgos azarosos de esos aventureros los que acaban convirtiéndose en parte de nuevo clasicismo o del nuevo orden. El orden del azar alude también, por tanto, a la herencia perdurable que resulta de los gestos creadores más subversivos. La narración que acompaña a De Torre entre Madrid, Buenos Aires, Londres, París, Berlín… es dinámica e incesante, no hay tiempo para el descanso o la monotonía. El ritmo de la prosa es ágil como lo es la cabeza de De Torre, un ritmo que se mueve al son de los acontecimientos y las acciones incesantes, que navega entre la espuma del bullicio literario y la polvareda política. ¿Su intención era plasmar esa cadencia narrativa? Celebro que lo hayas percibido así porque esa cadencia es del todo intencionada. Por un lado quería transmitir el ritmo acelerado que imprimió De Torre a su vida, siempre con varios proyectos en marcha, surtiendo de artículos y reseñas periódicos y revistas, moviéndose

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Entrevista a Domingo Ródenas de Moya

como una lanzadera para tejer una red de contactos intelectuales. Por otro, el tiempo histórico que le tocó vivir fue el del frenesí moderno de las nuevas ideas en al arte, en la ciencia, en la moral, en la política, todo parecía estar agitándose en una convulsión global y él supo consubstanciarse con ese dinamismo sin reposo. En el libro se percibe el hervidero intelectual del Madrid de vanguardia, la fragua donde bulle el cambio y el nacimiento de movimientos literarios con nombres como Gómez de la Serna, Huidobro, Lorca, Tzara o Cansinos Assens entre otros muchísimos. Pero se huele la sangre: «El medio intelectual estaba minado por las rencillas, las vanidades heridas, las envidias y las suspicacias», «denunció el nuevo sistema de “matonismo” incalificable en las relaciones literarias, superando el límite de los libelistas más procaces». Entre la abundancia de creación literaria se intuye un fango literario de pullas y navajas. Lo hubo, por supuesto, como lo ha habido siempre. La arena literaria no es un buen hábitat para conductas bondadosas y franciscanas. Es más bien un excelente conductor de la pulla, la maledicencia, la denostación y todos sus derivados. Justo el año que Torre publicó sus poemas experimentales de Hélices (1923), su admirado Gómez de la Serna escribió una novela, El novelista, donde hablaba de las gentes que denigraban o difamaban y de «sectarios hijos de la gran puta» (esto lo escribió con las iniciales pero se entendía muy bien) por culpa de los que él había decidido irse a vivir fuera de España. Torre chapoteó en ese fango en Madrid, sufrió embestidas y arreó algunas también, por ejemplo contra Cansinos Assens o Gerardo Diego. Lo mismo en Buenos Aires, donde creó alguna situación incómoda a Borges por opinar sin pelos en la lengua sobre Macedonio Fernández o por llamar «atorrantes» (o sea, holgazanes) a los jóvenes escritores porteños. Sin embargo, como secretario de la revista Sur se comportó con inusitada discreción, encajó los bajonazos de los enemigos de Victoria Ocampo y gestionó con notable ecuanimidad las colaboraciones. En medio de una España que arde durante la guerra civil y en una Europa convulsa con el auge de los fascismos, en el ámbito cultural saltan chispas incendiarias acerca de la tesitura de adoptar un compromiso político de un

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lado y de otro; de si la literatura y la cultura deben posicionarse ideológicamente en una España y un mundo divididos. Y en esta maraña inflamada se encuentra Guillermo de Torre, «preocupado por el papel del intelectual en un mundo en zozobra»… Su preocupación por la posición del intelectual en un mundo sombrío y hecho pedazos fue temprana y clara. En un momento en el que se enfrentaban dos formas de totalitarismo político, el fascismo y el comunismo, que aniquilaban la individualidad en favor del pueblo o el proletariado y proponían utopías pesadillescas, Torre defendió la libertad del ser humano concreto y, por tanto, la del artista a la hora de decidir qué expresar y con qué medios hacerlo. En enero de 1936 lo hizo en el diario El Sol y desde entonces no dejó de reflexionar sobre el compromiso y la responsabilidad (conceptos que él diferenciaba) de los escritores, tanto con los problemas de su sociedad como con sus deberes como artistas. Estas reflexiones culminaron en un ensayo de 1951, Problemática de la literatura, que gustó mucho, por ejemplo, a Emil Cioran, pero apenas llegaron a la España franquista como para redirigir la paupérrima literatura social que cundió en los años cincuenta. La de Guillermo y Norah es una historia de amor, de paciencia y admiración mutua, como la de sus dos patrias, España y Argentina. Por Norah, Torre se marcha a Buenos Aires e inicia allí su otra andadura intelectual vinculada a la revista Sur, la editorial Losada y la colección Austral, pero sobre todo como promotor de un puente cultural entre España y Latinoamérica con la publicación de autores españoles como García Lorca. ¿Cómo es Guillermo ya marido de Norah? Háblanos de su evolución desde España a Argentina. En esa evolución casi podrían distinguirse cuatro etapas: la del 1920 a 1927 en España, donde triunfa como agitador cultural y crítico hacia 1925, con Literaturas europeas de vanguardia y coorganizando la exposición de la Sociedad de Artistas Ibéricos en el Retiro de Madrid. Es la época en que funda con Giménez Caballero La Gaceta Literaria y se convierte en colaborador de Ortega en Revista de Occidente. Todo eso lo sacrifica por estar junto a Norah, con la que se casa en Buenos Aires en 1928. Hasta 1932 permanecen en Buenos Aires y, aunque él mantiene cierta presencia en la prensa española, tiene que hacerse un sitio en la industria


cultural argentina, cosa que logra desde Espasa-Calpe, como responsable de difusión y publicidad, y desde el diario La Nación, como coordinador de las páginas de libros. Los años republicanos, del 32 al 36, fueron los de su acomodación a una vida profesional repartida entre la crítica, sus acciones a favor del arte moderno español (las exposiciones internacionales en Holanda y Alemania o la primera muestra de Picasso en Madrid en 1936) y su trabajo junto a Pedro Salinas en el Centro de Estudios Históricos. El que llega a Buenos Aires en 1937 con Norah y el pequeño Luis, nacido en París, es un hombre angustiado por la guerra en España (se había dejado a sus padres y hermana) y obsesionado por el enfrentamiento cruento entre compatriotas. La editorial Losada, que funda con Gonzalo Losada en 1938, tuvo algo de empresa política de signo republicano. De hecho, su compromiso con la República se materializó entonces al asumir el cargo de agregado cultural en la Embajada en Buenos Aires. Y su compromiso antifranquista es el que lo llevó en 1951 a participar en el Congreso por la Libertad de la Cultura, que entonces nadie sabía que era una plataforma anticomunista financiada con recursos del Gobierno norteamericano. Entre el dandi esnob y procaz de 1920 y el editor de 1940 parece no haber relación, pero hubo una evolución orgánica en la que se percibe la constancia de algunos valores, como la necesidad de preservar el arte de la instrumentación política o la convicción de que la democracia es el menos perverso de los sistemas sociales. El nombre de Guillermo de Torre, vinculado al ultraísmo y poco más, es lo que conocen los estudiantes de bachillerato. Desde su perspectiva, ¿qué lugar debería ocupar su figura en nuestra historia? Todos los hacedores culturales acaban incrustados en el nicho de un estereotipo que los jibariza. Si eso ocurre con Pardo Bazán o Unamuno con más razón sucede con segundones como Torre. Su lugar es el no lugar de quienes desempeñan funciones de mediación en la producción y circulación de la literatura y el arte: el

lugar de los activistas y promotores, de los impulsores y gestores de revistas, de los periodistas y críticos, de los editores y de los profesores. Es el lugar que no suele considerarse en las historias de la literatura convencionales y que, sin embargo, resulta fundamental para la existencia misma de la literatura como institución. Esos mediadores son como el aire que permite volar a la paloma de Kant. Pero, aparte de lo dicho, Torre hizo su propia obra: fue un excelente ensayista literario, uno de los primeros dentro del exilio español, y todavía tiene interés su monumental Historia de las literaturas de vanguardia de 1965, que se leyó a mansalva, en los setenta y ochenta, en la edición en tres volúmenes de Guadarrama. Es usted catedrático de literatura española y literatura hispanoamericana, además de crítico literario. ¿Qué lee el profesor Ródenas de Moya cuando no está investigando o trabajando como crítico? ¿Tiene tiempo para leer por placer? ¿Cuáles son sus referentes literarios? Fuera de las lecturas académicas, para las clases o la investigación, y de los libros que leo como crítico, me queda poco tiempo, pero sí mucha necesidad de bastantes lecturas más, supongo que les ocurre a los vigoréxicos con el ejercicio físico. Por no hacer larga la respuesta, te diré que ahora mismo tengo en danza el ensayo de Juan Villoro No soy un robot, sobre nuestra realidad digital; la antología El sueño dentro del sueño de la poeta rumana Ana Blandiana (a la que, por cierto, le han dado el Premio Princesa de Asturias) y la pequeña joya narrativa de Eduardo Halfon, Tarántula. En su faceta como crítico está al tanto de las novedades literarias y de la actualidad del mundo de las letras. ¿Cómo definiría el actual panorama de la narrativa española y latinoamericana? Saludablemente diverso y rejuvenecido. No obstante, creo que hay una profusión tediosa del testimonialismo autobiográfico de baja intensidad y cierta propensión a una prosa funcional y algo pedestre que parece consonarse con la prevención o la desconfianza ante el experimento formal. Esto, claro, es una generalización inaceptable, porque hay muchos escritores y escritoras que desmienten este diagnóstico hecho en bruto, pero cuando encuentro a un escritor que no combate el cliché, verbal o conceptual, que se deja mecer por el pensamiento mostrenco o que adopta la fórmula rutinaria, la frase hecha, mi sensación es que estoy ante un impostor.

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Entrevista a Toni Iturbe Texto: Joaquín Cebamanos Fotografía: Asís Ayerbe ©

Antonio Iturbe (Zaragoza 1967) es periodista, escritor y profesor en el Máster de Edición de la Universidad Autónoma de Madrid. Actualmente, dirige la revista de libros Librújula y colabora con diferentes radios, periódicos y revistas. En abril de 2024 presentaba su última novela, Música en la oscuridad (Seix Barral). En 2017 fue premio Biblioteca Breve con A cielo abierto (Seix Barral). También ha publicado Rectos torcidos (Planeta, 2005), Días de sal (La otra orilla, 2008), La bibliotecaria de Auschwitz (Planeta, 2012) y La playa infinita (Seix Barral, 2021). Ha escrito varios ensayos y tiene dos series de libros infantiles: Los casos del Inspector Cito y Chi Mi Edo (Edebé) y La Isla de Susú (Edebé), y una novela juvenil, La teniente Farah (Edebé, 2022).

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Música en la oscuridad, como dices en el epílogo, surge de los conciertos a los que te llevaba tu abuelo en Barcelona y la terminas en un rincón de Galicia, pero ¿cuándo decides comenzar a escribirla y qué te lleva a hacerlo? Es una idea que se forma en la cabeza de manera inesperada, como si llamara a la puerta a altas horas de la noche alguien a quien conociste mucho tiempo atrás y se presentase sin avisar de manera inesperada. De repente, está ahí. Te mira intensamente. Y espera algo de ti. Alfons Cervera insiste en su ciclo de novelas sobre la memoria que «lo que no se cuenta es como si no existiera». ¿Cuánto tiene Música en la oscuridad de memoria compartida? ¿Si se borra la memoria se acaba con la dignidad de un pueblo? La memoria es lo único que tenemos. El presente es fugaz, no se puede ni apretar entre los dedos, y el futuro es algo vago, más inaprensible todavía. La memoria es nuestra casa. Si se borra la memoria, naufragamos. Y la memoria compartida es importante porque hace que no nos sintamos solos, que eso que llamamos humanidad cobre algún sentido.

que «la música es lo contrario del miedo». La música es el rayo de luz que, ya como director de la banda, llevará consigo para iluminar las vidas de los hombres de Casetas. Luego leemos que «no se puede ser músico sin ser rebelde», pero ¿se puede ser escritor sin esa rebeldía que requiere la música? Los escritores somos rebeldes de silla. Yo creo que nos rebelamos contra el paso del tiempo. Supongo que esa es la razón de que lo primero que escribes en la niñez o la adolescencia sean diarios o poemas. Intentas que esas fortísimas emociones que sientes y ese momento tan intenso no se esfume y se pierda. Lo anclamos a una hoja de papel y lo atrapamos entre palabras con la idea, tan ilusa como cualquier otra, de que permanezca.

¿Se podría decir que la Literatura se encuentra entre la historia y la memoria? Yo diría que se encuentra entre la memoria y el sueño. Los historiadores, que hacen una tarea muy importante para la sociedad, recopilan datos, fijan las fechas, enumeran los sucesos. La literatura no rebusca entre los datos sino entre las emociones. Mientras el historiador se apoya en los testimonios y las evidencias, la literatura se mueve en los vacíos, en los silencios, en los impulsos que movieron a ciertas personas en determinado tiempo. Y si no puede sustentarse en los datos para trazar ese mapa emocional de una época, recurre a la imaginación, que es una forma de ensueño.

¿Cómo son de importantes las vibraciones de la música para Antonio Iturbe? ¿Algún escritor y novela sobre música? La música vibra igual que vibran todas las cosas, igual que vibramos nosotros mismos. Hay un libro muy interesante de Changlin Zhang, titulado El campo vibratorio, donde un médico prestigioso nos habla de lo limitado de nuestros sentidos, incapaces de percibir todas las ondas y vibraciones que nos rodean. La música forma parte de esa vibración universal y como todo ese movimiento de todas las partículas somos incapaces de percibirlo, lo consideramos misterioso o esotérico. Lo esotérico es creer que el mundo es eso que percibimos a través de los cinco pequeños sensores con que venimos de fábrica. Hay muchos libros interesantes sobre músicos y música. Me impresionaron mucho las memorias del pianista Lang Lang, Un viaje de miles de kilómetros. Lo que cuenta enlaza con aspectos que se explican en la biografía de Paco de Lucía. La gente que logra acercarse a la excelencia no solo tiene un extraordinario talento, sino infancias estrujadas para llegar al virtuosismo con su instrumento.

Uno de los primeros aprendizajes en la infancia de Mariano, el protagonista de la novela, es

«El amanecer los encuentra tocando el clarinete y una lata de manteca.» Con una

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Entrevista a Toni Iturbe

melodía sencilla termina una de las escenas musicales de la novela. Al final, los recursos de un compositor son similares a los del escritor: estilo, formas, estructura, texturas, colores, silencios… ¿Cómo decides los elementos con los que narrar esta música que emociona? Lo bueno es cuando no has de decidir nada, cuando los dedos corren más que tu cabeza y se escapan. Yo creo que a quienes nos gusta escribir, no armar libros, lo único que nos resulta importante es ese momento de revelación en que todo emerge. No siempre sucede o, a veces, esa erupción, porque uno no tiene el talento necesario, resulta un desbarajuste o una masa informe de lava pegada. Y hay que ponerse con el cincel, o el pico y la pala, a darle forma. Le das forma de una manera más reflexiva, pero tratando de que no se enfríe todo. No me gusta la literatura planificada como si fuera la escaleta de un programa de televisión: ahora una breve entrevista a un famoso, ahora una conexión con el entrevistador de calle, ahora un poco de esto, ahora un poco de lo otro, ahora una tertulia de actualidad… Tal vez así se consigan novelas eficientes que puedan entretener a mucha gente, pero a mí no me interesa. El idiolecto propio y reconocible de Casetas, el pueblo zaragozano donde se desarrolla la historia, es uno de los elementos arriesgados de la novela. ¿Qué comentarios recibes de los lectores sobre el uso de esos somardones, destalentaos o sunsidos? Hay a quien le choca, hay a quien le agrada… Es que no era algo que hubiera que elegir. Yo no podía poner a hablar a unos campesinos analfabetos de 1930 como si fueran la presentadora del telediario de La 1. Sería falso. Ya sé que puede ser más fácil para el lector usar el español abreviado que usamos habitualmente y que a algún lector le puede molestar no saber lo que significa chandrío, aunque por el contexto se acomoda el sentido. Pero es que ese castellano estándar tan aplanado que utilizamos no salía de esos personajes cuando entraban en la página, no me hablaban así.

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Actualmente, impartes clases en el Máster de Edición en la Universidad Autónoma de Madrid. ¿De qué manera influye tu trabajo como docente en la manera de escribir? Dar clases es estupendo porque aprendes mucho. Desarrollas las ideas, les das vueltas, las ordenas en un discurso. De todas formas, creo que el escritor influye más al docente que viceversa. Ordeno las ideas y al contarlas las desordeno, tiendo a la digresión, me paro en la anécdota porque pienso que puede ser más reveladora que el dato… Me gusta eso que decía Lawrence Sterne: «In digress, I progress». Al final, hay poca información que yo pueda darles a alumnos licenciados que ellos no tengan o puedan encontrar fácilmente en internet. Yo trato de ofrecerles mi acercamiento a las cosas, mis equivocaciones, mi asombro. Te escuchaba decir en una entrevista que escribes sobre lo que te asombra y también de las preguntas que no hiciste. Como imagino que te quedan muchas preguntas por hacer, ¿qué es lo que más te sorprende de todo lo que ves hoy en día? Uno se puede sorprender para bien y para mal. Lo cierto es que para mal me sorprenden pocas cosas; la capacidad de los seres humanos para el egoísmo y la crueldad son gigantescas y todas esas noticias repugnantes sobre abusos, inocentes a los que asesinan Gobiernos democráticos y todo tipo de desigualdades sociales sin que nadie se ruborice, por desgracia, ya no resultan sorprendentes. A veces, alguna cosa me sorprende para bien. Respondo a estas amables preguntas desde un avión que vuela a Varsovia, donde tomaré un tren hasta la frontera de Ucrania y de allí otro tren hasta Kiev para participar en la Feria del Libro Arsenal de Kiev. En Ucrania editoriales como Vivat siguen publicando libros en mitad de una guerra atroz e incluso se sigue organizando en la capital una feria del libro, porque no se resignan, para que, en medio de la oscuridad y la tristeza, la gente pueda encender la llamita que significa poder escapar de la realidad durante un rato a través de un libro. Luis Landero habla de los milagros laicos. Yo deseo no dejar nunca de creer en ellos.


Entrevista a Humberto Franco de León Texto: Fernando Clemot Fotografía: cedida por el entrevistado ©

La noche de un lunes de otoño del año 2015, Humberto Franco fue secuestrado en el hotel del litoral mexicano en el que estaba trabajando. Durante unos días interminables, el escritor estuvo prisionero de un grupo de secuestradores de los que poco o nada podía esperarse. La reflexión sobre lo ocurrido aquellos días, sobre lo que importa o no, sobre los límites de nuestra existencia, es lo que movió a Humberto Franco de León a escribir esta historia de supervivencia: El hombre espectro (Coleman, 2023).

El hombre espectro es una novela basada en una traumática experiencia personal. ¿Cuándo te decidiste a escribir sobre ello? ¿Cómo surgió la idea? Recuerdo muy bien el momento en que, a pesar de las circunstancias, me cruzó la idea de escribir la historia: fue justo cuando mi último captor, el que se quedó a cargo de retenerme a media selva, me conducía entre la espesura picándome en la espalda con una pistola. Incluso se lo dije. «Si saliera con vida de esta, cómo me gustaría contar la historia, Jefe». La idea no le gustó nada. Ya se sabe que los profesionales del hampa son muy celosos de sus negocios y demandan confidencialidad absoluta. Después de compartirme su parecer a punta de pistola, respondí entre murmullos que claro que le entendía y que aquello, bueno, solo era una idea. No debió ser fácil escribir sobre lo sucedido. ¿Cómo fue ese proceso? Fue tortuoso. Siempre escribo a mano la primera versión de mis textos. El primer manuscrito de esta historia lo comencé el veintiocho de septiembre de 2017, coincidiendo con el segundo aniversario de mi secuestro. Un homenaje y el principio de una venganza muy personal. Desde esa primera vez mojando la pluma en el tintero hasta la primavera del pasado

2023, cuando hice la última corrección en el ordenador, me levanté del escritorio con dolor en los dientes de tanto apretarlos sin darme cuenta. Tenía que salir a caminar, en espera de que se me pasara el dolor y de que volviera el apetito. Con todo, escribir me ayudó mucho. Si me hubiera aguantado con toda esa rabia contenida, seguro que me habría consumido de muy mala manera. Recurrir a la creación de algo literario fue mi manera de convertir una experiencia terrible en algo nuevo, una historia que contar, y no solo a los demás, sino a mí mismo, sobre todo. Una transformación del yo en algo distinto, aprovechando la oportunidad que trajo su destrucción previa. ¿Te basaste únicamente en lo ocurrido o te permitiste alguna licencia literaria? Todo lo que se cuenta en el libro sucedió. Mas no todo lo que sucedió está en el libro. Sí que hubo licencias literarias y este fue uno de los aspectos que más procuré cuidar en el relato de esta historia. Sin ellas, lo único que habría resultado de esto sería una crónica de los hechos, un recuento minucioso, a lo mucho, de acciones y reacciones. Concatenar las escenas, omitir detalles que hubieran ralentizado la narración y, lo más difícil de todo, mantener una distancia entre el autor y el narrador, fue algo vital. En el texto hay un fuerte dominio del diálogo. ¿Cómo lo planificaste? ¿Lo pensaste desde un inicio así? Mi intención era poner al lector en esa selva y tenerle en el suelo, amarrado de manos y de pies y sin poder ver nada, como lo estuve yo. Al estar vendado de ojos y sin posibilidad de moverme, mi única manera de intentar algo para salir de ahí fue escuchar y hablar. No había más. Quedarme con todo lo que mis captores dijeran y luego usarlo a mi favor. Gracias a su tono de voz y también a sus elocuentes

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Entrevista a Humberto Franco de León

silencios después de mis respuestas irónicas, cuando jugué el papel de hijo pródigo y escritor loco, logré convencerles de que solo podrían aspirar a una victoria pírrica habiendo atrapado a un bicho raro como yo. Por esto, los diálogos fueron fundamentales a la hora de dibujarle al lector los personajes, el entorno y las emociones que pasaban por mí. Mexicanismos, palabras altisonantes, juegos con acentos españoles a la hora de hablar… todo esto fue fundamental para ver esta historia como lo hice yo, con el oído. Los pensamientos, las sensaciones, no están tan sublimadas como se podría pensar. ¿Qui-

siste mantener distancia con la historia, los personajes, lo sucedido? Tal cual. Un miedo que siempre tuve a la hora de contar esta historia fue el de regodearme en la figura del protagonista. Extenderme en los pensamientos o las emociones no solo me repulsaba como un gesto manido y vanidoso, sino que también era contrario a lo que yo quería transmitir: el desenfreno del pánico. Con el miedo cimbrándote la cabeza a martillazos, todos los pensamientos se agolpan a mil por hora tratando de encontrar lo único que importa, una manera de sobrevivir. Ese torrente imparable, abrumador y descarnado habría perdido su fuerza si lo hubiera presentado en medio de reflexiones elaboradas o pausas prolongadas en el tiempo narrativo. Concebí El hombre espectro como lo que fue para mí, un tour de force. ¿Llegaste en algún momento a empatizar con los captores o a justificarlos? ¿Cómo se desarrolla esa relación, durante y después de los sucesos? Uno de los momentos que más me llamó la atención durante el secuestro y que al día de hoy me sigue fascinando fue aquel en que a mi celador, el Jefe, le dio por desahogarse conmigo. De pronto, pasé de ser el ratón bajo la zarpa del gato a convertirme en un compañero de fatigas del monstruo. Un hombre, nacido en el hambre y criado a golpes de crudeza, encontró en mí, uno más al que ejecutarían como a un perro, a un escucha atento. Me contó cómo el Gobierno le había dado una parcela para cultivar pero que esta no resultó más que tierra infértil y de cómo le hubiera encantado poder tragársela a puños para llenarse la tripa. Que por eso y por todas las demás vilezas aguantadas durante años, llegar a saborear que un solo día a cuerpo de rey valía cualquier encontronazo a tiros con los militares. «Porque a mí nadie me encierra en la cárcel, óyeme bien. Si nos encuentran, nos matamos a tiros.» Así fue como entendí a mi enemigo. Supe que me iba a enfrentar contra una fuerza cultivada con años y años de desesperación. Nunca he dejado de maldecir a mis captores, incluso hoy. Pero a partir de ese día también los comprendo.

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Entrevista a Franco Chiaravalloti Texto: Verónica NIeto Fotografía: Marta Polo Ysalgué ©

Franco Chiaravalloti (Buenos Aires, 1979) acaba de publicar El teatro perpetuo (Tres Hermanas, 2024), un libro de cuentos que abunda en el dolor, tanto físico como emocional, y que nos invita a reflexionar sobre el papel que asumimos dentro de nuestras propias familias, como si al final la vida no fuera más que una constante escena teatral.

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Entrevista a Franco Chiaravalloti

Después de esa especie de libro de viajes que es Insular —tu anterior libro de cuentos—, leo El teatro perpetuo como un recorrido más intimista. El viaje aquí no viene a mostrarnos el exotismo y la multiplicidad cultural, sino que abunda en cuestiones generacionales, como la de perder a los padres y asumir ciertas responsabilidades de cuidador. Estos cuentos me resultaron emotivos y duros, porque reflejan experiencias con las que empezamos a enfrentarnos los de la «segunda edad». ¿Había una intención en reflejar esta experiencia o simplemente apareció? La premisa de El teatro perpetuo fue aflorando en mí poco a poco, a partir de ciertas vicisitudes personales. Como bien dices, la llamada «segunda edad» nos enfrenta a la cuestión de la caducidad de los padres de modo repentino, sin darnos tiempo a prepararnos para ello. Nos preguntamos cuánto hemos de cuidarlos, hasta cuándo estarán con nosotros. Un día, empiezas a hablar de artrosis o a notar en casa eso que los japoneses llaman kareishu, olor a anciano. El deterioro es más visible, y quizás debido a ello los días se suceden con más velocidad: el calendario fustiga, el freno de mano no responde, siempre hay un nuevo incendio que apagar. Esos ecos gestaron la materia prima con la que ideé unos personajes cuyo refugio es diferente al de los protagonistas de Insular, que eran mujeres y hombres en busca de la evasión bien lejos de su lugar de origen, en entornos hostiles o inhóspitos. En El teatro perpetuo, en cambio, el cobijo es el hogar. La casa se vuelve placenta. Y es aquí donde aplico, aunque en clave realista, un procedimiento propio del terror, habitual, por ejemplo, en los relatos de Shirley Jackson: el de la casa profanada. Toda casa supone la corporeización del mundo interior de sus moradores; es fuente de protección, amparo ante las inclemencias. Si la amenaza que viene a destruir la propia integridad no proviene de fuera sino de las entrañas de la casa —ese territorio cuyas reglas, supuestamente, fueron escritas por nosotros mismos—, es entonces cuando comienza a operar el terror. También hay violencia, a veces patriarcal, a veces impulsiva. Hay sangre, imposiciones, machismo. Es interesante cómo enfocas la mirada desde la perspectiva femenina, cómo esta

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vez te has calzado zapatos de mujer incluso más que en Insular. Puede que nos falte mucho recorrido para entender el mundo desde perspectivas que no sean masculinas. ¿Qué te permite la mirada femenina? Hago esta pregunta y al tiempo soy consciente de que tal vez a una mujer no se le preguntaría «qué te permite la mirada masculina». En Esos de ahí afuera, mi segundo libro de cuentos — publicado en 2015 por el sello Talentura—, ya había incursionado en el ejercicio de narrar a partir de voces femeninas. Yo suelo escribir para salir de mí, para entender las miradas que me rodean, las motivaciones ajenas, ya sea si esa mirada pertenece a mi mamá, a un navegante ruso o a una niña paraguaya con dolor de muelas. Por eso escribo cuento: porque ante cada historia puedo sumergirme aún en más miradas. Varios de mis cuentos surgieron de entrevistas. Uno de ellos es «Para que nunca te falte de nada», de El teatro perpetuo, que nació tras una extensa charla que mantuve con Deborah, una prostituta retirada de la calle Robadors, en el Raval barcelonés. En ese texto no solo busco reflejar algunas de sus vivencias —una vida plagada de latigazos—, sino también capturar su tono al hablar, una voz locuaz, serpenteante, llena de energía. El cuento «Puerto de la Cruz», por su parte, lo escribí a partir de un suceso de violencia de género sufrido por una persona muy cercana a mí. A toda esa argamasa le doy forma narrativa, le añado detalles o acentúo rasgos que beneficien la historia. La moldeo según mis intereses. Así es como ejercito la alteridad. Además, me atrae acercarme a los silencios ajenos y fabular. Y la familia —tema central de El teatro perpetuo— suele estar plagada de silencios, historias contadas a medias incluso en familias sin una historia turbulenta detrás. Esos secretos se enquistan, se vuelven escollo, nos restringen la existencia. En el cuento «El otro Eric», por ejemplo, el protagonista descubre una vertiente secreta de su madre justo antes de verla morir, un secreto en el que prefiere no indagar para seguir habitando en el relato sobre el que construyó su vida. Volviendo al tema de las voces femeninas, soy consciente de que escribir desde el punto de vista de una mujer puede llamar la atención del lector, una atención que manifiesta que no es tan habitual que un hombre escriba como mujer. Te confieso que antes me sentía


un intruso, que estaba invadiendo un territorio que no me pertenece. Me preocupaba que la lectora o el lector sintiera un cortocircuito al leer el cuento y después ver mi foto en la solapa. Un día me pregunté: ¿y por qué no puedo hacerlo? Hoy no me gusta que el lector piense: «Oh, mira, un hombre escribiendo con voz de mujer». No me interesan esos lectores. Creo que deberíamos empezar a superar esa forma de leer. Durante siglos, y aún hoy, miles de mujeres escriben novelas con la voz y el punto de vista de un hombre y no suele suscitar ese comentario. Ello se debe a que, en general, las mujeres escritoras han leído siempre más hombres que mujeres, y los hombres escritores también hemos leído más hombres que mujeres. La tendencia está cambiando, pero aún queda mucho por hacer. El registro es generalmente realista, pero en algunos cuentos está como desplazado o enrarecido, casi fantástico (aunque no totalmente). A mí este mínimo desplazamiento del realismo siempre me entusiasma, porque expande la imaginación, ofrece otras realidades

posibles (u otras maneras de mirar/percibir/ entender la realidad). ¿Crees que el enrarecimiento es propio de la tradición rioplatense? Me interesa producir una literatura que abra solo una hendija de la puerta, no la puerta entera, historias en las que, como dije antes, predominen los silencios. Es otra de las razones por las que elijo el cuento, ya que la brevedad obliga a encuadrar, a no mostrar lo importante de una historia sino a sugerirlo. A callarlo. Y los silencios son inquietantes. En la literatura y en la vida. Nos empujan a dar con una respuesta de la que no estamos seguros: conjeturamos, atamos cabos, indagamos, nos topamos con muros. Este procedimiento origina una literatura que, parafraseando a Kafka, no es un alambre tendido en lo alto sino que está bien cerca del suelo, hecho más para tropezar que para andar por él. Y esto, ya lo he dicho, también pasa en las familias, donde no faltan las historias ocultas, las vergüenzas maquilladas con un abrazo a medias, o con un delicioso plato de fideos con pesto. Come y calla. Pero las preguntas siguen ahí, enraizando en nosotros. Lo fantástico también vive de los silencios. De la duda irresuelta, como dijera Todorov. O del enrarecimiento, en tus propias palabras. Por eso el cuento y el fantástico casan tan bien. Latinoamérica en general y la esfera rioplatense en particular han sido siempre un campo fértil para el desarrollo de este tipo de literatura, ese fantástico sutil, casi cotidiano, no solo porque ha sido cuna de los grandes maestros que marcaron el camino sino también porque su tradición ha sido edificada con una mirada cosmopolita, un cóctel de influencias, desde la anglosajona y la francesa hasta la tradición oral de los pueblos originarios. El resultado es un tratamiento más poético de lo fantástico, menos funcional del que se suele trabajar en España. Y esa manifestación aún late con estridencia a ambas orillas del Plata. La prosa salvaje y misteriosa de Onetti, los saltos al vacío de Osvaldo Lamborghini, los ecos de Borges, Bioy, Ocampo o Cortázar hoy cobran forma en la incómoda inquietud de los cuentos de Samanta Schweblin, en la sensibilidad de Alejandra Kamiya, en la intensidad de Marcelo Luján, en la prosa afilada de Valeria Correa Fiz o en la inacabable versatilidad de Andrés Neuman, por poner solo algunos ejemplos.

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Entrevista a Franco Chiaravalloti

El cuento con que se cierra el libro, «Abrasadoramente», es muy enigmático y poético: me quedé pensando: ¿es la muerte? ¿La violencia? ¿El dolor? ¿La guerra? El fraseo es muy orgánico, casi acuático o de aire moviéndose. Luego está «Basura», que trabaja más bien con el humor y la ironía. Creo que invitas al lector a un viaje también desde el lenguaje. No solo porque utilizas distintas temáticas y técnicas narrativas, sino también porque he notado un trabajo muy consciente en cuanto a registros del castellano dependiendo de quién es el narrador o en qué espacio geográfico se sitúa el cuento. Con «Abrasadoramente» me propuse un experimento: lo escribí a poco del inicio de la guerra entre Rusia y Ucrania, y por entonces estaba imbuido por los sentimientos que me causaba este conflicto y mis lecturas sobre geopolítica. Entonces a mi mente aterrizó una imagen, que creo haber visto en internet perdida por ahí: la noria abandonada y oxidada del parque de atracciones de Prípiat, el poblado más cercano a la central nuclear de Chernóbil. Era el detalle más significativo del skyline de esa ciudad en ruinas. Con todo eso me puse a escribir sin parar, sin pensar, de una sentada, sin tener idea de adónde llegaría. Tardé veinticinco minutos en obtener la primera versión. (En Obabakoak, Bernardo Atxaga sugiere hacerlo en cinco minutos; vale, me he pasado un poco.) No lo corregí demasiado; de hecho, la versión que terminé publicando es bastante parecida a la primera. Así me salió un narrador colectivo que relata el intento de los sobrevivientes de una guerra de iniciar una revolución subidos a una noria desprendida de su eje. El vértigo que sentí al escribir ese cuento se tradujo en el argumento, ya que era el mismo vértigo de los personajes al desprender la noria y hacerla girar. Es interesante que hayas percibido humor e ironía en «Basura», porque mi intención inicial era escribir un texto dramático con tintes kafkianos y cierta dosis de terror, siempre dentro del realismo. En este cuento hay también vértigo, el que sienten Cloe y Javier, los

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protagonistas, cuando precipitan su decisión de irse a vivir juntos, de construir con urgencia una vida en común antes de que se entrometa cualquier imprevisto que ponga en evidencia sus miserias. Y la adecuación para mí es fundamental, es una obligación. La disfruto. Disfruto capturar giros, jergas, entonaciones. Me entusiasma indagar en las diversas variantes de nuestra lengua, así como en los registros y puntos de vista de quienes protagonizan las historias. Me travisto en cada cuento. Este es un procedimiento que he seguido en todos mis libros previos. No sé si alguna vez dejaré de hacerlo, si empezaré a escribir sobre mí mismo. En realidad, siempre escribo sobre mí, siempre escribimos sobre nosotros, no puede haber otro modo, la autoficción no existe porque en mayor o menor grado todo es autoficción. Para terminar, ¿cómo ves el cuento dentro del panorama actual? Por momentos pareciera que está más vivo que nunca, que se publica más y que se conecta mejor con el género. Si hablamos del ámbito literario en España, percibo que en los últimos años ha habido una mayor apertura hacia la narrativa breve. Los sellos importantes alimentan sus catálogos con más libros de cuentos y menos cautela, aunque para entrar en ellos aún tienes que forjar tu recorrido con novelas previas o mediante premios literarios que te abran la puerta. Es decir: los editores aún arrugan la nariz ante el manuscrito de un libro de cuentos. La novela sigue siendo la medida de todas las cosas. He participado en numerosas presentaciones o charlas en las que me preguntan: «¿Para cuándo la novela?», como si el cuento fuera un campo de entrenamiento. ¡Año 2024 y seguimos hablando de esto! Además, el cuento en España vive en un limbo sempiterno: no tiene la popularidad de la novela ni el prestigio de la poesía. Los cuentistas estamos obligados a publicar al menos un libro de uno u otro género para que alguna entidad supraliteraria nos preste atención y nos ponga en el mapa. A mí me importa tres pepinos. Hasta que no sienta una verdadera necesidad de hacer otra cosa, yo voy a seguir escribiendo cuentos.


Entrevista a Pilar Pedraza Texto: Bel Carrasco Fotografía: cedida por la entrevistada ©

Pilar Pedraza es, incluso a su pesar y aunque no le acabe de agradar el término, una autora de culto que, sin aparecer en las listas de los libros más vendidos ni prodigarse en los medios, seduce a un grupo de lectores fieles que buscan en su obra lo insólito y lo exquisito. Desde que debutó, en 1984, con La joya de la serpiente, combinando la ficción con el ensayo ha creado una biblioteca de casi medio centenar de volúmenes en los que explora los límites entre la vida y la muerte, lo bello y lo monstruoso. Pedraza pasa por un momento dulce, el de cosechar los frutos de toda una vida consagrada a urdir historias cuyo poder traspasa idiomas y fronteras.

Hablemos de tu último proyecto, el ensayo sobre el director mallorquín Agustí Villaronga, fallecido el pasado año. Mi libro sobre el realizador mallorquín Agustí Villaronga, titulado El cine de Agustí Villaronga. Tras un cristal oscuro, se encuentra a punto de salir en la editorial Shangrila, donde ya he publicado las monografías Jean Cocteau, el gran ilusionista (2016) y Las Ministras del mal (2020). En este dedicado a Villaronga retomo mi estudio sobre el director publicado en 2007 por Akal. Por aquel entonces Agustí y yo misma teníamos mucha carrera por delante y una producción relativamente corta en el tiempo. Lo que hago en este libro del que hablamos es completar el estudio hasta 2023, año de su muerte, cuando, desgraciadamente, su trayectoria

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Entrevista a Pilar Pedraza

se ha cumplido por completo, incluida la última película: Loli Tormenta (2023). En él se revisan e incluyen las películas realizadas desde la edición de Akal hasta esta y una introducción que pone al día su cinematografía completa y sus trabajos para televisión y teatro, incidiéndose especialmente en sus temas clave: el mal y su transmisión, los niños, la crueldad, la guerra y la homosexualidad. Nos hemos detenido especialmente en su estética oscura y a la vez radiante. ¿Qué relación tenías con Agustí y cuál es su mayor aportación al séptimo arte? Mi relación personal con Villaronga ha sido de amistad y de comprensión mutua de nuestras respectivas posturas ética y estética hacia el arte y la cultura, y por mi parte de profunda admiración hacia su obra, que siempre me ha provocado deseo de tratarla en profundidad en su conjunto. Estoy muy contenta, al menos, por haber tenido la oportunidad de realizar esta monografía. Villaronga es uno de los grandes directores europeos contemporáneos, no solo español. Su obra es autoral, más allá de los géneros incluso en temas tratados en abundancia por el cine, como la guerra civil española: El mar, Pan negro, Incierta gloria. Una de sus principales características es que profundiza en la naturaleza del mal y de su transmisión en un mundo cuyos personajes son ambiguos y oscilan entre lo angélico y lo perverso. No renuncia a expresarse con valentía desde un punto de vista homosexual, sin autocensura, lo que ha perjudicado comercialmente a películas espléndidas como El mar o El Rey de la Habana, en general mal comprendidas por una crítica y un público no familiarizados con un cine tan transgresor como el suyo. Es también un autor que no renuncia a expresarse por medio de construcciones y puesta en escena vanguardistas que sacan sus películas del mundo codificado del cine clásico y las vuelven complejas, algo poco frecuente en el cine español salvo en el caso de cineastas de vanguardia o ensayo como Iván Zulueta. Confieso que me he volcado en este libro con particular delectación por mis personales gustos cinematográficos y porque considero a la mayoría de las películas de

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Villaronga obras de arte, con todos los riesgos que ello conlleva en una sociedad de cultura superficial, en la que prevalece la mera comercialidad y el consumo de los productos sobre su profundidad y su calado intelectual y estético. Corren rumores de que un sello estadounidense va a editar próximamente una antología de tus relatos. ¿Qué significa para ti que tus historias salten el Charco? El hecho de que mi trabajo se publique en Estados Unidos y en inglés tiene para mí una gran importancia, porque potenciará su conocimiento y su difusión. La editorial independiente Valancourt Books de Richmond ha incluido ya en su antología The Valancourt book of world horror stories mi cuento largo «Mater Tenebrarum», que ha sido adquirido por editoriales de diversos países gracias a que han podido leerlo en inglés. Ahora Valancourt prepara una antología de varios de mis relatos, a cargo de mi colaborador y amigo Luis Pérez Ochando, que ya ha trabajado con este sello y se encargará de seleccionar los cuentos entre toda mi producción, que en este terreno es abundante. El libro está anunciado por la editorial para 2024. Tras una treintena de libros de ficción entre novelas, colecciones de relatos y otros tantos ensayos, ¿te queda alguna historia o tema pendiente de tratar? Lo bueno de la literatura o el ensayo es que siempre queda algo que decir, alguna historia que narrar más allá de lo transitado por el escritor, o sencillamente una nueva manera de contarlo o analizarlo. Aunque parezca una pedantería, no conozco la angustia del folio en blanco. Siempre sé lo que voy a emprender, aunque después cambie el rumbo. Esto creo que no se debe a un don especial sino más bien a mis conocimientos como doctora en Historia y mi gran avidez lectora, desde muy joven, que abarcó tempranamente a los clásicos, desde los narradores, trágicos y poetas griegos y romanos hasta las vanguardias. También influye en ello mi amor al cine, de cuya historia he sido profesora muchos años en la Universidad de Valencia. El cine ha enrique-


cido mi imaginación tanto en los temas como en la manera de narrar y de construir mis textos. En tu obra haces gala de una extraordinaria capacidad fabuladora y una potente imaginación. ¿Son dones que perduran de forma natural o que hay que entrenar cada día? Como en la música y en el deporte, en la escritura hay que entrenar cada día muchas horas y dejarse la piel en el trabajo, independientemente de que se esté o no «inspirado». Esto supone no solo sentarse delante del ordenador, sino además ver cine, leer mucho sobre todo a los clásicos y conocer el mundo en el que vivimos y también otras épocas de la historia que siempre serán inspiradoras. El género fantástico al que te adscribes vive días de gloria tras haber sido despreciado. Es de suponer que te sientes responsable en parte de ese éxito y que lo disfrutas a tope. Algo habrá influido el hecho de que lleve escribiendo y publicando literatura fantástica o de corte oscuro o siniestro tantos años, muchos de ellos con Valdemar, que es la editorial fantástica por excelencia y la que más influye en España y Latinoamérica, pero no soy una autora de género y sería ridículo por mi parte sentirme responsable de nada. Yo trabajo sin mirar a los lados, mientras las corrientes y modas van y vienen. Influyen en el mercado en todo caso las ediciones de los clásicos como la Gótica de Valdemar y otras que se han animado estos últimos años a publicar a los maestros del terror, y han abierto una puerta necesaria a las nuevas generaciones, pero yo no me pongo ninguna medalla. El feminismo puede considerarse la médula espinal de tu obra. ¿Los avances conseguidos estos últimos años te hacen pensar que se han cumplido los objetivos? Soy feminista, como soy progresista, y eso siempre constituye la columna vertebral en la literatura de un autor e influye en el talante de su obra, pero jamás he sido sexista, no renuncio al gran legado cultural eminentemente patriarcal, que es el que yo he heredado para enriquecerlo y no para romperlo. Estoy dentro de él por formación, sin que eso signifique que vea el mundo y lo reproduzca con un prisma masculino o machista.

Mi feminismo es socialista e igualitario, y culturalmente tiene que ver con la llamada Tercera Ola. Naturalmente estoy de parte de las mujeres y de reparar su humillación histórica pasada y presente. Creo que no hay que dejarse mecer por la cómoda idea de que todo está conseguido. Queda mucho camino hacia la igualdad y no todo presagia cambios para las mujeres del mundo mientras el sistema no cambie en su totalidad o haya culturas y religiones misóginas reacias a los cambios. Cierto feminismo radical de los años noventa para acá, basado en diversas teorías, más que en la política, y en una filosofía esencialista, me interesa pero no me considero entusiasta del mismo. Tengo muchas lectoras, afortunadamente, y también lectores que pueden comprender y compartir las ideas, incluidas las feministas, que forman parte del texto general y del cuerpo de mis obras. La Bella, enigma y pesadilla, Máquinas de amar o Espectra tratan de la imaginación y el simbolismo patriarcal sobre lo femenino y han tenido buena recepción en toda clase de públicos y géneros y en las universidades. Muchos matarían por ser escritora o escritor de culto. ¿Cómo lo conseguiste tú? ¿No preferirías forrarte a base de best sellers? Forrarme no es lo mío, incluso la mera palabra o idea me resultan abyectas y ajenas a la creación o al arte. Por el momento he conseguido nada más y nada menos que la suerte de ser publicada en editoriales prestigiosas, así como ser conocida por un público reducido pero fiel. Odio los best sellers y tengo claro que no nací para triunfar ni comercialmente ni de ningún otro modo. Me he ganado la vida como mera y entregada profesora de universidad. No escribo por vanidad sino porque me satisface, y lo he hecho desde muy joven, cuando no pensaba en editoriales ni en un futuro de escritora «de culto», cosa, por otra parte, que no creo ser, si es que tal cosa significa algo. Coqueteaste con Tusquets, pero tu gran y fiel amor es el sello Valdemar. ¿Para un escritor ansioso de triunfar es más importante encontrar una editorial afín que un príncipe o una infanta azul? En primer lugar, un escritor no debe estar ansioso por triunfar. Encontrar una editorial adecuada es una suerte

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Entrevista a Pilar Pedraza

tremenda porque te permite escribir en unas líneas editoriales que compartes y estás en un catálogo y en un mundo que reconoces como tuyo. Fue fantástico trabajar al principio con Tusquets y les estoy muy agradecida, porque con ellos publiqué novelas como La fase del rubí o La pequeña pasión, conocidas y apreciadas en nuestro país y fuera de él, pero creo que Valdemar ha sido mi nicho ecológico natural en cuanto a la ficción y también en el terreno del ensayo sobre temas fantásticos y siniestros, que curiosamente son tanto o más leídos que mi novelas o relatos. También me encuentro muy a gusto trabajando con Shangrila, que me ha permitido escribir sobre cineastas de mi mundo y de mi gusto particular como Jean Cocteau, el gran ilusionista; Agustí Villaronga —para mí uno de los mejores y más valientes autores europeos— o la trilogía de las Madres tenebrosas de Dario Argento. Mis estudios sobre cine (Fellini, Metrópolis, La mujer pantera, Espectra) han encontrado buenas editoriales y estoy contenta con ello. También mis relaciones con Acantilado han sido productivas: ahí está mi edición española de la Hypnerotomachia Poliphili de Francesco Colonna (siglo XV), que publiqué por primera vez en una edición no venal

del Colegio de Arquitectos Técnicos de Valencia, hasta que fue a quedarse donde ahora está. Es uno de los libros de los que me siento más orgullosa. Eres devoradora de series y has escrito hace poco sobre una de ellas en Vampiros en las sombras, un ensayo en torno a Lo que hacemos en las sombras. Como profesora de cine, ¿qué impresión te produce el contenido de las plataformas? Veo muchas series y algunas de ellas me interesan, pero la mayoría no. Empecé a aficionarme con las autorales como Twin Peaks, de David Lynch, y una inacabada pero maravillosa de HBO: Carnivale. Entre las comerciales de tema histórico tengo una especial querencia hacia Vikings. Últimamente, he visto algunos biopics de talento como el español sobre el modista Balenciaga. La de vampiros Lo que hacemos en las sombras (2020), de Waititi y Clement, me gustó tanto que escribí por capricho Vampiros en las sombras antes de tener una editorial. Gracias a Antonio José Navaro ya Lluís Rueda ha visto la luz en Hermenaute (Badalona), en una edición muy graciosa y atractiva. Resumiendo: en las plataformas hay de todo, mucha morralla y también algunas series y películas dignas que es bueno que estén al alcance del público. Lo triste es que compiten con el cine de sala, que a la larga corre peligro de desaparecer. Soy de la opinión de que el cine hay que verlo en pantalla grande, a oscuras y con sonido estereofónico. ¿Qué libro tuyo salvarías el primero en caso de incendio? Salvaría mi edición española de la Hypnerotomachia o Sueño de Polifilo. ¿En qué «fase del rubí» te encuentras? Me encuentro en una fase dulce en que algunas de mis obras están siendo reeditadas por Valdemar: ensayos como Brujas, sapos y aquelarres, antologías de relatos como Arcano trece o novelas como La perra de Alejandría. Mi último libro de cuentos fantásticos, Nocturnas, parece que gusta al público. Tengo en la recámara alguna que otra obra inédita, pero es pronto para hablar de ellas, solo puedo decir que están en la línea de las anteriores.

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Entrevista a Hélène Scarbonchi Texto: Eduardo Suárez Fernández-Miranda Fotografía: cedida por la entrevistada ©

Julián Ayesta y Hélène Scarbonchi (Castelsarrasin) se conocieron en 1967, en El Cairo, en plena Guerra de los Seis Días. El escritor gijonés estaba en Egipto como diplomático y Hélène había ido a visitar a unos compañeros de estudios. Ese fue el inicio de una relación que se mantuvo durante treinta años. Julián Ayesta es el autor de esa pequeña joya literaria que es Helena o el mar del verano. De su autor dijo Joan Ferrater que era «un escritor admirable. Su dominio del tema es absoluto y lleno de ironía. [La novela] se halla penetrada de lucidez gracias a una técnica de contrastes muy simples y muy sabiamente repartidos. Helena o el mar del verano ha llegado hasta nuestros días repleta de un lirismo y poder evocador inigualables». Conocí a Hélène Scarbonchi con ocasión de la preparación de mi tesis doctoral sobre Julián Ayesta. Siempre ha mostrado una amable disposición a colaborar con todos aquellos que sienten interés por la figura y la obra del escritor asturiano. Esta entrevista nos ofrece la oportunidad de conocer su lado más íntimo y familiar. Como recordaba Joan Perucho, uno de sus grandes admiradores, «[n]unca podremos olvidar de Julián Ayesta el impacto que nos prodigó la confrontación inicial de Helena o el mar del verano, tan elogiado y tan en la memoria de todos».

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E l s a l ón d e l o s e s p e j o s

Entrevista a Hélène Scarbonchi

La novela de Julián Ayesta, Helena o el mar del verano, se sigue reeditando desde su publicación en 1952. ¿Cuál cree que es el motivo para que siga despertando el interés, más de setenta años después? Supongo que se debe a la calidad excepcional de la obra. Su difusión nunca fue muy extensa, aunque se ha traducido a varios idiomas como el francés (edición francesa y canadiense), inglés, alemán, holandés, griego, italiano y últimamente al portugués. Cuando se tradujo por primera vez al francés, me acerqué a la editorial en París —Les Editions de l’Olivier— y me recibieron con gran entusiasmo: «Por fin vamos a saber del misterioso Julián Ayesta». Esto fue en los años ochenta. Y hace dos semanas estaba en Madrid y mi sobrina Lucía Penche Ayesta me llevó a la calle Pelayo, a la librería Amapolas en octubre, cuya propietaria, Laura Riñón, es amiga suya y una fan de la obra de Julián. Siempre tiene algunos ejemplares del libro. Se acercó Miguel Munárriz, el editor, ilusionado de poder hablar de Julián y de su obra maestra. Un detalle muy bonito que tengo que contar: sacó un ejemplar de la primera edición de 1952 y me pidió que le escribiera algo. Me resistí un poco sorprendida, pero insistió y en una página escribí algunas palabras. Esta reunión de gente tan entusiasta fue para mí un momento de gran emoción. La verdad es que pienso que la obra tiene belleza, fondo y un frescor inalterable. Un acierto total y un milagro. Los relatos que forman la novela Helena o el mar del verano fueron escritos a lo largo de los años cuarenta, cuando Julián Ayesta no contaba más de veintitantos años. La novela es un recuerdo de los felices años de su infancia, antes de la guerra. ¿Qué cree que le impulsó a escribir sobre esa época, siendo él todavía tan joven? Pienso que escribió Helena o el mar del verano muy joven para rememorar la infancia y la adolescencia. Pero había vivido la guerra, la había hecho y eso le envejeció, si se puede decir así. Es mi opinión porque no comentamos los dos este aspecto de la gestación de su obra.

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Usted no es la Helena de la novela. Pero el destino la unió a Julián Ayesta. ¿Cómo se conocieron? Conocí a Julián en El Cairo, en el verano de 1967, en plena Guerra de los Seis Días. Estados Unidos había roto relaciones con Egipto y la embajada de España estaba encargada de los intereses americanos. El Ministerio de Asuntos Exteriores buscó a dos diplomáticos dispuestos a ir allí para reforzar la plantilla de la embajada y Julián se ofreció. En cuanto a mí, yo estaba visitando a unos compañeros de estudios —estudié Ciencias Políticas en París—. El marido de mi amiga era ya diplomático. El cuerpo diplomático tenía acceso a un hotel con piscina, el Omar Khayyam, palacete construido para la inauguración del canal de Suez por la emperatriz Eugenia. Nos encontramos allí una tarde y fue el flechazo. Cuando me preguntó cómo me llamaba y le contesté Helena, se echó a reír muy contento por la casualidad. Nos volvimos a encontrar en muchos sitios y yo quedé hechizada por su inteligencia y su brillantez. Tenía billete de regreso a París, pero pospuse la marcha. Julián Ayesta pasó más de media vida dedicado a su carrera diplomática. Bogotá, Santo Domingo, Alejandría, Ámsterdam o Belgrado —donde fue nombrado embajador— fueron algunos de sus destinos. ¿Cómo es la vida de un diplomático y su mujer? ¿Tiene alguna anécdota que pueda compartir con nosotros? Compartí varios puestos diplomáticos con Julián y es evidente que la vida material de los diplomáticos es más bien cómoda y agradable. La vivienda, normalmente en barrios elegantes y tranquilos, te permite llevar la vida social que conlleva el trabajo de diplomático. De entrada, te dan las claves y los contactos. Te ayudan los compañeros ya destinados en el puesto, así como los colegas extranjeros. No hay que ser demasiado ingenuo. Cada puesto y cada país ofrecen más o menos dificultades para adentrarse y empezar a entender algo (sea el idioma o las costumbres). A pesar de esta ayuda te tienes que abrir camino tú mismo. Muchas veces, tienes la convicción de que te quedas en la superficie y no vas a conocer nada de la realidad del país donde has aterrizado.


Para la mujer del diplomático, por lo menos en mis tiempos, la calidad mayor era la adaptabilidad: estar abierta y positiva. Para el diplomático era distinto. Quiero decir que él venía a trabajar, a cumplir una misión. Pero la mujer se tenía que adaptar a un país nuevo, a veces muy sorprendente y misterioso. Algunas veces más bien decepcionante. Otras atractivo y emocionante. Pero Julián siempre le daba a todo lo que le rodeaba un toque muy personal, positivo y conseguía darle la vuelta a la tortilla. Ya le sacaba el jugo al asunto y a salir adelante. Esta vida no estuvo exenta de peligros. En 1973 fue secuestrado, junto con otros diplomáticos, en la Embajada de Arabia Saudita en Sudán. ¿Qué nos puede contar de aquella experiencia? Fue un ataque —el primero de Septiembre Negro— en la Embajada de Arabia Saudita, en una recepción con motivo de la despedida de nuestro amigo encargado de negocios estadounidense. Julián estuvo retenido varías horas. Al parecer, los asaltantes estaban muy excitados. Muchos diplomáticos pudieron escapar. Pero Julián estuvo preso, así como sus colegas japonés y libanés. Los hicieron bajar a voces y apuntándolos con sus armas. Los dos diplomáticos americanos, nuestro amigo y el embajador recién nombrado, así como el encargado de

negocios belga, estaban atados con cables de teléfono y en el suelo. Como hacía un viento horrible, el llamado habub, con tempestad de arena, el avión americano enviado por el Gobierno de Estados Unidos no pudo aterrizar. Los asaltantes se pusieron nerviosos y acabaron matándolos al cabo de cuarenta y ocho horas. Como España no tenía relaciones diplomáticas con Israel, liberaron a Julián al cabo de cinco horas. Aquello ocurrió en marzo del 73. Yo no estaba en Jartum, sino en París. Pero marché inmediatamente para allá, en un viaje complicado por la situación. Cuando por fin aterricé, Julián me esperaba en el aeropuerto y fuimos a visitar a la viuda del encargado de negocios americano. La pareja era muy amiga y habíamos hecho excursiones por el desierto y las pirámides de Meroe. Marchamos bastante pronto de allí. Le cogí horror, la verdad sea dicha. Y destinaron a Julián a Ámsterdam con el cargo de cónsul general. Estuvimos cuatro años muy felicites y recibimos muchas visitas de amigos y familiares. Durante sus años como diplomático, Julián Ayesta apenas escribió. Él mismo reconocía que «un diplomático escritor es algo contra natura. Cuando escribes, estás un poco en trance, y ese trance dura horas, o todo el día, y eso es fatal para la diplomacia». Sin embargo, siempre tuvo presente la literatura en sus conversaciones. Así lo atestiguan Juan Manuel Bonet o Carola Velásquez, diplomática y viuda del antiguo embajador de España en la República Argentina, Estanislao de Grandes. ¿Así lo recuerda usted también? Por supuesto, así lo recuerdo también. Literatura, teatro, pintura, música. Todo le apasionaba. Y era apasionante escucharle sobre todo cuando estaba en forma y con ganas de intercambio con gente culta y con cosas que compartir. Y si no se presentaba tal caso, disfrutaba sencillamente de la vida: baños en el Nilo Azul en Jartum, esquí de fondo en una isla en el Danubio en Belgrado, larguísimos paseos por las playas inmensas y batidas por el viento en Holanda... ¡Y después, vuelta a casa, felices y compartiendo vino o whisky y una buena cena con los amigos, y a charlar! Y entonces casi

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E l s a l ón d e l o s e s p e j o s

Entrevista a Hélène Scarbonchi

siempre empezaba el fuego artificial de Julián en forma. O por lo menos es así como lo recuerdo. Tras su jubilación como embajador en Yugoslavia, se trasladaron a Somió (Gijón), un lugar «verde, rico, abierto al mar», como recordaba el propio Julián Ayesta. ¿En qué se ocupó sus últimos años? ¿Seguía escribiendo? Cuando regresó a su paraíso, se dedicó a hacer modificaciones en la casa y en el jardín. Se empeñó en hacer un campo de croquet delante del mirador de la casa. Cuando regresamos de Belgrado, ya jubilados, el día que entramos en Asturias, al pasar el cartel «Principado de Asturias» empezó a llover… y no cesó en cuatro meses. Yo que asociaba España al sol me quedé un poco decepcionada. Pero lo peor es que se encharcó el terreno y, cuando se empeñó en traer una pala mecánica para prepararlo, reventó una canalización y se creó un barrizal, hasta el punto de que la gente que venía preguntaba si pensaba plantar una huerta. Fue un momento difícil. A veces, empezaba a modificar obras de teatro que no habían pasado la censura. Estaban taquigrafiadas y recortaba tiras con frases que suprimía o pegaba en otro sitio. Los fajos engordaban, pero aquello me parecía muy embarullado y creo que sacó la conclusión que no iba a seguir por ese camino. Se dedicaba a cosas prácticas, manuales, físicas: el jardín, también se lanzó a hacer una biblioteca, un ventanal con cristales pequeños para proteger la terraza del viento… A mí me ponía un poco nerviosa verle pasar horas haciendo estas cosas, porque creo que tenía mucho arte en muchos terrenos, pero no era en absoluto manual. No quiero decir que fuera manazas. Pero resolvía los problemas prácticos como el intelectual que era. Sin embargo, creo que necesitaba esta actividad física como desahogo. Era una persona muy nerviosa, muy inquieta (en el sentido de no quieto). Yo creo que estaba un poco de vuelta de todo y lo que contaba para él era pasarlo bien y disfrutar de todo lo que le gustaba: amigos, familia, reuniones, baños en Estaño, ir a coger moras, tomar sidra en los chigres, comer «oricios» en la época. A lo mejor intuía que no quedaba tanto tiempo. No lo sé. Si sé que fue feliz antes de enfermar y que lo pasamos muy bien.

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Siempre es de interés conocer los gustos literarios de un escritor. ¿Cuáles eran sus autores favoritos? ¿Qué libros llenaban su librería? En cuanto a la biblioteca de Julián, era muy variada: mucha literatura española clásica, moderna. Libros dedicados por amigos (por ejemplo, las obras completas de Manuel Fernández Álvarez, catedrático de historia que había escrito sobre Carlos V). Pero también libros de literatura francesa, en francés, libros en inglés. Le encantaba James Joyce. Obras de teatro (Ionesco en francés). Y hasta tenía algunos en italiano. La verdad es que era una mente extremadamente curiosa. De repente, se apasionaba por las matemáticas y tenía libros de matemática. No tenía especial preocupación por la


calidad de la edición; lo que le interesaba era el texto. Así que muchos volúmenes en ediciones corrientes (de los que se ponen amarillos) o de bolsillo. En una entrevista de la periodista asturiana Cuca Alonso (El Comercio, 1986), a una de sus preguntas respondía: «Lo paso muy bien disfrutando de la luz, de los árboles, de las cosas de la vida». ¿Eran las características más destacadas de Julián Ayesta, su optimismo y su vitalidad? Como dije antes, disfrutaba profundamente de la vida, de la gente. Tenía mucha vitalidad, evidentemente. Pero no diría que era optimista. Creo que era bastante escéptico, pero al mismo tiempo muy vital y esto le salvaba. Tenía un don particular para sentir las cosas, las atmósferas, los colores, los sabores… Como era muy culto, podía enriquecer todas estas sensaciones con referencias literarias, musicales o pictóricas. La verdad es que era un regalo convivir con él. Le daba color a todo lo que miraba. Una persona solar. Julián Ayesta era aficionado a la música, a la pintura, le gustaba mucho la obra de los pintores asturianos Evaristo Valle y Nicanor Piñole. Usted también es una gran aficionada a la pintura. ¿No es así? No sabía solfeo, pero tocaba de oído maravillosamente. Me compró un piano porque yo tocaba, aunque muy torpemente, con partitura. Un día me pidió que le enseñara a leer las notas. Pero no tenía paciencia y no siguió. E hizo muy bien, porque tocaba estupendamente. Oía un quinteto de Dvorak y reproducía la melodía en el piano, pero no solo el hilo sino con mano izquierda. Y lo pasaba a tono menor. Para mí era pura magia. Pintaba también estupendamente; con soltura, valor y alegría. Muchas veces no quedaba satisfecho y acababa destruyendo el cuadro. Me daba rabia. Pero cuando empecé a pintar entendí que hasta que uno no está más o menos satisfecho, sigue retocando hasta, muchas veces, cargarse la obra. Me animó a pintar. Soy completamente autodidacta. Pero decía que las clases estropeaban la espontaneidad. Como siempre me animaba, pues seguí y le saqué mucho placer.

Julián y usted convivieron durante casi de treinta años. ¿Qué nos puede contar del Julián Ayesta más cotidiano? Conmigo Julián era la persona más cariñosa y atenta que se pueda imaginar. Siempre me llamaba «guapa». A veces me marchaba a Francia a ver a mis padres y a mi familia; en cuanto regresaba, le veía feliz, aunque rápidamente volvía a sus asuntos y a su ritmo. Pero sabíamos los dos que estábamos juntos y magníficamente compaginados. Teníamos una gran diferencia de edad. ¡Y no sabe cuánto me gustó! Para él y sus amigos era guapa y joven. Creí que eso iba a durar toda la vida. Ahora soy muy mayor. Siempre dije y pensé que era mayor que yo, pero más joven de espíritu y de ánimos. Era divertido y ocurrente. A veces imprevisible. Uno no se podía aburrir al lado suyo. Tras el fallecimiento de Julián Ayesta, usted regresó a Francia. ¿Qué recuerdos le quedan de su vida junto a él? Una vida muy llena, muy alegre, llena de colores, de sonidos, de buenos ratos. Cuando se animaba a cantar «vaqueiras» con dos cucharas en la boca de una botella para semejar el sonido de los sonajeros de las vacas era estupendo. Cuando tocaba el piano y cantaba «Alfonsina» o nanas, la muchacha en Ámsterdam se sentaba en la puerta del salón, en un peldaño de la escalera, y le saltaban las lágrimas. Una amiga mía francesa había venido a visitarnos. Fuimos a un chigre, a una fiesta de pescadoras. Olor a pescado, a serrín y a sidra. Se empezó a cantar y a tocar música. Julián se arrancó y agarró a una pescadora fornida y de mejillas coloradas y bailó con ella. Mi amiga se quedó entusiasmada. Y la madre de esta amiga, que adoraba a Julián, era de la misma edad y era una gran intelectual, dijo una cosa muy cierta: «Julián puso su arte en su vida». Y me hizo compartir todo aquello, infundiéndome confianza en mí misma. Es un enorme regalo. Me llegó a decir: «Aunque fueras coja, manca, jorobada o ciega, te querré siempre». ¡Qué más puede pedir una! Y último regalo: supo marchar con elegancia y, si puedo decir, con ligereza. Solo le puedo recordar como el mayor regalo de mi vida.

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L a vi d a b r e v e

Día once Dionisio Seissus

Asomado a una de las ventanas del segundo piso —la siempre húmeda ventana del baño— el niño de nueve años observa la cancha de tierra en donde se juega fútbol. Esta vez no hay jugadores ni público que anime a sus equipos, sino cientos de hombres sentados sobre los pedruscos del suelo. Los milicos se pasean entre ellos mientras les apuntan con sus metralletas y escupen frases golpeadas: «¡Manos a la nuca!»; «¡Sentados!»; «¡Quédate sentado, mierda!»; «¡Cállate, concha de tu madre!»; «¡Los vamos a matar a todos!»; «¡Comunistas reculiados!»; «¡¿Quién manda ahora?!»; «¡Dije sentados!»; «¡Sin moverse los huevones!». El niño termina de lavarse y viste su mameluco para ir a la escuela. Hoy es martes y le toca en la jornada de la tarde. Baja a la cocina y le cuenta a su madre lo que vio; ella enciende la radio. Se escucha música marcial y después alguien de voz cortante dice que «Las Fuerzas Armadas y Carabineros están unidos para iniciar la histórica y responsable misión de luchar por la liberación de la Patria y evitar que nuestro país siga bajo el yugo marxista»; que los chilenos deben estar tranquilos, que deben quedarse en sus casas. Es pasado el mediodía y en la estufa de leña la olla con la sopa despide olores que despiertan el apetito. La madre toma dos platos y los coloca en la mesa. El niño hace el amago de agarrar un pedazo de pan. Un «¡aló, aló!» desde la reja que da a la calle los interrumpe. —Es el Juanucho, déjalo pasar, Felipe —dice la madre a la vez que mira por la ventana, a través de los vidrios empañados por el vaho de los vapores que suben de la olla. Reflexiona en si debiera ponerle una cortina a la ventana, quizá un visillo como los de sus vecinos. —¿Vamos a ir a clases? —pregunta Felipe a su madre mientras le abre la puerta al compañero que, como todos los días, lo pasa a buscar para ir juntos al colegio. —No creo... No, definitivamente no —responde la madre. —Hola, doña Luz. —Hola, Juanucho. ¿Escuchaste las noticias? —pregunta ella. —¿Noticias? No, doña Luz. Mis papás las escuchan. Ellos salieron temprano y todavía no han regresado. ¿Qué pasó? —Ven, vamos arriba, te cuento y te muestro —dice Felipe. —Vayan, pero bajen al tiro, que ya sirvo la sopa —dice la madre—. ¿Ya almorzaste, Juanucho? Pongo otro plato y nos acompañas. En la cancha se ven más hombres que llegan, todos con las manos pegadas a las coronillas de sus cabezas. A los que ya estaban se les ha ordenado trotar y forman una larga hilera de cuerpos en movimiento: «¡Un, dos, tres! ¡Un, dos, tres! Eso les falta carajo: orden y disciplina, y ejercicio», les dice a los hombres el sargento a cargo. Los niños, desde la

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L a vi d a b r e v e

Dionisio Seissus. Día once

ventana del baño, ven las gesticulaciones y alcanzan a percibir el sonido desfigurado de los gritos. Se quedan un rato allí, uno junto al otro, con sus miradas fijas en los hombres reunidos en la cancha de fútbol. —Bajen, se va a enfriar la sopa —los llama desde abajo la mamá de Felipe. Los tres comen rápido, sin pronunciar palabra. La radio repite una y otra vez los bandos militares. Se escuchan disparos, unos lejanos, otros más próximos. —¡Ley de fuga! ¡Ley de fuga! —grita el sargento, que acaba de lanzar al aire una ráfaga—. Eso le va a pasar al maricón al que se le ocurra tratar de escapar. Boca abajo todos, quiero veinte tiburones: uno, dos, tres, cuatro… ¿Por qué se paran? ¡Sigan, mierda! Empezamos de nuevo: uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete… ¡Qué no paren, cagones! Empezamos de nuevo… —¡Mi teniente! —dice el sargento cuadrándose ante el oficial que se acerca e interrumpe la rutina de los tiburones—. Están en mala condición física, mírelos. ¿O será que esas chascas y esos pelos en la cara los ponen lentos? Hay que quitarles peso de encima, mi teniente. —Afirmativo, sargento Muñoz. Dicen que las bayonetas son buenas para eso. Procedan a discreción. —Quietitos los huevoncitos. Veremos si debajo de esos disfraces hay verdaderos hombres. —Como no vamos al colegio, ¿Juanucho puede quedarse a jugar? —pregunta Felipe. —Solo un rato, dentro de la casa. Después Juanucho tiene que ir a la suya. Sus papás se van a preocupar si no está cuando regresen. Los niños suben al segundo piso, al dormitorio de Felipe, buscan la caja de cartón en donde están los soldaditos de plomo, se los reparten mitad a mitad e inician una batalla. Desde afuera les llega el trajín de los hombres en la cancha y los gritos de las órdenes que continúan, rítmicas y repetitivas, así que el juego no dura mucho. Los niños van al baño y se asoman por la ventana. Los hombres en la cancha, con sus cabezas rapadas, se ven como muñecos de trapo, como espantapájaros al viento. Los niños no pueden contener la risa. Se quedan ahí un tiempo sin límite, hasta que escuchan a la madre de Felipe. —Bajen, iremos a dejar al Juanucho a su casa. Por la radio se ha informado que hay toque de queda a partir de las tres de la tarde y solo faltan unos minutos. Los tres salen apresurados para andar las cinco cuadras que los separan de la casa de Juanucho. Avanzan en silencio, lo que hace que sus pisadas sobre los charcos de la calle resuenen fuertes en sus oídos. Los recibe una casa desierta. La señora Luz le dice a Juanucho que mejor se devuelva con ellos, que puede que sus papás se demoren o que no alcancen a llegar ese día. Juanucho se niega, dice que tiene prohibido quedarse fuera sin aviso, que los esperará, que no es la primera vez que está solo en la casa. Felipe y su madre aguardan a que el amigo entre. No se mueven hasta que escuchan que pasa llave a la puerta. La madre toma al niño de la mano y desandan corriendo las cuadras de regreso a su casa. Cuando están a apenas unos metros de la reja de entrada, desde atrás les llega el ruido sordo de un motor y, por sobre él, un grito de alto. La madre y su hijo detienen sus pasos y se dan media vuelta sin soltarse de las manos. Un camión militar frena a unos centímetros de sus pies. El camión lleva la camada cubierta, aunque desde donde están Felipe y su madre es fácil darse cuenta de que

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transporta personas. Detrás de los visillos de las casas vecinas se vislumbran unas siluetas inmóviles, sombras que los observan. Dos milicos se bajan del camión. Llevan casco, uniforme de combate y sus caras pintadas. No transmiten expresión alguna, aunque las marcadas rayas negras de sus rostros destacan sus ojos, pequeños y vidriosos, como chispas ebrias en busca de viruta para quemar. —¿Adónde van? —pregunta el sargento—. ¿No saben que estamos en toque de queda? —Vivimos aquí nomás —dice la madre y señala su casa—. Fuimos a dejar a un compañero de mi hijo que vive a unas cuadras. —¿Qué compañero? ¿Compañero de quién? ¡No digas esa mierda de palabra! ¡Aquí no van a haber más compañeros! Somos chilenos. ¡Chiii-lee-nos! ¿Entendiste? —grita el sargento mientras les apunta con su metralleta. —Es… Es un amigo de mi hijo, un amiguito de la escuela, al que fuimos a dejar a su casa. —Identificaciones. —Pide cortante el sargento y estira la mano. El cielo de la tarde de septiembre se ha puesto de pronto más ceniciento que un cigarrillo consumido y mustio. Se escuchan disparos que suenan allí mismo, que cortan el silencio de la calle. El niño aprieta fuerte la mano de su madre, a ella le tirita la mandíbula al tratar de articular una respuesta. —¡Dije, identificaciones! —No… No traemos los carnés con nosotros. Pero vivimos aquí mismo, podemos ir a buscarlos. —¿Eres casada? ¿Por qué andas sola con tu crío? ¿Por qué no fue tu marido a dejar al amiguito? —Él está de viaje, es comerciante. Tuvo que ir a Argentina a comprar mercadería por el desabastecimiento de acá. —¿Nombres? —insiste frío el sargento sin dejar de apuntarles. —Luz Muñoz, señor. Él es Felipe, Felipe González Muñoz. El sargento relaja los músculos del rostro y las rayas gruesas que lo cruzan se hacen menos sólidas. —¿Muñoz dijiste? Podrías ser mi pariente, yo también soy Muñoz; aunque somos muchos los muñoces, ¿cierto? —dice el sargento sin esperar respuesta. El sargento Muñoz baja el cañón de su metralleta y sus labios, secos y apretados, intentan esbozar una sonrisa. —Éntrense rápido y no vuelvan a salir en toque de queda. El sargento y el milico raso que lo acompaña retroceden sobre sus pasos y suben a la cabina del camión, que continúa hacia la cancha de fútbol. Cuando pasan frente a la reja, baja con delgados barrotes de fierro, de la casa de Felipe, él y su mamá miran desde la ventana de la cocina. A través de los vidrios empañados por el vaho de sus propias respiraciones logran reconocer la cara sin pintar del papá de Juanucho que se asoma desde la camada del camión. La señora Luz piensa que sí, que mañana mismo le pondrá visillos a su ventana.

Dionisio Seissus (1962, Punta Arenas, Chile) es sociólogo de profesión y tiene estudios de Ingeniería Civil y un magister en Marketing. A los quince años fue cofundador del Centro de Escritores Jóvenes de Magallanes. En 1980 se trasladó a Santiago para ingresar en la Universidad de Chile, donde participa de los talleres literarios de la Agrupación Cultural Universitaria de la Escuela de Ingeniería y colabora con la revista Claridad. Ha publicado el libro de relatos Un tenue aleteo (Ril Editores, 2022). «Día once» pertenece al libro de relatos inédito Karukinká.

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Los pescadores de perlas

Microrrelatos inéditos

Iván Humanes Bespín Ella entró porque tenía llaves. Porque yo no recordaba que tuviera llaves. Llamó. Debió escuchar algo. Deshizo con dos vueltas de llave la incógnita. Y tuve que esconderme detrás de las cortinas de la habitación. Era rápida. Muy rápida. Yo era muy rápida. Podía situarme en una zancada a varios metros. —Sal de allí —me dijo al intuirme, como si jugáramos—. Sal de allí o tendré que ir a buscarte —decía—. Tendré que ir y te castigaré —decía sensualmente. Y yo escondiéndome más y más. Hasta que me arrancó de las manos las cortinas y vio mi cabeza diminuta. —Madre mía —soltó—. Madre mía. Creo que susurré algo. No recuerdo. Ella me creyó insecto peligroso. O animalito raro. Quién sabe. Nuestra historia de amor se acaba con un zapatazo y yo deslizándome en el desmayo por el cristal de la ventana. La derrota. Debió ser un catorce de febrero. La memoria ya no es lo que era. No lo es.

No se culpe a nadie. Es difícil saber quién ha cogido primero el bote de Nescafé, si Cortázar o yo. Con las ganas que tenía de enseñarle mi nuevo libro, nuestros dedos se han tocado. Lo único que puedo asegurar es que ha sido él quien me ha rozado primero. Los fantasmas que ocupan nuestro hogar se han removido en sus sillones. A la Maga, tan de pink champagne, se le han caído las tazas del susto. Qué decir del tropiezo de la asesina al borde de la mecedora, a punto de matar al autor. El sendero se ha bifurcado en ese instante, y el desorden de los factores ha provocado el aullido de Johnny delante de la heladera. La noche boca arriba. Una flor amarilla ha caído del techo de la cocina. Es evidente que Cortázar me ha sonreído. ¿Habrá adivinado acaso mi excitación? Al final del juego, Rocamadour ha gateado hasta Cortázar. —¡Cgonopio! —me ha soltado el mocoso deforme sin venir a cuento. Y es que en esta casa profunda y oscura vivimos en un permanente delirio.

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Desde que colecciono fotografías de muertos, siento más amor por mi familia. Es cenar juntos la misma tortilla todas las noches y no parar de bromear con mis hijos, de besar a mi querida pareja y hablar de la vida. Fue sencillo conseguir unos trajes victorianos para vestirlos. Les leo a Cervantes para que progresen en su conocimiento, por mucho que no dejan de ser unos cabezas de chorlito. Y lo de hacer la fotografía ya lo domino: un buen encuadre mejora siempre la perspectiva. Debe parecer que están vivos. Hay que procurar tapar los golpes y la sangre, el fango de sus uñas. Es más complejo de lo que parece mantener sus ojos bien abiertos y capturar el brillo del alma. Porque ese es el gran secreto de un retrato post mortem.

Ha sido perderme en el póker que tenía entre manos y, al regresar a la partida, estar en un castillo. Con sus pilares inmensos y lámparas con velas, cortinas de seda cubriendo los muros de piedra y los huesos doloridos por tanta humedad. He visto a mi novia sonreír y he adivinado sus colmillos. Cromo seis, Carmilla. A nuestro bebé adoptado convertido en Caníbal de Plutón. Cromo ciento treinta y cinco. El Gigante de Dos Cabezas, en medio del salón solemne, manoseaba inquieto su espada. Cromo veintisiete. Creo que me toca ser el fantasma de Gladis. Cromo cincuenta y tres. Álbum Monstruos, 1986. Sin editorial conocida. Ilustrado por Carme & Ricard.

Las gallinas escarbaban en la arena y nuestros amos han despertado con una mano de menos. Hemos abandonado las casas que nos cobijaban y llevamos nuestros trofeos a la Gran Reunión. La Colina Sagrada queda lejos, pero estamos acostumbradas a resistir los caprichos de los humanos; durante años nos han preparado en sus carreras absurdas. Nos ordenaban que no mordiéramos la mano que nos daba de comer. Y decidimos arrancarla. Al llegar, arrojaremos a la tierra esas partes humanas que sí, ponen el plato, pero también señalan obligaciones y reprenden con su asqueroso dedo en alto. Libres al fin, iremos a por todas. Somos designios de la Providencia.

Iván Humanes (Cornellá, 1976) ha publicado los libros de relatos La memoria del laberinto (CyH, 2005) y Los caníbales (Libros del Innombrable, 2011), con el que fue finalista del premio Setenil al mejor libro de relatos publicados en España, y las novelas La emboscada (Inéditor, 2010) y Lengua de orangután (Editorial Base, 2015). Es guionista del largometraje Vestigis y coguionista del corto Krisis. Una terapia superheroica (2017), ambos seleccionados en el Festival Internacional de Cine Fantástico de Sitges. Su último guion ha sido la audioserie Terapia para un superhéroe (Podimo, 2021). En octubre publicará el libro de microrrelatos Teoría del Gran Infierno (Pez de Plata, 2024).

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Gustavo Vega Mansilla Poemas visuales

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El enigma Azorín Por José de María Romero Barea Si un clásico es un compendio de talento, ambición e inteligencia, todo ello está presente en abundancia en la producción del genio de nuestras letras José Martínez Ruiz, más conocido por su seudónimo, Azorín (Monóvar, 1873 - Madrid, 1967). Y, sin embargo, de alguna manera, lo que obtenemos al final de la lectura de sus mejores libros es algo más que un literario ejemplo. Se diría que el escritor perteneciente a la generación del 98 no quiso cultivar una imagen pública más allá de sus páginas egregias. Dispuestos a celebrar el 150 aniversario del nacimiento del novelista, ensayista y cronista hispano seguimos honrando su afán de anonimia. Porque, si cualquier intento de enmarcar una biografía se basa en seguir patrones de comportamiento, ¿no estaremos subestimando las infinitas posibilidades del caos? Espíritu abigarrado, el integrante del Grupo de los Tres (Baroja, Azorín y Maeztu), ha ingresado en la posteridad imbuido de la invisibilidad que promulga el ejercicio de la imaginación. En el marco de la celebración del Año Azorín, examinamos su relevancia, regresando a dos de sus obras seminales: La ruta de don Quijote (1905) y Una hora de España (1924). Intuiciones de la aleatoriedad ¿Cómo, en nombre de la erudición, se reúne un cúmulo tal de información en tan breves páginas, escritas para conmemorar el tercer centenario de la primera parte de la saga de Don Quijote de la Mancha (1605), de Miguel de Cervantes? Nos impele el interlocutor a movernos entre pausas: «Soy un pobre hombre que, en ratos de vanidad, quiere aparentar que sabe algo, pero en realidad no sabe nada» («La partida»). Deambulan las disertaciones, conectando a personajes y eventos en el tejido de una ligereza que contradice subyacentes complejidades: «¿No es natural que todas estas causas y concausas de locura, de exasperación, que flotan en el ambiente hayan convergido en un momento supremo de la historia y hayan creado la figura de este simpar hidalgo?» («Psicología de Argamasilla»).

Logra escapar de los lentos pero constantes avances de la ignorancia una sagacidad que incurre en la entropía del universo que lúcidamente captura el merecedor de la Gran Cruz de la Orden Civil de Alfonso X el Sabio (1946): «Un hálito de arte, de patriotismo, se cierne en esta clara estancia en esta hora, entre estas viejas figuras de hidalgos castellanos» («Los académicos de Argamasilla»). Se aumenta la comprensión de las desmitificaciones de la tradición caballeresca, tan constante como irreversiblemente, conduciéndonos a la aleatoriedad que rige las entregas: «¿De qué manera no sentir que un algo misterioso, que un anhelo que no podemos explicar, que un ansia indefinida, inefable, surge de nuestro espíritu?» («La primera salida»). A favor de una de las principales novelas de la literatura universal avanza un estilo que tiende a expandirse estableciéndose en las particularidades, hasta incurrir en cósmicas comuniones de contrarios: «Y aquí acaeció, antes estas batanas que aún perduran, esta íntima y dolorosa humillación del buen manchego» («Camino de Ruidera»). Desaparece el creador en La ruta de don Quijote tan deliberada como mágicamente, oculto detrás de su ingenioso protagonista, el hidalgo inmortal, «porque el gran idealista no vería negada a Dulcinea; pero vería negada la eterna justicia y el eterno amor de los hombres» («La Cueva de Montesinos»). En esto, tal vez, consisten las artes del dramaturgo, del actor en esencia que fue, que sigue siendo el receptor de la Gran Cruz de la Orden de Isabel la Católica (1946), hábil practicante del empeño de esconderse «en la fantasía del buen manchego [exaltado] ante estas máquinas inauditas, maravillosas» («Los molinos de viento»). Asertiva la imparcialidad de su estudio, dependiente de la espontaneidad, vigente en la presentación minuciosa de la primera saga polifónica de la modernidad, mientras expone sus vínculos intemporales. Hay que releerla tomando decisiones, en lugar de asimilarla pasivamente, pues «se desliza de tarde en tarde, entre las penumbras del crepúsculo, la figura lenta de un viejo hidalgo con su capa» («En el Toboso»).

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José de María Romero Barea. El enigma Azorín

La noción y el gusto de la claridad Una semificticia oralidad acomete retratos no solo del portador de la Gran Cruz de la Orden de Carlos III (1963), sino de su ineludible presencia: «En la sucesión del tiempo, del tiempo sin medida, todas las naciones del mundo se trastocarán y subvertirán, movibles, ligeras, rápidas como esas golondrinas» («Piedad»). A través de los capítulos entrecortados, la multiplicada progresividad acomete la panoplia de ideas, hasta urdir una intrahistoria de la literatura castellana: «La exclamación de Celestina parecería ya extraña a finales del siglo XVI. En nuestros días no la comprendemos: de tal modo hemos perdido la noción y el gusto de la claridad en el estilo» («El estilo»). Cada área de Una hora de España (1560-1590) acepta los riesgos inherentes de otorgar entidad humana al ser viviente, a despecho del sujeto literario: «El genio de España no podrá ser comprendido sin la consideración de este ir y venir de los rebaños por las montañas y llanuras» («Montañas y pastores»). Y aunque el hacedor comienza este discurso de ingreso en la Real Academia Española admitiendo lo poco que desea mostrarnos de su personalidad, no podemos evitar avanzar en la lectura dejando atrás las conjeturas previas: «Nos conformamos, sí, con la realidad; aceptamos la vida como se presenta» («Un viandante»). Acomete el Hijo Adoptivo de Alicante (1963) técnicas de captura, clasificación y entrega de información. Nos recuerda lo que hemos sido, lo que seguimos siendo como colectivo: «Todos estos castillos nos hablan de turbulencias, banderías, revueltas, alborotos. La lealtad y la fidelidad se han albergado entre sus muros también» («Castillos en España»). En Una hora, nos movemos entre el diario íntimo y afán peripatético: «Cataluña, Valencia, Mallorca, Alicante: quien lleve innata la visión de vuestra luz en la retina no os podrá olvidar jamás» («Cataluña»). El resultado refleja el pluralismo de toda una nación apartada sistemáticamente de su mejor pensamiento. En este analógico regalo se reproduce, por último, una investigación sobre las formas en que la tecnología que nos propulsa exige de dobles reflejos, tribales combatientes que mermen la escindida faz del siglo XXI, reivindicando «la vida del campo [que] es independencia y sociabilidad al mismo tiempo. Se tiene en el campo la amada soledad y a la vez la grata comunicación» («El pobre labrador»).

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A cada paso del proceso nos asiste el coetáneo de Ramón Gómez de la Serna, Antonio Maura, Pío Baroja o Torcuato Luca de Tena con muestras tomadas de la propia idiosincrasia: «Españoles y extranjeros han hablado largamente, desde hace tiempo, de la decadencia de España. Reaccionemos contra esta idea» («La famosa decadencia»). Una invitación a la autorreflexión Radica la fuerza de La ruta en la dramatización de la brecha entre explicación y experiencia. Se incorpora una discusión articulada en un análisis a tiempo real de la peripecia cervantina: «En la noche memorable en que don Quijote y Sancho entraron en el Toboso reinaba un silencio profundo; una luna suave, amorosa, bañaba las callejas» («Los miguelistas del Toboso»). Pero ese mismo periplo, narrado a través de una miríada formal, es al mismo tiempo irreprimiblemente vivaz, dolorosamente esquivo: «¿No es esto la fantasía loca, irrazonada e impetuosa que rompe de pronto la inacción para caer otra vez estérilmente en el marasmo?» («La exaltación española»). A su vez, en Una hora, asistimos al desmoronamiento de la identidad, entre lógicas contradicciones, incertidumbres e indeterminaciones: «Esa sensación de impetuosidad —en el paisaje severo y enérgico de España—; esa sensación de fortaleza que se alía a la gracia y la sensualidad más delicada es precisamente lo que da su atractivo insuperable a la mujer de España» («La verdadera española»). Se afana el exégeta en llenar los espacios en blanco con descubrimientos: «¿Ha de triunfar en la humanidad la inteligencia o ha de triunfar la voluntad?» («Epílogo ante el mar»). Decide qué información es confiable, vívida e importante. Ensarta sus disquisiciones en secuencias lógicas, sin espacios, non sequiturs ni distracciones. De esta manera, ambos volúmenes siguen logrando transmitir su información convincentemente, enfrentándose a los lugares tristemente comunes de la posmodernidad. Reeditados por Alianza y prologados por Jorge Urrutia, estos dos espejos literarios cumplen su propósito esencial: la autorreflexión. Para comprenderlos, antes hemos de comprendernos. La mejor manera de celebrar el 150 aniversario del nacimiento de su autor es releyendo estos dos manuales de referencia, aprovechando la oportunidad de mejorarnos que nos procuran.


Motivos y resortes de una exopoética Excentricidad expresiva como disidencia intelecto-artística Por José Antonio Olmedo López-Amor «Sólo podemos atender al mundo oracular.» Oswald de Andrade, Manifiesto antropófago (1928)

Una realidad social vestida y opresora Un desplazamiento en los modelos de producción industrial de una sociedad siempre ha comportado a sus ciudadanos y creadores un correlato en las formas de concebir, estar e interpretar el mundo. Cualquier viraje de ese eje formado por lo político, social y económico ha devenido —según indica la Historia— en transformaciones intelecto-artísticas. A partir de estos asertos, no es inasumible colegir de nuestra contemporaneidad una rotación artística que afecte de manera evidente al hecho lírico. Si tal como manifestó el ensayista y poeta argentino Saúl Yurkievich1 —a quien tendremos como referencia—, la revolución literaria «[s]urge íntimamente ligada a la noción de crisis generalizada, de corte radical con el pasado, de gran colapso» (1982: 351), no podemos obviar que la convulsa situación mundial, tras una crisis económica y una pandemia globales, sumadas a los conflictos Rusia-Ucrania e Israel-Palestina (por citar los más mediáticos), con la amenaza añadida de una posible tercera guerra mundial y que, a su vez, confluyen en un momento de transición a un nuevo orden que es dictado por las empresas que controlan el mundo y las bondades y maldades de la ciencia, el colapso 1. «Los avatares de la vanguardia». A este texto de Saúl Yurkievich nos referiremos.

está más que garantizado. Por tanto, es previsible que un giro ideológico y artístico que comporte un cambio de rumbo esté ocurriendo desde principios de siglo. En 1928, Oswald de Andrade, poeta, ensayista y dramaturgo brasileño, publicó su Manifiesto antropófago (canibalismo cultural como tropo entre la sociedad civilizada y el salvajismo), el cual fue concebido como un contradiscurso latinoamericano frente al colonialismo: el artista latinoamericano se veía obligado a deglutir toda influencia externa para, a través de su digestión, ofrecer algo completamente nuevo. Dicha naturaleza distinguió al movimiento «antropofagia» como una herramienta poscolonial de emancipación intelecto-artística: «Contra la realidad social, vestida y opresora, castrada por Freud — la realidad sin complejos, sin locura, sin prostituciones y sin las prisiones del matriarcado de Pindorama2» (Andrade, 1928: 1533). Con «realidad social, vestida4», De Andrade se refiere a la máscara que separa al cuerpo desnudo (verdad) del mundo exterior (realidad). En este conceptual binomio, la ropa representa lo artificial, el muro que levantan los mediadores sociales, bien por intereses económicos, religiosos o políticos. En dicho manifiesto 2. Nombre de la tierra de Brasil en nheengatú (lengua de los indios). 3. Oswald de Andrade, Manifiesto antropófago, publicado en Revista de Antropofagia 1 (mayo de 1928). Traducción de May Lorenzo Alcalá y María del Carmen Thomas. Recogido por Jorge Schwartz en Las vanguardias latinoamericanas, Cátedra, Madrid, 1991, págs. 143-153. 4. La tipografía negrita es una añadidura.

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se detectan las influencias del pensamiento revolucionario de Karl Marx; la apertura que en psicología supuso el inconsciente y otros presupuestos de Freud; la liberación del elemento primitivo en el ser humano, que propusieron algunos escritores surrealistas, entre ellos André Breton; por supuesto, el Manifeste Cannibale escrito por Francis Picabia en 1920; y también algunas reflexiones sobre la noción de salvajismo y el concepto del ser salvaje, temas que los filósofos JeanJacques Rousseau y Michel de Montaigne abordaron en ese momento. La problemática devenida de la tecnificación de la sociedad y la consiguiente imposición de su estatuto de la barbarie también se traslucen en este manifiesto, lo que señala la influencia directa de Hermann Keyserling. Casi un siglo después, la tecnología sigue invadiendo nuestro día a día, distorsionando de manera muy notoria nuestros hábitos e induciéndonos al consumo, al entretenimiento y la deshumanización. Opulencia, infantilismo e insensibilización son rasgos destructivos que anticipan una irreversible y dolorosa decadencia. El ámbito digital se ha convertido en un caballo de Troya del Estado desde el que se puede controlar al individuo hasta llegar a límites nunca vistos. Nos mostramos más dependientes y colonizados que nunca, aunque no somos verdaderamente conscientes de ello. Al menos, no somos capaces de mensurar su magnitud. Lo siniestro, de permanecer en ese estado de forma indefinida, es nuestra inacción. La masa anónima obedece y se somete al yugo de las políticas neoliberales, las mismas que han sometido el rumbo del mundo a intereses económicos privados. La terrible y mala noticia es que seguimos a un flautista de Hamelin que nos conduce al precipicio del pensamiento único, o lo que es peor, al insondable abismo del no pensamiento, a la sumisión y una acción mecánica preestablecida (véase lo que sucede en China). Esta violencia ejercida sobre el pueblo a través del poder tiene su propio correlato en el hecho poético. En el arte, toda disidencia formal es también una disidencia ideológica. La obra, antes conjunción selectiva, centrípeta, se abre a la multivocidad, a la polifonia exterior, se excentra, se autoexpulsa de su vigilado dominio, se abre

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a la contextualidad confusa, al barullo de afuera. Se deja invadir por la palabra ajena, enajena su integridad (Yurkievich, 1982: 355).

El yo lírico es un yo político. El discurso hegemónico normaliza la agresión y neutraliza el pensamiento crítico. Hasta no hace muchos años, por ejemplo, el espectador de televisión podía esquivar los —adoctrinadores— anuncios publicitarios cambiando de canal. Ahora, la mayoría de canales televisivos ha sincronizado los momentos de corte de la emisión para introducir la publicidad; de esta manera, los largos y extenuantes pasajes publicitarios coinciden en el tiempo y la única forma de huir de ellos es apagando el televisor.

Oswald de Andrade. Fotografía: Fundo documental Correio da Manhã.

Fijémonos también en el consumo audiovisual a través de aparatos tecnológicos. Si decidimos ver un vídeo musical a través de nuestro smartphone estamos obligados a visionar varias cortinillas de propaganda industrial. La programación subliminal es una herramienta sibilina para el desarme. Y lo mismo ocurre con el trato que los usuarios de las entidades bancarias reciben de estos brazos articulados del Estado. Han pasado de premiar y estimular al buen cliente, regalándole una esplendorosa cubertería de acero inoxidable, a pena-


lizar y sancionar al cliente que menos dinero les hace ganar, y para ello, lo asedian con desproporcionadas e injustas comisiones. Una forma de controlar, imponer contenidos y censurar a los artistas, esos que pueden estimular la conciencia colectiva de un pueblo a través de sus creaciones, ha sido y es la de apartarlos del poder. Desde los inicios del capitalismo los artistas han sido considerados peligrosos, han sido obligados a apartarse de sus tribunas y a ejercer un «oficio» mercantil. Han sido coaccionados desde las instituciones y desde un sistema diseñado para consumidores industriales, inducidos, vetados, intoxicados y corrompidos para alejarlos de esa posición de privilegio que alguna vez ocuparon en las cortes medievales. Un escritor no debe poder vivir de escribir, ni su proyección sobre las masas le debe procurar una parcela de poder. Este parece ser un mantra que repiten los centinelas capitalistas, algo que para llevarse a cabo articula sofisticadas y sibilinas técnicas de terrorismo de Estado. El modelo cortesano del artista patrocinado por un mecenas era algo que podía proveer demasiada libertad a un creador, o lo que es lo mismo, no es viable para cualquier Gobierno ofrecer un margen de acción a un potencial revolucionario: «En cada encrucijada del sendero que lleva al futuro, la tradición ha colocado diez mil hombres para custodiar el pasado» (Maeterlinck). De modo que la subordinación y dependencia del escritor actual es tutelada por agentes estatales que tienen bien aprendido su papel y, sobre todo, más que para fomentar la creatividad del escritor, existen para controlarlo y coartarlo (véase lo que hace la industria farmacéutica al patrocinar investigaciones y enterrar descubrimientos). Ese cambio de paradigma es fiel al ideal platónico de sociedad perfecta, un ente autosuficiente que modela a sus ciudadanos para privarles de autonomía e impedir su contradiscurso y emancipación. Censura y estandarización como estímulos creativos Una oportunidad dorada para el poeta excéntrico (que tiene un centro diferente) es servida en bandeja por esos actores sociales que fomentan y dictan por dónde debe discurrir la denominada cultura de masas. Una

educación mediada y en serie —excluyente, para los rezagados, y castrante, para los avanzados— solo puede generar ideologías homogéneas, pensadores limitados, cuyos ámbitos de polémica quedan circunscritos de manera subliminal a lo políticamente correcto. Dicha estandarización, a nivel general, puede causar un efecto contrario a nivel particular: invitar a la desobediencia5. Subvertir lo ordenado siempre ha sido una de las tareas del verdadero artista. Si lo canónico y lo normativo indican al exopoeta (poeta que no orbita núcleos masificados de creación) aquello que no hay que hacer, lo que dicta el canon y las normas es aquello frente a lo que se tiene que rebelar. Desaparece así el horror vacui, el vértigo a la página en blanco, la monotonía sonora de fondo parece causar el efecto contrario en algunas mentes que reaccionan ante ella de manera muy distinta a la que esperan sus creadores: propone el contraste necesario para encontrar una voz discordante, plantea un punto de partida. La tendencia artística dominante es un enorme y oxidado diapasón que nos ofrece un monológico la sostenido, a partir del cual es más fácil crear sin apuntadores. Directores de cine españoles, como Luis García Berlanga, manifestaron en alguna ocasión que la censura les había hecho un gran favor en sus carreras, y es que lo prohibido acota el vacío, todo lo que obstaculiza estimula al autor y casi siempre termina enriqueciendo no solo el resultado, sino también su proceso creativo. La poesía en español, discursiva y actual, adolece —más en España que en Hispanoamérica— de esa asunción de lo dictado. Quienes hemos ejercido como jurado de un certamen poético hemos sido testigos de retahílas de obras que, lejos de oponerse, comparten en el plano argumental denominadores comunes y, no solo eso, en el plano técnico están cortadas por el mismo patrón. Programación social Resulta fácil, como autor contemporáneo, incurrir en esa anonimización de la obra de arte, ya que la obediencia del discurso unidireccional del Estado se lleva a cabo de manera inconsciente. Como crítico literario de intenso ejercicio, también he vislumbrado sendas argumentales 5. Véase Indignez-vous ! (Indignaos!, en español), un libro escrito por Stéphane Hessel.

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y técnicas que se repiten de manera abrumadora en los poetas españoles de la actualidad. Estos comportamientos, sin duda, obedecen a unos estímulos sociales que no solo ponen en peligro la contingencia que debe abrazar todo hecho lírico; también —y lo más grave— transparentan la fragilidad del librepensamiento. Si hace cinco años era típico ver en los libros de poesía citas de autores como Raymond Carver, ahora ocurre lo propio con autoras como María Zambrano o Wislawa Szymborska. Esto no puede confundirse con una moda epidérmica y efímera o algo accidental, puesto que viene acompañado con decisiones lingüísticas compartidas, mismos moldes y maneras para traducir la inspiración y el pensamiento, como ausencia de signos de puntuación, elipsis, ruptura o polarización del cliché, etc. El foco doctrinal proviene de diferentes ángulos, de lugares convenientemente estudiados para que sus haces de luces converjan en un punto (inconsciente) y muestren a través de la expresión del individuo (en este caso, el hecho lírico) la tridimensionalidad de su industrializada holografía. En un contexto así, lo raro se presenta como algo luminoso, algo nuevo que nos extraña y desconcierta: justo, a lo que debe aspirar cualquier obra de arte. La palabra vanguardia, que a algunos incomoda por desactualizada, proviene del lenguaje militar y, si por una parte denota esa condición de avanzadilla que se anticipa al pelotón y puede anunciarnos novedades antes de que estas lleguen a la mayoría, por otra connota la violencia que todo lo relacionado con el ejército debe conllevar. Desde los tiempos de Aristóteles y su Poética, es sabido que parte de la originalidad en el discurso literario recae en la desactivación de lo ordinario. Esa perturbación, esa zona cero del extrañamiento, que en caso del poeta afecta sobre todo a su lenguaje, no puede ser llevada a cabo sin ejercer algún tipo de violencia sobre él: «La poesía experimental, al derruir los valores lógicos, morfológicos y sintácticos abre la posibilidad de que cada palabra, cada signo, tenga una carga nueva, transfigurada por sus asociaciones asociativas y no limitada por el peso jerárquico de los valores logicosintácticos» (López Gradolí, 2012: 2616). 6. (2012) Poesía experimental española (Antología incompleta), Madrid: Calambur.

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Por tanto, cuando hablamos de un poeta excéntrico estamos hablando de un arte que proviene de un exabrupto, de una coacción, de un constreñimiento. Quizás no siempre, pero en la mayoría de las ocasiones, si prestamos la suficiente atención a los textos, podemos detectar en ellos vestigios de esa agresividad. Los nuevos constructores —a grandes rasgos— modalizan sus textos forzando el lenguaje. Hijos del conflicto Un hecho probado que apuntala esta afirmación es que, tanto en la literatura como en el cine, para el gran público (guiado por un aún más grande regidor) no existe ninguna historia digna de crearse y consumirse que no gire alrededor de un conflicto. Parece que solo exponiéndose a la tragedia el héroe moderno es capaz de transformarse, crecer y demostrar todas sus virtudes. No existen novelas ni películas en los grandes circuitos de la mercadotecnia en las que todo les vaya bien a sus protagonistas de principio a fin. ¿Somos pesimistas,


agoreros o morbosos? Y, por si fuera poco, aquel artista que se atreva a expresar lo contrario será, seguramente, rechazado. Forzar el lenguaje es forzar el pensamiento. En 1963, el polifacético artista estadounidense Andy Warhol rodó Sleep, una cinta de trescientos once minutos de duración en la que únicamente aparece John Giorno, poeta y amante de Warhol, mientras duerme con placidez durante más de cinco horas. Esta película llegó a estrenarse el diecisiete de enero de 1964 en el Gramercy Arts Theater, aunque de los nueve espectadores que pagaron su entrada para verla, huyeran dos, tan solo un poco después de transcurrida la primera hora. Warhol no solo destruyó con esta obra la estructura planteamiento, nudo y desenlace, que se enseña en todas las escuelas de cine, sino que también dinamitó el canon temporal, argumental y de entretenimiento que impone la mercadotecnia; eso sí, respetando las tres unidades aristotélicas. Más allá de realizar una lectura sobre la película que relacionara el concepto de «tiempo» con la no acción (taoísmo), la inconsciencia obligada de estar vivo, la repetición de los actos o la imperfección de dicha repetición, según Warhol, muchas personas se sintieron estafadas. ¿Estamos preparados para una desactivación radical de lo ordinario que no nos frustre como lectores en nuestra búsqueda del sentido? ¿Estamos preparados para el antiarte? El agotamiento estético deviene de una enrevesada práctica lírica que, más concentrada en obedecer y probar fórmulas creativas que en comunicar, incurre en un exceso de experimentación «injustificada» que aleja al lector de manera irremediable. Por supuesto, también puede devenir de lo contrario. Un texto que redunde en lo ordinario y no sea creativo, arriesgado ni audaz difícilmente despertará el interés de un lector activo. No se trata solo de manifestar su discrepancia o arremeter en contra de la tendencia lírica dominante. A los exopoetas poco les importa renunciar a buena parte del público. Sus objetivos no son la fama, el rédito económico o la aspiración de alcanzar —solo— un nuevo efecto estético: «Asumen la quiebra del orden agrario, la rotura de la cohesión social, el descrédito de la cultura humanística, la invalidez axiológica y la carencia óntica. Saben que tienen que obrar en el vacío, escribir al borde del precipicio» (Yurkievich, 1982: 356). Detrás

de todo ello hay toda una declaración de intenciones, un compromiso filosófico y moral con aquello que se dice y hace, una razón de amor sobre la búsqueda de sus propias identidades y sus relaciones con el mundo. En la cultura japonesa existe un concepto que define muy bien la naturaleza de ese convenio tácito: makoto. Con este término, los japoneses ponen en valor la sinceridad plena, admiran e intentan conseguir un equilibrio entre aquello que se dice y aquello que se hace. Es decir, si un haiku debe reproducir la realidad sin adornos ni subjetividad, existirá una equidistancia entre el poema y el hecho que lo inspira, como entre la realidad y la naturaleza y fin de nuestros actos. La permanencia en lo sublime periférico puede ocasionar, con el tiempo, el alejamiento de estos autores sobre sus propias prácticas y creencias. La exposición prolongada a este ordenamiento lingüístico de naturaleza ecléctica y, en parte, iconoclasta, puede conllevar una natural mutación empírica en su ADN. Se habla de interdisciplinaridad, de estructuralismo, de semiótica. Fenómenos, aspectos, tendencias, actitudes distintas e incluso contrastadas pero que dejan entrever por una parte la aspiración a una mayor movilidad y conmutabilidad de las constelaciones culturales y por otra la búsqueda de algún punto fijo que permita establecer, con aproximaciones reguladas, latitudes y longitudes del pensamiento actual (Pignotti, 1974: 127).

Muerte o eternidad de la poesía ¿Está en crisis la poesía? Para algunos, varios factores apuntalan una respuesta afirmativa a esta pregunta. Quizás, obviando la realidad social como macroente escultor omnipresente, el primero y más importante de ellos deviene de la masificación de seudopoetas. La segunda gran democratización de la cultura, propiciada siglos después de la invención de la imprenta por la tecnología y sus espacios virtuales, ha provocado que muchos «escritores» sin vocación se animen a invadir las redes con seudopoemas, a [auto]publicar poemarios, libritos intrascendentes, las más de las veces, de tiradas irrisorias, que en ocasiones llegan 7. (1974) Nuevos signos, Valencia: Fernando Torres Editor.

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a convocar más público en sus presentaciones que el poemario de un autor verdadero. La verdadera crisis de la poesía está, en primer lugar, en esos millares de opúsculos editados casi todos, directa o indirectamente, por cuenta del autor; en esas cortas ediciones, en esas más escasas ventas, en ese público de piel de «lija», rústico, insensible (Mounin, 1962: 98).

Ese rústico público al que se refiere Mounin es fácil de engañar. Un aspirante a escritor con los contactos adecuados puede colocar reseñas elogiosas sobre su libro en grandes medios de comunicación. En el siglo XXI, algunas editoriales españolas de mayor prestigio han pretendido hacer de la poesía una extensión de su estrategia mercantil. En ese sentido, los grandes almacenes ofrecen sus productos líricos avalados por sustanciosas campañas de promoción, en los que han puesto más mimo en construir unas cubierta y contracubierta llamativas que en garantizar la calidad literaria de su interior. La interfaz que media entre poesía y lector no debería estar dictada por los programadores de la mercadotecnia: «La producción capitalista es hostil a determinadas ramas de la producción intelectual, como el arte y la poesía9» (Fréville, 1954: 18610). Esto ha sido y sigue siendo así per se. Es por esto que «la crítica intenta o debe intentar ser historia de los contemporáneos, por y para los contemporáneos» (Mounin, 1962: 9), con todo el rigor e imparcialidad que a la Historia se le presupone. Culpar al público de esta supuesta crisis de la poesía sería demasiado fácil, aunque, sin lugar a duda, tenga buena responsabilidad en ello. Los ciudadanos, obligados a vivir en sociedades de estrés y prisas, se convierten en su mayoría en lectores pasivos, no avezados e 8. (1962) Poesía y sociedad, Buenos Aires: Editorial Nova. 9. Frase atribuida a Karl Marx. 10. (1954) Marx-Engels y la literatura y el arte, París: Editions Sociales.

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incapaces, bien por su escasa formación e interés, bien por la esclavitud de sus servidumbres, de desentrañar toda la sustancia que un texto complejo les puede ofrecer. No en vano, los actuales índices de comprensión lectora de la población hablan por sí solos. El analfabetismo moderno no estriba en no saber leer ni escribir, sino en saber hacerlo, pero no comprender al cien por cien aquello que se lee. Pero si admitimos que la poesía está en crisis, nos guste o no, la crítica literaria debe de haberlo estado mucho antes. El estrabismo, la corrupción, el nepotismo, la prevaricación, el radicalismo o la especulación del árbitro sancionador alimentan el sostenimiento de la farsa. Nunca ha resultado fácil encontrar a poetas que deslumbren por la arrebatadora belleza de sus textos, pero sin duda la proliferación de seudopoetas en el panorama literario contemporáneo complejiza esa tarea. Sólo quedan de cada generación apenas dos o tres auténticos poetas, es decir, unos diez por siglo en el mejor de los casos históricos. […] cada verdadero poeta sólo llega a serlo en una decena de poemas11.

La exopoesía, por una parte, obstaculiza más esa búsqueda de verdad poética, pues, en ocasiones, los textos se opacan, se desfiguran y encriptan; pero, por otra, contribuye a que el lector conozca las costuras y el reverso del poema transparentando los andamios y puntales que bordean y sustentan su arquitectura. Educar la mirada lectora mostrando los paños menores del poema contribuye a fomentar el pensamiento crítico. Estoy en contra de considerar como poesía visual la obra de un autor que recorta la silueta de una jabalina y la cambia por un lápiz, en la fotografía de un lanzador olímpico, y piensa que con ello ha creado un poema. Este tipo de prácticas, tan comunes en el quehacer «lírico» contemporáneo, son, como mucho, collages aforísticos. Collage, o fotomontaje, porque concurren 11. Ibidem, p. 7.


en él imágenes procedentes de diversas fuentes; y aforístico o ready made, forzándolo un poco, porque se desactiva un mensaje ordinario mediante una sucinta intervención, conduciéndonos a una nueva interpretación de lo intervenido. No podemos crear algo equivalente a lo que ofrecen todos los formantes de un poema escrito: verso, métrica, rima, figuras retóricas, prosodia, estrofa, etc., simplemente sustituyendo un elemento visual por otro.

Denominar poema a lo resultante, considero que es una desfachatez infame. Un poema escrito y un poema visual —en la actualidad— no comparten la misma noción de poema. Si pretendemos lucrarnos con nuestras creaciones artísticas, lo que debemos hacer es transitar lugares comunes, expresar aquello que la gran masa prefiere escuchar, utilizar un lenguaje sencillo, huir de lo intrincado, de lo que exige, y ofrecer algo ligero, listo para ser consumido por mentes más ligeras aún. Lo de menos es que se sea o no se sea artista. De lo contrario, el exilio, la defenestración y la pobreza. El sistema tiene su propia claque, pase lo que pase el show continúa, no necesita de talentos verdaderos para sobrevivir. Hay que tener valor para ser uno de esos actores que conciben, propalan y dignifican esa necesaria contracultura encarnada en el fondo y la forma de la exopoesía. Pierden mucho por ello. No solo por aquello que expresan, sino por cómo lo expresan. El descreimiento general, no ya en la poesía sino en el ser humano en sí y aquello que es capaz de hacer, filtra su desencanto en la forma del hecho poético y hace que tan solo la aliteración, la acentuación y, en raras ocasiones, la asonancia sean casi los únicos factores que, de alguna manera, sostengan —por ejemplo— el germen musical de la poesía canónica contemporánea. Esto, en cuanto a la forma; el fondo ha cambiado —como es natural— sus referentes. Luis Alberto de Cuenca recomienda acertadamente cambiar a Zeus por Superman, algo que ocurre cíclicamente y de manera natural; lo que sucede tras esa actualización, llevada a cabo con la desidia y poca rigurosidad que motiva la citada desafección, es la desartización y deshumanización del símbolo. Los exopoetas señalan, desde hace años, la dirección de una diáspora intelecto-artística que va en busca de nuevos sentidos y códigos. La libertad escritural es su signo distintivo, así como la deconstrucción y el cuestionamiento del lenguaje, lo que los aparta del orbe mediático y del gran público. Contracorriente, solistas quedan, desafinando cuando todos afinan, principitos —solos— en su atolón, cantando a las estrellas y los continentes.

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Reflexiones sobre el lenguaje(ar) en Humberto Maturana Por Moisés Galindo El concepto de lenguaje en Humberto Maturana —lenguajear en su caso para desplazarlo de la abstracción al hacer, de un concepto a su praxis— enlaza con dos ideas centrales en su reflexión, como son el origen de lo vivo y la crítica a la metafísica clásica. La conmoción y latencia provocadas por el descubrimiento en su niñez de lo inerte, experimentar lo vivo y no-vivo en relación con un ser —«¿Pero qué es el ser vivo, me preguntaba yo, si uno puede dejar de serlo?»—, estaban ya implícitas en la pregunta fundamental que, años más tarde, cuando daba clases en la Escuela de Medicina de la Universidad de Chile, un alumno le hizo y no supo entonces contestar: «Usted, dice que los seres vivos comenzaron a existir en la Tierra hace tres mil ochocientos millones de años. Pero ¿qué comenzó hace tres mil ochocientos millones de años, de modo que usted puede decir ahora que los seres vivos comenzaron entonces?». La «autopoiesis molecular» como explicación coherente del vivir de un organismo fue la respuesta en diferido a esa cuestión: «… cuando a nivel molecular nos encontramos con una red cuyas operaciones tienen como resultado producirse a sí misma, tenemos por delante un sistema autopoiético y por ende un sistema vivo. Se produce a sí mismo»1. No tanto la interrogación sobre la vida como en el libro de Erwin Schrödinger, ¿Qué es la vida? (1944), sino el vivir: «… el vivir de todos los seres vivos ocurre desde su origen —hace unos tres mil ochocientos millones de años— necesariamente en una completa integración con el entorno que lo hace posible conformando una totalidad ecológica y dinámica 1. Maturana, Humberto & Pörksen, Bernhard, Del Ser al Hacer, Santiago: J. C. Sáez, 2004, pág. 54.

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que ahora llamamos unidad ecológica organismo-nicho»2. Es en este sentido que podemos decir del pensamiento de Humberto Maturana que abre una profunda brecha —insuficientemente reconocida— en el interior de la metafísica tradicional, donde la reflexión sobre lo trascendente ha sido sustituida por la cotidianidad del hacer en el vivir y convivir: «Este libro muestra cómo renuncié a una postura metafísica de nuestra cultura que consiste en presuponer naturalmente la existencia de una realidad independiente de nosotros como fundamento trascendental de todo lo que sucede […]. En cambio, una postura metafísica que no se basa en el supuesto aprióríco de la existencia de una realidad trascendental no se ocupa de entidades, sino que acepta que todo lo que un ser humano hace, surge de su dinámica corporal en el proceso de conservación personal/ autopoiesis en interacción con un medio adecuado»3. De la metafísica de la realidad trascendental —heredera de nuestra cultura patriarcal— subordinada a un mundo independiente de la corporalidad del observador que la evalúa, a una epistemología de lo cotidiano de raíz matríztica donde el ser ha sido reorientado a un hacer en el vivir de nuestro presente espontáneo y cambiante como seres humanos. Maturana está en las antípodas de pensadores como Heidegger cuando, en El ser y el tiempo, como escribe Vattimo, «contra la idea corriente de que el mundo es la suma de los objetos encontrados en la experiencia, se propone la tesis de que el mundo está “antes” que las cosas individuales, en cuanto es el horizonte de retornos dentro del cual, solamente, algo puede tematizarse “como algo”, como 2. Maturana, Humberto & Dávila, Ximena, El árbol del vivir, Santiago: escuelamatríztica/MVP editores, 2015, pág. 10. 3. Del ser al hacer, Ibid., pág. 13.


Humberto Maturana (FIL Santiago, 2015). Fotografía: Rodrigo Fernández

un ente determinado»4. O, lo que es lo mismo, nos encontramos ya siempre dentro de un lenguaje, dentro de una estructura de signos y significados. Si lo trasladamos al puro ámbito de la biología, es justo lo contrario de la reflexión del autor de De máquinas y seres vivos o El árbol del conocimiento —libros escritos en colaboración con Francisco Varela—, pues para Humberto Maturana «hablamos como si el nicho ecológico estuviera ahí y los animales lo ocuparan. No pasa así. Los organismos se deslizan en su vivir en la conservación de su coherencia con un nicho ecológico que va cambiando con ellos»5. Esa codependencia y bidireccionalidad es la que también opera cuando hablamos de lenguaje. Desde la arqueología y la paleontología podemos rastrear sus orígenes y evolución a través de los restos fósiles. Cómo la ausencia o presencia y desarrollo de variaciones morfológicas en la anatomía cerebral —en 4. Vattimo, Gianni, Más allá del sujeto, Barcelona: Paidós, pág. 68. En página 69 y en relación con esto mismo comenta nuestro autor que después de 1936, cuando se publica El origen de la obra de arte, Heidegger empieza ya a hablar de «mundos». 5. Maturana, Humberto, CharlasDelFuturo, You Tube, 12/10/2017, «Origen de la vida en la tierra».

especial en torno a las áreas de Broca y de Wernicke—, en el aparato fonador a través de la reconstrucción de las vías altas —en especial atendiendo a las características y variaciones del hueso hioides— o estudiando los diferentes patrones de audición entre los primates a partir de los fósiles relacionados con el aparato auditivo, cómo todo ello nos podría proporcionar indicios sobre la existencia o no de capacidades anatómicas relacionadas con la producción del lenguaje hablado y su perfeccionamiento sobre la base de su eficacia y eficiencia como medio de comunicación6. Como ya vimos anteriormente en el caso de Heidegger, también a través de la filosofía del lenguaje podemos inferir su significado. Desde el mundo simbólico analizado por Cassirer al significado de Babel y el posterior pacto roto ya en la modernidad estudiado por Steiner, pasando por la teoría de los «usos lingüísticos» de Wittgenstein en sus Investigaciones filosóficas. Quizás este último, más que el concepto de apertura en el acontecer histórico del ser —su «darse en el lenguaje» 6. Vid. Martínez Mendizábal, Ignacio & Arsuaga Ferreras, Juan Luis, «El origen del lenguaje: la evidencia paleontológica», Munibe, n.º 60, 2009, págs. 5-16.

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Moisés Galindo. Algunas reflexiones sobre el lenguaje(ar)...

o «darse del lenguaje»— presente en Heidegger, es el que más se asemeja a la visión pragmática de Maturana, ese hacer o hacerse en el lenguaje a partir de la multiplicidad de contextos humanos que, a su vez, generan las diferentes respuestas lingüísticas. Hay sin embargo en Humberto Maturana una característica fundamental y novedosa en relación con la reflexión en torno al lenguaje o «lenguajear», como a él le gusta denominarlo, y es, primero, su dependencia con la acción que lo produce y el entorno donde surge; y segundo, su profunda vinculación con la emoción que lo suscita y genera: «Es el modo de vida homínido lo que hace posible el lenguaje, y es el amor, como la emoción que constituye el espacio de acciones en que se da el modo de vivir homínido, la emoción central en la historia evolutiva que nos da origen»7. Humanización y lenguaje van de la mano. Para Maturana, hace entre dos y tres millones de años se inician espontáneamente cambios en la forma de vida de nuestros ancestros en donde aparecerá el lenguaje, que se conserva en su sistema de linajes; y, a su vez, esa singularidad llamada lenguaje —lo propio del hombre— afectará su vivir y se preservará evolutivamente dando origen al linaje propiamente humano. Y es la emoción la que gatilla y subyace en ese cambio fundamental del vivir en el «entrelazamiento del lenguajear con el emocionar» que se conserva como dominio característico del hombre tal y como lo conocemos: «En la historia evolutiva se configura lo humano con el conversar al surgir el lenguaje como un operar recursivo en las coordinaciones conductuales consensuales que se da en el ámbito de un modo particular de vivir en el fluir del coemocionar de los miembros del grupo particular de primates bípedos a que pertenecemos»8. Hay en la reflexión sobre el lenguaje(ar) en Humberto Maturana como un doble viraje que le otorga una radical originalidad y modernidad. Un primer desplazamiento de la razón a la emoción como fundamento último en que la racionalidad opera, pues «todo dominio o sistema racional [es] un sistema de coherencias en el lenguaje que se constituye a partir de un conjunto de premisas básicas aceptadas como válidas a priori»9; y un segundo giro que traslada su atención de la abstracción a la corporalidad como fundamento del vivir humano. Del ser al hacer, de la idea a la acción, de los 7. Maturana, Humberto, «Lenguaje y realidad: el origen de lo humano», Arch. Biol. Med., 1989, pág. 78. 8. Ibid., pág. 80. 9. Ibid., pág. 79.

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supuestos ontológicos al vivir como proceso dinámico circular que en su realización tiene como finalidad asegurar su supervivencia. Así como Nietzsche anuncia y Heidegger clausura una cierta forma de hacer filosofía al cuestionar la metafísica como pensar en relación con una presencia central, dada, fuerte, estable; Maturana traslada esa misma mirada crítica hacia los mecanismos de una biología de la corporalidad que en el interactuar y circular del vivir y el convivir con el emocionar han dado como resultado el lenguaje(ar) y todo el edificio simbólico y de pensamiento con el que históricamente nos hemos dotado: «No podemos hablar de nada externo a nuestro vivir y convivir, porque todo lo que hablamos surge en las coordinaciones de coordinaciones de haceres y emociones en nuestro operar en nuestro con vivir en el lenguajear»10. El lenguaje no como una especie de duplicado del mundo que el cerebro recrea a partir de lo externo, sino como acción orientada en el vivir que emerge de las emociones y conductas al escoger estar juntos. Hay en esta cuestión una última deriva que Humberto Maturana especificará al amparo de su proyecto matriztico junto a Ximena Dávila, y es el tema de la importancia y significado del amar como motor de esa biología del emocionar que evolutivamente nos ha llevado hasta hoy y que también está presente en el origen del lenguaje. Porque como reconoce el propio Maturana, en 1969, «cuando propuse la noción de autopoiesis molecular como la organización y realización del vivir, no vi plenamente que el ser vivo únicamente ocurre con su nicho ecológico que surge con él […] como el ámbito sensorial operacional y relacionar amoroso que lo acoge y se transforma con él en la realización de su autopoiesis molecular»11. El nada científico amar —de ahí las muchas críticas que suscitó su planteamiento— como columna vertebral de coordinaciones de coordinaciones conductuales de sentires y emociones en la convivencia de una familia ancestral: «… el amor es el fundamento emocional que hace posible el surgimiento evolutivo de nuestro vivir humano en el origen del lenguaje»12. El amor y el amar —nuestro vivir en el amar— como sentido de nuestro circundar por el mundo, como fuente y raíz de lo que experimentamos.

10. Maturana, Humberto & Pörksen, Bernhard, Del Ser al Hacer, Ibid., pág. 7. 11. Maturana, Humberto & Dávila, Ximena, El árbol del vivir, Ibid., pág. 12. 12. Ibid., pág. 10.


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Cúbit

Vicente Luis Mora Galaxia Gutenberg: Barcelona, 2024 184 págs.

Salto al hiperespacio de la novela Por Juan Peregrina Martín Hace poco, le confesé a Vicente Luis Mora que su narrativa —pero no solo ella— me había envenenado: la labor de este crítico, poeta y narrador es ingente, precisa y metamórfica en cada disciplina que toca. El efecto del veneno era retráctil, algo raro que solo había leído en las insinuaciones de Bloom cuando dice que Shakespeare influye en la posteridad —pero no solo en ella— como es fácil comprobar, y además en lo anterior. Si no recuerdo mal, aquello me voló la cabeza. A veces pienso que el efecto de las palabras, como en esta novela de Mora —porque es una novela, sí— es devastador, constante, embriagador y efectivo. Cúbit nos presenta una historia potente desde los presupuestos de un cierto apocalipsis que recorre la tierra, la vida, el arte, la lectura. Cuando todo acabe, ¿qué haremos quienes hemos contribuido al desastre? ¿Hemos de fumigarnos para desentrañar la maldad que llevamos en nuestro interior o valdrá como exorcismo algún ejercicio intelectual como el casi perfecto que el escritor cordobés realiza? No diremos —gran plural que me protege de mí mismo— que Mora pida perdón, pero algo de denuncia, al menos, sí que hay. La imaginación del novelista es portentosa, el lenguaje novelístico y la estructura del

libro son dignos de mención: no destripamos nada si decimos que la novela puede ser leída en varios niveles, y me quiero centrar en uno que últimamente estoy contemplando al fin, algo parecido a la ecocrítica: escribo «algo parecido» porque no soy especialista, por eso pedía ayuda a algún crítico amigo, como José María García Linares, que sabe más que yo de esas conexiones que intentan establecer entre seres y textos, las relaciones existentes entre especies y disciplinas y, al mismo tiempo, activan una serie de compromisos ideológicos que se posicionan frente al egocentrismo y lo mutan por un ecocentrismo. Al ir «armando» la novela, conociendo a sus personajes y perfilando la trama —hablo como lector— percibo poco a poco un sistema natural de referentes coherentes y cohesionados que dibujan un desolador panorama en el que las máquinas han adquirido tanto poder que las personas pintamos poco. No sé: a veces levanto la cabeza de este hermoso libro y me apena mirar por la ventana. Veo tanto, oigo tanto, el tinnitus forma parte de mi vida, los mensajes, whatsapps, mails, televisión, tarjetas del banco, consolas, audios… ¿Es el libro, la realidad o soy yo el máximo afectado de todo el presente que nos rodea? Mora me hace pensar en lo privilegiado que soy, en lo que tenemos y no acariciamos, en quienes están de verdad ahí a nuestro lado; con una página de Cúbit —que las hay, y bastantes—, un lírico transmutado en novelista nos recuerda que el amor es lo que mueve el mundo: «L’amor che move il sole e l’altre stelle», dejó escrito Dante, y que la amistad entre dos seres puede ser lo más parecido a la pureza humana que necesitamos encontrar en este mundo ardido, de pregones fascistas y matanzas de civiles justificadas en nombre de no se sabe qué dios, capital o demonio. Hace un tiempo ampliaba el estupor que causó una novela de este calibre —tantas lecturas, matices, aristas— con un tweet de Jorge Carrión en el que decía que las máquinas voladoras seleccionaban sus objetivos para masacrar a quienes elegían sin el más mínimo error: espeluznante. Hay que reconocer la suerte de ser contemporáneo de un autor como Vicente Luis Mora, que después de Centroeuropa, esa obra narrativa arquitectónicamente perfecta y de final sublime, y su estirpe híbrida de Circular 22, nos conmueve hasta el temblor en esta última novela, Cúbit, donde nombra y cuenta lo fundamental, nos proporciona satisfacción y escenas preocupantes y se nos vuelve a manifestar como un autor imprescindible capaz de maravillarnos de nuevo.

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La novena

Miguel Arnas Coronado Nazarí: Granada, 2024 336 págs.

Obsequio para los dioses Por Ángel Olgoso Miguel Arnas es nuestro Anthony Burgess. Caudalosos, prolíficos, totalizadores y grandes amantes de la música clásica, ambos han intentado integrar las estructuras musicales en la literatura. Si el autor de La naranja mecánica acometió el reto en Sinfonía napoleónica. Una novela en cuatro movimientos, nuestro patafísico, nuestro catalán y granadino de adopción, lo acaba de hacer con La novena. Un trasunto de la Novena Sinfonía de Beethoven, también en cuatro movimientos pero con mucho más: hay textos reflexivos que operan como puentes enlazando los temas familiares, musicales y literarios que se persiguen a sí mismos; hay interludios que revisitan la vida de esos músicos que, como el propio Beethoven, compusieron su Novena Sinfonía y murieron (Schubert, Bruckner, Dvořák, Mahler, Glazunov y Vaugahm Williams); hay un riquísimo y peculiar vademécum con treinta y nueve (número cabalístico) personajes representativos a la vez que esquinados de Europa; y, entretanto, la narradora, Gusti Rodero, cercada por la muerte, cuenta la vida y milagros de las familias López, Pedrosa y Rodero a lo largo del inmoderado siglo XX español hasta bien entrado el XXI. «Libros y música florecen en el cerebro, como esta rosa del desierto que destroza mis neuronas», se dice Gusti, Frau Autorin. A excepción de sus poemarios en prosa El árbol o Piano en pájaro, la narrativa de Miguel Arnas es por lo general dionisíaca (véanse si no esos impresionantes hitos, La insigne chimenea, Nos, Lejos de todo esa gente con ideas, Ashaverus el libidinoso o Ashaverus el creador), un torrente que sin embargo arrastra de manera armoniosa —en

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ocasiones incluso sincopada— realismo, metafísica, escatología, psicologismo, historia e intrahistoria, poesía, experimentación o mitología. Entre las páginas de esta poderosa obra última aprendemos que la creación artística es heroica y viene del trabajo, y que son Beethoven, Schubert o Burgess (y añado a Arnas) quienes obsequian a los dioses con su fuego. Aprendemos, entre una profusa pero suculenta cornucopia de imágenes, asociaciones y conceptos, que los arces sonrojan el cielo, que la sorpresa es pajarera, que la ciencia es fe carboneril, que el olor de los perales en flor recuerda al de unas medias femeninas. Que el placer artístico es anomalía, y que nos ayuda a no morir de tanta realidad. Miguel, pletórico de recursos, de armonías, de acordes y desarrollos, arde una vez más en su zarza. Y el lector de La novena es arrebatado por la efervescencia de este juego imposible, de esta novela laberíntica y policéfala dentro de la novela, de este puzle de múltiples piezas divisibles en otras más pequeñas, de esta música despiezada; es arrebatado por la música como morfina, como rapto, como resoplido de cetáceo, como elixir que inunda por dentro; es arrebatado por los cuatro movimientos de la sinfonía convertidos en capítulos: «lo heroico, lo orgiástico, lo bucólico con algo de marcha fúnebre, y por último, Europa, lo épico y lo anodino de este continente». Sí, cuando el arte es grande guía al hombre al firmamento. Sí, la música logra expresar lo inexpresable mejor que la palabra porque está más cerca del espíritu. Sí, la belleza es elixir que inunda por dentro. Sí, para aprender a escribir novelas quizá haya que escuchar con atención la Novena sinfonía del genial sordo de Bonn, y leer La novena de Miguel Arnas.


La elegida del mar

Romina Tumini Avant: Madrid, 2024 174 págs.

Escrito en la arena Por Esther Andradi «El mar un azar», escribe el poeta Vicente Huidobro. Y miles de argumentos lo confirman. El mar de Jemanjá, el mar que se traga las balsas de refugiados, el mar que esconde Circes misteriosas y exhibe bancos de plástico, el mar sin límites, el mar que nos une, el que nos separa. El mar que eligió Alfonsina Storni para su última caminata: el centro de esta novela lo ocupa Mar del Plata, ciudad mítica para la literatura argentina por el suicidio de la poeta, y por residencia de verano de las Ocampo, la narradora Silvina y su hermana Victoria, legendaria fundadora de la revista Sur. El mar del inconsciente es el otro centro. Las señales que deja la marea, los encuentros y desencuentros, la aventura escondida en el refugio de los sueños de una migrante: la protagonista de La elegida del mar es una maestra que abandona su pueblo de provincia tentada por el anonimato de la gran ciudad. Y en ese viaje hacia lo ignoto, la sorprende un mensaje del mar. Desde entonces, vivirá como transportada por el oleaje, desde su arcano Otamendi a una travesía con destinos varios. Pero las llegadas y partidas no son solo exteriores. Como certeramente comenta Clara Obligado, «Leer es viajar, vivir también lo es y en los viajes se trenzan recuerdos y olvidos». Las visitas a ciudades y sitios de ensueño que emprende la protagonista le provocan un buceo en las profundidades de su inconsciente, donde se ve obligada a sumergirse buscando respuestas a preguntas incómodas. Un episodio inocente, el hallazgo de una carta casi ininteligible en una botella que escupen las olas en la playa, desencadena una investigación detectivesca que hace que se devore este relato sin aliento, como en una novela negra. Y como en toda buena trama, se tejen varios hilos a la vez: la historia de un amor imposible,

y de otro amor probable, una con sus componentes trágicos, la otra con realidades perturbadoras. Que aturden y duelen. «Las ideas de los náufragos son las mejores», escribe Ortega y Gasset, porque «El que no se siente de verdad perdido se pierde inexorablemente; es decir, no se encuentra jamás, no se topa nunca con la propia realidad». Los apuntes de un naufragio son el motor para seguir las huellas de una pesquisa imposible. Porque el mar no deja rastros... ¿o sí? La ficción se entrelaza con sucesos argentinos de las últimas décadas, iluminando zonas grises de dictadura, exilios y desapariciones. Como bien escribe Fernanda Trías en la contraportada de este libro, «esta es una novela que se pregunta qué somos capaces de saber y de olvidar». Una historia que nos confronta con realidades insospechadas, con el mar de fondo que se agita en situaciones aparentemente inocuas, en el devenir cotidiano. Y no por eso deja de ser leve, como esos relatos bien contados que nos siguen atrapando en torno al fuego por su gracia y soltura, sin pretensiones ni extravíos. Y abre también un paréntesis en la lectura: ¿qué tanto transformaron la sociedad argentina los años de violencia dictatorial? ¿Cómo marcaron la futura convivencia social el autoritarismo y la desaparición física de la oposición política? ¿Cuánto de lo pasado sobrevive en este presente, enterrado en el fondo de un iceberg, presto para salir a flote o para encallar el devenir? La elegida del mar es el prometedor debut literario de la escritora argentina Romina Tumini, que reside actualmente en Alemania. Psicoterapeuta, especializada en trauma y violencia. Y viajera. Como el mar que la trae y la lleva.

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Mejor hoy que mañana

Nadine Gordimer (Traducción de Miguel Temprano García) Acantilado: Barcelona, 2024 448 págs.

Desesperadas esperanzas Por José de María Romero Barea Al final, puede que lo único que nos sobreviva sean las historias que nos contamos, no porque otros las recuerden, sino porque ellas son las que nos reinventan. Esta epopeya inmersiva, por ejemplo, da buena cuenta de lo que perdemos cuando no logramos completar las asimilaciones de la posteridad: «Sólo puedes decidir que es inútil si estás acostumbrado a tenerlo todo. Es decir, si eres de raza blanca». Esta novela refleja la realidad sudafricana en la primera década del siglo XXI a través de la vida de una pareja de antiguos militantes antiapartheid, Steve y Jabu, un hombre blanco y una mujer negra, que comparten esos «momentos de silencio que mantienen el equilibrio de la convivencia, en la tierna y gozosa interpenetración de hacer el amor y la necesidad de tener un ego propio». Ficción adentro, se apuntalan las lecciones extraídas de la angustia elegíaca del matrimonio protagonista, presa de los espurios fines de la recién nacida independencia de este país del África meridional. En julio de este año se cumplirán diez de la muerte de la escritora que las entrelaza, Nadine Gordimer (Springs, Gauteng, 1923 - Johannesburgo, 2014). Compensada por una férrea confianza en la supervivencia, la saga Mejor hoy que mañana (2013) acomete la visión de una generación robada, presa de una frustrada autodeterminación. En paralelo, un visionario colectivo tribal, el zulú, es impelido a rastrear su propia leyenda basada en una alocada creencia en la autosuficiencia. Implacablemente aguda, la prolongada sátira intenta oponer airadas respuestas a las transmisiones interesadas de la impermeable narrativa nacional, a la que es «difícil aceptar que existe una prioridad entre la elección de existencias en un lapso humano mal asignado».

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El ambicioso mantra de la relatora de los conflictos interétnicos que tuvieron lugar durante el apartheid desencadena una homérica, al tiempo que quijotesca, búsqueda hacia el origen de las tensiones y los desenlaces de la cultura judeocristiana frente a las compasiones y las amenazas que inquietan a los refugiados. Nos recuerda la ganadora del Premio Nobel de Literatura de 1991 en el que sería su último libro que la nuestra es una precaria, milagrosa existencia, abierta a la ilusión, incluso en los peores momentos; que son esos espíritus inquietos que se rebelan contra la desposesión y la profanación de la tierra que les pertenece, los que nos salvan. A través del testimonio en primera persona de los legítimos administradores de la naturaleza se abre paso una narración indígena, traducida en la poesía vernácula de una prosa con vuelos de realismo mágico e interioridades líricas que abordan lo mismo el odio contra los colonizadores que el respeto a los antepasados. ¿Por qué seguir leyendo las ficciones de Nadine Gordimer, una década después de su desaparición? Porque seguimos añorando la brutal simplicidad de sus relatos, denuncias del desproporcionado peso del pasado sobre nuestra desprejuiciada actualidad: «Sin una oposición real se generan dictadores en el futuro. Idi, Amin, Mugabe. No hay democracia sin oposición». Es necesario volver a Mejor hoy que mañana para no ceder a la nostalgia de las efemérides; para no darle argumentos a la tristeza de los recuerdos literarios, para ahuyentar el miedo a contravenir las tradiciones, para aniquilar las categorías y los roles; para desatar, de una vez por todas, las esperanzas desesperadas de nuestra era desesperanzada.


1984

George Orwell (Traducción de Jesús Isaías Gómez López) Cátedra: Madrid, 2024 592 págs.

El último hombre en Europa Por José Abad Al parecer, George Orwell habría barajado diversas fechas a la hora de ambientar 1984, pero se decantó por esta última mientras escribía la versión definitiva en 1948, limitándose a invertir el orden de los dos últimos dígitos. Como dijo aquel: se non è vero, è ben trovato… Orwell quería ubicar esta temible distopía en un futuro no demasiado cercano, que hiciera improbables los drásticos cambios sociales que había imaginado, pero tampoco demasiado lejano, que invalidara la acción crítica. La novela, que llegaría a las librerías en 1949, instaura un estado policial a escala planetaria en el cual el individuo ha pasado a valer menos que nada. Tal como suele repetirse siempre que se habla de ella, 1984 es una denuncia de los atentados contra la libertad que se estaban cometiendo entonces en la Unión Soviética. En realidad, 1984 es, por encima de todas las cosas, una obra política que arremete contra los totalitarismos de toda laya: el eco de las botas nazis también resuena en sus páginas con reverberos inquietantes. Orwell retoma y revigoriza el discurso contra el Poder emprendi-

do previamente por Jack London en El talón de hierro; una influencia reconocida por el propio autor. Uno de los principales hallazgos narrativos de 1984 es ese Gran Hermano, dotado con los atributos de Dios, que vigila a la ciudadanía desde las mil y una pantallas instaladas por doquier en esa temible (por verosímil) sociedad futura: el Gran Hermano es ubicuo —todo lo ve, todo lo oye—, además de omnisciente, omnipotente e invisible a los ojos mortales: nadie lo ha visto en persona. El ciudadano debe contentarse con amarlo en efigie, como si su sola visión pudiera ser letal. Su retrato muestra a «un hombre de unos cuarenta y cinco años, de facciones rígidas, aunque agraciadas, y con un espeso bigote negro». Si el Gran Hermano es una malintencionada parodia de Dios, el Partido encargado de llevar su palabra al pueblo ocuparía el lugar de la iglesia. Al hacer así, Orwell advierte de los peligros de convertir la ideología —cualquier ideología— en un dogma intocable, que es lo que había ocurrido en la Unión Soviética. Al escritor inglés lo mueve un profundo humanismo, pero un humanismo desesperanzado, que no confía en el alcance real de las acciones del ser humano. Orwell había barajado para su novela otro título muy diferente: «El último hombre en Europa». Este último hombre sería Winston Smith, que tiene el mismo nombre de pila del líder británico Churchill y el apellido más común en el reino Unido. Winston Smith trabaja en el Ministerio de la Verdad reescribiendo noticias, informes y libros para adaptar los hechos a las promesas hechas por ese Gran Hermano que todo lo sabe, todo lo puede y nunca se equivoca. El protagonista comprende las aberrantes consecuencias de una práctica continuada de la manipulación: «El pasado se borraba, el borrón se olvidaba, la mentira se convertía en verdad». ¿Cómo salir de ese pozo de negrura? Según Orwell, basta una pequeña llama para encender el fuego de la disidencia. Winston Smith empieza escribiendo un diario en la soledad de su minúsculo apartamento (los diarios están terminantemente prohibidos; no se aceptan otros testimonios que los dictados desde arriba). Posteriormente inicia una relación clandestina con Julia (el sexo que no tiene como objeto la procreación está asimismo severamente perseguido). Quizás sea muy poco para echar abajo el sistema, pero este poco es mucho; sin ello estamos irremediablemente perdidos. Orwell apela a lo más humano que hay en el ser humano —memoria, entendimiento, deseo, voluntad— y arremete contra el Poder con mayúscula. El abismo más hondo abre sus fauces bajo los altares que erigimos a este último.

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El ambigú

Baumgartner

Paul Auster (Traducción de Benito Gómez Ibáñez) Seix Barral: Barcelona, 2024 264 págs.

La última novela de Paul Auster Por Moisés Galindo Es difícil referirse a la última novela publicada de Paul Auster obviando el hecho de su reciente muerte y que, muy posiblemente, su redacción coexistiera con el proceso de su enfermedad. Un triángulo —escritura, vida/ muerte, amor— en el que se enmarca un libro que, seguramente, clausura conscientemente la obra de este enorme novelista. Novela epilogal donde concurren y se proyectan los grandes temas de Auster sin apenas estridencias, como un todo equilibrado y de regusto clásico donde el contrapunto lo pone alguna escena onírica relevante para la acción —el encuentro entre la difunta Anne Blume y su marido, el septuagenario Baumgartner— y un espléndido final abierto. El proceso de la escritura es otro de los personajes de la novela. No solo porque cumple ese mandamiento del autor de La invención de la soledad o 4321 de dar la sensación de algo no escrito, de lograr borrar los contornos del oficio depurando al máximo su escritura, sino porque está integrada de tal forma que se nos ofrece —al poco que prestemos atención— como un elemento esencial de la novela incorporándola de forma natural en la lectura. Es como si sus mecanismos estuviesen en segundo plano y, cuando lo considera oportuno, Auster los dejara aflorar por el puro placer de ofrecerlos al lector, guiñándole el ojo y advirtiéndole de que esto es una ficción; y nosotros lo aceptamos tranquilamente, inmersos en los accidentes de una trama que deliberadamente nos atrapa y arrastra en su desarrollo. Es admirable cómo Auster imprime a su narración una especie de cadencia melancólica, sobre todo en esas intrahistorias que incorpora a la acción con toda efectividad para completarla y hacerla avanzar en diferentes planos: «Frankie Boyle», los escritos autobiográficos de Anne o «Los lobos de Stanislav», donde se impone no la pesadumbre de una declinación, sino la consciente mansedumbre de un

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digno final, a veces, asaetado de ironía o leves toques humorísticos. Pero también cómo resuelve el tema de los diálogos —sin guiones, integrándolos en el curso de la narración—, los puntos de vista entre la tercera y primera persona, o el férreo dominio de su invención. Como en El Quijote —del que era un ferviente admirador—, Auster despliega toda una serie de recursos que tienen como finalidad enriquecer y completar una historia para hacerla más atractiva, pero también señalar que estamos delante de una creación de la imaginación gobernada por un autor desconocido. El binomio vida/ muerte es quizás, por toda su hiriente actualidad, el más gravemente identificable en Baumgartner. La edad del personaje, su oficio, los achaques de la edad, el horizonte cercano de la desaparición personal, la sensación de dialogar constantemente con los muertos o el recurso continuado al palacio de la memoria como epílogo de toda una vida de experiencias. Si pensamos Baumgartner como un prisma de múltiples caras que reflejan la verdad de su autor, acabamos su lectura con un regusto a despedida —libérrima, serena— donde se acepta sin ambages la imposibilidad de comprender el mundo y su imprevisibilidad, la necesidad de amar y también la creencia en los portentosos poderes de la ficción. Sabiduría y oficio el de Auster, del todo necesario para engendrar ese otro universo paralelo de la imaginación, una vez aceptamos el misterio y la arbitrariedad de cuanto nos rodea. Baumgartner es una prueba inequívoca de ello: el colofón de una obra y una forma de escribir fascinantes.


Misteriosa madre

Ángel Fábregas El Envés: Granada, 2024 126 págs.

Paisaje literario de la memoria Por María Ángeles Herrera Tomando como referencia la tradición del cuento en autores como Jorge Luis Borges, Edgar Allan Poe o Washington Irving, además de otros géneros literarios, Ángel Fábregas construye una colección de relatos basados en su primera memoria y en el contacto primario con la tierra, la imaginación y el sueño. A partir de los que crea un universo propio, casi legendario, formado por personajes, lugares y experiencias reales e imaginarias que se entremezclan para dar lugar a Misteriosa madre. Si en anteriores novelas del autor, como Ǫuebrada en el Gran Norte (2017) o No digas que fue ayer (2020), el paisaje se convertía en un elemento fundamental que moldeaba a los personajes, en Misteriosa madre se convierte en el leitmotiv de la propia obra. Ahora es el lugar, encarnado en el valle del río de la Toba, río afluente del Guadalfeo, sito en el término municipal de los Guájares, en Granada, muy cerca de la costa mediterránea, el que toma la palabra para hacerse narrador de su propia crónica histórica; de la que ha olvidado su origen y no conoce su destino, y en la que presente, pasado y futuro

confluyen, y en muchos casos, se superponen de forma simultánea, gracias a la reverberación de recuerdos y experiencias de unos protagonistas en otros cuando empieza a poseerles «la cualidad de la tierra». Pero, al mismo tiempo, Misteriosa madre es la revisión del propio autor, desde la distancia objetiva que le da la edad adulta, de sus primeros recuerdos, indefectiblemente unidos a una tierra que forma parte de su identidad. Los miedos primigenios, los personajes reales o legendarios que se mezclaron en y con su imaginación, la muerte, los campos y los frutos de la tierra, los fantasmas, el río, los animales convertidos en seres casi mágicos, las leyendas… todo ello forma parte de una memoria individual, que al mismo tiempo no deja de ser memoria colectiva, en la que cualquier lector puede identificarse. La infancia se convierte en un espacio mítico y es por ello que estos textos nos remiten a un tiempo que ya no es —y que a lo mejor nunca fue— y a un estado al que somos arrojados con el transcurso de los años: de vacío, soledad y nostalgia que aparece reflejado en los dos relatos distópicos que nos encontramos también en estas páginas. Y es que Fábregas viaja a esa infancia y primera juventud para convertirla en el lugar por excelencia de la creación, el juego y el sueño. Pero ese viaje no puede ser realista porque el autor es muy consciente de que es imposible volver a lo que fue, por lo que la única posibilidad que queda es intervenir de forma deliberada sobre esos recuerdos que solo pueden ser descritos intentando incorporar en el texto todo tipo de percepciones y símbolos que permitan recrearlos. Solo así se podrá formar una red de asociaciones a través de cada relato que remita al resto y tenga como núcleo los significados que dan identidad al autor, bajo el influjo de un concepto de tiempo circular. Los relatos están divididos en cuatro partes: «La luna», «El fuego», «El mar», «La luna en mi cuarto», que nos van sumergiendo en el universo que crea Ángel Fábregas como si fueran historias independientes, y así se pueden leer la mayoría de ellos. Pero al mismo tiempo son como los fragmentos de una fotografía que toma sentido cuando todas las piezas se encuentran en el lugar que les corresponde. De hecho, solo cuando concluyes el epílogo «Multiverso», en el que todos los relatos convergen y se complementan en el reino de la posibilidad, el cosmos que es este valle se cierra sobre sí mismo. El todo converge en la parte, en el fragmento espacio-temporal, y la parte remite al todo. Como un fractal literario al que ha dado forma el autor, de manera magistral, a través de su concepto de infinito y de desbordamiento de los límites.

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El ambigú

Antologia sentimental de la música catalana Joan Magrané Peu de Mosca: Barcelona, 2022 114 págs.

Más subjetiva que sentimental Por Albert Ferrer Flamarich Durante gran parte de la historia, los músicos han sido integrales y, por ejemplo, reunían en una sola persona el perfil de pedagogo, compositor, director de orquesta e instrumentista. Actualmente hay algunas figuras que sobresalen en una línea parecida, quizás no tan completa, pero que, sin duda, ocupan un espacio privilegiado y de enorme influencia en muchos de los campos musicales posibles: como gestor, compositor, jurado en premios y concursos, conferenciante, autor de libros… Uno de ellos es el reusense Joan Magrané (1988), que presentó su Antologia sentimental de la música catalana recogiendo una serie de artículos de una media de cuatro o cinco páginas de extensión, dedicadas a compositores catalanes del último siglo hasta la actualidad. Lo hace con una escritura llana en un catalán cuidado, sin ramplonerías y de cierta musicalidad, que combina el estilo periodístico con el ensayístico; que revela la significativa capacidad perceptiva y comunicativa de Magrané. A partir de la reelaboración de algunos textos anteriores junto a otros más recientes, el autor construye una panorámica subjetiva y selectiva en una progresión que acaba con un capítulo dedicado a dos intérpretes radicales y opuestos como Marco Mezquida y Joel Bardolet; después de detenerse en algunos integrantes ya consolidados de las nuevas generaciones de músicos procedentes de diferentes centros educativos del territorio catalán —y también formados en el extranjero—. En esta línea y de rebote pondera la labor del ESMUC (Escola Superior de Música de Catalunya), a través de la maestría de Agustí Charles y de figuras como Raquel García Tomás, Javier Quislant, Carlos de Castellarnau o Luis Codera Puzo, que son miembros de una generación de nuevos creadores interesantes, de carreras consolidadas y con estéticas y lenguajes muy divergentes, a los cuales Magrané se aproxima desde

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una óptica demasiado concisa, generalista, abstracta, a pesar de citar alguna obra y algún recurso técnico concreto. Es decir, atiende más a la voluntad de una mera presentación que a un potencial desarrollo para familiarizar al lector con sus claves compositivas. En consecuencia, aporta más sobre los compositores del pasado que del presente y establece una desigualdad beneficiosa hacia las seis personalidades escogidas de la primera mitad del siglo XX en las primeras páginas, que son tratadas con una mínima y accesible disección formal de una obra en particular: Melangia de Morera, Puigsoliu de Serra, Sardana simfònica de Blancafort, El giravolt de maig de Toldrà o la Música callada de Mompou. Aunque descartado por el propio Magrané, se echa en falta un código QR que redondee una presentación muy cuidada en el grafismo aplicado por la joven editorial Peu de Mosca, que ha confeccionado el libro casi como un objeto artístico. En este aspecto, hay que reconocer la variedad de tipografías y de dibujos: los de Irene Sanz Prevosti en el primer bloque y los de Quim Pallarès en el último, bautizado como «Els Músics de 2018». En cambio, en el bloque central, el que agrupa a los dos compositores nacidos —como Magrané— en el Camp de Tarragona, Robert Gerhard y Joan Guinjoan, se ilustra con un profuso grupo de fotografías. En resumen y al margen de las connotaciones resbaladizas de un título que parece elevarse a categoría de referencia sin traicionar la esencia, estamos ante un libro que se lee de una tirada y que, a falta de estudios profundos y de divulgación ensayística sobre los compositores catalanes, es bienvenido como herramienta difusora de la «Atlàntida enfonsada» a la cual se refiere Raül Garrigasait en el prólogo en relación con la música catalana. No obstante, desengañémonos y frenemos a los «palmeros» que lo han aplaudido como un hito musicográfico: este ejercicio no aporta ninguna gran perspectiva historiográfica, como reconoce el propio autor, a pesar de que nos pueda seducir la crónica del descubrimiento y el valor del enriquecimiento personal y musical de Magrané.


venero

Nares Montero RIL: Madrid, 2023 88 págs.

Ninguna sola Por Alberto García-Teresa Con lenguaje sinuoso y un encadenamiento de imágenes y de discurso que apela no tanto a la comprensión racional sino al marasmo intuitivo, Nares Montero (Madrid, 1982) construye con su último poemario (el sucesor de su brillante Abejas en las lindes) una exploración de los vínculos y de la formación de la propia identidad. Con una iconografía coherente y una serie de anclajes conceptuales reiterativos, la autora indaga en este título en la idea del linaje, la maternidad y la herencia femenina. En el fondo, se trata de una reivindicación de los vínculos, de cómo se construyen genealogías y cómo nos debemos a quien nos cuidó (mujeres, como ya sabemos). Esa perspectiva feminista se sitúa en el núcleo de las piezas, sin necesidad de ser explicitada. Realiza ese ejercicio a través de poemas de gran resonancia, que se abren y se irradian a partir de un trabajo meticuloso de concisión y tensión semántica. Los textos se engarzan en muchas ocasiones y se apoyan en su propia acumulación. No en vano, no suelen ofrecer finales cerrados ni una construcción que refuerce su autonomía. De hecho, algunos parecen meramente fragmentos extraídos de una escena mayor a la que la poeta solo nos permite asomarnos a través de esos pocos versos. Se agudiza, así, la intención de sugerencia del poemario.

La primera parte del poemario lleva por título «nacedero» y nos sitúa coherentemente en el nacimiento del yo poético. Esa sección se centra en el papel de hija. La falta de concreción (gramaticalmente, escasean los artículos determinados, por ejemplo) nos remite a espacios desdibujados, que pueden amarrarse a diferentes contextos según quien lo lea. En todos ellos, en cualquier caso, se resalta el amor y la dedicación. Quizá, como si se difuminara el fondo de una fotografía, ese subrayado de los afectos permite resaltarlos y reiterarlos. Nares Montero juega con alegorías vegetales (semillas, germinación) y otros elementos naturales, especialmente el agua. Precisamente, el protagonismo de esta última se subraya con los títulos de cada una de las secciones del volumen: el polisémico «nacedero», «escorrentía», «curso subterráneo» y «hontanar». Se traza, de esta forma, una relación con lo elemental, pero que deshace la matriz esencialista al aportar pequeñísimas anécdotas que podríamos ubicar en un relato particular. Progresivamente, el «yo» se traslada al «nosotras» y afirma una posición beligerante, antagonista, que se zafa del lugar en el que ha sido ubicado (dentro de los mandatos de género, se deduce; de subordinación al hombre, pues). Entonces, se suceden una serie de poemas dedicados a mujeres significativas, aludidas únicamente por sus nombres de pila, y a las que interpela y con quienes interactúa en esas composiciones. Ese conjunto se enuncia desde la complicidad y contiene una carga de referencias a cada una de las mujeres que precisa del conocimiento de quien lee. A su vez, merece detenerse en la parte tercera del libro. Sus textos están dirigidos a una persona enferma o a la madre específicamente. Sin embargo, la poeta no dispone anclajes ni referentes que pudieran conducir los poemas por la expresión lírica autobiográfica. Sabe desplegar la distancia necesaria para encontrar el equilibrio entre la expresión de lo concreto sin acotarla. Sobresale ahí el tratamiento del dolor y de la incertidumbre, al igual que la constatación de la comunidad que se construye dentro de un hospital, de las redes de apoyo que cuidan y que acompañan la enfermedad. Esas composiciones presentan un tono más lírico y también más distendido frente a la concentración léxica de los poemas anteriores. Por tanto, Nares Montero presenta un poemario que, sin ocluir ni atarse a una circunstancia individual ni particular, aborda el dolor, la soledad, la inminencia de la muerte, pero también la complicidad, la comprensión y el apoyo.

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El ambigú

Incisiones

Pedro López Lara Renacimiento: Sevilla, 2024 80 págs.

Incisiones Por César Rodríguez de Sepúlveda Pedro López Lara (Madrid, 1963) escribe poesía desde hace décadas, pero solo recientemente ha empezado a publicar. Su acervo es caudaloso: en solo tres años han aparecido ya diez libros suyos, y está anunciada la publicación de dos más. A diferencia de lo que ocurre en otros casos, en que las sucesivas entregas de un poeta nos relatan, voluntaria o involuntariamente, la historia de un aprendizaje, López Lara nos muestra ya en sus libros una voz poética madura, con un acendrado dominio del oficio, forjada y fortalecida en la frecuentación de los grandes y en muchos años de escritura en soledad. El título, Incisiones, remite a la epigrafía, a las inscripciones del mundo antiguo, grabadas a cincel. Los poemas de López Lara son una forma de signar el devenir: momentos, reflexiones, muescas, intuiciones. Tras ellos, un sujeto poético que aspira a compartir su experiencia y no nos habla, por ello, desde la primera persona del singular, sino desde un más inclusivo nosotros. O bien externaliza sus reflexiones dirigiéndose a un tú que es el desdoblamiento del propio sujeto escribiente y pensante. El poeta opta por la concisión y la densidad conceptual, apoyándose en el uso frecuente de deícticos y en una copiosa panoplia de figuras retóricas de las que se sirve con destreza. El lenguaje es tan elegante como preciso, con un aire clásico apuntalado por el hipérbaton y los cultismos léxicos. El ritmo, cuidado siempre, se adapta a las necesidades del poema: la forma es entendida, por decirlo en con las palabras de Octavio Paz, no como «prisión, sino [como] piel del pensamiento». Concisión e ironía perfilan una dicción mordaz, penetrante y exenta de falsos sentimentalismos. La brevedad no tolera excursos ni digresiones. Leemos en el poema CXXXIII que, a diferencia del poema largo,

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«que anuncia y satisface a veces / expectativa y giros, sinuosos percances», «[e]l breve, en cambio, es solo precipicio». Precipicio que cobra a menudo la forma de un giro sorprendente en el último verso, lo que los clásicos conocían como fulmen in clausula: un súbito relámpago que ilumina de repente con su luz todo el poema. Son ciento cincuenta y uno los pequeños artefactos poéticos, epigramas o incisiones que conforman el libro, la mayor parte de ellos sin título. Gravitan en torno a cinco centros temáticos, que se corresponden con las cinco secciones del poemario. En la primera, el tema del tiempo es tratado tanto desde la conciencia dolorosa de la caducidad como desde la añoranza de la plenitud juvenil, cuyo símbolo es el fuego. La resignación irónica es el único, aunque inútil, antídoto contra la pérdida. El esfuerzo por recuperar el pasado mediante la memoria arroja como resultado su falsificación inevitable: la confección de mosaicos o tapices ad hoc que, al hacerse «relatables», diluyen la intensidad de la experiencia. De esa intensidad se ocupa la segunda sección, dedicada a la noche, entendida como plenitud susceptible de sustraerse al tiempo: territorio de la epifanía. La tercera, «Amor, hostilidades», explora el mapa de las pasiones: tanto la maravilla inefable de la experiencia amorosa como las feroces intensidades del odio. En la siguiente, «Postrimerías, muertes», volvemos al territorio de la pérdida, en poemas impregnados de un fatalismo de evidente raigambre barroca. Dedica López Lara la última parte a explicitar su ars poetica, declarándonos su forma de entender la creación literaria —una muestra es el poema CXXXIII, antes citado—, y dos crueles verdades: la primera, que la poesía consiste en el fracaso continuo e inevitable de la aspiración a salvar la vida mediante la palabra; la segunda, que toda escritura, pese a la intensidad del fuego en que haya sido engendrada, está, en último término, destinada al olvido.


Los lugares comunes

Virgilio Cara Valero Alhulia: Granada, 2023 104 págs.

La clara piel de las palabras Por José Ignacio Fernández Dougnac Desde su libro inicial, Los años que pasé fingiendo (1998), la obra del poeta granadino Virgilio Cara Valero ha ido adquiriendo un cierto rasgo de reivindicación. Esta vez, con Los lugares comunes propugna una defensa serena y concienzuda de la tradición literaria a través de una original asimilación de una cuidada selección de topoi, que nos desvelan la persistente modernidad que entrañan los clásicos. Porque Los lugares comunes trata, en esencia, sobre la transfiguración mutua entre lectura y escritura, y muy especialmente sobre el poder de la amistad hacia las personas y los libros. La tradicional división en tres secciones («Exordio», «Tópica» y «Conclusión») deja patente la sólida arquitectura del poemario, a través de la cual unos versos dialogan con otros estableciendo un flujo de indiscutible coherencia semántica. El mismo flujo que Ricardo García ha sabido captar y mostrar con acierto mediante sus ondulantes ilustraciones. La primera sección nos muestra el haz y el envés de la escritura: de un lado, el deleite por el uso exacto de las palabras; y de otro, la poesía como revelación «de inquietud / o de desasosiego», mientras transitamos por «un camino a solas» en el que «tras cualquier recodo / puede esperar, oculta, una serpiente». La imagen amenazante de la sierpe escondida, trasunto del motivo virgiliano latet anguis in herba, da paso a la sección central que otorga sentido al libro: «Tópica». Los poemas aparecen agrupados por diversos subtítulos («Sobre la brevedad», «Locus amoenus», «Las ruinas», «El mundo al revés», etc.), que, a su vez, están encabezados por selectas citas, que, según Sonia

Fernández Hoyos, en su iluminador prólogo, «muestran no sólo las afinidades electivas que pautan todo el texto, sino también una suerte de paisaje, en este caso de afectos, que se convierte en hilo conductor del poemario». El conjunto diseña un inteligente caleidoscopio, mediante el cual Virgilio Cara manipula, altera, amplifica, resalta, juega o ironiza con los topoi seleccionados. No desea reproducir ni recrear lo ya conocido, sino transformar el «lugar común» en otra cosa que resulte tan sorprendente como inusual. Una lectura sobre la lectura. Algo semejante a lo que ya hizo concienzudamente en su título anterior, La mitad de la fama (2018), pero partiendo, aquella vez, de cuadros de pintores reconocidos y de algunos amigos cercanos. Sin embargo, el anclaje textual de Los lugares comunes se encuentra en dos composiciones incluidas en Región del desengaño (2009), «Beatus ille» y «Las cosas naturales», las cuales representan, respectivamente, el perfil jánico del mismo motivo: una, la falsa beatitud que brinda un paisaje ensangrentado por la Historia; y la otra, la placidez de «asistir al silencio profundo de las cosas». Cincelados con línea clara (sin rehuir cierto tono sutilmente narrativo), los versos, mediante la verdad que esconde la piel exacta de la palabra, propician que nuestra lectura avance con serenidad, hasta detenerse de súbito por un agradable fulgor, por una valiosa invención que sitúa el texto en un horizonte inusual, invitándonos de inmediato a la reflexión moral o estética, a la relectura e incluso a esbozar una sonrisa cómplice. Porque hay aquí tanto entusiasmo por los viejos odres como respeto e ironía. Todo cabe y todo destella, desde el íntimo pulso del paso del tiempo, desde el amor por los libros y las personas, hasta el alegato civil o la vindicación de la antigua filosofía cínica, sin excluir la oportuna reflexión final sobre el acto mismo de la escritura en «Dublineses», composición de evidentes resonancias literarias y cinematográficas que ocupa, plena, la sección tercera («Conclusión»).

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El ambigú

La noche que a Eddie Felson le rompieron los dedos Sandro Luna Menoscuarto: Palencia, 2024 96 págs.

En la certeza del corazón Por Agustín Pérez Leal Los cincuenta y seis poemas que componen La noche que a Eddie Felson le rompieron los dedos trazan una aventura personal de caída y recuperación, enfermedad y convalecencia, capaz de trascender lo meramente existencial para dibujar un camino de muerte y transfiguración tan cercano a la mística como arraigado en lo puramente sensorial, emocional e incluso animal de la experiencia humana. Partiendo de la nuda vida que nos puebla, el libro alcanza un vuelo (y esto no es metáfora: el vuelo está ahí para quien sepa verlo) que abarca mucho y evoca a muchos; pero que no es sino en sí mismo salvado y transfigurado por la propia palabra. Este es un libro grande y hondo que germina en la memoria del lector; que sabe ir de lo netamente personal y humano al umbral de la trascendencia en un par de versos y recuerda después cómo volver y aterrizar conservando siempre la memoria y la sabiduría adquiridas en el trayecto. Ya desde el mismo título, el libro hierve de referencias culturales de lo más variado sin que ninguna de ellas parezca impostada o fruto de un deseo de alarde o exhibición. La cultura (el cine, la música, la literatura) se encarna en el cuerpo del poema con la naturalidad con que un aficionado al vino, al fútbol o a la ornitología habla de su pasión por lo que ama, sin alharacas y con amor. Porque la cultura es vida; y estos referentes dignifican la vida, la hacen habitable y significativa. Para Sandro Luna son una manera de mejor vivir y de compartir las historias ajenas hasta convertirlas en vivencias personales, en recuerdos tan verdaderos como los de cualquier otro linaje. Así que al lector del libro le acaba importando poco si no recuerda bien la película El buscavidas de Robert Rossen, o si no ha escuchado nunca el piano de Bill Evans. No le hace falta acudir a la Wikipedia

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para enterarse de la referencia. Luna no es Gimferrer. El camino será más bien el inverso: releído el poema, que respira y late por sí mismo sin necesidad de muletas ni vericuetos culturalistas, es posible que se tope con la curiosidad de acercarse a tal música, tal libro o tal película para volver después al poema con la conciencia de ese mundo compartido con el autor y con tantos otros de sus lectores. En esta noche de dedos rotos, de caer a lo más bajo, de hospitalización severa y olor a muerte, el poeta encuentra un nuevo amor a la vida sin sublimaciones ni paradojas. Por su obra anterior sabemos que la muerte no le ha sido ajena. Aquí vuelve a merodear y ya no es la próxima, la consanguínea, sino la propia quien lo ronda. La sangre que mancha la bata de la enfermera es suya. En la apuesta a doble o nada se está jugando la vida. Y elige: quiere vivir la muerte igual que todo lo demás. Acepta el zarpazo. Y da fe de ello a cada paso. Los poemas del libro son, en general, bastante breves. Pero su itinerario es largo: con frecuencia van de extremo a extremo. Parten de lo profundo, de lo más bajo, para remontar hasta alcanzar algún modo de vuelo. Alguien llama al poeta y él se imagina un Dios niño persiguiendo palomas. Se siente enajenado y lo salva una lágrima. Ve que «el mundo, / por hermoso que sea, es una habitación / sin ventana y sin aire / que un hombre pobre alquila» y se vuelve «un espectro / que baila con la luz dentro del cuarto». Resuelto a afrontar el eluardiano duro deseo de durar, su gran amor por la vida prevalece, e incluso tal vez cura. Pero qué digo. Pase lo que pase, cura. El libro entero es un esfuerzo continuado por mantener en alto el canto, el vuelo sin motor de la primera persona del singular. No hay en los poemas personajes interpuestos (ni siquiera el buscavidas del título, que más que un alter ego es un hermano de desdichas y penurias, y también un modelo de contención y aplomo). Quien habla en los poemas es el poeta y ciudadano Sandro Luna, empeñado en vivir y hacerlo a fondo. Esa pureza lírica es también, me parece, la que devuelve a la metáfora al centro del poema, convirtiéndola en piedra angular sobre la que erigir el cuerpo vivo, medular, de la poesía. Ahora bien, las metáforas de Sandro Luna hacen que una cosa mute


en otra sin dejar de ser la cosa en sí, porque el poeta ha aprendido a proyectar sobre lo observado la evocación de lo otro, la imagen o mudanza, sin dejar que se le escape lo real. Ese viaje constante de lo real a lo imaginado, igual que el que nos muestra cómo saltar a lo más alto desde lo más hondo, es un viaje de ida y vuelta que enriquece sin ocultar; que acompaña y ayuda a mirar sin convertir el poema en juego de adivinanzas o escaparate de obstáculos. La realidad es trascendida así sin dejar de ser real, y la imagen arraiga en ella como en tierra fértil para dar testimonio de una verdad nueva que a menudo nos parece ancestral, pese a su novedad recién brotada. «¿Qué vemos cuando vemos?», se pregunta Luna ante la momentánea transfiguración de su escritorio en un soleado jardín de flores amarillas. Y a verso seguido añade con espíritu casi franciscano: «¿Y al mirar quiénes somos?». Y en esa segunda pregunta se diluye el poeta, a sabiendas de la endeblez de todo ego. Porque esa transfiguración, esa metáfora o mudanza, también le afecta a él, que regresa de ella confortado: «Yo sé que el corazón / contiene la certeza que aniquila / con su golpe de fe / el mundo y sus preguntas». Quien ha llegado a esa entera verdad apenas necesita nada más. El poeta ha sido alcanzado, arrebatado por el vendaval (la enfermedad, la indefensión, el abandono, el desvanecerse; pero también el rayo de la certidumbre, la fortaleza de quien se sabe a salvo: que aquí todo es fusión de opuestos) e, igual que Horacio, se deja llevar y acepta ser el huésped de lo que no controla ni es posible asimilar. Solo así encuentra la fuerza para seguir en la brecha; para escribir un poema titulado «Guadaña» y hacer que el siguiente se llame «Bisturí». La aceptación, que en nada se parece a la resignación, le invita a verse reflejado en la figura del mendigo, el ciego del Lazarillo, el pobre de solemnidad, el paria de «liberto corazón, dueño del hambre». Libre de necesidad, libre de sí, en asumir su condición mortal cifra su propia liberación. Lo que lo ha alcanzado es la verdad del ser. He de decir que apenas he glosado en estos párrafos el primer tercio del libro. Un libro atravesado en todas partes por el impulso de nombrar lo innombrable y hablar de lo inefable. Un libro que asume con sencillez de camaradería su misión de guía y acompañante. Luna

ha alcanzado una madurez lírica de una potencia y una originalidad difíciles de encontrar. Se sabe dueño (dueño de nada, ni siquiera de sí mismo, pero dueño al fin) de una voz propia que hasta ahora era fácil de intuir, pero que estalla aquí plena, limpia y más alta que nunca como un surtidor espontáneo y constante. La voz de Luna es firme: afirma y niega con exactitud; y si pregunta, lo hace a conciencia. No tiene medo al decir. No se anda por las ramas. Es veraz. Además, como opera por atisbos e intuiciones, da saltos de una cosa a otra. El pormenor lo impulsa a la totalidad. Es una voz sucinta y precisa, pero elegante. Busca la agilidad y la cercanía con el lector. No halaga. No hace zalemas. Acompaña y ama. Su tempo es sereno y da serenidad. Se hermana con el lector sin ceremonias ni postureo. Busca y facilita la comunicación. Carece de cinismo y de resabios. Sigue sorprendiéndose de sí y de todo. Y de lo que no sabe decir ha aprendido a callar. Su mundo —cotidiano, familiar, de afectos y convivencia sólidos e íntimos— tiene los prodigios al alcance de la mano, y él los sabe encontrar, y los comparte. La materia que retrata está a menudo encendida por la trascendencia. Su poesía logra reflejar esa luz interior que todo emite. Eso es difícil de sintetizar. Luna lo logra citando en el zaguán de su aventura a Ibn Arabi: «¡Qué maravilla, un jardín en medio de tanto fuego!». Por si no he sabido explicarme, y para que quede un poco más claro, tomaré una cita del clásico japonés Asai Ryōi, autor de las Historias del mundo flotante (Ukiyo Monogatari), libro en el que afirma la transitoriedad de la vida, la impermanencia de nuestra naturaleza y de la realidad, y defiende la importancia del aquí y el ahora y el disfrute del presente: «Viviendo solo para el momento, saboreando la luna, la nieve, los cerezos en flor y las hojas de arce, cantando canciones, bebiendo sake y divirtiéndose, simplemente flotando, indiferente ante la perspectiva de pobreza inminente, optimista y despreocupado, como una calabaza arrastrada por la corriente del río». (Nota pro domo nostra: si cambiamos el sake por unas cervezas y las canciones por los Ramones, todo encaja.) Ni el dolor ni la pérdida están ausentes de estos poemas. Ambos son contemplados, aceptados e incluso tomados como aliados, y se asumen y cantan igual que los placeres y las alegrías. Este libro nos coge prisioneros y no nos va a soltar.

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¡Atención!

Aquí, un poeta enamorado.

Lo de la otra noche fue asqueroso, pero... No sé... La echo de menos.

Seguro que le hace gracia recibir un mensaje.

Por

A ver, debo ser original: “Querida gatita”... ¡No!... Mejor: “Querida puta ”

Lo envío. ¡Ui!... ... Ahora que lo pienso, al final no le di mi número de teléfono.

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(...) “La próxima vez te haré gruñir como a un cerdo”...

Miquel Rof

(...) “Ya verás como muy pronto te la volveré a meter.” Es una manera simpática de acabar el mensaje. Je, je.

Bueno, seguro que sabrá quién soy.

¿Policía? Quiero denunciar que alguien me ha enviado un anónimo amenazante.


Recomendaciones de Quimera Los alemanes

Sergio del Molino Alfaguara, 2024

Este libro no nos habla de un solo personaje, sino de una constelación de seres que se han ido entrelazando. No se detiene únicamente en una familia, sino en su pasado, y en cómo ese pasado interviene de manera tan contundente en el presente. Los alemanes es un libro sobre la culpa y la memoria, sobre los entresijos despiadados de la actualidad y sus linchamientos mediáticos, tan propios de nuestros días. Y es, sobre todo, una ficción que amplía el universo literario de uno de nuestros escritores imprescindibles, Sergio del Molino.

Nada es verdad

Veronica Raimo Libros del Asteroide, 2023

Es bien conocido que el catálogo de la editorial barcelonesa Libros del Asteroide es, desde hace ya varios años, un tobogán de sorpresas y descubrimientos agradables. Entre sus últimos títulos destacamos la novela de la escritora romana Veronica Raimo, ganadora del Strega y del Viareggio. Palabras mayores. Una vida cotidiana en la Roma de los años noventa. Situaciones paradójicas, cómicas, llenas de verdad y de clarividencia. Se le ha comparado con el Léxico familiar de Natalia Ginzburg pero con toda seguridad Raimo afronta las situaciones con mayor soltura, viendo un reverso intenso, divertido y vulnerable.

Las indignas

Agustina Bazterrica Alfaguara, 2023

Tras el despegue que supuso para la obra de Agustina Bazterrica su novela Cadáveres exquisitos (premio Clarín y traducida a más de veinte idiomas) se esperaba con mucha expectación esta novela y no ha decepcionado, todo lo contrario. Baztarrica vuelve a jugar con un mundo distópico. En este caso, un mundo sofocado por catástrofes, apagones y guerras. Un grupo de mujeres viven aisladas de todo en una congregación religiosa donde las torturas y ceremonias de terror son habituales. Para todos los amantes del género.

Hombres puros

Mohamed Mbougar Sarr (Traducción de Rubén Martín Giráldez) Anagrama, 2024

El punto de partida de esta novela es sencillo: la viralización de un vídeo en el que aparece la exhumación de un cadáver, un homosexual al que se le priva de una sepultura digna en camposanto. A partir de aquí se despliega una novela intensa, profunda, que por momentos nos recuerda a Desgracia, de Coetzee. Un viaje iniciático que nos ayuda a interrogarnos sobre quiénes somos, cómo pesa nuestra cultura y tradición, así como de qué manera reaccionamos frente a la culpa y la soledad cuando nos observamos frente a un espejo. Una novela inolvidable de un autor ya fundamental.

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R e c o m e n d a ci o n e s

Las tempestálidas

Georgui Gospodínov (Traducción de María Vútova y Cé Sánchez Rodríguez) Fulgencio Pimentel, 2023

¿Se puede ser identitario más allá de la geografía? A partir del descubrimiento de que los enfermos de Alzheimer se sienten más cómodos en un tiempo pretérito, la creación de salas temáticas temporales en los sanatorios pronto dará paso a la reivindicación de toda la sociedad para vivir en la época que consideran que mejor representa su idiosincrasia. El búlgaro Gospodínov, uno de los autores más interesantes del momento, nos ofrece una obra maestra sorprendente que plantea una reflexión profunda sobre la memoria, la nostalgia y la identidad.

Misteriosa madre Ángel Fábregas El Envés, 2024

Colección de relatos de corte autoficcional que transitan entre lo cotidiano y lo fantástico. El autor granadino maneja distintos estilos, herederos de múltiples tradiciones literarias, para contarnos historias apasionantes de Los Guájares, en el Valle de Lecrín. Los relatos visitan épocas pasadas, como la guerra morisca del siglo XVI, de inmensa relevancia en la comarca, hasta la actualidad y más allá, ya que algunos están inspirados en un futuro distópico. Surrealismo, humor y crítica serán algunos de los elementos que encontraremos en este magnífico libro.

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Séptimo: no robarás. Hurto y mercado en la historia de Occidente Paolo Prodi (Traducción de Andrés Barba) Acantilado, 2024

Prodi indaga en la génesis del mercado en Occidente, entre la Edad Media y la Edad Moderna, como un sujeto colectivo unitario que propicia la aparición del Estado de derecho y la democracia política, que no puede sobrevivir sin él (y viceversa). Sin embargo, la aparición en la era de la globalización de una plutocracia que demanda la reducción de la ley a contrato privado conduce a una transformación profunda del mercado que desdibuja sus límites. Un libro imprescindible para entender el devenir del mercado en los próximos años.

Humorismo. Ensayo sobre el humor literario

Pedro Charro Ayestaran Pre-Textos, 2024

Dónde están los límites del humor — como recordaba aquel otro magnífico ensayo en Cátedra de José María Perceval: El humor y sus límites— es una de las grandes preguntas a la hora de escribir de los creadores. En la presente obra, Charro Ayestaran desgrana uno a uno los diferentes aspectos del humor en lo literario, en una sociedad cada vez más seria y malhumorada incapaz de reírse de sí misma, por medio de libros y autores que han recurrido a él en su obra. Una verdadera actitud ante la vida.



El b o x e a d o r

Al f o n sCe r v e r a


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