Quimera Revista de Literatura | Número 363 | Octubre 2015

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Antonio Priante

El silencio de Goethe Noche del 20 de setiembre de 1860. Parece que Schopenhauer se ha recuperado de la enfermedad que le ha tenido postrado durante unos días. Solo, meditando, pensando en voz alta, dirigiéndose a veces a su fiel perro Butz, rememora los momentos destacados de su existencia: la muerte del padre, las difíciles relaciones con la madre, el despertar de la pasión filosófica, los años de estudio, el encuentro con Goethe en Weimar, la creación de la gran obra, el viaje a Italia, el rechazo del mundo universitario, los amores, la frustración ante el silencio que rodea a su obra, el reconocimiento tan tardío… Sí, finalmente el mundo se inclina ante el filósofo ya septuagenario, pero ¿y Goethe? Poeta al que Schopenhauer admiró por encima de todos, científico con el que colaboró y discrepó en su análisis de la visión y los colores, fue quizá el primero en leer El mundo como voluntad y representación, y sin embargo, Schopenhauer nunca consiguió arrancarle una opinión sobre el contenido de esa obra fundamental. ¿Por qué?… Ése es el leitmotiv de esta historia, el punto de duda que la ficción introduce (¿adivina?) en la conciencia de un pensador que, pese a los escollos que encontró en su camino, siempre se manifestó absolutamente convencido de lo genial de su filosofía. Más que una novela histórica o biográfica, El silencio de Goethe, de Antonio Priante, es un artefacto poético que nos permite sumergirnos en la vida, la personalidad y el pensamiento de uno de los intelectuales más importantes de todos los tiempos. Piel de Zapa Piel de Zapa


REDACCIÓN Editor: Miguel Riera Director: Fernando Clemot Redactor Jefe: Jordi Gol Consejo de redacción: Álex Chico, Ginés S. Cutillas

5-14 los espejos de El salón

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Cuestión de fe

Colaboradores nº 383:

Maquetación y cubierta: Jordi Gol Corrección: Cinta Moreso Galiana ISSN: 0211-3325/DL: B 38779 /1980

Dossier: literatura y religión

Entrevista a José Manuel Caballero Bonald (5)

Andrea Velázquez: Föður, Son og Anda Helgan: la cristianización en las sagas de los islandeses (15)

Entrevista a Javier Sáez de Ibarra (12)

María Hernández: ¿Fue Quevedo heterodoxo? (17)

Lluís Alabern, David Aliaga, José Manuel Caballero Bonald, Katia Feltrin, Rodrigo Fernández, Almoraima González, María Hernández, Reinhard Huamán Mori, Francisco Martínez Hoyos, Ricardo Martinez Llorca, Jordi Masó Rahola, Dámaso Merino, Javier Morales Ortiz, Daniel Mordzinski, Doris Moreno, Andreu Navarra Ordoño, Bernat Padró, Gisela Pagès, Viviana Paletta, Gemma Pellicer, Mária Ángeles Pérez López, Ana Prieto Nadal, María Rodríguez Gutiérrez, Javier Sáez de Ibarra, Joan Safont i Plumed, Eva Sala, Teresa Susmozas, Andrea Velázquez Roche, José Antonio Vila Ilustraciones de portada y del dossier: Lluis Alabern ©

15-41 aso El cielo r

María Rodríguez: La Inquisición por dentro o el día 8 de marzo de 1820, de Francisco Verdejo y Páez [1820] (21) Francisco Martínez: Georges Bernanos: el novelista de la santidad (23) Andreu Navarra: Pío Baroja y El cura de Monleón (26) Joan Safont: Josep Maria Junoy: católico, apostólico y parisien (29) Doris Moreno: Narrativa e Inquisición:

«Inventario español» de José Jiménez Lozano (32) Gisela Pagès: Extramuros, de Jesús Fernández Santos: mística, poder y milagros en el siglo XVII (36) David Aliaga: Cynthia Ozick. Escribir ficción después del Sinaí (39)

42-43 reve La vida b

Relato inédito de Tere Susmozas

44 res de perlas do Los pesca

Microrelatos inéditos de Jordi Masó Rahola

45-46 Barba azul de El castillo

47-52 ch n the Bea Einstein o

Bernat Padró. Poemas inéditos de Alfredo Mario Ferreiro. Un Mária Ángeles Pérez López futurista en Montevideo

Edita: Ediciones de Intervención Cultural S. L. C/Juan de la Cierva, 6. 08339 - Vilassar de Dalt (BCN) Tel. Admón., Redacción, Publicidad y Suscripciones: 937550832/937962631 www.revistaquimera.com www.quimerarevista.wordpress.com

53-56 er rante dés El holan

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Derechos reservados. Prohibida la reproducción total o parcial de este número, sea por medios mecánicos, químicos, fotomecánicos o electrónicos, sin la autorización del editor. Quimera no retribuye las colaboraciones. Los colaboradores aceptan que sus aportaciones aparezcan tanto en soporte impreso como en digital. La redacción no devuelve los originales no solicitados ni mantiene correspondencia sobre los mismos. La revista no comparte necesariamente las opiniones firmadas por sus colaboradores.

Esta revista ha recibido una ayuda a la edición del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte.

Viviana Paletta: Te regalaré el mundo de Marta Fernández (58) Ana Prieto Nadal: Vida de familia de Akhil Sharma (60)

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Imprime: Trajecte S.A.

Reinhard Huamán Mori: Pandemonio de Francis Picabia (57) Gemma Pellicer: La pecera de Juan Gracia Armendáriz (59)

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Fotomecánica: Tumar Autoedición S.L.

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Fernando Clemot. Los fantasmas del Boulevard du Temple

José Antonio Vila: Campo de retamas. Pecios reunidos de Rafael Sánchez Ferlosio (61) Ricardo Martínez Llorca: La ciudad de las desapariciones de Iain Sinclair (62) Bernat Padró: Fernando Pessoa: Política y profecía. Escritos políticos 1910-1935 de Nicolás Gonzalez Varela (ed.) (63) Almoraima González: Los himnos abdominales de Alejandro Simón Partal (64)

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El Foyer

Cuestión de fe A lo largo de la historia, la religión ha influido de forma determinante en el arte. La literatura no ha sido ajena a esta influencia y se puede afirmar que no hay manifestación literaria que no esté determinada —implícita o explícitamente— por el fenómeno religioso, ya sea en su vertiente social (como parte de la ideología que subyace en la obra), ya sea en su vertiente espiritual, ya sea como negación de su transcendencia y sus valores. El dossier del número 383 de Quimera pretende arrojar algunas visiones puntuales sobre la compleja relación de literatura y religión desde perspectivas muy diversas. Por ello, el historiador Andreu Navarra, colaborador habitual de la revista, ha seleccionado nueve textos de autores de ámbitos e ideologías muy diferentes que tratan temas en apariencia inconexos, pero cuya afinidad está definida por un aspecto común que los fundamenta a todos ellos: el enfoque del tema abordado en relación al hecho religioso. Andrea Velázquez nos ofrece una visión sobre la cristianización islandesa desde los textos de las sagas. María Hernández se cuestiona la posible heterodoxia de Quevedo. María Rodríguez y Doris Moreno abordan el espinoso tema de la censura de la Inquisición española a través de los textos de Francisco Verdejo y Páez y José Jiménez Lozano, respectivamente. Francisco Martínez analiza el cristianismo militante de Bernanos, Joan Safont el catolicismo sui generis de Josep Maria Junoy y David Aliaga la visión judía en la obra de Chyntia Ozick. Andreu Navarra y Gisela Pagès, por su parte, se centran en el análisis de dos textos que abordan directamente el fenómeno religioso desde la fic-

ción: El cura de Monleón, de Baroja, y Extramuros, de Fernández Santos. Estos artículos están acompañados de las magníficas ilustraciones de Lluís Alabern, viejo conocido de Quimera, que nos ofrece su particular visión plástica de los temas tratados. Aparte del dossier, abrimos el número con dos magníficas entrevistas. La primera al poeta, narrador y ensayista José Manuel Caballero Bonald, Premio Cervantes, que nos ofrece una visión retrospectiva de su vida y su obra. En la segunda entrevista, Carlos Gámez interroga a Javier Sáez de Ibarra sobre los secretos de su quehacer literario, que le ha llevado a ganar el premio Setenil el pasado año con su libro de relatos Bulevar. En el apartado de creación, el número cuenta con un relato de Teresa Susmozas, microrrelatos de Jordi Masó Rahola y poemas de María Ángeles Pérez López. En el apartado de ensayo, un artículo de Bernat Padró nos descubre la figura del futurista uruguayo Alfredo Mario Ferreiro (el único futurista auténtico, según Jorge Luis Borges); y un artículo de Fernando Clemot nos acerca al Boulevard du Temple para introducirnos en los apasionantes prolegómenos de un arte incipiente que habrá de revolucionar la concepción de la imagen: la fotografía. Y, para finalizar, como es acostumbrado, un buen puñado de reseñas sobre novedades editoriales y las recomendaciones del Consejo de Redacción. Literatura de calidad para encarar la entrada del otoño.

El dossier del número 383 de Quimera pretende arrojar algunas visiones puntuales sobre la compleja relación de literatura y religión desde perspectivas muy diversas. [...] nueve textos de autores de ámbitos e ideologías muy diferentes que tratan temas en apariencia inconexos, pero cuya afinidad está definida por un aspecto común que los fundamenta a todos ellos: el enfoque del tema abordado en relación al hecho religioso.

Jordi Gol Redactor Jefe de Quimera. Revista de literatura


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«Siempre se escribiría de otra manera lo que ya está escrito»

ENTREVISTA A

José Manuel Caballero Bonald Por Álex Chico Katia Feltrin ©

.Conocí a Caballero Bonald en el año 1997. Fue el autor que inauguró el Aula de Literatura José Antonio Gabriel y Galán de Plasencia, un ciclo de lecturas y de charlas dirigidas a alumnos de instituto. Nunca me cansaré de señalar el extraordinario valor que han ejercido esos encuentros en las nuevas generaciones de lectores extremeños. Más aún en los alumnos que comienzan a escribir. De aquel primer encuentro guardo un recuerdo bastante nítido: una conversación con Caballero Bonald y con Álvaro Valverde alrededor de temas diversos: el vago concepto de patria, la extraña fisonomía del pasado, los viajes por medio mundo o los viajes inmóviles a través de los libros. Bastantes años después, aunque haya sido en la distancia (correo electróni-

co mediante), vuelvo a acercarme a Bonald, a sus libros ya releídos y a una obra siempre inagotable. Su padre es cubano, de Camagüey, y su madre, descendiente del vizconde de Bonald, un contrarrevolucionario… ¿A qué raíces se siente más próximo? Pues aunque no parezca muy coherente, me siento más unido a mi rama materna, la del vizconde de Bonald, el filósofo tradicionalista. Ya se sabe que este señor era un ultracatólico que se opuso a cualquier avance progresista de la época, defendiendo la más retrógrada moral ciudadana. Pero nada de eso prevaleció en los descendientes españoles de esa familia, la de mi madre, los Bonald, que eran en general personas muy tolerantes, muy libera-

les, muy alejadas de convencionalismos y beaterías. Por trazar un perfil biográfico, o aproximarnos al menos, me gustaría traer de vuelta algunos pasajes de su libro La novela de la memoria. Por ejemplo, el de aquella sociedad secreta de la Serpiente Amarilla y el de cómo se enteró del estallido de la Guerra Civil. Esa sociedad secreta o como se quiera llamar era un invento infantil que, de una manera completamente fortuita, copiaba las que proliferaron durante el Romanticismo. Éramos cuatro o cinco amigos, teníamos doce, trece años, y nos habíamos juramentado para luchar contra las injusticias. Nada menos que eso. Creo que fue por entonces, algo antes quizá, cuando me enteré


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Eva Sala ©

de que el ejército se había sublevado. Pero yo apenas fui consciente de lo que pasaba, mi educación católica me impidió juzgar todo eso hasta bastantes años después. En otro momento, nos habla de su noche en los calabozos de Sevilla, después de ser arrestado en un bar del Arenal. ¿Cómo recuerda aquellos días? Fue una experiencia que yo exageré de algún modo con el tiempo, pero que en cualquier caso me afectó mucho. Sentí esa primera sensación de estar sometido a una opresiva injusticia. Cuando estaba en el calabozo me torturaba la idea de que se iban a olvidar de mí, de que iba a morirme de viejo allí solo. Son interesantes, de igual modo, las páginas que dedica a su primer contacto con Madrid. Sus paseos con Carlos Edmundo de Ory o su trabajo en la Bienal de la mano

de Leopoldo Panero… ¿Cuáles fueron sus primeras impresiones de la ciudad? No sé, se me emborrona un poco la memoria de aquel tiempo. Pero conservo una impresión general bastante desapacible, eso sí; el encontronazo con un Madrid oscurecido por las restricciones eléctricas, maltratado por el hambre, el frío, lleno de silencio y hostilidad… Yo anduve bastante solo aquellos primeros meses, con algún brote inicial de depresión; no fueron buenos tiempos. ¿Qué significó Camilo José Cela? ¿Y su trabajo en Papeles de Son Armadans? Camilo José Cela no significó nada. Pero mi trabajo en Papeles sí fue bastante provechoso, una experiencia cultural de lo más positiva. Logré canalizar a través de la revista la obra de los escritores republicanos del exilio y de mis compañeros de generación. Eso me compensó de otras complicaciones, otras discordias…

En un momento de su vida, se establece en París. Su primera toma de contacto fue un suceso aún no resuelto: una enigmática llamada telefónica en un hotel próximo a Saint-Lazare. Todavía me acuerdo con absoluta precisión. Fue un enigma que nunca se ha resuelto. Llegué a la estación, le pregunté a un mozo si sabía de un hotel económico por allí cerca. Me indicó uno en la Rue Amsterdam y para allí me fui. Justo antes de registrarme me llamaron por teléfono. Nadie sabía que yo estaba allí. Repitieron el aviso: Monsieur Cabalego Bonald, au téléphone. Fue como un aldabonazo. No me contestó nadie. Ya digo, nunca he sabido entender qué pasó, no me lo explico. ¿Quién puede explicarse eso? Más adelante, se instala en Bogotá. ¿Influyó la ciudad en el nacimiento de su primera novela, Dos días de septiembre?


El salón de los espejos

No, Bogotá no influyó para nada en la gestación de Dos días de septiembre. Lo que sí ocurrió fue que, con la distancia, se me avivaron ciertos recuerdos de mi experiencia personal y familiar en Jerez y empecé a darle forma novelada a todo eso. Supuse que era una buena idea para iniciarme en la narrativa. Hacerse escritor para imitar a los personajes de sus primeras lecturas, los de Melville, Conrad, London… o Espronceda, a quien se ha referido como su primer héroe. ¿Se convirtió en escritor por imitación o como aventurero frustrado? Sí, me gusta repetir que yo me hice escritor porque soy un aventurero frustrado. Algo así. Pero creo que en realidad me hice escritor porque leía bastante y me parecía que escribir me emparentaba con los escritores que tanto me habían conmovido. Además me hacía sentirme satisfecho conmigo mismo, como si el cultivo de la literatura me justificara y me compensara de otras carencias. Resulta muy interesante su acercamiento a un autor: Juan Ramón Jiménez, concretamente a su Segunda antolojía poética, un libro que tomó prestado de don Teo. ¿Qué papel jugó Juan Ramón en su formación literaria? ¿Cree que es un autor no suficientemente valorado en la poesía contemporánea española? Juan Ramón es un paradigma, un eje maestro en el desarrollo de la poesía en lengua española. Su sentido casi religioso de la creación poética, su pensamiento ético-estético, me han servido durante muchos años de ejemplo. El último tramo de su obra, a partir de Animal de fondo, que se convertiría en la primera parte de Dios deseado y deseante, sigue siendo una referencia muy viva en mi formación. Espacio es probablemente el mejor poema narrativo publicado nunca en lengua española.

Entrevista a José Manuel Caballero Bonald

Si hay autores que han desempeñado un lugar esencial en su poesía, son sin duda los escritores barrocos, con Quevedo y Góngora a la cabeza. Ha vuelto a ellos en su último libro, Desaprendizajes. ¿Se trata de la mayor y más profunda referencia en su obra? En cierto modo, sí. El magisterio de Góngora, la potencia de su lengua poética, han sido para mí una guía muy constante. Ha habido otras, claro, pero soy consciente de que he resuelto muchos códigos expresivos, muchas claves lingüísticas, gracias a la poética gongorina. En una ocasión, comentó que se encontraba en un tiempo de relecturas. ¿Alguna obra redescubierta? ¿Alguna con la que se haya reconciliado con el paso de los años? Todo escritor ha sido antes, y debe seguir siendo, un lector. Yo, con los años, me he quedado en relector. Mis últimas relecturas han sido Onetti, Cunqueiro, Primo Levi, Octavio Paz… Y un descubrimiento tardío: Fugitive pieces, de Anne Michaels, por cierto muy bien traducida por Eva Cruz. También intenté el otro día leer la versión en castellano moderno que ha hecho Trapiello del Quijote. ¡Qué ocurrencia, por Dios! Me parece un auténtico dislate suprimir de esa gran novela los estatutos primordiales de la lengua, sus claves sintácticas, léxicas, morfológicas, incluso fonéticas... Si al Quijote se lo priva de todo eso ¿en qué se queda? Más allá de esas referencias, es inevitable hablar de su relación con otros autores coetáneos. Se ha dicho de aquella promoción de autores de los años cincuenta que eran, ante todo, un grupo de amigos. Sin embargo, hay algún caso que, tal vez, nos aleje de esa percepción. Me refiero al boicot de Gil de Biedma para que Castellet no incluyera a Costafreda en la antología Veinte años de poesía española. ¿Cómo interpreta,

pasado el tiempo, la relación que mantenían entre ustedes? Bueno, sí, éramos un grupo de amigos, unos más amigos que otros, claro; había de todo. También en términos poéticos había de todo. Yo era muy amigo de Ángel González, de Barral, de Valente, de Crespo. De Gil de Biedma o de Goytisolo también, pero menos. Con otros, como Brines o Claudio, mantuve una relación afectuosa, pero no de amistad íntima. También aprecié mucho a otros poetas coetáneos que no figuran en la lista canónica: Gamoneda, Luis Feria, Manuel Padorno… Alguna vez se ha referido a los escritores de la Escuela de Barcelona como autores petulantes, frívolos, brillantes pero a su vez hoscos. ¿Cómo se percibían desde Madrid, el otro foco poético más importante durante aquellos años? Vamos a ver… Yo no vivía en España durante esos años en que el grupo del 50 se consolida. Creo que en Madrid existía cierta susceptibilidad hacia esos poetas catalanes tan cultos y petulantes, aparte de lo que podía significar la filiación política. Pero antes y después de mi ausencia frecuenté mucho a Costafreda y a Barral, que me parece un gran poeta y un excelente memorialista. A Goytisolo y Gil de Biedma también los veía bastante, pero no tanto, aparte de que su poesía nunca me interesó gran cosa. Volviendo a Costafreda, recuerdo unas palabras que le dedicó Barral: «estaba definitivamente decidido a quitarse la vida, pero no quería morir». Usted le dedica el poema «Desposesión», en Desaprendizajes. El suicidio de Costafreda me afectó mucho. Comparto el juicio de Barral y ese poema mío es un tributo lejano a un amigo que eligió la soberana estupidez de matarse para resolver sus conflictos… Eso nos marcó a todos.

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Entrevista a José Manuel Caballero Bonald

A menudo se ha hablado de cierta, digamos, tendencia a la autodestrucción, al desencanto que existía en aquella promoción de autores. Al suicidio de Costafreda, se le suma el de Ferrater, por citar dos casos. ¿En qué medida existía una pulsión de muerte en ellos? Sí, eso es muy evidente, no hay más que echar un vistazo a los que se han ido quedando en el camino. Las contradicciones sociales, las tensiones históricas, el alcohol, los propios conflictos educativos propiciaron algo parecido a eso que usted llama tendencia autodestructiva. A la vista está: suicidios, enfermedades terminales, excesos… Yo soy un superviviente. Además de la lucha antifranquista o su formación universitaria, había algo que les unía a todos: su ingesta de grandes cantidades de alcohol, como si tuvieran bien aprendidas aquellas palabras de Buñuel: «quien no fuma ni bebe, en principio, es un cabrón». ¿Bebieron, más que vivieron? ¿Les consiguieron quitar lo bebido? Bueno, sí, seguro que bebimos algo más de la cuenta. El hecho de beber era como una contraofensiva frente a los biempensantes, frente a los convencionalismos y las beaterías de turno. Una especie de ilusión óptica: nos sentíamos más libres si hacíamos todo aquello que la moralina de la época consideraba desaconsejable. Decía Ángel González que habíamos aportado a la literatura española una nueva manera de vivir y de beber. Si uno lee La novela de la memoria, descubre el papel tan importante que ha ocupado la amistad a lo largo de su vida. Un amigo vale más que cien camellos, dicen los tuaregs, y añaden que un camello vale tanto como la vida. Leemos en el poema «Regla de la excepción», de Manual de infractores: «Vida y

El salón de los espejos

literatura, ¿en qué coinciden?». En alguna ocasión se ha referido a la literatura como un mecanismo para interpretar la vida. En otros, como un simulacro. ¿Cuáles serían en su caso los nexos que las unen? La literatura puede ser muchas cosas, menos una copia de la realidad. La literatura interpreta la realidad, ofrece una versión nueva de la realidad. La literatura consiste en el lenguaje con que está escrita. Los que no tienen en cuenta nada de eso no son escritores, serán en todo caso escribientes. «La linde entre una historia vivida y una naturaleza muerta es a veces imperceptible», nos dice en otro momento. ¿Cómo reconstruir, entonces, nuestra experiencia personal? ¿Cómo…? Esa es una cuestión muy compleja. En términos literarios, la experiencia se reconstruye efectivamente con palabras, se transfigura en palabras. Pero hay que seleccionar esas palabras, hay que juntarlas de manera que el lector pueda descubrir así un mundo nuevo, asomarse a una realidad desconocida. La literatura, y en especial la poesía, es un acto de lenguaje, y ese acto, a medida que se desarrolla, inventa la realidad. La poesía busca los límites del lenguaje, es justamente una construcción verbal. Quizás sea la memoria uno de sus grandes temas, si no su gran tema. Lo que resulta llamativo es el tratamiento que hace de ella, con una idea que parece crucial para entender su forma de afrontarla: «Evocar lo vivido equivale a inventarlo», escribe en Diario de Argónida. ¿La realidad no puede ser sustentada sin aportar su parte de ficción, como nos dice en Laberinto de fortuna? Ya le digo, la literatura no puede consistir en una copia de la realidad. Esas copias se llaman reportaje, crónica periodística, cosas así. La realidad se va

convirtiendo en otra realidad, en otra experiencia de la realidad, a medida que se articula el poema y las palabras adquieren el rango de innovadoras, de insustituibles. Suelo repetir que, en literatura, las palabras deben significar más de lo que significan en los diccionarios. Usa el término «memorias» y no el de «autobiografía». ¿La novela de la memoria formaría parte de una invención literaria, igual que el personaje que allí aparece? Por supuesto, mis memorias tienen mucho de novela donde yo soy el protagonista. Lo que no recuerdo, me lo invento, es decir, hago literatura. Las memorias también son un género de ficción. Y además lo que a la larga importa es la calidad del hecho literario consumado. El tema es lo de menos, el tema es un ingrediente superfluo, digamos que una excusa para poder armar el texto literario. ¿Es el recuerdo o el segmento del recuerdo el que impulsa su escritura? ¿Recuperar incluso lo que no hemos vivido? Los recuerdos, como la verdad, pueden inventarse. También la verdad se inventa, decía Machado. Incluso uno puede apropiarse de recuerdos ajenos. Ese interés por la memoria se centra, en ocasiones, en la pérdida. «Vuelvo a quedarme a solas con lo que ya se ha ido», escribe en Diario de Argónida. Como ese tren que, aun habiendo partido, continuamos esperando, en un poema de Laberinto de fortuna. ¿La poesía como una forma de restituir una ausencia? Pongamos que la poesía también puede consistir en eso. La poesía tiene muchas propiedades, desde las curativas a las consoladoras, desde las iluminativas a las placenteras. También puede servirle a alguien para recuperar algo perdido.


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Dámaso Merino ©

«El mar no tiene memoria», decía Coleridge. Para alguien que ama tanto el mar sorprende que su gran tema sea justo ese. Pues eso es lo que me ocurre, más o menos. Existe un juego entre el pretérito y el porvenir, desde el «niño entre emboscadas» de Pliegos de cordel hasta ese ser que funda su existencia en el tiempo que le queda. «El que soy y el que fui se juntan, se interfieren a menudo y fingen ser el mismo. Pero es sólo un amago de conformidad», escribe en Desaprendizajes. ¿Cómo escribir desde el presente? Pues no sé muy bien cómo funciona eso. Cuando yo escribo, lo único que me preocupa es sacar a flote un texto estéticamente válido. Eso es lo único que me importa, encontrarle una estricta equivalencia lingüística a una experiencia real o ficticia, que eso da igual.

Entre la publicación de Pliegos de cordel, en 1963, y Descrédito del héroe pasan 14 años, algo similar a lo que sucede entre Laberinto de fortuna y Diario de Argónida. Ha comentado que de cuando en cuando pierde su fe en la poesía, que a veces le resulta un género poco tentador. Pienso que la poesía requiere un estado de ánimo peculiar, una especie de conexión interior con los secretos expresivos de la palabra, con el revés enigmático de la palabra, diría Lezama. Luego sólo hay que esperar a que esa mezcla de música y matemáticas en que consiste la poesía comience su trabajo. A veces hay que esperar años, décadas. A veces toda la vida.

cacareada sencillez también puede ser, a efectos estéticos, la coartada de los incapaces». ¿Se sigue sintiendo cada vez más alejado de la prosa plana, de ese pretendido sencillismo? El sencillismo, o sea, la prosa, y la poesía, explícita, coloquial, plana, la que reproduce sin más la realidad, pertenece a un género que, aparte de que no me interesa en absoluto, tampoco tiene mucho que ver con lo que debe entenderse por literatura. Toda escritura poética que se precie indaga, sondea en los límites expresivos de la realidad, busca esa situación límite desde la que se manifiesta la otra cara de la realidad.

El refinamiento, el ingenio o la solemnidad pueden llegar a ser muy perniciosos en la configuración de un poema, ha sostenido en alguna ocasión. Igual que, cito, «la tan

¿Es esa la razón por la que ya no le convence su primera novela, Dos días de septiembre? Me refiero a su tratamiento de la realidad.


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Investidura Doctor Honoris Causa por la UNED (febrero de 2013). Rodrigo Fernández ©

Algo de eso hay. Dos días de septiembre es una novela realista, alejada en parte de mis gustos de hoy. La escribí cuando mis ideas estéticas diferían de las actuales. Hoy escribiría esa novela, no toda, pero buena parte de esa novela, de otra manera. Siempre se escribiría de otra manera lo que ya está escrito. La poesía es esencialmente un acto del lenguaje, nos dice. ¿El único compromiso que debe adoptar un escritor es con su propio idioma? ¿El contenido de un poema siempre está supeditado a su forma, a su estructura lingüística? Pues yo diría que en poesía no hay historias, no hay temas, o si los hay su incidencia en el poema es muy tangencial. Lo que hay son imágenes, ideas, descubrimientos repentinos por medio del lenguaje. La poesía depende de su construcción verbal.

En Descrédito del héroe inicia su interés por el poema en prosa, una forma de escritura a la que vuelve en su último libro. ¿Qué le aporta ese género? ¿Diría que existen más nexos entre estos poemas y su obra narrativa? En cierto modo, sí. Lo único que importa en literatura es la lengua poética que la moviliza. Pero yo no uso nunca ese apelativo de poema en prosa, no me gusta esa expresión, que es además muy difusa, muy inconcreta. Un poema será o no un poema con independencia de que se escriba como si fuera prosa, sin cortar las frases, o cortándolas en forma de versos. Uno de sus libros más singulares es Entreguerras, un poema torrencial o un poema río, por llamarlo de alguna forma. ¿Lo juzga como una de sus obras más ambiciosas, al menos en lo que a su estructura se refiere?

Sí, supongo que es el libro mío de poesía con el que sigo estando más de acuerdo. Pensé mucho en cómo iba a estructurarlo, cómo iba a desarrollarlo formalmente, y me llevó su tiempo organizar el trabajo, distribuir los capítulos, engranar los fragmentos. Creo que es mi libro poético preferido. En él se filtran todas mis ideas estéticas, todo lo que pienso. Si hay un recurso que cohesiona buena parte de su obra, es el empleo constante de la interrogación. Cada respuesta, ya nos advirtió, irradia un nuevo cerco de preguntas. ¿La duda o la incertidumbre como motores esenciales de su obra? Las dudas son como incentivos que te ayudan a buscar soluciones. La literatura y el arte en general tiene mucho de preguntas que el autor se hace durante todo el tiempo. Y esas preguntas inclu-


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yen normalmente otras tantas dudas. Me gusta repetir que el que no tiene dudas es lo más parecido que hay a un imbécil. En Desaprendizajes sigue existiendo un compromiso ético y estético con la poesía y con la sociedad en la que vivimos. Por ejemplo, el poema «Seguridad ciudadana», que me resulta una impecable contestación a ese tipo de aberraciones de nuestros gobernantes, como la ley mordaza. Ese poema es en efecto una respuesta a la llamada ley mordaza, uno de los atentados a la libertad más notorios propiciados por el Sr. Fernández, discípulo aventajado del Sr. Fraga. Lo que pasa es que ese tipo de contestaciones poéticas a los desmanes de la historia no necesariamente se canalizan de modo directo. Otro aspecto que no deberíamos pasar por alto es su relación con otras disciplinas artísticas. En primer lugar con la música, especialmente con el flamenco, una conexión que viene de lejos y que se materializa en libros como Anteo o en la creación de un sello musical propio, Pauta. ¿Qué le unió al flamenco y qué le desune hoy en día de él? Me unió el interés por un arte popular propio de gentes marginadas, perseguidas, que malvivían en auténticos guetos. En tan pobre cuna nació y cristalizó uno de los más apasionantes fenómenos musicales heredados de Oriente. Me interesó mucho todo eso y lo viví muy a fondo. Luego, las cosas se desviaron bastante de esas raíces populares, tan parecidas a las del jazz, y yo me fui distanciando un poco. Respeto esa evolución, tan coherente además con la propia libertad expresiva del flamenco, pero no la comparto del todo. De igual forma, existe una influencia muy palpable de la pintura, desde Durero has-

Entrevista a José Manuel Caballero Bonald

ta Velázquez. O un retablo de Jaume Huguet con el que mantiene una relación muy curiosa. La pintura me ha interesado mucho desde siempre. Y lo del retablo de Huguet tiene su miga. En un cuadro suyo que vi en el Museo de Arte de Cataluña aparecía un grupo de personas alrededor de un símbolo eucarístico y entre ellas había una que era mi vivo retrato. Incluso comprobé luego, en una ampliación, que lucía en la sien derecha, como me ocurre a mí, una marca rosada de nacimiento. El parecido era asombroso y llegué a pensar que el personaje iba a envejecer al mismo tiempo que yo. O lo que era peor, que se iba a mudar de cuadro para que yo me confundiera todavía más. No sé qué habrá sido de ese personaje del retablo de Huguet, he preferido no volver a verlo, a lo mejor anda por ahí hecho un vejestorio. Hay un último tema sobre el que me gustaría hablar, porque tiene una importancia capital en su obra. Me refiero a la cuestión del lugar, a sus diversas geografías escritas. Principalmente el Coto de Doñana («la otra banda» convertida en Argónida). O Sanlúcar de Barrameda y Jerez… Yo elegí como predilectos esos lugares —sobre todo el Coto de Doñana— porque fue allí donde descubrí el mundo. Y el lugar donde se descubre el mundo ya es para siempre el compendio simbólico del mundo. Doñana es también una de mis patrias, quizá la más amenazada; bueno, si se entiende por patria lo que se ve desde la casa donde uno vive a gusto. ¿Sigue pensando que la concesión del Cervantes es el reconocimiento que más alegría y satisfacción le ha causado? ¿Ese galardón palia, de alguna forma, una de sus grandes decepciones: no haber entrado en la Real Academia Española?

No sé, puede que sí… El Cervantes viene a ser como una meta, se llega hasta ahí y punto, ya has cubierto lo que puede ser una etapa decisiva. Lo de la Academia es otra cosa, se trata más bien de una recompensa social, valga la expresión. Me ilusionaba ingresar, no lo niego, pero pronto perdí todo interés y hoy no me tienta para nada compartir tareas con ciertas personas que no me ofrecen el menor crédito ni profesional ni humano. Aunque sea, como dijimos, un tiempo de relecturas, ¿qué impresión le causa la poesía española contemporánea? Hay autores jóvenes a los que se siente cercano, como Antonio Lucas, a quien le dedica un poema de Desaprendizajes. Hay dos o tres poetas jóvenes que me interesan bastante. Los demás, o sea, los ya no tan jóvenes, que son multitud, sólo me atraen si se aproximan a mi propia concepción de la poesía. O sea, otros dos o tres. Un par de cuestiones más. Corríjame si me equivoco. ¿Ha pensado alguna vez que la novela Ágata ojo de gato es la obra que más le sobrevivirá? Sí, eso creo. En Ágata me siento muy bien expresado y además ahí está todo lo que yo pienso de la literatura, esa manera de verbalizar el pensamiento, de fundar a través de la palabra un mundo. Mi poética consiste en Ágata. Ha sobrevivido a dos naufragios. Un tercero, ya lo sabe, le haría inmortal. Ante esa perspectiva, ¿cómo responder a la pregunta que se formula en los versos finales de Entreguerras?: «¿Eso que se adivina más allá del último confín es aún la vida?» Esa pregunta no tiene contestación. Es la pregunta que se hace quien sabe que no tiene contestación.

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ENTREVISTA A

«La crítica literaria, en especial cuando se ocupa del cuento, es fundamentalmente perezosa»

.Austero,

afable, inteligente, siempre es un placer conversar con Javier Sáez de Ibarra (Vitoria, 1961), referencia indiscutible del cuento en español en lo que llevamos de siglo. Aunque ambos vivimos en Madrid, las complicaciones de la vida diaria han impedido que la entrevista transcurriera frente a un café, en una terraza, bajo el sol velazqueño que baña estos días la ciudad. Nos conformamos con un café virtual para hablar de su último libro, Bulevar (Páginas de Espuma), una colección de relatos en los que el autor cuestiona qué es la realidad y cómo accedemos a ella. Con Bulevar conseguiste el Premio Setenil 2014. No es la primera vez que recibes un galardón de prestigio. Por Mirar al agua recibiste el I Premio Internacional de Narrativa Breve Ribera del Duero. ¿Qué importancia concedes a estos reconocimientos?

Javier Sáez de Ibarra Por Javier Morales Ortiz Fotografía: Daniel Mordzinski ©

Los premios son una gran satisfacción, obviamente. Significan un reconocimiento al trabajo realizado y en esa medida suponen un estímulo y la posibilidad de encontrar más lectores. Sin embargo, no dejo de tener en cuenta que dependen siempre de las preferencias de un jurado y que, en último término, la idea de comparar y medir obras literarias (o artísticas en general) es un absurdo. Cada obra tiene una pretensión propia y esa pretensión es incomparable, me parece a mí. Abres Bulevar con una «inusual» defensa de este libro, de su escritura desnuda y ascética, alejada en parte del estilo de tus anteriores colecciones de relatos. ¿Por qué consideraste necesaria una justificación? La mayoría de los cuentos del libro los escribí siguiendo intencionadamente una estética realista convencional (cuyo modelo sería Raymond Carver).

Durante varios años pensé que no debía publicar una obra que se alejaba de mi propio estilo —hasta el punto de haberme impuesto algunas renuncias— y en la que no lograba reconocerme. En ese prólogo, titulado «Defensa», quería explicarme a mí mismo que esa estética despojada y atenta sobre todo al argumento podía alcanzar verdadera profundidad, lo que considero el valor fundamental de una obra literaria. También el prólogo trataba de explicar la relación entre esos cuentos y otros que incluí para romper esa unidad formal, así como de establecer un puente entre ellos y ciertas creaciones plásticas (por ejemplo la idea de arte y de museo como provocación, y no únicamente como suma); pero, desgraciadamente, ni la crítica ni los lectores especializados a quienes me dirigía se han interesado por ello.


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«Para la crítica más simple lo que no es realista será experimental», te lamentas en el citado prólogo. Desde tu primer libro, El lector de Spinoza, con una destacada impronta intelectual, a ti se te ha etiquetado dentro de una literatura más o menos experimental. ¿Qué importancia tiene la experimentación, la búsqueda de otros lenguajes y estructuras en tu trabajo? La crítica literaria, en especial cuando se ocupa del cuento, es fundamentalmente perezosa. Lo muestra la recurrente división entre estética «realista» o «experimental», cuando no la de «realista» o «fantástica» (que en ese doble uso ya indica la contradicción). Imaginemos la pobreza de un crítico de arte que calificara las obras en figurativas o no figurativas; aún quedaría todo por decir. Creo que faltan herramientas conceptuales más precisas y una mayor atención a los textos. En todo caso, lo que se llama experimental no se opone a realista, sino a «convencional». Los cuentos menos convencionales de este libro (por ejemplo, la reproducción selectiva de unos textos académicos) son, sin embargo, absolutamente realistas, ¡más que ningún otro! Pero en fin, habría que dejar aquí el tema de la falta de respeto de muchos críticos literarios por los autores de cuentos y, en general, la ausencia de diálogo entre ambos. Respecto a tu pregunta, la experimentación formal es esencial para mí, es tanto como decir el trabajo literario; no entiendo que ninguna disciplina artística se desinterese por la «innovación» (en la medida que nos es posible a cada uno). Pero no se trata, a mi modo de ver, de una mera exhibición de creatividad o de invenciones, sino del camino que es preciso recorrer para investigar en esa realidad diluida bajo prejuicios, mentiras, violencia e intereses. No me olvido de la lección de Valle-Inclán: para hacerse cargo de una sociedad monstruosa hay que en-

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contrar una estética deforme; la otra es una mascarada. Bulevar vendría a ser como un microcosmos en el que el lector tiene una posición privilegiada. Puede observar desde la ventana que le ofreces la vida de los seres que lo habitan, una vida que en muchas ocasiones es pura máscara. Sí, pero hay que aprender a leer. Y esa posición hay que ganársela. Yo pongo una ventana, pero hay que asomarse a ella y aguzar la mirada. En general es el problema de los cuentos: su dificultad para un lector con falta de hábito para la concentración, la percepción de implicaciones, la complejidad, etc. En este libro he procurado que la trama sea fácil de seguir, no hay apenas connotaciones, referencias o metáforas; el lenguaje empleado es llano, los personajes pertenecen a grupos sociales determinados y tienen vivencias en las que un lector puede reconocerse sin mayor problema. Todo esto forma parte del planteamiento estético realista que me propuse. Y, sin embargo, he descubierto que hasta la trama más simple esconde vínculos profundos con aspectos sociales, psicológicos, morales, metafísicos. Los textos se quedan a merced de la lectura que se haga de ellos, no dejan de ser propuestas para el diálogo. Un tema que siempre me ha interesado es la organización de los relatos dentro de un libro. ¿Cuál ha sido el criterio? Combinas relatos de estructura más o menos convencional con otros más rompedores. En la gestación del libro tuvo un lugar fundamental la valoración de Miguel Ángel Muñoz. Hablando con él comprendí la necesidad de que el libro se rompiera en dos estéticas, la convencional y una experimental, que confluían en un mismo punto: el cuestionamiento de qué es la realidad en la que vivimos y de qué modos accedemos a ella.

Un relato lineal con argumento y personajes reconocibles es lo que muchos esperan encontrar en un libro de cuentos; en correspondencia, la actitud del lector queda claramente prefijada y no le supone un esfuerzo particular. De esa reunión surge «la comprensión de la realidad»: el autor cumple la función de enseñarla para que el lector la reciba. Contra ello, introduje varios relatos que interrumpían esa actitud y forzaban al lector a adoptar otra. Lo obligaban a leer de otra manera. En un caso, irrumpiendo con un estilo barroco en un texto anotado que hace repensar lo que se narra; en otro, exigiendo una lectura sinóptica (un tríptico desplegable) que conduce a una interpretación de la etapa histórica más reciente; en otro, asistiendo a una lista de bodas que involucra una forma de vida que ha de suponerse y, por último, la proposición de unos textos para ser intervenidos por el lector, que se convierte así en su coautor material. El resultado es que el libro puede causar extrañeza por las exigencias súbitas que plantea al lector en lugares estratégicamente situados (aunque ya sabemos que la lectura luego se hace con total libertad y no según el orden establecido en el volumen). Finalmente, quise no reservarme dos cuentos que pertenecían por estética al libro y que coloqué bajo el epígrafe de «Versión extendida», a modo de regalo. «Manda aquí» es uno de los mejores del libro, por su equilibrio entre la creación y la teoría, como si ambas dialogasen al mismo tiempo. No sólo escribes un cuento sino que teorizas sobre el cuento. Este relato es un ejercicio de «pedagogía rabiosa». La palabra pedagogía la tomo de la reflexión que ha hecho sobre el libro la escritora Marta Aponte. Si no escribes con sencillez corres el riesgo de ser tachado de oscuro o, incluso, de impertinente (al estilo de:

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«cuando este escritor deja la manía de hacer cosas raras es estupendo»); pero yo no puedo explicar lo que narro con un texto añadido. Es lo que resuelven, en parte, los catálogos de las exposiciones, los guías de los museos, los críticos de arte. Pero un cuentista, como ya he dicho, no puede esperar eso. De modo que me propuse «comentar» el cuento con unas notas no tanto para aclarar la trama (que es bien sencilla) como su forma. También es una manera de anunciar: leer literatura es una tarea compleja que requiere iniciativa; para lecturas fáciles y adocenadoras nos dan los periódicos. El peligro de la experimentación es que a veces el relato se queda en una mera carcasa, algo que a ti no te ocurre. ¿Cómo conseguir ese equilibrio? Yo diría que el peligro de quedarse en una carcasa amenaza sobre todo a la literatura convencional. Precisamente porque da por supuesto que está tratando de la realidad. (Tarkovski decía que el peligro de filmar en color es que el espectador se olvida de que los colores de una película son también una construcción.) Si alguien escribe, por ejemplo: «Los obreros salieron del trabajo y fueron a tomarse unas cervezas», parece completamente realista; pero en esa manifestación de lo real se afirma explícitamente que reciben un sueldo razonable, que su horario es adecuado y su jefe, bueno; que viven desahogados, con tiempo libre que emplean en divertirse en camaradería y, por tanto, que el sistema funciona. El peligro siempre acecha en lo inconsciente. Probablemente, es inevitable; por eso no hay más solución que tratar de ser lo más justos y compasivos que podamos en nuestra vida íntegra, para

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que la escritura que luego hacemos sea menos sucia. Por eso no creo que la emoción por sí misma sirva de garantía y, desde luego, que seguir los cauces más comunes sin un mínimo de lucidez nos lleva directos a la alienación. En este sentido, una de las cualidades más sobresalientes de tu trabajo es que aunque tu estilo es distante y la arquitectura de los relatos a veces es compleja, siempre hay un hueco para el misterio humano, para mostrar su fragilidad. Muchas gracias, Javier, no hay mayor elogio para mí. Estilo, arquitectura, forma no son sino el lugar donde debería aparecer la vida humana. Tanto trabajo y tanto gozo de la escritura para iluminarnos un poquito eso que somos, desde luego que misterio y fragilidad. Tampoco eres ajeno al conflicto social, a la denuncia. Toda literatura es política: Homero, Sófocles, Apuleyo, el Arcipreste, Fernando de Rojas, Shakespeare, Cervantes, Goethe, Baudelaire, Chéjov, Kafka, Valle, Brecht, Lorca, Buero, Pinter, García Márquez, Goytisolo, Jelinek… El ser humano es un ser social, político, y esta dimensión es esencial en la historia de su sufrimiento y de la lucha por su liberación. Hoy vivimos el drama de mil millones de hombres y mujeres que pasan hambre y mueren de hambre en el mundo. No sólo de religión o de arte vive el hombre. ¿Cómo puedo yo escribir sino desde ese dolor? (Y eso que soy europeo). La política económica liberal que nos sojuzga y se nos vende me hiere; de esa herida surgen algunos relatos, inevitablemente.

tancia de la trascendencia, de lo religioso, en tu vida, aunque eso no se trasladase a tus cuentos de una manera directa. ¿Qué opinas de una literatura moralizante, del signo que sea? Yo estoy en contra de toda literatura confesional (sea religiosa, ideológica, política o moral); sería como entrar en un cine y señalar la puerta de salida. El texto literario es un lugar para la exploración, la reflexión, la impresión, la emoción en libertad; no para la venta de un producto preestablecido. Otra cosa es el ensayo. O el lamentable estado del periodismo de masas, que me parece pura propaganda. La literatura se mantiene como uno de los pocos espacios que nos quedan para la libertad; donde, como dice un artista plástico, podemos enfrentarnos al modo de sensibilidad (y no sólo de pensamiento) hegemónico, con la injusticia tolerada y la comodidad burguesa. «Trascendencia» es una palabra para designar ruptura de lo dado en todas direcciones —hacia abajo, hacia los lados, hacia dentro y hacia fuera, no sólo hacia arriba—, sinónima de negación y asomo, de reaprendizaje. En el pequeño marco de unas pocas páginas, tan inofensivas, leídas con atención, de un cuento.

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Javier Morales Ortiz (Plasencia, 1968) es escritor, periodista y profesor. Es autor de la novela Pequeñas biografías por encargo y de los libros de relatos Ocho cuentos y medio, Lisboa y La despedida. Colabora habitualmente con varios medios de comunicación y tiene una columna dominical, «Área de descanso», en El Asombrario, el portal de cultura de eldiario.es. Imparte clases de literatura en

En una entrevista con otro gran cuentista, Miguel Ángel Muñoz, explicabas la impor-

el Museo Thyssen y de escritura creativa en varios centros.


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Andrea Velázquez Roche. Föður, Son og Anda Helgan: la cristianización en las sagas de los islandeses

Föður, Son og Anda Helgan:

la cristianización en las sagas de los islandeses Andrea Velázquez Roche

.«Me parece que este asunto

nuestro ha llegado a un punto muerto, pues si no tenemos todos una misma ley y la ley se rompe en dos, también se romperá la paz, y así no podremos vivir. […] El principio de nuestras leyes —dijo— es que todos los hombres serán cristianos en este país y creerán en un solo dios, padre e hijo y espíritu santo, y abandonarán la idolatría; dejarán de exponer a los niños y no comerán carne de caballo». Así relata la saga de Njál la instauración oficial del cristianismo en Islandia el año 1000. A pesar de la conversión oficial del país, la cristianización sólo sería total en el ámbito legal e institucional. El código legislativo Grágás recoge la prohibición de las prácticas precristianas y la adoración a los antiguos dioses al detallar que «si un hombre adora entidades paganas, la sanción es de proscripción menor. Si alguien usa hechizos, brujería o magia […] la sanción es de proscripción menor, y será citado localmente y procesado por un jurado de doce. Si un hombre practica magia negra, la sanción para eso es de plena proscripción», hecho que nos explicita la continuidad de dichas prácticas hasta, al menos, el momento de redacción del corpus (c. s. XII). La conversión de Islandia vendría marcada por un fuerte componente pragmático y sus fines fueron, por un lado, la pacificación del país y, por el otro, mantener las relaciones con la Corona noruega con el fin de restablecer el comercio con este reino. Fue una conversión rápida que permitió, de inicio, el culto precristiano privado, y que conllevó como principales consecuencias el carácter independiente de la Iglesia islandesa respecto a la continental, con una propiedad territorial reducida y un sacerdocio regido por leyes seculares sin formar, inicialmente, una clase social diferenciada. En las sagas familiares o sagas de los islandeses, conjunto de narraciones de contenido local pertenecientes a las sagas islandesas, se observa una pauta en el comportamiento re-

ligioso de los personajes que podría recogerse en la figura de Njál Þorgeirsson, protagonista de la saga de Njál. Su conducta es siempre moralmente correcta y, a pesar de verse involucrado en disputas territoriales locales, tiene una actitud conciliadora y, asimismo, fruto de su buen juicio, considera correcto adoptar la nueva fe una vez le es conocida. En la saga de los habitantes de Reykjadalur se muestran dos tradiciones contrapuestas, la cristiana y la precristiana, donde finalmente la primera es elegida como la opción más razonable. Como se desprende de su lectura, en la mayor parte de las sagas familiares se anuncia la llegada de la nueva fe y la subsiguiente conversión de los protagonistas sensatos. El proceso de cristianización en las sagas es reflejado, por tanto, como una transición lógica del paganismo al cristianismo al ser revelada la verdadera fe. El público receptor de estas historias se vería reflejado en unos personajes con prácticas idénticas a las suyas y los cuales habrían abandonado dichas prácticas para adoptar totalmente la religión oficial. De esta manera, el relato de la conversión de Islandia pasaría a ser, también, un instrumento para la cristianización de los substratos culturales y cotidianos de la población islandesa del momento. El sincretismo religioso que surgiría a raíz del contacto con el cristianismo en Islandia es recurrente, no sólo en las sagas, sino también en los hallazgos arqueológicos. El martillo de Þórr, la cruz y la campana fueron encontrados juntos en el sepulcro del siglo X de la granja Vatnsdalur. Del mismo modo, dos ejemplos literarios dan cuenta de la unión del antiguo y el nuevo culto; en la saga de los habitantes de Eyri se evidencia una asimilación del nuevo rol sacerdotal cristiano por parte de los sacerdotes precristianos o goðar: «El sacerdote llevó agua consagrada y reliquias sagradas alrededor de toda la casa. Al día siguiente cantó todas las plegarias y celebró misa solemne, y después de eso todos los retornados

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Andrea Velázquez Roche. Föður, Son og Anda Helgan: la cristianización en las sagas de los islandeses

y los fantasmas dejaron a Fróða, y Þurid empezó a recuperarse de su enfermedad para finalmente curarse del todo». La saga de Eric el Rojo, a su vez, relata cómo una vidente recurre a una mujer, Guðríð Þorbjarnardóttir, quien simboliza la unión entre las viejas y las nuevas creencias, para llevar a cabo su ritual profético; Guðrið, a pesar de haber abandonado el culto a los antiguos dioses, aún recuerda los cantos destinados a invocar los espíritus: «Dice entonces Guðrið: “yo no soy mujer sabia ni conocedora de artes, pero mi madre adoptiva, Halldís, me enseñó en Islandia un canto que llamaba Ensalmo de lo Oculto. […] Existe un impedimento tan sólo: que no deseo participar, pues soy cristiana”». Las sagas de los islandeses más antiguas fueron redactadas, según se cree, a principios del siglo XIII, a pesar de que los manuscritos conservados más tempranos son del siglo XIV. El contexto que propició la redacción de las sagas familiares surgió como consecuencia de la adopción de la fe cristiana, con la introducción de ideas provenientes del continente latino, nuevos patrones culturales y nuevas

formas de relacionarse con el entorno y el mundo, entre las cuales destaca la inserción de la escritura y el uso de ésta para transmitir los nuevos conceptos. El principal uso que hizo la Iglesia de la palabra escrita fue para promover sus propias enseñanzas, de tal modo que alrededor del año 1200 se realizó en la isla una de las primeras traducciones del Elucidarius de Honorio de Autun, una summa teológica cristiana que constituye una pieza clave del contexto literario que originará las sagas islandesas. La Iglesia de los siglos XII y XIII tradujo y adaptó la literatura religiosa foránea a sus necesidades, adoptando un estilo simple y, de manera especialmente relevante, el uso de la lengua autóctona para satisfacer las necesidades de los iletrados. Así, la Iglesia islandesa intentaría acercar la literatura, tanto nativa como extranjera, a la población laica por medio de la simplicidad estilística y el uso del norreno, utilizando un instrumento prácticamente monopolizado por el clero: la escritura. Es esta estrategia doctrinal la que apoya la hipótesis de que la redacción de las sagas albergaría, entre una de sus funciones, la legitimación de la adopción de la nueva fe en un contexto de clara pervivencia de las prácticas norrenas. La Iglesia islandesa no alcanzaría, hasta mediados del siglo XIII, un marco de operación jurídico parcial para hacer efectivas sus prerrogativas legales en la sociedad laica, cuando se introducirían las Kristinréttrnýi, las nuevas leyes cristianas en las dos diócesis islandesas: Skálholt (1275) y Hólar (1354). En tal caso, la Iglesia habría explorado otras alternativas para transmitir su doctrina. Aquí entrarían las sagas que, dotadas de los instrumentos narrativos adecuados, harían llegar el mensaje a la sociedad civil de forma implícita, con el marcado componente conciliador que mantendría el cristianismo islandés desde su adopción oficial. En suma, las íslendingasögur o sagas familiares habrían sido concebidas como herramientas para combatir ideológicamente la pervivencia de las costumbres precristianas arraigadas en la sociedad, legitimando la adopción del cristianismo y el abandono de las prácticas norrenas como algo moralmente razonable y correcto.

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Andrea Velázquez Roche (Barcelona, 1991) es graduada en Historia por la Universidad de Barcelona y máster en Antigüedad y Edad Media por la Universidad Autónoma de Barcelona. Ha publicado en el Dipòsit Digital UB su trabajo final de grado (La producció literària islandesa del segle XIII. Una aproximació a les íslendingasögur com a font històrica).


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María Hernández. ¿Fue Quevedo heterodoxo?

¿Fue Quevedo heterodoxo? Quevedo Padeció cárcel, destierro y censura, ingredientes característicos de la cocina heterodoxa María Hernández

.Definimos heterodoxia como la cualidad (-ia) de tener una opinión (doxa) diferente (hetero) a las doctrinas establecidas. A menudo el librepensador es heterodoxo, dado que suele ir más allá de los límites y tabúes instaurados por el dogma que promulga el statu quo. La heterodoxia es castigada en sociedades intolerantes y con escasa libertad de conciencia. El heterodoxo es silenciado, ninguneado, marginado, martirizado, desterrado y censurado. El heterodoxo es un rebelde, es el mutante ideológico, el chivo expiatorio. Él se sacrifica: ejerce su «sacro oficio» intelectual. En el ámbito religioso, el heterodoxo es denominado hereje o heresiarca. En la sociedad española, tal y como delimitó Marcelino Menéndez Pelayo en su decimonónica Historia de los heterodoxos españoles, el hereje era aquel que se desviaba del dogma postulado por la Iglesia católica apostólica romana. Dicho lo cual, nos planteamos la siguiente cuestión: ¿fue Quevedo heterodoxo? Iconográficamente, no tiene nada que envidiar a Chaplin. Dibújense unos quevedos —los anteojos a los que dio nombre—, una media melena ondulante y un bigotillo espigado. Nadie dudará en reconocerle. Pensemos, de entrada, en su aspecto pintoresco y contestatario: el bigotudo de ancha frente, zambo y semijorobado, hábil espadachín, miope y adicto al tabaco. Sus detractores se afanaron en adjetivarlo de gordo y desaliñado, aunque excesivamente pulido en su vejez. Él resolvió llevar estas pequeñas deformaciones con ostentación y osada galanura. Los más crueles adversarios, como Juan de Jáuregui en su comedia El Retraído (1635), recuerdan sus vicios de la carne y la bebida, su rondar por tabernas y prostíbulos. Don Francisco nunca negó esos vicios; es más, los elevó a la categoría de arte.

Quevedo, como buen satírico, supo reírse de sí mismo y convertirse en un divertimento literario a través de jocosos autorretratos. Es mítico el fragmento del Memorial pidiendo plaza en una Academia, compuesto entre 1601 y 1606, donde se autoproclama «hijo de sus obras y padrastro de las ajenas, cofrade de la Carcajada y de la Risa y hombre de bien nacido para mal». El siguiente pasaje no tiene desperdicio: «...hombre dado al diablo y prestado al mundo y encomendado a la carne, rasgado de ojos y de conciencia; negro de cabello y de dicha; largo de frente y de razones; quebrado de color y de piernas; blanco de cara y de todo, falto de pies y de juicio, mozo amostachado y diestro en jugar a las armas, a los naipes y a otros juegos; y poeta sobre todo, con perdón, descompuesto componedor de coplas». Tuvo poderosos protectores y enconados adversarios; de allí que alternara aposentos en cárcel y palacio. Es sumamente difícil fijar su residencia porque, afanoso de la «chispa de la conversación» —tan notable en su obra satírica—, prefirió posadas y casas ajenas a un inmueble propio, siquiera en Madrid, a excepción de su señorío manchego en la Torre de Juan Abad, retiro en el que pasó los últimos años de su vida solitaria. Don Francisco fue a todas luces un humanista, políglota del saber arcano y «curioso impertinente» de los quehaceres de sus coetáneos. Conocedor de caballerizos, maestresalas, guardadamas y aposentadores, ¿cómo no iba a escribir sobre la sociedad cortesana y de su reverso, la incipiente picaresca? Su versatilidad de polígrafo y su visión poliédrica de la realidad le permitían tratar el asunto desde diversas ópticas y con el uso de técnicas expresivas diferentes. «Ambición, envidia y lisonja», los móviles y pecados de una sociedad jerarquizada, quedarían retratados a través de

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su «fuerza verbal» —como diría Borges—, que trasciende las particularidades de cada género. La relación de Quevedo con la cúpula palaciega estaba impregnada del empaque de la reverencia y del halago a los que debían adscribirse los poetas y artistas cortesanos. La sumisión, el vasallaje y la reverencia eran naturales en un ambiente en que la vida siempre giraba en torno a las circunstancias de la familia real. Así lo admite en Su espada por Santiago: «Yo conozco cuánta obligación tenemos los vasallos de vuestra Majestad a obedecer rendidamente las señas de vuestra voluntad, a seguir vuestras órdenes, a reverenciar en todo vuestras acciones, aun a costa de nuestra propia dignidad». No obstante, nuestro autor fue más allá de la aquiescencia del régimen monárquico. Quevedo tuvo cárcel, destierro y censura, ingredientes característicos de la cocina heterodoxa. Es, por ejemplo, testigo de la corrupción y de la lucha de poder que hacia finales del reinado de Felipe III mantuvieron Osuna, Lerma y Uceda. Las cartas que envió a su señor fueron más tarde utilizadas en su contra en el proceso que se le abrió al Duque de Osuna hacia 1621. Quevedo fue desterrado y preso, primero en Uclés y después en la Torre de Juan Abad por haber sido su agente hasta 1619, fecha en que fue destituido. Por otra parte, podemos contrastar obras ortodoxas por encargo, como por ejemplo la comedia Cómo ha de ser el privado (1629), con el contenido de otros textos de Quevedo. En el opúsculo satírico Discurso de todos los diablos (1628), desde la perspectiva de diversos condenados, formula juicios peligrosamente despectivos contra el monarca. De igual modo, en la comedia atribuida La privanza desleal y voluntad por la fama, se cuestiona la autoridad de un rey tirano que finalmente es destronado por su valido. Como apunta en Virtud militante, «los reyes son en la tierra retratos de Cristo». Por ello, Quevedo amenaza a los déspotas con la ira divina en su Política de Dios, como lo hiciera Juvenal en sus sátiras. Todo ello le valdría el siguiente destierro. En este caso nos referimos a una heterodoxia política, aunque no religiosa. Madrid, entre 1580 y 1645, no sólo era la corte, sino también una «ciudad conventual», donde imperaba la forma-

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ción ortodoxa de todos los cortesanos. Creemos que Quevedo se licenció en Teología, a pesar de que la crítica haya dudado al respecto por la escasez de documentos que lo acrediten. En efecto, no consta su nombre en los expedientes universitarios. Sin embargo, sí que se incluye en papeles de obtención de cátedras y oposiciones, para las que ser licenciado era conditio sine qua non. Como Lope de Vega o Calderón de la Barca, Quevedo se formó como alumno de los jesuitas en el Colegio Imperial de Madrid. Su cultura tiene una sólida base de humanismo cristiano, aderezada por un profundo conocimiento de la literatura patrística. Alternó, en su juventud, las malandanzas entre prostíbulos y comediantes con el Duque de Osuna y el estudio de Teología. Su erudición sobre los clásicos de la literatura cristiana es abrumadora, así como su conocimiento de los libros prohibidos. Su avidez intelectual no se conforma con los clásicos de la ortodoxia. Quevedo conoce los evangelios apócrifos, al denigrado Epicuro (del que escribe apologías), la cábala hebrea, la poesía catalana (tradujo a Ausiàs March), los clásicos herméticos, la magia neoplatónica, la alquimia, las obras de la literatura picaresca —la Celestina, el Lazarillo— y otras tantas perlas literarias censuradas por la inquisición y que aparecen en el Index Librorum Prohibitorum. A comienzos de 1627, se había reglamentado la composición del Índice de libros prohibidos, en el que habían colaborado el Padre Pineda y Pedro Pacheco, que no mantenían una relación demasiado cordial con nuestro autor. Quevedo no podrá evitar su inclusión como autor damnatus de segunda clase, categoría que censuraba una parte de su producción literaria (y no toda entera, por suerte, como sucedía con los autores damnificados de primer orden, cuyo nombre ya era sinónimo de herejía). Este hecho perjudicó naturalmente a su obra y, a todas luces, ha cambiado el rumbo de la historia literaria. ¿Cuántas obras maravillosas murieron en el fuego inquisitorial? A partir del 13 de junio de 1627 se dicta una célebre premática sobre libros y publicaciones, que deja sin novedades teatrales a las prensas durante diez años. En abril de 1628, muy arbitrariamente, destierran a Quevedo a la

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Torre de Juan Abad. Han advertido que su Política de Dios contiene malas opiniones del gobierno. Don Francisco no dispone de mecenas; su aislamiento es entre amistoso y displicente. El Conde-Duque de Olivares ni siquiera ha leído la dedicatoria a Su espada por Santiago, un memorial que despertó polémica. Nuestro autor vive en el retiro la publicación del entremés El zurdo alanceador, impreso en Segovia en 1628. Hacia 1632, aparece una carta del padre Andrés Mendo, preguntándose si podrá conservar el ingenioso y entretenido entremés, que es también objeto de censura. Quevedo, tras el destierro, pretende recuperar el favor real en su otro memorial Lince de Italia y zahorí español, donde no sólo alude a la política italiana, sino también al panorama diplomático español. Ignoramos si la obrilla fue a parar a manos del monarca. Lo que sí sabemos es que el 29 de diciembre de 1628 le escribe el Cardenal Gabriel Tejo, Presidente del Consejo Real, para que regrese a la corte. Entre 1627 y 1632, fecha de la nueva publicación del Índice de libros prohibidos, Quevedo, para curarse en salud, se autodenuncia. Reniega de las obras impresas que circulan a su nombre sin su previa autorización y modifica el texto de su último libro, el Discurso de todos los diablos, con la finalidad de protegerse y de limpiar su imagen pública. Podemos horrorizarnos ante una censura tan atroz que induce, de antemano, a la autocensura de los creadores. En el Índice de Zapata de 1632, Quevedo vuelve a aparecer como autor de segunda clase. Está bien acompañado: Pellicer, Montalbán, Cervantes, Pero de Mexía, Vicente Espinel, Diego Niseno, etc. Grandes intelectuales y escritores de su tiempo, mentes muy lúcidas. Era inevitable que Quevedo buscara estrategias para escribir y sortear la censura. El Chitón de las Taravillas, por ejemplo, circuló anónimo y se cifraría entre las obras prohibidas. En este punto, el investigador fabula y se pregunta de qué modo pudo Quevedo desasirse de las garras inquisitoriales. Sin duda, en lo que a nuestro objeto de estudio se refiere, deben de conservarse obras suyas heterodoxas bajo el anonimato o pseudónimos difíciles de desenmascarar. Queda mucho trabajo por hacer.

El Índice de libros prohibidos, con el pretexto de la limpieza moral de una época, ha sido uno de los mayores atentados contra la libertad de expresión. Los filólogos al uso nunca dejaremos de escandalizarnos y de recriminar unas medidas que han reducido considerablemente el patrimonio cultural de una de las épocas más fecundas de nuestra literatura. La historia de un autor consagrado puede ser reescrita. Porque los documentos literarios que han logrado sobrevivir a los estragos del tiempo no permanecen estáticos. Circulan entre subastas, librerías de viejo, herencias familiares y bibliotecas privadas y públicas. Muchos desaparecen del anonimato al ser convenientemente catalogados. A otros, los deterioran el azar y la ignorancia. En los últimos años, por ejemplo, se han hallado poemas verdes y de crítica al gobierno compilados en la edición de Poesía inédita. Atribuciones del manuscrito de Évora, en la Editorial Libros del Silencio, publicado en el año 2010. Asimismo, en ese mismo año, fue hallada una copia sin censurar de Los sueños donde por ejemplo, la censura eclesiástica convirtió «los amantes de las monjas» en «los que han querido a doncellas, enamorados de doncellas». En definitiva, Don Francisco no es un autor que se preste a la lectura unívoca de su obra. La genialidad nunca es parca en matices. Como bien expresó Claudio Guillén, supera las posibilidades y fuerzas de la crítica: Quevedo es un enigma literario. La fuerza de su pluma le valió la gloria del Parnaso cervantino pero, como a todos los talantes intrincados, también le llevó a la prisión, el destierro y la muerte.

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María Hernández (Barcelona, 1982) es investigadora, docente y artista multidisciplinar. Doctora en Filología Hispánica, es conocida por haber recuperado algunas obras inéditas de Francisco de Quevedo. Ha sido profesora de literatura Medieval y del Siglo de Oro y ha impartido clases en la Universidad de Barcelona; posteriormente se ha dedicado al arte y la investigación freelance. Ha destacado como poeta slammer en numerosos certámenes e investiga activamente la literatura hipertextual y los mecanismos de la creatividad humana.


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María Rodríguez Gutiérrez. La Inquisición por dentro o el día 8 de marzo de 1820, de Francisco Verdejo y Páez (1820)

La Inquisición por dentro o el día 8 de marzo de 1820, de Francisco Verdejo y Páez (1820) María Rodríguez Gutiérrez

.La Inquisición por dentro o el día 8 de marzo de 1820 es una comedia en cuatro actos escrita por Francisco Verdejo y Páez, que no era dramaturgo, sino matemático, agrimensor, astrónomo y geógrafo. Fue escrita y publicada en 1820 como un alegato contra la Inquisición y a favor de su abolición. En la prensa del momento, los lectores aplauden la elección del tema y el desarrollo de la trama. Pero no sólo fue una obra antiinquisitorial. Su autor aporta un sentido religioso a la comedia ligado a las éticas ilustradas de Kant y Hegel que proponían un actuar bien guiados por la razón y el sentimiento, apoyando al mismo tiempo una concepción de la divinidad basada en virtudes éticas como la generosidad, el amor, la caridad, etc. Valores que encarnarán aquí D. Antonio, anciano y padre de Matilde; Matilde misma, esposa prometida de D. Carlos, y el mismo D. Carlos, prometido de Matilde. Mientras que la tiranía y el despotismo, por el contrario, serán representados por las autoridades del Santo Oficio: D. Miguel, secretario de la Inquisición, el Inquisidor, sus ministros y el Gobernador. Que sepamos, Verdejo y Páez no volvería a escribir teatro, pero sus obras de carácter didáctico fueron muy editadas y cosecharon bastante éxito durante todo el siglo XIX en forma de manuales para estudiantes. Destacan especialmente el Tratado de Agrimensura (Madrid, 1814) y su obra Principios de geografía astronómica, física y política (1818), de éxito considerable junto con una Guía práctica de agrimensores y labradores, o Tratado completo de agrimensura y aforaje (Madrid, 1822). Más tarde publicaría la Cartilla elemental de Historia, Geografía antigua y moderna y Cronología (Madrid, 1844). Incluso en 1870 en París vio la luz su Curso elemental de Geografía. El único drama o comedia que escribió Verdejo es representativo del teatro llamado de circunstancias que nace al calor de los acontecimientos, como otras que se representaron en estos años: España triunfante y el servilismo abatido; El chasco de los serviles o desembarco de los rusos en Motril, costa de Granada; Riego en Calanda, o el terror de los serviles; La risa se trocó en llanto o triunfo de los liberales y duelo de los serviles; El servil en el infierno, etc. La Inquisición destruida, Cornelia Bororquia o abusos de la Inquisición, La virtud perseguida por la superstición y el fanatismo o la Inquisición en Mallorca son algunas come-

dias que directamente tratan la temática inquisitorial. Todas guardan en común el haber sido redactadas rápidamente, sin lugar a la rectificación o a la reflexión, sólo para ser representadas de manera inmediata. Así la inmediatez y la utilidad son dos características que las definen, por lo que no debe extrañar que la agudeza y el sentido de la oportunidad jugaran un papel fundamental a la hora de editarlas, una vez llevadas a escena. Parece ser que a su autor no le faltaba genio e inteligencia, pues el don de la oportunidad y su afición al teatro le motivaron a escribir esta comedia que responde certeramente al ambiente teatral que se respiraba en España al comienzo del Trienio Liberal y al gusto que se había ido generando entre el público en años previos, pues contiene elementos que gustaban en estos años a un público que acudía al teatro para pasar un rato de asueto, de diversión, y que buscaba ya un tipo concreto de impacto, cercano al asombro, ligado a lo sublime y al choque emotivo. Estos elementos eran la trama de amor, la protagonista femenina, la máscara y la ocultación, así como el juego entre la apariencia y la realidad. Si nos fijamos, elementos presentes en el teatro del Siglo de Oro, que ya en el Sexenio y especialmente en el Trienio será representado con asiduidad. De ahí que estos teatros del sentimiento amoroso entendidos como motores de la sociedad y constructores de identidad estén adquiriendo ambos en estos momentos tintes de modernidad. La obra trata de cómo el amor que se declara una pareja, Carlos y Matilde, que está a punto de casarse tras obtener el permiso de Antonio, padre de la novia, es truncado por la envidia que causa en Miguel, uno de los ministros del Santo Oficio, quien, a su vez, es rechazado por Matilde en sus proposiciones indecorosas. Este abordaje violento, junto con el rechazo consiguiente, causarán las ideas más perversas en el representante de la Inquisición, que buscará la forma de vengarse que cause mayor daño y dolor. Así, a través de la mentira y el falso testimonio, acusará a la familia de impiedad y de atentar contra los preceptos de Dios. Los tres protagonistas serán juzgados ante el Tribunal y castigados por sus pecaminosos actos que, en realidad, son totalmente inexistentes. La llegada de Riego y sus tropas el día 8 de marzo de

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1820 salvará a los protagonistas de los tormentos que estaban a punto de sufrir. El desarrollo de la trama nos introduce, pues, en la contraposición de dos mundos. Por un lado, el mundo virtuoso del amor entendido como vivificador y potenciador de las virtudes humanas, que conlleva una conducta que guía a los hombres a una cercanía auténtica con la divinidad, frente al mundo corrompido y depravado de los ministros de la Iglesia. Es interesante observar cómo el asunto amoroso permite la exposición de ideas relativas a una nueva forma de entender el sentimiento hacia la divinidad y de desprestigiar al Santo Oficio. El nuevo ciudadano está en disposición de entablar una estrecha e íntima relación también con la verdadera religión y de apartar de sí todo contacto con la hipocresía de las autoridades eclesiásticas. Una religión basada en los buenos sentimientos y virtudes del hombre educado y cultivado en contraposición a la tiranía y depravación de una institución como la Inquisición. Era hora, en definitiva, de dejar atrás la hipocresía de la Inquisición y apostar, a través de nuevos valores más huma-

nos y virtuosos, por un acercamiento a Dios, más transparente, sincero y auténtico. Éste es un planteamiento interesante en estos momentos para el desarrollo del ciudadano moderno cuya voluntad es formar una nueva sociedad, guiándose por una nueva forma de ser y estar en el mundo, y cuyo orden político y religioso se basará en un reordenamiento de la nación y de la religión mediante el código constitucional. En este proceso de disolución de la sociedad estamental al que responde la obra se dignifica al máximo a la familia y al amor entre los futuros esposos. La obra se sirve del tema del amor, tan presente en los años previos, ahora como elemento crítico contra la Iglesia, cuyos representantes, los inquisidores, son los peores tiranos del mundo, lascivos, de malos sentimientos y causantes sólo de injusticias. El avasallamiento sexual del inquisidor al que se ve sometida Matilde y que desencadena la trama es prueba de un mundo en el que prevalece la injusticia y el mal. Sólo el auténtico amor, como virtud, ayudado de las tropas salvadoras de Riego podrá hacer frente a ese mundo maligno y vencerlo. La experiencia constitucional de 1812 puso de manifiesto que el teatro podía convertirse en una importante arma política de gran calado social. Si ahora, en el Trienio Liberal, este tipo de comedia volvía a escena, lo hacía con conciencia plena de su importancia a la hora de influir sobre los ánimos del público al que se dirigía. Durante el período de Cortes el teatro había sido patriótico. Durante el Trienio se caracterizará por su radicalización política. La guerra estaba servida. Ahora, con más intensidad, las diferencias se marcan con mayor virulencia y pasión. Los años del Sexenio previos habían servido para que los ánimos se recrudecieran y las diferencias se volvieran prácticamente irreconciliables entre serviles y liberales. No obstante, sobre las tablas, hay veces en que los contornos se tornan grisáceos, adquiriendo el espectáculo rasgos muy interesantes de modernidad. La propuesta de Verdejo y Páez, matemático y hombre de ciencia, será apostar por el amor y la virtud en todas sus manifestaciones para vencer a la maldad, a la Inquisición, aportando a su vez un sentido religioso más auténtico y verdadero.

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María Rodríguez Gutiérrez es licenciada en Filología Hispánica por la Universidad de Cádiz y actualmente imparte clases de español en la Universidad de Münster. Sus líneas de investigación se centran en el teatro de Entresiglos y en la prensa y publicística de las Cortes de Cádiz. Es miembro del Grupo de Estudios del Siglo XVIII (GESXVIII) de la Universidad de Cádiz y miembro del consejo de redacción de los Cuadernos de Ilustración y Romanticismo de la Universidad de Cádiz. Su tesis se titula El teatro en Cádiz (1814-1823).


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Francisco Martínez Hoyos. Georges Bernanos: el novelista de la santidad

Georges Bernanos: el novelista de la santidad Francisco Martínez Hoyos

.A Georges Bernanos (1888-1948), la actual problemática de la vivienda no le pillaría por sorpresa. En 1934, su casero le desalojó de su domicilio en La Bayorre por no pagar el alquiler de tres meses. Tuvo que pasar por la humillación, no sólo de perder su hogar, sino de ver cómo se vendían por orden judicial sus posesiones, desde la cubertería de plata hasta los libros. No le quedó entonces más remedio que marcharse, junto a su esposa y sus hijos, a Mallorca, donde el coste de la vida era más económico. Bernanos es quizá el escritor más representativo de una corriente de literatura cristiana, en la que encontramos también a François Mauriac, Paul Claudel o Léon Bloy. Todos ellos formaban parte del resurgir católico que siguió a las grandes polémicas religiosas como el affaire Dreyfus y la ley de separación de la Iglesia y el Estado. Su obra más recordada, Los grandes cementerios bajo la luna, constituye una de las actas de acusación más formidables contra la barbarie franquista. Sin embargo, Bernanos no era un izquierdista sino un hombre de ideas… ¿reaccionarias? Parece, a primera vista, que esta denominación es la que mejor cuadra a un monárquico en la Francia republicana, a un hombre que ve en el triunfo de la Revolución de 1789 la apoteosis de un totalitarismo. Pero… aunque en su momento perteneció a los Camelots du Roi, niega haber sido un hombre de derechas. ¿No había contribuido a fundar un círculo de estudios bautizado con el nombre de Proudhon, el teórico libertario? Su ideal es un monarca que reine en alianza con el pueblo, más cómodo tratando con sindicalistas que con los miembros de los consejos de administración. Aunque a veces parece oponerse a la modernidad, su actitud no implica un rechazo a los adelantos del progreso. El problema no se

halla en la ciencia y la técnica, sino en un mundo que las convierte de medios en fines, desprovisto de la noción de sentido. Por otra parte, su experiencia religiosa nada tiene que ver con el arquetipo conservador que hace de la creencia en Dios una variedad sublimada de conformismo. La resignación, a sus ojos, implica un pecado contra la esperanza. Los santos, por definición, no se resignan. Se había dado a conocer como novelista en 1926 con la publicación de Bajo el sol de Satán, una obra que tuvo tanto éxito que le permitió abandonar el ramo de los seguros por la dedicación profesional a la literatura. Entendía que su nuevo oficio constituía una especie de «vocación sacerdotal», seguramente porque en su momento se había planteado ejercer el ministerio religioso. Se acostumbra a resaltar la dimensión combativa del catolicismo de Bernanos. Hay muchas razones para insistir en este aspecto: frente a la hegemonía de los valores materialistas y anticlericales, nuestro hombre intenta deshacer los tópicos que reducen la fe a una vulgar caricatura, asimilándola a mojigatería, tristeza y vejez. Si los enemigos de la Iglesia critican a los sacerdotes por utilizar la confesión para manipular a la mujer, él responde que los curas no se sienten precisamente cómodos tratando con embusteras y maniáticas. Frente al tópico que presenta a los conventos como una prisión para jóvenes obligadas a profesar, defiende la vida religiosa, aunque sin dejar de criticar a quienes la utilizan como una salida fácil para escapar de un mundo incómodo. En sus novelas, el clero tiene siempre un protagonismo de primera magnitud. El más importante de sus sacerdotes es el protagonista de Diario de un cura rural, un ser débil y con frecuencia atormentado, escindido entre su fe y su razón.

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Francisco Martínez Hoyos. Georges Bernanos: el novelista de la santidad

¿Obediencia ciega? No puede entender que sus superiores le prediquen que no estamos en el mundo para «comprender» porque la vida, desde su óptica, consiste justamente en eso. Pese a su lucidez, o tal vez por ella, posee un pobre concepto de sí mismo, hasta el punto de utilizar el término indigno para definirse. Sin embargo, bajo esta apariencia de fragilidad, se esconde la santidad que le ayuda a ser fiel a sí mismo. Posee esa «fuerza de la debilidad» tan común a los personajes bernanosianos. En Diálogos de carmelitas, será Blanca de la Force, una joven de inocultable cobardía, la que acabe afrontando el martirio con el rostro «despojado de todo temor». El autor, de esta manera, insinúa que el Espíritu Santo sopla como y donde quiere. Porque la santidad, a su juicio, brilla en vasijas de barro. A los seres humanos, pese a su insignificancia, no les queda más que intentar responder positivamente a la llamada divina, aunque eso suponga jugárselo todo por sus creencias. La fe, por definición, implica riesgo y valentía. Incluso para llevar una vida dedicada a la oración. Llegamos aquí a un punto decisivo, el profundo misticismo de un novelista que entiende el ser cristiano como una entrega a Dios sin condiciones. Sin medias tintas. Porque no hay nada que repela más a su conciencia que la mediocridad de los timoratos, los supuestos «prudentes», refractarios de un modo casi genético a la gracia divina. Los que escogen su propia comodidad a la elección entre el bien y el mal, sin saberlo, están labrando el camino de su perdición. Entre ellos se sitúan esos burgueses que reducen el infierno a una versión de ultratumba de las prisiones estatales. El infierno, en realidad, sería la incapacidad para amar. Entendiendo por amor un compromiso exigente con el prójimo que la gente de orden nunca podrá aceptar. Básicamente, porque los modelos de vida cristiana no son aquellos creyentes que viven instalados en la rutina sino los que siembran el escándalo entre los bienpensantes. La inolvidable Constancia de Diálogos de carmelitas defiende esta dimensión iconoclasta de la fe: «La llamada gente seria, ponderada, previsora (…) siempre ha tenido a los santos por locos; y los santos son los verdaderos amigos y consejeros de Dios».

En la Mallorca de 1936, Bernanos asistirá al inicio de la Guerra Civil desde claras simpatías profranquistas. Uno de sus hijos, Yves, incluso milita en la Falange. Sin embargo, pronto cambia de opinión al observar que los militares sublevados implantan el terror, traducido en tres mil asesinatos en apenas unos meses. Se hacen llamar «nacionales», pero a él le parece que el nacionalismo no es otra cosa que la descomposición del sentimiento de patria. El uso de la fuerza le parece legítimo, pero lo que está presenciando es algo muy distinto, la arbitrariedad más descarnada. Como católico, le escandaliza en lo más vivo el penoso papel de algunos eclesiásticos en el desencadenamiento de la violencia política. Un sacerdote, armado de una pistola, se dedicaba a ir de aquí para allá animando a perseguir a los «rojos». Eso, en el imaginario bernanosiano, supone mucho más que una injusticia: constituye la negación misma de lo espiritual por más que se perpetre en nombre del Espíritu. Con su antifranquismo, el novelista galo se ganará la enemistad de los escritores conservadores. El catalanista Joan Estelrich, por ejemplo, no duda en tacharlo de traidor. No entiende, como otros críticos, que Los grandes cementerios bajo la luna no es un panfleto partidista sino el testimonio de un hombre libre, que afirma con orgullo su independencia en un mundo que se ha vuelto loco, de un hombre capaz de escribir los libros que le gustaban a Nietzsche, aquellos en los que el escritor se deja en el camino su propia sangre.

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Francisco Martínez Hoyos (1972) es Doctor en Historia por la Universidad de Barcelona. Su tesis versó sobre la JOC (Juventud Obrera Cristiana). Entre sus trabajos destacan la biografías Francisco de Miranda, el eterno revolucionario (Arpegio, 2012) y Breve Historia de Hernán Cortés (Nowtilus, 2014). Ha coordinado Heroínas incómodas (Rubeo, 2012), acerca del protagonismo de la mujer en las independencias hispanoamericanas. Es director de la revista académica Historia, Antropología y Fuentes Orales. Colabora en Cultura/s (suplemento cultural de La Vanguardia), Historia y Vida, El Ciervo o Spagna contemporanea.

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Andreu Navarra Ordoño. Pío Baroja y El cura de Monleón

Pío Baroja y El cura de Monleón Andreu Navarra Ordoño

.En 1998, la profesora Virginia Trueba trató de rebatir la imagen tópica del Pío Baroja considerado como un misógino recalcitrante. Para ello se zambulló en casos concretos extraídos de La dama errante (1908), La ciudad de la niebla (1909), El árbol de la ciencia (1911) y El mundo es ansí (1912). Hay casos de personajes femeninos en El cura de Monleón (1936) que le hubieran ido de perlas a Virginia Trueba para afianzar sus argumentos: Pepita, la hermana del protagonista, inteligente, autónoma y dinámica, en lucha siempre contra la hipocresía social; Satur Ezquerra, maestra trabajadora y culta; Mary, la enamorada irlandesa de Javier Olaran, también independiente y sabia. Asimismo, Baroja escribe que «con relación a este último punto del matrimonio, los jesuitas y casi todos los católicos se dirigen solamente al hombre, como si la mujer fuera todavía un medio ser, materia conquistable que es sólo objeto de elección y no sujeto que elige» (pág. 164), o bien «tampoco se comprende la necesidad de hacer a Eva con una costilla, a no ser que se la quiera dedicar constantemente a la cocina y al asado» (pág. 298). Pero no es de la mujer ni de la misoginia de lo que propongo escribir, sino del anticlericalismo barojiano. También se le supone un anticlerical recalcitrante, y sin embargo opino que resulta posible, a la luz de lo que se propone en la novela El cura de Monleón, matizar en gran medida ese anticlericalismo frontal y furibundo que se supone uno de los rasgos más acentuados de la ideología barojiana, introducirle notas intermedias y problematizarlo un poco más. El propio protagonista, el sacerdote Javier Olaran, que va perdiendo la fe progresivamente a medida que avanza la novela, es un ejemplo prototípico de héroe barojiano: intelectualmente valiente, atacado de abulia existencial, capaz

de sentir y seguir los instintos nobles de la vida, y sensible al arte. En este caso, Javier es un enamorado del trabajo solitario y de la música, y una persona extraordinariamente orientada hacia el servicio público. Hacia el principio del texto se nos habla de otro cura odiado porque lo entregaba todo a los pobres y «se dejó decir una vez que la salvación la podía conseguir toda persona buena, humilde y caritativa» (pág. 31). Sobre el paso de Olaran por el seminario, Baroja escribe que «algunos de sus profesores trataban de inculcarle sentimientos de ambición, pero él no los tenía. Para él, el ser cura de una aldea vasca constituía su ideal; esto le parecía lo cristiano y lo noble; no aspiraba a dignidades, a púrpuras ni a solemnidades» (pág. 36). La fe de Javier es sincera como sincero es su ateísmo posterior. La novela de Baroja no es anticlerical, o no lo es de forma fundamental: es un texto semiensayístico sobre el papel del ateísmo en el mundo contemporáneo. En este sentido, lo juzgo mucho más cercano a San Manuel Bueno, mártir (1931), de Miguel de Unamuno, que de la propaganda radical de José Nakens y El Motín. Lo que más repugna al autor es la fe hipócrita de la mayoría de católicos y clérigos: «Este puro formalismo protocolar de la religión católica, a la que no le queda ya casi nada de sustancia cristiana, era lo que a todos cogía» (pág. 49). Y concluye: «Algunos muchachos se revelaban como incrédulos, pero se lo callaban». Y de la educación, lo que más denuncia es el modo como se hace «de la fantasía un alimento usual y corriente para la inteligencia» (pág. 56). Sin embargo, esta crítica del espiritualismo y de la pedagogía católica no implica una defensa del anticlericalismo callejero y violento, ni siquiera del jurídico o reformista. En


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el capítulo octavo de la primera parte, la comitiva de niños seminaristas que salen de excursión con sus extraños atuendos es atacada por el populacho, que llama «cuervos» a los niños y les grita «cuac-cua-cua» en son de burla: el anticlericalismo atávico e instintivo del pueblo es objetivado en esta escena en la que el clero es, claramente, la víctima de un ataque arbitrario. Historias como la de Ignacio Arizmendi (capítulo VII de la primera parte), demuestran que al autor le interesaba, sobre todo, mostrar la máxima pluralidad de casos, atendiendo a los más desfavorecidos por la vida eclesiástica, en este caso un pobre chaval que no soporta la vida fuera de su aldea natal. Aun así, no faltan los capítulos anticlericales en la novela, como por ejemplo el capítulo XIII de la Segunda Parte, en la que unos frailes apocalípticos, altaneros e ignorantes inspiran el terror del infierno a los feligreses, al más puro estilo medieval. En todos los cuadros sociales esbozados por Baroja —y Monleón no es una excepción— lo habitual es la más cruda hipocresía y los sacerdotes no son una excepción. Lo que pretende Baroja al pintar sus tipos de sacerdotes humanos es la posibilidad de romper la unanimidad anticlerical, el bloque anticlerical, de una pieza, que impedía que un clérigo pudiera dejar de ser considerado una vil cucaracha, un cerdo o un cuervo dispuestos al sacrificio inmediato, tal y como se les representaba en publicaciones como La Traca o Fray Lazo. El proceso de conversión a la inversa de Olaran se inicia cuando entra en contacto con Shagua, un hombre semisalvaje que, aislado de la sociedad y sin el auxilio de ninguna creencia positiva, alcanza un nivel ético muy superior al de los feligreses que se confiesan con Javier, cuya hipocresía le escandaliza. Al empezar a pensar en la existencia de una moral natural, se producen las primeras dudas. El segundo paso es la llegada del amor. En constante contacto con los desvaríos de la lujuria, que le llegan a través de la confesión de los pecados, Javier nota que se va enamorando de Mary, la profesora irlandesa, y distingue totalmente la pasión sexual del deseo «limpio» de permanecer en su compañía. No es capaz de ver nada «sucio» o pecaminoso en el hecho de que ella le coja la mano y se la bese (pág. 192). El tercer factor es la simpatía por los socialistas, que se evapora en cuanto un puñado de oportunistas usurpan las legítimas reivindicaciones de los obreros para medrar a su costa. Y pese a las tesis antirrepublicanas que contiene

la novela, los fundamentos filosóficos del socialismo cuajan en la mente de Javier y le obligan a contrastar su fe aprendida con el materialismo manifiesto que se va implantando entre el proletariado. Por último, y aquí la cosa ya se va volviendo más grave y definitiva, Olaran deja de encontrar sentido en la liturgia y los ritos de su propia confesión: «Se formó una procesión alrededor de la iglesia, con el obispo; los curas llevando todos una palma rizada salieron al atrio por una puerta y entraron por otra, que cerraron. A Javier le asaltaban las dudas racionalistas, y poco místicas; pensaba: “¿Qué relación puede haber entre todo esto y el espíritu del cristianismo?” Pensó que aquellas ceremonias no debían diferenciarse mucho de las del Gran Lama» (pág. 244). Javier Olaran no es el único sacerdote noble o apreciable que se puede rastrear en la obra barojiana. Por ejemplo, en el libro cuarto de El cabo de las tormentas (1932), titulado «Silencio», el protagonista es un detective jesuita sagaz y racionalista, completamente capaz de desbrozar la utilidad y la humanidad del dogma. El hecho de que ambas defensas de un clérigo aceptable se produzcan en período republicano creo que debe relacionarse con una motivación antirrepublicana fácilmente rastreable en la obra barojiana inmediatamente anterior a la Guerra Civil. En otras palabras, no me parece una casualidad que estas estampas de curas humanos se produzcan en un momento de intensísima presión entre los medios contra la Iglesia. El cura de Monleón fue firmada en enero de 1936, exactamente seis meses antes de que se desatara la peor masacre de clérigos de la historia de España, en la que perdieron la vida asesinados unos 6.832 miembros de la Iglesia. Se escribió, pues, en un contexto público de violentísimo rechazo de la clerecía, a contracorriente de esa propaganda anticlerical, como reacción contrarrevolucionaria.

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Andreu Navarra Ordoño es escritor e historiador. Ha publicado las novelas Nube cuadrada (2009) y El prostíbulo (2014), y los ensayos El regeneracionismo. La continuidad reformista (2015), 1914. Aliadófilos y germanófilos en la cultura española (2014), El anticlericalismo. ¿Una singularidad de la cultura española? (2013), La región sospechosa. La dialéctica hispanocatalana entre 1875 y 1939 (2012). Ha editado Les corrents ideològiques de la Renaixença catalana de Antoni Rovira i Virgili (2014) y El literato y otras novelas cortas de José María Salaverría (2013).


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Joan Safont i Plumed. Josep Maria Junoy: católico, apostólico y parisien

Josep Maria Junoy: católico, apostólico y parisien Joan Safont i Plumed

.«Al convertirse José María Junoy, hacia la época que lo hicieron, en París, Max Jacob y Jean Cocteau, Camps puntualizó: “Junoy se ha hecho católico, apostólico y parisien”». Así se referían Màrius Aguilar y Rafael Moragas, con el pseudónimo de Luís Cabañas Guevara, al episodio de conversión al catolicismo del poeta Josep Maria Junoy. Una llamada de la fe que sorprendió a sus amigos y coetáneos y en buena parte fue considerada una frivolidad más, un cambio estético más de alguien a quien Josep Pla, en el «homenot» que le dedicó, caracteriza por su inestabilidad, como un tipo inquieto, para algunos un snob, en palabras de Quim Borralleras, animador de la Peña del Ateneu, frecuentada por Junoy, un tastaolletes (un catacaldos), un hombre que aparecía y desaparecía, que entraba y salía. Josep Maria Junoy Muns nace en Barcelona en 1887, hijo del segundo matrimonio de su padre con una joven cincuenta años más joven que morirá cuando el pequeño Josep Maria tenga dos años. Por parte paterna, Junoy es medio hermano del periodista y político republicano Emili Junoy Gelabert, con quien se lleva treinta años. Periodista de renombre en La Campana de Gràcia y director de La Publicidad, se le conoce en Barcelona con el apodo popular de «el Negret de la Rambla» (el negrito de la Rambla). Diputado republicano por Lleida, posteriormente senador, miembro de la Unión Republicana, del Partido Republicano Radical de su amigo Alejandro Lerroux, se integrará en Solidaritat Catalana, a la que representa en la Cámara Alta. Republicano, pero amigo personal del rey Alfonso XIII, toda una personalidad de la vida social de su época —«socio de los casinos más distingui-

dos y simpático por excelencia», según el periodista Rossend Llates—, también dará que hablar su liason con Mata-Hari, a la que intentará salvar del piquete de ejecución. Como señala el editor Jaume Vallcorba, estudioso del poeta, «la situación económica de los Junoy era, en aquel tiempo, bastante holgada: el padre vivía de las rentas que le producían sus negocios anteriores, hecho que había de contribuir notablemente al desorden y la vida de fiesta continua que remarca el poeta, años después, en unas breves y esquemáticas notas para un proyecto de memorias. En estas notas, posteriores en su redacción a nuestra guerra civil, Junoy se queja también del desinterés general en materia de religión que imperaba en la torre de Puigcerdà. El hecho es que, tanto el padre como los dos primeros hermanos eran masones, unos masones bien peculiares, ciertamente, pues se olvidaron de inscribir al joven Josep Maria en la lista de afiliados, olvido que hizo que el poeta no figurara nunca entre los simpatizantes de la Logia». Pronto se queda sin su anciano padre y marcha a Barcelona con su hermano. Empieza diferentes carreras que deja a medias, mientras se interesa por el dibujo y comparte taller con Bagaría y Esteve Monegal. En París descubrirá nuevas estéticas, nuevas modas y nuevas amistades. Pronto se convierte en un teórico mediterraneísta, difusor, a su vez, de las tendencias artísticas más vanguardistas. Casado con Amàlia Cánovas, visita Ceret, villa en la que se encuentran el músico Deodad de Ceverac, los pintores Max Jacob y Pablo Picasso y el escultor Manolo Hugué, realiza un viaje por varios países europeos y en París se entusiasma con el cubismo. Su gusto

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estético bebe de la École Romane de Jean Móreas, de quien admira su voluntad clasicista, situándose como uno de los adalides del movimiento novecentista liderado por Eugeni d’Ors, de quien se considerará seguidor, como lo será en el futuro del polemista de Action Française Charles Maurras. Hasta la Gran Guerra Junoy vivirá su etapa más vanguardista. Como buena parte de su generación, observa la Gran Guerra como una lucha entre la civilización mediterránea,

encarnada por Francia, contra la barbarie teutona. Una de sus tribunas por aquellos años será la revista aliadófila Iberia, donde publica su obra más célebre: la Oda a Guyenemer, caligrama dedicado a la memoria del joven aviador francés caído en combate. Guillaume Apollinaire le escribirá desde un hospital de campaña felicitándolo por lo que considerará la primera obra maestra del nuevo arte, inventado por él mismo.


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Joan Safont i Plumed. Josep Maria Junoy: católico, apostólico y parisien

En 1918, mueren de gripe española su esposa Amàlia y Apollinaire. Tras una temporada de luto junto a su hermano, Junoy se marcha de nuevo a París, donde vive una doble crisis: estética, que lo llevará a decidir que el arte ha llegado demasiado lejos, que el peligro de nuevos caminos románticos es evidente y que es necesario volver a las formas tradicionales; y religiosa, que con los años lo llevará al catolicismo. Educado en un ambiente descreído, representante de las ideas artísticas más avanzadas, su conversión suscitó muchos comentarios. Domènec Guansé, a propósito de las conversiones de Junoy, escribe: «Por esnobismo, pues, se alistó entusiásticamente y de forma fugaz a los movimientos de vanguardia, y fue aquí, no sin ingenio, el primero en escribir o trazar caligramas. Por esnobismo, también, sustentó la ideología comunista, cuando esta ideología parecía una pura utopía en los países de Occidente. Cuando después de la primera guerra mundial —y como una de sus consecuencias— una serie de intelectuales franceses pasó del escepticismo al catolicismo, entusiasmado con esta espiritual aventura, se tornó católico militante. Le atrajeron los escritores de Action Française y, sobre todo, Maurras con su esteticismo: tenía buen gusto. Pero, en definitiva, se dejó ganar por la ética de Maritain: tenia buen corazón». A finales de 1919 contrae nuevo matrimonio con Josefa Ricart y publica Poemes & Cal·ligrames. Poco después, dando por cerrada su etapa cubista y sus veleidades futuristas, Junoy abre una etapa inaugurada con la conferencia «Del present i l’esdevenidor de l’esperit català, especialment aplicat a les lletres i les arts», donde expone un pensamiento notablemente influido por Maurras y defiende el nacionalismo ortodoxo frente a las veleidades internacionalistas de su mediterraneísmo anterior, y la voluntad clasicista frente a una modernidad que él mismo había ayudado a propagar y afianzar en Cataluña. Asimismo, se convierte en polemista asiduo en los periódicos y revistas. En su libro El gris i el cadmi, recogerá alguno de sus artículos. Será su nueva condición de católico lo que le llevará a escribir, a propuesta de Maria Capdevila, La Paraula Cristiana. En ella publicará «La moral i la plàstica de la Verge Maria», un ejemplo paradigmático del pensamiento estético-religioso de Junoy. Según el autor, «toda la moral de la Virgen se muestra por su plástica. Toda la plástica de la Virgen se muestra por su moral». En 1927, dará un paso más, con su propia revista La Nova Revista y una editorial donde

publicará su amigo Josep Pla, y en la que se propondrá publicar toda la obra completa de G. K. Chesterton, traducida por Marià Manent y Pau Romeva. Junoy se convertirá en uno de los grandes difusores del polígrafo inglés en Cataluña, ejerciendo de anfitrión durante su visita a Vilanova i la Geltrú desde la cercana Sitges, localidad en la que el creador del Padre Brown pasó una semana en 1926. En 1929, participará juntamente con Capdevila y Joan Baptista Solervicenç en la fundación de un diario católico independiente y de opinión, El Matí, periódico de fuerte componente intelectual y social, con colaboraciones de Joaquim Ruyra, Maurici Serrahima, el canónigo Carles Cardó o el mismo Chesterton, y donde se dará cuenta de las nuevas ideas de la democracia cristiana esbozadas por el sacerdote italiano don Luigi Sturzo. La Guerra Civil es para Josep Maria Junoy un cataclismo de enormes dimensiones. Por su condición religiosa y posición ideológica se encuentra en peligro: huyendo de Puigcerdà, pasa la guerra oculto en Barcelona. Como escribe Vallcorba, «cuando salió de nuevo a la calle, la desolación y la perplejidad de Junoy eran de alta temperatura». Josep Pla lo describirá como «arrasado y maltrecho» y «carpetovetónico». Transformado por el conflicto, durante los primeros años tras la guerra vivirá con un gran miedo y con un intento de borrar su pasado, hasta el extremo de rehuir a los amigos que vuelven del exilio, como es el caso de Josep de Sagarra, a quien, según Llates, Junoy niega el saludo por miedo a comprometerse. En 1941, cuando parece que ha conseguido estabilizar su situación económica, se le prohíbe el ejercicio del periodismo, veto que conseguirá revocar gracias a su amistad con el Director General de Prensa. En 1942, es nombrado profesor de la Escuela Superior de Bellas Artes, entra en el Correo Catalán y publica Elogio del arte español y Sentido del arte español. Aún en 1947, este veterano snob y antiguo dandi, descrito en los años veinte como católico, apostólico y parisien, funda la revista Cobalto, antes de morir en Barcelona en 1955.

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Joan Safont i Plumed es periodista, guionista y escritor. Licenciado en Derecho por la UPF, Máster en Periodismo Avanzado y Reporterismo por la URLL. Actualmente, doctorando en la UdG. Autor de Per França i Anglaterra. La Primera Guerra Mundial dels aliadòfils catalans (Acontravent, 2012). Colaborador del diario Ara y las revistas L’Avenç, Revista de Catalunya y Valors.

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Narrativa e Inquisición:

«Inventario español» de José Jiménez Lozano Doris Moreno

.Hace ya algún tiempo oí a un colega plantear como hipótesis la siguiente pregunta: ¿se podría escribir la historia de España sin la Inquisición española? La pregunta tenía cierto interés. Ya en el marco de los debates de las Cortes de Cádiz sobre la abolición del Santo Oficio se había planteado si la Inquisición dependía del Estado o de la Iglesia, dependencia que determinaría a quién correspondía esa abolición o no. Después de diversos avatares la Inquisición española fue abolida por decreto el 15 de julio de 1834. Se siguió discutiendo sobre su naturaleza política o eclesiástica pero, ahora, además, hubo animados debates entre liberales y conservadores sobre la incidencia del Santo Oficio en el progreso del país: siempre en el furgón de cola de la modernidad para los liberales en cuanto a libertades y progreso político y económico; locomotora según los conservadores en cuanto a manifestaciones artísticas y maestros espirituales. No fue hasta las décadas de los setenta y ochenta del siglo XX cuando los historiadores se lanzaron sobre la documentación inquisitorial para estudiar con menos carga ideológica y en profundidad el Santo Oficio. Quedó clara entonces la responsabilidad compartida entre el Estado y la Iglesia en la creación y mantenimiento del monstruo inquisitorial; y, por otro lado, historiadores de la talla de Henry Kamen, Jaime Contreras, Ricardo García Cárcel o Bartolomé Bennassar nos ayudaron a comprender la inserción social del Santo Oficio, los rechazos y las adhesiones, los usos y las instrumentalizaciones, que de todo hubo. La Inquisición practicó la pedagogía del miedo, pero también la pedagogía de la fiesta. El Santo Oficio proporcionó los instrumentos necesarios para poner en práctica, también, un cainismo social de indudable funcionalidad y efectividad en una sociedad estamental articulada

en torno al privilegio, el honor y el estatus. Instrumento de la Iglesia, la Inquisición estimuló la delación como práctica positiva. El catolicismo militante trabajó para establecer una ortodoxia mejor definida después del Concilio de Trento (1545-1563), en sus dogmas y en sus prácticas, y la Inquisición fue el guardián de la ortodoxia que con su espada de fuego debía preservar la puerta de aquel presunto paraíso. Durante 356 años, entre 1478 y 1834, los españoles vivieron con ese «ángel guardián y su espada de fuego». No parece posible escribir una historia de España sin la Inquisición, sin tener en cuenta su impacto social, sin atender a la influencia que sobre las mentalidades colectivas ejerció. La acción inquisitorial conoció momentos de mayor y menor intensidad y acentos distintos en cuanto a sus objetivos y procedimientos a lo largo del tiempo. Muy cierto. También lo es que los damnificados de la presencia inquisitorial no fueron sólo sus víctimas directas sino, de una forma u otra, toda la sociedad española. Por ello, frente a la memoria triunfante de los poderes en juego, de la historia oficial, existió y existe una memoria doliente que no experimenta una nostalgia patológica por lo que pudo ser la historia de España sin la Inquisición y no fue, pero que tampoco se resigna a no recordar la realidad social y cotidiana de los españoles bajo la opresión inquisitorial. En este sentido, el relato breve «Inventario español» de José Jiménez Lozano es una narración en la que podemos ver, oler y tocar esa realidad. El «Inventario español» forma parte del libro El santo de mayo, publicado en 1976, una recopilación de relatos en los que, lejos de los debates intelectuales, Jiménez Lozano nos evidencia la opresión vista desde dentro, desde la vida coti-


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Doris Moreno. Narrativa e Inquisición: «Inventario español» de José Jiménez Lozano

Doris Moreno Martínez es profesora de Historia Moderna en la Universitat Autònoma de Barcelona. Ha trabajado en temas relacionados con Inquisición y herejía, censura, élites de poder, cultura y mentalidades, e historia de la Compañía de Jesús, en la época Moderna. Ha publicado en colaboración con Ricardo García Cárcel Inquisición. Historia Crítica (Temas de Hoy, 2000), es autora de La invención de la Inquisición (Marcial Pons, 2004) y, en colaboración con A. Fernández Luzón, ha publicado Protestantes, visionarios, profetas y místicos (DeBolsillo, 2004).

diana. El breve «Inventario español» es cifra y compendio del conjunto del volumen. La trama es sencilla. A la muerte del señor Armesto, un excatedrático español exiliado en Chile algunos años después de la Guerra Civil, quizá tras ser depurado de su puesto universitario, se realiza el inventario de sus bienes. Al abrir una arquilla aparece una carpeta que agrupa un ramillete de papeles sueltos, de diversas épocas y naturaleza, que al notario que los relaciona le parecen «faltos de tanta unidad que no se explica estén en una misma carpeta con este epígrafe: “Carpeta-inventario de españoles”». La narración consiste en la enumeración de esos documentos con una breve reseña de su contenido. Veintiún documentos, raros y curiosos, que cubren el periodo que va desde principios del siglo XVI hasta algún momento indeterminado en la segunda mitad del siglo XX. Veintiún personajes intuidos por el lector a través de gestos cotidianos: un recibo firmado, una carta personal, un aviso…, sombras que configuran una historia de España vista desde el espejo de la España doliente, la que vive y sobrevive bajo el peso de una realidad cotidiana que es necesario esquivar, disimular, simular, gestionar con el silencio y la palabra; moverse y actuar, escribir y autocensurar, buscar y perder… si se puede. A Jiménez Lozano le interesan la vida y las pasiones humanas y sus manifestaciones personales. Lo que parece un documento de retórica notarial y administrativa, aparentemente intrascendente, tiene sin embargo un hilo oculto que hilvana indicios con los que construir un tapiz de vidas que en su conjunto se nos muestran como la historia de la otra España. No estamos, obviamente, ante un documento histórico sino ante un relato literario que se levanta sobre la realidad,

en este caso, histórica, porque para Jiménez Lozano, es la vida la que sostiene la literatura. Son documentos y personajes de lo más variado. En el siglo XVI los rumores de pueblo con críticas a la Inquisición se pagan en la cárcel inquisitorial mientras en el horizonte de Sevilla humean las hogueras de los quemados condenados por luteranismo. El peso de la sangre judía es evocado a través de una carta anónima a un tal don Juan Sánchez de Toledo, al que se le aconseja que se vaya a vivir a un lugar más discreto, que cambie su apellido por otro de cristiano viejo más indiscutible, que entierre la memoria del abuelo sambenitado, que no tuerza el gesto, que «no mude la color» ante las expresiones de desprecio para con los judíos y conversos, que deje caer él mismo algunas de esas expresiones, tan cotidianas… Cepeda es el apellido sugerido. Cepeda, apellido de Teresa de Jesús. Precisamente otro documento también nos recuerda a la monja carmelita: una carta de su avalador, el padre Gracián, alabando la humildad de Teresa, que tenía en más ser hija de la Iglesia que hablar de noblezas y limpiezas de casta. Una forma de hacer de la necesidad virtud. El peso de los estatutos de limpieza de sangre, el mecanismo que permitió discriminar entre descendientes de judíos y cristianos viejos y excluir a los primeros de instituciones políticas, religiosas, universitarias, etc. está también presente en la recomendación del obispo de Mondoñedo, fray Antonio de Guevara, a su sobrino: que no pida su entrada en la orden de Santiago, que exige a los candidatos que demuestren un linaje limpio como los chorros del oro, sin sombra de mancha judía; no, no, que no lo haga, porque no conviene arañar blasones repintados. Frente al ya no hay «judío o griego, esclavo o libre, hombre o mujer,

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Doris Moreno. Narrativa e Inquisición: «Inventario español» de José Jiménez Lozano

porque unidos a Cristo Jesús, todos sois uno», del apóstol Pablo (Gálatas 3:28), en buena parte de España se impuso la discriminación y la exclusión. El catálogo-inventario reúne varios papeles del siglo XVII. Uno, el aviso para la procesión de penitencia con capucha, calavera, cirio y disciplinas para un viernes de cuaresma en Valladolid en 1635, evoca ese catolicismo barroco de lágrimas, gritos y penitencia que huele a sangre, que deja en los oídos el restallido de las disciplinas, que conmueve con la visión de la muerte. Otro, el recibo que se pagó en Salamanca para las celebraciones de la boda de Carlos II y Mª Luisa de Orleans —dieciséis años él, diecisiete, ella—, un matrimonio estéril; la impotencia de un rey, metáfora de la impotencia y frustración de la monarquía. Y finalmente, la conmovedora carta de un tal Miguel Forteza a sus hermanos en Amberes explicándoles la valiente muerte de su madre de setenta y dos años, quemada viva en la hoguera, aunque «estuvo entera en la muerte». El año es preciso, 1691, el terrible año de los autos de fe contra los xuetas mallorquines, descendientes de judíos que habían mantenido una cohesión social a lo largo del tiempo y entre los que destacaba, precisamente, la familia Forteza. En esos años, al otro lado de los Pirineos, Pierre Bayle escribía su Dictionnaire Historique et critique, publicado en 1695-96, en el que hacía un contundente alegato contra el uso de la violencia por la Iglesia y exponía su rechazo a las inquisiciones. Cara y cruz de la Europa del momento. Los documentos referidos al s. XVIII eran tan variopintos como los anteriores: un recibo de ocho arrobas de vino (128 litros) para los que se quedaron tocando a muerto la Semana Santa de 1734 en Olmedo. Uno se pregunta si la ingente cantidad de vino comprada tiene algo que ver con la «mucha devoción» que al parecer demostraron los campaneros. Tres documentos más hacían referencia a la vigilancia inquisitorial sobre la cultura: un carta de agradecimiento por el aviso de la llegada de los ministros del Santo Oficio que dio tiempo a eliminar los libros más comprometidos; otra carta a un librero de Hendaya recomendando esconder los libros de Voltaire y Heinecio, el pensamiento ilustrado y el iusnaturalismo con sus derivaciones políticas, poniendo a la vista los libros piadosos; y finalmente, otra carta de un tal Fèlix de Samaniego, de eco inconfundible, a su hijo enviándole dinero para que realice sus estudios universitarios en el extranjero, «y no quiera poner en peligro su vida en estos reinos con estos estudios tan disparatados de embriología y astronomía». Papeles que subrayaban la persecución en Es-

paña de las nuevas corrientes de pensamiento pero también las estrategias de los españoles para superar esa persecución: esconder los libros, estudiar en el extranjero… El siglo XIX se abrió con la esperanza de las Cortes de Cádiz, pronto frustrada. Un exiliado desde Londres escribió a un destinatario desconocido preguntando si podría volver a su patria sin perder su vida por amor a la libertad. La Revolución de 1868 despertó de nuevo esa esperanza: el recibo de pago de la orquesta que tocó en el entierro de don Aquilino Páez nos habla de un individuo que, muerto en 1868, fue enterrado por lo civil y había dejado escrito que en el cementerio su única liturgia fuera la lectura de la Constitución de 1812. Esperanzas blancas, anhelos de libertad y progreso, sentido de patria en construcción. Pero las fuerzas contrarias eran más y más fuertes. El catálogo-inventario de españoles continúa en el siglo XX: un recorte de prensa hace referencia a un artículo tachando de corruptora de la juventud a la Escuela de la Institución Libre de Enseñanza (1876-1936) y otro pide la expulsión de los jesuitas, «corruptores de la juventud». La misma acusación pero en bocas distintas. Cara y cruz de la misma España. Sigue a estos recortes la copia de un acta de depuración de un médico por asistir a un mitin. El penúltimo documento de aquel fajo de papeles tiene por protagonista al autor del recopilatorio, el excatedrático señor Armesto: se trata de las papeletas correspondientes a los años 1940, 1941, 1942, 1943 y 1944 que acreditaban que había cumplido los preceptos de la Iglesia por Pascua. El difunto señor Armesto es el último personaje del catálogo de españoles. Hay sin embargo un último documento, una hoja amarillenta en la que el excatedrático exiliado escribió una conmovedora pregunta: «¿Y hasta cuándo?» El relato acaba con una posdata en la que el lector es informado por el notario que levanta el acta de que no se encontró nada sospechoso ni subversivo entre los bienes del señor Armesto, aunque llamó la atención del fedatario un crucifijo con un brazo roto y un retrato de Félicté de Lammennais, el abate francés que ya en el siglo XIX acabó levantando su voz contra la injusticia social y propugnado un cristianismo sin Iglesia, en libertad. Maravilloso epílogo para comprender al difunto señor Armesto, exiliado, creyente, tiernamente conmovido por ese Cristo manco que le ofrece un abrazo roto, amargamente herido por la historia de su país, recorrida paso a paso en ese catálogo-inventario de españoles que es, también, el inventario de los vivos de hoy.

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Extramuros,

de Jesús Fernández Santos:

mística, poder y milagros en el siglo XVII Gisela Pagès

.En la España de los Austrias, en plena meseta castellana azotada por la miseria, el hambre, las pestes y la Inquisición, se alza un convento de monjas de clausura, envuelto en la pobreza, las disputas, la muerte, los milagros y sobre todo el amor. Este es el contexto en el que se desarrolla Extramuros, la novela de Jesús Fernández Santos que obtuvo el Premio Nacional de Literatura en el año 1979. El relato gira alrededor de una historia de amor heterodoxa entre dos monjas, protagonistas, a su vez, de un falso milagro. Una de ellas simula la aparición de unas llagas en las palmas de sus manos, a imitación de las de Cristo, con el objetivo de atraer la mirada de los fieles, y de nuevo las limosnas y las donaciones para salvar al convento de la ruina. Esta invención, que genera escepticismo desde un principio entre la comunidad, las lleva, tras una delación, a ser condenadas por el Tribunal del Santo Oficio. Fernández Santos nos refleja una sociedad temerosa de Dios, del diablo, obsesionada con los milagros y con los santos: «[…] la de las cruces, medallas y reliquias que invadieron la explanada ante nuestro zaguán, pregonadas, vendidas, veneradas, restos quizás de otras antiguas devociones pero que una nutrida grey de falsos peregrinos pregonaba como pasadas por las manos y ropas de la santa. Hombres y mujeres de todo rango y edad arrebataban aquellos trozos de paño, mechones de cabellos, pedazos de carta, los unos pagando cuanto les pedían, los otros suplicando hasta llegar a usar de la violencia». El fragmento citado ilustra este sentir devocional cuando se conoce el milagro de la monja «santa». Los fieles acuden en masa al convento, ávidos de una respuesta que dé sentido a sus vidas. Y si no pueden ver a la santa, vuelven a sus hogares con supuestas reliquias milagrosas. En el periodo barroco, la presencia de milagros constituía uno de los elementos necesarios para acrecentar las devociones y aumentar las donaciones, las visitas de fieles

y la importancia religiosa de los templos, las advocaciones o los cultos. Este período es conocido como el de «fábrica de santos» por el número tan elevado de personas con fama de santidad que surgieron. Alrededor de estas personas se creaba una comunidad de fieles devotos que pedían imágenes o reliquias con la creencia de que dichos elementos aportarían bendiciones tanto a su hogar como a su familia o persona. Esta comunidad ayudaba a incrementar la fama de la persona santa, que, en ocasiones, podía llegar a extenderse y generar verdaderas peregrinaciones. Estas prácticas y rituales pseudorreligiosos iban más allá de la ortodoxia de la iglesia, situándose en los límites de lo aceptado y adoptando una dimensión popular. Esta religiosidad popular, cuyas manifestaciones no tuvieron un carácter homogéneo y que incluía desde intervenciones diabólicas hasta tradiciones rurales convivió con la ortodoxia definida por la jerarquía eclesiástica. La estrategia que utilizó la iglesia fue la de apropiarse de estos discursos populares para utilizarlos en beneficio propio y construir una galería controlada de santidad acorde a los intereses de la propia institución. Su objetivo era mantener en exclusiva el patrimonio y la potestad sobre lo maravilloso. Sin embargo, este proceso se le escapó de las manos y tuvo que regularlo a través de la Inquisición, que persiguió la histeria religiosa, las falsas beatas, los engaños místicos, la brujería o las prácticas mágicas. En el fondo de todo este entramado religioso subyacía una lucha por el poder. Por una parte la jerarquía eclesiástica se aseguraba un control de las prácticas religiosas, que éstas no cayeran en la heterodoxia, al mismo tiempo que se conseguía un control de los fieles y que toda esta religiosidad popular fuera reconducida desde unos cauces aceptables. Por otra parte, suponía una lucha de poder entre los propios centros religiosos, para conseguir en su seno alguna figura digna de santidad y así aumentar la comunidad de


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Gisela Pagès. Extramuros, de Jesús Fernández Santos: mística, poder y milagros en el siglo XVII

fieles, limosnas y donaciones engrandeciendo el prestigio de la institución. La religiosidad envuelve toda la novela. No obstante, el eje central de la misma es la historia de amor lésbica entre las dos monjas, que roza lo místico. Una historia que desafía tanto a los poderes de la Iglesia como a los esquemas de género aceptados por la sociedad. En esta relación amorosa se perciben varios aspectos. En primer lugar, las dos monjas reafirman una identidad femenina propia, subvirtiendo las reglas de género establecidas basadas en una heteronormatividad sexual. Cuestionan las relaciones de género preestablecidas, planteando de esta manera la idea de que no existe una única identidad femenina sino que hay múltiples identidades, tantas como sujetos femeninos existen. Pero su subversión es todavía mayor porque la llevan a cabo desde el seno de una institución en la que deben renunciar al amor profano y corregir las pasiones humanas para dedicarse en exclusiva al amor divino. El convento se convierte para ellas en el espacio de liberación sexual, alejado de los códigos de conducta aceptados y también de la tutela masculina. Entre sus paredes pueden dar rienda suelta a sus amores, pero sin embargo, a pesar de ser

un territorio más fácil para la transgresión, ésta debe permanecer en la invisibilidad. Por otra parte, hay una dualidad amorosa entre lo carnal y lo místico. Esta ambigüedad se manifiesta especialmente en las palabras de la monja protagonista y narradora, cuya adoración casi divina por la monja «santa» se confunde con una pasión amorosa que roza lo carnal, hasta llegar al punto de prácticas sexuales con contenido violento como el sadomasoquismo, envuelto de un halo místico: «Así otra vez como tantas, sin murmurar palabra, mi hermana se inclinó sobre el lecho. Una vez desnuda su espalda desde la cintura donde asomaban las puntas del cilicio, me tendió sus disciplinas de cáñamo, suplicándome que procediera como de costumbre. Y otra vez como tantas, como cuando la antigua priora nos condenó a castigo parecido, aquella tierna carne suya y mía, jardín de gozo, camino de dolor, se iba volviendo campo de surcos rojos. A cada golpe, cuerpo y lecho se estremecían; yo misma cerraba los ojos sintiendo en mí el dolor de los finos ramales, su rastro amoratado que tanto tiempo duraría en aquella suave carne. Y sin embargo, poco a poco, crecía la furia de mi brazo. Era luchar amor contra amor, dolor contra dolor, mortificar, aborrecer su cuerpo para hacerle nacer de nuevo, raro placer, vano castigo a la espera de sentirlo en el mío, de aquellas manos aferradas a la madera del jergón luchando por aguantar inmóviles el sordo murmurar del castigo en el aire». La mortificación y la disciplina del cuerpo formaban parte de las prácticas habituales en los conventos femeninos del Barroco. Los castigos que se autoimponían las monjas iban desde desplazarse descalzas, dormir en esteras o tablas de madera, practicar ayunos, hasta llegar a aplicaciones de severas disciplinas de sangre. Las monjas utilizaban cilicios y otros instrumentos para mortificar su cuerpo y así empatizar con el tormento de Jesús.

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Gisela Pagès. Extramuros, de Jesús Fernández Santos: mística, poder y milagros en el siglo XVII

En el fragmento vemos cómo las amantes se turnan para flagelarse. Se proporcionan dolor, pero al mismo tiempo placer con el objetivo de llegar no solamente al éxtasis místico sino también sexual. Es la monja «santa» la que incita a su amante a tal acción. Así, en el seno de este amor lésbico existe una clara relación de poder basada en la dominación. Una de las monjas ejerce un control sobre la otra e incluso se podría hablar de una manipulación psicológica basada en amenazas de abandono si se confiesa el pecado cometido del falso milagro. Pero las relaciones de poder no sólo se gestan entre las dos protagonistas, sino que afectan a todas las relaciones sociales dentro del convento. En los conventos femeninos surgían auténticas luchas de poder por el control de la institución. En la novela esto se ve claramente reflejado en el deseo de ocupar el puesto de priora. Primero, entre la actual priora y la «santa», cada una de las cuales aglutina a su alrededor un grupo de seguidoras afines a sus causa. Segun-

do, entre la «santa» y la novicia, que procede de una familia noble y adinerada y que se salta todas las normativas correspondientes a vestimenta, celda, posesión de criadas, etc. En los conventos del Barroco había auténticas luchas entre las monjas y las disputas podían llegar incluso a la violencia. El mundo femenino conventual era un microcosmos que reproducía lo que sucedía en el exterior: alianzas, solidaridades, disputas, relaciones de poder, cuyo fin último era el privilegio personal o de una causa concreta. Una historia coral de los grupos más humildes. Esto es lo que relata Fernández Santos. Pero concretamente un mundo de representaciones y discursos que engloban desde la religiosidad hasta la definición de las identidades sexuales. Dentro de la disciplina histórica, es la corriente de la historia cultural la que conjuga las herramientas del análisis del discurso con el estudio de las relaciones existentes entre las representaciones culturales y las prácticas sociales de una sociedad determinada. Sus principales cultivadores (Brown, Darnton, Nora y Chartier) plantearon la idea de que una sociedad está conformada por distintos grupos que son capaces de crear y recrear sentidos propios a partir de una realidad determinada y de dotar de significados particulares a los objetos y a los discursos, particularmente a aquellos de naturaleza histórica. En este sentido recuperaron las formulaciones elaboradas por Maurice Halbwachs acerca de la memoria colectiva con el fin de comprender de manera más clara los procesos por medio de los cuales la memoria de un grupo termina convirtiéndose en discurso historiográfico. Extramuros es una historia compleja e intensa, que alcanza picos de emoción combinada entre lo religioso, lo erótico, lo humano, lo divino y lo místico raras veces tocados en la historia de la literatura. Por sus páginas se dibuja con precisión lo que fue la España de los Austrias, del inicio del decadente Barroco, desangrada por guerras, cuarteada por la sequía y dominada por lo milagroso.

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Gisela Pagès es doctora en historia por la Universidad Autónoma de Barcelona. Ha participado en varios proyectos de investigación del departamento de historia moderna de la Universidad Autónoma de Barcelona y ha realizado estancias de investigación en el CSIC de Madrid y en la Universidad Queen Mary de Londres. Investiga sobre todo la historia de América Latina y la historia de género. Asimismo ha impartido conferencias y comunicaciones en universidades españolas e inglesas.


David Aliaga. Cynthia Ozick. Escribir ficción después del Sinaí

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Cynthia Ozick Escribir ficción después del Sinaí David Aliaga

.El Tanakh cuenta que cuando los israelitas llevaban siete semanas caminando por el desierto tras su huida de Egipto, Dios habló a Moisés para dictarle los diez mandamientos. Aunque muchos judíos y estudiosos de las Escrituras consideran que este es el momento en el que la divinidad escoge a Israel como pueblo elegido, después de la haskalá resulta inevitable pensar en el recorrido opuesto de la elección y tomar las palabras del rabino Yaakov Weinberg que afirman que fuimos los judíos quienes escogimos a Dios al aceptar su mandato. El pacto inaugurado por Abraham se volvía a rubricar en el Sinaí y cuatro mil años después sigue siendo la base sobre la que reposa la identidad de cualquier judío practicante, tomando múltiples formas de expresión. Por ejemplo, sus raíces hebreas han condicionado las novelas de escritores como Philip Roth o Bernard Malamud resultando en nuevas visiones sobre el mantenimiento del compromiso del pueblo de Israel con Dios. Y ningún autor contemporáneo como Cynthia Ozick ha expresado y evidenciado de forma tan rotunda la voluntad de una literatura plenamente heredera del Sinaí. En un discurso pronunciado en el Weizman Institute de Rehovot, la escritora neoyorquina llamaba a los escritores judíos a sentirse impelidos por el pacto de su pueblo con Dios, pero también a dar forma a una obra que se sintiese concernida por su contexto y su historia. Contrariamente, para Ozick la literatura que sólo habla de sí misma, el arte como único motivo del arte, es una forma de idolatría que incumple el segundo de los mandamientos de la ley entregada a Moisés. Su relato «Levitación» constituye una muestra de cómo el discurso de la autora en el Weizman Institute se corres-

ponde con su obra de ficción. En la primera parte de la narración presenta a los protagonistas, un matrimonio bien avenido y con rasgos en común: son escritores, amantes de la literatura, comparten sesiones de trabajo…, y ambos son judíos —él por nacimiento, ella por elección—. Sin embargo, de forma sutil, Ozick desliza algunas diferencias entre ellos que remiten a la oposición entre dos concepciones artísticas que se identifican con un modelo hebraico y otro helenístico. Las preferencias y actitudes de Feingold remiten a lo judío, mientras que los hábitos de la conversa muestran reminiscencias propias de su origen protestante. Por ejemplo, la pincelada que da sobre qué clase de novelistas se consideran: «Lucy se consideraba una estilista; Feingold no. Él creía en colocar una frase después de otra». También el gusto literario de ambos personajes muestra la brecha que los separa: «Tenían las paredes cubiertas de volúmenes de historia judía; pertenecían a Feingold. Lucy sólo leía un libro —Emma— una y otra vez». Lucy representa el cómo se escribe; su marido, el qué se escribe. El desenlace del relato describe la diferencia entre ambos como irreconciliable. El gusto por la apariencia que Ozick señala habitualmente como opuesto a lo judío y que en «Levitación» asocia al personaje de Lucy es, además, referido como aborrecible y hueco en otro de sus relatos, «La maleta», en el que la neoyorquina compone una sátira sobre el ambiente artístico de su ciudad y la vacuidad de buena parte de la pintura contemporánea. En su discurso extraliterario ya la hemos leído tomando distancia del arte por el arte, afirmarlo idolatría, y en este cuento traslada monográficamente dicha consideración al terreno de la ficción. En «La maleta» el lector asiste a una exposición de arte no figurativo que parece diseñado para que sea el espectador quien le conceda un significado.

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Las pinturas del joven Gottfried representan una práctica que Ozick desaprueba, que considera como representativa de la sociedad pagana norteamericana y sobre la que traza una caricatura severa a partir de cómo la alaba un crítico adscrito al movimiento: «Es un arte que no nace del hambre, ni de la frustración, sino de la saciedad. Un arte, por

así decirlo, para hombres con enjundia […] Yo también soy un hombre con enjundia. Enmascaro hábilmente mi papada con esta barba». ¿Qué clase de arte es el que merece el halago por enmascarar una papada con una barba? Sin embargo, la condición judía en la producción literaria de Cynthia Ozick no se limita al combate contra la


El cielo raso

idolatría, contra la adoración de la forma. Tampoco serviría señalar que sus personajes sean rabinos o hijos de rabinos, que acudan a la sinagoga a rezar o que se saluden en yiddish, puesto que la propia autora ha denunciado en más de una ocasión que la presencia de dichos elementos en los textos de multitud de autores judíos contemporáneos obedece únicamente a un reclamo comercial, a la ambición de popularidad, y son empleados como ornamento exotista o etnicista. Si la prosa de Ozick puede considerarse judía es, en buena parte, por la preocupación que evidencia por el encuentro del judío —extranjero y minoría— con la cultura hegemónica norteamericana y por su voluntad de preservación del hecho identitario judío más allá de la práctica religiosa. Muchos de sus relatos se desarrollan a partir del contraste entre lo helenístico y lo hebreo, actuando la contingencia entre ambos modelos como motor de la narración. Sucede con el joven rabino Kornfeld que en «El rabino pagano» se ve tentado por la materialidad de la vida contemporánea y abandona el estudio y los textos por la concupiscencia, o con el poeta Edelshtein, a quien para satisfacer su anhelo de popularidad no le queda otra opción que sustituir su yiddish por el inglés. En el diálogo multicultural, Ozick identifica un desequilibrio en el que lo hebreo ocupa siempre un papel de desventaja respecto a la hegemonía pagano-helenística y se pregunta constantemente qué respuestas puede ofrecer ante la amenaza de quedar subsumida en el modelo imperante. Aunque para Dean J. Franco, que por otra parte es uno de los más sensibles estudiosos de la obra de Ozick, en el relato «Envidia; o el yiddish en América», la autora condena a la identidad judía a la muerte por asimilación cultural o la muerte por inmovilismo, lo cierto es que las narraciones de Cynthia Ozick constituyen un ejercicio de resistencia y de defensa del hecho diferencial judío mucho más combativo que agorero. Al mismo tiempo que actúa de cronista del encuentro entre lo judío y su cultura de adopción tras la Shoá, narra un contexto concreto y describe usos y costumbres de los hebreos en Norteamérica, construye personajes que se erigen en resistencia, no exenta de tragedia, frente a la colonización cultural. De la misma manera que en El Shabbat y el hombre moderno

David Aliaga. Cynthia Ozick. Escribir ficción después del Sinaí

el rabino Abraham Joshua Heschel considera que la santificación del tiempo, la observancia de un día semanal en el que la experiencia del ser no se fundamente en el tener, los protagonistas de Ozick se obstinan en no ceder ante la tentación seductora o la amenaza coercitiva de la sociedad del tener, para seguir siendo. Las narraciones de la escritora neoyorquina son beligerantes a este respecto. Lo es su elección de escribir una ficción que recoge la tradición y el pensamiento de sus antepasados, que habla de ello y lo enfrenta a lo gentil, de la misma manera que su rechazo frontal de la ficción autosuficiente es un ejercicio de resistencia similar a la obstinación del poeta de «Envidia; o el yiddish en América» o a la de Rosa Lublin en «Rosa», que se niega a vivir en el mundo de lo material que niega la vida de su hija, asesinada en un campo de exterminio alemán, y que por tanto sólo puede vivir en el tiempo del recuerdo. Sus cuentos no plantean un simple retrato del encuentro multicultural, ni de la consideración de extranjero perpetuo que lo judío padece en Estados Unidos —y, de hecho, en cualquier parte del mundo a excepción de Israel—, de la hipócrita aceptación que encarna Lucy en «Levitación»; en fragmentos como el pasaje de «La maleta» en el que Hencke considera hueco e insustancial el arte de su hijo Gottfried, un esteta, Ozick no sólo diferencia lo judío de lo pagano, sino que rechaza lo segundo desde su condición de hebrea, no porque sea malo o peor, sino porque le niega la posibilidad de experimentar el ser desde la judeidad. Las narraciones de Cynthia Ozick son también una forma de circuncisión, la renovación contemporánea del pacto abrahámico con Dios, una voluntad resistente que revela por qué el judaísmo ha sobrevivido durante más de cuatro mil años a pesar de los numerosos intentos de exterminio que ha padecido. La voluntad de ser.

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David Aliaga (L’Hospitalet de Llobregat, 1989) es escritor, editor y periodista. Ha publicado la novela breve Hielo (Paralelo Sur, 2014) y el libro de relatos Inercia gris (Base, 2013), algunos de cuyos cuentos han sido incluidos en las antologías Cuentos engranados (TransBooks, 2013) y Madrid, Nebraska (Bartleby, 2014). También ha publicado el volumen de estudio Los fantasmas de Dickens (Base, 2012) y su tesina, Condición judía y alteridad en los relatos de Cynthia Ozick, se encuentra en curso de edición.

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Antorchas de huesos rotos Teresa Susmozas

. I. Bosque nocturno Ira, Irina, separa muy despacio su espalda de mi espalda. Retira el edredón —estampado de espirales negras sobre fondo blanco—. Me deja sola en el cuarto sin luz. Se marcha y sus articulaciones crujen. Algo retumba como suelto dentro de ella. Ira tiene los huesos frágiles como los de un pájaro, el esqueleto de sus alas lleno de fisuras. Y es sólo una niña. No, no te vayas, le digo. Mi voz condensada en las sombras de esta habitación. Doce baldosas de largo, diez de ancho. La cama junto a la ventana negra, la puerta bien cerrada. Mis vestidos colgados sobre clavos en las paredes; frente a mi silueta horizontal, un armario vacío con doble puerta de espejo. No te vayas. Pero ella camina sonámbula hacia ese bosque nocturno donde hay árboles altos de hojas dentadas, un cielo constelado de huracanes. Se escapa para reunirse con los otros niños. Los que son como ella. Los que tienen la boca partida de tanto forzar la risa, de parecer tranquilos y hasta un poco felices, de fingir que se creen las mentiras que les cuentan. Si Ira está rota es porque su madre la aprieta demasiado fuerte, casi hasta fracturar sus huesos. La asfixia. Y cuando de pronto despierto y no está conmigo, sé que ha ido a buscar sus dedos, sus tiernas costillas, cada parte de sí misma que sólo ella puede recomponer. En el bosque, con los otros niños, reorganiza su rostro fragmentado. Juntos intentan recuperar el llanto que no les sale de la boca hecha añicos. Rodeados de árboles, muy cerca de un lago, se toman las manos dislocadas y gritan. Sus chillidos hacen girar vertiginosas a las estrellas: un pequeño huracán por cada pequeña furia contenida; un remolino desatado por cada niño roto. Y se lamen los rasguños sintiendo el regusto áspero de su sangre en el paladar. A Ira su sangre le sabe tan agria que, al pie de un árbol, se deleita relamiéndose. Y seguiría escarbando con su lengua, más y más profundo, si el viento no le enredara el largo pelo castaño. Con violencia y hacia atrás, el viento casi le arranca el pelo, e Ira siente más velocidad que si la dejaran correr libre. Una sensación de estar como a punto de desvanecerse. Instante en que se le pliegan los párpados y la domina un llanto aterrado, casi silencioso. Y que, desde el vacío de su estómago, desemboca en una carcajada incontrolable.

Mientras Ira está lejos y llora o ríe, sufro terror nocturno, insomnio incurable. Parece como si un montón de pájaros me escarbaran por dentro, intentando arrebatarme algo que llevarse a sus nidos. Y escucho una voz que me ordena en lo oscuro: no te muevas, quédate quieta. Entonces llamo a Ira. Con esa voz ajena, distante, que no parece salir de mi boca, le exijo que ocupe su hueco en la cama. Pero no me escucha. No quiere. Prefiere seguir lejos. Piensa que en el bosque está a salvo de todo. Pero no es verdad. A salvo no se está en ningún sitio. II. Antorchas de huesos rotos En el silencio acolchado y negro de mi cuarto, algo golpea fuerte muy cerca de mi cabeza —apenas a medio metro de la cama—. Dentro del cajón de la mesilla, retumba. Ira no está. Y retumba. ¿Por qué me ha dejado sola? No sabe que a ese bosque donde escapa, van también otros niños que no tienen intención de recomponer sus fisuras. Se recrean en el aspecto deforme de sus rostros. Y destrozan todavía más al resto, arañándolos con sus uñas descuidadas. Quisieran mutilarlos, como hacen con ellos los terrores de sus padres. Si son niños crueles es porque han hecho cosas atroces con ellos. ¿Quién podría culparlos? Y cuando más aterrada estoy, Ira regresa con temblor de pájaro y repiqueteo de huesos partidos. Me dice que, en las noches del bosque, esos niños son los que encienden la hoguera alta, aullando como lobos cuando consiguen prender el fuego. Saltan a su interior y la hoguera crece. Llega hasta las copas de los árboles, que dejan caer sus hojas como cuchillas. Todo se vuelve vértigo mientras se funden. Parecen de cera, arden. Son antorchas de huesos rotos, digo. Pero Ira no entiende por qué hacen eso. Yo le explico que es porque los ojos siempre se salvan de cualquier incendio. Y lo demás no importa. Lo que es ceniza ya no duele. Y en las pupilas, aun con los párpados dormidos, todo queda grabado. Ya nada lo borra. Ahora, la mirada de Ira brilla en lo oscuro. Siento que desea el fuego. Y me aterra pensar que por querer salir de su jaula de pájaro —coserse el esqueleto ella sola—, se vuelva


La vida breve

Teresa Susmozas. Antorchas de huesos rotos

Tere Susmozas (Madrid) es autora del libro de relatos Terrestre océano (Torremozas, 2015). Su trabajo como cuentista ha sido galardonado en el XVII Premio Internacional de Relato Julio Cortázar (2014), entre otros, y recogido en diversas publicaciones y antologías como Relatos 03 (Tres rosas amarillas) y La carne despierta (Gens Ediciones).

cruel consigo misma. A veces la he visto cortando sus vestidos con unas tijeras demasiado grandes para sus manos. Si se volviera como los niños del bosque, no habría tragedia que le borrase la sonrisa irónica de su boca destrozada. Por eso le digo que el fuego tiene sus peligros: el humo enceguece a los pájaros. Y ella golpea. Golpea con su puño en la almohada blanca, muy cerca de mi cabeza. ¡Estate quieta y duerme!, grito. Pero ella sigue hablándome de las llamas. Y siento tanto calor que mis sábanas parecen el centro de la hoguera. Crecen. Forcejeo con el fuego. Le araño la cara a Ira. Le muerdo la boca hecha añicos, donde sé que duele. Y la arrojo a patadas de la cama. Ella se agarra a las espirales del edredón, como en el bosque nocturno se enredan las estrellas con el aire. ¡Vete, Ira, vete si quieres! ¡Déjame en paz con mi miedo a los ruidos! Y se marcha, al fin, fingiendo que es sonámbula. III. Vivo y encerrado La oscuridad no se mueve. Late. La noche palpita. Los espejos del armario vacío parecen dos lagos abisales. Algo sigue retumbando muy cerca de mí. Es algo vivo. Quiere salir y golpea. Está encerrado, golpea. Podría abrir el cajón de la mesilla de noche. Si lo hago, tiraré del cordel que estrangula al pequeño gorrión que hay dentro. Y encontraré un pájaro ahogado, con el cuerpo aún caliente, los ojos muy abiertos, recorridos por diminutas lombrices rojas. Por eso me estoy quieta, ¿lo estoy? Mi cama ya no es la hoguera que ha prendido Ira. Ahora da vueltas y más vueltas en el cielo del bosque nocturno. Puedo sentir los árboles a pocos palmos bajo mi cuerpo, queriendo abrazarme con sus afiladas copas. Para dejar de escuchar eso que golpea, para dejar de sentir este vértigo atroz, a gritos llamo a Ira. ¡Vuelve, Ira, vuelve! Y cuando con más angustia chillo, siento otra vez su espalda contra la mía. No ha hecho caso del fuego y se ríe; se ríe de mí. Me dice que algún día acabaré como esos otros niños del bosque. Los que en vez de lanzarse a la hoguera prefieren colgarse de la rama de un árbol. Con una soga gruesa, colgarse y permanecer así, toda la noche, partiéndose el cuello.

Pero es inútil, dice Ira. Nunca dejan de ser lo que son: niños con los pies colgando. Niños cobardes que podrían decir muchas cosas, pero a los que nadie presta atención, aunque los vean quedarse sin aliento. Ira es pequeña, pero no se equivoca. Yo me siento así muchas veces, como dando inútiles patadas al aire, sin poder ni siquiera echarme a llorar porque ya no soy una niña. Me pregunto si será también tarde para hacerme del todo pedazos. Pero Ira nunca contesta, vuelve al bosque. Sus noches son un ir y venir, las mías este miedo que crece y decrece, a tenerla aquí, a sentirla lejos, a que su presencia me obligue a hacer recuento de mis huesos rotos. ¡Nada Ira, huye de la hoguera y nada en el lago! ¡Nadar te pondrá fuerte!, le grita mi voz, aunque yo sé cuánto odia el agua. IV. El lago de los insomnes Cuando la claridad araña torpemente contra la ventana, el ruido del cajón cesa. Se detiene como el corazón de un muerto. El silencio cae sobre el edredón que me cubre. Me enreda el largo pelo castaño. El silencio me ordena que me esté quieta y muy quieta echo de menos a Ira. Por mis pies húmedos intuyo que me ha obedecido: nada en el lago de los niños insomnes. Se habrá lanzado a él desnuda. Y como una submarinista experta, se sumergirá al fondo de todas sus lágrimas. Muda, sin temor ni patetismo, hasta ahogarse. Porque Ira se deja morir noche tras noche. Y cuando ya está posada en el fondo, justo antes de que su cuerpo comience a enfriarse, pequeños peces rojos golpean sus párpados. Ella abre mucho los ojos. ¡Despierta, Ira! Y emerge, deja de ser sonámbula. Sé que cualquier mañana, al salir del lago, ya no será tan niña. Su madre le enseñará a pintarse los labios, quiera o no, y así parecerá menos fracturada su boca. Mientras tanto, la espero. Me gusta recibirla cuando llega empapada diciendo: Irina, ya estoy aquí. Y dormirnos, espalda contra espalda, al tiempo que me habla de cosas de niños, de hogueras que llamean en el interior de un bosque o árboles que resisten a todos los huracanes.

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Jordi Masó Rahola. Microrrelatos inéditos

Los pescadores de perlas

Microrrelatos inéditos de Jordi Masó Rahola Traducidos del catalán por el propio autor

Self-made man El ingeniero Jules Bonnard (1945-2000) construyó una máquina del tiempo que le transportó al París ocupado por los alemanes. Se unió a la Resistencia francesa, fue perseguido por la Gestapo, tuvo un idilio apasionado con una partisana y asistió a la entrada de las fuerzas de liberación aliadas en los Champs-Élysées. Pero el éxito de la aventura no fue completo: al volver, su madre agonizaba y, antes de morir, le revelaba un secreto: Jules no era hijo biológico del señor Bonnard, sino de un atractivo camarada de la Résistance. «Un cabrón que desapareció después de dejarme preñada».

El prodigio En Infancia y gloria de Reginald Grey (OUP, 1984), Matthew Harting ahonda en la vida de uno de los prodigios más grandes —y más olvidados— de la historia de la música. Nacido en 1915 en Norwich, con pocos meses Reginald Grey ya tarareaba las canciones de cuna de su madre. Al cumplir un año, un tío le regaló un violín. Con dos años asistía a las clases de un violinista —vieja gloria local— que pronto se vio superado por el chiquillo. El Royal College de Londres alteró el rígido plan de estudios para acogerlo en sus aulas. En su libro, Harting documenta el progreso meteórico del muchacho: primer concierto a los cuatro años —Wigmore Hall—, primer triunfo en un concurso internacional con seis años recién cumplidos. Maravillaba a los auditorios británicos con una madurez musical impropia de su edad. Leía a Kant y a Schopenhauer. Hablaba cinco idiomas con fluidez. Pero la precocidad de Reggie Grey no tenía fronteras en ningún ámbito: durante la fiesta de su séptimo cumpleaños, dejaba embarazada a una prima adolescente —Audrey Thornton— y, al nacer la criatura, se fueron a vivir juntos a un cottage cerca de Brighton. Alternaba la apretada agenda de conciertos con una vida de desenfreno y excesos. La foto de Man Ray que muestra al joven virtuoso sonriendo con un caramelo en una mano y un habano encendido en la otra escandalizó a la sociedad inglesa. En los camerinos siempre exigía una botella de whisky escocés. A los nueve años nacía su segundo hijo y abandonaba a Audrey para ir a París, donde vivió con una corista del Moulin Rouge. Frecuentaba tanto los teatros de ópera como a las prostitutas de la Rue Saint-Denis. Tenía diez años cuando le detectaron los primeros síntomas de artrosis. A los once, se retiraba de los escenarios por lapsus de memoria; el diagnóstico: una demencia senil que era —como todo en él— de una precocidad de récord. La biografía de Harting, que tiene la virtud de no plantear juicios morales, termina con la frase «el genio que vivió deprisa», extraída del obituario del Times de abril de 1927.

Jordi Masó Rahola (Granollers, 1967) es pianista. Ha actuado por Europa, Asia y América, ha realizado más de cincuenta grabaciones discográficas y es profesor en la Escuela Superior de Música de Cataluña y en el Conservatorio de Granollers. Es autor de cuatro libros de narrativa breve: Els reptes de Vladimir, Catàleg de monstres, Les mil i una y Polpa (de próxima publicación). Muchos de sus textos han sido premiados en concursos literarios. Desde agosto de 2010 gestiona el blog La bona confitura, dedicado al microrrelato en catalán.


María Ángeles Pérez López. Poemas inéditos

El castillo de Barba Azul

Poemas inéditos de María Ángeles Pérez López Caída de los ángeles a Selena Millares

Caída de los ángeles, traspié, guillotina que corta lo invisible y separa lo oscuro de lo oscuro. Desabrimiento, espuma de los días. Entre los postes del tendido eléctrico, en el cordón que une un pie con otro para que no se pierdan ni se extrañen, en el hilo tensado firmemente de cada letra opaca a su matriz, trastabillan los ángeles y pájaros. Cuando caen contra el suelo, cada pluma se vuelve chispa y lágrima de luz. Carpos y metacarpos fracturados en la mano con la que el ave anota las líneas musicales que ama el viento. Los mismos huesos rotos en el ángel que ahora borronea su dolor pero antes escribió la levedad. Sin embargo, no ceden ni se inclinan. Se incorporan sin queja y se levantan. No cejan, no transigen con la historia, no aceptan el mandato de caer, de enmudecer ni el vuelo ni el lenguaje. Flauta de hueso en la que late el canto.

Amanecen con Claudio Rodríguez con Nuno Júdice permanentemente

Amanecen el día y los zapatos. El sol es una herida transparente, incisión que suturan las abejas con su amor al hexágono y al polen. En las perchas sin cuerpo, entre las mondas de la noche olvidadas en la calle liba la luz su resplandor más alto, la claridad que baja, compasiva, a borrar los ladridos, las lesiones, el miedo que amorata el despertar. Belleza intransitiva y luminosa frente al negro motor con que la noche combustiona el anhídrido carbónico. Respiración y néctar en la llaga, el tajo, el enfisema que es vivir y que aguarda, violento, en su dulzura.

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María Ángeles Pérez López. Poemas inéditos

El castillo de Barba Azul

El bisturí con Mutis también con Gambarotta

El bisturí inocula su dolor. En el corte limpísimo florece el polen que envenenan las avispas, su aguijón turbulento y ofensivo. La mesa del quirófano está lejos de la luz y la tierra del jardín, su amor desesperado por la vida y el material mohoso del origen, lejos de la pasión de los hierbajos y la piedra porosa en la que sangra la desgastada edad de las vocales que escribieron verdad y compañía. En la asepsia que exige el hospital, el bisturí recorta el corazón de la página blanca del poema, la sábana que tapa el cuerpo enfermo. No queda ni memoria ni alarido, tan sólo un hueco rojo en el lenguaje. En la mano que empuña la salud hay sin embargo un corte diminuto, una línea de sangre y su alfabeto.

María Ángeles Pérez López. (Valladolid, 1967). Poeta y profesora titular de Literatura Hispanoamericana en la Universidad de Salamanca. Ha publicado los libros Tratado sobre la geografía del desastre (1997), La sola materia (Premio Tardor, 1998), Carnalidad del frío (Premio de Poesía Ciudad de Badajoz, 2000), La ausente (2004) y Atavío y puñal (2012). También ha publicado las plaquettes El ángel de la ira (1999) y Pasión vertical (2007). En Catorce vidas (Poesía 1995-2009) se recogieron todos sus libros hasta 2010. Han sido publicadas antologías de su obra en Caracas, México, Quito, Nueva York, Monterrey y Bogotá. Está en prensa una antología de poemas en La Habana. Poemas suyos han sido traducidos a varios idiomas (gallego, inglés, francés, italiano, neerlandés, rumano y armenio).

Lanzar contra la luz con Eugenio Montejo

Lanzar contra la luz todos los peces y evitar que las redes los atrapen, que los muerda el anzuelo con su boca curvada en la violencia de morir. Desanudar la asfixia, trabazón, bocanada de anhídrido y espinas en que se hunden la angustia y los tobillos cuando el jueves se cierra, abochornado, sobre su propia lista de imposibles. Lanzarlos como quien avienta lana, como quien suelta el trigo tras la trilla o la harina blanquísima en el pan, para que permanezcan en su vuelo igual que permanece en la memoria del agua cada brizna de la luz. Para que se detenga su caída contra el asfalto sucio, contra el miedo metálico que exudan los arpones. Para que permanezca en cada letra el copo diminuto de almidón como quietud de aquello que se mueve, pez que se escurre raudo entre las manos y nada en la canción de las agallas.


Einstein on the Beach

Bernat Padró. Alfredo Mario Ferreiro. Un futurista en Montevideo

ALFREDO MARIO FERREIRO UN FUTURISTA EN MONTEVIDEO (O cómo comerse un autobús y que Borges lo celebre) Bernat Padró

A la memoria de Enrique Mrak

.A finales de 1927 un joven Jorge Luis Borges, ya radicado en su Buenos Aires natal tras su periplo europeo y en pleno fervor de renovación de la literatura argentina, recibía un libro de la otra orilla del Río de la Plata con un título estrafalario: El hombre que se comió un autobús (poemas con olor a nafta). Venía editado por La Cruz del Sur, una de las pocas revistas de literatura nueva del Uruguay, que él bien conocía: en febrero del año anterior su comité de redacción le había dedicado un banquete en motivo de su visita a Montevideo y había reseñado su Luna de enfrente. Probablemente en esa ocasión conoció al autor del libro que ahora le llegaba, un joven de su misma edad llamado Alfredo Mario Ferreiro. Tras la lectura, Borges lo tuvo claro. En la reseña que publicó en la revista porteña Síntesis afirmó:

turas del músico Luis Mondino y varios grabados de Alba Padilla, Melchor Méndez Magarinhos y Gervasio Furest. El poemario introducía en la poesía uruguaya elementos de la cotidianeidad técnica de la ciudad moderna —como empezaba a serlo el Montevideo de 1927— e incorporaba algunos de los procedimientos poéticos promulgados por Marinetti en su segundo manifiesto de 1913, tales como las palabras en libertad, la supresión de los signos de puntuación, el uso de onomatopeyas y las asociaciones imprevistas de imágenes. Además, no sólo planteaba desde el paratexto un juego irónico con el futurismo, sino que entre el preceptivo estruendo de bocinas, frenos y motores, Ferreiro incorporaba paródicamente registros explícitamente desdeñados por la vanguardia, como el sentimental o la pastoral. En «Los amores monstruosos», por ejemplo, se lee:

Alfredo Mario Ferreiro es el único futurista que he conocido. No es, como el orador itálico Marinetti, un declamador

El autobús desea, con todo su árbol y todo su diferencial, a

de las máquinas ni un dominado por su envión o su rapi-

la linda voiturette de armoniosas líneas.

dez; es un hombre que se alegra de que haya máquinas. También de que haya viento y potros y vidas. Es decir, la

Poco a poco logra acercarse a su lado para arrullarla con la

realidad le da gusto.

moderación del motor poderoso.

Ferreiro había tenido el ingenio de armar un poemario desde la analogía con un automóvil: El hombre que se comió un autobús disponía de un «Paragolpes delantero y faro piloto» —prólogo de Gervasio Guillot Muñoz— y un «Paragolpes posterior» —postfacio de Jaime L. Morenza—. Los poemas se agrupaban en conjuntos titulados «Radiador», «Diferencial», «Carburador», «Rueda de auxilio», «Caja de herramientas» y «Poemas colgados de la Plataforma y un poema inocente que se quedó a pie». El índice final iba rotulado como «Dirección de Tránsito». Incluía, además, dos parti-

La voiturette, espantada por aquel estruendo, pega un legítimo salto de hembra elástica y huye.

El movimiento de los nuevos artefactos sobre el asfalto motiva en el poemario todo un ejercicio de personificación. Los amantes son como «motores maravillosos» que se persiguen; la coreografía del agente de tránsito se asemeja a un ballet al son de la música que hacen los vehículos, los tranvías «charlestonean» y los frenos, «los únicos amigos del hombre / sobre la máquina moderna», le merecen una balada. Las

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correspondencias entre el ser humano y la máquina constituyen el núcleo de la poética del libro, como en «El dolor de ser Ford»: ¡Qué dolor debe dar ser siempre Ford! Ser Ford… Y no ser un alado Packard, un soberbio Lincoln, un trompudo Renault, o un ancho Cadillac. Ser Ford, ser siempre hojalata. Y que todos digan:

—Ahí va un Ford. Como quien dice:

—Ahí va un cualquiera. ¡Y saber en lo íntimo de las bujías y del carburador, que se es automóvil como los otros autos, y, a lo mejor, mejor…!

Esta humanización de la máquina contravenía los preceptos de la vanguardia anterior a la Gran Guerra del catorce, que quiso desterrar del arte todo rastro de anécdota o sentimentalismo. Según afirmaba José Ortega y Gasset en La deshumanización del arte (1925), libro que acababa de publicar apenas dos años antes, anécdota y sentimentalismo eran elementos ajenos al arte, pero que durante el siglo XIX se habían adherido a él, contaminándolo y haciéndolo a la vez más aceptable a las masas. Según Ortega, lo que las masas aprecian del arte y la literatura es justamente aquello que no es arte ni literatura, lo humano, que viene de añadido. Esa es la característica fundamental que comparten Romanticismo y Realismo. Por ello, continuaba, el arte nuevo, un arte deshumanizado, es rechazado por las multitudes. Sin embargo, en El hombre que se comió un autobús —libro que habría que inscribir en la literatura nueva— los elementos «humanos» regresan, pero parodiados. Con ello Ferreiro imprimía una corrección al futurismo —en esos años ya en claro descrédito en Europa— que le evita convertirse en un mero epígono que repite la fórmula. A su vez, el coqueteo

con el sentimentalismo, la anécdota y la personificación de la máquina aproximaban su poesía al gusto popular. No olvidemos que uno de los propósitos tácitos del futurismo había sido el acercamiento entre alta cultura y cultura de masas: el manifiesto de 1909 se publicó en el periódico de mayor tirada de París, y el mundo objetual mecánico que celebraba era el que compartían en su vida cotidiana las masas urbanas. Ahora el mundo humano estaba intervenido por la omnipresente técnica y los dispositivos mecánicos que, como el automóvil, contribuían a la subjetivación de los individuos. Con todo, Ferreiro contribuía a la disolución de las fronteras entre «alta» y «baja» literatura, o entre «poesía culta» y «poesía popular», en un ejercicio que se inscribía en la tendencia americana a discutir la norma lingüística que venía de España, usualmente acompañada de un estilo castizo y pomposo. La predilección de los escritores rioplatenses en esos años por la obra de Ramón Gómez de la Serna también debe entenderse en el marco de esta tendencia a la desautomatización de la lengua literaria «oficial». El futurismo de Alfredo Mario Ferreiro lo convierte en una figura heterodoxa en el ámbito de las letras en lengua española. Si bien las vanguardias tuvieron un tardío, difícil y poco acentuado impacto en las literaturas hispánicas, apenas puede hablarse de futurismo español. La difusión inmediata que del nuevo movimiento hizo Ramón Gómez de la Serna en 1909 en su revista Prometeo —tradujo «Fundación y Manifiesto del Futurismo» de Marinetti, aparecido poco antes en Le Figaro de París, redactó un comentario e incluso consiguió del propio Marinetti una «Proclama futurista a los españoles»— apenas tuvo repercusión. A Ferreiro el estímulo le llegó del mismo Río de la Plata. En junio de 1926 Filippo Tommaso Marinetti había estado en Montevideo, donde había pronunciado una conferencia sobre Jules Laforgue —célebre escritor francés nacido en aquella ciudad—, seguida por un recital de poemas propios. Entrevistado por el periódico El Día, el escritor italiano afirmó haberse reunido con un grupo de «intelectuales de vanguardia», entre los que habría que contar a Ferreiro1. La visita del líder del movimiento debió ser el estímulo definitivo, que se sumaba a la introducción del ultraísmo español en el Uruguay a principios de los veinte y al potente influjo de la «nueva sensibili1. La visita de Marinetti debió dejar huella, ya que el año siguiente aparecieron, además del libro de Ferreiro, otras propuestas vanguardistas como Palacio Salvo de Ortiz Saralegui y Paracaídas de Enrique Ricardo Garet.


Einstein on the Beach

Bernat Padró. Alfredo Mario Ferreiro. Un futurista en Montevideo

Cantemos a la mujer sensible como las antenas Cantemos a la mujer despierta lo mismo que un arranque eléctrico […]

dad» que promovía la revista Martín Fierro de Buenos Aires, en la que colaboraban escritores como Oliverio Girondo, Ricardo Güiraldes, Leopoldo Marechal o Jorge Luis Borges. En mayo de 1924, la revista porteña había lanzado un «Manifiesto de Martín Fierro», redactado por Girondo, que la situaba próxima al futurismo: «Martín Fierro se encuentra, por eso, más a gusto en un transatlántico moderno que en un palacio renacentista y sostiene que un buen HispanoSuiza es una obra de arte muchísimo más perfecta que una silla de manos de la época de Luis XV». Esta versión del eslogan futurista —Marinetti había afirmado en 1909 que un automóvil en movimiento es más bello que la Victoria de Samotracia— encuentra en Ferreiro su versión paródica en «Y este es el poema de la mujer bonita», un poema sin signos de puntuación, como quería Marinetti:

La voluntad de Ferreiro de sacudir la inercia tanto del lenguaje literario como del campo literario uruguayo continuó con una serie de artículos con vocación irreverente en La Cruz del Sur y lo llevó a fundar en diciembre de 1929, junto a Julio Sigüenza, un gallego radicado en Uruguay, la revista Cartel. La revista editaría su segundo poemario, Se ruega no dar la mano. Poemas profilácticos a base de imágenes esmeriladas (1930), con xilografías de Renée Magarinhos. Este libro, formalmente menos audaz que el anterior, planteaba sin embargo una interpelación inteligente al apacible campo literario uruguayo, cuya dinámica corporativista era vista por Ferreiro como anómala y poco deseable. Los escritores que habían alcanzado su madurez en los años veinte no habían tenido que hacerse un lugar entre los consagrados —Herrera y Reissig y Florencio Sánchez habían fallecido en 1910, Delmira Agustini en 1914 y José Enrique Rodó en 1917—, sino que irrumpieron sin polémicas en un ambiente literario en el que apenas había confrontación, dominado por un clima de cordialidad y eclecticismo, fomentado por una política de mecenazgo de un Estado intervencionista en materia cultural. Todo ello impedía la consolidación de una polarización del campo literario, así como su autonomía respecto a los poderes. La vanguardia protagonizada por Ferreiro quiso dar un golpe sobre ese tablero. Si su primer libro había apuntado una renovación del lenguaje poético, el segundo jugaba irónicamente con la vida literaria montevideana. Si el paratexto del primero seguía una analogía mecánica, Se ruega no dar la mano asumía el lenguaje administrativo de una campaña de salud pública, en clara alusión a la necesidad de saneamiento del campo literario. Un ejemplo de ello es el aviso en el libro de la caducidad de toda dedicatoria que pudiera estampar en él su autor. Otro ejemplo son las cláusulas que imprimía el segundo prólogo, «Pero, después de todo», parodiando el discurso burocrático:

Cantemos a la mujer que es a semejanza del automóvil nuevo

Resuélvese:

nerviosa y restallante

(…)

Cantemos a la mujer

2º Aceptar solamente —como avión en pleno vuelo o bar-

esbelta al igual de las chimeneas

co en alta mar—, saludos a distancia. (Se ruega no dar la

de las fábricas poderosas

mano).

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(…) 4º No creer en la crítica que del contenido de esta importante obra (…) hagan los amigos del autor; y menos aún, en la que puedan hacer sus enemigos.

El estilo del segundo poemario resulta más ecléctico que el del primero. La dedicatoria a la madre difunta se alarga en un grupo de tres poemas elegíacos, sin rastro del tono irónico o paródico que sí tienen los dos últimos poemas del libro, dos sonetos agrupados bajo el título genérico «Los sonetos son… etos». Los poemas más vanguardistas acusan menos ecos del futurismo, que queda substituido por el influjo contundente de la prosa de Ramón Gómez de la Serna. Muchos versos buscan el estilo gregueresco, como en el poema «Yo digo lo mío»: Yo digo lo mío y poco me importa que otros digan lo de ellos. Así piensa el cartel luminoso que asoma allá arriba en las cornisas.

O el poema «Aviador»: Tu cabeza, aviador, es el punto necesario para la i latina de tu avión

En algunos casos esta poética de la desautomatización de la mirada sobre las cosas —muy del gusto de Ramón— deja algún momento memorable, como el siguiente fragmento del poema «Asfalto mojado», que se aproxima al mejor Lorca, a quien Ferreiro conocería en la visita que el poeta granadino haría a Montevideo en 1934: Un espejo borroso tirado entre las casas. Puñaladas de luces. Largas huellas de autos. Dan ganas de salir con un secante y dejar para siempre imborrable la imagen invertida de las cosas que están en el baúl transparente del asfalto.

Leído al lado de los artículos publicados en Cartel y en La Cruz del Sur, es evidente que Se ruega no dar la mano participa de un proyecto de política cultural de agitación contra el

amiguismo en la vida literaria, empeñada en incitar la confrontación estética y en estimular una crítica imparcial, o al menos incisiva. Esta operación es clave en unos años en los que se estaban diseñando el canon y la historia nacional de la literatura uruguayos. Son los años que van del centenario de la insurrección emancipadora de los Treinta y Tres Orientales (1925) al centenario de la Jura de la Constitución (1930). La efímera explosión de la vanguardia enriquecía el debate sobre la literatura nacional. Los escritores uruguayos se encontraban ante la siguiente encrucijada: o bien optar por la coordenada temporal y decantarse por una literatura nueva de raigambre europea, o decidirse por la coordenada espacial, produciendo una literatura autóctona, aunque supusiera el recurso a poéticas más conservadoras. Tal y como había apuntado Gervasio Guillot Muñoz —el prologuista del primer libro de Ferreiro— en el editorial de octubre de 1926 de La Cruz del Sur, la orientación estética en el Río de la Plata se dividía en dos grupos: el que postulaba una literatura americana y el que postulaba una estética de avanzada. Según el crítico,


Einstein on the Beach

Los primeros quieren la diferenciación de América; los segundos buscan la diferenciación del siglo XX. Diferenciación de los continentes, diferenciación de las épocas, ahí

Bernat Padró. Alfredo Mario Ferreiro. Un futurista en Montevideo

Y en Se ruega no dar la mano los motivos regionalistas son tratados al estilo de la greguería ramoniana, como en el poema «Canto del ombú para los 4 horizontes»:

está el apartamiento de las dos tendencias. Es la reaparición de las potencias de la geografía y de la cronología y, en un

Guitarras, únicos frutos,

plano más libre, la obsesión latente de las formas inteligi-

al pie de los ombúes,

bles del espacio y el tiempo.

mostrando la pulpa de los cantos.

Apenas se produjo lo primero, pero la renovación de los moldes líricos fue aprovechada por la segunda vertiente, en un sincretismo en el que los motivos autóctonos fueron tratados en verso libre —principal aportación de las vanguardias a la renovación poética del Uruguay— o a través de imágenes de raíz ultraísta. Ante esa encrucijada, los dos poemarios de Ferreiro —que habría que ubicar en el sector vanguardista— hicieron un guiño al sector regionalista. En ambos se encuentran elementos criollistas, aunque realizados a través de imágenes insólitas. En El hombre que se comió un autobús encontramos poemas dedicados al campo —de ahí los potros a los que aludía Borges en su reseña— o al ombú, árbol oriundo del Río de la Plata, como en «Acuarela de primatarde en el campo»: Bajo la sombrilla del ombú duerme la siesta el rancho. (…) El zeppelin blanco de una nube abate un récord de lentitud.

Al revés de lo que sucede en las grandes ciudades, cuyo elemento urbano se expande y propaga su presencia sobre el campo, en Montevideo todavía hoy lo rural se infiltra en la trama urbana. En plena ciudad uno encuentra caballos, predios que jamás fueron urbanizados, asfalto levantado por las raíces de los árboles que la humedad agiganta. En los libros de Ferreiro sucede algo similar. Entre el tropel de imágenes urbanas se introduce el campo. Y en ese ejercicio renueva el viejo género del idilio pastoral. Porque Ferreiro trata los motivos tematizados por el nativismo criollo con procedimientos vanguardistas, como la asociación imprevista de imágenes, como en «El árbol taciturno» de El hombre que se comió un autobús: El árbol tenía un letrero que sólo los pájaros podían leer: «SE ALQUILAN RAMAS PARA NIDOS»

Los dos libros de Alfredo Mario Ferreiro se inscriben así en una coordenada interesantísima, a caballo entre dos tendencias, la regionalista y la vanguardista, con vocación de sacudir la inercia tanto del campo literario uruguayo como de la lengua poética al uso. Tal era la conciencia que tenía de su gesto que, una vez realizado, consideró que había que clausurarlo. En el primer prólogo de Se ruega no dar la mano afirmaba que ese sería —y lo fue— su último libro de poemas. Finalizada la empresa de su revista Cartel en 1931, Alfredo Mario Ferreiro dejó la poesía para dedicarse a una suerte de periodismo humorístico, tanto escrito como radiofónico, ejercido en ambos lados del Río de la Plata. Su memoria quedó empañada por el apoyo que brindó al golpe de estado que el 31 de marzo de 1933 dio el dictador Gabriel Terra, a quien lo unían lazos familiares. Ferreiro fue designado miembro de la Asamblea Nacional Deliberante. A pesar de ello, se fue distanciando del terrismo, especialmente tras saber que el dictador había apoyado al bando nacional sublevado en España, que para gran parte de la intelectualidad uruguaya eran sobre todo «los asesinos de Lorca». Clausurado el terrismo (1933-1938), tuvo un efímero retorno a la poesía en 1939 con la publicación de dos poemas de línea nerudiana. Sin duda la figura peculiarísima de Alfredo Mario Ferreiro (Montevideo 1899-1959) requiere de un reconocimiento que apenas algunos pocos aunque relevantes investigadores en su país le han otorgado. A pesar de protagonizar uno de los episodios de la exigua vanguardia en lengua española, la obra de Ferreiro quedó largamente en el olvido. Su libro de 1927 no fue reeditado hasta 1969, y su tercera y última edición es de 1999. Su segundo libro no tuvo una segunda edición hasta agosto de 2013. En España no hay signo alguno de que se leyeran sus poemarios. No hay mención en la prensa, ni en las revistas más atentas a la literatura americana, como La Gaceta Literaria de Giménez Caballero. Además, los años de publicación de sus dos poemarios (1927 y 1930) la poesía de avanzada en España iba por otros derroteros por todos conocidos, y las primeras vanguardias

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Einstein on the Beach

Bernat Padró. Alfredo Mario Ferreiro. Un futurista en Montevideo

habían caído en un acusado descrédito. Hoy en día, el número de ejemplares de los libros de Ferreiro en el conjunto de las bibliotecas públicas españolas apenas llega a la media docena. Los mayores responsables del olvido de Ferreiro fueron los intelectuales uruguayos nacidos en los años veinte, una extraordinaria acumulación de talento que revolucionó el medio cultural del país. El grupo de jóvenes escritores conocidos en Uruguay como la «generación del 45» lanzó y alimentó revistas de gran calidad, algunas de alcance continental como Marcha; dio un paso clave hacia la profesionalización de los escritores en su país; contribuyó a la redefinición del intelectual latinoamericano; y puso las letras uruguayas en el mapa internacional con nombres como Juan Carlos Onetti en la novela, Mario Benedetti e Idea Vilariño en la poesía, Ángel Rama y Emir Rodríguez Monegal en la crítica. Otra consecuencia de su acción intelectual fue el olvido del grueso de escritores que poblaron los años veinte y treinta. Ese olvido, del que apenas se salvaron Juana de Ibarbourou y poco más, fue deliberado: los jóvenes escritores no sólo eclipsaron con su propia luz a los que los precedieron, sino que aplicaron sobre ellos una severa e implacable impugnación crítica, una premeditada política de desprestigio para imponerse desbancando a sus mayores — se los ha llegado a acusar de parricidas— cuyo rotundo éxito tuvo como efecto el silenciamiento por varias décadas de un periodo de la historia literaria uruguaya. Entre los afectados se encuentran las leves experimentaciones de vanguardia de los años veinte, así como su principal protagonista: Alfredo Mario Ferreiro. Si bien Ferreiro tuvo una trayectoria posterior y llegó a publicar en revistas como Marcha, su memoria quedó atada a la del periodo de agitación de final de los años veinte.

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Bernat Padró Nieto es profesor de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada en la Universitat de Barcelona y del Máster

BIBLIOGRAFÍA: Anónimo (1926): «Marinetti. Esta mañana pasó por nuestro puerto. Conversación con el “leader” del futurismo», en El Día (edición de la tarde), Montevideo, VII, nº 2740, 7 de junio de 1926, p. 7. Borges, Jorge Luis (1997): Textos recobrados 1919-1929, Buenos Aires, Emecé. Ferreiro, Alfredo Mario (1927): El hombre que se comió un autobús (poemas con olor a nafta), prólogo de Gervasio Guillot Muñoz, postfacio de Jaime L. Morenza, partituras de Luis Mondino, grabados de Alba Padilla, Melchor Méndez Magarinhos y Gervasio Furest, Montevideo, La Cruz del Sur. Ferreiro, Alfredo Mario (1927): El hombre que se comió un autobús (poemas con olor a nafta), Montevideo, Arca, 1969. Ferreiro, Alfredo Mario (1927): El hombre que se comió un autobús (poemas con olor a nafta), reedición en base a un ejemplar corregido por Ferreiro; edición y prólogo de Pablo Rocca, Montevideo, Ediciones de la Banda Oriental, 1998. Ferreiro, Alfredo Mario (1930): Se ruega no dar la mano. Poemas profilácticos a base de imágenes esmeriladas, Montevideo, 3er cuaderno de Cartel. Xilografías de Renée Magarinhos. Ferreiro, Alfredo Mario (1930): Se ruega no dar la mano. Poemas profilácticos a base de imágenes esmeriladas, prólogo de Luis Bravo, Montevideo, Yaugurú, Irrupciones Grupo Editor, 2013. Guillot Muñoz, Gervasio (1926): «A modo de aclaración. Lo que es nuestra revista», La Cruz del Sur, nº 14, Montevideo, octubre de 1926, p. 2. Rocca, Pablo (ed.) (2009): Alfredo Mario Ferreiro: una vanguardia que no se rinde, textos de Gênese Andrade, Claudio Polini, Nicolás Gropp y Pablo Rocca, Montevideo, Universidad de la República.

Barcelona-Europa: Literatura e Historia Comparada de los Inte-

Rocca, Pablo (1996): «Las rupturas del discurso poético (de

lectuales (UB - Museu d’Història de Barcelona). Se doctoró por

la vanguardia y sus cuestionamientos, 1920-1940)» en Raviolo,

la Universidad de Zaragoza con una tesis sobre la revista Alfar.

Heber; Rocca, Pablo (eds.) (1996): Historia de la literatura uru-

Recientemente ha publicado, junto con Antoni Martí Monterde,

guaya contemporánea II. Una literatura en movimiento (poesía, teatro

el volumen colectivo Qui Acusa? Figures de l’intel·lectual eu-

y otros géneros), Montevideo, Banda Oriental, pp. 11-59.

ropeu (2015).


Fernando Clemot. Los fantasmas del Boulevard du Temple

El holandés errante

Los fantasmas del Boulevard du Temple Fernando Clemot

.La fotografía que tomó Louis Daguerre desde la ventana de su estudio en el otoño de 1837 contiene todo lo que un espectador de mediados del siglo XIX podía esperar: es monumental, pictórica, plenamente urbana (tomada en París) y presenta al mundo un avance revolucionario: el retrato no pictórico. Con el último dato ya bastaría para hacerla inmortal, pero como colofón contiene una fuerte impronta de misterio. Para un observador atento es una foto llena de fantasmas. El hecho novedoso que presenta la imagen es la aparición de la figura humana. Hasta entonces, las técnicas fotográficas desarrolladas desde pocos años antes no permitían representar la figura humana, ya que los tiempos de exposición eran larguísimos. Las primeras fotografías —muy primitivas— de las que se tiene constancia son las realizadas por Joseph Nicéphore Niépce entre los años 1825 y 1827, y en ellas se reproducen un bodegón y el tejado de una casa del vecindario de Le Gras, donde residía1. Siempre materias inertes. Los tiempos de exposición oscilaban entre las ocho y las quince horas, por lo que poder representar una figura humana era prácticamente impensable. Con el desarrollo de los trabajos de Niépce (con el que llegó a asociarse y con el que patentó el heliógrafo) y tras la muerte de este en 1833, Daguerre trabajó en un nuevo sistema de exposición y revelado al que se acabaría denominando daguerrotipo. El sistema permitía obtener imágenes con un tiempo de exposición que oscilaba entre los quince y cuarenta minutos únicamente y tuvo un éxito casi inmediato. Tras su presen-

tación en enero de 1839, tuvo un desarrollo febril (también supuso una pensión vitalicia para el inventor) y antes de diez años se podían encontrar aparatos fotográficos en todas las grandes capitales de Europa2 y América. Durante los siguientes años se hicieron decenas de miles de fotografías y el mundo entero quedó a disposición de los lectores de los diarios y publicaciones de la época. Cualquier persona de a pie podía tener una imagen real y concreta de lugares como las Pirámides de Egipto, el Gran Cañón, los templos del Lejano Oriente, la Alhambra o las ciudades perdidas en la selva del Yucatán. Pero la fotografía que tomó Daguerre desde la ventana de su estudio tiene como galardón el ser la primera en que se ven y se intuyen figuras humanas, y con ella nació una historia de misterios y de fantasmas. Todo desde allí, desde una ventana que daba al Boulevard du Temple. El escenario Desde su ventana, Daguerre no sólo retrató una calle, también fotografió su tiempo. El Boulevard du Temple era en 1837 una de las avenidas más bulliciosas del París de la Restauración, el de la explosión de la burguesía. La avenida partía —y lo sigue haciendo en la actualidad— de la plaza de la República y recorría unos quinientos metros en dirección a la plaza de la Bastilla 2. El primer daguerrotipo realizado en España data de noviembre del mismo año 1839, en Barcelona, a cargo de Ramón Alabern. El tiempo de exposición fue entonces de veintidós minutos y plasmó

1. Ver imágenes número dos y tres.

un paisaje urbano de la actual plaza Comercio.

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Foto 1. Boulevard du Temple. Louis Daguerre, c.1837.

siendo en aquellos años una de las avenidas más emblemáticas y activas de la capital. Eran los años del reinado de Luis Felipe I, de la expansión de la burguesía bajo el eslogan de «enriqueceos» que tanto caló en la sociedad de aquellos años. La ciudad estaba en continuo crecimiento y su población se acercaba ya al millón de habitantes. Nacía en Londres y en París la imagen de la gran ciudad moderna. Eran también los años del paso del Romanticismo al Realismo3, a una verdadera épica de la burguesía, que mostraban ya en sus obras autores como Balzac, Dickens o Victor Hugo. El fervor consumista que se vivía en sus calles, en los nuevos boulevards como lo era el del Temple, eran un fiel reflejo del esplendor burgués —con sus luces y sombras— que dibujan ya estos autores. Así, a primera hora de la mañana del día de otoño4 en que Daguerre sacó la foto, el bulevar debía ser un hervidero. En 3. La fotografía del Boulevard du Temple es estrictamente contemporánea a obras como Oliver Twist, Los papeles del club Pickwick o Los burgueses de Victor Hugo. 4. Hay expertos que datan la fotografía en la primavera de 1838, pero la fecha de otoño de 1837 parece la más probable.

esta avenida estaban algunos de los mejores cafés y restaurantes de París, como el Delfieux, el Turc, el Cadran Bleu, el Godet, el Lemblin o el Bosquet, pero también lugares emblemáticos de ocio de la capital, representados por multitud de teatros y espectáculos de todos los pelajes. Estaban sitos en esta avenida los teatros Des Folies, el teatro acrobático de Madame Saqui, el Théâtre des Variétés-Amusantes, el Petit Lazari, el Cirque-Olympique o el Théâtre de la Gaîté. Eran todos espectáculos consolidados y con un público fiel, pero posiblemente era en aquellos años el teatro del Diorama — creado por el propio Daguerre y sobre el que hablaremos— el espectáculo más innovador y con mayor repercusión de la ciudad. Todos estos espectáculos estaban cerrados por la mañana, pero sí tenían abiertas algunas terrazas, por lo que convertían esta avenida en uno de los puntos imprescindibles de cualquier paseo por París y una de las arterias de lo que pronto se llamaría la vida moderna. Unos años más tarde, con la apertura de las grandes avenidas hausmanianas, este foco de atracción de la avenida cambiaría, pero hasta la década de los sesenta el Boulevard du Temple siguió siendo una de las vías de obligada visita para cualquier visitante de París.


El holandés errante

Fernando Clemot. Los fantasmas del Boulevard du Temple

Foto 2. Mesa puesta. J.N. Niépce. c.1823. Foto 3. Vista de la ventana en Le Gras. J.N. Niépce, c.1827. Foto 4. El Teatro Diorama, antes de su incendio. Grabado de la época.

Por eso resulta absurdo que no haya más personas en esta foto. Por ello esta primera fotografía es una imagen diabólica, que permite casi infinitas miradas y anticipa las múltiples magias que iría desgranando aquel nuevo prodigio a lo largo de los siguientes años. Daguerre revolucionó su tiempo y también el nuestro. En pocos años la fotografía cambiaría el mundo y su forma de verlo. El Diorama de Daguerre No fue la patente del daguerrotipo el primer invento de Louis Daguerre, que en 1837 ya era ampliamente conocido por una de sus creaciones anteriores, precursora de las artes cinematográficas: el diorama. Era el diorama un espectáculo a medio camino entre el teatro y el cine, posiblemente el más claro eslabón perdido entre ambos. Consistía la técnica en un escenario tridimensional, con una búsqueda ingeniosa de la profundidad visual, que podía mostrar un paisaje, un escenario natural o una escena de la vida urbana o campesina. La escenografía se completaba con un escenario alto y amplio, que unido a un elaborado juego de luces y transparencias acababa de obrar el milagro que se presentaba al público que se sentaba

frente a él, como si de un teatro se tratara, mientras iban pasando los escenarios uno detrás de otro. El sueño de Daguerre acabó de completarse en 1822 cuando al fin pudo disponer de un local apto para estas escenificaciones: la sala o teatro Diorama, muy cercano al estudio del futuro fotógrafo, en la Rue de Bondy, y cuya presencia aparece reflejada también en la foto del Boulevard du Temple. El éxito del local fue fulgurante e inmediato y lo celebraron algunos escritores como Balzac, que visitó el espectáculo acompañado del propio Daguerre en el mismo año de su estreno y lo calificó como «uno de los espectáculos del siglo5», y el propio rey de Francia lo presenció en más de una ocasión. Pocos años después se abrió otro diorama en Londres que funcionaría hasta 1851. Los escenarios que se exponían en el Diorama de París tenían una gran variedad e iban alternando su orden de exposición para que el público acudiese más de una vez al espectáculo. Algunos de los más destacados fueron la Panorámica de París desde Montmartre, la Vista del Montblanc desde el valle de Chamouny, la Tumba de Napoleón en Santa Helena, el Incendio de la ciudad de Edimburgo, la Inauguración del templo de Salomón o un Sermón en la capilla de la iglesia de Santa Maria Nuova en Monreale, Sicilia. El espectáculo fue a la baja unos años después, hasta que sufrió un aparatoso incendio a finales del año 1836 cuyos daños aparecerán señalados en uno de los rincones de la foto del Boulevard du Temple, en la parte central derecha de la fotografía, como si la imagen quisiera reflejar también una parte importante de la vida de su creador, sus propias heridas. Una foto llena de fantasmas Son centenares los artículos y estudios dedicados a la foto de Daguerre, pero quizá los que resultan más llamativos son los 5. De El libro de los pasajes de Walter Benjamin. Rolf Tiedemann: Madrid, 2005.

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Fernando Clemot. Los fantasmas del Boulevard du Temple

que hizo Peter von Waldhausen con la ayuda de los técnicos del Observatorio de Berlín hace una decena de años. Según este estudio, la hora exacta de la fotografía sería la de las ocho de la mañana y la altura del inmueble desde donde se realizó, de unos quince metros, que corresponde con la parte alta de la vivienda de Daguerre, su estudio, en la Rue des Marais número cinco. El limpiabotas y su cliente estarían situados exactamente en la confluencia de la Rue du Temple y el Boulevard du Temple y el tiempo de exposición para obtener la imagen de los modelos —no del todo nítida, posiblemente el limpiabotas se levantó— no debió ser inferior a los quince minutos. Otros infinitos detalles salpican la foto, como el ya señalado incendio cuyos rastros aparecen en el tejado de lo que había sido la sala Diorama (a la derecha de la imagen en la zona central), varios árboles sin hojas en la avenida que indican que la imagen se tomó en otoño y un carrito de paseo de dos ruedas que aparece en la zona central inferior, y que debió estar estacionado el tiempo suficiente para que se fijara en el daguerrotipo. También resulta interesante ver lo que se adivina a través de las ventanas, especialmente las que están en el edificio en primer plano, algunas con persianas y otras con las cortinas a medio echar y entre las que se vislumbran algunas sombras y luces de difícil identificación pero sin duda sugerentes. Porque la magia de la foto está en lo que apenas se ve, en lo que sólo se intuye. A las ocho de la mañana, las aceras y la calzada del boulevard debían estar repletas de transeúntes y de carros y calesas, aunque pocos estuvieron el tiempo suficiente para aparecer en la placa del daguerrotipo. La avenida parece vacía, pero estaba llena de gente y de vehículos. Quedan, a lo sumo, rastros o huellas de algunos viandantes que debieron parar a observar algo, o tal vez se detuvieron a charlar o esperaban, pero que no habían estado más de diez minutos o un cuarto de hora inmóviles. Bastaba que el transeúnte se moviera unos pasos para que el daguerrotipo no lo reflejara. En este sentido resulta especialmente rico el lado izquierdo de la acera, donde aparecen algunos rastros, auténticos fantasmas que apenas intuyó el revelado. En el lado inferior de la acera izquierda encontramos varias huellas significativas. Empezando por la parte inferior, a la altura del quinto árbol de la avenida, una observación detallada permite distinguir una sombra que probablemente sea el rastro de una persona que se detuvo, como también las encontramos avanzando en la parte superior de la foto, entre el duodécimo y decimocuarto árbol, donde se aprecian las huellas de un posible viandante pegado a uno de los portales y una huella de menor tamaño, con toda probabilidad reflejo de un niño o una persona de poca estatura que se detuvo ahí

El holandés errante

Foto 5. Boulevard du Temple. Detalle de la fotografía, c.1837.

unos minutos. En cuanto a los carruajes que debían circular, sólo hay una única sombra en el lado derecho de la calzada, a poca distancia del limpiabotas y su cliente, que adivina la presencia de algún carruaje o carro que se detuvo en su marcha. Esta fotografía de Daguerre resulta tan fascinante por su valor como documento histórico y acontecimiento social (el primer retrato fotográfico de la historia) como por lo que sólo se intuye y permite elaborar infinidad de suposiciones e historias. Con el tiempo llegarían infinidad de fotografías y retratos de estudio. Conocemos gracias a ellos los rostros de literatos como Edgar Allan Poe, Balzac, Baudelaire, Dumas, Emily Dickinson, Victor Hugo o Dickens. De la generación inmediatamente anterior, la de los Pushkin, Byron, Goethe, Hoffmann, Jane Austen o Schiller, por un margen de muy pocos años no tenemos un testimonio gráfico. Pero Daguerre y la imagen que captó desde su vivienda tuvieron la suerte de ir más allá, de sugerir —gracias a sus limitaciones técnicas— mucho más que aquellos retratos de estudio de artistas, héroes y políticos. Una de las primeras fotografías de la historia no podía ser más evocadora, inaugurando este largo periodo de colaboración y mutuo enriquecimiento entre dos artes mayores como son la fotografía y la literatura.

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El ambigú

Pandemonio de Francis Picabia: reseña de Reinhard Huamán Mori

Una novela irritante Reinhard Huamán Mori Pandemonio Francis Picabia Malpaso Ediciones, Barcelona, 2015 144 págs.

nAl igual que los mares, los templos y los bolsillos, la literatura está plagada de tesoros secretos a la espera de ser encontrados. En esta ocasión podemos decir que el descubrimiento es por partida doble: una novela inédita de Francis Picabia, aparecida póstumamente en 1974, llega a nosotros en una vistosa presentación —mérito de Malpaso Editorial— después de más de cincuenta años (noventa y uno en total, si nos atenemos a la fecha de su composición). Titulada originalmente Caravansérail (hoy Pandemonio) este fue uno de los proyectos que más frustraciones y dolores de cabeza trajo a su autor, quien la condenó al olvido tras infructuosas correcciones y desplantes editoriales. La historia de esta corta novela coincide con los efervescentes años del vanguardismo europeo y con el espíritu de renovación y de inconformidad que hoy hemos perdido. Gracias a ella, Picabia abre una ventana que nos permite conocer aquellos rincones, personajes y circunstancias que conformaban la bohemia parisina de inicios del siglo XX. Su fuerza no descansa en el argumento, que es bastante sencillo: un escritor se ve acosado por un escritorzuelo arribista y principiante, Claude Lareincay, quien finalmente desposará a la mujer del primero tras una vertiginosa y cómica persecución. En el plano formal esta novela es más bien clásica: temporalidad lineal, narrador en primera persona y un protagonista que encarna al antihéroe prototípico y muy definido. Empero, Pandemonio es para nosotros una joya no por estas razones, sino por otras de mayor relevancia. En primer lugar, puede leerse también como una vívida y colorida crónica de aquella época en que los «ismos» cantaban misa en todos los bares, salas y teatros de París, en los cuales Francis Picabia ejercía de sumo sacerdote. El lector es testigo de acaloradas rencillas y rivalidades y de la indiscreta competitividad entre cubistas, dadaístas o surrealistas

por el predominio ideológico y artístico. Desde su púlpito, Picabia nos comparte su contradictoria forma de ver la vida y de entender el arte: «La locura de los hombres consiste en intentar amoldarse a un joyero y creer que este tiene forma de corazón». Siempre en el límite y a toda velocidad hasta agotarse en su propia combustión. Asimismo, los personajes son otro de sus fuertes y una de sus armas de ataque más letal. A medio camino entre realidad y ficción Picabia nos ofrece una caravana de personalidades excéntricas y desquiciadas, algunas con referentes claros como Picasso o Duchamp, en tanto que otros aparecen velados, como Paul Éluard, André Breton o Jean Cocteau. Lo mejor de todo es que la novela está escrita en clave y se vale de ello para caricaturizar y ridiculizar principalmente al gremio surrealista. La precocidad e insistencia de Claude Lareincay, por ejemplo, irritó sobremanera a Breton (diecisiete años menor que Picabia), quien habrá tenido más de un motivo para sentirse aludido. Este no es el único recurso para ejercitar la sátira, pues las situaciones y escenarios son igual de absurdos e irónicos. En más de un diálogo hallaremos comentarios desfavorables contra Arthur Rimbaud o contra el psicoanálisis de Freud, dos de los pilares del credo surrealista: «La anécdota sobre el artista tiene un sabor que contribuye a discutir y apreciar todo lo que este produce. Es como si para conocer las cualidades de un caballo de carreras debiéramos averiguar si quería o no a su madre». Ni el cubismo ni tampoco el espiritismo escapan de sus afilados dardos. Incluso el lenguaje utilizado para estos fines es de una verdadera maestría, ya que nos revela el viperino ingenio que le granjeó la antipatía y el repudio de sus célebres contemporáneos. Habría que señalar que la presente edición de Luc-Henri Mercié respeta el manuscrito original, pues no toma en cuenta las posteriores correcciones de Picabia y consta de un oportuno apartado de notas. Pese a haber sobrevivido incompleta (las páginas 14, 15, 26 y 27 siguen extraviadas), esta es su obra de mayor extensión y atesora el espíritu indomable y provocador de aquella rara avis que anidó en la rama más alta del iridiscente árbol que fue la vanguardia occidental.

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Te regalaré el mundo de Marta Fernández: reseña de Viviana Paletta

Hijos autómatas Viviana Paletta Te regalaré el mundo

Cada vez que se pregunta concretamente a Maelzel:

Marta Fernández Espasa, Madrid, 2014 400 págs.

«¿Es el autómata una pura máquina, o no?», responde invariablemente: «No tengo nada que decir». Edgar Allan Poe

nAsí

como la literatura latinoamericana se erige como heredera natural de los autores góticos europeos del xviii y xix en cuanto al tratamiento del motivo del autómata (y ahí tenemos de muestra novelas y cuentos cumbre de Felisberto Hernández, Susana Constante, Rosario Ferré, Salvador Garmendia y Carlos Fuentes, entre otros), la literatura contemporánea española adolece de grandes ficciones sobre el particular. De este modo, la novela de la debutante Marta Fernández viene a llenar en parte ese hueco en el imaginario fantástico local con esta delicada perla cultivada. Su novela está protagonizada por el periodista Leo Brock, quien narra las circunstancias y las miserias de una redacción de periódico, El Globo, en el que trabaja. Brock es discípulo de un destacado periodista del suplemento literario, Arnau, que actúa como sucedáneo irónico e irreverente de su padre (el cual lo abandonó en su infancia, al retornar a su Estados Unidos natal, para abocarse en cuerpo y alma a la investigación y comunicarse con su hijo tan sólo a través de cartas). Como contrapunto, Leo escribe en su tiempo libre una historia ambientada en la corte de Fernando VII; en ella, acompañando a Bárbara de Braganza, recala el relojero Héctor de Rossum, que proviene de Portugal, donde ha ayudado a mantener en pie la barroca biblioteca de Mafra y ha conseguido, mediante la creación de artilugios, que el infante José llegara a tocar el clavicordio. Instalado en el Buen Retiro, transcurre su vida sosegada sorteando el espionaje palaciego entre inventos, música y una dedicación sin fisuras a su hija. Ambas peripecias se van alternando en sucesivos capítulos. Vemos como crece la afiebrada escritura de Leo, que con Rossum pone en pie una figura trasunto de Descartes que, por los avatares de la desgracia, necesita crear una muñeca autómata para sí. Las dos tramas responden a la intención de comprender un destino díscolo, oscuro e inefable. Mien-

tras avanza en la escritura de su novela, Brock da con un manuscrito del siglo xviii en Londres, ante cuyo contenido se desbarata todo el edificio de su razón y de los engranajes de su imaginación, por lo que decide ir por fin al encuentro de su progenitor, bajar al fondo cenagoso de la verdad y dar respuesta a los interrogantes de su biografía. De esta forma, se dan la mano dos historias a través de trescientos años, en las que la búsqueda de la identidad se mantiene como el motor vital, el talento se pone al servicio de la permanencia. La novela de Fernández establece una continuidad entre el padre de Leo en Berkeley y el protagonista de su novela, Rossum. Ambos son creadores que se sacrifican por la búsqueda del saber y el dominio de los mecanismos y recursos científicos propios de cada tiempo, frutos oscuros del racionalismo a ultranza, sea en un gabinete de las maravillas del xviii o en un austero laboratorio. En uno de ellos se reencontrará Leo con su padre, donde trabaja para alcanzar la inteligencia suprema a través de la vida artificial, una «fábrica de neuronas». Leo, en un museo de autómatas abrigado en lo más recóndito del recinto universitario, hallará una muñeca mecánica que desbaratará todas sus certezas. Así confluyen las dos historias, dos historias en busca del sentido de la pérdida, sea de un padre o de un hijo, la imaginación que se sustenta contra la ausencia, la ambición fáustica de dominar la inteligencia verbalizada en su creación máxima, que llevan su propio infierno celeste en sí, su rigor y su sinsentido. Una novela arriesgada, hecha de espejos y reminiscencias literarias y musicales, admirable en su depurada escritura tanto en las páginas que corresponden al universo periodístico actual como en la reconstrucción de la alambicada vida de corte, sus artificios que esconden pasiones intemporales.

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El ambigú

La pecera de Juan Gracia Armendáriz: reseña de Gemma Pellicer

La sombra de Miguel Gemma Pellicer La pecera Juan Gracia Armendáriz Demipage, Madrid, 2015 400 págs.

nEsta novela empieza con las expectativas de un western y concluye con la intriga y el misterio propios del género policíaco, aunque se nutre en mayor medida de la novela autobiográfica que Jack London escribiera sobre los efectos del alcohol titulada John Barleycorn, en alusión al cereal empleado en la fabricación de bebidas como la cerveza o el whisky. Pero en calidad de escritor consciente que observa la realidad, se alimenta sobre todo de la concepción de esa «lógica blanca» propiciada por la lucidez que le concede a su protagonista la ingestión de cierta dosis de alcohol. El título de la novela que nos ocupa remitiría a esa clase de distorsión amplificada, como si se tratara de una lupa de aumento, que su consumo asiduo favorece en su personaje, además de referirse al encierro en la jaula en que se halla el narrador protagonista. Tras la publicación de su Trilogía de la enfermedad, formada por una novela (La línea Plimsoll) y dos diarios (Diario del hombre pálido y Piel roja), el autor regresa a la ficción para mostrarnos a un hombre desamparado, mientras intercala el relato de su caída en desgracia con el testimonio de otros personajes semejantes, destacándolos en capítulos aparte escritos en cursiva, como si fueran cuentos breves (así ocurre en los episodios 3, 7, 10 y 14, de un total de treinta), a sabiendas de que su lectura multiplicará el desvalimiento en que se encuentra el narrador principal. Miguel Quer, el protagonista, es un profesor de literatura adicto al alcohol y desengañado de las bondades de la materia que enseña. Un día conoce a Ana Ferrer, una diseñadora de éxito de la que se enamora enseguida. A ella también le gusta beber, pero a diferencia de Miguel consigue desengancharse de su adicción poco después de haberse mudado juntos a la sierra de Madrid, lo que produce, al cabo, la ruptura de la pareja. La trama empieza en este punto: con Miguel vencido tras la marcha de Ana y la huida hacia delante que inicia el narrador, entregado a la bebida para mitigar el sufrimiento. Así, mediante continuos saltos hacia atrás

a fin de recomponer el puzle de su desgracia, va ahogándose progresivamente en la pecera en que transcurre su existencia. Al margen de hallarnos ante un argumento más o menos conocido, lo que sostiene la escritura de Gracia Armendáriz es el relato en primera persona sobre el paulatino alejamiento del protagonista de la vida y del amor, de la realidad objetiva, para adentrarse poco a poco en esa otra realidad distorsionada por el alcohol, hasta adquirir todas las trazas de la pesadilla, echando mano de potentes dosis de humor ácido cuando la situación lo requiere. Desde el inicio, asistimos a los sucesivos desdoblamientos de Miguel en Johnny Walker —tal como ocurre en la novela de London—, quien pasa a dialogar primero con el profesor y, luego, a suplantarlo debido a esa distancia distorsionada que le brinda el alcohol, como si se tratara de su sombra, de su lado oscuro. En los momentos más delirantes, llega a valerse de tres personajes: de Johnny, de su sombra y del pez mismo que representa su borrachera, metáfora amable de toda esa ristra de alimañas que lo asedian, en un relato que se descompone en varios prismas para mejor proyectar una percepción surrealista de la realidad circundante. Si bien la prosa y el estilo de Gracia Armendáriz se muestran muy cuidados en los diversos registros que utiliza, creo que uno de sus mayores aciertos estriba en el hecho de que todo cuanto nos es referido por este lúcido narrador borracho posee una ambigüedad indescifrable, de modo que casi siempre le corresponde al lector interpretar o cuestionar las versiones sesgadas que nos llegan de una historia o peripecia cualquiera para recomponer su verdad. Y sin embargo, ya se trate de las discusiones que entabla al principio con Ana, ya del recuerdo borroso de ciertas escenas que han tenido lugar en la universidad donde trabaja, a menudo nos sentimos solidarios, en la visión y el punto de vista, con este narrador cuestionado. Así, por ejemplo, cuando se ríe de la fe súbita que Ana ha abrazado para redimirse de su pecado alcohólico entregándose, en cuerpo y alma, a esa nueva secta que representan para el narrador, movido por la rabia y el abandono, las sesiones de Alcohólicos Anónimos, a las que asiste con devoción su expareja; o cuando el lector empieza a temer que el propio Miguel esté a punto de convertirse en el exmarido violento de Ana, si es que no lo ha sido ya… El insólito desenlace con el que se resuelve el embrollo de su existencia terminará por concienciar a este personaje alcohólico y afortunado, dispuesto, ahora sí, a renunciar de una vez por todas a Johnny.

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Vida de familia de Akhil Sharma: reseña de Ana Prieto Nadal

CRUDEZA, EMOCIÓN, VERDAD Ana Prieto Nadal nAkhil Sharma (Delhi, 1971) invirtió doce años en terminar Vida de familia, un destilado, con variaciones, de su propia peripecia biográfica. Esta novela de formación cuenta, desde la mirada de un niño de ocho años que narra en primera persona, el periplo vital de una familia que emigra a los Estados Unidos a finales de los años setenta. Tras una breve presentación que nos sitúa en el momento actual —«Mi padre es tristón por naturaleza […]. Hace poco me dijo que yo era egoísta, que siempre lo había sido, que cuando era un bebé me echaba a llorar en cuanto él encendía el televisor. Tengo cuarenta años y él tiene setenta y dos. Cuando me lo dijo empecé a hacerle cosquillas» (pág. 9)—, Ajay Mishra, alter ego del autor, se lanza a un relato retrospectivo que empieza en la India, con las ceremonias de despedida de abuelos y vecinos, y los protocolos de cesión de las pertenencias familiares, juguetes incluidos. La mayor parte de la narración la ocupa el relato de iniciación en la sociedad americana, un paraíso de consumo mediatizado por la experiencia de la inmigración, la precariedad y el choque cultural. Ajay explica cómo, la primera vez que pisó una moqueta, tuvo la sensación de estar entrando en un cuadro; cómo fue descubriendo con sorpresa el papel higiénico, el agua caliente, los ascensores, los semáforos. Pronto empezó a persuadirse de que, por más riqueza que pudiera ofrecer América, por maravilloso que fuera ver los dibujos animados en la televisión, sólo la vida en la India era auténtica. Incluso el templo al que iban los viernes le parecía falso, porque el aroma del incienso coexistía, no con el olor a flores, leche y sudor, sino con un tenue olor a moho. El momento de inflexión trágico sobreviene cuando su hermano mayor, Birju, estudiante aventajado y por ello modelo de integración y auténtico motivo de orgullo para sus padres, sufre un accidente que le ocasiona graves lesiones cerebrales y lo deja postrado en una cama, imposibilitado de andar y hablar. Ajay, que había sentido envidia del primogénito, cuatro años mayor que él, se asombra del amor que siente aflorar de golpe por su hermano. De hecho, no empieza a creer en Dios —que se parece a Clark Kent más que a Krishna— hasta que tiene la necesidad de rezar por Birju.

Vida de familia Akhil Sharma Anagrama, Barcelona, 2015 (Traductor: Jaime Zulaika) 192 págs.

Genuino y estremecedor es el relato de los conflictos en la escuela, las tentativas de echarse novia y sobre todo las lacerantes y angustiosas tareas que asume como cuidador de su hermano y, a partir de un momento dado, también como celador de su padre, al que acompaña a las reuniones de Alcohólicos Anónimos. Encadena una serie de reflexiones agudas y ocurrentes sobre sus progenitores —«Yo solía pensar que a mi padre nos lo había asignado el gobierno. Lo pensaba porque no parecía que él tuviese alguna utilidad» (pág. 27)—, la religión y la comunidad india, entregada a continuos rituales y supersticiones. Especialmente incisivas y lúcidas son sus consideraciones acerca del comportamiento de los americanos blancos, que tienen miedo de exigirles cosas a sus propios hijos, llaman enfermedad a la bebida —eludiendo así la propia responsabilidad— y tienen la impúdica costumbre de hablar de sus problemas en público. Hacia el final, la literatura se perfila como un poderoso señuelo de supervivencia. Ajay descubre el poder conjurador de las palabras —«Era raro que una cosa cobrase existencia con sólo escribirla. El hecho de que existiera la frase hizo que la tos de Birju pareciera un poco menos horrible» (pág. 143)— y el potencial de su propia experiencia y del mundo circundante como material literario. El último capítulo deja atrás al niño atenazado por la culpa y la tristeza para mostrarnos un Ajay más maduro, que ha tomado distancia de la familia, primero como estudiante en Princeton y después ya inmerso en el mundo laboral y con una promesa de vida conyugal en el horizonte. Con un estilo ágil y eficaz, Akhil Sharma logra transmitir el desajuste identitario de un niño atrapado entre dos culturas que, en su acelerado y doloroso hacerse mayor, escruta y diagnostica con lúcida y feroz honestidad. Por medio de un autoanálisis implacable y una observación rigurosa, transcrita con crudeza y ternura al mismo tiempo, el autor brinda una verdad literaria que corre pareja con la hondura vital.

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Campo de retamas. Pecios reunidos de Rafael Sánchez Ferlosio: reseña de José Antonio Vila

Los restos del naufragio Campo de retamas. Pecios reunidos Rafael Sánchez Ferlosio Random House, Barcelona, 2015 224 págs.

nFerlosio es un mito vivo de la literatura española contemporánea. Sus dos primeras novelas, Alfanhuí y El Jarama, aparecidas en la década del cincuenta, hicieron de él uno de los autores señeros de la generación del medio siglo. Como es sabido, después de la enorme repercusión de la segunda de ellas en 1955, Ferlosio dejó de publicar narrativa, pero no de escribirla. Su siguiente obra de ficción no aparecería hasta 1986: El testimonio de Yarfoz, híbrido de narración histórica y fábula; desde entonces, algún cuento o relato breve, pero ninguna obra extensa, a la espera de que decida publicar la todavía inédita Historia de las guerras barcialeas, empezada en 1969, y de la que Yarfoz es, al parecer, un fragmento. Pero Ferlosio siempre se ha mantenido fiel a su propio refrán: «Más vale maestrillo de menos que librillo de más». Describir la escritura de Ferlosio a alguien que no lo haya leído es como intentar describir los colores del arcoíris a un ciego: pocos escritores en la historia universal de la literatura han dominado un idioma como él domina el castellano. Su prosa de ideas está dirigida por lo que Gonzalo Hidalgo Bayal ha definido certeramente como una «razón narrativa»; textos donde los razonamientos ocupan el lugar de los personajes y la acción, pero guiados por el mismo vigor narrativo que impulsa las mejores novelas; sus digresiones y apartes son modelos de precisión descriptiva que los narradores y novelistas envidian. Género mixto, a caballo entre el pensamiento y la estética, el ensayo ha alcanzado sus cotas más altas de excelencia cuando se ha combinado la brillantez de las ideas con la calidad de la expresión literaria; ése ha sido, a qué dudarlo, el caso del ensayismo de Rafael Sánchez Ferlosio. El primero de sus ensayos de envergadura fue Las semanas del jardín, que en 1974 rompía un silencio de casi veinte años sin publicar. En él aparecía en todo su esplendor la famosa hipotaxis ferlosiana, la frase sinuosa y de largo

José Antonio Vila

aliento, deudora de la prosa barroca y la crónica de Indias, a veces farragosa y de difícil lectura, deslumbrante en los mejores momentos, pero que siempre da recompensa. Esas frases son «galeones», como el mismo Ferlosio las ha descrito. Pero los galeones en ocasiones se rompen en alta mar y se quedan en «pecios», restos del naufragio intelectual: anotaciones, intuiciones, comentarios, recuerdos o poemas que no llegaron a cuajar en artículos o ensayos. «Retamas», como las llama ahora, esos arbustos floreados que crecen en las zonas de tala. Así, Campo de retamas compila los pecios recogidos en Vendrán más años malos y nos harán más ciegos y La hija de la guerra y la madre de la patria, además de incorporar un buen número de inéditos o sólo aparecidos en prensa. Estos «comprimidos» de Ferlosio, como los designó humorísticamente Fernando Savater, condensan la agudeza mental del autor y su habilidad para sacar a la luz la ideología imperante que subyace al lenguaje y se esconde detrás de los tópicos verbales: en las declaraciones de un político, en una noticia de diario o una página de suplemento cultural. «Toda estética es una antigua ética». Lo que hace Ferlosio en realidad es una finísima labor de comentario de texto. Ferlosio es un predicador y un moralista, pero uno que nos abre los ojos; un pensador paradoxal en el sentido más puro, refractario a la doxa, la opinión común, la idea acríticamente aceptada tanto por la gente sencilla como por los intelectuales. Sus bestias negras son el nacionalismo y el militarismo: «La verdad de la patria la cantan sus himnos: todos son canciones de guerra»; y una querencia, la nostalgia por la inocencia perdida: «Los días felices los pone el recuerdo. Por eso son tan tristes». En el fondo de su pensamiento hay una lucha a brazo partido con lo que Adorno y Horkheimer llamaron «razón instrumental», la que prioriza la utilidad y la consecución de objetivos a todo trance. Frente a ella se yergue, desafiante, el «Niño no» que siempre quiso ser Ferlosio. Bendito ratón, babuino valiente que nos salva de nuestras certidumbres.

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La ciudad de las desapariciones de Iain Sinclair: reseña de Ricardo Martínez Llorca

No es culpa de las gafas sucias Ricardo Martínez Llorca

La ciudad de las desapariciones Iain Sinclair Traducción de Javier Calvo Alpha Decay, Barcelona, 2015 284 págs.

nEn castellano,

nada viene del latín nulla res nata, es decir, «ninguna cosa nacida». Iain Sinclair (Londres, 1943) posee un proyecto literario en el que detalla todas las cosas de apariencia nacida pero que no son nada. Lo cual significa que a lo que más se pueden parecer es a la basura. Y no es por culpa de que sus gafas estén sucias o, como aparenta en momentos, porque tenga pus en los ojos. La falta está en la furia de poderes económicos que destrozan un lugar habitable, un lugar donde la gente podría conocerse, que es lo que lo dota de humanidad, en un caos faraónico exterior e interior. Un caos programado, valga el oxímoron, para borrar la memoria, no sólo la histórica, y proyectar fortalezas faraónicas. Esta recopilación de textos se une en un nexo de denuncia, a partir de los recorridos del autor como paseante por Londres. Ese nexo es el que le otorga un cierto aire de novela de situación al tiempo que de novela itinerante. La labor de editor de Javier Calvo es encomiable, pero mucho más lo es su traducción. Sinclair es uno de esos escritores que no se permiten un descanso, un desfallecimiento en su prosa; cada frase debe superar en potencia a la anterior. De esta manera su lenguaje está en función del más difícil todavía: Sinclair es existencialista, pero también participa del realismo sucio, mostrándose no como un poeta o un narrador, sino como un intelectual empeñado en desentrañar la paradoja del azúcar que pudre los colmillos y las dentaduras blancas y perfectas. La ciudad es sus detalles, en los que se detiene y que le llevan a asociaciones de una erudición extraída desde el principio de los tiempos. Se comporta como un psicogeógrafo que identifica el mal ancestral que unifica el mundo. Cada referencia simbólica es más terrible que la anterior. Sus obsesiones por los perros como entes maléficos o por la inutilidad esculpida en el planeta de las grandes obras

trasladan a los habitantes —que ya no son personas— de Londres cualquier tipo de monomanía neurótica. Especialmente a quienes gestionan la ciudad, psicópatas que no vigilan las consecuencias. Viajar con él por Londres es viajar con la claustrofobia más luciferina a cuestas: es imposible despegarse de lo posmoderno vacuo, de la rareza presuntuosa, de los sucesos atroces, de la decrepitud donde no ha crecido nada que mereciera la pena y ya ha caído en la más absoluta decadencia, en el deterioro: «Me muero de ganas de que la maleza lo invada todo», llega a confesar, deseando el postapocalipsis. Esta revisión patética de las calles, violenta, dándose de bruces con lo antipoético bien pudiera ser no sólo una denuncia, sino también un miedo. Como si Sinclair no escribiera partiendo de sus deseos, sino de su pánico. Su memoria vaga libremente sorprendiéndose a sí misma con las asociaciones transformadas en un lenguaje forzado y potente, estrangulado, pero de una calidad que casi ningún autor contemporáneo iguala. Fiado a esa forma de mirar, Sinclair se transforma en un visionario al margen del mundo literario, uno de esos que ayudan a ser infeliz, pues llegando a este punto de no retorno considera que debemos adaptarnos a esa injerencia de la infelicidad, dueña ya de una ciudad psicótica y ridícula por voluntad propia. Nos vemos abocados a interactuar con las mentiras, con el odio, con el desdén, pero también con el afán de ser mejores, para lo cual, sugiere, es lícita la mentira. En este paseo de un hombre confuso entre la confusión, la clave para descifrar el mensaje es la mierda mercantil incrustada en la antropología urbana. Pero William Blake o Thomas de Quincey nos ayudan, con su mordacidad, a hacer de este paso por Londres una experiencia literaria, una literatura de altísimo nivel que convive con la Mitología del Mal.

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Fernando Pessoa: Política y profecía. Escritos políticos 1910-1935 de Nicolás Gonzalez Varela (ed.): reseña de Bernat Padró

El pathos político de Pessoa Fernando Pessoa: Política y profecía. Escritos políticos 1910-1935

Bernat Padró

para condicionar los poderes fácticos. Pessoa, sin embargo, opta por un perfil bajo. Pero en ningún momento para de escribir, y Nicolás González Varela (ed.) Montesinos, Vilassar de Mar, 2013 no sólo poemas, tratados de estética o las extraordinarias prosas recogidas póstumamente en el Livro do desassossego. También es368 págs. cribe textos políticos, de los que la editorial Montesinos ha tenido el gran acierto de publicar una selección en Política y profecía. EsnEn abril de 1912, Fernando Pessoa debutaba en el mundo litera- critos políticos 1910-1935, con prólogo de Nicolás González Varela. rio con un artículo en la revista A Águia titulado «A nova poesia Estos textos permiten reconstruir los sucesos y debates ante los portuguesa sociológicamente considerada», anterior a la crea- que Pessoa fue construyendo su pensamiento y aportan nueva luz ción de los heterónimos. En él afirmaba la existencia de una sobre la dimensión política de su labor poética. Los textos de Pocorriente literaria portuguesa «absolutamente nacional», de las lítica y profecía no dejan ninguna duda: estamos ante un pensador que a su juicio preceden a las grandes épocas creativas de las que se inscribe en la llamada revolución conservadora, la respuescivilizaciones. Según su peregrino análisis sociológico, tal fenó- ta que dieron algunos intelectuales de toda Europa ante lo que meno venía a confirmar las intuiciones proféticas de Teixeira de consideraron el decadente liberalismo democrático burgués. Pascoaes: la llegada de un futuro glorioso para la Patria Portu- Celosa de la conservación de la inteligencia y de las tradiciones guesa (así, en mayúscula) y con ella la inminente aparición de nacionales, la revolución conservadora se inclinó por principios un Gran Poeta (también en mayúscula), de importancia análoga nacionalistas, autoritarios, antidemocráticos y monárquicos. El a Victor Hugo en Francia y Shakespeare en Inglaterra, que des- interesantísimo prólogo de González Varela traza la genealogía plazaría a un segundo lugar la figura de Camões en el parnaso de esa línea de pensamiento y sus vínculos con los textos pessoalusitano. La historiografía literaria al uso considera que ese gran nos, desde el nietzscheanismo de molde francés hasta la doctrina poeta portugués no es otro que el mismo Pessoa, y ve en el ar- de la Action Française, pasando por el darwinismo social de estirtículo de 1912 una autoprofecía cumplida. Sin duda Pessoa se pe barresiana o la psicología de los pueblos de Gustave Le Bon. esforzó en alimentar su literatura nacional con una producción Lo atestigua la biblioteca del escritor portugués, que contiene un ingente, desdoblándose en distintas voces y agitando debates destacado grupo de libros de esta orientación, cuidadosamente poéticos e intelectuales… salvo que apenas una parte mínima anotados por el propio Pessoa. de ese corpus llegó a ver la luz y su incidencia decisiva en la culVista desde esta óptica, la obra de Fernando Pessoa cobra tura portuguesa fue póstuma. Su único libro publicado en vida, nueva inteligibilidad. La heteronimia se presenta como un proMensagem (1934), aparecido un año antes de su muerte, parece yecto estético-político, basado en la concepción del alma deriquerer cumplir con el imaginario nacionalista del artículo de vada de la psicología reaccionaria de Le Bon y en la idea de 1912. Mensagem recupera y ensalza los grandes mitos nacionales, máscaras de raigambre nietzscheana. El imperialismo místico y la épica de los descubrimientos del siglo XVII, las grandes figu- mesiánico de Mensagem se lee entonces como un recurso a miras monárquicas de la historia portuguesa y toda una tradición tos nacionales capaz de incentivar la reacción de la nación pordel sebastianismo mesiánico. El delirio patriótico del misticismo tuguesa ante el ciclo de decadencia republicana. Su celebración imperial de Mensagem ha sido tradicionalmente atenuado por la de las iniciativas autoritarias de Primo de Rivera en España y de visión de conjunto de la obra pessoana, que lo relativiza como Sidônio Pais en Portugal se contextualiza. Como Ezra Pound o una de las muchas ironías de la polifonía heteronímica. Giménez Caballero, Pessoa fue un importante nacionalizador Entre ambas fechas —1912 y 1934, o si se quiere, 1935, año de de las corrientes vanguardistas europeas. Como Eugenio d’Ors, su muerte— Pessoa publica, con su nombre o con el de sus hete- anheló el regreso del imperio. Como Maurras, fue monárquico. rónimos, algunos textos en revistas y periódicos. Son años de gran A diferencia de estas figuras incómodas, cuya recepción se ha agitación intelectual en toda Europa, en los que los escritores visto deteriorada por el rechazo de sus posicionamientos polítiinundan la prensa de manifiestos y proclamas, y generan debates cos, Pessoa detenta un prestigio literario incuestionable.

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Los himnos abdominales de Alejandro Simón Partal: reseña de Almoraima González

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El poeta acaricia cicatrices Almoraima González nTiene Alejandro Simón Partal vocación de clásico. Y «tiene la perfección vocación de desorden», escribía María Victoria Atencia cuando Simón Partal apenas contaba con un año. Y cuánto de la gran poeta malagueña hay en él. Qué aleación maravillosa han hecho de él las lecturas que intuimos en sus poemas, que vuelan por encima de sus versos tan contemporáneos al mismo tiempo que tan griegos o romanos, tan 2015 pero tan del 50. Alejandro Simón Partal acaba de publicar su tercer libro y lo sigue haciendo en Renacimiento. Pero éste es el primero en la cernudiana colección Calle del Aire, y me parece que estos Himnos han encontrado su horma perfecta, porque para el lector gustoso de la impresión tradicional, para el que toca los tipos y suspira, esta Calle del Aire es un regalo. Simón Partal se ha hecho ya dueño de la palabra precisa, la expresión más clara, más luminosa que en su Nódulo Noir (2012). El himno nos remite al cuerpo y el cuerpo es en él presencia, contornos, sombras, intuiciones, recuerdos. Alejandro Simón ha bebido de Juan Antonio González Iglesias: conoce al detalle los poemas que celebran el cuerpo y el fuego antiguo y mediterráneo que ilumina la poesía del salmantino; ha bebido de él y de su serenidad pero su voz es otra, es propia y toma matices de variadas tradiciones (véase la cita que cierra el libro, de Gottfried Benn). Llegué a Himnos abdominales porque adoré Nódulo Noir. Celebré su edición y empecé a hojearlo por el final: es sólo una forma de saborearlo más lentamente. La cita del alemán estaba ahí, cerrando el poemario con su «fin del salmo» que, sin embargo, bien podía ser un principio. Y así llegué al primero. Veinte poemas sin título, divididos en dos apartados de diez que separa una cita de Atencia. Son poemas largos, son cánticos y algunos tienen estribillo. Hay que hacer una lectura concienzuda la primera vez, porque en el primer contacto no es fácil saber qué nos cuenta (la claridad de la que he hablado es un resultado), hasta que comprobamos que él mismo retorna y recoge los temas y nos guía. Así, la alusión al pasado inmediato (que representa la perfección, la serenidad ansiada, la convocatoria, el goce y el deseo) va actualizándose del pretérito al momento actual, y justo antes de acabar el primer apartado se hace presente. Y te habla, lector, cara a cara, aunque se dirija a la segunda persona del singular y le hable a ella. El yo del poeta tiene una cosa muy clara cuando llega al final de esta parte: todo lo anterior ha sido una tregua,

Los himnos abdominales Alejandro Simón Partal Renacimiento, Sevilla, 2015 68 págs.

un remanso que le ha sido concedido, una balsa, una ofrenda que no había de durar demasiado. Y parece que te esté avisando. Ha descubierto que «la perfección tiene vocación de desorden». Que el cuerpo habla en su desorden, que el cuerpo es más cuerpo cuando va un poco a la deriva, sólo siendo, dejándose ser. El cuerpo, esa segunda parte del título, no es lo físico (o no es sólo, me parece a mí) porque el cuerpo —ajeno— habla, suena, brilla: «Suena tu cuerpo en esta / habitación igual que suenan / los barcos sin amarre». Hay imágenes privadas que son un misterio para el lector, pero que tienen esa magia de la poesía verdadera, la música que emociona y no entendemos del todo, y A.S.P. las mezcla bien con referencias culturalistas (pertenece a una tradición concreta que personalmente celebro), con la expresión actual e incluso con coqueteos poéticos de décadas atrás (el poema 13, pág. 43). Las referencias contemporáneas funcionan como interferencias —me parece un enorme acierto— en mitad de lo universal: juega con la intemporalidad y de repente, como si de una emisora de radio que escucháramos se tratara, otra voz se cuela y nos agita. Este tipo de interferencias, las comparaciones abundantes con ecos de los novísimos —de ellos hay mucho también en la expresión, en los apóstrofes—, aciertos del pensamiento como aforismos, la celebración olímpica del cuerpo, el himno que casi sin querer desprende un leve tono elegíaco —el del nostálgico involuntario— y lo actual bien ensamblado en la tradición hacen de Alejandro un poeta imprescindible. Y hay que celebrar que acaba de publicar este libro pensado, pulido, donde me cuesta elegir un poema favorito. Pero solamente por la fibra que me toca, además de por ser uno de sus grandiosos hallazgos verbales (cómo se nota quién sabe lo que hace), les adelanto unos versos de éste (pág. 48): «Eras de Torremolinos / y preferías el sol, las tardes / como preámbulos de noches sobornables / antes que cualquier encierro / que no fuera un encierro / con el trote furioso del legado. / Eros y tú / de Torremolinos, lo aprendiste bien: / la poesía crece en las privaciones. / (Haber empezado por ahí)».

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Recomendaciones de Quimera

Recomendaciones de Quimera Xaimaca, de Ricardo Güiraldes (Drácena, 2015) Drácena da a conocer a los lectores Xaimaca, la primera novela del argentino Ricardo Güiraldes, cuya monumental Don Segundo Sombra se convirtió en un referente insoslayable en la narrativa de su país y en la tradición literaria en castellano. Xaimaca es una novela sin vocación de tal. Creada a partir de apuntes dispersos, de clara vocación modernista —incluso ultraísta, pues Güiraldes fue uno de los máximos promotores de este movimiento—, en los que abundan las descripciones líricas de los paisajes y ambientes, la novela pasa de la evocación poética del mundo tropical y andino a la narración de una hermosa historia de amor, contada de forma eficaz y con un final sorprendente. Una pequeña joya. Y, como curiosidad, en la web de Drácena (http://www.editorialdracena.com/guia-de-lectura-xaimaca) se puede encontrar una guía didáctica para la lectura de la novela.

Antología personal, Ricardo Piglia (Anagrama 2015) Ricardo Piglia recoge en este volumen algunos de los relatos, ensayos breves y conferencias que mejor definen (según el propio autor) su quehacer literario, para conseguir una especie de autobiografía literaria. Las diferentes piezas de este volumen (algunas de ellas inéditas y otras recogidas en diferentes obras del autor) manifiestan la sutileza crítica de Piglia y, sobre todo, su maestría en el arte de narrar. El despliegue de recursos del argentino es sencillamente abrumador: estilos diversos, infinidad de registros y de temas, intertextualidad y juegos paratextuales, reflexiones profundas sobre la literatura… Un libro heterogéneo pero con una indiscutible coherencia interna que demuestra por qué Ricardo Piglia es uno de los más grandes escritores contemporáneos en castellano.

Libro de familia, de Patrick Modiano (Anagrama, 2014) La azarosa inscripción de su hija en el Registro Civil desata en Patrick Modiano una serie de recuerdos hábilmente literaturizados que transforman algunas vivencias y recuerdos autobiográficos en parte de su universo narrativo. Personaje en busca de su identidad, el protagonista de esta obra se encuentra en situaciones extrañas, rodeado de curiosos y extravagantes personajes, siempre en ambientes espectrales y melancólicos, con un punto de vista ligeramente desenfocado que acaba hurtando la solución del enigma que parecía a punto de desvelar. Libro de familia contiene todos los temas y recursos literarios que han hecho a Modiano acreedor del premio Nobel de Literatura y la convierten, probablemente, en la obra que mejor permite conocer el universo del autor francés.

Don Camaleón, de Curzio Malaparte (Tusquets, 2015) La edición de esta obra de juventud de Malaparte tiene la cualidad de mostrarnos el Malaparte que no conocíamos, el de los años de su paso de la militancia fascista al exilio de las Lípari. Publicada en 1928, es la muestra de este proceso de abandono y paso a la crítica del régimen de Mussolini al que caricaturiza en la figura de un camaleón que asciende fulgurantemente en la exhibicionista Italia de los años veinte. Pese a que no se conocían los autores ni las obras guarda un cierto parecido en el tono y en el sentido con Corazón de perro, de Bulgákov, prácticamente contemporánea de Don Camaleón. Una obra necesaria para entender esos años de formación y de cambio en la obra del autor al que luego encumbrarían obras como Kaputt y La piel.

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Recomendaciones de Quimera

Octubre de 2015 Aventuras de Alicia bajo tierra, de Lewis Carroll (Esdrújula Ediciones, 2015) Esdrújula es una nueva editorial que tiene claro lo de los nuevos tiempos y saca simultáneamente sus libros en digital y en papel. Para conmemorar el ciento cincuenta aniversario de la publicación de Alicia en el País de las Maravillas, recupera esta joya de la literatura en edición facsímil: el manuscrito de la obra que inspiró a Carroll su obra maestra. El libro cuenta con ilustraciones del propio autor y alterna cada capítulo del manuscrito original con el mismo mecanografiado y traducido al español por Modesto Solans Mur. Nada y menos, de Antonio Méndez Rubio (Ediciones Liliputienses, 2015) Hay que decirlo desde el inicio: debemos prestar toda nuestra atención a la salida de un nuevo libro de Antonio Méndez Rubio. Más, como es el caso, si ese libro reúne buena parte de la producción poética de su autor. En Nada y menos aparecen los cinco poemarios escritos desde 2002 hasta 2008, un ciclo de escritura que, como nos indica Méndez Rubio en su nota final, busca dialogar tanto con poemas posteriores como con los poemas previos que dieron lugar a su magnífica antología Todo en el aire: Poesía 1995-2005. En una y en otra, descubrimos a un autor que sabe emplear todos los mecanismos del lenguaje para generar un universo cargado de preguntas, cuya complejidad no se reduce a un afán por retorcer las formas, sino a un intento por aportar al lector un mundo nuevo. Cuando parece que hemos llegado al fondo, al punto cero, la poesía de Méndez Rubio despliega otro abismo sobre el que precipitarnos. Nuestro descenso se resume en

uno de sus versos: «quietud hacia delante». En eso consiste el verdadero movimiento de la poesía. Un corte que no sangra, de José Luis Gómez Toré (Trea, 2015) Gómez Toré ha dado a imprenta, en poco tiempo, un par de libros estupendos: el ensayo El roble de Goethe en Buchenwald y el poemario Un corte que no sangra. En ambos, Toré logra una espléndida combinación entre signo e imagen, entre lenguaje y observación. El resultado son textos llenos de profundidad, con esa capacidad de evocación de quien convierte un espacio minúsculo en un territorio casi inabarcable. El instante abandona su condición pasajera y se trasforma en algo perenne, eterno. Toré sabe que detrás de la trasparencia hay misterio, del mismo modo que tras la quietud se esconde una movilidad imperceptible y constante. Dos libros que, sin duda, disfrutarán nuestros lectores. Haz lo que te digo, de Miriam Reyes (Bartleby, 2015) Miriam Reyes, nacida en Galicia y formada entre Caracas y Barcelona, nos presenta su cuarta obra en Bartleby tras haber transitado previamente en DVD e Hiperión, premio del cual fue finalista con su Bella durmiente. Esta poeta multidisciplinar apoya sus textos en imágenes e intervenciones audiovisuales, convencida de que los versos deben adquirir una representación física. Su obra, que ha de entenderse de forma conjunta, realiza una incursión en las relaciones, el cuerpo como límite espacial, el sexo, la carne y la maternidad. Una de las voces más innovadoras e interesantes del ámbito hispanoamericano actual.

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EL VIEJO TOPO

Ensayo

Jean-Luc Mélenchon

El arenque de Bismarck Prólogo de Pablo Iglesias Epílogo de Manolo Monereo Este libro es un panfleto. En él me he tomado el derecho de criticar a Alemania. Porque hemos visto cómo ha tratado a Grecia. ¿No es un anticipo de cómo tratará a Francia, a cualquier otro país del Este o del Sur? Mantengo que Alemania se ha convertido en un peligro para sus vecinos y para sus socios. Denuncio su arrogancia y el supuesto “modelo” que impone a los demás en beneficio propio. Muestro hasta qué punto representa un retroceso para nuestra civilización. Aviso: más allá del Rin ha nacido un monstruo; es el hijo de la economía financiera desbocada y de un país que se ha entregado a ella, aquejado de necrosis por el envejecimiento acelerado de su población. Ese matrimonio está en vías de modelar Europa a su imagen y semejanza. De hecho, Alemania va mal. El veneno alemán es el opio de los ricos. Cambiar nuestras vidas y cambiar a Alemania es un mismo empeño. Hay que llevarlo a cabo antes de que sea demasiado tarde. JEAN-LUC MÉLENCHON


Los orígenes del lenguaje humano,

Sobre cifras, universos y hombres

el pensamiento y la civilización La mente recursiva desafía la noción común según la cual es el lenguaje lo que nos hace específicamente humanos. Basándose en la neurociencia, la psicología, la etología, la antropología y la arqueología, Corballis demuestra cómo las estructuras recursivas llevaron a la emergencia del lenguaje y el habla, lo que a la larga nos permitió compartir nuestros pensamientos con los demás, planear nuestro comportamiento de modo colectivo y reconfigurar nuestro entorno para reflejar cada vez mejor nuestra imaginación creativa. Explica también que la mente recursiva fue fundamental para la supervivencia de nuestra especie en las duras condiciones imperantes en el Pleistoceno, y cómo su evolución reforzó la cohesión social. Detalla cómo el propio lenguaje se adaptó al pensamiento recursivo, primero mediante la gesticulación manual y después, con la aparición del Homo sapiens, vocalmente. Luego surgió la fabricación de herramientas y la manufactura, y la aplicación de principios recursivos a estas actividades llevó a su vez a las complejidades de la civilización humana, a la extinción de otras especies como los Neandertales y a la supremacía de nuestra especie sobre el mundo físico.

El infinito es el tema más vasto que la imaginación puede abarcar. Desde siempre ha fascinado a los hombres, tanto si eran artistas como filósofos o científicos. Pero ¿se manifiesta el infinito realmente en la realidad física o es solamente un concepto de nuestra imaginación, como creía Aristóteles? Artistas como Escher, filósofos como Giordano Bruno, escritores como Borges han tratado de representar el infinito, pero fue Georg Cantor quien asentó firmemente el infinito en el paisaje de las matemáticas y quien nos desveló sus extrañas y mágicas propiedades. El universo es, por excelencia, el lugar donde se manifiesta el infinito. En un universo infinito nos veríamos confrontados a la paradoja del eterno retorno, en el que cada uno de nosotros poseería un número infinito de dobles. Los avances en física de los últimos decenios han dado a la palabra “infinito” un nuevo significado. Ahora se refiere no solamente a nuestro universo, sino también a una infinidad de universos paralelos que forman en conjunto un vasto y fantástico “multiverso”. Trinh Xuan Thuan nos embarca en una odisea extraordinaria: desde las primeras fracciones de segundo después del Big Bang hasta la actualidad.

BIBLIOTECA BURIDÁN


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