Quimera Revista de Literatura | Noviembre 2024

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Pablo Sánchez-Llanos

El ruido en que nadamos

Pablo Sánchez-Llano en El ruido en que nadamos, arrastra al lector hacia todas esas emociones soterradas a las que, igual que le ocurre al protagonista, muchas veces no podemos o no nos atrevemos a nombrar.

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ColaborAN en este número:

José Abad, Elisa de Armas, Leonard Beard, Bel Carrasco, Nicolás Casariego, Dahlia de la Cerda, María Codes, Natalia Consuegra, Cristian Crusat, Barry Domínguez, Blanca E. Domínguez, Magalí Etchebarne, Iria Fariñas, José Ignacio Fernández Dougnac, Albert Ferrer Flamarich, Francis Scott Fitzgerald, Moisés Galindo, Alberto García-Teresa, Lorena González Lázaro, Fer Gutiérrez, Fabian Jones, José Antonio Llera, Mario Martín Gijón, Juan Peregrina Martín, Juan Camilo Rincón, Miquel Rof, Juan Manuel Romero, José de María Romero Barea, Eduardo Suárez Fernández-Miranda, Romina Tumini, Yolanda Villaluenga, lsabel Wagemann. Imagen de portada:

Fabian Jones (Unsplash) EditoR: Miguel Riera DirectorES: Fernando Clemot, Álex Chico, Ginés S. Cutillas y Jordi Gol JEFE DE REDACCIÓN: Jordi Gol Diseño: Xavier Balaguer Maquetación y cubierta: Jordi Gol Corrección: Cinta Moreso Galiana Web y redes sociales: Eva Díaz Riobello ISSN: 0211-3325 DL: B 38779 /1980 Edita: Ediciones de Intervención Cultural S. L. C/Marquès l'Argentera 17, pral. 2ª. 08003 - Barcelona 937 550 832 www.revistaquimera.com redacciondequimera@gmail.com publicidad@revistaquimera.com pedidos@edic.es Imprime: Gráficas Gómez Boj

QUIMERA. REVISTA DE LITERATURA – Noviembre 2024

En la cultura celta, noviembre coincide con la entrada del invierno, la «mitad más oscura» del año. Su primer día se celebra el Samhain, la más importante de las festividades paganas —que la iglesia transformaría en el día de Todos los Santos y el mundo anglosajón acabaría sincretizando en Halloween— en la que las puertas del inframundo se abren y permiten una relación fluida entre lo natural y lo mágico. La literatura ha sido siempre el territorio privilegiado de esa permeabilidad entre realidad y ficción, y por eso en Quimera (ilusión, ensueño, fantasía…) queremos iluminar de espíritu literario esa mitad tenebrosa del año con un número que arranca con la conversación con la argentina Magalí Etchebarne, VIII premio Ribera del Duero de narrativa breve con su libro de relatos La vida por delante, seguida de las entrevistas a la directora y narradora Yolanda Villaluenga, al profesor José Antonio Llera, a la ensayista y narradora mexicana Dahlia de la Cerda, a la periodista y novelista Lorena González Lázaro y al ilustrador Leonard Beard. En el aparatado de creación, el número cuenta con el relato «Nido de aviones», de Iria Fariña, ganador del premio Energheia 2024, los microrrelatos de Elisa de Armas y los poemas de Fer Gutiérrez. En el apartado de ensayo ofrecemos un adelanto del libro Ecos de la Era del Jazz y otros ensayos de Scott Fitzgerald, traducido por José de María Romero Barea y un artículo sobre la literatura como amuleto en Roberto Bolaño, de Cristian Crusat. Concluimos con reseñas sobre novedades editoriales, otra entrega del cómic «La letra suicida», de Miquel Rof, y nuestras habituales recomendaciones. JORDI GOL - JEFE DE REDACCIÓN Y CODIRECTOR DE QUIMERA

El salón de los espejos

El ambigú

Entrevista a Magalí Etchebarne – 4

Bel Carrasco: Una sombra blanca, de Carme Riera – 51

Entrevista a Yolanda Villaluenga – 9

Moisés Galindo: Sé mía, de Richard Ford – 52

Entrevista a José Antonio Llera – 14

María Codes: Plegaria para pirómanos, de Eloy Tizón – 53

Entrevista a Dahlia de la Cerda – 19

Blanca E. Domínguez: El mundo al revés, de Silvia Rins – 54

Entrevista a Lorena González Lázaro – 22

José Antonio Llera: Niños del futuro, de Andrea Toribio – 55

Entrevista a Leonard Beard – 26

Albert Ferrer Flamarich: La guerra y la música. Los caminos

La vida breve Derechos reservados. Prohibida la reproducción total o parcial de este número, sea por medios mecánicos, químicos, fotomecánicos o electrónicos, sin la autorización del editor. Quimera no retribuye las colaboraciones. Los colaboradores aceptan que sus aportaciones aparezcan tanto en soporte impreso como en digital. La redacción no devuelve los originales no solicitados ni mantiene correspondencia sobre los mismos. La revista no comparte necesariamente las opiniones firmadas por sus colaboradores. Esta revista ha recibido una ayuda a la edición del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte.

de la música clásica en siglo XX, de John Mauceri – 56 Mario Martín Gijón:

Nido de aviones. Iria Fariñas – 30

Doble Autorretrato Mundo, de Moisés Mori – 57

Los pescadores de perlas

Christopher Nolan, de José Abad – 58

Microrrelatos inéditos

José de M. Romero: Europa unida, de Winston Churchill – 59

de Elisa de Armas – 35

José Ignacio Fernández Dougnac:

Alberto García-Teresa: Follar. La negligencia del jardinero, de Gsús Bonilla – 60

El castillo de Barba Azul

José Abad: El triunfo de estar vivo, de Luis Alberto de Cuenca – 61

Poemas inéditos de Fer Gutiérrez – 36

Juan Manuel Romero:

Einstein on the Beach Francis Scott Fitzgerald. Ecos de la era del jazz – 40

Cabeza envuelta en aire. Apuntes, de Andrés Navarro – 62 Juan Peregrina Martín: La primera vez que dije «agua», de José María García Linares – 63

Cristian Crusat.

Cómic

De cruzadas juveniles entre la lluvia y

La letra suicida. Miquel Rof – 64

el arcoíris: La literatura como amuleto en la obra de Roberto Bolaño – 42

Recomendaciones

Fe de erratas: en el segundo microrrelato «En el nombre del padre», de la página 34 del número 490, sobran las dos últimas lineas: «—¡Cgonopio! —me ha soltado el mocoso deforme sin venir a cuento. / Y es que en esta casa profunda y oscura vivimos en un permanente delirio.», que pertenecen un microrrelato del número anterior.

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E l s a l ón d e l o s e s p e j o s

Entrevista a Magalí Etchebarne Texto: Romina Tumini Fotografías: lsabel Wagemann ©

Magalí Etchebarne (Argentina, 1983) ha conseguido el VIII Premio Ribera del Duero de narrativa breve con su libro de relatos La vida por delante, que acaba de publicar la editorial Páginas de Espuma. Nadie gana el Ribera del Duero por casualidad. Es el dictamen de un jurado destacadísimo con el ojo crítico, experimentado en pescar perlas bajo la superficie. Y este libro de Magalí Etchebarne es un océano lleno de tesoros para el que los sabe ver. No se debe leer a la ligera, conviene demorarse en esa delicada precisión de la palabra, las metáforas fulgurantes y agudas, las chispas de humor y sarcasmo. El lector llega a identificarse con los personajes sin sospechar cómo se han ajustado los hilos invisibles de la trama, esa telaraña tejida en torno suyo, que hará que permanezca en el dolor perenne de estos, las contradicciones y el fatuo intento de escaparse de sí mismos.

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Ha dicho Leila Guerriero que Magalí tiene «Una voz propia muy fuerte y un manejo de las atmósferas tan sutil que obliga a pensar: ¿Dónde está el truco?». El juego sucede en varios niveles. Bajo la historia explícita bucea otra implícita que por momentos desciende a lo profundo y en otros asoma a la superficie en todo su esplendor. Ambas se imbrican, flirtean, se complementan. Vidas de mujeres que se trenzan con sus seres queridos, sus seres odiados. Parejas que naufragan del todo, otras a medias. Obsesiones, fijaciones. Otro nivel de juego es el de aplicar la lupa sobre los detalles pequeños, los objetos clave, los momentos de quiebre, los simbolismos y emociones que enlazan a los cuatro relatos entre sí en una diadema urdida con sutileza. Una piedra de obsidiana que reviste protagonismo en el primer relato, reaparece y cierra el cuarto. Hay un pez monstruoso que acecha en las profundidades de los relatos: el deterioro de la vejez, la enfermedad, los desvaríos, la opacidad de la depresión. Por momentos salta y muerde, como en el suicidio del segundo relato. Otras veces, como en el último, se sumerge en un estado de latencia. «Caracolitos engarzados en un collar que hace girar entre los dedos», escribe Magalí en su libro; se refiere a pensamientos, sentimientos. Y quizá sea ese el truco de la Maga, hilar los caracoles tornasolados con cuidado tal que al girarlos la espiral revele aspectos cada vez más profundos. El movimiento hace que los personajes se enfrenten a los desafíos de la vida o a sí mismos y los hace brillar.

¿Quiénes son las madres y los padres literarias de Magalí Etchebarne? Qué buena pregunta. En mi adolescencia empecé leyendo los grandes escritores de literatura argentina, los abuelos ya: Borges, Cortázar, Sábato. A los quince años me enloquecí con una novela muy conocida en Argentina, Sobre héroes y tumbas, de Ernesto Sábato, muy oscura, muy existencialista, con un personaje femenino que me había fascinado, me acuerdo, Alejandra, y yo quería ser como ella.

Después estudié filosofía y luego letras. Y a la literatura de mujeres llegué más tarde. Porque cuando cursé yo, la mayoría de los planes de estudio contenían títulos de escritores hombres, no tanto de mujeres, y no porque no hubiera escritoras buenas para incluir. Había bastante silencio y borramiento en ese sentido. Llegué más por mis compañeras de estudio a escritoras como Silvina Ocampo, Silvia Hecker, Hebe Uhart, y me di cuenta de que era algo que nos recomendábamos entre nosotras, incluso las escritoras norteamericanas. Empezaron a aparecer estas autoras que no habían llegado en mi adolescencia y que me hubiese gustado leer. También asistí bastante a talleres literarios, sobre todo a uno, donde me hice la mayoría de mis amigos. En Argentina es bastante más común que acá, creo. Y es casi siempre el espacio donde se empieza a gestar la escritura y quizá luego surja la idea de publicar algo. Las lecturas son nutridas porque los grupos son grandes y se comparten mucho los textos, y así fui accediendo a otro tipo de literatura, otras escrituras, que no hubiera leído en la universidad. ¿Fue un proceso paralelo, mientras estudiabas participabas de talleres literarios? Sí, fue un proceso paralelo. Y me hice una amiga en la universidad, cuando estudiaba Filosofía, Julieta Mortati, que después terminó siendo la editora de mi primer libro en Argentina, porque ella armó una editorial llamada Tenemos las máquinas y quiso publicar ese libro. Fue en realidad ella la que me invitó a ir al taller literario. Y después allí, además de ejercitar la lectura y la escritura, hicimos grandes amigos. Con muchos de los amigos que me acompañan hasta hoy nos conocimos en esos espacios, con otros también en la universidad. Las grandes complicidades que tiene la escritura. Amigos que después se vuelven lectores. Sí, allá es habitual que te vayas con amigos y tengas buenas lecturas y buenas devoluciones.

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E l s a l ón d e l o s e s p e j o s

Entrevista a Magalí Etchebarne

¿Y tu decisión de escribir ficción se dio paralelamente a los estudios? Desde chiquita me gustaba escribir. Era de las que en los actos del colegio leía un cuento y participaba en concursos internos de la escuela. Mi mamá me incentivó a que mandara a concurso un relato que había escrito. Al año siguiente de nuevo. La escritura estaba ahí desde el principio. Un poco como una fantasía, la idea de jugar a ser escritora. Yo tenía la soledad bastante ejercitada, porque no tenía muchos chicos con quien jugar en mi familia, eran más gente grande, y yo jugaba mucho sola. Ahí aparece también la escritura como un ejercicio de esa soledad entretenida, un espacio donde se puede pasarla bien con uno mismo. ¿Inventabas personajes con los que jugar, a falta de primos y hermanos? Sí, y con la escritura creía que todavía se podía inventar más, y además me parecía que la escritura era secreta. Ese carácter del diario íntimo, la confidencia. Escribía cartas a una amiga que se había ido a vivir a un pueblo a ciento veinte kilómetros de Buenos Aires y nosotras lo vivíamos como una tragedia monumental. Yo le mandaba unas cartas súper dramáticas. Me encantaba escribirle cartas. Creo que la escritura estuvo siempre. Y luego cuando entré a la facultad era la época en que escribíamos en blogs, usábamos ese espacio para expresarnos y para mostrar, y de hecho me ayudó a conseguir trabajos. Escribía en un semanario, me acuerdo. En realidad, siempre estuvo la escritura. Y siempre estuvo la edición, ¿verdad? Ha sido tu trabajo durante mucho tiempo. La edición apareció más tarde. Yo hacía informes de lectura para la que ahora es mi jefa en Penguin. Estudiaba y hacía otros trabajos, y también hacía informes de lectura externos, como una ayuda para la editorial. Te pasan un manuscrito, hacés un resumen, una síntesis y una valoración. Me encantaba hacer eso y fantaseaba con trabajar en la editorial. Mucho tiempo después se abrió un espacio y me presenté. Por eso, en realidad, yo escribo desde antes de editar, me convertí en editora en el camino. ¿Cómo es tu relación con el texto que editás? ¿Lo hacés propio, te identificás? No lo hago propio. A veces me identifico. Me gusta mucho trabajar con el texto de otro. Yo digo que el editor es un lector que llega antes que el resto. Un lector con voz. No sé si con voto. Entonces ese trabajo de con-

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versar sobre un texto que se está escribiendo me parece crucial. Para mi escritura es fundamental tener personas en las que confío y recibir una devolución, su aporte y poder conversar sobre el texto. En mi trabajo intento que sea lo mismo, a veces los manuscritos están más o menos avanzados, pero los textos siempre requieren de reescritura, edición y de una conversación sobre lo escrito. Es lo que más me gusta de mi trabajo. Incluso cuando alguien todavía no lo escribió, cuando está pensando en algo, me parece muy valioso el diálogo. Creo que es lo más precioso de editar. Y al revés, ¿cuáles son las huellas que la edición ha dejado en tu propia escritura? Es un trabajo de lector y creo que para escribir es el mejor trabajo. La mayor parte del tiempo idealmente estoy leyendo, aunque no siempre lea cosas que me gustan, las que hubiera elegido. Eso sirve, pero todas las profesiones sirven para escribir, incluso las más alejadas del oficio de escribir. Todo le viene bien a la escritura. Hebe Uhart decía que «todo lo que sirve para la vida sirve para la escritura». Si hacés algo que te permite comer y tener una casa, y que en algún momento decís: ahora no voy a trabajar más y me pongo a escribir. Yo generalmente escribo de noche. Y lo que hago durante el día lo posibilita. Tengo el privilegio de trabajar en algo que me gusta, pero igual escribiría si trabajase en otra cosa. Antes lo hacía: fui recepcionista, trabajaba en una productora, incluso fui gohst writer, y entonces escribía mucho, y usé todo eso, me vengué [se ríe] y me sirvió también. Claro, todo eso es material… de inspiración, digamos. [Risas] Me pregunto cómo se construye esa distancia narrativa tuya, tan particular. Hay una distancia emocional, pero también es como si tuvieras una mirada que hace zoom sobre ciertos objetos, detalles, sonidos, sensaciones y algo que parecía pequeño luego cobra relevancia macroscópica en el resto de la historia, como la piedra de obsidiana. Parece que jugaras con la distancia. ¿Cómo es eso? Siempre me pregunto quién narra; si es en primera persona, quién es ese personaje que narra, qué le pasó. Qué mira alguien que va a contar eso, a qué le está prestando atención. Eso es lo que me pregunto cuando escribo. Creo que esa es la distancia a la que te referís. Me concentro en lo que mira esa persona. Hay una frase


Así que esas son las cosas que vos «traficás de la vida a la escritura», como has dicho alguna vez, el humor, por ejemplo. Sí. Yo no tengo humor en la vida y admiro mucho a aquellos que lo tienen, esa gente que entra a un lugar y enseguida se las arregla para descontracturar la situación, eso me parece encantador y trato de robarlo. Obvio que es difícil después. Muchas veces sentí que mis relatos no tenían humor, me parecían demasiado tristes, atravesados por la muerte, por el dolor, por el envejecimiento, me parecían temas muy pesados, muy pedregosos, y me costaba ver dónde estaba el humor. Sí me daba cuenta de que había necesitado ubicar desvíos, escenas tragicómicas para alivianar un poco. De eso era consciente, pero no tenía bajo control si eso iba a funcionar, si iba a hacer sonreír al otro cuando lee.

hermosa de una autora irlandesa, Claire Keagan, que dice que «los personajes son lo que miran», se definen por lo que miran. Por eso esa distancia es la mirada sobre el mundo, la realidad de lo que está pasando. En estos cuentos hay muchas emociones; yo siempre me pregunto si el narrador debe estar conmovido y me parece que no, es muy difícil escribir desde la emoción, enojado, triste… Uno puede hacerlo, pero después debe volver sobre el texto y reflexionar: esto lo escribí muy enojada, muy triste o demasiado desapegada. Y ahí es donde uno va calibrando, para que lo que escriba tenga la justa medida de emoción, de distancia y de lucidez. Esa distancia se construye muchas veces con el humor, que es lo que te permite salvarte y salvar al personaje. Eso se siente mucho en tu obra, hasta qué punto entra en juego el humor, equilibrando. Es muy interesante. Es la puerta de emergencia, digo yo. A veces en la escritura siento que el dolor puede ser asfixiante, porque en la vida lo es. Sin humor y sin personas que me hacen reír no podría haber sobrevivido. De hecho, todos los hombres de los que me enamoré (que no son tantos) han sabido hacerme reír, y eso me parece muy importante, por sobre todas las cosas eran hombres muy graciosos. Casi siempre el humor ocurre en personas muy inteligentes.

Pero funcionaba para vos y entonces también funcionaba para el otro. Funcionaba para mí, pero por momentos ya no: después de haberlo leído tantas veces se pierde la gracia. Y en algún momento hay que aceptar que lo que estás viendo posiblemente no es lo que se lea. Ahora que el libro se empieza a leer aparecen lecturas e interpretaciones que a mí no se me habían ocurrido. Y eso me parece lo más lindo del encuentro con el lector, que el libro tenga su propia vida y ya no esté más bajo mi control. Que haya cosas que se me han escapado y las vea el que lee. Algo que era del otro y lo encontró, y yo no lo había pensado, quizá solo inconscientemente. Que haya esas lecturas se agradece. Hablábamos del humor. En un cuento aparece ese humor por la ironía, lo sarcástico visto a través de los equívocos en las traducciones y los regionalismos en la lengua española. ¿Cómo ves vos este tema? Como trabajo en una editorial he leído mucho ese tipo de novelas que aparecen en el cuento, novelas románticas o eróticas escritas por escritoras americanas, que traduce España y que a veces adaptamos a nuestro español y a veces no. Eso me parecía cómico (quizá grotesco) más que erótico, aparecían expresiones que sonaban más a porno que a erótico, al menos en ese intento de adaptar el texto. Ese cuento empezó con el personaje de la escritora de novelas eróticas. Es un género bastante esquemático, con una estructura que se mantiene, tiene pocas variaciones. Hay siempre un personaje femenino que es

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Entrevista a Magalí Etchebarne

bastante frágil y se va a convertir en empoderado cuando él la salve, la saque de la pobreza, le haga ver su fuerza interior, luego la relación entre ellos será más tensa y posiblemente haya cierto maltrato hasta que tengan relaciones. Siempre es la misma lógica adaptada a distintas profesiones y colores de pelo. Y me preguntaba quién estaba detrás, quién podía escribir eso, y me gustó imaginar que hubiera sido una mujer que para nada parece dócil, sale a cazar animales con su marido, él es bastante dependiente, más que ella de él. Me gustaba revertir esa imagen de cómo es alguien que fantasea esas historias. Son las típicas historias de amor con las que crecimos, ¿no? El imaginario del amor romántico, alguien viene y te salva. Es algo que repetimos en nuestra vida adulta, incluso nos lo decimos: «Ya va a aparecer alguien». ¿Y qué quiere decir que aparezca alguien?

que viajan a las Cataratas y lo que les iba a pasar. Pero lo primero fue imaginar ese personaje, quién era esta mujer, de dónde venía, investigar sobre su ciudad, su vida y quién era su marido. Y de ahí ver qué me servía para contar al otro personaje, a Julia.

¿Alguien que me va a salvar de mí? [Risas] Claro, que aparezca y que siga su camino. [Responde riéndose]

Una última pregunta sobre lo híbrido de la estructura. No son novelas, pero son cuentos largos que se ramifican, no se proyectan hacia adelante como una flecha. Es muy interesante esta estructura. Quería que fuesen cuentos, pero mientras escribía pensaba: ¿esto es un cuento? Esto es un cuento. Y después me decía que no. Y así batallé dentro de mi cabeza durante el proceso de escritura. Pero después acepté que era esto. Bueno, si ganaron un concurso de cuento entonces son cuentos, calculo. [Risas] Pero sí era algo que me preguntaba: ¿es un cuento?, ¿puedo hacer esto? Tienen una estructura bastante clásica y si bien son un poco extensos, más que los de mi primer libro, no son larguísimos. No son una novela, tienen otra razón de ser. No se escribe un cuento pensando en una novela. Pero también eso es algo relativo, hay escritores que llevan los textos a los límites de los géneros, tironean de ahí y eso me encanta. Estos son cuentos que tienen una estructura bastante tradicional, una medida mesurada y están conectados entre sí.

Tus tramas dan la sensación de que hay un trabajo de relojería fina detrás, que están muy pensadas y cuidadas. Tengo curiosidad por conocer cómo es tu proceso creativo de tramar. Tengo dos tiempos. El pasado es muy importante en los relatos. El ejercicio de la memoria de esos personajes que recuerdan, donde el pasado les hace de contrapeso. Y muchas veces es en ese espacio-tiempo en que los personajes se explican, se justifican, uno entiende sus razones. Siempre me gustó trabajar entre el presente narrativo y el pasado evocado. Me gusta dejar en claro los hilos de esa trama, otras cosas sí están más ocultas. Pero hay una gran parte del drama del presente que está explicado. Después construí en capas, y me llevó un tiempo porque fui agregando digresiones. Por ejemplo, en el segundo cuento, traté de imaginarme en una suerte de escaleta el itinerario de las actividades de las mujeres

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En tus relatos, más que temas individuales yo veo díadas: amor-desamor, vida-muerte, madre-hija, amigas, hermanas. Como dos conceptos en tensión. ¿Es así como empezaste a trabajarlos? Sí, y creo que es así porque es como funciona en la vida, todo tiene dos caras siempre, incluso en los peores momentos en los que la enfermedad parece irreversible, la vida insiste, y en la vida la muerte asoma todo el tiempo. Y eso está en mis personajes porque yo intenté construir personajes reales, que se parecieran a personas que nos podemos cruzar, y entonces conviven con esa dualidad, como conviven la tragedia y la comedia. Es algo que nos habita y por eso está en los cuentos. Lo que sí pensé es siempre poner personajes emparentados, porque es lo que uno necesita para que haya un relato, que haya conflicto, así que siempre hay parejas: las hermanas que viajan a tirar las cenizas de la madre, las parejas entrelazadas del principio, la madre y la hija. Eso me sirvió para inventarme los conflictos al interior de los cuentos.


Entrevista a Yolanda Villaluenga Texto: Nicolás Casariego Fotografía: cedida por la entrevistada ©

Estamos en verano, a principios de los años setenta, en un pueblo manchego. Una niña de cinco años vive la vida solitaria de una hija única sin serlo, separada de sus padres y hermanos y a cargo de su abuela. Va y viene por las calles de la aldea, curiosea e investiga, aparece y desaparece. Un día se acerca a la casa de sus vecinos a buscar al padre de la familia, que está en el salón, con su mujer y sus dos hijas, mayores que ella. Lo toma de la mano y lo conduce al hueco de la escalera de acceso a la segunda planta, seguido por las mujeres. Es un lugar recogido, fresco. Los sienta delante de la pared, entre la luz y las sombras, y les cuenta una historia que se desarrolla delante de sus ojos, utilizando el lienzo blanco como pantalla imaginaria. La niña habla y la familia escucha. Aquel verano las visitas a los vecinos de esa niña contadora de historias se convirtieron en una costumbre. Aún hoy, quienes quedan, las dos hijas de la familia vecina, convertidas hoy en ancianas, rememoran la anécdota con cariño y un punto de admiración. No les debe de extrañar nada que aquella niña, Yolanda Villaluenga (Madrid, 1962) se convirtiera en una reconocida periodista, directora de documentales y escritora. En sus películas ha indagado sobre personajes como Isabel Muñoz, Jorge Semprún, Soledad Sevilla o Borges. Recientemente ha publicado Las horas que hemos amado (Tres Hermanas, 2023), su segunda novela, sobre la que conversamos en su domicilio madrileño del barrio de La Latina, cuyo proyecto de reforma lo firmó su hija Paula, arquitecta y artista. Se trata de un ático con ventanas de ojos de buey y vistas a tejados y árboles, con un baño de planta circular y un altillo de madera donde escribe sentada sobre la tarima. Un ático que tiene, como la anécdota infantil, algo de cuento o de sueño, y una novela en la que Yolanda propone que el sentido de la vida está en cómo la contamos. En contar.

Dice un personaje de la novela: «Al final de la vida no seremos juzgados por los éxitos o

derrotas obtenidos sino por las horas que hemos amado». ¿Crees que seremos juzgados por esas horas? Lo preocupante es ser juzgados por las horas que no hemos amado. Menos mal que los relojes inteligentes aún no han aprendido a contar esas horas. Sería desalentador… o no. Quizá entonces pondríamos más atención a lo esencial, lo que sea para cada uno eso esencial. Deberíamos preguntárnoslo más a menudo para reconducir nuestro rumbo. ¿A qué llamarías «realidad» a la hora de narrar? ¿Qué hay de «realidad» en Las horas que hemos amado? La realidad es una ficción que resulta verosímil, o eso me parece. Esta novela es una ficción inspirada en personas reales, aunque nació con voluntad de ser una biografía. Decidí escribirla cuando falleció mi exsuegro, un médico chileno, exiliado en Cuba, a quien conocí cuando yo tenía veinte años y a quien admiré por muchos motivos. Siempre me animó a seguir escribiendo y sentí que le debía una novela. No, no es que se la debiera, necesité contar su azarosa vida de niño pobre en Chile, su estancia en Boston para especializarse como oftalmólogo mientras asistía a un tiempo histórico, los años sesenta: Kennedy, Luther King, las manifestaciones estudiantiles contra la guerra de Vietnam… Quería hablar de su relación con una doctora chilena, la mujer que él más amó. Para entonces, la biografía ya no era biografía estricta y necesité cambiar sus nombres para sentirme más libre. Ya eran Víctor Zeninski y Helena Hunt. Estaba convencida de conocer gran parte de su historia porque había pasado muchas horas, a lo largo de muchos años, hablando con él sobre su vida; pero cuando me puse a escribir me di cuenta de que solo tenía un listado de etapas vitales y momentos sueltos, casi siempre los mismos. Descubrí que, a pesar no parecer una persona nostálgica, él volvía una y otra vez a esas

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Entrevista a Yolanda Villaluenga

horas en las que fue feliz. Con eso no componía el puzle que es una vida. Empecé a preguntar a quienes le conocieron y, en ese proceso, la historia de Helena Hunt me fue interesando más y más. Ambos eran excepcionales, magnéticos. La novela sobre Víctor Zeninski se convirtió en la novela de los dos y asumí que, para acercarme a la verdad que yo intuía, necesitaba dejarme llevar por la ficción, sin pudor, lo que necesitara. La realidad y la ficción empezaron a rasparse, arañarse, se bufaban y sin saber cuándo ni por qué, se dieron la mano. Por fin tenía una mentira que contaba la verdad. ¿Por qué decidiste contarlo en una novela polifónica, a tres voces? Cada persona a la que preguntaba tenía una versión de la historia de él, de ella, de ambos. Era algo que ya había constatado haciendo documentales sobre personas con vidas complejas como Jorge Semprún o Sáenz de Oiza, que nadie tiene la verdad o, mejor dicho, que todos la tienen porque es su verdad, la que surge de su forma de mirar el mundo. ¿Cuántas voces necesitaríamos escuchar para conocer a alguien? ¿Crees que llegamos a conocer realmente a alguien por muchas voces que escuchemos? Yo creo que las voces de otros nos dan pistas y a veces nos despistan. En cualquier caso, nos permiten preguntarnos por qué alguien ve la realidad desde esa perspectiva. Y, contestando a tu pregunta anterior, me pareció que Víctor y Helena, su relación, su decisión de olvidar el pasado o afrontarlo, había marcado la vida de otras personas y decidí escribir sobre esa huella que dejamos a los demás. Contar la historia de ellos, a través de Olivia, la hija de Helena, que vive en Santiago de Chile, a través de Berta, discípula de Víctor y su última pareja, que está en Berlín, y de Antolina, la exnuera de Víctor que ha viajado de Madrid a La Habana para acompañarle. ¿Somos la huella que dejamos en los demás? Para bien y para mal, seremos la huella, un eco que permanecerá en quienes más queremos y me imagino que, a veces, será un eco que los arrullará, una huella que quizá les anime a explorar nuevos caminos; otras, el recuerdo de una frase o de nuestra voz, los apisonará. Y, entre medias, un sinfín de matices. Estamos entrelazados, nos construimos con los otros y la huella que dejamos es incalculable. Si lo piensas, uno debería llevar

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una vida más plena y feliz para sí mismo, pero también por la herencia sentimental, de opciones de vida, que dejamos a las personas que queremos. Una vez, acompañé a mi abuela al cementerio de su pueblo porque iba a comprar su sepultura. Ella estaba muy contenta y yo no entendía por qué, no parecía un asunto muy alegre. Entonces, me hizo fijarme en que la sepultura estaba en la zona más alta del cementerio, desde allí se divisaba todo el valle y me dijo: cuando me visites, podrás sentarte sobre la lápida y descansar mirando este paisaje ordenado de olivos y este cielo inmenso. Esa sí que era una buena herencia, estaba pensando en el disfrute de sus nietos cuando ella no estuviera. Lástima que no se pueda controlar la herencia sentimental que dejamos a quienes queremos, hacemos lo que podemos. Me gusta el título, Las horas que hemos amado, porque es contundente y te invita a reflexionar sobre el amor y sobre la vida. ¿Te inspiró la novela o vino después? El título llegó cuando estaba acabando la primera versión, a través un verso de San Juan de la Cruz que dice «al atardecer de la vida seremos examinados en el amor». Me pareció que una de las posibles interpretaciones de esta frase resumía la novela. La novela transcurre en el presente, pero también en el pasado, en la memoria del tiempo vivido por sus protagonistas. Es una forma de construir el tiempo que ya utilizaste en Ann Arbor. ¿Por qué? Vivimos simultáneamente en el presente y en muchos pasados. Solo nuestro cuerpo avanza de forma lineal. A menudo veo a personas en el metro que parecen estar recordando algo y hacen gestos, mueven las cejas, los ojos, los labios, intentando dar, quizá, la respuesta que no dieron. Ese tiempo rememorado, ese torbellino que invade el presente es el que me interesa. Como dices, está en Ann Arbor y en unos relatos que publiqué en la revista Caribe de la Universidad de Michigan. También en los documentales en los que trabajo con imágenes y sonidos de archivo, ese contenedor de la Memoria que reinterpretamos en presente. ¿Por qué decidiste que transcurriera en un día y medio? El devenir en el que se balancean los recuerdos de las tres protagonistas se contrapone con ese inexorable


En uno de los capítulos, uno de los personajes busca su significado en el diccionario y me encantó la definición que encontré, algo así como: 'Sentimiento intenso de un ser humano que nos alegra y nos da energía para vivir, comunicarnos y crear'. ¿No es poderoso? En la novela busqué el claroscuro del amor filial, la amistad, el amor de pareja y ese amor por el ser humano, por la justicia. Amores, todos, con aristas y pinchos. Creo que en Filipinas hay unas plantas herbáceas que se llaman amor cuyos frutos espinosos se adhieren al pelo, a la ropa, a la piel. No creo que sea muy agradable. ¿Por qué la llamarán amor?

umbral de muerte que está atravesando Víctor Zeninski. También, pensé en un día y medio para tensar la decisión de las tres protagonistas de viajar a La Habana y despedirse de él. Me hice un mapa horario de Alemania, Chile, Cuba y España, apunté las horas en las que amanecía y oscurecía para entrelazar sus historias, sus recuerdos, quizá sumando o restando horas de amor.

¿Por qué elegiste el golpe de Estado de Pinochet como detonante de la separación entre Víctor y Helena? ¿Plantea situaciones que nos confrontan con las grandes palabras: amor, traición, supervivencia, verdaderos dilemas? El capítulo en el que describo el golpe de Estado y la discusión entre Víctor y Helena fue uno de los primeros que escribí, contenía uno de los temas sobre los que quería indagar: cómo la gran Historia determina nuestras historias personales, las únicas que tenemos. En este caso, cómo un conflicto armado invade la intimidad de una pareja y plantea, como dices, dilemas éticos cuyas respuestas no imaginamos. Decidí contar el golpe desde el interior de un apartamento de la alta burguesía de Santiago. Fuera se está rompiendo un sueño político y social; dentro, la historia de Víctor y Helena.

¿A qué amor o amores te refieres? ¿Suman también los torturados? Los torturados son los que más restan porque son una losa. De todas formas, ¿qué amor no tortura en algún momento? A veces queremos A y no A, a veces vamos a decir algo y expresamos lo contrario. Ni siquiera es fácil saber lo que uno quiere o siente. En cualquier caso, hablar de amor en literatura siempre es difícil y da vértigo. De hecho, me preguntabas antes por el título y antes de dejar a leer la primera versión, que es un momento crítico, temí que despistara ese título con la palabra amor; como dice Carver en un poema: «esa palabra, amor». Pensé entonces llamarla Habana, Habana, Habana por las tres miradas y, durante un largo periodo de tiempo, me pareció la mejor opción, hasta que caí en la cuenta de que era una cobardía no atreverme con la palabra amor.

¿Por qué crees que aquel golpe de Estado, con la muerte de Allende, nos sigue impactando? Basta escuchar el discurso que Allende dio en las Naciones Unidas, meses antes del golpe de Estado, para comprender su calado intelectual. Es valiente, poético, denuncia el robo de minerales por parte de las multinacionales y sus consecuencias en la población, en la desnutrición de los niños… Luego, su muerte, la brutalidad que siguió, la llegada de exiliados a Europa, entre ellos, el hijo de Víctor Zeninski. Yo tenía once años aquel 11 de septiembre y la profesora de Geografía e Historia, a la que yo tenía en gran estima, entró en el aula con la cara desencajada, desolada, y habló de ese golpe de Estado, de Allende, del fin de aquel sueño de justicia social. Creo que fue mi primer impacto político-sentimental y quizá este libro empezó a escribirse ahí, en el interior de esa aula, cuando tenía once años.

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Entrevista a Yolanda Villaluenga

En la novela también hay personajes reales que parecen de ficción, como el embajador sueco Harald Edelstam. Edelstam apareció por casualidad, investigando sobre el golpe de Estado, así supe que consiguió sacar a muchos detenidos del Estadio Nacional, salvándolos de la muerte y la tortura. Y había más: durante la Segunda Guerra Mundial, estuvo en Noruega y protegió a judíos y personas de la resistencia. Y mi sorpresa fue en aumento al saber que, tras la muerte de Neruda, los militares allanaron su casa y Edelstam se presentó con fotógrafos para documentarlo; como también se presentó en la casa de Víctor y Joan Jara al saber que habían asesinado al cantautor. Consiguió llevarse escondidos muchos másters de sus canciones para que no los destruyeran. Es la otra cara de tantos golpes de Estado; como otro personaje de la novela, Alessandra Fioretti, una doctora que estuvo en las Brigadas Internacionales en España, luchó contra el fascismo en Italia, por los derechos civiles en Estados Unidos, donde trabajó en el mismo hospital que Víctor Zeninski y terminó trasladándose a Chile, donde fue detenida. Siempre nos sorprende esa fuerza decidida de hacer el bien. Son vidas que atraviesan el siglo XX, como también lo atraviesa el mal. Gustosamente dejé que Harald Edelstam y Alessandra Fioretti se colaran en esta novela, a pesar de que cuente historias íntimas, más pequeñas. Berta, la discípula de Víctor, quien fue también su última pareja, trabaja en un hospital de Berlín, donde sufre acoso laboral. Lo vinculas con la extinta RDA y Cuba. ¿Hay algo en común? Sí, tienen en común al mismo tipo de ser humano que hostiga, se burla, amenaza y un sistema que lo permite. En regímenes dictatoriales, está vinculado a la ideología y puede llevar a la muerte. Víctor y Helena lo sufrieron en Chile. Berta en Cuba. En Alemania, los jefes de Berta quieren que deje su puesto de trabajo por la edad, por ser diferente. Por suerte, ella es un personaje capaz de sorprendernos. ¿Qué aporta ser documentalista y guionista de documentales a tu escritura como novelista? Se me ocurre que dirigir documentales y ser también periodista me ha permitido conocer muchas vidas, muchas historias que parecen de ficción, algunas de ellas están en esta novela. Soy una persona curiosa y este

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oficio me enseñó el disfrute de viajar sola buscando una historia. Me ha permitido acercarme a otros con una gran excusa y preguntar y aguzar la vista y el oído para descubrir pequeños detalles. Sobre todo, creo que a estructurar la novela con un determinado ritmo. En este caso, a contraponer puntos de vista para que sea el lector quien interprete los hechos. ¿Hasta qué punto somos hijos de nuestro tiempo? ¿Lo son tus personajes? Queramos o no, nosotros y nuestros personajes somos hijos de nuestro tiempo, pero eso no impide que seamos tan radicalmente humanos que lo que sentimos atraviese todos los tiempos y un poeta chino del siglo VIII comprenda qué quieres contar y venga en tu ayuda, como me ocurrió en la novela anterior. Conocemos a Víctor Zeninski a través de las voces de las tres mujeres, pero él está en coma, su voz surge de las cartas que él escribió a Helena desde Boston. ¿Qué aporta el género epistolar? ¿No es un amor construido? Me gustaría que las cartas expresaran cómo era la intimidad entre Víctor y Helena, esa que solo se expresa cuando te sientes seguro y puedes dejarte ser en la duda, la pena, la nostalgia o las alegrías egóticas que todos tenemos. Es la voz de un hombre enamorado, el amante que anhela la respuesta de Helena y espera que, por fin, abandone a su marido. También es la antesala del mundo que compartirán, el Estados Unidos de los años sesenta, el sueño de Luther King y el asesinato de Kennedy. ¿Crees que, en el caso de la separación de las parejas por algún suceso externo, se reescribe su historia de un modo «romántico», como ese gran amor que no pudo ser y que quizá hubiera sido de no haberse producido el desgarro? Pues quizá sí, esas historias truncadas parecen tener el germen de la perfección, todo su potencial intacto, pero, a la vez, impiden vivir. ¡Qué maravilla poder confrontarnos con la realidad, compartir, no quedarnos atrapados en una invención! Ya que estamos hablando de una novela que transcurre en La Habana, dice una canción de Silvio Rodríguez que los amores cobardes no llegan a amores ni a historias. Lo contrario del amor no es el desamor, es el miedo, la frase no es mía, es de Krishnamurti. No juzgo si a Víctor y a Helena les para-


lizó el miedo o fueron otras emociones y circunstancias o un cuarto y mitad de esto y de lo otro. La conclusión a la que llegue cada lector será la válida. Berta, una de las tres mujeres relacionadas con el doctor Zeninski, mantiene que solo se conoce al otro con el roce. ¿Estás de acuerdo? Ese roce con el otro nos permite conocernos a nosotros mismos, el otro siempre será un misterio. El doctor Zeninski se relaciona con una mujer más joven, es mentor, maestro y amante. ¿Es este un papel desprestigiado o bajo sospecha en la sociedad actual? Sin duda, está desprestigiado y bajo sospecha. En la novela, Berta ha realizado en Cuba la especialidad de medicina con Víctor y se enamoran. A través de distintas voces, conocemos qué se cuestionó él respecto a ser su maestro y a la edad, y qué se cuestionó ella, preguntas de nuestro tiempo. En Alemania, Berta tiene una relación con un hombre mucho más joven, pero no es su discípulo, es una relación más horizontal y no la cuestiona. Con la inminente muerte de Víctor, Berta vuelve a preguntarse cuál fue la causa del desencuentro con él:

la edad, la nostalgia por Helena, la relación desigual o que no se amaban. El lector compondrá su respuesta. Tienes una hija, Paula, arquitecta y artista, afincada en Berlín. ¿Vuestros trabajos se retroalimentan o cruzan de algún modo? De entrada, vivo y trabajo en el apartamento que ella diseñó pensando en cómo soy, en cómo es mi día a día, y no imagino una casa más acogedora y divertida. ¡Ojalá que mi mirada sobre su trabajo le ayudara tanto como me ayuda su mirada sobre el mío! Hay temas que compartimos, como el interés por la memoria, que ella investiga a través de instalaciones artísticas y yo contando historias. Nos ayudamos, podemos contar la una con la otra, pero eso también va acompañado de discusiones, de cuestionamientos. Pocas personas te conocen como tus hijos. «Me gusta que seas mi madre, pero no ser tu hija» fue una frase que me dijo cuando debía tener ocho o nueve años, y la recuperé en la dedicatoria de mi primer libro La madre imperfecta, un ensayo sobre esos terribles mitos que la sociedad impone a la maternidad. Hará treinta años asistí a un seminario que impartían unos guionistas estadounidenses, un hombre y una mujer. Me sorprendió que en su currículo incorporaran los hijos que tenían. Les pregunté el porqué y me miraron sorprendidos por la pregunta, para ellos era evidente. En esta novela hay cuatro formas de ser madre. Nada tienen que ver entre sí las madres de Olivia, Berta o Antolina. Y no sé por qué te estoy hablando de la maternidad porque me has preguntado por el intercambio creativo con mi hija… Cuando ya había firmado el contrato con la editorial Tres Hermanas, pedí unas semanas para hacer unas últimas correcciones y una buena amiga me invitó a su casa en Venecia. Allí me encerré una semana y empecé a verlo todo negro, no avanzaba y llevaba ya diez años con la novela… Paula cogió un vuelo, alquilamos una casita en una isla croata tan diminuta que no había espacio para coches ni carreteras y allí nos encerramos diez días. De la mañana a la noche, sentadas en la puerta de la casa, yo leía en alto la novela y ella iba escuchando, apuntando alguna incongruencia, debatíamos si había algo que no funcionaba. Cuando le comentaba que debía volver atrás a revisar capítulos dados por buenos, ella saltaba como un rayo: «Mamá, hay que salir de aquí con el abuelo enterrado». Salimos de allí con el abuelo enterrado y se lo agradezco infinito a mi hija.

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Entrevista a José Antonio Llera Texto: Mario Martín Gijón Fotografía: cedida por el entrevistado ©

José Antonio Llera (Badajoz, 1971) es ensayista, poeta, narrador y profesor titular de Literatura Española en la Universidad Autónoma de Madrid. Ha publicado seis libros de poesía: Preludio a la inmersión (1999), El monólogo de Homero (2007), El síndrome de Diógenes (2009), Transporte de animales vivos (2013), El hombre al que le zumban los oídos (2021) y Tanatografía (2022, XL Premio Leonor de Poesía). También ha cultivado el diario y su dietario Cuidados paliativos obtuvo el XXIII Premio Café Bretón en 2017. Además, ha realizado, como traductor, versiones de Robert Bly, Jack Gilbert, Jane Kenyon, Ken Smith y Henri Cole. Charlamos con él sobre Una danza con los pies atados (Aristas Martínez, 2024), su primera novela, que aborda el delicado tema de la enfermedad mental y su tratamiento en España.

Una danza con los pies atados (Aristas Martínez, 2024) es tu primera novela, y me consta que ha tenido un largo proceso de escritura, precedido de una labor de documentación. Es una historia que cautiva, sobre todo por las voces de los internos que se alternan, destacando las del viejo anarquista Luis Piñero, recluido en el Manicomio del Carmen, de Mérida, y su hija Magdalena, monja. Eras conocido ya como poeta, como diarista y, por supuesto, como crítico y teórico de la literatura. ¿Qué te lleva a escribir esta novela? Así es, ha sido un proceso largo, sobre todo por lo que respecta a la investigación en archivos y a la lectura de fuentes acerca de la psiquiatría en España y Europa durante los siglos XIX y XX. La escritura en sí no duró tanto, aunque posteriormente fui revisando y amplian-

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do la primera versión durante algunos meses. Sucede a veces que una historia no la buscamos deliberadamente, sino que la tenemos cerca, casi encima, y que chocamos con ella o que nos llama desde nuestro entorno. El germen de la novela procede de una anécdota familiar, ya que un tío de mi madre pasó casi toda su vida en el entonces conocido como «Manicomio del Carmen» de Mérida. Era un asunto del que se hablaba muy poco, apenas alguna mención por parte de mi abuela, y era normal porque a comienzos del siglo pasado la enfermedad mental era un tema aún más tabú que hoy en día. Llegó un momento en que quise investigar la posibilidad de acceder a su historia clínica, depositada en la Diputación de Badajoz, y a partir de esa consulta di con otros expedientes y con cartas de internos o de sus familiares. Enseguida me di cuenta de que no podía escribir un ensayo o una crónica porque faltaban muchos datos (bastantes expedientes estaban en blanco, y ese vacío era simbólico del silencio que se imponía sobre sus vidas) y porque mi formación es filológica; así que partí de informaciones de carácter histórico para llevarlas a la ficción. Quise crear una serie de personajes que fueran más libres y no ir siguiendo un papel pautado del dato desnudo y verificable. Tomo para uno de los personajes el nombre de mi tío (Luis Piñero), pero le invento un pasado, ya que mi tío en realidad provenía de una familia campesina muy humilde. Aunque se trate de tu primera novela, creo que enlaza con el imaginario que habías plasmado hasta ahora en otros géneros y en tu interés por las enfermedades mentales, patente en libros como tu ensayo Rostros de la locura. Cervantes. Goya. Wiseman (Abada, 2012). Otro de tus grandes intereses es el surrealismo y otras


poéticas de lo irracional, en autores como Federico García Lorca o Miguel Labordeta. En tu novela, la percepción alterada de la realidad por parte de los internos se expresa con imágenes de gran fuerza poética, por ejemplo: «Mi delirio era algo que no sé explicar, algo espeso fluyendo en la nuca, un cubo de cangrejos que algunas veces se mueven y otras veces se están quietos». Y Francesc Tosquelles, exiliado amigo del psiquiatra protagonista, afirma en una carta a este: «Hay que considerar a los lo-

cos como poetas que no han sabido o no han podido hacer de su vida el poema indispensable». ¿Cómo explicas este interés por la locura y a la vez la manera de expresarlo con imágenes muy concretas pero muy líricas? Se ha dicho que mi poesía es surrealista. No sé si eso es muy acertado, porque ese adjetivo ha pasado a significar cosas dispares. Desde luego la mejor poesía surrealista es la que se escribió en España, seguramente porque hicieron un caso muy relativo al método de la escritura automática. Larrea, que es el que más se acerca a los planteamientos del automatismo psíquico, es mucho mejor poeta que Breton. La poesía surrealista francesa, salvo unos pocos poemas, me parece muy pobre. Sí es cierto que para mí el impulso inconsciente es relevante en la creación literaria; quiero decir, el carácter invasivo de una voz, una palabra o un conjunto de palabras, un ritmo, algo que se me impone como una necesidad y que ignoro de dónde viene exactamente. Lo irracional es constitutivo de lo humano y siempre me he alejado, por temperamento y necesidad, de discursos racionalizantes, porque son portadores de mucha voluntad de poder. Me atrae todo lo que tiene que ver con cierta esfera que inquieta o perturba (eso que Freud llamó lo siniestro), con lo incomunicable, con el mito, con lo que desafía al propio lenguaje o lo pone patas arriba. La literatura que más me agrada es la que zarandea al lector, la que le pone frente a sus abismos y angustias. Luego, en mi faceta de profesor universitario, he trabajado también a autores muy diversos que no tienen nada que ver con esa impronta, como Julio Camba, pero a la hora de escribir no me veo haciendo una literatura que no desafíe alguna frontera, del tipo que sea, estética, moral o ideológica. Pienso que si un escritor no es una singularidad, no es nada. No me

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Entrevista a José Antonio Llera

considero un escritor barroco, pero sospecho del escritor que no aporta un estilo, o que no trabaja en esa dirección. No entiendo eso que hoy se llama «prosa funcional» y me parece un fraude. Una de las cosas que más destaca en tu estilo es describir con imágenes muy sensoriales los estados de ánimo, como cuando Luis dice que «se me fue muriendo el deseo y solo quedó de él un olor acre a hormigas fumigadas». Para quienes conocemos los olores del campo, la novela es una delicia sensorial, delicia paradójica, claro, pues lo que se cuenta son historias duras. Son además sensaciones basadas en paisajes muy concretos, los de las Vegas del Guadiana y la dehesa extremeña. Llevas ya más de la mitad de tu vida en Madrid y, sin embargo, me asombra la fidelidad y riqueza con la que transcribes no solo paisajes y objetos del ámbito rural extremeño, sino estilos y maneras de hablar a los que dotas de una dignidad poética. Las experiencias de tu niñez y adolescencia tienen también mucho peso en tus libros de diarios, Cuidados paliativos (2017) y Estatuas sin ojos (2023). No sé si a partir de una cierta edad, lo que vivimos es simple repetición desvaída de lo que experimentamos con mayor viveza en la juventud. ¿Qué opinas al respecto y cómo ves la manera en que la memoria personal alimenta tu mundo literario? Experimentamos la muerte de un ser querido como un desgarro de nuestro yo porque nos hacemos con los demás, con sus conversaciones, con sus relatos, con sus cuidados. Lo explica Ana Carrasco en La muerte en común, un ensayo reciente que me ha interesado mucho. Para mí, el recuerdo de la infancia es como un avatar que protege en los peores momentos de turbulencia y desesperanza vitales. Quizás tenía razón Leopoldo María Panero cuando dijo en El desencanto que en la infancia se vive y luego solo se sobrevive. Mi infancia transcurrió en un pueblo extremeño, Talavera la Real, y es una circunstancia que, como señalas, se encuentra diseminada por mi obra autobiográfica, por mis diarios y por libros de poesía recientes como Tanatografía. En el caso de la novela es distinto, porque lo rural no es exac-

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tamente un refugio o un espacio idílico, sino que tiene muchas caras y matices, algunos claramente negativos, ya que se convierte en lugar de opresión y condena. Lo que sí he procurado recuperar a través de algunos de los personajes que aparecen en la novela es la forma de hablar de las gentes del campo, algunos giros populares, algunas palabras, todo lo que yo escuchaba a mi abuela, a mi madre o a mis tías (todas amas de casa y personas muy humildes), porque creo que un escritor también tiene que tener un compromiso con los sujetos subalternos, con determinadas vidas a las que se les mutiló el derecho a decir y narrarse. «Quiero acercarme al dolor de estos enfermos a pesar de que el dolor es incomunicable.» Así dice, en uno de sus cuadernos numerados, ese psiquiatra que es uno de los personajes más complejos. Discípulo del eminente Gonzalo Rodríguez Lafora (exiliado y, a su vuelta, represaliado por el franquismo), me parece que representa esa modernidad de raíz institucionista que choca contra la realidad más negra de la España de la época. La misma modernidad republicana que quiso regenerar España y que se evoca también en la visita, que fue real, de Miguel de Unamuno al Manicomio coincidiendo con su viaje para la representación de su traducción de la Medea de Séneca en el Teatro Romano de Mérida, de la que ahora se cumplen setenta años. Como en Unamuno, hay en el psiquiatra protagonista una profunda compasión, pero en él hay también un raro deseo de inmolación y una cada vez más inquietante cercanía con los enfermos, que adquiere rasgos perversos. ¿Qué puedes decirnos sobre este personaje? El joven psiquiatra, del que no sabemos el nombre, es uno de los personajes centrales de la novela. Tiene dos superiores, con los que entra en disputa muchas veces. Para mí, era esencial no construir un personaje plano, sino que debía evolucionar también y que algunos rasgos de generosidad o bonhomía se vieran contrarrestados por actos y palabras que van en sentido contrario, con el fin de provocar extrañamiento en el lector. A este psiquiatra llegado de Madrid le conocemos a través de sus cuadernos, en los que anota impresio-


nes, y por ellos sabemos que es discípulo de Gonzalo Rodríguez Lafora. Encarna los postulados regeneracionistas y republicanos, unas ideas que se derrumban cuando estalla la Guerra Civil y la psiquiatría pasa a estar dominada por Vallejo-Nágera o López Ibor, que hablarán del «gen rojo» y de la presunta resistencia de los soldados nacionales a la psicosis de guerra que sí padecían los del otro bando. Este joven psiquiatra es entonces un perdedor, del que sabemos además que ha tenido dos relaciones amorosas paralelas y ha huido. Nada queda de su juventud heroica al lado de su mentor. Es lúcido, autodestructivo y profundamente contradictorio (es decir, profundamente humano): le importa el tratamiento moral de los enfermos y se preocupa por humanizar la psiquiatría, pero también desarrolla una adicción a la morfina y perversiones oscuras y nada ejemplares. En cuanto a Unamuno, lo que hago es construir una escena ficticia pero verosímil a partir de un dato histórico, confrontar lo intelectual con la pérdida de la razón y con el desastre que eran todos los psiquiátricos de la época. «No sirve de nada tratar de ocultar por medio de discursos amables las porquerizas de la psiquiatría», dice en otro de sus cuadernos. Por la época y el contexto de la novela, con escenas tan crudas como la muerte de un gallo por una monja, uno piensa en el tremendismo de Cela, pero en ti hay un lirismo y una piedad por los personajes, aparte de una introspección, que hace pensar más en António Lobo Antunes por un lado o en Pascal Quignard por otro. Aunque tu escritura sea muy personal y en cierto modo a contracorriente de lo que se lleva, ¿reconoces alguna influencia o lectura determinante? Sí, hay lirismo y alguna veta de tremendismo. El asunto del lirismo me preocupaba bastante al inicio porque no quería dejar de contar historias, de narrar, y he querido también contener ese aspecto para no acabar haciendo un largo poema en prosa. En parte, es inevitable esa infiltración lírica, porque mi origen literario está en la poesía, que es la que permite sin duda acceder a ciertos mundos. Quizás al autor que yo tenía más presente al escribir Una danza con los pies atados era al Rulfo de Pedro Páramo, por la cuestión de las voces

que van retornando como letanías, y por el hecho de que esas voces —las de Luis Piñero y Magdalena sobre todo— son algo fantasmales al tratarse de monólogos interiores. El Cela que prefiero no es el de La familia de Pascual Duarte, sino el que es un poco más experimental, el de San Camilo, 1936 o Cristo versus Arizona. Cela empezó en la poesía y no dejó nunca de ser un poeta en prosa. Luego hay autoras a las que admiro mucho y que seguramente han dejado algún eco: Agota Kristof, Fleur Jaeggy, Herta Müller (pienso en La bestia del corazón) y Joy Williams, sobre todo Estado de gracia, que es una novela corta alucinatoria maravillosa que hurga en esas fronteras difusas entre lo normal y lo patológico, entre la vigilia y el sueño. Puede haber también muchas influencias inconscientes. No es el caso de Pascal Quignard, que me parece que está más presente en mis dietarios, ni de Lobo Antunes, a quien he leído todavía muy poco. La novela es un muestrario de personalidades que han desembocado en la locura por excesivas, por no caber en una sociedad que, como explicara Michel Foucault, se esfuerza por vigilar y castigar estos excesos. El pirómano Manuel, el compañero de Luis Piñero, Fernando Ouset, obsesionado con las mujeres, el soldado traumatizado por la guerra civil, pero no menos patológicos parecen algunos de los guardianes del Manicomio. No sé si nos puedes revelar qué parte de la novela es fabulación y cuál es mera historiografía, documentada en los archivos que consultaste, tanto del manicomio de Mérida como del antiguo manicomio de Leganés. Lo pregunto también por la autenticidad que rebosan las voces: uno creería estar oyendo estos monólogos de desventurados. Dice Fernando Colina, uno de los psiquiatras actuales que mejor ha escrito sobre la enfermedad mental, que el loco es alguien que no recibió el suficiente afecto o que lo recibió de forma equivocada, y también que todos deliramos en mayor o en menor medida (Lacan lo dirá de otra manera: tan loco es el loco que se cree rey como el rey que se cree rey). La parte específicamente histórica de la novela es mínima y tal vez no alcance ni un cinco por ciento. Al comienzo y al final hay un

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Entrevista a José Antonio Llera

narrador en tercera persona que describe el espacio del psiquiátrico y para ello me basé sobre todo en el Proyecto médico razonado para la construcción del manicomio de Santa Cruz de Barcelona (1860), de Emilio Pi y Molist, porque necesitaba datos sobre la arquitectura de esos establecimientos; pero esta información rápidamente está atravesada por la ficción porque invento una serie de tratamientos (casi torturas) y espacios que no están documentados, y que tienen que ver más con el absurdo que transmite el cuento de Kafka «En la colonia penitenciaria». Cuando en la parte final se habla de las máquinas terapéuticas, hay una parte histórica indudable, ya que para el tratamiento de la enfermedad mental se emplearon camas o sillas rotatorias (Kraepelin las describe), pero de nuevo transformo esos datos acudiendo a la imaginación e inventando una serie de artilugios que son pura fantasía. En el caso de algunas voces secundarias, como es el caso del celador, me baso en un informe muy breve que se redacta tras la fuga de un interno en Mérida, pero amplificando mucho esa anécdota. La voz del pirómano a la que te refieres es totalmente ficticia, sin ningún amarre histórico. En fin, el objetivo de la novela es crear esas zonas de sombra entre la locura y la razón, entre lo histórico y lo ficticio porque es una libertad que el novelista se puede permitir. No entraba en mis planes desde luego crear un narrador que objetivara el relato y que dijera hasta dónde llega la realidad y dónde comienza lo imaginario. Quería llevar la novela en otra dirección. Eso sí, era fundamental la verosimilitud, y que cada personaje respondiera a un tono o registro diferentes dentro de ese mundo posible, que la polifonía funcionara realmente. En conjunto, la obra que tenemos resulta casi hipnótica: la peripecia de los personajes se combina con una labor de arqueología sobre la psiquiatría que resulta espeluznante, como si hubiera dialogado Foucault con el Faulkner que creó al Benjy de El ruido y la furia. La pregunta es obligada: después de esta novela, ¿tienes otros proyectos narrativos? Sí, tengo otros proyectos, pero no todos tienen que ver con la narrativa. Uno de ellos es un libro de poesía que todavía debe tomar un rumbo más cierto y definir su perfil. Escribo también un tercer volumen de diarios.

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Es esta una escritura que surge sin ninguna premeditación, de forma espontánea, que no está sometida estrictamente al calendario (mis diarios no están fechados), y que en mi caso también sondea el pasado, no está orientada solo al presente. Además, tengo un proyecto de novela que quiere pensar qué significa ser hermanos, ese vínculo que a veces es muy extraño y perturbador porque nos viene dado, como sucede con el nombre propio, que pertenece al deseo del otro, un deseo que tenemos que asumir. Pero para mí la narración, a diferencia del libro de poesía o el dietario, es siempre una tierra desconocida, porque me siento más inseguro en ella y nunca sé si lo que planeo saldrá adelante o si se me cruzará otro proyecto en el camino. Sería incapaz de cumplir con el compromiso que contraen algunos escritores para entregar a su editor una novela cada año o cada dos años. No podría trabajar así. No vivir de la literatura me da esa libertad.


Entrevista a Dahlia de la Cerda Texto: Natalia Consuegra y Juan Camilo Rincón Fotografía: Barry Domínguez ©

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Entrevista a Dahlia de la Cerda

Dahlia de la Cerda fue becaria del Programa Jóvenes Creadores del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes de México, finalista del Premio de Narrativa Breve Ribera del Duero en 2023 y ganadora del Premio Nacional de Cuento Joven Comala en 2019… y también, como ella misma lo cuenta, empleada de un bar, una fábrica de dulces y un centro de atención telefónica, y vendedora de Avon, de rosas negras en la calle y de ropa de segunda en un mercadillo callejero. La egresada de la licenciatura en Filosofía, incluida en antologías de narrativa y ensayo, y codirectora de la colectiva feminista Morras Help Morras es una de las voces más interesantes y poderosas de la literatura de ficción y no ficción en lengua española de la actualidad. Conversamos con ella sobre su libro de cuentos Perras de reserva (Sexto Piso, 2022), donde las mujeres, violentas y violentadas, homicidas, madres resignadas, prostitutas, elegantes damas y trabajadoras de maquilas encuentran una reivindicación. Sus cuerpos y sus sentires concurren en una interesante narrativa que rescata las palabras como «el acto político de las desposeídas», de aquellas que emergen de los zulos y resisten sin un cuarto propio.

De Perras de reserva resulta muy llamativo el realismo descarnado de sus protagonistas. ¿Cómo logra que la ironía y el sarcasmo atraviesen estos relatos sin restar complejidad a las historias? Yo siento que tiene que ver con que soy mexicana. En México somos muy de burlarnos de todas las tragedias. De hecho, es muy común la frase «¡Que viva mi desgracia!». Tenemos un humor muy oscuro frente a las adversidades y siempre encontramos un espacio para la resistencia y el humor. También creo que tiene que ver con un tema de personalidad, que tengo cierta chispa ante ciertas situaciones, pero hay gente, como el psiquiatra, a quien le preocupa gravemente la manera en que me expreso frente a algunas situaciones trágicas. Ocurre también que antes de ser escritora, soy lectora. Cuando yo leía libros que trataban de violencia y más violencia, miseria y más miseria, sobre todo en contextos precarizados —que es en los que yo más he habitado y los más cercanos para mí—,

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me indignaba mucho porque en esos lugares de alta marginación o mucha violencia también veía mucho espacio de resistencia y de humor, donde la gente se la pasa bien a pesar de las condiciones. Tú puedes entrevistar a personas que viven en contextos de alta marginación, en barrios muy peligrosos o empobrecidos, y te van a decir que a veces son felices. Yo vivo con muchas carencias pero soy feliz, me la paso bien y quería reflejar eso: que no todo es dolor, sufrimiento o tragedia, sino que incluso en las situaciones más adversas hay esas lucecitas de esperanza y humor, y también podemos tener espacio para el goce. Sus cuentos están atravesados por las subjetividades de los cuerpos. ¿Cómo los narra? A mí me interesa mucho la diversidad porque creo que las personas somos muy diversas en corporalidades, pero también me interesa visibilizar cómo la materialidad en la que estamos habitando tiene repercusiones en la realidad. La violencia que vive una mujer trans es muy específica debido a la corporalidad que habita, porque hay un odio muy específico hacia ellas; entonces les arrancan los implantes o les lesionan la cara para dejarlas completamente desfiguradas. El cuerpo que habitas también determina mucho la violencia. Por ejemplo, tengo amigas que tienen el cabello afro a las que les han dicho: alísate el cabello o hazte trenzas o algo, pero no lo traigas así. A mi pareja le pasaba mucho que de niño la gente le decía chipehua o gran jefe mayor porque, aunque es de piel clara, tiene los rasgos racializados. Él sufrió esas violencias del racismo y el clasismo, y se las toma muy en serio porque lo han atravesado. Eso ha cambiado un poco a raíz de este boom de reapropiarte de tu identidad, y hoy veo que se siente mucho más cómodo con su aspecto, ya se suelta el cabello, pues antes casi siempre lo traía recogido para que no le dijeran indio, pero ahora dice: ay, estamos de moda y ¡que viva la «indietud»! Y también están los privilegios… Por supuesto. El cuerpo que habitas también genera o hace que un montón de violencias recaigan sobre ti, pero también un montón de privilegios. Me interesa mucho hablar cómo es que esa corporalidad y esa mate-


blicas. Entonces ella se encontró con esa realidad de un montón de mujeres que necesitan el servicio y nos dijo: ¿cómo me pueden ayudar a solucionar esa necesidad concreta? Yo le dije: mándamelas a todas para que podamos hacer algo más profundo. Es que ella nunca había estado en esa posición, así que creo que trabajar directamente con la gente es lo que hace falta, y puede ser desde cosas bien micro.

rialidad también influyen en cómo te ve la gente, cómo te trata. Dicen en México que, como te ven, te tratan, y eso se refleja un montón, pero también sobre cómo se construye tu ontología. A mi mamá, que es una mujer casi transparente y de ojos azules, le cuesta mucho trabajo entender el racismo porque nunca la ha atravesado, ni siquiera cuando vivió en Estados Unidos. Ella era inmigrante ilegal, trabajaba en la pisca de la aceituna y cuando llegaba la migra se llevaban a todo mundo menos a ella porque daban por hecho que era gringa. La corporalidad en la que habitas influye en todo tu ser. En el ensayo que usted escribió para Tsunami 2 (Sexto Piso, 2020, con edición y prólogo de Gabriela Jauregui) hace una crítica al exotismo académico y al feminismo de escritorio. ¿Cómo cambiar ese estado de las cosas? Salir a la calle y yendo a trabajar desde lo micro. Te voy a poner un ejemplo: conozco a una servidora pública que trabaja en una institución pública de Aguascalientes; ella siempre ha sido feminista institucional de escritorio. Allá recientemente se despenalizó el aborto, pero no se legalizó; se modificó en el código penal pero todavía no se da el servicio en instituciones pú-

¿Cómo ha vivido eso en la literatura? Me he dado cuenta de lo que atravesamos las mujeres en este ámbito. Nos exigen un montón, nos exigen muchísimo y nos critican: si escribes sobre feminicidio, ¿por qué escribes sobre eso?; si no escribes sobre feminicidio y escribes sobre elfos, ¿por qué escribes sobre elfos? Si vendes mucho, porque vendes mucho; si no vendes, porque no vendes. Si ganas premios: chicas, ¿no están hartas de ustedes mismas? Y si no ganas premios: ¿ven?, las mujeres no sirven para escribir. Siempre está esa exigencia. Yo conozco hombres que ganaron un premio hace veinte años, que no han escrito nada en diez y que se siguen presentando como escritores y nadie les pregunta: ¿de verdad eres escritor?, ¿cuál fue el último libro que publicaste? Un escrutinio permanente… Yo todo el tiempo tengo que estar defendiendo mi lugar en el mundo, todo el tiempo hay alguien ninguneándome, sometiendo a examen mi trayectoria literaria, buscando explicaciones. Un hombre puede ganar un premio y nadie lo va a someter al escrutinio con lupa de si se lo merecía o no, pero con las mujeres, sí. Desde ahí se puede incidir; yo constantemente estoy ahí chingue y chingue: nos exigen un montón, ¡pues exijan también a los hombres! A nosotras no nos dejan escribir de nada y a ellos les dejan escribir de todo, hasta de pedofilia. Se trata de ver en tu entorno inmediato qué problemas hay, qué problemas atraviesan las mujeres y ver soluciones colectivas que sean viables. Si a tu comunidad le falta agua, quizás sea completamente utópico que metas el alcantarillado, el drenaje, todo eso, pero a lo mejor sí puedes conseguir que vaya una pipa cada tercer día a abastecer agua. Tienes la utopía en el horizonte, pero hay que ver que sea viable.

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E l s a l ón d e l o s e s p e j o s

Entrevista a Lorena González Lázaro Texto: Jordi Gol Fotografías: cedidas por la entrevistada ©

El fútbol es el deporte rey: en su órbita gravitan ingentes cantidades de dinero y de vidas; es omnipresente en la vida cotidiana, en las conversaciones de bar o de sobremesa. Aunque muchos lo intentemos, no se puede permanecer ajeno a su influjo. No obstante, sorprendentemente, es un asunto escasamente literario: pocas novelas o relatos tienen el mundo del fútbol como marco (como sí ocurre con el boxeo, por ejemplo). La escritora Lorena González ha aceptado el reto con un órdago añadido: poner el foco en el tabú de la homosexualidad en el mundo del fútbol —de los más de sesenta mil futbolistas en activo, apenas una veintena se han declarado abiertamente homosexuales— con su libro Guarda silencio (Plaza & Janés, 2023), que ficciona los escollos y reticencias que afronta la relación sentimental entre dos jugadores en el fútbol español. Lorena González (Barcelona, 1984), ha sido periodista deportiva de COPE, Onda Cero y radio Marca, y comentarista pionera en DAZN. Colabora en el programa de televisión Estudio estadio de RTVE desde 2013 y escribe reportajes y entrevistas en revistas como Relevo y Panenka, entre otras.

¿De dónde surgió la idea de escribir esta novela? Después de algo más de una década realizando entrevistas y reportajes como periodista deportiva, me di cuenta de que acumulaba mucho material que no se había publicado y era el que tenía más valor. Se trataba de muchas charlas relacionadas con la vida más personal de los protagonistas del fútbol, lo que les convertía en hombres mundanos más que en seres endiosados, de esos que levitan sobre el resto de los mortales. Y no, no es tan así. Lo que sucede es que relacionamos el éxito en sus profesiones con la felicidad, pero a menudo es todo lo contrario. Atraviesan circunstancias y lugares oscuros, de mucha soledad, miedo, insegu-

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ridad, presiones… Por ello callan, guardan un silencio que había que contar. Por otro lado, me apetecía realizar una lectura más profunda, o una escritura en este caso, donde cuestionarnos por qué en el fútbol de primer nivel no conocemos caso alguno de un homosexual reconocido públicamente. Decides utilizar un narrador omnisciente neutral, pese a que un narrador en primera persona hubiese sido más empático. ¿Qué ventajas e inconvenientes te aportó esta decisión? Sigo dudando de esa decisión. Pero creo que la elección se debe a varios motivos. Por un lado, porque me hace menos ruido cuando leo textos en tercera persona, la primera me sobrecarga más. Y por otro, me permitía mantener cierta distancia con los personajes y no caer en un exceso de subjetividad. Con la historia pretendía también generar cierta crítica a todos los actores del mundo del fútbol y de la sociedad misma, así que sentía que manteniendo la voz del narrador omnisciente podía mantenerme algo más al margen y abarcar toda una vista general, como si fuera una cámara, un dron, que desde lo alto de un estadio va observando cómo se mueven todos los personajes y sectores implicados, sobre todo cuando salen de ese espacio. La novela arranca con un capítulo a modo de teaser de serie televisiva. ¿Qué se puede aprender de las series en cuanto a trama y mantenimiento de la tensión? En realidad, ese primer capítulo lo añadí a mitad del manuscrito. Es decir, en un principio seguí el orden cronológico de los hechos. Hasta que me di cuenta de que iniciar la novela con el acontecimiento que marcaría un antes y un después en la vida de todos los implicados, sin desvelar quién se había suicidado y no desve-


larlo hasta el final, podía mantener la tensión y además empezar a generar un vínculo más profundo con los protagonistas. El suspense no era el cometido de esta novela, pero los contenidos audiovisuales que arrancan de esa manera ayudan a ir trazando un cuadro en el que el espectador o lector toma su propio rol y se mantiene más despierto en la trama. La novela gravita sobre dos personajes: Gabriel y Álvaro. ¿Cómo ha sido el proceso de creación de ambos personajes? Gabriel es un futbolista joven, sudamericano, que cruza un océano en busca de cumplir su sueño. Con demasiadas expectativas sobre él, es una rara avis en el fútbol,

donde sus inquietudes van más allá del deporte. Es todo eso que genera distancia con el resto de sus compañeros, por sus gustos culturales, su forma de vida, alejado de la ostentosidad y cercano al mundo real. Al principio se muestra como un hombre con una sensibilidad enorme, una cualidad que se puede asociar a debilidad, más en su profesión. Sin embargo, página tras página, su fortaleza crece y es un personaje al que adoro, al que me gustaría encontrarme en muchas novelas. Podría provocar rechazo por su valentía y creo que consigue todo lo contrario. Álvaro me llenó de ternura. Lo presenté como un tipo frío, rudo, contenido. Y me encantó ir viendo cómo se desarma y se desnuda interiormente. Aunque sea de una forma muy diferente a la de Gabriel. Ambos personajes tienen una alta carga de simbología, aunque me costó explayarme con algunas secuencias íntimas. No quería ser excesivamente explícita con ellos, encontrar el equilibrio era un reto para mí. En el libro pululan muchos personajes secundarios, ¿te has inspirado en personajes reales que has conocido o son totalmente inventados? Me he topado con la mayoría de ellos, aunque he modificado sus nombres o jugado con sus apellidos. Otros me los he inventado a partir de varios estereotipos o figuras que ya existen en el fútbol y en la sociedad. Gabriel también sufre por la incomprensión de su entrono respecto a su sed de cultura y a su sensibilidad. ¿Hay una crítica a la frivolidad del mundo del fútbol? Exacto. Parece que ya está asentado que el futbolista debe ser simplón, sin intereses que trasciendan su realidad profesional. Que no se planteen cuestiones políticas o artísticas, por ejemplo, porque la sociedad y los medios, a la vez que los critican por su supuesta

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E l s a l ón d e l o s e s p e j o s

Entrevista a Lorena González Lázaro

incultura y desinterés, también lo hacen cuando se implican. En su entorno sucede algo bastante parecido, o no comprenden que reciban terapia psicológica o que tengan ciertas preocupaciones. Como si el ser millonarios les eximiera de absolutamente todo lo demás. Y sí, también está el futbolista que no es consciente del poder que tiene sobre todo en los niños y en los jóvenes y lo que podría conseguir si potenciara e inspirara otras causas más productivas y educativas. Los escritores jóvenes integran cada vez más personajes LGTBIQ+ en sus libros de forma orgánica, sin que su opción sexual o su género sea la característica que los define. Sin embargo, los escritores de generaciones anteriores inciden en la angustia que origina la orientación sexual en el personaje. ¿Tú notas como lectora ese cambio? ¿Crees que se está normalizando el vivir diferentes opciones sexuales? En la sociedad puede que ya se esté asentando una normalidad, pero no las tengo todas conmigo con lo que respecta a la generación de nuestros padres. Ellos, muy a menudo, todavía se sienten incómodos, consideran que la homosexualidad forma parte de una moda, que «no hace falta» demostrarlo, y les genera rechazo la imagen de dos personas del mismo sexo en actitud romántica o íntima. Lo mismo sucede con la literatura. Sé que hay pasajes de la novela que no han gustado, que se han leído de soslayo o prejuiciosamente. Esas mismas situaciones y su forma de desarrollarlas, entre heterosexuales, no les hubieran provocado ningún reparo, al contrario, y leerían con buenos ojos como una buena aportación a la historia. Seguramente todo se debe a esa falta de costumbre y a seguir pensando que antes no existía, como si no se debiera a que antes se guardaba ese silencio por el miedo a las consecuencias, de todo tipo. Normalizar la visibilidad de la homosexualidad es cuestión de tiempo y educación, de que las nuevas generaciones solapen a las anteriores con una apertura y libertad bien distintas. El arte y la homosexualidad conviven mucho mejor, no en el fútbol. Mezclarlo con literatura es un paso más. La novela tiene un final agridulce: es precisa una pérdida trágica para que la sociedad cam-

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bie en positivo. ¿En ese sentido la consideras una novela pesimista u optimista? Personalmente la tomo como una historia muy esperanzadora. A pesar de que hay un desencadenante trágico, que dinamita a todos, sirve para conmover y concienciarnos a todos los estamentos. El futbolista es un ciudadano más. Y nadie se escapa de la onda expansiva de esa explosión. Creo que también es una forma de anticiparnos, al menos de pensamiento y con pequeñas acciones, porque no hace falta una tragedia para que empiecen a darse cambios reales. Así que sí, claramente nos deja un hilo de esperanza, también por la herencia emocional entre los personajes y sus familiares. A pesar de sus connotaciones de esfuerzo, superación y épica, el deporte (salvo el boxeo) es un tema poco literario. ¿A qué crees que es debido? Debatimos muchas veces sobre ello y no llegamos a ninguna conclusión de peso. Es evidente que la literatura sobre fútbol no ha tenido muchos adeptos precisamente cuando se tratan circunstancias del juego.


En Guarda silencio cuando escribo momentos de un partido o entrenamiento, es siempre para representar y contextualizar unos acontecimientos. En la literatura o el cine no podemos plasmar el impacto que tiene el directo, la incertidumbre de lo que va a pasar en una competición, la emoción que desencadena la derrota o la victoria de tu equipo, más en un deporte tan pasional como el fútbol. Es imposible porque en una obra el resultado ya es predecible, está escrito o grabado. Creo que va por ahí. Aunque hay fútbol que se lee, con publicaciones que insisten en ello como las revistas Líbero y Panenka. Una autora siempre tiene acreedores literarios. ¿Qué autoras o autores te han influenciado? Me distancio del concepto influencia. Son palabras mayores, ojalá alguno de las autoras o autores que he leído me hubiesen influenciado, pero sería demasiado atrevido por mi parte pensar que Cortázar, Borges, Hesse, Sábato o Benedetti me hayan condicionado en mi forma de escribir. Sí puede plasmarse un gusto por ciertos temas, miradas existenciales o pensamientos con los que tengo más afinidad y se puedan implantar a la hora de escribir. En la última parte del libro hay una crítica constante hacia las condiciones en que trabajan los periodistas deportivos. ¿Es duro ganarse la vida con la pluma en el ámbito del depor-

te, sobre todo siendo mujer en un mundo tan masculino como el del fútbol? Absolutamente sí. La buena pluma está cada vez más obsoleta, la inmediatez de internet ha modificado todo. No hay tiempo, y no importa tanto la calidad del texto como la rapidez con la que lo escribas. El lenguaje apenas se cuida, se prefiere que tenga más morbo, o incluso se manipule, para generar más llegada y clickbaits. Se ha sacrificado el componente literario del periodismo, no solo del futbolístico. También se parte de la creencia de que el fútbol tiene una audiencia «simplona». Pero esto es como cualquier círculo vicioso. ¿Qué viene antes? Ahora todo es precario, la viabilidad de los medios es cada vez menor, la gente prefiere ver un vídeo que leer, y además lo hace desde dispositivos donde el tiempo de lectura también es inferior. Nos informamos con prisa, no reparamos en informarnos con calidad y a la vez, quedarnos con un poso cualitativo. Con lo que respecta a la figura de ser mujer en el periodismo deportivo… Tras catorce años en el medio, cada vez me doy cuenta de que es muy machista, lo que pasa es que anteriormente vivía situaciones que veía como normales. Y no lo eran. Todo cuesta mucho más si eres mujer, tienes menos credibilidad, recae más presión sobre ti porque tienes que demostrar a cada momento y con más notoriedad que estás ahí por conocimientos y méritos propios. El error lo pagamos mucho más caro que el hombre, empezamos de cero cada día, tampoco nos beneficia que ahora por cuota deba haber cierta presencia femenina. Creo en la meritocracia, pero también en la empatía, incluso entre nosotras mismas. En muchas ocasiones yo me he sentido más discriminada por una mujer que por un hombre. Aunque sí, claramente este es un mundo masculino que, a pesar de haber evolucionado, sigue relegándonos demasiado y exigiéndonos requisitos que no les exigen a ellos. Háblanos de tus próximos proyectos. Quiero pensar que, para seguir superando el síndrome del impostor, que me acompaña a lo largo de toda mi vida y más en un proceso creativo, es necesario seguir escribiendo. Y eso estoy haciendo. He empezado una nueva novela, que repite los espacios protagonistas de España, Argentina y Uruguay, con toda la connotación que tienen para mí, pero se aleja del fútbol, por ahora.

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E l s a l ón d e l o s e s p e j o s

Entrevista a Leonard Beard Texto: Eduardo Suárez Fernández-Miranda Fotografía: cedida por el entrevistado ©

Leonard Beard (Coventry, 1962) es uno de los más destacados ilustradores de la actualidad. Sus creaciones «mezclan misterio, ironía y un cierto ambiente de desolación». Las ilustraciones de los carteles, libros, revistas y artículos de opinión en los que ha trabajado llevan su sello inconfundible. Editoriales como Quaderns Crema, Acantilado o Blackie Books cuentan con sus diseños. Se inicia muy joven en la pintura, llegando a alcanzar un gran reconocimiento. Ha expuesto su obra, de forma individual y colectiva, en España, Estados Unidos, Italia o Japón. Conversamos con Leonard Beard sobre su obra como pintor y dibujante.

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«Reflectir els costums, les idees i l’aspecte de la meva època segons el meu propi judici; no ser solament un pintor, sinó també un home; en poques paraules, fer art actual: aquest és el meu objectiu». Estas palabras de Gustave Courbet se incluyeron en el catálogo de la exposición que se celebró en las Sales Municipals de la Rambla de Girona, en 1990. Han pasado más de treinta años. Como pintor, ¿sigue compartiendo las reflexiones del artista francés? Creo que lo que me gustó de este pensamiento de Courbet es que habla de «art actual» como una actividad que se puede ejercer desde muchos ámbitos, no solo pintando y exponiendo en una galería. En mi caso, por ejemplo, he estado inmerso en la actividad de ilustrador de prensa durante más de veinte años y esto me ha dado la oportunidad de conectar con mi época, reflejar opiniones sobre la actualidad y usar esta ventanita para «hacer arte». ¿Cómo surgió su interés por la pintura? El dibujo, y posteriormente la pintura, representó para mí ya de niño un espacio privado de reflexión y aprendizaje. De algún modo operaba como una especie de refugio. Desde muy joven, su obra se expuso en muestras colectivas, como la de La Sala del Cel, en la que coincidió con Pep Camps, Chago Medina o Mari Oliveras. ¿Qué recuerda de aquella época, y de su relación con otros artistas? En los primeros ochenta, conocí a Pep Camps y a través de su padre, que tenía una tienda de marcos en Salt, conecté con la realidad artística de Girona. Para mí, que venía de pintar pequeños lienzos al óleo en el comedor del piso de mis padres, supuso un salto a un mundo maravilloso donde el arte y los artistas eran reales y accesibles. Esto, junto con una estancia de un par de meses en Berlín el verano de 1981, lo considero mi universidad.

Se ha dicho que «[Leonard Beard] está inscrito en las corrientes hiperrealistas, pero menos irónico y mucho más poético. Su obra está muy preocupada por la composición y por captar planos de la percepción ocultos». ¿Comparte esa visión acerca de su obra? Siempre he huido de encasillamientos, escuelas o tendencias. Y la razón principal es que uno debe sentirse lo suficientemente libre como para romper y saltar adelante. Mis galeristas no entendieron, en un momento en que mi obra conectó con un cierto mercado del arte, que yo necesitara seguir creciendo y buscar mi camino. Creo que el interés hacia una pintura o una fotografía proviene de la composición. Sin composición no hay mensaje. Es el esqueleto. A partir de ahí todo es posible. Mi obra actual se podría comparar a cierta música de jazz, fresca, luminosa, expansiva. Con un sonido limpio, diáfano. Sin partitura, solo improvisación y riesgo. Alterna la pintura y la ilustración. En ocasiones, su obra pictórica, muy depurada y de trazo muy nítido, se asemeja a sus ilustraciones. ¿Puede resultar difusa, en esos casos, la línea que separa su trabajo como ilustrador del Leonard Beard pintor? Considero la ilustración como una escuela de expresión y conocimiento que ha viajado paralela a la pintura. Ilustrar ha supuesto una labor de limpieza y depuración expresiva a través de los años difícil de acometer únicamente desde la actividad pictórica. Ha colaborado con The Guardian, Vanity Fair Italia o El Periódico de Catalunya. ¿Difiere mucho la forma de trabajar con cada uno de estos medios de comunicación? Básicamente se trata de poner tu «voz gráfica» en un contexto. Entender ese contexto y cuál debe ser tu aportación es lo más importante. Eso funciona para cualquier publicación.

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E l s a l ón d e l o s e s p e j o s

Entrevista a Leonard Beard

Ilustra algunas de las portadas de Blackie Books, Amsterdam o Quaderns Crema. Libros de Francesc Trabal, Sergi Pàmies, Robert Coover o Sławomir Mrozek llevan su firma. ¿Cómo se plantea el diseño de una portada? Como en las ilustraciones de artículos. Una mirada lo más clara posible, no traicionar el sentido del texto, libro, etc. Aportar dignidad y aplomo aliñado con algunas gotitas de poesía… La ilustración de una portada de libro y de un artículo periodístico, ¿es similar o se tienen en cuenta aspectos diferentes? Hay que entender que un libro es un objeto. Y que tu ilustración es parte (importante) de un engranaje donde está el diseño de la colección, la tipografía y la mano del diseñador. Como dije antes, es importante no traicionar el sentido del libro, aunque la imagen debe ser atractiva y en cierto modo actuar de anzuelo visual. En la ilustración de un artículo lo importante es atraer la mirada del lector y convencerlo para que se sumerja en el texto. Usted ilustró la novela L’illa del tresor (Quaderns Crema, 2001). ¿Fue una propuesta suya o del editor Jaume Vallcorba? Fue una propuesta de Jaume, que yo acepté encantado, claro. ¿Puede hablarnos un poco de su trabajo en esta edición? Pensé que no tenía sentido hacer un tour de force con las míticas ediciones ilustradas que conocemos, la magnífica de Junceda sin ir más lejos, donde primaban la profusión de detalles e información gráfica de todo tipo: ilustraciones navales, botánicas, los atuendos y vestimentas, las expresiones faciales… Así que ofrecí una mirada más interiorizada y esencial. Contenida, diría yo. Ofreciendo espacio al lector para que completara su visión. Hoy en día todo el mundo sabe cómo es una selva o ha visto barcos de la época en películas de piratas, etc. Sencillamente intenté abrir una ventanita distinta.

Les galetes del Saló de Te Continental (Cruïlla, 2007), de Josep Maria Fonalleras, fue otro de sus trabajos. Al igual que en L’illa del tresor, utilizó dibujos en blanco y negro. ¿Cuál fue el motivo?

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No lo recuerdo exactamente, pero creo que me lo encargaron en blanco y negro. América Sánchez, Perico Pastor o Quim Monzó son algunos de los ilustradores afincados en Cataluña. ¿Qué le parece su obra gráfica? América Sánchez es un grafista de referencia que ha hecho escuela. Aportó una mirada muy fresca y nos educó visualmente. Perico es un gran artista que ha sabido cruzar el virtuosismo de la pincelada oriental con la calidez y sensualidad mediterráneos. Poca gente conoce la faceta gráfica que Quim Monzó esconde tras su literatura. Me siento muy identificado con sus imágenes porque suelen ser a la vez simples y con mucha fuerza, de una gráfica muy potente. Para finalizar, me gustaría que nos contara en qué nuevo proyecto está trabajando. Suelo estar en mil cosas. Siempre dibujando, pintando. Empecé este verano haciendo esculturas y parece que abrí la caja de los truenos de la cantidad de cosas que van saliendo. En otro orden de cosas estoy preparando un álbum de viñetas sin texto, en el que cada página es un pequeño relato. Es un proyecto personal que todavía no sé si verá la luz. Como tantos otros…


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L a vi d a b r e v e

Nido de aviones Iria Fariñas

Una criatura cae del cielo. Un avión. Golpe seco como de castaña suicida. Golpe contra cemento bajo sol de mediodía. Después, espasmos y alas que buscan retomar el vuelo. El avión común, a diferencia de la golondrina, carece de los reflejos azules de su prima. A cambio, presenta una garganta blanca y un aspecto más redondeado. Azahar no puede señalar ninguna de estas características desde su balcón, pero toda una vida en el pueblo le ha enseñado a prescindir del análisis y a confiar en la intuición. Es la única manera de no enloquecer en un lugar así. Observa al pájaro arrastrarse por el patio de la almazara, ya casi abandonada, y empatiza con el animal. Incluso le pica el nacimiento de las alas, es decir, de los omóplatos. Se estira sobre sus empeines para volcar aún más el cuerpo contra la barandilla y achica los ojos: ¿se habrá partido las piernas, es decir, las patas? El ruido ha sonado a juicio final, a cráneo hendido por la velocidad. ¿Cuánto tiempo le queda? Baja las escaleras de dos en dos, reanimada de su modorra anterior. En la cocina, su abuela remueve un puchero que compite con las temperaturas infernales del verano. Masculla una despedida rápida mientras coge las llaves y abre la puerta, pero, pese a su eficacia, alcanza a escuchar la respuesta: ¡Las tardes a dos no comemos! El eco del portazo retumba con mayor ímpetu del que pretendía. Le parece que fragmentos de su voz escapan en estampida. Mientras se aproxima a la almazara, intenta recordar, como cada día, cómo y cuándo se le desordenaron las palabras a su abuela. Primero fueron los adjetivos, de eso está segura. Al principio pensó que era cosa de la edad: retruécanos arcaicos como síntoma de deterioro y nostalgia. Pero, por mucho que lo intenta, no logra compartimentar el Primer Cambio, ese que pulsó el interruptor. Tampoco tiene claro si descubrir el origen facilita la ruta hacia la salida o al contrario. Se detiene en seco. La puerta de la almazara es inmensa y está oxidada. De eso está segura. Rememora: varios carteles avisan sobre sistemas de seguridad y cámaras, todo ello obsoleto. La estructura solo es utilizada por la cooperativa ocasionalmente, cuando hay suficientes aceitunas como para que merezca la pena el esfuerzo, lo cual sucede cada vez con menos recurrencia. Lleva en un estado de dejadez creciente desde hace ya algunos años. Ha contemplado su deterioro progresivo, cada día, desde su balcón. Su balcón, que es la única manera que tiene de sobrevolar el mundo. Sin embargo, de repente, los ojos contradicen a la memoria: donde siempre existió un seguro a levantar, no hay nada. Ni verja rodeada por la vibración de las avispas, ni carteles ni puerta: un camino liso de tierra conduce hasta un molino. Cuando su abuela y ella caminaron tantas veces, a menos de un metro de distancia la una de la otra aunque apenas intercambiando instrucciones funcionales (cuidado con esa piedra, que está suelta / no te apoyes ahí: eso es una ortiga / vamos mejor por este

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camino de aquí) y observaciones casi enciclopédicas (la floración de las buganvillas no es perenne sino que está en constante renovación / la calcita se diferencia del cuarzo por su clivaje rómbico / ¿tú crees que el orégano silvestre huele como en Italia, abu?), junto a la estructura de metal de la almazara, Azahar recuerda haber fantaseado con la idea de que el río estuviera más cerca, con poder escuchar el agua corriendo desde su cama. Pero aquello apenas había sido una ensoñación, ¿no? Mientras avanza por el camino de tierra, distingue que el avioncillo ha dejado de moverse. Tiene las alas extendidas y la cabeza sumergida en las sombras proyectadas por las muelas del molino. Azahar se acuclilla y comprueba que no respira. Recoge el pájaro con ambas manos y se va de allí con los brazos extendidos como en una ofrenda. Busca un olivo adecuado para depositar el cadáver entre sus raíces y rememora por milésima vez aquel paseo: la vibración de las avispas en torno al óxido de una verja que, empieza a dudar, quizá se haya inventado; su abuela con la mirada fija en el horizonte imposible, más allá del pueblo y de las montañas que lo engullían: Otra muerte que no pueblo, la propia no conoce este. Azahar recuerda asustarse: Abuela, ¿estás bien? Y ella: También tragando tierra lo siento. A ti que te esté. Abuela, ¿qué dices? Retroceder razones: tenían huida para quienes la intentaron. Vamos al médico. Hace calor. ¿Quieres agua? Queda solo una noria en camino de desaparecer, ahora abrió el caos. Y tras aquel trastorno lingüístico, su abuela volvió a su mutismo habitual. A veces, Azahar pensaba que, cuando su madre las abandonó en aquel pueblucho en mitad de la nada, se llevó consigo el ruido que un día les perteneció. Desde entonces, se hizo el silencio en aquella casa y, cuando salían, ni la corriente del río tras el deshielo ni las migraciones de aves ni los berridos de los vecinos eran capaces de traspasar la membrana que las rodeaba. Azahar no soñaba más que con reventar aquella burbuja. Pero siempre detenía el dedo a un milímetro de su superficie. Azahar, de espaldas al movimiento circular del molino, deja el cuerpo del avión, cada vez más tieso y frío, entre dos raíces que dibujan un nido. Imagina al pájaro despertando y yéndose. Qué hermoso lugar para abandonarlo. Imagina las huellas del despegue. No imagina, sin embargo, su trayectoria, una vez superadas las copas de los árboles. Le cuesta predecir a dónde van los que se van. Ni Azahar ni su abuela habían salido jamás del país, por no decir del pueblo, pero conocían a muchas personas que sí, gran parte de las cuales no habían vuelto. Azahar se debatía entre el horror y la fascinación por el más-allá-del-pueblo: ¿no regresar significaba libertad o secuestro? Apenas quedaba nadie que pudiera responder.

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L a vi d a b r e v e

Iria Fariñas. Nido de aviones

Con los pies algo más pesados, vuelve a casa. Duda antes de introducir la llave y duda una vez más antes de girarla. Dentro, la mesa ya está puesta y el olor humeante lo preside todo. En silencio, existe una sensación de normalidad. Pero es frágil: Caer en esta tristeza es vida, no hay milagro. De repente, decide tomar un riesgo que lleva meses sin ejercer: preguntar a su abuela. Le dice: abu, ¿el río llegó alguna vez hasta la almazara? Y ella: ¿almazara qué? Y Azahar: ¡la de ahí enfrente! Y la sentencia: ¡refieres molino al, te ah! Esa noche le cuesta dormir. Le pican los omóplatos y le duelen los tobillos. La cabeza, oscurecida. La forma en que las sábanas se agolpan a su alrededor le asfixia. Las empuja y las patea, pero una y otra vez vuelven a cercarla. Cuando, en plena madrugada, está a punto de rendirse y desplomarse sobre el bucle, lo oye. Un nuevo ruido inesperado. Gorjeos enlatados, murmullos, arañazos, aleteos, levedades. El espíritu del avioncillo, piensa. ¡El espíritu del vuelo! Se levanta y busca su origen. Recorre las paredes con la oreja pegada a ellas. Palpa y mueve muebles. Se agacha, se sacude, se asoma. Llora un poco, sin saber por qué. Y, entonces, lo encuentra: el sonido esperándola, amplificado a través del conducto de ventilación. Se sube a una silla y descuelga la rendija protectora. Encaja su rostro en el rectángulo desnudo y siente un aliento desbandado recibiéndola. Le desbordan unas tremendas ganas de cantar. Al día siguiente, regresa a la almazara en una tentativa por desmentir el sueño del molino. Quizá ayer hizo demasiado calor, se dice. Quizá estaba cansada. Quizá la caída del avión me aturdió. Quizá lo de la abuela sea genético y a mí se me desordenen las imágenes en lugar de las palabras. Baja, trotando, por la cuesta que lleva de su casa a la factoría y, una vez se disuelve la polvareda que levanta a su paso, se encuentra con que esta ha sido sustituida, ya no por un molino, sino por una noria. Olor a algodón de azúcar, niños que no ha visto nunca e, incluso, personas de piel quemada pronunciando palabras que nunca ha oído. ¡El lenguaje se nos está desordenando a todos!, le dice al panadero, cuando le ve pasar de la mano de su hija. Este se apresura a alejarse. El río ya no atraviesa el punto en el que antes estaba el molino, sino que ahora rodea la noria, como burlándose de ella con su enredo. Convierte el regreso en un ritual. Vuelve cada día a comprobar el cambio. La noria pasa a ser un mirador de madera con grandes paneles informativos. Decenas de individuos en bermudas se agolpan en su alféizar, luchando por un hueco en que introducir sus prismáticos. Exclaman: ¡golondrinas! mientras señalan aviones comunes. Después compran raciones para llevar de sopa de golondrina en un puesto de la esquina al anuncio de ¡especialidad de la zona! ¡2x1! El río se aleja a la distancia suficiente como para decorar el paisaje contemplado a distancia de postal. Después, una casa rural con guía forestal sustituye al mirador y el río se ensancha y se llena de barcas de colores. Azahar le pregunta al ferretero qué está pasando y este le ofrece panfletos promocionales. Enseguida, la casa es sustituida por un hotel de cinco plantas y aparcamiento que sumerge cualquier rastro del río. Su abuela se suscribe al plan mensual del balneario. Mientras tanto, Azahar espera algo. Una señal. Lo que sea. Una manera de comunicarse con el espíritu, de que le ofrezca una solución. Una acción, incluso si no es determinante. Una flecha.

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Prefiere la superstición a la sumisión. Por las noches, se sienta en el suelo a escuchar el aleteo del espíritu del vuelo. Por las mañanas, da vueltas al olivo de cuyas raíces fue arrancado el avioncillo muerto por algún carroñero, lo único que se mantiene estable. Examina las ramas, las hojas, las malas hierbas, las piedras, los insectos. Está agachada con la cabeza metida en un arbusto cuando oye el chasqueo de una lengua a sus espaldas. Se vuelve y descubre a dos vecinos, ambos miembros de la cooperativa que llevaba primero la almazara, después la feria, enseguida el mirador y la casa rural y, ahora el hotel, con los brazos cruzados y consternación fingida. Les saluda con un gesto y retoma su actividad. Se alejan. Les escucha, pese a ello, comentar: Está cada vez peor. Menos mal que nunca dejé que mi hija jugara con Azar. Pobre criatura, pobrecita. Y, entonces, antes de que la rabia cotidiana le escale por las arterias, antes de que contenga una vez más el impulso de explicarles a todos y cada uno de los habitantes de aquel pueblo que la hache intercalada no se pronuncia, pero se presencia; y de sentir unas ganas acumuladas de señalarles la importancia de la pausa y la paciencia y, sobre todo, de la sutilidad; y, por encima de cualquier cosa, de gritar con la cara pegada a cada una de sus caras que no se llama Azar y que nunca se ha llamado Azar y que si no les responde es porque llevan toda su vida llamando a la persona equivocada, comprende. Uno de esos vecinos comparte una pared con su casa. De niña, solía espiar desde el balcón cómo cargaba sacos hacia el interior de la almazara. Algunas noches, le oía discutir con su mujer. Una vez oyó un golpe seco y ya no volvió a ver a la mujer. Su hija nunca comentó el tema, pero fue una de las primeras en irse del pueblo y no regresar. Como un grito, que no tiene nada que ver con todo lo que quería gritar unos segundos atrás, Azahar sale corriendo hacia su casa. Más específicamente, hacia la pared en la que desemboca la rejilla de ventilación de su cuarto. La señal ha llegado. Un rompecabezas tiene más de laberinto que de manualidad: imaginar caminos posibles, proyectar el encuentro, arriesgarse a la pérdida. Azahar, plantada frente a la rejilla de ventilación de su cuarto, visualiza los giros del conducto hacia su meta. En su cabeza, se expande como un artefacto monstruoso, lleno de recovecos que llevan a su vez a nuevos recovecos; interminable. Con el corazón convertido en un colibrí enjaulado, se asoma una vez más a la ventana de metal. Aspira el aire de su interior y lo devuelve en forma de silbido. Aguarda. Respira de nuevo, aliviada, cuando la respuesta llega apenas unos segundos después: el espíritu sigue vivo. El espíritu permanece. Ahora solo debe encontrar una vía para alcanzarlo. Se plantea diferentes mecanismos: aviones de papel, tirachinas, cañas de pescar, guijarros lanzados con la certeza de los amantes secretos, coches teledirigidos, lagartos amaestrados. Ninguno le convence. Quiere, desea, necesita verlo con sus ojos, tocarlo con sus manos. Nota la llamada en la piel. Está tan cerca. Toma una decisión: esperará hasta el amanecer. Escondida en un ángulo muerto de su balcón, ve a su vecino salir de casa, hacia lo que esta mañana parece ser un camping de burbujas. Ve a los turistas aún durmiendo en el interior de las esferas transparentes. Ya ha dejado de preguntarse cuándo y cómo llegan. El río ahora serpentea entre sus cabañas, como un espumillón decorativo. Su vecino no cierra con llave. Nadie lo hace. ¿Para qué? Aquí nunca pasa nada. Eso anuncian los nuevos carteles de seis metros a la entrada del pueblo: seguridad y

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L a vi d a b r e v e

Iria Fariñas. Nido de aviones

tranquilidad. Aquí nada termina. El hombre se aleja con pasos amplios, labrados en la costumbre. Se enciende un cigarro. Lo último que queda de él es una estela de humo. Azahar se obliga a contenerse durante unos minutos: podría haberse olvidado algo, podría regresar y arruinarlo todo. Pero el sol asciende sin sobresaltos y su abuela ronca desde su dormitorio. Se apresura, de puntillas. No sabe con cuánto tiempo cuenta. El mundo parece de pronto su cómplice. Ninguna puerta, ya sea de entrada o de salida, chirría al empujarla, ningún animal la increpa, ningún objeto se cae, ningún humano aparece por sorpresa. Llega, en apenas un suspiro, a la habitación contigua a la suya y, por un momento, se siente al otro lado de un espejo. La habitación tiene el mismo tamaño que la suya, la misma altura, la ventana en el mismo punto de la misma pared con la misma luz atravesándola. Sin embargo, todo es distinto: en lugar de su cama de sábanas recién lavadas, hay un armario; en lugar de su mesilla de noche siempre abarrotada de vasos y flores secas y papeles, hay un armario; en lugar de su escritorio en desuso, hay un armario. Lo único que se mantiene igual es que, donde ella tiene su armario hay un armario. El centro de la habitación está vacío. Un cráter observado por cuatro guardianes de madera. Se sitúa justo en el centro del centro y gira sobre su eje, sin atreverse a abrir ninguno, todavía. ¿En cuál de ellos habitará el espíritu del avión muerto? Cierra los ojos y silba imaginando que su voz es un proyectil, una onda expansiva después de lanzar una piedra a un estanque. Imagina que algo se hunde y algo emerge. Un intercambio: su silbido por el orden del lenguaje de su abuela. Su silbido por el regreso de la almazara. O por el fin de todo. Espera. Prolonga el sonido tanto como se lo permiten sus pulmones. Entonces, el revuelo. A su alrededor, desde cada ángulo, un murmullo a punto de ser liberado. Gorjeo. Canto reprimido. Aún con los ojos cerrados, Azahar palpa las puertas, una a una. Nota el poder de la vibración que emiten. Algo está al borde. Abre los ojos, casi como si recibiese una orden. Recorre la habitación y, en un arrebato imperativo, abre todos los armarios. Descubre, así, sus entrañas de nidos. Nidos de tierra agolpada y decenas de ojos observándola. Ni uno de los aviones comunes encerrados se mueve. Azahar entiende. Avanza de espaldas hasta la ventana y, sin apartar la mirada de los pájaros, tantea su marco hasta encontrar la manilla. Un crujido. Una apertura. La señal: se aparta justo a tiempo para que un enjambre de alas la roce con su huida. Cuando la última ave atraviesa su umbral, se asoma y les despide, agitando un brazo por encima de la cabeza. Sabe que nunca regresarán. Una vez de nuevo en su balcón, Azahar espera, dispuesta a no parpadear, si es necesario, con tal de contemplar el momento del Último Cambio. Permanece horas sin moverse. Escucha a su abuela cantar desde la cocina: pareces el vuelo final de mis sueños, Azar. Sonríe. Ve como se apagan todas las luces. Ignora el hambre y la sed. Ignora el frío que traen las estrellas. Sin embargo, de repente, aprovechando el temblor de sus párpados cansados, sucede: el camping es un aeropuerto y el río pasa a servir a un transformador hidráulico. Borboteo sobre cemento al amanecer. Una criatura despega hacia el cielo. Un avión. Y, a lo lejos, el gorjeo del espíritu la reclama.

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Iria Fariñas (San Agustín de Guadalix, 1996) escribe, imparte talleres, coordina la actividad del espacio cultural Aracataca y estudia Filosofía. Ha publicado entre otros poemarios y libros de relatos, Ruido de cicatriz (InLimbo, 2022) y Quién extrajo el hueso (Premio Incendiario 2022). Recientemente, ganó el Premio de Literatura Breve Vila de Mislata con la plaquette «formas de quedarse en el borde». Es autora, junto a la bailarina Zula Ros y la videógrafa Sol Spinelli, de la performance «gota espejo bisagra» (ganadora del concurso de proyectos Alacant a escena), un formato híbrido entre la poesía, la danza contemporánea y las artes audiovisuales. Con el relato «No habrá tormenta sin néctar ni escarcha» resultó finalista del premio Energheia 2023. «Nido de aviones» ha resultado ganador del Premio Energheia 2024.


Los pescadores de perlas

Microrrelatos inéditos

Elisa de Armas Historia de amor El cuarto del Príncipe se convierte cada tarde en una zarabanda. Nicolasillo remeda a Mari Bárbola, que lo persigue para arrearle un pescozón; la infanta, con un cerco oscuro en torno a la boca, reclama otro pocillo de chocolate; el aposentador hace sonrojar a doña Marcela con sus requiebros; doña Isabel y doña Agustina chismorrean en un rincón sobre los últimos romances de la corte; el mastín saluda a los reyes con recios ladridos. Ajeno al batiburrillo, el pintor trabaja concentrado y expectante. Cuando ella aparece al fin, etérea y vaporosa, vertiendo su miel sobre la estancia y bañando de oro los cabellos de Margarita, él levanta el pincel, como si de una varita mágica se tratase. Todos los secundarios quedan petrificados mientras don Diego goza retratando a su fugaz protagonista.

Nuevo flamenco Incluso sorda, Juana la Revolera seguía bailando como una diosa. Con ver desfilar los dedos de Gaspar del Gastor entre las cuerdas de la guitarra, le sobraba para llevar el compás. Pero cuando reñían, él gozaba despistándola. Nacieron así las bulerías por martinete, las alegrías aseguiriyás y el zapateao a puntapiés.

Original y copia La contrataron para doblar a la primera actriz en las galopadas a caballo, en la caída desde el nogal y en las largas escenas de sexo, durante las que se enamoró del doble del primer actor. Llevan años de feliz convivencia, aunque siempre hacen el amor a oscuras: en esos momentos ambos se permiten soñar que su partenaire es el protagonista.

Elisa de Armas nació en Sevilla y se ha ganado la vida como profesora de Lengua y Literatura. Sus textos, microrrelatos y relatos breves han aparecido en antologías colectivas en España, México y Perú. En solitario ha publicado la antología personal No olvides la serpiente (2020) y los libros de microrrelatos Yo no soy bonita ni lo quiero ser (2022) y Yo tampoco me llamo Ulises (2023).

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E l C a s t i l l o d e b a r b a Az u l

Poemas inéditos

Fer Gutiérrez

Me hablabas del cansancio de los peces el cansancio que lleva hacia la extenuación escupir el anzuelo el motivo decías algo sobre la costumbre de unos cuerpos algo sobre lo rasposo de un mal respirar yo miraba al pez agitándose sobre la arena ciego de nosotros miraba la sequedad atrapada en la derrota de su insistencia no supe ver que hablabas de ti de lo nuestro de ese estar pudriéndonos equivalente a un cubo sin agua y dos peces

Crecí en un apartamento pequeño comedor cocina dormitorio todo junto sobre la mesita una jaula pequeña también dentro un jilguero que se hacía inmenso siempre que le abríamos la puerta justo lo contrario que me pasaba a mí si era yo quien salía a la calle

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Me abandona una casa hace de mí el lago donde nadie nada habrá que reordenar lo roto canturrear dulce con el relato del derribo aquel otro lenguaje tocó fondo

A oscuras las palabras resplandecen por sí mismas como lluvia que recién comienza gotas luminiscentes que nos hablan del olor a tierra mojada dicen la belleza sin nombrar la luz no la necesitan tampoco para decir qué nos recorre por el interior de las venas

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E l C a s t i l l o d e b a r b a Az u l

Fer Gutiérrez. Poemas inéditos

No recuerdo cuándo escribí mi primer poema no recuerdo mi primera cicatriz busco la palabra que hizo que todo saltara por los aires algo que explique por qué elegí las heridas no basta con salvarse con limpiar la sangre escribir no es suficiente

Expusimos nuestros huesos al frío como quien muestra un objeto en su día valioso algo bello no hicimos por evitar el derrumbe de la tierra que crece bajo las uñas nada crece el sol de ahí afuera no siempre es una danza cuerpo dentro a veces escombros

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Da igual qué guerra todas la misma orfandad el mismo argumento impasible convertido en territorio minado cualquier muerte es un error minúsculo el hombre minúscula su huella bajo la fatiga del cielo ahora que crecí y que ya nadie me pregunta un cerezo en el patio de una escuela eso quiero ser

Fer Gutiérrez (Badalona, 1965) ha publicado en diversos medios digitales, así como en la revista literaria Alga. Participó en el homenaje a Federico García Lorca Poeta en Nueva York, poetas de tierra y luna (Karima editora, 2018). Algunos de sus poemas han se incluyen en el tercer y cuarto número de la antología Radical 3 (Promarex edicions, 2022-2024), además de en el tercer volumen de Àlbum de Versàlia, «Paraula, Silenci» (Papers de Versàlia, 2024). Forma parte, junto a otros poetas, de la exposición «Imagen y palabra. Confluencias en París», del fotógrafo David Pujadó en colaboración con Montse Ordoñez, y organizada por el instituto Cervantes de Belgrado. A título personal pública Todos los febreros cada dieciocho (La Garúa, 2020). En Abril, aparecerá su próxima publicación Hasta dónde el daño (Ril editores, 2024).

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Ein s t e in o n t h e b e a ch

Ecos de la era del jazz Por Francis Scott Fitzgerald Quizás sea demasiado pronto para escribir sobre la Era del Jazz con perspectiva, sobre todo sin ser sospechoso de padecer esclerosis prematura. Mucha gente aún sufre violentas arcadas cuando se topa con alguno de sus términos característicos, palabras que, desde entonces, han cedido en intensidad a las acuñaciones de los bajos fondos. Y aunque hoy esté tan muerta como lo estaban los escandalosos años noventa allá por 1902,1 el autor de estas líneas recuerda aquella época con nostalgia, porque, aunque terminara por hastiarlo, antes lo supo halagar y le aportó más ingresos de los que hubiera podido soñar, y todo ello solo por decirle este a los demás que sentía, como ellos, que algo había que hacer con toda aquella energía acumulada y nunca desfogada en la Gran Guerra. Aquel período de diez años que, como si se resistiera a fallecer sin pena ni gloria en su lecho mortuorio, se precipitó a su apoteósico final en octubre de 1929, había comenzado en 1919, en torno a la época de las revueltas del Primero de mayo,2 cuando la policía arrolló al joven campesinado, que escuchaba boquiabierto y desmovilizado a los oradores de Madison Square. Pudo comprobarse entonces que lo que pretendía aquella medida 1. En el original aparece la expresión yellow nineties («los amarillos noventa»), con la que en la Inglaterra victoriana se denominó a la última década del siglo XIX, muy influida por una estética decadente patente en autores como Oscar Wilde; The Yellow Book (1894-1897) era el título de una publicación literaria clave en la Inglaterra de la época. 2. Los disturbios acaecidos por todo EE. UU. el 1 de mayo de 1919 —en plena fiebre anticomunista— han pasado a la historia por su virulencia. West señala que, dado que entonces trabajaba en una agencia de publicidad de la ciudad, Fitzgerald presenció los de Nueva York, que debieron tener uno de sus epicentros en un espacio abierto como la céntrica Madison Square y le inspiraron uno de sus primeros relatos de fuste, titulado precisamente «Primero de mayo (S.O.S.)» («May Day», 1920).

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era alejar a la juventud más capaz del orden imperante. No nos acordábamos ya de la Declaración de Derechos, hasta que Mencken la empezó a divulgar,3 pero sí reconocíamos que aquel tipo de tiranías eran más propias de las inquietas nacionalidades del sur de Europa.4 Y si la despiadada clase empresarial era capaz de ejercer un poder tal sobre el Gobierno, puede que fueran, a fin de cuentas, los préstamos de J. P. Morgan los culpables de habernos llevado a la guerra.5 Cansados, como estábamos, de reivindicar causas nobles, apenas si hubo lugar para un fugaz estallido de indignación moral, tipificado por los Tres soldados de John Dos Passos.6 Pronto empezamos a acaparar más y más trozos del pastel nacional, y nuestro idealismo solo se enardeció cuando la prensa convirtió en turbios melodramas las peripecias de Harding y la banda de Ohio, de Sacco y Vanzetti.7 Por culpa de los acontecimientos de 1919, acabamos pa3. El primer Congreso de EE. UU. aprobó una serie de diez enmiendas a la Constitución de 1789 para garantizar derechos individuales, como el controvertido de portar armas de fuego. Sobre Mencken, véase nota 164. 4. Al escribir estas palabras, Fitzgerald debía estar recordando su aciaga visita a la Italia fascista de Mussolini, sobre la que ya había escrito años antes en el ensayo «El alto coste de los macarrones», incluido en este volumen. 5. El magnate pionero de la banca J. P. Morgan (1837-1913) aparece citado a menudo en la obra de Fitzgerald como paradigma del capitalismo estadounidense. 6. Sobre la relación de Fitzgerald con Dos Passos, véase nota 170. 7. La corrupción marcó el breve mandato presidencial de Warren G. Harding (1921-1923), que colocó a amigos de su Ohio natal en puestos de responsabilidad. Los anarquistas de origen italiano Nicola Sacco y Bartolomeo Vanzetti, electrocutados en 1927, fueron las principales víctimas de la represión antiizquierdista desatada en EE. UU. tras la Revolución Soviética; Joan Baez les dedicó el tema «Here’s to You», compuesto por Ennio Morricone para la película italiana Sacco e Vanzetti (Giuliano Montaldo, 1971). Fitzgerald menciona al juez del caso, Webster Thayer, en su ensayo «Princeton», véase 247.


reciendo más cínicos que revolucionarios, por mucho que ahora hurguemos en el baúl de los recuerdos de antaño, preguntándonos dónde diablos dejamos el gorro frigio de la libertad («Por ahí debe andar, supongo») y la blusa revolucionaria del mujik.8 Al fin y al cabo, era típico de la Era del Jazz no involucrarse en política. Aquella fue una era de milagros, una de artistas, una de excesos, una de sátiras. Un chantajista que, en consecuencia, temblaba ante cualquier forma de chantaje, ocupaba el trono de los Estados Unidos; un petimetre con encanto se aprestaba a representar ante nosotros el trono de Inglaterra. Una multitud femenina suspiraba por aquel lechuguino inglés, mientras el rancio norteamericano mascullaba en sueños esperando el día en que sería envenenado por su esposa, la Rasputina aquella que, ya por entonces, solía tomar las decisiones fundamentales en nuestros asuntos nacionales.9 Pero aparte 8. El Diccionario de la RAE define este término como ՙcampesino ruso՚. 9. Woodrow Wilson ocupó la presidencia de EE. UU. entre 1913 y 1921, tras haber sido Rector de Princeton, como Fitzgerald señala en su ensayo sobre dicha universidad; tras caer gravemente enfermo en 1919, hubo rumores de que el país lo gobernaba su segunda esposa, Edith Wilson, la Rasputina a la que aquí se alude. Al visitar EE. UU. en los años vein-

de esas u otras cuestiones similares, al fin podíamos conducirnos a nuestro antojo. Dado que los estadounidenses encargaban sus trajes en Londres al por mayor, los sastres de Bond Street tuvieron que adaptar su corte al talle largo norteamericano y al gusto por la ropa suelta; una cualidad que, hasta entonces, había sido intangible, se mudó a Norteamérica: la moda masculina.10 Durante el Renacimiento, el atuendo de Francisco I se había inspirado en Florencia.11 En la Inglaterra del siglo XVII, se había imitado a la corte francesa, y hace cincuenta años, los oficiales de la Guardia Alemana adquirían su indumentaria civil en Londres. Ropa de caballero, símbolo «del poder perpetuo del varón, que pasa de una raza a la siguiente». Éramos, al fin, la nación más poderosa. ¿Quién se atrevía ahora a imponernos qué estaba de moda o cómo pasarlo pipa? Aislados como habíamos estado durante la Guerra Europea,12 comenzamos a frecuentar el Sur y el Oeste, desconocidos hasta aquel entonces, en pos de la cultura y el entretenimiento popular, con la promesa de más a la vuelta de la esquina. La primera revelación social provocó un sensacionalismo desproporcionado con relación a la novedad que trajo consigo. Este texto publicado originalmente en noviembre de 1931 por la revista Scribner’s Magazine, que abonó 500 dólares al autor. La presente edición pertenece al Ecos de la Era del Jazz y otros ensayos, de Francis Scott Fitzgerald, Edición de Juan Ignacio Guijarro González y traducción de José de María Romero Barea, publicado por Ediciones Cátedra, Colección Letras Universales te, el atractivo Príncipe de Gales —y futuro Rey Eduardo VIII— se convirtió en un ídolo de masas (West, My Lost 270); Diana de Gales despertaría una fascinación similar, décadas después. 10. Una de las más selectas zonas comerciales del centro de Londres, como Virginia Woolf reflejara en «La señora Dalloway en Bond Street», relato de 1923 donde ya aparece el personaje que dos años después protagonizaría la que es considerada su novela más lograda. 11. Aunque el rey Francisco I de Francia (1494-1547) batalló a menudo contra Italia, sus gustos tenían una fuerte influencia de dicho país, sobre todo de Florencia (West, My Lost 270). 12. Desde que en 1823 adoptara la llamada «Doctrina Monroe», EE. UU. se mantuvo al margen de los conflictos europeos y, por tanto, entró tardíamente en las dos guerras mundiales: en 1917 y 1941, respectivamente.

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Ein s t e in o n t h e b e a ch

De cruzadas juveniles entre la lluvia y el arcoíris: La literatura como amuleto en la obra de Roberto Bolaño

Por Cristian Crusat I Asomémonos a la primavera de 1212. Hagamos un pequeño viaje en el tiempo desde 2666 a 1212 y recordemos una historia que fascinó como ninguna otra a los cronistas del siglo XIII. Sucedió entonces que entre Pascua y Pentecostés cientos de niños y jóvenes de Francia y Alemania abandonaron sus labores agrícolas, se reunieron en torno a una cruz y a otro niño y pusieron rumbo espontáneamente, desde Chartres y luego desde Colonia, hacia Jerusalén. Resultó que un niño francés llamado Étienne de Cloyes había tenido una visión en la que Jesucristo le encomendaba la organización de una cruzada formada por niños y niñas hasta Tierra Santa. En ese momento, apenas habían pasado diez años desde la Cuarta Cruzada, que culminaría con el saqueo de Constantinopla. Se constituyó así, alrededor de este niño francés llamado Étienne, una numerosa expedición de miles de muchachos, todos los cuales anhelaban rescatar el sepulcro. También creyeron, como dijo Borges, que atravesarían «a pie enjuto los mares». Se encaminaron hacia los puertos del sur: Marsella, Génova, Brindisi. Nada ni nadie podía detenerles, ni siquiera sus padres, que asistieron impotentes a la espontánea y abigarrada peregrinación. Tras atravesar Francia y Alemania, la anárquica expedición se disuelve en Italia unos meses después, en otoño de 1212. Allí se pierde la pista de la mayoría de los niños cruzados. Y aunque ninguno de esos chiquillos ni de esas muchachas puso pie en Tierra Santa, el fervor religioso que despertó la peregrinación infantil incitó a la preparación de la Quinta Cruzada de 1218. Se ha descrito en ocasiones a la Cruzada de los Niños de 1212 como el primer movimiento juvenil euro-

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peo. También se la ha descrito como la primera cruzada popular, la primera cruzada de pastores, un extático entusiasmo procesional, una desarmada cruzada de campesinos y peones y una migración colectiva de visionarios empobrecidos. Víctimas de naufragios, de distintas formas de la abyección o del mero comercio de esclavos (probablemente en los mercados de Alejandría), los niños desaparecieron de la historia, pero no de la literatura —ni de la literatura de Roberto Bolaño—. II Veamos entonces cómo este episodio histórico de la cruzada de los niños se convirtió en una mitohistoria propicia a la fabulación y la reescritura literaria. Este movimiento colectivo fue objeto de una vasta documentación por parte de los cronistas de todo el siglo XIII, entre ellos Alberico, Mateo de París o Vincent de Beauvais. Pueden contarse con los dedos de una mano los hechos que en todo ese siglo fueron narrados por tantos cronistas. Esa expedición de niños —de pueri— tuvo un impacto sobresaliente en las mentes de aquella época. Aunque el núcleo principal de este movimiento lo constituyeron niños y jóvenes de ambos sexos, no parece que lo conformaran exclusivamente, si bien la condescendiente denominación de pueri desató la imaginación de los cronistas posteriores: empleado frecuente e indiferenciadamente para designar al niño, el adolescente o el joven, sabemos que Tácito dijo que la pueritiam de Nerón llegó a su fin a sus veinticinco años. En puridad no fue solo una cruzada de niños, de críos, sino también de muchachos y muchachas, de jóvenes. Desde entonces proliferaron distintas mutaciones mitohistóricas que acabaron de modelar el episodio de 1212 y de configurarlo como uno de los emblemas modernos de la fe rayana en la locura, del sinsentido colectivo o de la vida errante.


Poco a poco, los cronistas posteriores fueron adornando la expedición original con motivos característicos de fábulas o cuentos, tales como el énfasis en la edad infantil de sus protagonistas —en congruencia con el episodio de la matanza de los Santos Inocentes, el motivo del puer senex y aun con episodios bíblicos tales como el de Jesús entre los doctores, donde se recalcaba que Jesús había cumplido precisamente doce años: el Chronicon Petroburgense, compuesto en el siglo XIII, refería que ningún pueri de los niños cruzados era mayor de doce años, edad simbólica—. En general, di-

versas ideas medievales sobre la infancia (y la pureza, el martirio o la elección divina) contribuyeron a teñir de nuevos motivos el relato de la cruzada, constituyéndose de este modo una mitohistoria que, a diferencia de las fábulas o el folklore, siguió transcurriendo en un tiempo cronológico real (1212) y en un espacio geográfico concreto y auténtico (Francia, Alemania e Italia). En cuanto a los ecos posteriores de esta historia, cabe decir que entre los siglos XIV y XVIII las referencias a la cruzada de los niños procedieron principalmente de cronistas e historiadores de la Iglesia. De todas formas, la historia traspasó ese ámbito y, por ejemplo, deben reseñarse los significativos comentarios realizados por Voltaire, en plena época de las Luces, en su volumen Histoire des croisades: allí, definida como una «maladie epidémique», el autor de Candide alumbrará la expedición de los pueri de 1212 con luz ilustrada, revistiéndola de matices fanáticos y de los insensatos fervores religiosos colectivos. En buena medida, la cruzada mitohistórica, reelaborada literariamente en especial desde el siglo XIX, convirtió aquellos hechos de 1212 en imagen actualizada de fenómenos destinados a la tragedia, irracionales y desmesurados. Antonio Escohotado, en una de las reflexiones contenidas en Sesenta semanas en el trópico —un diario convertido en una suerte de novela de ideas sobre antropología económica, publicado en 2004— alzó la cruzada infantil como paradigma de hechos irracionales hasta el colmo: «Se dirá que repugna el sentido común, pero es rigurosamente acorde con la lógica del papado y el Sacro Imperio durante el siglo XIII. En eso consiste su racionalidad, un motivo extra para desconfiar de la razón con mayúsculas […]». La introducción de motivos mitohistóricos desde el siglo XIV —énfasis en la desaparición de los pueri, inserción de siniestras figuras adultas de inspiración

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Ein s t e in o n t h e b e a ch

Cristian Crusat. De cruzadas juveniles entre la lluvia y el arcoíris

demoníaca que manipularon a los niños o intercalación de visiones proféticas— convirtió el relato de los cronistas del siglo XIII —caracterizado en principio como un espontáneo e inmotivado movimiento que desafió la autoridad clerical— en todo lo contrario. Esto es, en lugar de una aventura de jóvenes o pueri que desafiaron la autoridad clerical y a los adultos, se convirtió en la aventura de unos niños que fueron víctimas de esa misma autoridad a la que plantaron cara. De pronto, la actitud ilustrada convirtió esa agitación colectiva del siglo XIII en un fenómeno de irracionalidad colectiva manipulada por clérigos y adultos. III Y ahora viajemos a 1983 y a la ciudad holandesa de Róterdam. Allí, el Instituto para el Nuevo Chile (una institución que actuaba como plataforma de conexión con Chile y como lugar de encuentro de los exiliados, la cual se había fundado en los Países Bajos en 1977) publicó ese año una antología de jóvenes poetas chilenos, preparada por Soledad Bianchi, una profesora de literatura que en 1975 se había exiliado a Francia. La antología se tituló Entre la lluvia y el arcoíris. El propósito de la recopilación de Bianchi era reunir a las jóvenes escritoras y escritores de Chile, a esa generación dispersa que, a diferencia de las anteriores, no se conocía entre sí. Los dieciséis nombres reunidos por Bianchi residían en Francia, España, Chile, Inglaterra, Canadá, Estados Unidos; habían nacido entre 1943 y 1961. Figuran en la antología nombres como Gonzalo Millán, Raúl Zurita, Bárbara Délano, Bruno Montané o Roberto Bolaño. Transcurrieron tres años entre la entrega de los manuscritos de los escritores y la publicación de la antología, que vio la luz finalmente en 1983. En 1980, cuando entrega el manuscrito, Bolaño tenía veintisiete años. Dice su nota biográfica en Entre la lluvia y el arcoíris: ROBERTO BOLAÑO (Santiago, abril 1953). Co-fundador del Movimiento Infrarrealista (México, 1975). Perteneció al Movimiento Hora Zero (Perú). Co-director de la revista Correspondencia Infrarrealista. Junto a Bruno Montané edita la revista de poesía Rimbaud, vuelve a casa. También escribe prosa. Publicaciones en revistas latinoamericanas y europeas y en antologías. Reinventar el amor (México, Taller Martín

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Pescador, 1976). Premios: Mención en el Concurso «Casa de las Américas» con Gorriones cogiendo altura, escrito junto a Bruno Montané (1975).

En la antología Entre la lluvia y el arcoíris, precede a los poemas de cada autor o de cada autora un texto en el que cada cual ofrece una poética o una reflexión sobre su pensamiento literario. Además de formar parte de Entre la lluvia y el arcoíris como autores individuales, Bolaño y Montané figuran asimismo como binomio artístico y, por lo tanto, firman como tal su propia poética y un extenso poema llamado «La cantera de las manos». El texto sobre su propia poética que compusieron Bolaño y Montané había sido publicado previamente, en 1977, en Rimbaud, vuelve a casa, la revista que editaban en Barcelona. Se titula «Rasgar el tambor, la placenta» y comienza así: Sin ella quererlo, la Contrarrevolución ha apresurado nuestro crecimiento, ha quemado nuestras casas, nos ha dejado huérfanos en más de un sentido. Bien. Ahora podemos elegir a nuestros padres. Estamos como esos niños que huyeron de los nazis y se perdieron en los bosques polacos y fueron muriendo de hambre, como cuenta Brecht en una balada. Estamos como esos niños de La Cruzada de los Niños, de Marcel Schwob, con cuarenta grados de fiebre, resbalando una y otra vez por las faldas crispadas de la Cordillera de los Andes. Nos convertimos en poetas porque si no nos moríamos […].

Desde entonces, la vocación literaria ya se alzaba para Bolaño como el amuleto que encabezaba una cruzada estética y política. Un amuleto al que consagraría incluso una novela en la que la búsqueda de una tradición literaria se confunde con una tradición política: El deber, por tanto, del hombre y la mujer americanos para con la imaginación ha llegado ya, ineludiblemente, a ese cruce de caminos en donde se entronca, para siempre, con el deber de la Revolución. Allí sí tenemos una tradición. Una tradición que se remonta, que zigzaguea, que salta y brinca VIVA, desde Martí hasta Roque Dalton, desde Alfonsina Storni hasta Violeta Parra.


IV Un cuarto de siglo después, en la literatura de Bolaño se seguía hablando de Marcel Schwob, el escritor francés al que se refieren Montané y Bolaño en «Rasgar el tambor, la placenta». A finales del siglo XIX, este autor nacido en 1867 había reconfigurado y actualizado estéticamente el lejano episodio histórico de la cruzada de los niños. Por lo demás, Schwob aparece referido en varios artículos de Bolaño, en Los detectives salvajes, en Amuleto, en Monsieur Pain y en 2666, donde se afirma que el crítico Piero Moroni admiraba a Schwob («aunque más que admiración era cariño», se matiza enseguida). Lo que cuenta aquí es que Bolaño, desde bien temprano, interpretó el episodio de la cruzada de los niños a partir de la escritura que Schwob hizo de esos acontecimientos de la Edad Media. La cruzada de los niños que asume como propia Bolaño es una cruzada armada con los mimbres de la literatura finisecular. Embebido de un acendrado y escapista medievalismo, Schwob, un autor inclinado a las atmósferas mórbidas y las conductas perversas, restituyó en su libro La Croisade des

enfants (1896) los destinos de los anónimos pueri de 1212, integrándolos en el moderno vaivén estético entre infancia y muerte. Como dijo el historiador Philippe Ariès, si la juventud fue la edad que privilegió el siglo XVIII, la infancia fue la que privilegió el XIX. A este respecto, Schwob ya había planteado ese mismo asunto —recurrente en la estética fin de siècle— en Le livre de Monelle (1894), protagonizado por una «petite prostitué» que presenta rasgos muy parecidos a la Ann de Confessions of an English Opium-Eater (1821), de Thomas De Quincey. O pensemos en Leopardi, quien había traducido y dado forma moderna al verso que Menandro dedicó a los jóvenes que mueren pronto: «Giovin muore colui che al cielo é caro». Tanto la «petite prostitué» de Le livre de Monelle como la propia narración de la cruzada infantil de 1212 forman parte del interés de Schwob por ciertos periodos históricos y determinados aspectos del pasado, lo cual indujo a Mario Praz a situar a Schwob entre los decadentes, otro movimiento de finales del siglo XIX identificado como un reflujo romántico, y singularizado como «negro» y oscuro en virtud de los múltiples ejemplos de erotismo mórbido, sádico y perverso que concurren en las obras de los autores más significativos del movimiento, como Joris-Karl Huysmans, Joséphin Péladan o Barbey d’Aurevilly. Desde estas coordenadas estéticas, Schwob recuperó y aumentó el voltaje literario de la mitohistoria moderna de la cruzada de los niños, que había convertido un movimiento juvenil frente a la autoridad en una tragedia arruinada por el fanatismo religioso. La Croisade des enfants se compone de ocho relatos, los cuales adoptan la forma de discursos sucesivos: relato del goliardo, del leproso, del papa Inocencio III, de tres niños, etc. Todos los personajes que protagonizan los discursos hablan «à la cantonade» (Didier Coste), es decir, al público lector y a nadie en particular. Los protagonistas de la cruzada de Schwob se hablan, en definitiva, a sí mismos; a Dios o incluso al mar que les aguarda como posible y postrero destino. En La Croisade des enfants la piedad está en los pequeños y a través de ellos se reparte por el mundo. Es un tema recurrente en Schwob, ya empleado por supuesto en Le livre de Monelle: «El candor infantil siempre excitó su curiosidad, al igual que el hecho de que el niño no esté sujeto a los recuerdos del pasado ni a las

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normas sociales. De esta forma, la infancia se convierte en la época de los sueños, época en la que el hombre no se halla coaccionado ni por el tiempo ni por el conocimiento» (María José Hernández Guerrero). Quienes entran en contacto con los niños ven invadidos sus espíritus de nobleza y humanidad. Los monólogos de un leproso, de un goliardo o de un kalandar introducen en el relato tres oscuras figuras adultas, las cuales actúan como sombrío contrapeso del candor de los niños, convertidos desde el principio en potenciales víctimas: «De ese contrapunto nace una elegía a la pureza y los misterios de la fe, al mismo tiempo que uno de sus acordes insinúa una sospecha sobre tal pureza y tales misterios» (Sergio Pitol). El color blanco es especialmente simbólico en el libro de Schwob, tanto para representar el candor infantil como para aludir a una enfermedad infecciosa como la lepra: «La lepra es un mal blanco; […]. En medio de ese blanco que uniformiza, los culpables se confunden con los inocentes» (Pierre Jourde). El blanco es la inocente pureza que mueve a los niños y es, también, el color de la tragedia, simbolizada por las osamentas blancas que se hunden en el mar en el último monólogo, a cargo del papa Gregorio IX. Desde este punto de vista, el libro de Marcel Schwob se alza como un texto de perturbadora piedad a partir del cual la imaginación del lector va soñando los extraviados nombres de esos niños perdidos que se dirigían a Jerusalén. En el siglo XX, esa quimérica Jerusalén cobrará nuevos sentidos y dimensiones en las obras literarias que hollaron la senda simbolista y aun decadentista de Marcel Schwob, entre ellos Jerzy Andrzejewski en Las puertas del paraíso, Bertolt Brecht en La cruzada de los niños, Kurt Vonnegut en Matadero 5 o Roberto Bolaño, especialmente en Los detectives salvajes y Amuleto. V Resulta lógico que la catastrófica cruzada infantil a Tierra Santa haya encontrado tantas y tan intensas resonancias y variaciones a lo largo del siglo XX, «la era del refugiado, de la persona desplazada, de la inmigración masiva» (Edward W. Said). En efecto, al introducirse aquellos lejanos hechos en ese vaivén estético entre infancia y muerte, afloran todas las rugosidades de carácter político que suelen concurrir cuando se reúnen una y otra, infancia y muerte. La cruzada infantil

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y juvenil se convertirá en la imagen del viaje emprendido por una generación de jóvenes espoleada por ideales truncados o, incluso, embaucada con aviesas intenciones. Recordemos de nuevo las palabras de Philippe Ariès: si la juventud fue la edad que privilegió el siglo XVIII y la infancia fue la edad del XIX, el siglo XX fue el siglo de la adolescencia. En congruencia con todo esto, una forma de aproximarse a Los detectives salvajes de Roberto Bolaño consiste en considerar esta gran novela un balance generacional de los infrarrealistas, el grupo mexicano de vocación vanguardista al que perteneció Bolaño en su juventud. De esta forma, Los detectives salvajes vehicula la constante imbricación de política y arte que recorre, galvanizándola, toda la obra de Roberto Bolaño. Desaparecida tras la estela de la Revolución Mexicana, la poeta Cesárea Tinajero es el objeto de la búsqueda por el desierto de Sonora de Juan García Madero, Arturo Belano y Ulises Lima, los jóvenes poetas infrarrealistas que protagonizan Los detectives salvajes. Los estertores del vanguardismo literario mexicano, cuya dispersión y disolución representan estos jóvenes, condenados a una vida vagabunda y errante fuera de su país, se entremezcla poco a poco con otra decepción, en este caso política y revolucionaria. La pobreza, la soledad o la ruina física son algunos de los inciertos puertos de arribada en los que desemboca la cruzada estéti-


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ca infrarrealista. Estructuralmente, la novela de Bolaño logra llevar a cabo una eficaz transustanciación del cuento en novela, «o de la novela en cuento, según se mire» (Ignacio Echevarría). Por lo demás, el método de composición de Los detectives salvajes es esencialmente el mismo que el de La cruzada de los niños de Marcel Schwob: numerosas voces narrando su propia historia mientras se desarrolla —entre la fe y la crueldad en el caso de Schwob, entre la aventura y la decepción en el caso de Bolaño— la verdadera historia, que en Los detectives salvajes no es sino el relato de una cruzada política latinoamericana. Otra novela de Bolaño, en este caso la muy breve Amuleto (1999) —un reconocido ramal narrativo de Los detectives salvajes, un extenso capítulo desgajado de esta novela—, puede considerarse la clave del orbe literario de las cruzadas en la obra de Bolaño. A través del testimonio de Auxilio Lacouture, Amuleto representa un vivo retrato del movimiento estudiantil mexicano de 1968 y de los violentos hechos que tuvieron lugar en la UNAM en septiembre de ese mismo año (y que Auxilio vivirá encerrada en los lavabos de la facultad de Filosofía y Letras). De nuevo, un movimiento juvenil que se enfrenta al statu quo, en este caso el anquilosamiento autoritario del partido PRI mexicano. Y otro final trágico: la masacre de Tlatelolco en 1968. A lo largo del discurso de Amuleto se traza un indiscutible paralelismo entre la cruzada infantil que tuvo lugar en 1212 y el destino sugerido por Lacouture de todos esos jóvenes escritores latinoamericanos, para quienes la utopía se había convertido en dictadura política y, finalmente, en éxodo: «Yo aguanté y una tarde dejé atrás el inmenso territorio nevado y divisé un valle. […] Y supe que la sombra que se deslizaba por el gran prado era una multitud de jóvenes, una inacabable legión de jóvenes que se dirigía a alguna parte». Auxilio Lacouture citará expresamente la obra de Schwob: «Entonces la vocecita se ponía a hablar del final de una novela de Julio Cortázar, aquella en la que el personaje está soñando que está en un cine y llega otro y le dice despierta. Y luego se puso a hablar de Marcel Schwob y de Jerzy Andrzejewski y de la traducción que hizo Pitol de la novela de Andrzejewski y yo dije alto, menos bla-bla-bla […]». Si bien La cruzada de los niños de Marcel Schwob se yergue como modelo arquitectónico y estructural

de Los detectives salvajes por su entrecruzamiento de voces y de travesías, también resulta fundamental en el tratamiento de una expedición colectiva condenada al fracaso de antemano, de ahí que Bolaño insista en el destino fatal y en la incierta trayectoria de una nueva generación de jóvenes poetas, así como en las turbulencias que sacudieron la política de diversos países latinoamericanos, fundamentalmente México y Chile, es decir, toda la aventura narrada en Los detectives salvajes: «Y aunque el canto que escuché hablaba de la guerra, de las hazañas heroicas de una generación entera de jóvenes latinoamericanos sacrificados, yo supe que por encima de todo hablaba del valor y de los espejos, del deseo y del placer. Y ese canto es nuestro amuleto». Metáfora del terrible destino de los jóvenes escritores mexicanos y latinoamericanos, la cruzada concuerda con la idea de vocación literaria expresada siempre por Bolaño, que es misión, aventura, fe y peligro y probable catástrofe. No obstante, la idea de la cruzada se alza también en la obra de Bolaño como el inevitable reverso del sueño político latinoamericano: «Fiel toda su vida al sueño bolivariano de una Latinoamérica sin desgajar, en su obra hay una honda conciencia de la dolorosa y conflictiva historia que afectó de modo trágico a su país y a todo el subcontinente» (Eduardo Lago). La cruzada representa por lo tanto el viaje que tantos latinoamericanos se vieron obligados a emprender por culpa del miedo y de las dictaduras —a Barcelona, París o Tel-Aviv, según se lee en Los detectives salvajes—; también es una nueva escisión entre el centro y una periferia cada vez más alejada. A esos jóvenes que entregaron su juventud representan muchos de los personajes de Bolaño, cuya obra se despliega como una larga carta de despedida a su propia generación, nacida en la década de los años cincuenta del siglo XX, la misma que integró la antología Entre la lluvia y el arcoíris: «[…] los que escogimos en un momento dado el ejercicio de la milicia, en este caso sería más correcto decir de la militancia, y entregamos lo poco que teníamos, lo mucho que teníamos, que era nuestra juventud, a una causa que creímos la más generosa de las causas del mundo y que en cierta forma lo era, pero que en realidad no lo era. […] Y ahora de esos jóvenes ya no queda nada, los que no murieron en Bolivia, murieron en Argentina o en Perú, y los que sobrevivieron se fueron a morir a Chile o a México, y a los que no mataron

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allí los mataron después en Nicaragua, en Colombia, en El Salvador. Toda Latinoamérica está sembrada con los huesos de estos jóvenes olvidados» (Roberto Bolaño). Se ha producido ya una reveladora mutación en el seno de la tradición de la cruzada de los niños: estos, en el siglo XX, parten de periferias económicas y postindustriales, a semejanza de muchos de los cruzados de 1212, entre cuyas motivaciones estaba asimismo la sobrepoblación rural, que conduciría a numerosos campesinos hacia núcleos urbanos de pujante actividad económica, sobre todo en el norte de Italia, donde se perdió la pista de los cruzados que se habían echado a los caminos en la primavera de 1212. VI Considero que Bolaño lleva a cabo una traslación muy significativa de la cruzada desde los caminos y bosques europeos a la cordillera andina y el desierto mexicano. En particular, los territorios de Sonora recorridos por los jóvenes protagonistas de Los detectives salvajes se avienen a la perfección a esa tradición que caracteriza el desierto como una metáfora del destierro y el desarraigo. Además, puesto que la realidad política latinoamericana y sus capítulos criminales constituyen una preocupación permanente a lo largo de las obras de Bolaño, con frecuencia los paisajes representados por este autor se alzan como paisajes del vacío y de la muerte, de la soledad y de una indefinida amenaza. De este modo el lector asiste a la macabra articulación de una sociedad otra en el seno del desierto, una suerte de comunidad exiliada de la vida, tal y como sucede en 2666: la de los cadáveres de las mujeres asesinadas. Desde este punto de vista, que comprende el desierto como un paisaje de abandono, las cruces de color rosa que allí se han ido levantando en memoria de las asesinadas pueden identificarse con unas singulares ruinas. El proceso por el que el ser humano comenzó en algún momento a padecer la Historia y a ser devorado por ella alcanzó un punto de tensión extrema en el siglo XX, cuando, tras los escombros de la modernidad, se alcanzaron a distinguir los confines de una realidad ausente aunque incorporada a nuestras vidas. El balance de la destrucción acumulada tan solo arrojó unas conclusiones inasumibles: se supone que «a cada habitante de Colonia le correspondieron 31,4 metros cúbicos de escombros, y a cada uno de Dresde, 41,8…, pero qué

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significaba realmente todo ello no lo sabemos», afirmó W. G. Sebald en Sobre la historia natural de la destrucción. Esa aniquilación pasó a los anales de las naciones arrasadas del mismo modo que el resto de asuntos, a pesar de lo cual la literatura ha intentado restituir ciertos episodios que corrían el riesgo de permanecer soslayados; en otras palabras: la literatura pretende cuestionar el curso unitario de la historia. Concebida así, tal y como sostenía Walter Benjamin en su Tesis sobre la filosofía de la historia, esta no era más que una representación del pasado construida por los grupos y clases sociales dominantes. Por esta razón, los hechos que se transmiten del pasado no serían todo lo que ha ocurrido efectivamente, sino cuanto pareció relevante al autor de su relato. En cualquier caso, la tradición de las cruzadas parece oponerse a esto, ya que se integra, más que en una historia sedentaria, en una nomadología errante. Así lo concibieron, por lo menos, Gilles Deleuze y Félix Guattari, quienes en su archifamoso Rizoma (1976) subrayaron la singularidad de La cruzada de los niños de Marcel Schwob (así como de la reescritura de Andrzejewski en Las puertas del paraíso), elevándola a epítome de escritura nómada. La yuxtaposición de los ocho relatos en el libro de Schwob motivó la denominación, por parte de Deleuze y Guattari, de «mesetas narrativas», esto es, fracciones textuales inmanentes y de valor intrínseco, conectadas a otras mesetas por medio de diminutas microfisuras, como ocurre en el cerebro. Esta disposición mesetaria se enfrenta a la tradicional división narrativa en capítulos, los cuales encierran puntos culminantes y puntos de terminación. En su reivindicación de una Nomadología, Deleuze y Guattari celebran, en el caso de Schwob, la multiplicación de los relatos, así como la transformación de la frase ininterrumpida en el atropellado flujo de niños en el libro de Andrzejewski. Las cruzadas literarias se yerguen así en emblemas de la Nomadología, «justo lo contrario de la Historia» (Deleuze y Guattari), por mor tanto de su alternancia y multiplicación de relatos de dimensiones variables y de personajes en movimiento perpetuo, como de su acelerado, sincopado y precipitado flujo semiótico. A este respecto, las historias de Los detectives salvajes de Roberto Bolaño responden a una idéntica disposición mesetaria y multiplicada y, al mismo tiempo, suponen una investigación sospechosa acerca de la mo-


vediza realidad. Las novelas de Bolaño asumen que el complot ha reemplazado a la noción trágica de destino, como afirmaba Ricardo Piglia: según esta idea, ciertas fuerzas ocultas definen el mundo social y, por consiguiente, el sujeto es un instrumento de esas fuerzas que no comprende y que definen el funcionamiento secreto de lo real. Mientras el Estado aspira a centralizar y a homogeneizar los relatos sobre la realidad, las novelas de Bolaño se distinguen por su profusión de voces y de perspectivas, de mesetas narrativas y nomadológicas. Acumulándose, entrecruzándose, todas ellas buscan encajar cada versión de los hechos como piezas del enorme e incompleto rompecabezas de la experiencia. VII Tras observar la rica interpenetración de sentidos entre las cruzadas de Schwob y de Roberto Bolaño, creo haber confirmado que la vida y el monólogo dramático son los modelos formales esenciales en la obra de Bolaño. Y si Los detectives salvajes —como La cruzada de los niños— responde a una concreta categoría de repre-

sentación literaria de la vida ajena —el monólogo dramático en primera persona—, muchos otros textos de Bolaño consisten esencialmente en la escritura de otras vidas: he ahí la manifestación de su particular aliento enciclopédico, que, como ha afirmado Andrés Ibáñez, consiste en intentar «escribir, sobre todo, una colección de vidas, es decir, de biografías». Lleva a cabo esto Bolaño en cuentos memorables como «Vida de Anne Moore» o «Joanna Silvestri», o en volúmenes como La literatura nazi en América (1996), un arrollador corpus biográfico que entronca con las Vies imaginaires (1896) de Marcel Schwob y, sobre todo, con toda una tradición biográfica latinoamericana. En términos generales, considero que Bolaño halló en Schwob una alfaguara fundamental en el tratamiento tanto del desmesurado trazo biográfico cuanto del monólogo yuxtapuesto, capaz de configurar una trama que no responda a la sucesión unidimensional de los acontecimientos. La sombra hipotextual de Marcel Schwob y de sus volúmenes Vidas imaginarias y La cruzada de los niños es muy alargada, y se proyecta en gran parte de la obra de Roberto Bolaño, en Los detectives salvajes y La literatura nazi en América (y, por supuesto, Amuleto o Estrella distante, que se desgajan de los anteriores), en Monsieur Pain (1984, 1999), en 2666 y en varios artículos: en definitiva, Bolaño convirtió a Schwob en un «clásico cotidiano», un concepto acuñado por Francisco García Jurado que resulta aquí tan pertinente. Regresando a La literatura nazi en América, publicado en 1996, este libro le permitió a Bolaño identificar y reorganizar la tradición de la «vida imaginaria», que él mismo resignificó mediante este compendio de biografías de escritores nazis latinoamericanos. Borges, Bioy Casares o Juan Rodolfo Wilcock son algunos de los principales integrantes de esta tradición. Consciente de las alteraciones introducidas en el modelo original tras la relectura borgesiana de la «idea» de Marcel Schwob en Historia universal de la infamia, Bolaño colocó una irónica cita inicial de Augusto Monterroso al comienzo de La literatura nazi en América: «Cuando el río es lento y se cuenta con una bicicleta o caballo sí es posible bañarse dos (y hasta tres, de acuerdo con las necesidades higiénicas de cada quien) veces en el mismo río». En efecto, Bolaño se sumerge en el río de la tradición de la «vida imaginaria» pertrechado de las bromas privadas made in Borges, de la frenética pomposidad

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de Honorio Bustos Domecq, el heterónimo creado por Borges y Bioy Casares, o de los proyectos insensatos característicos de los personajes de Wilcock. Bolaño, en la línea inaugurada por Schwob, asume que el biógrafo se convierte en un literato que goza de plena libertad a la hora de retratar a sus personajes y cuyo éxito depende fundamentalmente de su talento al elegir los detalles y los rasgos individualizadores del sujeto biografiado, que a menudo son resultado de la imaginación del autor. A todo esto, Schwob sumó la inclusión de pasajes oníricos, visionarios (y aun metaliterarios cuando se trate de un escritor) y ciertos elementos sórdidos. En La literatura nazi en América abundan los episodios de tortura y los asesinatos. Varios escritores viven en condiciones de penuria y otros mueren de forma triste o mezquina, y a menudo por su propia mano, o pasan largas temporadas en la cárcel, como Thomas R. Murchison o Italo Schiaffino. Los episodios sórdidos conectan también la obra de Bolaño con el modelo de Schwob; por ejemplo, en la descripción de un coito imaginado entre Ernst Jünger y Leni Riefenstahl. Las referencias de los argumentos de las obras de estos escritores nazis se sumen en el delirio con frecuencia.

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Asimismo, el exilio en La literatura nazi en América no es sino otra manifestación de la permanente trabazón entre literatura y política en la obra de Bolaño. Y de una estética de vanguardia que conlleva una actitud política que parece resumirse en un vivir al límite, al margen: «El texto comienza como un mero catálogo de fantasías librescas y culmina en una aterradora alegoría de la historia política y de la actividad literaria como una sola abominable experiencia» (José Miguel Oviedo). Llevando al límite dicha estética de vanguardia, sus desquiciados personajes encarnan un permanente conflicto entre realidad política y realidad personal, entre centro y periferia, entre vida y ficción. En efecto, La literatura nazi en América no solo es una inasumible Historia apócrifa de las letras americanas, repleta de obras, manuales y revistas inventadas. Es también, y fundamentalmente, la obra en la que Bolaño transforma a la literatura en una Patria delirante, en una República brutal y excesiva cuyos habitantes son condenados al destierro sin remisión y, asimismo, se vuelven prisioneros de sus propias y fanáticas cruzadas. VIII Latinoamericano convencido, Roberto Bolaño relató en sus obras el rumbo que debió tomar un grupo de escritores y, prácticamente, antes o después, toda una generación. En sus historias se narran vidas, muchas vidas: la biografía y el monólogo dramático fueron sus modelos formales básicos. Y lo que hacen los protagonistas de esas vidas es viajar, marcharse de un lugar o emprender una búsqueda por otras partes del mundo. Algunos mueren o desaparecen, o se sumergen en el sueño como en una piscina vacía y desconchada. Hay exiliados y seres a la orilla de la Historia y hasta de su propia fatalidad. Algunos confluyen en el desierto: allí el destino queda barrido y se fundan sociedades imaginarias y vinculadas a una barbarie codificada por el viento azulado de la tarde. La Historia se convirtió en un monstruo que devora universos; las biografías ficticias restituyen mediante la imaginación nuestros destinos sin consumar. En algún momento la política y la literatura se convirtieron en una misión delirante. Queda entonces emprender la cruzada, y eso supone creer que aún puede existir una patria o que algo no ha sido todavía revelado, mientras las manos se aferran, en tierra extraña, a una lengua capaz de cobrar la cautivadora forma de un amuleto.


El ambigú

Una sombra blanca

Carme Riera Alfaguara: Madrid, 2024 316 págs.

Claroscuros Por Bel Carrasco Los que regresan a la vida tras una incursión por las fronteras de la muerte ya no son los mismos que eran antes. La conciencia de merecer una segunda oportunidad les hace cambiar de perspectiva y prioridades. Las experiencias cercanas a la muerte, las ECM, suponen una profunda metamorfosis. Es la que sufre Bárbara Simpson, una célebre soprano protagonista de la última novela de la escritora mallorquina Carme Riera, Una sombra blanca. Una odisea transoceánica que conecta el profundo sur de Estados Unidos con su tierra natal, Mallorca, la zona en torno a la montaña del Teix, morada de la mítica Diosa Blanca. Una historia de fuertes contrastes y claroscuros, como reflejan el título y la portada inspirada en un diseño original de Enric Satué.

Después de superar un coma, Bárbara decide congelar sus compromisos artísticos y tomarse un año «sanático» para cumplir una misión: redimir la memoria de un hombre que en un lejano pasado fue acusado injustamente. Así, emprende un viaje con ayuda de Rose Barnes, secretaria y confidente, personaje que Riera eligió como narradora para jugar con las interesantes posibilidades que eso implicaba. Rose sabe, pero no lo sabe todo; supone, pero no debe mostrar su suposición, su voz está al servicio de la historia, supeditada a la de la protagonista. Hasta bien avanzada la trama el lector no descubre que Bárbara es de raza negra, y aunque el racismo no se trata de forma explícita, subyace y aflora en momentos de gran belleza como cuando Bárbara habla a Rose de sus ancestros africanos, de los colores vivos que le gusta lucir en escena o del sonido de los tambores. «A menudo, cuando alguien ha intentado humillarme por el color de mi piel […] mis oídos se han llenado de los sonidos del tambor tocado por mi padre […] ¿Se puede hacer música con las palabras? ¿Puedes utilizar las que mejor reproduzcan el sonido de los tambores?». Hilvanando recuerdos y confidencias de la cantante, Rose relata su vida, la de una hija de humildes artistas ambulantes, dotada de una voz extraordinaria, que al poco de ser descubierta por un empresario teatral pierde a su madre en un accidente de tráfico y también la voz de forma pasajera. Poco después viaja con su padre, miembro de un grupo de jazz, hasta Mallorca, donde va a recibir lecciones de canto, pero un oscuro episodio desencadena su fuga y la muerte de un hombre inocente. En el último tercio del libro, que reconstruye los hechos ocurridos treinta y seis años atrás en el pueblo mallorquín de Fosclluc, el lenguaje adopta un ritmo dinámico de thriller o crónica periodista y Riera se implica en un cameo como amiga de Rose, a la que ayuda a desentrañar los sucesos. Gran amante de la ópera, la autora introduce nombres de artistas reales como la soprano Leontyne Price o la contralto Marian Anderson junto a imaginarios como Pandora Brunellesky, profesora de Bárbara. Y crea magníficos personajes entre los que destaca Mike, el seductor y ambiguo padre de la protagonista, o Tià, el ermitaño que la protege a costa de su vida. Una sombra blanca es un ambicioso relato impregnado de espiritualidad en torno a la incógnita «¿hay algo más allá de la muerte?», con toques sobrenaturales que envuelven a un personaje que inspira admiración y piedad, capaz de aprovechar el aplazamiento de su adiós terrenal para atar cabos sueltos y hacer justicia.

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El ambigú

Sé mía

Richard Ford (Traducción de Damià Alou) Anagrama: Barcelona, 2024 400 págs.

Esperar lo inesperado Por Moisés Galindo Sé mía de Richard Ford es, por ahora, su última novela, y el final de la saga protagonizada por el personaje de Frank Bascombe. Como Espía de la primera persona de Sam Shepard o Baumgartner de Paul Auster, se trata de un texto crepuscular donde la desaparición del individuo y el misterio de la muerte condicionan todo el hilo argumental. Escritura de la consumación que en el caso de Ford se activa por la edad y circunstancias de un septuagenario Bascombe que, ya en la primera página, resume su vida de esta forma tan particular: «Una sucesión gradual de acontecimientos, a veces inadvertida, a través del tiempo, en la que no ha ocurrido nada grandioso [muerte de su primer hijo, de sus padres, de su primera mujer, divorcios, atentado, cáncer, huracanes, depresión...], pero tampoco nada insuperable, y en general todo ha ido bastante bien». Sin embargo, el tema de la novela que sobrevuela desde el inicio hasta el final, cerrando el círculo de los sucesos, es el de la felicidad. Y todos los interrogantes que la envuelven: «Últimamente me ha dado por pensar en la felicidad más que antes», confiesa Bascombe en la primera línea. «¿Cómo puedo lograr una inmersión total en la vida terrenal? ¿Cuál es la mayor felicidad?», se pregunta hacia el final. Novela circular también en lo que se refiere a la escritura, pues queda totalmente afectada por esta cuestión: «Gran parte de la buena literatura contemporánea, que leo en la cama, trata —si miro la página desde el ángulo adecuado— precisamente de estos temas, con la felicidad siempre esquiva, pero sin dejar de ser el objetivo», afirma el experiodista deportivo y agente inmobiliario todavía en funciones a tiempo parcial, para al final confesar irónicamente que las causalidades que tratan de explicar este estado, «las admiro y disfruto leyendo a ciegos […], ¿no es eso lo que cualquiera quiere aprender de la literatura, pues tener esa información

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puede iniciarte en la comprensión práctica de la verdadera felicidad?». Y, sin embargo, nada más alejado de su pensamiento respecto al sentido de la vida y la felicidad que nos podría deparar, pues presenta una visión pragmática y muy agustiniana de ella. Si lo trasladamos al terreno de la novela, es de la opinión que «cualquier cosa puede seguir a cualquier cosa, y nunca nada sigue necesariamente a otra cosa […], ya que así es la vida: hormigas moviéndose caóticamente sobre una magdalena». El mundo como un drástico y azaroso enjambre a merced de las circunstancias. Igual que la enfermedad que padece su hijo —ELA—, que, «simplemente, ocurre». Bascombe es el singular padre imperfecto que se ve impelido a acompañar a su hijo durante el tránsito de la enfermedad y la muerte en una especie de road movie novelesca desde Haddam —Nueva Jersey— a la Clínica Mayo —Rochester, Minnesota— donde lo están tratando, en forma de peregrinación por las grandes extensiones americanas, hasta el monumento nacional del Monte Rushmore en Dakota del Sur. No el sentido de una acción, sino experimentar el placer y el dolor de saberse acompañados en un proyecto común, «lo que ya era bueno de por sí». Acaso amar y saberse amado es quizá la enseñanza invisible de un periplo vitalista donde las disquisiciones metafísicas —el guiño heideggeriano— o los razonamientos científicos —la maquinaria médica-farmacéutica— se ven sobrepasados por la majestuosidad, intensidad y belleza —también de su severidad— de un vivir que pide involucrarse y seguir adelante; responder a lo inesperado de la vida. No tanto respuestas como el coraje, la suerte y el humor que debieran acompañar a la experiencia de permanecer vivos en comunión con los otros y lo otro.


Plegaria para pirómanos

Eloy Tizón Páginas de Espuma: Madrid, 2023 192 págs.

El rescoldo del susurro Por María Codes A este libro se llega pasando por una plegaria, la cita que lo abre, tomada de un antiguo cuento jasídico: «Señor, escúchame: no sé cómo encender el fuego, pero todavía soy capaz de recitar la plegaria». Se diría que este rezo expresase el deseo de encender el fuego de las palabras del autor, ante las dudas previas al acto creativo de la escritura. Quienes admiran la obra de Eloy Tizón encontrarán aquí el calor de unas historias construidas con sensibilidad, vehemencia e ironía. Los relatos de Plegaria para pirómanos nacen con un cuerpo diferente al de los que integraban Técnicas de iluminación, Parpadeos o Velocidad de los jardines, pero son producto del mismo pensamiento que genera semejanza entre ellos. Subyace en su contenido la misma subjetividad en la que confluyen simbolismo, metaliteratura y realidad; una mirada tan mística y sólida como la arquitectura de un templo. Plegaria para pirómanos es «un ciclo de relatos» donde el personaje de Erizo funciona como hilo conductor del libro. La voz y el tono de gran parte de los relatos proceden de un mismo modo de contemplar el mundo, de un estado de ánimo similar, melancólico, pero anhelante. El narrador parece cargar con un largo pasado aunque no por eso ceja en su búsqueda de algo importante todavía por vivir. Esta condición contribuye a que Plegaria para pirómanos nos llegue

quizá más intimista y reflexivo que los anteriores libros de relatos de Tizón. Se ha dicho de esta obra que es un retrato generacional. Lo cierto es que hay en él referencias a lecturas clave de toda una generación: Onetti, Bruno Schulz, Pavese o Clarice Lispector; referencias cinematográficas de películas que marcaron una época: ¿Qué fue de Baby Jane?, Alicia ya no vive aquí, Peggy Sue se casó o Star Wars; referencias sociales a la decadencia económica americana que dejó tras de sí una ciudad fantasma como Detroit; referencias iconográficas a la publicidad de la televisión ochentera y un relato-homenaje a Leonard Cohen, referente musical desde finales del siglo pasado. Si en Técnicas de iluminación encontrábamos profusión de escenas surrealistas, en Plegaria para pirómanos el realismo tiene mayor presencia, si bien se trata de un realismo leve, de cronología difusa, a veces al borde de lo abstracto, como en el caso de Dichosos los ojos, con un discurso construido a partir de una cadena de enumeraciones. El impacto de lo real alcanza su máxima cota de veracidad cuando en la narración se intercambia el pensamiento de un personaje con las palabras de otro, dando como resultado entradas de diálogo tan perturbadoras como: «—¿Alguien quiere más muerte? Queda más muerte en la cocina. En el frigorífico, en la encimera. Id y servíos, si queréis. Con toda confianza. Tenemos muerte de sobra». El sentido del humor con el que Tizón suele romper todo conato de excesiva gravedad también está presente en estos relatos. Esa risalágrima irónica define a unos personajes a veces patéticos, a veces desesperados. En Plegaria para pirómanos las expresiones poéticas y los aforismos intervienen los relatos, como recolectados al margen, aunque encajen en ellos a la perfección: «Hay ciertas regiones de la mente a las que solo se puede acceder haciendo escala en el cuerpo. Necesitas un poema que te ilumine la boca»; «Nuestras alegrías y penas son todas intercambiables. Un delgado tabique separa el funeral de la fiesta». De una manera muy armoniosa, el libro que se abrió con una plegaria se cierra dentro de un monasterio, el de «Confirmación del susurro». A la manera de las Vidas imaginarias de Marcel Schbow, el relato retrata a un personaje, trasunto de Leonard Cohen, en su retiro de Mount Baldy. Se trata de una carta de despedida a la Marianne de la canción «So long», que es, al mismo tiempo, una despedida del libro: «Cuando empiezas a escribir un libro eres un niño, cuando acabas, un adulto». La plegaria del comienzo quedó atendida. El fuego de las palabras ardió y se extinguió, pero perdura el cálido rescoldo del susurro.

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El mundo al revés

Silvia Rins Témenos Edicions: Barcelona, 2024 74 págs.

Eficacia en breve Por Blanca Estela Domínguez «Para la niña que te sonríe cada mañana desde el espejo…»: así empieza la dedicatoria que me ha escrito Silvia Rins en mi ejemplar de El mundo al revés. Sugerente ¿verdad? El volumen lo conforman treinta cuentos breves. Textos complejos donde desarrolla una concepción de la literatura como búsqueda y exploración. El primero se titula «La puerta» y dice así: «Detrás de esa puerta se encuentra el bosque del mundo. Todas las montañas y los ríos. Todos los cielos. Todas las ciudades. Detrás de esa puerta hay un corazón y un antifaz. Una muñeca que sonríe. Y un sol que brilla en medio del universo. Es como entrar en una pantalla de ordenador, en la página de un libro reluciente, en la blancura de la nieve. / Cierra los ojos. / Solo creen quienes quieren creer. / La puerta es invisible». Lo cito porque es una «declaración de intenciones» de la autora. Habla del poder de la imaginación. Con su escritura nos invita a transformar el mundo. A verlo «al revés», a divertirnos, a manipular el tiempo, a habitar otros espacios y a descubrir los colores («La casa roja»). Nos enseña a volar. El manejo del lenguaje constituye la base de la prosa de Silvia Rins. La lengua escrita se manifiesta a través de un orden introspectivo y de las diferentes formas que se dan en cada relato: son enjambres enunciativos ubicables en el psiquismo del protagonista y por ende del narrador. Hay originalidad y un estilo personal e innovador. Es un libro con un hondo sentido filosófico y poético. La escritora opta por la economía, eliminando redundancias o descripciones innecesarias, y solo deja aquellas frases

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plásticas y rítmicas unidas simbólicamente con los sucesos. La paradoja de la brevedad es su eficacia infalible. Los cuentos de Silvia Rins secuestran al lector y lo convierten en víctima que acepta voluntaria y gustosamente ser parte de lo narrado. Son cuentos que exaltan la reflexión. En este libro «no hay artilugio ajeno a la magia». Todos tenemos potenciales «varitas mágicas» a nuestro alcance. Solo hay que identificarlas y tener el valor de utilizarlas… (parafraseo a la autora). Apología del juego. Juego en el «Reino de Babia, la tierra de los vagos, los meditabundos, los distraídos. Ese paraíso donde la entrada es libre, pero llegan unos pocos» («El caracol»). El mundo al revés es una obra de madurez dedicada a la infancia. Disfrutarán de su lectura los niños y adolescentes. Pero sobre todo los adultos que se enfrenten a su memoria infantil. ¿Quién no se acuerda de su amigo/a invisible? Por cierto, hay que destacar las ilustraciones bellísimas e inquietantes que acompañan a los textos. La autora de dichas imágenes es Charo Mur, una talentosa artista plástica nacida en Barcelona. Su último proyecto es «ART DATA», una Residencia para las Artes situada en un palacete de Báguena (Teruel), donde se imparten talleres de pintura, grabado, dibujo, escultura, cerámica y otras artes. Celebramos así la publicación de El mundo al revés, lectura recomendada en algunas librerías. Un libro escrito con sabiduría. «Y una ley de la gravedad inexistente…» Un libro de multiplicidad temática y narrativa en donde conviven la fábula, la poesía y la prosa poética. Se nutre también de la tradición de la literatura infantil y sus recursos estilísticos. En su aparente sencillez resalta la libertad de pensamiento y de acción. Exalta la diferencia. Explora el mundo a través de símbolos: copas, alas. Y en él nos topamos con un regalo que nadie quiere abrir: un beso. Treinta cuentos que nos invitan a pasear por los rincones laberínticos de la memoria.


Niños del futuro

Andrea Toribio La Navaja Suiza: Madrid, 2024 148 págs.

Escrituras del yo Por José Antonio Llera Comparada con la oleada de novelas autobiográficas y autoficciones de las últimas décadas, la publicación de diarios de escritores jóvenes ha sido notablemente inferior. Muchos editores se quejan de que es un género poco comercial, mientras que algunos críticos rechazan su narcisismo (en realidad, lo narcisista es la mala literatura, cualquiera que sea el molde discursivo). Celebro por eso que Andrea Toribio en Niños del futuro defienda vivamente el género y llegue incluso a considerarlo «mi género», homenajeando varias veces a un gran diarista como fue Salvador Pániker. El hambre lectora del diario es contagiosa y es ella la que crea el diario por acción/reacción. Contra las ansiedades laborales del neoliberalismo, la precariedad y el Lexatin surge la terapia del texto, pero también su pequeña maldición (el lenguaje es don peligroso porque la letra lleva a la letra). A diferencia de lo que sucede en los diarios de Pizarnik, donde advertimos una dolorosa escisión entre vida y literatura, Toribio afirma rotunda: «si quiero / vivir, tengo que / escribir». No es tanto la experiencia en sí lo que da valor a esta escritura, sino sus propias búsquedas y rupturas sintácticas, sus sutilezas tipográficas (sin caer en el experimentalismo huero), sus juegos con la frecuencia narrativa, sus variaciones y la conciencia de un yo transfigurado en grafía. No hay literatura sin estilo singular. En Niños del futuro no solo se cuestiona la cesura entre los estatutos del Autor y del Lector, sino que se reflexiona constantemente sobre el género, llegando incluso a la parodia del célebre dictum de William Wordsworth: «Todo lo que no escribí ayer, lo hago hoy. Hoy es entonces la emoción reconstruida del ayer, el cúmulo de emociones (re)construidas de ayer. Hoy es ayer porque lo estoy escribiendo así». La autora sabe que lo escrito nunca será lo vivido, siempre en

décalage, y que el diario restaura la unidad del yo como en el estadio del espejo lacaniano, pero también la multiplica en forma prismática y metaliteraria. Escribir es sentir que escribimos y que los otros nos ven escribir: «Mi madre está en mi cuarto, me está viendo escribir a mano en este cuaderno». Me interesa, entonces, cómo se incorporan al texto los tanteos y el proceso, sin miedo a las contradicciones, y cómo se incorporan también otras voces a través de la transcripción de un correo electrónico o un diálogo cazado en un medio de transporte. Niños del futuro es ante todo un canto a la amistad salvaje y al amor entre dos mujeres, almuerzos desnudos (sin LSD), las metamorfosis del deseo y esas piscinas/Hockney donde el cuerpo amado se revela en su dimensión cósmica: «Me da miedo mirarla a los ojos y pensar que estoy sola dentro de un glaciar. Esto es el amor. Una constelación, una alienación de planetas». Barthes tiene párrafos muy bellos en sus Fragmentos de un discurso amoroso acerca de qué significa escrutar un cuerpo y a ellos he vuelto. El duelo también tiene cabida aquí, cuando la noticia de la muerte de un amigo golpea a la autora. Los trauma studies han revelado que para poder procesar un trauma tenemos que tratar de simbolizarlo, puesto que lo ocurrido se aloja en el inconsciente, en la memoria no narrativa. Y un trauma es precisamente lo que cruza transversalmente Niños del futuro: el accidente del Madrid Arena en 2012, en el que fallecieron cinco chicas muy jóvenes. Al transcribir el audio de una amiga superviviente, la autora logra objetivar el suceso desde otra perspectiva a la propia y así confrontar los síntomas (la irrupción violenta del pasado en el presente o las lagunas de la memoria). Andrea Toribio demuestra que un diario no es un depósito textual de melancolías que se van ajustando al ritmo del calendario, sino un laboratorio de la intimidad y una forma de conciencia: sabemos plenamente de lo vivido cuando lo escribimos para conocerlo. Lo hace, además, labrándose un estilo propio que huye de la prosa plana y estandarizada.

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El ambigú

La guerra y la música. Los caminos de la música clásica en siglo XX John Mauceri (Traducción de Lorenzo Luengo) Siruela: Madrid, 2024 300 págs.

Ismos musicales Por Albert Ferrer Flamarich John Mauceri (Nueva York, 1945) es un director de orquesta y profesor universitario cuyo ensayo The War on Music. Reclaming in the Twentieth Century, publicado en 2022, acaba de aparecer en español en una muy buena traducción de Lorenzo Luengo y una edición cómodamente legible de Siruela. Centrado en una parte de la música clásica del siglo XX, su eje discursivo yace en la ruptura que las vanguardias supusieron en la tradición desde la adscripción de identidad, no de corte estilístico sino nacionalista. Para ello parte de la idea de la manipulación y representación de la música en su cruce con la cultura, el poder y las intenciones enmascaradas de la política ante la estética. De este modo no solo repasa algunas cuestiones ontológicas de la música como lenguaje, sino que replantea la falsedad dialéctica al considerar determinados repertorios como nuevos, viejos, tradicionales, de vanguardia, etc., desde el constructo histórico y también desde el actual. Sirva de ejemplo el duodécimo capítulo, en torno a la inestabilidad del concepto de progreso, no tanto en lo técnico como en su consideración estética y su ambivalencia política. Fruto de charlas y artículos durante más de tres décadas, los doce capítulos —bastante equilibrados en su extensión— nos hablan de procesos y nos invitan a reconsiderar la perspectiva de las políticas culturales en relación con la vanguardia, así como la música usada como mercadotecnia y meta-metáfora con el apoyo gubernamental a determinados estilos, y aparejada a la consecuente implicación de fundaciones y creadores de opinión. Especialmente en el periodo de entreguerras y durante y después de la II Guerra Mundial. Al margen de su perspectiva demasiado anglosajona y olvidadiza de figuras como Sibelius, la zarzuela en los territorios de habla hispana y la deriva operística en general, hay que reconocer en su enfoque una originalidad y agudeza que lo desmarcan del

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habitual discurso histórico-filosófico sobre la música del siglo XX basado en la crisis del lenguaje musical, la fenomenología de la recepción, replanteamiento de la Gesamtkunstwerk, secuencia de -ismos y otros lugares comunes ya repensados desde múltiples focos. Está escrito con una prosa ensayística poseedora de la habilidad narrativa para evocar y encadenar sucesos, personas, lugares, conceptos y sus contrasentidos, manteniendo vivo un relato que, para señalar la crisis de algunas ideologías, parte de antinomias históricamente estudiadas como la de Brahms-Wagner (capítulo 2), Stravinsky-Schoenberg, o la incursión de la violencia en lo musical y como reducto estético (capítulo 3) a partir de los Ballets rusos y sus montajes de Jeux de Debussy y La consagración de la primavera de Stravinsky. Otro eje sugerente atañe a las bandas sonoras musicales para el cine y a los prejuicios y tópicos arraigados como música contemporánea, que él rebate con argumentos que toman de ejemplo situaciones similares o iguales en otras épocas de la historia y otros compositores consagrados. Tras ello y un sorprendente apunte sobre la música para videojuegos y su interactividad con las modernas tecnologías como recoveco de auténtica vanguardia, el undécimo capítulo versa sobre la diáspora de compositores que se labraron el éxito o no en otros países: Weill en el musical neoyorquino y la influencia de Korngold, Waxman y Steiner en el sinfonismo norteamericano. En este sentido, el apéndice también reivindica a cuatro compositores a reintroducir en el canon (Hindemith, Weill, Korngold y Schöenberg), por los que Maureci muestra una afinidad musical que adereza con su propia vivencia y descubrimiento, además de ofrecer una pincelada general en torno a su relevancia y alguna de sus obras. Y es que, en el fondo, con este libro el autor nos invita a seguir estudiando y descubriendo música como melómanos y oyentes, como profesionales en los atriles, como musicólogos y, ante todo, como personas. Él mismo lo expresa certeramente cuando defiende «la música como historia colectiva porque contiene los recuerdos del mundo».


Doble Autorretrato Mundo

Moisés Mori Krk Ediciones: Oviedo, 2024 800 págs.

Mundo Mori Por Mario Martín Gijón Dos escritores que se suicidaron y dejaron, poco antes de morir, libros en los que se anunciaba su muerte voluntaria: el francés Édouard Levé (Neuilly sur Seine, 1965 - París, 2007), con Suicidio (2008), y el peruano José María Arguedas (Andahuaylas, 1911 - Lima, 1969) con El zorro de arriba y el zorro de abajo (1971). Dos escritores que no pueden ser más distintos: el desgarrado de origen humilde, apegado a su tierra y humanísimo Arguedas frente al frío, de familia pudiente, cosmopolita, blasé y casi posthumano Levé. Decía Cioran, con una concepción aún romántica del suicidio, que «solo se suicidan los optimistas, los optimistas que ya no logran serlo». Eso se puede aplicar a Arguedas, no a Levé que se suicida, diríase, por aburrimiento de una vida agotada a los cuarenta años. El libro de Mori, que con setecientas noventa y ocho páginas casi alcanza al hasta ahora más extenso de los suyos (las 832 de Escenas de la vida de Annie Ernaux), nos entrega una nueva muestra de estos ejercicios de admiración suyos que integran filología, memoria y deseo de ser ficción. Un libro que, como nos tiene acostumbrados, es imposible adscribir a un género y que habría que considerar un género propio, unipersonal, de modo similar a como asociamos la greguería con Gómez de la Serna, el esperpento con Valle-Inclán o (no tan claro) la nivola con Unamuno. Dividido en dos partes, «No fuiste a Perú» y «Tormenta en Angoisse», que contra lo que cabría esperar se corresponden, en este juego de engaños y regates, respectivamente, a Levé y Arguedas, el libro avanza salpimentado con los interludios autobiográficos de un

personaje que, como el Moisés Zoreda de César Aira y la silla de Gaspard (2019), es y no es el autor, quien alude alguna vez a sus amigos Recaredo Menéndez y Pedro Mathieu, trasuntos ficcionales del escritor Ricardo Menéndez (Salmón) y del traductor Mateo Pierre (Avit). Si Arguedas se quiso enraizar en lo ancestral y se comprometió con el socialismo sin renegar, según él, de lo mágico, en la búsqueda de una sociedad que Vargas Llosa, en el ensayo que dedicó a su compatriota, desdeñó como una «utopía arcaica», Levé, por el contrario, vivió desde el principio en una época sin dioses ni utopías, y se empeñó en una estética de lo deliberadamente anodino, desde su Autorretrato (2005), compuesto de cientos de frases donde a un intento de suicidio se le dedica la misma atención que al hecho de no haber hablado con ningún neozelandés, hasta América (2006), libro de fotografías que tomó durante un viaje por Estados Unidos en el que recorrió ciudades homónimas a urbes históricas, desde la Bagdad de Arizona a la Lima de Oklahoma, algo que da fe no solo de esa «fascinación algo tonta por los EE. UU.», que el narrador confiesa no compartir y que le valió al autor el apodo de Eddy L’Americain, sino de una convicción de lo estandarizado e intercambiable que es el ser humano y, por tanto, lo prescindibles que somos. Si para Arguedas el sexo siempre tuvo algo de temible, traumatizado por los abusos que presenció cometidos por los señores con las indias y por su propia iniciación, para Levé, participar en una orgía es tan banal y deportivo como un partido de rugby; un coito algo tan higiénico como lavarse los dientes. La misma escritura era para Levé una práctica como cualquier otra; para Arguedas era una necesidad y un salvavidas, por lo que despreciaba a los escritores profesionales. El encuentro entre Levé y Arguedas, por tanto, parece tan fortuito y tan bello como el que evocaba Lautréamont, sobre una mesa de disección, entre una máquina de coser y un paraguas. La mesa, en este caso, es la de escritura de Moisés Mori, que nos lleva de la mano por un laberinto fascinante entre ambas biografías.

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El ambigú

Christopher Nolan

José Abad Cátedra: Madrid, 2023 296 págs.

Por los laberintos de Nolan Por José Ignacio Fernández Dougnac Los géneros cinematográficos fomentaron la creación de diversas parcelas temáticas con una finalidad esencialmente comercial. El espectador sabía, y todavía sabe, con qué se iba a encontrar: si había de reír, emocionarse, intrigarse, asombrarse o sentir terror. Un director como Howard Hawks, sin salirse apenas de este circuito cerrado, nos dejó inigualables obras maestras. Algo parecido, pero muy a su manera, le sucede a Christopher Nolan. A lo largo de su filmografía se ha movido dentro de unos géneros muy localizados: el thriller (Memento, Insomnio), el fantástico (Origen), la ciencia ficción (Interestelar), el bélico (Dunkerque), las películas de superhéroes (la magnífica trilogía de Batman), las de espías, con descarados guiños al 007 (Tenet), o el biopic (Oppenheimer). Sin saltarse las reglas, sabe innovar y trascender, ofreciéndonos productos tan asombrosos como reconocibles. Ahí radica uno de sus secretos. No obstante, como precedente habría que situar la estela dejada por Stanley Kubrick, otro profundo transformador de los géneros cinematográficos. Este libro de José Abad es segunda edición ampliada del ya publicado en 2018. No solo incluye dos títulos recientes de la filmografía de Christopher Nolan (Tenet y Oppenheimer), sino que enriquece su labor como productor ejecutivo de proyectos ajenos. Como ya demostró en otras publicaciones de esta colección (George Lucas y Richard Fleisher), Abad conjuga el rigor con la amenidad, al tiempo que muestra una especial habilidad para narrar los argumentos sin caer nunca en el maldito spoiler. Esta destreza para exponer adecuadamente las tramas se hace aún más necesaria al abordar lo que él mismo ha denominado «el efecto Nolan»: una puesta en escena clara y muy precisa para desarrollar una historia con distintos niveles de complejidad, aunque se frecuente algo tan

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popular y taquillero como el mundo de los superhéroes. Esto es, un denodado afán por realizar «películas que cuenten cosas y hagan pensar al espectador», sin eludir el deseo de un efecto favorable en la recaudación. Ello exige un destinatario que sea cómplice activo, que desee y sepa entrar en los intrincados pasadizos del director de Origen. Pero también requiere de una guía, un hilo de Ariadna que facilite la comprensión de los distintos recorridos. Y esto es justamente lo que nos ofrece Abad al adentrarse en el universo de un cineasta que nunca quiere «estar colgado por encima viendo cómo los personajes toman las decisiones equivocadas», sino «estar en el laberinto con ellos, dando vueltas a su lado». Como ya ha demostrado en publicaciones anteriores, nuestro autor examina cada título dentro de su contexto, rastreando antecedentes, resaltando la puesta en escena e incluso mostrando opiniones críticas con las que disiente. Es importante resaltar la variedad de temas transversales que se van diseminando por estas páginas: el tratamiento de la violencia, la ética como factor de restricción, las dicotomías entre cine / sueño, ilusionismo y ciencia; la confrontación entre lo real y lo virtual, la americana como género, el steampunck, o la adaptación literaria. A ello habría que añadir el apasionante análisis sociológico que Abad aplica al cine de Nolan, auténtico producto de su época, fruto de un «artista omnívoro» que «degusta con igual fruición la filosofía de Friedrich Nietzsche y los tebeos de Batman». Resulta ejemplar el rastreo que se hace de las diversas ideas de Gilles Lipovetsky sobre la globalización, las de Zygmunt Bauman sobre el «pensamiento líquido», o los conceptos de la «muerte del significado» en la postmodernidad y la licuefacción del relato. En definitiva, un libro este que termina sobrepasando lo meramente cinematográfico, pues se sirve del autor de Tenet para apuntar la deriva de nuestro tiempo, una época resignada a «convivir con la tristeza».


Europa unida

Winston S. Churchill (Traducción de Jerónimo Molina Cano) Ediciones Encuentro: Madrid, 2024 206 págs.

Una Europa cercana al corazón Por José de María Romero Barea Una fina sensibilidad permea este ejercicio de afecto letrado: «No veo razón por la que no puedan surgir los Estados Unidos de Europa […] un espacio en el que todos sus pueblos coexistan en prosperidad, justicia y paz». Fieramente perentorio se muestra el tratamiento del tema: «Europa tiene que resurgir de sus ruinas y evitarle al mundo un tercer holocausto, acaso fatal». Nos invita a repensar lo que deseamos la colección de discursos Europa unida, nos impele a reconsiderar las independencias, asumiendo nuevas identidades: «Basta con que Europa se levante y afirme su propia grandeza, su fidelidad y su virtud para enfrentarse a cualquier forma de tiranía». Nos emplaza su autor, el inglés Winston Churchill (Woodstock, 1874 - Londres, 1965), a aceptar los cambios inevitables con moderada aprensión, humor racionado e invariable flema, cuando en noviembre de 2024 se cumplen ciento cincuenta años del nacimiento del militar y político británico. Dieciocho alocuciones públicas y una misiva reflejan la época en que fueron concebidas, siendo un espejo de la nuestra. Se abordan cuestiones en torno a la identidad de nuestra occidental empresa: «Ganarse el favor de la gente es una de las principales tareas del Movimiento Europeo. La unión de Europa debe ser una unión de los pueblos, no solo de gobiernos». Absorbente la crítica, complicado el enfoque; nos desafía el que fuera primer ministro del Reino Unido

de 1940 a 1945, durante la Segunda Guerra Mundial, y de 1951 a 1955, como representante del Partido Conservador, a sostener puntos de vista contradictorios: «El mundo se dirige hacia la interdependencia de las naciones. Sentimos a nuestro alrededor la creencia de que es nuestra gran esperanza». Definidos por los estereotipos que, al mismo tiempo, anhelan socavar («No pretendemos integrarnos en un sistema federal europeo»), los argumentos se acumulan absorbidos por una inteligencia afanada en encontrar nuevas formas de vincularnos con el Viejo Continente: «Estamos con Europa, pero no somos de Europa». Es la de este defensor de la liberalidad contra las expansiones del fascismo «una Europa unida […] cercana a mi corazón», una visión que nos impulsa más allá de nuestras capacidades, de modo que cualquier diferencia se vuelva insignificante. Endulza el erudito anglosajón lo que sostiene, demostrando que los sentimientos encontrados son al menos tan interesantes como la moderación de los argumentos. Son los de la inteligencia los placeres que aquí se ofrecen, en tiempos difíciles (y qué tiempos no lo son): «Tiene interés por su imaginación y su intuición», sostiene Belén Becerril Atienza en el estudio introductorio, «por su dominio de la lengua y la belleza de sus palabras, y porque, al fin y al cabo, Churchill era un escritor tanto como un político». Franco sobre su resentimiento, el premio Nobel de Literatura de 1953 tiene una visión clara de lo mucho que invertimos en ignorar disensiones: «Churchill era consciente de la dificultad de que Gran Bretaña participase entonces en una Europa federal, como se vislumbraba tras 1951», apostilla la profesora titular de Derecho de la Unión Europea en la Universidad CEU San Pablo. Pasado siglo y medio de su póstuma celebridad, seguimos leyendo a Winston Churchill para sentirnos útiles analizando anomalías, formando diagnósticos, brindando tratamientos, rastreando mejoras, para «apropiarnos de un europeísmo cultural y cosmopolita», concluye Charles Powell en el epílogo, «para distanciarnos del nacionalismo narcisista y provinciano de tantos euroescépticos». Su literatura sigue siendo prueba de que la erudición es sinónimo de la incertidumbre que se ocupa de los signos visibles y mensurables de las enfermedades de nuestra democracia («A Churchill jamás se le habría ocurrido la peregrina idea de convocar un referéndum sobre una cuestión tan decisiva para el futuro de su país», concluye el historiador hispano-británico).

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El ambigú

Follar [La negligencia del jardinero] Gsús Bonilla Baile del Sol: Tenerife, 2024 126 págs.

Sobre hojas, podas y semillas Por Alberto García-Teresa El último tramo de la poesía de Gsús Bonilla (Don Benito, Badajoz, 1971) ha sido englobado por el propio autor bajo el lema de «Cuadernos de un ecosicario» y el presente volumen constituye su tercer paso. Con su trabajo de jardinero como base o punto de partida, ese conjunto de libros entrecruza los cuadernos de campo, los poemas de contemplación maravillada de la vegetación, la observación crítica del entorno, habilidad para jugar con los árboles como símbolos y alegorías, una mayor tensión léxica y, finalmente, una apertura en el criterio para la utilización de materiales. De ahí, por ejemplo, que este libro en concreto aporte multitud de collages reproducidos a color, cohesionados por los motivos vegetales y la fusión de mundos (los objetos cotidianos y las plantas o el afán taxonómico de los botánicos con el desborde de la realidad). Previamente, recordemos, su obra poética ha recorrido caminos de dicción clara, registro narrativo y anclaje biográfico, por un lado, u otros senderos de mayor exposición lírica a la vez que se adentraba en la pista de baile de la imaginería surrealista. En todo ese recorrido, sin embargo, la expresión del conflicto sociopolítico desde dentro, como parte de él, ha sido siempre el eje de su obra, así como un impulso antiautoritario y, especialmente en las últimas obras, de resistencia al reduccionismo utilitarista de la economía. El título de Follar juega con la acepción de ese verbo de «formar o componer en hojas algo», aunque no deje de tener un guiño provocador. Aquí los poemas avanzan con un ritmo poderoso, con una gran fuerza

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evocadora construida a base de imágenes y la verbalización de una tensión interna de quien ama la naturaleza pero debe podarla y constreñirla a las órdenes de la planificación humana. Frente a otros libros de esa serie de obras de ecopoemas, este volumen recoge piezas más centradas en el yo: explora las contradicciones, busca reafirmarse en un medio de tensión y de angustia ante el colapso ecológico, manifiesta sus sentimientos, plasma el proceso de escritura… El foco se desplaza, en ese sentido, del entorno a un yo embutido en ese medio natural y preocupado por la interacción con los seres vegetales. Ese entorno natural consta sin especificaciones. Aparece como una suma de pequeños elementos, sin que el sujeto se centre en la descripción de ninguna planta en singular. A su vez, de hecho, las únicas personas que figuran en estas piezas son esa primera persona y, de manera impersonal y difuminada, ocasionalmente alguna otra y, especialmente, un conjunto (señalado con un «vosotros» o «ellos», escuetamente) donde se integran poderosos, mandatarios y gerentes de la economía, colocados todos en el otro lado de la barricada. Consigue, de esta manera, Gsús Bonilla una resonancia abstracta y general, con lo que se puede diluir la fuerza centrípeta de ese anclaje en el yo tan marcado. El ciclo natural de siembra, crecimiento y muerte (provocada por el ser humano, no en vano) atraviesa buena parte de los poemas, y el propio trabajo de escritura se incorpora a esa dinámica al introducirse como un proceso de creación. Ese choque se resuelve siempre, tras haber sido plasmada la intensidad del contraste, con la apertura de una nueva secuencia de vida. De fondo, Gsús Bonilla aparta la centralidad del ser humano, sin infravalorar su tanática actuación, para mostrar la imparable potencia de la vida, más allá de nuestros parámetros. Solapa campos semánticos y áreas existenciales en los versos (la botánica, tareas humanas, sentimientos) tejiendo poemas bien construidos como piezas autónomas, sin flecos, con lo que obtiene textos que pudieran leerse, más allá de la metáfora o la sinestesia, en clave de collages: imágenes poderosas armadas con distintos elementos fusionados armónicamente. Así resuena, entonces, este sugerente poemario.


El triunfo de estar vivo (Obra poética 1996-2012) Luis Alberto de Cuenca Cátedra: Madrid, 2024 716 págs.

Poesía, campo de juego Por José Abad Bajo el título de El triunfo de estar vivo ha aparecido un volumen recopilatorio con los cuatro primeros poemarios publicados por Luis Alberto de Cuenca en el siglo XXI: Sin miedo ni esperanza (2002), La vida en llamas (2006), El reino blanco (2010) y Cuaderno de vacaciones (2014), si bien los poemas pertenecen a un arco de tiempo ligeramente distinto: 19962012 (queda exento el enigmático La mujer y el vampiro, de 2010, inseparable de los dibujos de Manuel Alcorlo). Según el editor, Ricardo Virtanen, los dos primeros títulos culminarían la segunda etapa de la obra luisalbertiana —la que abrazó, y de qué manera, la llamada línea clara—, en tanto los dos últimos inaugurarían una tercera etapa de plena madurez, en la cual el poeta se encamina hacia la senectud. De repente se tienen cincuenta, sesenta o setenta años y la vida te exige rendir cuentas. Y en el verso cobra un inesperado relieve algo que siempre estuvo ahí, relegado a un segundo plano, como el escepticismo o la idea de finitud: «ciegos e ignorantes, / nos dirigimos hacia el precipicio / de la nada», leemos en «El bosque», un poema de Sin miedo ni esperanza, que se incluiría aún en sus años de júbilo. Esta acritud no es nueva en la poesía de Luis Alberto de Cuenca, al menos hasta donde conozco. El enemigo oculto, esa sombra interior empecinada en hacer de nosotros unos infelices, se introduce de tanto en tanto en sus versos como un huésped inesperado e ingrato. En «Onanismo», de La vida en llamas, el poeta insta al lector a desmantelar «la torre de la vida» —hermosa imagen— y empujarla al fondo de

abismo; luego lo invita a mirar abajo y comprobar que «del incendio / que abrasó tan inútil simulacro / no quedan siquiera las cenizas». Pero es que, de repente, como he dicho, se tienen cincuenta, sesenta o setenta años y se sabe que el camino por delante es menor que el camino dejado atrás. Según indica Ricardo Virtanen, a partir de El reino blanco se multiplican las alusiones a la hora final en la poesía luisalbertiana: «ahora que soy mayor y que tengo a la muerte / cada vez más a mano, tiendo a mezclarlo todo», escribe en «Carta a los Reyes Magos», perteneciente a este último. En Cuaderno de vacaciones, leemos: «El mundo da sus vueltas / cada vez más deprisa» («Canción de opósitos») o «lo mejor ha pasado / y lo peor está por llegar» («El falsificador de moneda»). Aun así, me cuesta horrores hablar de pesimismo o pesadumbre a propósito de la poesía de Luis Alberto de Cuenca. Incluso cuando se pone obscuro (u obtuso), yo lo veo luminoso. En la introducción a Cuaderno de vacaciones, el poeta confiesa: «Siempre he pensado que hacer versos es una fiesta, algo muy parecido a la felicidad, y que el papel en blanco no es una cárcel metafísica sino un campo de juego, y que dar rienda suelta a lo que anida en tu interior no es un drama existencial sino un acto de liberación no exento de alegría». Para él, la poesía es fuente de diversión y disfrute, y se empeña en que también lo sea para el lector. ¡Cuántos otros deberían tomar nota! El recurso al humor, el desenfado, el descaro incluso, es continuo, intenso, afortunado. Ese «optimismo radical» del que hablara Juan José Lanz es consustancial a los versos luisalbertianos y los ejemplos, de tantos como son, desbordarían los límites de este artículo, pero baste uno por todos; en «Consolatione ad se ipsum», el poeta se anima diciéndose que todavía quedan películas por ver, novelas por leer, copas que apurar: «hay que vivir la decadencia / con buen humor, […] nuestro praedicabilis / no es otro que la risa». De repente se tienen cincuenta, sesenta o setenta años, sí, pero queda cuerda para rato.

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El ambigú

Cabeza envuelta en aire. Apuntes Andrés Navarro Kriller71: Barcelona, 2023 126 págs.

Cápsulas de vida Por Juan Manuel Romero Un apunte es una anotación, una observación que queda registrada, un boceto rápido del natural. El apunte está cerca del aforismo, pero se distingue, a veces sutilmente, por su menor pretensión filosófica o moral. Una anécdota mínima, la escueta descripción de un gesto, cuatro palabras que diseccionan una emoción, un jirón de un sueño, una broma, un dato, un matiz, una duda: este es su campo de trabajo. El apunte, dentro de la prosa de breverías, presenta quizás el tono más abierto, humilde y libre. En Cabeza envuelta en aire, el poeta Andrés Navarro (Valencia, 1973) colecciona alrededor de cuatrocientos detalles, instantes y sensaciones sin moraleja, sin épica aparente, que abren la mente a mil reflexiones, dándole oxígeno de calidad al pensamiento. Lo que más seduce de esta poética de lo incompleto es el despliegue de una inteligencia en constante estado de atención, una atención que acepta su naturaleza intermitente, variable, y es capaz de encontrar tesoros de significación reveladora en medio de esa discontinuidad o gracias a ella. El resultado es una especie de diario de fragmentos, de recortes de escenas y meditaciones pendientes, escritas desde la contemplación extrañada, desde un asombro incisivo, desde una perplejidad escéptica, irónica y autocrítica. La voz que nos habla, lúcida, antididáctica, siempre alerta a las discordancias y los despropósitos, de perfil deliberadamente impreciso, se construye a sí misma desde esa unión de puntos azarosos que son vivencias mínimas, secuencias de películas, pequeñas conversaciones, actitudes y expresiones que, sin darnos cuenta, nos marcan y generan una visión del mundo. Algunos apuntes muy elocuentes pueden partir y quedarse en la mera descripción de un gesto («Si ella se dirige a mí, él mira hacia otro lado, la interrumpe para puntualizar algo. Ella hace lo mismo cuando me habla

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él»). A veces se analiza con gran perspicacia una emoción en una sola frase («Dichosos los que distinguen la decepción, externa y superficial, del desengaño, íntimo, transformador»). Abundan las notas sobre poesía que se detienen en asuntos aparentemente menores pero que de pronto lo cambian todo (“En poesía, los juegos de palabras indican avidez de reconocimiento. Llevados a título de libro denotan desesperación»). Hay trozos de diálogos geniales («La animo a que venga si le apetece, a que no venga si no le apetece. No soporto que me animen, dice»), hay muchas paradojas conceptuales («La sensación de que mis certezas me aíslan de la verdad»), y un ácido regodeo en las propias contradicciones («Siempre uso jabones sin olor, pero me gusta la gente que huele a jabón»). Y, en primer plano, destaca siempre un humor muy particular, de estilo subjetivo existencial, desdramatizador, clarividente, que evidencia el absurdo y la incertidumbre («En un momento de la meditación guiada, la tenue voz pide que visualice, con las sucesivas respiraciones, los números del uno al diez. La tipografía mental que uso es una versión negrita de la familia Thorowgood Grotesque»). Cabeza envuelta en aire es el resultado de una mente perspicaz, divertida, afilada, tierna, soñadora, sutil y un poco loca, capaz de encapsular en unas pocas palabras las complejidades de la vida. Una mente a la que le ha dado mucho el aire, o tal vez demasiado. Que nos lanza de repente, entre intuiciones, sospechas y ocurrencias magníficas, rotundas verdades a la cara: «Ni una pareja ni una afición, tampoco la rutina, sólo lo que se te da bien te aparta de lo que en verdad quieres hacer». Que finalmente nos enseña a respirar de otra manera, más profunda, más viva.


La primera vez que dije «agua» José María García Linares Averso: Granada, 2024 96 págs.

La voz de la naturaleza Por Juan Peregrina Martín La labor intelectual que viene desempeñando García Linares es larga, comprometida y cada vez más importante, denunciando y siendo activista, mediante textos teóricos o prácticos, como este poemario que reúne todas las características de lo que ha venido en llamarse ecopoesía, movimiento inspirado en temas ecológicos y que estará estudiado por la ecocrítica: la parte de la crítica destinada a sintetizar y recoger las posturas de autor@s que muestran preocupación por su entorno natural y las diferentes relaciones que mantiene la escritura con la naturaleza: la gran pregunta sería ¿cómo se representa la naturaleza en estos textos? Maticemos el arraigo como un detalle importante, concreto y definitorio de este libro. Otro rasgo podría ser la cantidad de elementos naturales —desde el título— que se agrupan en los poemas. Decir «agua» será, como iremos comprendiendo a través de una lectura fluida de poemas hermosos y comprometidos, nombrar el líquido elemento y nombrar es hacer existir: lo que no se nombra no existe y, por eso, nombrando el mal que provocamos, poniendo nombre a la belleza que sometemos, vilipendiamos y ardemos, el poeta se hace uno con la naturaleza, forma parte de ella y se nombra a sí mismo como naturaleza. El color azul será fundamental en la paleta cromática del libro: desde la esperanza materna y que entrega un futuro hasta el color de ese viento «para llenarlo de palabras malheridas». La infancia y la memoria, tras el nacimiento, dan paso a versos y poemas y poemas sin un punto final entre ellos (al igual que entre los versos), porque creemos entender que son meandros, riachuelos que van a dar en el río del discurso poético, donde todos son diferentes y conforman uno mayor, el gran poema, el texto del libro, el libro líquido en sí.

Mientras leemos a ese niño que fue el poeta aprendemos a mirar la belleza, que es el leer, y a saborear la sal de la vida, que es el poema: asistimos a una mutación que convertirá al protagonista en joven y de ahí a la edad adulta. Contemplamos con sosiego cómo la lengua es capaz de nombrar, sí, y de mejorar recuerdos, que al ser renombrados ya son verdad, ya forman parte de la nueva mitología que García Linares quiere compartir con nuestra lectura. Uno, que procura estar al día en esto del verso, no puede obviar la disposición tipográfica, especial, del conjunto. Se asemejan los versos a las caídas cristalinas de las cataratas, los espacios intermedios blancos entre frases parecen las rocas que separan las aguas en las montañas y los espacios interversales nos recuerdan las olas que vienen y van y vienen. Al crecer, el poeta descubre lo marchito que puede llegar a ser su existir: «La mirada de Orfeo» es uno de los más bellos ejemplos de este caminar por el mundo, ya adulto, y afirma que «Canto desde entonces / al amor al azul a los placeres / a todo aquello que consuele / del hermoso dolor de seguir vivo». No es la primera vez que la memoria y el mar son elementos —abstracto y tan presente uno, concreto y tan esquivo el otro— que brotan en un poemario de García Linares, pero quizá sí de manera tan rotunda y hermanada: «Entrar al mar / como quien busca redención y gozo». «Patria» sería el poema definitivo del discurso de lo híbrido: no hay banderas capaces de recoger lo que siente el pecho del poeta, su voz hecha de muchas voces, sus rasgos cincelados con tantas gubias diferentes. Sentirse uno en el mundo es compartirlo, es decidir ser en el resto de personas, no apropiarse de conceptos que minimicen ese posible amor por la otra, por el otro. La palabra iluminada es el aprendizaje compartido en versos bellísimos y de una cadencia armoniosa: la música de la naturaleza está en la poesía.

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DEBO CONCENTRARME: LA PRIMERA FRASE MARCARÁ EL TONO DE TODO LO DEMÁS.

¿“MARIPOSA”?

ERA, ERA, ERA ...

LA...

EL...

EN...

UM...

SU CERVEZA, CABALLERO.

¿“LA MARIPOSA ERA CERVEZA”? ¿NO TE HABÍAN ENCARGADO UN MANUAL PARA UNA LAVADORA? ¿QUÉ TIENE DE MALO UN POCO DE REALISMO MÁGICO?

Miquel Rof

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Recomendaciones de Quimera Arde ya la yedra Mapas de asfalto Carmen Peire Menoscuarto, 2024

Peire vuelve a la novela después de su celebrada En el año de Electra (2014) con una obra de personajes totémicos a los que nos tiene acostumbrados. Hércules León llega a la ciudad con un diploma falso de barrendero dispuesto a dejarla inmaculada con el único ánimo de sobrevivir en el albergue municipal. A través de los individuos que aquí habitan la autora revisita los barrios periféricos de Madrid en plena transición. Una de las novelas que marcarán el final de año literario.

Gonzalo Hidalgo Bayal Tusquets, 2024

Pocos autores actuales de la literatura española contemporánea demuestran tanto amor por nuestra lengua como lo hace Gonzalo Hidalgo Bayal. En esta ocasión, el autor extremeño nos regala otra historia que está salpicada por el idioma, sus giros, sus juegos, a modo del mejor conceptista barroco. Y con un invitado de honor, marca de la casa: el palíndromo, ese viaje de ida y vuelta que Bayal maneja a la perfección. Un alarde de literatura y una lección de estilo.

El barón Wenckheim vuelve a casa Te di ojos y miraste las tinieblas Irene Solà Anagrama, 2024

Tras el éxito de Canto yo y la montaña baila, Irene Solà regresa en esta novela a las montañas del Pirineo catalán, esta vez a la región de las Guilleries, de cuyo folklore bebe para contarnos la historia de las mujeres de Mas Clavell, una casa y una estirpe supuestamente maldita debido al pacto demoníaco que hizo su matriarca, Joana, para encontrar marido. Leyendas, bandoleros, visiones, amoríos, guerras, demonios, maquis y brujería se entrelazan en una prosa magistral que consolida a Solà como una de las jóvenes narradoras más interesantes del momento.

László Krasznahorkai (Traducción de Adan Kovacsics) Acantilado, 2024

El arruinado barón Béla Wenckheim vuelve a Hungría, después de haber dilapidado su fortuna en los casinos de Buenos Aires, entre confusos rumores que lo transforman en un rico benefactor para la ciudad. Con este argumento y una prosa subyugante de frases morosas y dilatadas (de varias páginas), y con un exquisito estilo de humor negrísimo, muchas veces cercano al esperpento, el flamante ganador del premio Formentor 2024 teje desde una pluralidad de voces una novela apocalíptica (plagas incluidas) y crítica, repleta de personajes extravagantes y escenarios espectrales. Probablemente la mejor novela de 2024.

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R e c o m e n d a ci o n e s

Alice Knott

Blake Butler (Traducción de Alberto Moyano Muñoz) Piel de Zapa, 2024

En su deseo de descubrir al público español talentos desconocidos, Piel de Zapa nos propone con Alice Knott el dry Martini perfecto de la ficción especulativa excéntrica: añadir, en una coctelera kafkiana, junto al hielo distópico de J. G. Ballard, unas gotas del absurdo irónico de Virgilio Piñera y una generosa cantidad del onirismo alucinado de los escenarios de Cărtărescu; agitar vigorosamente en el cerebro del lector y servir en una ergódica copa Danieléwskica decorada con la evocación apocalíptica de László Krasznahorkai. Un trago corto afilado, perturbador, exquisito.

Escribir la tierra Javier Morales Tres Hermanas, 2024

Javier Morales es uno de los escritores actuales que mejor y más intensamente nos ha acercado al inagotable mundo de la naturaleza. Estos cuentos reeditados, al que se suma uno inédito, el magnífico relato «El matadero», dan buena muestra de ello. Pocos autores generan tanta intimidad, con un silencio atronador y un mundo de gestos y etapas siempre inconclusas, como una versión literaria y más dramática de las películas de Éric Rohmer. Los cinco cuentos que integran Escribir la tierra trascurren en lugares mínimos llenos de pequeñas historias que nos conmocionan. Tiene razón Muñoz Molina: «Javier Morales es un escritor de prosa combativa y poética». Por eso también hay que leerlo.

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Cuentos completos

Joseph Roth (Traducción de Alberto Gordo) Páginas de Espuma, 2024

Páginas de Espuma está recopilando la narrativa breve de autores de referencia. En esta ocasión le toca el turno a Joseph Roth. En el presente volumen se reúnen los diecinueve relatos y novelas breves, en orden cronológico para ver su evolución de estilo, que el autor dejó diseminadas por múltiples publicaciones en revistas y periódicos entre 1916 y 1939. Se acompaña de una carta y dos artículos donde el autor teoriza sobre su manera de entender la literatura. Nueva traducción de Alberto Gordo.

Negro tal vez

Attila Veres (Traducción de Mariana Enríquez) Sexto Piso, 2024

Esta colección de relatos del escritor húngaro Attila Veres, a medio camino entre el terror y la fantasía weird, son sin duda una lectura obligada para los amantes del género que quieran descubrir a un autor con un mundo único, inquietante y sombrío. Veres navega con soltura entre lo real y lo sobrenatural con historias originalísimas y entrelazadas entre sí: una joven pareja ve alterada su rutina cuando ella adquiere el hábito de morder perros; un ejecutivo gris contrata un viaje organizado a los confines del infierno; una familia urbana participa en una espeluznante cosecha durante sus vacaciones en el campo; todo ello aderezado con altas dosis de horror cósmico, humor y una prosa sugerente. En resumen: muy recomendable.



pVT Guerra y Paz en Irlanda publi.:Maquetación 1 18/10/24 16:29 Página 1

EL VIEJO TOPO Jacobo Celnik

Guerra y Paz en Irlanda del Norte Esta es una historia de Irlanda desde los tiempos celtas hasta nuestros días, con especial énfasis en los acontecimientos de los últimos cien años. El libro recoge, en su última parte, testimonios directos tanto de miembros del IRA como de militares ingleses y organizaciones unionistas. En ellos se refleja dolor y arrepentimiento.


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