Quimera Revista de Literatura | Número 475/6 | Julio-Agosto 2023

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ColaborAN en este número: José Abad, Neus Aguado, Jesús Alcañiz García, Javier Algarra, Ana Aliana, Raúl Aragoneses, Archivo Ángeles Mora, Archivo Jiménez Millán, Miguel Arnas Coronado, Francisca Barbero Las Heras, Emilio Bueso, Margarita Caffarena, Jorge Canals Piña, Carmen Canet, F. Javier Cano Santa Bárbara, Jesús Cárdenas, Pablo Carriedo Castro, Jesús Ciscar, Stephen Crawcour, Albert Ferrer Flamarich, Juan Ferreras, David Ferrez Gutiérrez, Moisés Galindo, Miguel Ángel García, Juanmi García, Luis García Montero, Alberto García-Teresa, Teresa Gómez, Gremi d'Editors de Catalunya, Juan Ignacio Guijarro González, Jorge Herrando López, José Iniesta, Santiago Jiménez de Ory, Antonio Jiménez Millán, Javier Jimeno Maté, José Antonio Llera, Rafael Loscertales, Alejandro Marcos, Fina Mas Marco, Enver Melis, Iris Montero Muñoz, Ángeles Mora, Bárbara Muñumer, Eva Navarro Navalón, Antonia Ortega, Rubén Ortega Jiménez, Pedro Peinado Galisteo, Juan Peregrina Martín, Gabriel Pérez Martínez, Chema del Río, Miquel Rof, José de María Romero Barea, Jonathan Ruadez Naanouh, Carlos Salem, Álvaro Salvador, Adela Sánchez, Marta Sanz, Elena Sanz Revuelta, Eduardo Suárez Fernández-Miranda, Raquel Traverso Rodríguez, Alfonso Valencia, Manuel Valero Gómez, Ángeles Vázquez Estrada, Juan Villoro, Toti Vollmer, Isabel Wagemann, Rubén Zapater Ramos.

487-488 QUIMERA. REVISTA DE LITERATURA – Julio-agosto 2024

El año pasado se celebraron los cuarenta años de la aparición del libro La otra sentimentalidad, antología que proclama un nuevo concepto poético —propuesto por los poetas Luis García Montero, Javier Egea y Álvaro Salvador— en el que, en palabras del propio García Montero, «es la vida diaria —esta inquilina embarazosa— la que se hace poema». Una poesía que cuando «olvida el fantasma de los sentimientos propios se convierte en un instrumento objetivo para analizarlos», en la que romper «la identificación con la sensibilidad que hemos heredado significa también participar en el intento de construir una sentimentalidad distinta, libre de prejuicios, exterior a la disciplina burguesa de la vida». Quimera quiere celebrar este aniversario con un dossier, coordinado por David Ferrez Gutiérrez y Manuel Valero Gómez, realizado por algunos de los principales protagonistas y teóricos de este movimiento. JORDI GOL - JEFE DE REDACCIÓN Y CODIRECTOR DE QUIMERA

Imagen de portada:

Josep Martins (Unsplash) EditoR: Miguel Riera DirectorES: Fernando Clemot, Álex

Chico, Ginés S. Cutillas y Jordi Gol JEFE DE REDACCIÓN: Jordi Gol Diseño: Xavier Balaguer Maquetación y cubierta: Jordi Gol Corrección: Cinta Moreso Galiana Web y redes sociales: Eva Díaz Riobello ISSN: 0211-3325 DL: B 38779 /1980 Edita: Ediciones de Intervención Cultural S. L. C/Juan de la Cierva, 6. 08339 - Vilassar de Dalt (BCN) 937 550 832 www.revistaquimera.com redacciondequimera@gmail.com publicidad@revistaquimera.com pedidos@edic.es

El salón de los espejos

El castillo de Barba Azul

Álex Chico. Austeriano – 4

Juan Ignacio Guijarro González.

Entrevista a Juan Villoro – 7

Diez voces pioneras de la poesía afroamericana – 66

Entrevista a Carlos Salem – 11 Entrevista a Emilio Bueso – 16

Einstein on the Beach

Entrevista a Alejandro Marcos – 20

Marta Sanz. Se llama Lola y tiene diecinueve años – 74

El cielo raso

Franz Kafka: infatigable tránsito – 78

Memoria de La otra sentimentalidad

Moisés Galindo. Jaume Plensa: habitar lo invisible – 81

David Ferrez Gutiérrez y Manuel Valero Gómez.

José de María Romero Barea.

Los sótanos de la memoria.

El ambigú

Cuarenta años de La otra sentimentalidad – 24

Juan Peregrina: El estilo de los elementos, de Rodrigo Fresán – 83

Luis García Montero.

Alberto García-Teresa:

Recuerdos de un tiempo no perdido – 25

Cartas a Nensi, de Martha Asunción Alonso – 84

Pablo Carriedo Castro. Álvaro Salvador y la poesía de La otra

José Abad: ¡Hagan sitio! ¡Hagan sitio!, de Harry Harrison – 85

sentimentalidad: nueve cuestiones para el siglo XXI – 28

Jorge Canals: Por así decirlo, de J. Á. González Sainz – 86

Rubén Ortega Jiménez. Un poema olvidado e

Albert Ferrer Flamarich: Josep Maria Colom.

imprescindible en Paseo de los tristes – 32

Un pianista de culte, de Oriol Pérez Treviño – 87

Imprime: Gráficas Gómez Boj

Ángeles Mora. La otra sentimentalidad y yo – 34

Carmen Canet: Acto de presencia.

Derechos reservados. Prohibida la reproducción total o parcial de este número, sea por medios mecánicos, químicos, fotomecánicos o electrónicos, sin la autorización del editor. Quimera no retribuye las colaboraciones. Los colaboradores aceptan que sus aportaciones aparezcan tanto en soporte impreso como en digital. La redacción no devuelve los originales no solicitados ni mantiene correspondencia sobre los mismos. La revista no comparte necesariamente las opiniones firmadas por sus colaboradores.

Antonio Jiménez Millán. Compañero de viaje

Poesía reunida, 1986-2020, de Carlos Alcorta – 88

(en torno a La otra sentimentalidad) – 37

Jesús Cárdenas: Últimas palabras, de Mario Álvarez Porro – 89

Teresa Gómez. Ángeles Mora.

Neus Aguado: Jabón de Nablus, de Rodolfo Häsler – 90

Esta revista ha recibido una ayuda a la edición del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte.

Otra sentimentalidad con mirada de mujer – 41

Manuel Valero Gómez:

Miguel Ángel García.

Gasolineras, de Javier Adrada de la Torre – 91

Contra la propiedad privada de la poesía – 44

José Iniesta: Cada vez más tierra, de Teresa Garbí – 92

David Ferrez Gutiérrez y Manuel Valero Gómez.

Miguel Arnas Coronado:

«Y no es cuestión de olvido».

Copo tras copo, de Juan José Castro Martín – 93

La otra sentimentalidad después de La otra

José Antonio Llera:

sentimentalidad – 48

Amarus & Quimeras, de Lawrence Carrasco – 94

La vida breve Enver Melis. A y B unidos por la hipotenusa – 51

Revista impresa con papel procedente de explotaciones forestales controladas con el certificado PEFC.

Los pescadores de perlas Microrrelatos inéditos de los alumnos de los cursos de Laboratorio de Microrrelato de la Escuela de Escritores – 55

José de María Romero Barea: Dos escenas americanas, de Lydia Davis y Eliot Weinberger – 95

Cómic La letra suicida. Miquel Rof – 96

Recomendaciones 3


E l s a l ón d e l o s e s p e j o s

Austeriano Texto y fotografías: Álex Chico No recuerdo la primera vez que conocí la obra de Paul Auster, pero sí sé que ese encuentro me cambió la vida. Por eso entiendo tan bien, y en parte siento como propios, los sucesivos homenajes que se han producido desde que se anunció la noticia de su muerte. Una noticia, por cierto, que le robaron a Siri Hustvedt, porque debió ser ella quien nos dijera que su marido había fallecido. Le sustrajeron, no se sabe cómo, su función de portavoz, su papel de emisaria entre el mundo de los vivos y los muertos. Se filtró la información y escampó a sus anchas, sin tiempo para que la familia pudiera recogerse y afrontar el enorme hueco que dejaba uno de los autores más fascinantes de la literatura contemporánea. Así es este momento que nos ha tocado vivir. Un período en el que la frontera entre lo privado y lo público casi se ha diluido. Como la zona intermedia en donde una ficción deja de ser un artificio y se convierte en una historia verdadera. Si echo la vista atrás, eso es lo que me viene a la cabeza cada vez que pienso en cómo el universo austeriano ha incidido en mí, en mi forma de ser y entender el mundo, en mi manera de encararlo. No recuerdo, ya digo, la primera vez que tuve entre manos una de sus historias. Si improviso una cronología, creo que en un inicio fue el guion de Lulu on the bridge, luego la película y más tarde el segundo libro de su Trilogía de Nueva York, Fantasmas. ¿Cómo narrar ahora, casi treinta años más tarde, la adicción (esa es la palabra) que me generaron aquellos libros que leí compulsivamente? Albert Camus decía que un autor no sabe escribir a los veinte años, pero que, por otro lado, nunca llegará a alcanzar ese entusiasmo por la escritura que nos asalta durante aquel primer tiempo de creación literaria. Añadiría también la fascinación por la lectura: ningún libro me ha producido tanto placer, tanta intensidad, como aquellos que comencé leyendo tanto tiempo atrás. Porque solo ellos son capaces de

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cambiarnos la vida. El resto, en cierta forma, son anexos, epílogos, páginas complementarias de una historia cuyo origen está ahí, en la primera vez que decidimos filtrar el mundo a través del prisma aumentado o deformado de la invención. Supongo que a Lulu on the bridge le siguió Smoke y Blue in the face, y más tarde La vida interior de Martin Frost o La música del azar. Un ejercicio que me hacía volver atrás y adelante, porque tenía todo el pasado y el presente de Paul Auster. Así me sucedió con sus novelas. La Trilogía de Nueva York me llevó a algunos de mis libros favoritos de Auster: El palacio de la luna, Leviatán, La invención de la soledad, A salto de mata, Brooklyn Follies, El país de las últimas cosas, Tombuctú, Viajes por el Scriptorium, Experimentos con la verdad, Pista de despegue... Y después al que sería para mí una de sus obras fundamentales, El libro de las ilusiones. Este último, por cierto, es el que llevé para que me lo firmara. Fue el 18 de junio de 2003, en la Huerta de San Vicente. Tengo un recuerdo muy nítido de aquel encuentro. Y de lo pronto que llegué para ser el primero que tomara asiento. Mientras le escuchaba, en el patio de entrada de la residencia de verano de Lorca, no podía creer que tuviera delante a Paul Auster, en mi ciudad, como una persona real y no como una presencia inalcanzable. No podía creer que de aquella conversación pudiera extraer algún tipo de enseñanza que me acompañara durante mucho tiempo. Por ejemplo, cuando nos comentó que su Trilogía había sido rechazada por diecisiete editoriales. Sé que aquella confesión me sigue dando ánimos cuando las cosas no funcionan como quiero. Si a Auster le habían echado para atrás esa obra maestra nada menos que diecisiete editoriales, nuestros fracasos de escritores en ciernes también tenían sentido. Cuando me acerqué a él después del conversatorio con Isabel García Lorca y Julián Jiménez Heffernan, un profesor de la universidad de Cádiz, quise explicarle que yo también contaba con un apunte que marcaba todo lo que quería escribir. En Dossier Paul Auster, de


Gérard de Cortanze, el autor norteamericano explica que en 1994 encontró un viejo cuaderno de su época de estudiante. En él aparecía una frase: «El mundo está en mi cabeza. Mi cabeza está en el mundo». Auster tenía diecinueve años cuando la escribió y, según le explicó a Cortanze, seguía con la misma filosofía. Sus libros se limitaban a desarrollar esa constatación.

Le expliqué que yo también guardaba una frase así, solo que se lo dije en inglés y estoy seguro de que no entendió absolutamente nada. No por el idioma, o no únicamente por eso, sino porque recuerdo una frase absurda, farragosa e inconexa, improvisada un par de días antes únicamente como excusa para hablar con él. Para que viera en mí algo más que un simple lector. A alguien que, en definitiva, le recordara a lo que él fue mucho tiempo atrás. No recuerdo la frase, ni falta que hace. Pero sí sé que luego han venido otras y que, si me acuerdo de ellas, no es solo para hablar de mi obra, sino para poder decir algo similar a lo que decía Auster. Hasta ese punto he querido mimetizarme con él. Esta ha sido una de las veces en que he querido ser Paul Auster, pero puedo enumerar muchas más. Por

ejemplo, cuando me compré una chaqueta de cuero negro porque vi que llevaba una en todas las fotos que tomaban de él. Lo mismo me sucedió con una bufanda roja y unas gafas de sol. Fumé puritos, como él. O le dediqué varias páginas a mi primer portátil porque Auster había publicado un libro en el que homenajeaba a su máquina de escribir. Firmé mi primer manuscrito con el seudónimo de Paul Benjamin, como hizo Auster con su primer libro, Jugada de presión, y lo envié a un premio de poesía confiando en que ese nuevo nombre me traería buena suerte. No gané aquel premio, pero qué importa: ahora puedo explicarlo porque no he dejado de escribir desde entonces. Quise embaucar a un amigo, Juan Vico, para que intercambiáramos unas cartas al modo de su correspondencia con Coetzee. Traté de inventarme un juego de cartas con jugadores de fútbol, similar a lo que inventó Auster con sus cartas de béisbol. He leído lo que él leía, como prolongaciones de su obra: a Don DeLillo, a Samuel Beckett, a Edmond Jabès, a Salman Rushdie, a Chateaubriand. Y he leído con su voz en la cabeza a Lorca, Kafka o Perec. De la misma forma que he intentado ver con su propia mirada las fotografías de Sophie Calle, la película El increíble hombre menguante, o escuchar con sus oídos las canciones de Lou Reed. He intentado generar en mis libros la misma atmósfera que él crea para algunos personajes de Leviatán. He empleado cajas de libros como parte de un mobiliario aún en mudanza, igual que hacía Marco Stanley Fogg, el protagonista de El palacio de la luna. Dediqué una tesis doctoral a los cómicos del cine mudo porque me había fascinado el personaje de Hector Mann en El libro de las ilusiones. Visito papelerías buscando cuadernos rojos. Presumo de vivir en la República Independiente de Gràcia igual que Auster lo hacía de la República Independiente de Brooklyn. Quise dirigir un programa de radio que recogiera historias ajenas, extraordinarias, al modo de Creía que mi padre era Dios. Fui a Tetuán con La música del azar bajo el brazo y puedo decir que, mucho tiempo después, recuerdo la ciudad y el libro a partes iguales,

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como si ambos, por una extraña relación, estuvieran ya para siempre conectados, de igual manera que lo está su apellido con la estación de tren de Austerlitz, en donde siempre pienso en Auster y en Sebald. Durante mucho tiempo tuve un fondo de pantalla en el ordenador con un dibujo en el que aparecía Paul Auster ordenando al azar unas cuantas letras, suspendidas en el aire. He empleado una de sus frases cuando alguien me pregunta por qué me dedico a escribir, es decir, a pasar mucho tiempo en soledad en una habitación cerrada. No sé por qué escribo, dijo, pero sé que sería mucho peor si no lo hiciera. Y, siguiendo las citas, no puedo olvidar que varios versos suyos dan inicio a mi primer libro: «Vivirás. Construirás tu casa / aquí: olvidarás / tu nombre. La tierra / es el único exilio». Recuerdo cuando me dio por tocar la guitarra y antes de rozar la primera cuerda ya le había puesto nombre a la guitarra, Kitty Wu, como uno de sus personajes. No he vuelto a tocar la guitarra y menos aún a ponerle el nombre a un instrumento. Tampoco he ido a Nueva York más que una sola vez, en la que dediqué una tarde a acercarme a Brooklyn, a Park Slope, intentando provocar un encuentro que, después de unas horas, tenía poco de azaroso. En la Huerta de San Vicente le entregué un ejemplar de la revista que dirigía por aquel entonces, Kafka. Le pasé su primer número, en el que había colaborado con uno de los primeros artículos que he escrito en mi vida. Estaba dedicado, cómo no, a su obra, porque durante aquellos años solo me sentía seguro hablando de muy pocos autores (con el tiempo he sumado a dos escritores, Sebald y Modiano). Releo ahora ese texto, veinte años después, y me doy cuenta de que, a pesar de la pedantería típica de la edad o del forzado academicismo, estaba escrito con entusiasmo y admiración, que es lo que siempre he sentido con casi todos sus libros. En él hablaba de lo que más me atraía de su universo, de personajes en la cuerda floja, en el filo de la navaja, rescatados un minuto antes de caer al vacío y desaparecer para siempre. Personajes movidos por el azar, esa fuerza mágica que da sentido a lo que no tiene sentido alguno. Quizás por eso me atraparon desde el comienzo, porque las obras de Auster me empujaban a vivir, como si me dijeran que después de tanto revés, de tanto conflicto, solo hace falta estar atento a cualquier señal para seguir adelante. No creo que haya nada más satisfactorio para un escritor que crear un mundo que salve a sus lectores.

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La historia de la literatura pasa por la recepción de los libros, porque los libros son, al final, los lectores que han encontrado. Una reunión íntima, azarosa, en donde se establece una comunicación sin la intermediación del autor. Eso también lo aprendí de Paul Auster. Todo lo que cuento aquí y todo lo que he venido leyendo desde que se anunció su muerte me recuerda a la recepción que tuvieron otro autor y otro libro. Hablo de Goethe y de Los sufrimientos del joven Werther. Muchos lectores imitaron al protagonista, su forma de vestir, de actuar, de relacionarse. Incluso se comercializaron tazas con la figura del desafortunado Werther. Algunos llevaron su lectura hasta el límite y acabaron igual que el personaje, suicidándose. Sí, seguramente sea desproporcionado, pero quién puede culparnos por intentar convertir una ficción en una existencia real y verdadera. Quizás por eso sigue existiendo la literatura. Si amamos la escritura es porque confiamos en que no todo está escrito, porque la vida en su totalidad no se puede escribir. Aquí reside su paradoja. Y si disfrutamos con las obras de Paul Auster es porque nos enseñan que, por muy mal que estén las cosas, siempre hay una puerta entreabierta que conviene cruzar. Que está ahí para que seamos nosotros quienes averigüemos qué hay al otro lado. Necesitamos creer que existen esas puertas en alguna parte para que esto que llamamos vivir merezca la pena. Esto es lo que me trasmite ahora su último personaje, Baumgartner. Gracias a él, gracias al resto de historias que han confeccionado su universo literario, Auster nos ha llenado de esperanza.


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Entrevista a Juan Villoro Texto: Eduardo Suárez Fernández-Miranda Fotografía: cedida por el entrevistado ©

«Tiene ese raro poder no para asomarse al abismo sino para permanecer en el borde del abismo, durante mucho rato, balanceándose y por lo tanto haciéndonos balancear a nosotros sus lectores con movimientos que surgen de la duermevela o tal vez de una lucidez extrema.» Estas palabras de Roberto Bolaño definen la obra de un autor, Juan Villoro (Ciudad de México, 1956), que como novelista, cuentista, ensayista y cronista ha ido fraguando una escritura de extraordinaria trascendencia. Es autor de las novelas El disparo de argón, Materia dispuesta, El testigo o Arrecife. Su inteligente visión de la literatura queda plasmada en ensayos como Efectos personales, De eso se trata y La utilidad del deseo. Como cronista es autor del libro El vértigo horizontal, sobre la Ciudad de México. Sus cuentos están reunidos en Los culpables o en La tierra de la gran promesa. Galardonado con el Premio Herralde de Novela y el Premio Antonin Artaud, su último libro publicado es el ensayo No soy un robot. La lectura y la sociedad digital. Hemos compartido con Juan Villoro unas preguntas para hablar de su obra y de ese territorio literario que es para él México.

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Entrevista a Juan Villoro

De Juan Villoro ha dicho Jorge Herralde que es un «brillantísimo escritor polifacético». Con Anagrama tiene una relación de más de veinte años, que se inició con la publicación de Efectos personales (2001), recientemente editada, junto a De eso se trata (2008), en un solo volumen. ¿Cómo conoció al editor barcelonés? A mediados de los años ochenta tenía deseos de instalarme en Barcelona, la ciudad donde nació mi padre, y pensé en mantenerme haciendo traducciones. Sergio Pitol había pasado por una experiencia similar años atrás y me alentó a que siguiera ese camino. Me dio una carta para Herralde y en 1986 me presenté en su oficina. Yo había traducido un libro de Schnitzler y a él le pareció apropiado que me hiciera cargo de Memorias de un antisemita, de Gregor von Rezzori, que se ubica en el imperio austrohúngaro. Fue el inicio de una amistad que cinco años después llevó a la publicación de mi primer libro con su editorial. Barcelona ha sido un punto de encuentro de un gran número de escritores latinoamericanos, ya desde los años sesenta: Mario Vargas Llosa, Sergio Pitol, Roberto Bolaño… ¿Venían atraídos por la estructura editorial de la ciudad? Yo me mudé por razones familiares. Barcelona era la ciudad de mi padre, nos habían asaltado en México y quería que mis hijos vivieran en un entorno tranquilo. Era muy amigo de escritores como Vila-Matas y Bolaño, pero lo decisivo era recuperar una parte de mi pasado familiar y vivir con menos peligro que en México. Juan Pablo Villalobos, en el prefacio a Diez novelas de César Aira (Random House, 2019), recordaba que «durante diez años continuamos cazando sus esquivas publicaciones por aquí y por allá, leyéndolo y estudiándolo». Su obra está publicada en Almadía, Anagrama, Interzona o Random House. Esta dispersión, sin llegar a la de la obra de César Aíra, ¿es buscada por el escritor, o preferiría que todos sus libros estuvieran publicados en una sola editorial? El caso de Aira es único. Su producción es avasallante. Tengo unos cuarenta libros suyos, pero eso solo significa que lo conozco parcialmente. Circula de distintas formas en distintos países, en registros muy diversos, de modo que, en rigor, es varios escritores. El Aira que conozco seguramente no coincide con el que tú conoces. Ha cultivado con enorme astucia la posibilidad simul-

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tánea de ser esquivo y estar omnipresente. Yo no tengo una estrategia parecida; simplemente trato de combinar las ventajas y limitaciones de las editoriales que pagan bien pero se interesan poco en mis libros con las editoriales modestas que se interesan mucho en mis libros. La editorial mexicana Almadía —con sede, también, en España— ha reeditado recientemente Materia dispuesta (Alfaguara, 1997). En la introducción usted sentencia: «Quien lee vuelve propio lo ajeno; quien escribe vuelve ajeno lo propio». Materia dispuesta, su «preferida hija rebelde», puede considerarse una novela de aprendizaje. ¿Podemos atisbar, en esta novela, vivencias del propio autor? Toda literatura tiene elementos autobiográficos, comenzando por los adverbios que elige el autor: la forma en que mira el mundo. Materia dispuesta registra en clave íntima la vida mexicana que transcurrió entre dos terremotos, el de 1957 y el de 1985. Hay, desde luego, un registro de asuntos reales, pero también hay mucha fabulación, comenzando por los nombres de los coches, con marcas inventadas por mí que ofrecen claves esotéricas para entender la novela. Curiosamente, algunas de las cosas más delirantes de la novela (como el concurso del «Bello durmiente», un hombre que estuvo un mes acostado en el escaparate de una mueblería) pertenecen a la realidad. Usted ha convertido a su país en escenario, y protagonista, de gran parte de su obra. Por ejemplo en sus novelas El disparo de argón (Alfaguara, 1991), El testigo (Anagrama, 2004) o Arrecife (Anagrama, 2012), o en su crónica de viajes El vértigo horizontal (Almadía, 2018/ Anagrama, 2019). Leer sus libros ¿es una buena manera de comprender la evolución del México contemporáneo? No me he planteado ordenar mi narrativa en «episodios nacionales», pero es cierto lo que dices. De manera un tanto azarosa he vinculado mi ficción con las transformaciones del país. El disparo de argón fue escrita cuando México se proponía entrar al tratado de Libre Comercio con Estados Unidos y Canadá (no es casual que trate del tráfico de órganos). El testigo recupera el momento de la alternancia democrática, cuando el PRI perdió el poder luego de setenta y un años, pero el cambio político llevó de manera paradójica a la recuperación de un pasado anterior a la Revolución mexicana. Arrecife


aborda el tema del cambio climático y la crisis del turismo. La tierra de la gran promesa establece una conexión entra la violencia que domina al México contemporáneo y la vida íntima de la gente. Escribo ficciones, pero en todas ellas está presente la tensión de la crónica. En el ensayo La ira de México (Debate, 2016) se denuncia la devastadora situación provocada por el tráfico de drogas en su país. Está escrito por siete de las voces más reconocidas del periodismo y la literatura mexicana. ¿Qué puede contarnos de este libro? Sergio González Rodríguez, autor de Huesos en el desierto, sobre las muertas de Ciudad Juárez, y yo fuimos al festival de Edimburgo. Sergio tenía una notable presencia escénica; no en balde había sido músico de rock. Habló con tal dramatismo de la descomposición de la vida mexicana que la gente no dejaba de hacer preguntas y solo salimos de ahí con la promesa de hacer un libro. México es uno de los tres países más peligrosos para ejercer el periodismo, pero una de las cosas más notables es que, a pesar del peligro, los periodistas no han cerrado los ojos. Sin embargo, el desafío de la crónica no consiste tan solo en reflejar lo que sucede sino en descifrar su significado profundo: el sentido oculto en la marea de los sucesos. En sus mejores momentos, la crónica no solo informa: revela. Lo que parece carecer de significado adquiere lógica. Es posible que se trate de una lógica perversa, pero el primer paso para superar el horror consiste en comprenderlo. Escritores como Roberto Bolaño, Brenda Navarro o Fernanda Melchor reflejan en sus nove-

las la violencia que se ejerce en México sobre la población civil. A través de la literatura, ¿se pueden remover las conciencias o sirve, únicamente, como constatación de una realidad? Es una pregunta decisiva, que se puede responder de distintos modos. En lo personal, creo que narrar la violencia es la parte más sencilla de la escritura. Lo complejo, como decía en la respuesta anterior, es darle significado, y lo más difícil es trascender ese horror. No hay nada más rebelde que defender la sensualidad, el humor y la belleza en medio de la tragedia. Fue lo que Dostoyevski aprendió en Siberia. La descripción de la sangre es menos significativa que lo que se pierde con la sangre. Si demuestras que alguien preserva la felicidad en medio del infierno logras que ese infierno sea más reprobable. Cuando la crueldad es absoluta solo cuentan los cadáveres. Hay que contar lo que se resiste a la crueldad. El miedo de los vivos es más elocuente que el recuento de los muertos.

La figura del mundo (Random House, 2023) es un recorrido biográfico y evocador de Luis Villoro, su padre. ¿Está escrito a modo de homenaje? Quise retratar a mi padre con sus luces y sus sombras. La figura del mundo está más cerca del homenaje que del ajuste de cuentas, pero hay heridas ahí. Lo decisivo es que se trata de heridas cicatrizadas. No quería asumir uno tono de reproche porque eso desviaba la atención hacia mí y me convertía en protagonista; deseaba entender al otro, el ser misterioso que fue mi padre. La literatura infantil y juvenil no ha sido ajena a su interés. Libros como El libro salvaje (Siruela, 2009) o El profesor Zíper y la fabulosa guitarra eléctrica (Fondo de Cultura Económica, 2016) así lo atestiguan. Algunos autores que también escriben para los más pequeños hablan de la dificultad que comporta este género. ¿Está de acuerdo con esta apreciación? Es dificilísimo escribir para niños porque se trata de lectores de enorme inteligencia que pierden la paciencia con facilidad. Un niño no lee para presumir ni para quedar bien en una reunión. Lo hace por gusto; si el texto no funciona, enciende la Play Station. La imaginación infantil es enormemente flexible y acepta toda clase de estímulos, pero tiene pasión por la lógica. No hay nada más serio ni riguroso que un niño jugando. No es casual que uno de los más imaginativos practicantes del género haya sido matemático: Lewis Carroll.

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Entrevista a Juan Villoro

No soy un robot. La lectura y la sociedad digital (Anagrama, 2024) es su última obra. En ella analiza el nuevo contexto tecnológico relacionándolo con el libro y la lectura. ¿Cómo surgió la idea de este ensayo? Me gustaría leer una crónica sobre la forma en que la imprenta cambió la vida de la gente en el siglo XV. Las relaciones familiares, el trato con la Iglesia, el acceso al conocimiento y las costumbres se modificaron para siempre. No me refiero a la crónica de un historiador sino de un testigo presencial. Fue lo que traté de hacer en el siglo XXI con No soy un robot, que aborda la forma en que leemos en la era digital. Usted ha prologado libros de Ednodio Quintero, Jon Lee Anderson o Javier Vásconez. Que una editorial proponga a un escritor prologar una obra ajena es una práctica habitual. ¿Podemos considerar el prólogo como un ensayo, una loa o tiene características propias? Todo depende de quién hace el prólogo. El mayor homenaje que pudo recibir un escritor fue un prólogo de Borges. Ha traducido a Gregor von Rezzori y a Truman Capote para editoriales españolas. En una ocasión Miguel Sáenz se preguntaba: «¿Por qué son incapaces de aceptar que una traducción tenga el acento de algún país de América? Y a la inversa: ¿por qué a veces, en América Latina, se califica a una traducción de mala simplemente por ser española, sin atender más razones?». Hoy en día, ¿se mantiene esta controversia sobre las traducciones de un lado y otro del Atlántico? La controversia subsiste, lo mismo que las tensiones entre los idiomas. Como traductor, no creo en las versiones regionalistas. Borges no escribe pollera en vez de falda ni Javier Marías describe la grasa corporal como michelines. Ambos tienen una clara conciencia de que son leídos por un campo cultural amplio y no solo por sus vecinos. Por desgracia, esa actitud no siempre prevalece. Abundan las traducciones españolas llenas de giros taurinos, difíciles de asociar con lo que ocurre en la trama. En la traducción de una novela de Margaret Atwood una profesora se queja de que alguien «no entra al trapo», circunstancia inverosímil en un campus de Toronto. Hay maneras de decir eso sin remitir a la Feria de San Isidro. El traductor debe trasvasar mentalidades, no llevar lo ajeno a su mentalidad.

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En México se celebra, cada año, la Feria Internacional del Libro de Guadalajara. Es uno de los grandes acontecimientos del mundo editorial. ¿Qué nos puede contar sobre ella, desde el punto de vista de un autor? ¿Es muy diferente de la Feria de Frankfurt? La Feria de Guadalajara comenzó su andadura cuando yo empezaba a publicar, de modo que mi trayectoria está vinculada a ella. Es la principal feria del idioma y sin duda ha impulsado a la industria editorial. Pero las transformaciones fuertes de la cultura circulan de otro modo; dependen más del boca a boca que de los impulsos comerciales. Frankfurt puede lograr que un autor venda traducciones a treinta idiomas, lo cual es un triunfo de la circulación, pero la auténtica valoración de un autor se decide en otra parte, por lo general junto a una taza de café. Al margen de la literatura, usted formó parte de los ponentes que redactaron la Constitución de la Ciudad de México. ¿Cómo surgió su participación en este proyecto? ¿Ha pensado en dar el salto a la política? La Ciudad de México se convirtió en un Estado en 2017 y necesitaba una Constitución que lo respaldara. El alcalde convocó a veintiocho ciudadanos para que hiciéramos un borrador que luego sería entregado a los diputados. Básicamente participaron juristas y activistas sociales. Sin embargo, había que ejercer una actividad que quise representar: la de lector. La mayoría de las leyes se escriben en un lenguaje abstruso que las aparta de la gente y las convierte en un pretexto para que litiguen los abogados. Logramos tener un texto más legible de lo habitual, que se aprobó sin demasiadas modificaciones. Es una Constitución futurista en la medida en que defiende derechos que aún no se pueden cumplir, pero que anticipa un porvenir deseable. Mi participación se circunscribió a la importancia social del texto. Carezco de toda ambición, por no hablar de aptitudes, para incursionar en política. Para finalizar, me gustaría saber qué escritores hispanoamericanos actuales le parecen más interesantes. La lista es infinita: Cristina Rivera-Garza, Martín Caparrós, Fabio Morábito, Guadalupe Nettel, Sara Mesa, Aura García-Junco, Juan Tallón, David Toscana… entre muchos otros.


Entrevista a Carlos Salem Texto: Blanca García Fotografías: Javier Jimeno Maté ©

Carlos Salem (Buenos Aires, 1959) lleva más de media vida en España. Desde su debut literario con Camino de ida (Navona Negra, 2008; Memorial Silverio Cañada a la mejor primera novela policíaca de la Semana negra de Gijón), ha construido una fructífera carrera como novelista de éxito y sus obras se publican en español, francés, italiano y alemán. Admirado poeta, escritor premiado y todoterreno, autor de relatos, cómics, teatro, novela negra, juvenil y romántica, «Salem es un género en sí mismo», según Fernando Marías. Acaba de publicar Los dioses también mueren (Alrevés, 2024), la tercera entrega de la tetralogía de la serie de la Brigada de los Apóstoles. Pero además de escritor prolífico es un autor comprometido con su tiempo, que observa el futuro desde el presente sin dejar de mirar al pasado: Carlos Salem celebra su libro número cincuenta con su novela más diferente y personal, a través de un doloroso y amargo viaje a la entraña más negra de la historia de Argentina. El tango del torturador arrepentido (Alrevés, 2024) es una novela sobre la venganza y el perdón, un juego de espejos, un baile de voces en la oscuridad, pero, sobre todo, es una vindicación de la memoria contra el olvido, porque la herida aún permanece abierta.

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Entrevista a Carlos Salem

El tango del torturador arrepentido es tu libro número cincuenta y se trata de la novela que más has tardado en escribir… He tardado prácticamente treinta años porque es una idea que venía conmigo desde que vine a vivir a España, pero no sabía si tenía la capacidad para escribirla. La convertí en teatro hacia el 201l con la dramaturga María Suanzes y verla en pie me conmocionó mucho; supe que algún día me atrevería a convertirla en novela. En pandemia retomé la idea, pero no fue la época más adecuada, porque vivíamos un encierro y la historia habla de un encierro, así que la dejé hasta que la retomé no hace mucho, y ya sí tenía muy claro cómo explorar los papeles de los personajes. Las últimas ochenta páginas las escribí llorando, y no soy muy lloricón cuando escribo, porque termino los finales de la novela de pie, me emociono mucho, como si tocara el piano de jazz. En el poema Todos los ayeres, un sueño1, Borges escribe: «El pasado es arcilla que el presente labra a su antojo. Interminablemente». Con el gobierno de Milei y la siembra revisionista y negacionista de los desaparecidos, la memoria de Argentina no descansa en paz. Parece una ola que está arrasando en todas partes, negar la historia tal como fue. ¿Es acaso el momento perfecto para la novela? ¿Se trata de contar para no olvidar y de que las nuevas generaciones sepan lo que pasó? Tengo muy mala puntería para los momentos perfectos. Nunca pienso en el momento y cuando lo hago, se me pasa. Pero sí es cierto que me golpea mucho ver este intento de Milei porque es un acto de soberbia. En Argentina Milei representa el fracaso de la democracia. Hay un cincuenta y siete por ciento de pobreza en Argentina y, con este panorama, ¿de verdad lo más urgente es negar los desaparecidos que hubo?, ¿es prometer que va a revisar los juicios y liberar a los poquísimos represores torturadores que están en arresto domiciliario? Da igual que Milei diga que no son treinta mil desparecidos, que son veintidós mil, se trata de miles de personas a las que se les arrancó la vida, y a sus familias, y todavía no se sabe nada a día de hoy. Es un tema pro1. Poema del libro Los Conjurados, de Jorge Luis Borges (Alianza, 1985).

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fundamente ideológico porque es reivindicar el mayor genocidio que ha habido en la historia Argentina moderna. Yo no voy a conseguir que no se olvide, pero con esta historia me interesaba que se hablara del tema. La novela comienza con un joven Julio, el protagonista, preso en un calabozo de un centro de detención clandestino de la ESMA o similar, y esa imagen tristemente real y universal nos lleva en el imaginario a Pablo Díaz, a La noche de los lápices (Ed. Sudamericana, 2011) que escribieron María Seoane y Héctor Ruiz Núñez y que llevó al cine Héctor Oliveira. Pero también nos conduce a otras víctimas de otros regímenes y holocaustos. ¿Tenías claro que querías arrancar así de crudo? Tenía claro que no quería describir torturas ni apelar a la imagen directa, no por minimizarla sino porque si lo hiciera de verdad no sé si sería capaz, sería totalmente ilegible. El horror de lo que se cometió fue tremendo. Julio es un chico que no sabe dónde está, que no sabe lo que le va a pasar, que no tiene ningún derecho, que no tiene nada. No quería que Julio fuera un héroe. Julio fue un desaparecido por un tiempo limitado y tuvo suerte, venía de un entorno privilegiado. Él no se perdona a sí mismo haber sobrevivido. No es una víctima en sentido clásico. Así que es una imagen universal, pero al mismo tiempo es fresca, se cumplen cuarenta y ocho años, pero pasó antes de ayer y si nos descuidamos volverá a pasar. Se ha escrito mucho en torno a la dictadura argentina de Videla, es abrumadora la cantidad de libros y películas que hablan de aquella oscuridad, de las grietas, de las torturas, las desapariciones, como si no se hubiera cerrado la herida. No creo que se vaya a cerrar ninguna herida. Había una grieta entre dos ideas, entre izquierda y derecha, y Milei ha profundizado esa grieta. La herida la abren ellos mismos, la vicepresidenta de Milei lo primero que quiso hacer al llegar es tirar abajo lo que fue el edificio de la ESMA (Escuela de Mecánica de la Armada), que ahora es un centro para la memoria y derechos humanos como en Auschwitz. El edificio estaba a unos cientos de metros del estadio River Plate y durante el mundial de


fútbol, mientras la gente gritaba los goles, allí torturaban y mataban a gente. Ahora el plan de esta mujer es tirarlo abajo para hacer un parque. La herida no se va a cerrar porque los caminos que se dieron con la condena a los militares, la indemnización a familiares, todos eso ayudaba a cerrar, pero si estos están ahora reivindicando, están enardeciendo y profundizando en esa herida.

El tango del torturador arrepentido es la historia de una venganza, de las cuentas pendientes, pero también nos habla de la relación de padres e hijos… La novela tiene que ver con eso, si matas a tu enemigo hasta qué punto te estás matando a ti mismo si te conviertes en él. Y hasta qué punto existe el perdón. Posiblemente Julio, el protagonista, sea el que menos motivos tenga para una venganza, Julio está ofendido, Julio no le perdona a Morales, el militar antagonista, que le haya salvado la vida. En la realidad, hasta donde yo sé no ha habido ninguna venganza, hasta donde yo he indagado. Hubo gente que se salvó y hubo miles que desaparecieron, sabías el nombre y apellido del tipo que vivía a la vuelta de tu casa, que había matado, torturado y violado a tu hermana o a tu hija y no ha habido ningún caso que yo sepa de venganza contra esta gente. Es una novela que tiene que ver también con la imagen que tenemos de nuestros mayores, como mis dos últimas novelas; puede que esté haciendo ajuste de cuentas

con mi padre, que murió hace seis años. Nuestros mayores ¿son la imagen que ellos nos han contado o la que nosotros nos hacemos? Porque cuando indagas de verdad, te das cuenta de que fueron jóvenes, tuvieron errores, aciertos, entonces tiene que ver con esa imagen. Los personajes de la novela se debaten en constante dualidad, hay un profundo desdoblamiento en todos ellos: Julio y Jorge Luis, Horacio/Morales, las dos Marcelas, las gemelas Alba y Rocío… ¿Por qué la incursión del doppelgänger en esta historia? ¿Qué querías transmitir con ello? Tenemos dos en el interior, no somos uno solo. Yo soy un tipo desorganizado, desastroso con los horarios, soy hiperactivo, pero en cambio soy tranquilo para escribir, no tengo prisa nunca. En cuanto al doppelgänger, es algo muy borgiano y muy argentino, ¿no? Siempre he pensado que tenemos una especie de dualidad y lo que hago es llevarla hasta el extremo. También es cierto que en mis novelas, en los últimos años, siempre está presente la voz interna, en cursiva ves lo que piensa el personaje, que no es lo que dice. Aquí lo llevo al extremo porque hay un desdoblamiento. Cuando Julio sale de la cárcel, de alguna manera es bautizado en ese terreno baldío por un personaje del que todo el mundo se ha quedado enamorado, Maximiliano. Hay un juego cuando cambia de nombre a Jorge Luis, con una voz parecida a la

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de su padre. Él se llama Julio porque su madre era más de Cortázar y su padre era más de Borges. Su madre es la locura, pero también la libertad, y su padre es el orden, pero él desprecia ese orden. Cuando se marcha a España, el que toma el mando de la vida es Jorge Luis, una vida cómoda, sin relacionarse con nadie; tiene claro el objeto de su venganza y se prepara para ella, pero no toma los pasos para localizar el objeto de su venganza. Tiene un equilibrio artificial que se rompe cuando en una función de teatro se encuentra con la persona a la que él prometió que iba a matar. Y le ocurre en un momento en que no aguanta más ser Jorge Luis, porque Julio sigue dentro, brota de nuevo Julio. Los personajes se van pasando el relevo, en Julio y Jorge Luis hay un reparto de tareas, son enemigos irreconciliables. Es el caso del desdoblamiento más profundo. Hay un montón de dobleces, de capas que no se resuelven, quiero que el lector saque sus conclusiones. Tu protagonista busca justicia, pero tiene momentos de duda. ¿Hasta qué punto es un justiciero? No quería que lo fuera. Siempre me ha gustado la figura del héroe irregular. Siempre que empiezo mis novelas el protagonista me cae mal, aunque sea el héroe, porque lo tiene todo a favor y no se siente realizado. Y les voy poniendo pruebas y putadas, los perdono y me amigo con ellos. En este caso, de principio a fin, no me cae bien ninguno. Un justiciero es alguien que no descansa hasta hacer justicia, pero ¿justicia contra quién? Si él a Morales lo quiere matar porque no le perdona que le haya salvado la vida. El protagonista no es un justiciero, es un prisionero de sí mismo. Es una víctima de sí mismo. Horacio Morales es la némesis perfecta, un torturador arrepentido de verdad, un personaje con aristas, con luces, muchas sombras y pozos oscuros. Háblame de él. Hay una frase de Benedetti que dice: «Un torturador no se redime suicidándose, pero algo es algo», y ese es el leitmotiv, el corazón de la novela. Horacio es un hombre que cae bien, es un buen marido, un buen padre, que sabes que le dolía lo que pasaba, que trató de evitarlo, que se ofreció a ayudar. ¿Qué más tiene que hacer Horacio para que lo perdone yo? Perdonarse a sí mismo.

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Horacio tiene esas contradicciones que lo hacen más misterioso; el hecho de no saber la profundidad de los crímenes que puede haber cometido, eso le hace más culpable. Es un tipo intachable, pero no quiere mirarse al espejo porque teme lo que el espejo le va a decir. Pero no es un genocida, un genocida es Hitler, es Videla. La novela tiene una estructura lineal, con la excepción del salto temporal del prólogo, que marca en el presente el objetivo futuro del protagonista. ¿Conocías el desenlace cuando empezaste? Sí, desde el primer momento. La novela nace de la frase de Benedetti y también nace de la gente que he conocido en Córdoba, Argentina, que fue el segundo epicentro de la tortura, muerte y venta de niños. No quería que fuera una historia banal o panfletaria: la literatura, si se hace panfletaria, pierde. Una novela que te despierta preguntas genera curiosidad, hace que te informes y tengas tu propio criterio, más que una novela que pretenda darte respuestas. Hay gente que me ha dicho que he hecho un torturador bueno; no hay torturador bueno, ni si quiera el muerto. Hay una pre-


puesto más a parir a este o a este otro, pero yo no quería hacer eso. La segunda parte no es que fuera más fácil, es que entra más la técnica novelística mía y ahí hay un montón de cosas que se saltan, como una película en la que no tienes que explicar todo. Era muy importante que fuera una muy buena novela, para mí lo es. Puede que inconscientemente sí quisiera hacer un libro donde no hubiera un ápice de humor, donde no hubiera nada que relajara, nada que humanizara, porque no encuentro la manera de humanizar aquello. Quería que fuera una buena novela y dura. Tomo riesgos y los tomo a conciencia. Ya veremos si me equivoco o no, eso lo dirán los lectores.

gunta que hace Rovira, otro de los antagonistas, y que no justifica a Rovira: entre ser torturador o torturado, ¿qué elegirías? Una vez dijiste que nunca escribes lo que te pide el mercado, que escribes lo que quieres. Esta última novela parece apropiada, acaso necesaria, en un momento como este. No sé si la novela tiene la utilidad del tiempo, si te soy sincero fui consciente después. Puede que Milei fuera la figura desencadenante. La figura de Milei me alarmó, pero nunca pensé que la gente fuera a votarlo, lo he ido asimilando a medida que iba avanzando con la novela. Pero, por ejemplo, me he enterado en estos meses mientras he estado terminando de escribirla de que han salido tres o cuatro novelas que tienen que ver con el tema. Yo vivo dentro de un calcetín, porque trabajo mucho y no estoy al corriente de las últimas tendencias. Esta novela ha tenido más que ver con que es mi libro número cincuenta o con que mañana me puedo morir, y también es cierto que me sentí preparado para el desafío de escribirla. ¿Qué diferencia ha habido en el proceso de escritura —y sobre todo de reescritura— de esta novela con respecto al resto de tu obra? Lo más difícil ha sido la implicación interna, la primera parte. Sé que habrá gente que dirá que tenía que haber

Llevas tres décadas conviviendo con esta historia. ¿Qué te ha aportado a ti como escritor? Esta novela me ha dolido tanto en tantas cosas que posiblemente me haya apoyado en las partes técnicas que manejo bien para contarlas. He aprendido a seguir confiando en mi método. Si yo hubiera sido represaliado tendría más prensa pendiente, pero yo sé que como escritor no necesito matar a alguien para escribir un asesinato. Para mí una novela debe tener lirismo, porque si no sería un ensayo, y posiblemente en esta haya menos que en otras, pero hay. Eres argentino, pero llevas media vida en España. ¿Cómo te llevas con la identidad? Porque esta es también una novela sobre la identidad, ¿cierto? Nunca he tenido problemas con la identidad. Los problemas de identidad han aflorado más con esta novela, problemas que yo no tenía o no reconocía que tenía. Me vine porque quise y me quedé porque quise. Amo a Argentina a pesar de sus contradicciones, pero mi carrera como escritor la he hecho toda aquí, en España. Vine muy enfadado con mi país, quería olvidar la complicidad tácita que todos tuvimos y me fui. En España tuve que aprender un vocabulario nuevo, pero nunca cambié mi acento. Si pudiera viviría la mitad del año allí, pero mi residencia seguiría siendo Madrid, estoy enamorado de esta ciudad. Necesito ir cada tanto a Argentina y cuando paso varias semanas allí, quisiera quedarme… pero cuando paso más semanas, sé por qué me fui, y cuando paso algunas semanas más, me vengo.

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Entrevista a Emilio Bueso Texto: Bel Carrasco Fotografía: cedida por el entrevistado ©

Huyendo de los demonios que la atormentan en la ciudad, Claudia invierte sus ahorros en Finca Elisa, una alquería aislada en medio de un marjal. Pronto comienza un proceso de sanación con ayuda de un gato muy especial, pero todo se tuerce a causa de la intromisión de unos vecinos que urden un plan devastador. Claudia es la narradora y protagonista de Naturaleza muerta (Ediciones B, 2024), la última novela de Emilio Bueso. Un relato de puro terror rural, un thriller atmosférico con ritmo de mascletà en el que autor castellonés despliega su imaginación y humor desbordantes sin olvidar la crítica social.

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Como el título indica, en tu novela hay naturaleza muerta, pero sobre todo naturaleza viva. De hecho, es protagonista en una doble faceta benigna y perversa. ¿Has pretendido acuñar un nuevo subgénero de terror entre ecológico y esotérico? Yo soy un ingeniero en activo, por lo que me interesa la ciencia, no el esoterismo. Y el caso es que el cambio climático, cuando arrecie, volverá inviable a la mayor parte de la agricultura actual. Ya se están angostando la primavera y el otoño y eso tendrá unas consecuencias terribles. Los primeros en padecerlas serán los labradores independientes, la gente de las alquerías. Eso es lo que ha terminado dando su forma a Naturaleza muerta. Mi abuelo mantuvo a su familia con una finca pequeña en un marjal, y ahora ya no es solo que sea imposible a nivel económico, sino que las disrupciones climáticas lo mismo te ponen los frutales en flor por Navidad. Las tormentas a deshora, las inundaciones, las sequías, la globalización de las plagas... Es algo terrorífico si lo piensas, porque dependemos de que el clima sea benigno para poder comer. La huerta ahora mismo da miedo por sí sola, es todo un espanto ver arrasada una finca porque sí. Más de uno pensará que el humedal donde está Finca Elisa es la Albufera valenciana, pero tengo la impresión de que se trata de un Macondo imaginario. Yo crecí en la marjalería de Castellón, llegué a conocerla bien en sus tiempos. Ahora todos esos terrenos han cambiado mucho, de modo que, para dar forma al escenario, me fijé en media docena de humedales y fui tomando lo que más me gustaba de cada uno de ellos, además de ir añadiendo cosas de mis tiempos orillando las acequias en bici, y también he incorporado detalles de mi cosecha. Estuve muy tentado de posicionar el escenario en firme, situarlo en una partida de fincas localizable y así simplificar mucho el trabajo, pero, claro, una historia de alquería encantada, de paraje maldito,

de pantano a punto de estallar por gases tóxicos... No creí que a los vecinos les hiciera gracia alguna que yo me pusiera a fabular con sus tierras hasta convertirlas en un escenario que empieza siendo acogedor para terminar revelándose espantoso. La experiencia me ha enseñado que, a mucha gente, cuando le dedicas un libro de los míos, no es como si les dieran un ramo de flores, es como si les vinieran con una corona. Con todo, decidí no apuntar a ningún sitio en concreto y hacer, como dices, un Macondo imaginario. Con esta novena novela parece que regresas a tus orígenes, incluso creo que recuperas a un personaje de tu primer título, Noche cerrada, la segurata Alicia. ¿Es así? Efectivamente. En 2007 abandono la literatura en lengua valenciana para ponerme a cultivar mi actual trayectoria en castellano al publicar Noche cerrada, una novela que también está ambientada en mi tierra y también tiene el mismo toque rural, así como una señora de armas tomar de protagonista y una narrativa en primera persona. Han pasado muchos años desde aquello, median ocho novelas para cuatro sellos distintos, una antología de relatos que ya va por la tercera edición, media docena de premios y un arsenal de poesía inédita que inédita morirá. Y es que la principal diferencia entre lo que hacía yo al empezar y lo que hago ahora tal vez esté en lo mucho que ha cambiado mi prosa: ahora se me comen el lirismo y los tropos intrépidos. Luego está que el terror ya lo trabajo casi siempre con un pie en lo onírico, lo pesadillesco; me gustan las historias de miedo febriles, que te llevan al delirio, a lo alucinante, que van de lo más crudo del realismo a lo más enloquecido del fantástico. Dicen en el mundo académico que es porque he transitado del realismo sucio al new weird, pero también supongo que será porque me he vuelto un tanto experimental para los géneros de la ficción especulativa contemporánea. Y que me crezco y me gusto más trabajando los contrapuntos.

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Entrevista a Emilio Bueso

También diría que te dejas llevar más por tu peculiar sentido del humor con diálogos y ocurrencias hilarantes. ¿Te pasa eso factura con tus seguidores más serios? Y tanto. Hay mucha gente que no me perdona la forma en que pongo a prueba al lector promedio. El gato de mi protagonista se arranca a hablar y hay gente que ahí ya me cierra la novela, que no me sigue más y acude a las redes a patalear, y les da igual si es un resorte literario que descansa nada menos que en cuatro lecturas complementarias: se trata en cierto modo de una alegoría, de que la protagonista está fatal de la cabeza y estamos ante un narrador no confiable, de que estoy haciendo una especie de fábula y de que mi adscripción al fantástico a veces ni hace ambages ni se anda con chiquitas. Murakami puede poner a hablar a sus gatos sin que nadie le reproche nada, tu vecina habla con el suyo a diario, pones la tele y en Padre de familia te sacan al perro hablando como uno más... pero yo no puedo hacer algo como eso ni por asomo, so pena de que me salgan nuevos haters. Yo para hacer lo que hago necesito entablar un pacto lector exigente y vencer una suspensión de incredulidad enconada, lo siento mucho si es demasiado arrojo para según qué públicos, pero no se puede hacer vino sin aplastar uvas. Y sobre mi sentido del humor pues pesa una condena parecida. Ahora de pronto parece que algo como un thriller terrorífico no puede ejercerse si no es desde la tragedia y el drama más lastimero. La cruda realidad es que casi todos tendemos a distender y a quitar hierro a las cosas truculentas a menudo mediante chascarrillos o riendo por no llorar, pero si retratas eso hay gente que te rechaza el texto por anticlimático o que piensa que no te tomas la historia en serio. ¿Qué es esto? ¡Con lo difícil que es hacer reír a la gente! Mi anterior editor, Alejo Cuervo, me decía que el sentido del humor era un activo muy preciado, que tiene mucho más valor arrancarle al lector una carcajada que sacarle una lágrima. Y yo no puedo estar más de acuerdo con algo así. Aparte, es que me valgo de esos contrapuntos para hacerle bajar la guardia al lector y así luego llevármelo al infierno directo cuando cambio de golpe y porrazo al registro propio de la narrativa de terror, o del thriller atmosférico; es mi forma de descondicionarle, de hacerle abandonar las posturas de confort. Con todo, yo no creo que el humor y el miedo sean incompatibles, creo que son agentes antagónicos que

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debidamente empleados tienen resultados explosivos, como sucede en la química de laboratorio. Pese al tono jocoso y el despliegue fantástico, también abordas temas muy reales, como la obligada emigración a zonas rurales y el deterioro que causa la vida urbana. Es otra de mis neuras. Siempre hago algo de crítica social, pienso que los escritores somos cronistas de nuestro tiempo y que nos debemos a la actualidad de un modo u otro. He querido poner de trasfondo la neoruralización forzosa que sufren los que huyen despendolados de las grandes ciudades en estos tiempos de burbuja inmobiliaria y sueldos que no dan para comer. También he querido retratar los efectos de la multiculturalización de lo rural en España, que está viendo que muchas de sus zonas más vaciadas también se pueblan de inmigrantes de la Europa del Este. Y luego me las voy ingeniando para llevar el agua a mi molino e irlo amalgamando todo, hasta dar forma a los personajes de la huerta de hoy, que a menudo ya no provienen de una tradición familiar, sino de otra forma de perseguir la supervivencia, de encontrar su sitio en el mundo. Son advenedizos, labradores de nuevo cuño, toda una casta que da mucho juego. Al principio, la protagonista logra librarse de los lastres que arrastra, pero no tarda en caer en la angustia y el delirio. ¿El ser humano es insalvable por sí mismo? Casi todos mis personajes son gente atormentada, maltratada por la vida, perdedores en busca de una partida que puedan ganar, gente que persigue la redención, la reparación. Yo hago una literatura de emociones fuertes y a menudo necesito de unos protagonistas al límite, dispuestos a abismar su historia en lo más profundo, sea por desesperación o porque no dan para más. Y es que no puedes contar un cuento de brujas como Naturaleza muerta desde la perspectiva de una mujer cabal, de las que salen corriendo al descubrir que la alquería se la han vendido tan barata porque está maldita. Yo, como decía antes, trabajo con cosas explosivas. No es negociable. ¿Tuviste que fumar muchos porros para imaginar las conversaciones entre Claudia y el gato Bajún Mao, su psicopompo?


Hasta hará pocos años siempre me dije que todo valía para estimularse y destilar una frase que se te hiciera perfecta, una prosa que obrara magia en tu cabeza. Es en mi cuarta novela, Esta noche arderá el cielo, cuando llevo eso al límite. Desde entonces he ido desintoxicando mis sesiones de trabajo y ahora ya tiendo a fijar mi límite para inspirarme en un par de copas de vino blanco y una playlist de música a medida, o bueno, ese es el ritual que empleo ahora cuando me siento al teclado. Ya no me hace ninguna falta ponerme hasta el culo para dar con el impulso poético que busco en mis novelas. Ya me acuden las chaladuras, los espantos y las piruetas verbales solitas. Me he ido convirtiendo en un ciudadano nativo de los mundos que armo, supongo. El lenguaje que empleas es desenfadado, a veces incluso algo soez y obsceno, pero en algunos pasajes alcanzas vuelos líricos. ¿Cómo combinas esos dos registros sin que se te crucen los cables? Es justo ese contrapunto lo que creo que hace que mi obra se ponga a vibrar. Vamos, que yo la prosa la quiero hacer así, salvaje. Sé que hay gente que no lo soporta y lo cierto es que me da igual. Creo en la amplitud del registro expresivo, estoy convencido de que, si se abre a los tropos más audaces al tiempo que lo hace a los modismos coloquiales más bajunos, o actuales, las posibilidades del lenguaje se maximizan. Uso una docena de diccionarios distintos para escribir. Lo sé, estoy como una cabra. ¿Fuiste un niño miedoso? ¿Cuál es tu mayor terror de adulto?

Es imprescindible haber sido un chaval asustadizo para medrar en esto, me parece. Tener la piel fina siempre da buenos resultados en literatura. Recuerdo una vez, de pequeño, que no podía dormir por las pesadillas y le pregunté a mi abuelo cuál era su miedo más atroz y me contestó «no poder cagar». Yo me quedé mirándole ojiplático y él remató con un «tiene que ser algo terrible... reventarías». Me quedé meditando aquello y al poco me dormí plácidamente. Ahora casi todos mis miedos más intensos tienen que ver con que le pase algo chungo a mi hijo, supongo. No me veo con agallas de escribir un drama de pérdida, la verdad. Ya lo hice en un cuento corto y, aparte de quizá uno de mis mejores trabajos, es el único de todo mi florilegio de relatos para Valdemar que no pude comentar. Ahora ya hay bastantes autores que vienen del «frío tecnológico», pero cuando tú empezaste eráis pocos. ¿En qué te beneficia tu formación científica a la hora de abordar un texto literario? Si la ciencia no es más que la búsqueda de la verdad y un escritor no es más que un mentiroso profesional... entonces yo debo de ser algo así como un policía ladrón, o un médico asesino. No es un símil audaz ni mercadotecnia personal, es que a menudo me siento una especie de fallo del sistema: ejerzo mi oficio de ingeniero rodeado de colegas incapaces de redactar un e-mail, y tiene mucho delito cuando te llama una facultad de literatura para que impartas docencia en un máster y tú les contestas que no tienes estudios de letras más allá de los que te comiste en secundaria. Con todo, me han dicho que tengo un inmenso desenfoque de objetivos, pero luego lo cierto es que a veces me encuentro escribiendo software con la misma sonrisa de payaso loco que cuando escribo poesía. ¿Por qué eres fiel a un género tan ingrato como el terror, que, como tú mismo dices, es como manipular pólvora inestable? Porque todo lo que tiene de ingrato lo tiene de poderoso. No hay emoción más intensa y determinante que el miedo: el miedo determina la mayor parte de lo que hacemos y lo que no, define nuestros posibles, ya sea directa o indirectamente. Es la forma de organización más sencilla y determinante del cerebro de los seres vivos y la base de toda política y religión.

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Entrevista a Alejandro Marcos Texto: Joaquín Cebamanos Fotografías: Isabel Wagemann ©

Alejandro Marcos (Alcalá de Henares, 1986) es escritor, periodista y profesor de novela y literatura fantástica en la Escuela de Escritores de Madrid, donde cursó, como alumno de la primera promoción, el Máster de Narrativa. El pasado mes de enero presentó su última novela, La hora de las moscas, publicada por Plaza & Janés. Tiene publicadas otras tres novelas: El final del duelo (Orciny Press 2015), Vendrán del este (Orciny Press 2018) y Cástor y Pólux (Ediciones El Transbordador 2022). Ha participado en varias antologías de relatos y también colaboró en los manuales de escritura de la editorial Páginas de Espuma.

La hora de las moscas. Thriller rural, rural noir paranormal, novela fantástica, novela de terror costumbrista, gótico castellano… En esta época en la que todo parece sufrir la necesidad de ser clasificado, ¿cómo defines tú La hora de las moscas? Para mí la principal idea que quería para la novela es que el costumbrismo tuviera el mismo peso que el terror. De hecho, este fue uno de los problemas con los que me enfrenté a la hora de mover la novela. Terror rural, folk horror, como se llama ahora a este tipo de historias, o terror costumbrista son etiquetas que le van muy bien a La hora de las moscas. Curva de Arla y Sallón son un pueblo y una ciudad ficcionados donde los hechos fantásticos ocurren entre la vida rural más cotidiana. Uniendo los dos nombres conseguimos uno que se asemeja mucho al título de Absalón Absalón, de William Faulkner. Si es así, ¿has encontrado tu propia comarca? ¿Vas a volver a la ficción de esta Castilla profunda?

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No lo descarto porque la mayoría de mis libros están ambientados en lugares que no existen o, si lo hacen, como Cástor y Pólux son sitios muy ficcionados. En este caso la elección de un lugar inventado responde a la intención de extrapolar mis vivencias personales en los pueblos de mis padres. Mi padre es de León y mi madre de Soria. Juntar estas dos experiencias para tratar de aunar las características comunes era una de mis intenciones, creando un entorno inventado como la provincia de Sallón y el pueblo de Curva de Arla. Por otro lado, no quería localizarlo, no quería que fuera una historia de un pueblo concreto para que la gente supiese cual era. Esto me daba mucha libertad para poder imaginar e inventar todo lo que quisiera, pero también me daba un poco de miedo, ya que, si bien mis raíces provienen de Castilla y León, no vivo allí, vivo en Madrid, y no quería poner en mi boca cosas que no me pertenecían. Al final no soy nadie para hablar de la realidad de Soria o de León. Alejarme de ahí me dio más libertad y la confianza necesaria para centrarme en lo que más me interesaba, la historia y los personajes. Stephen King, Mariana Enríquez o el cine de Álex de la Iglesia aparecen como influencias en La hora de las moscas. ¿Por qué otros «pesares» se deja llevar Alejandro Marcos a la hora de escribir? Tengo muchas influencias. Estas que has nombrado son las que más me acercan al terror, pero es verdad que, como lector, soy bastante ecléctico y disfruto mucho leyendo desde un manga a Delibes, que también es una de las influencias de la novela. Disfruto de la literatura del siglo XIX y XX castellana. Delibes, Carmen Martín Gaite, Josefina Aldecoa, todos estos autores han influenciado mucho mi escritura en general. Es algo que a mí me gusta que se note, incluso cuando me decanto por la fantasía pura y dura. Me gusta que me digan que


podemos buscar la originalidad y lo que nos diferencie como escritores.

tienen esa voz diferente, porque es un tono que a mí me gusta mucho. Además de Stephen King y de Mariana Enríquez —ambos utilizan la mezcla de lo cotidiano y lo terrorífico—, también podría nombrar a Anna Starobinets. Los tres equilibran muy bien esta mezcla, este peso en sus historias. Me pareció que podría trasladarlo fácilmente al entorno rural castellano porque me atraía mucho como temática. Javier, uno de los protagonistas, vuelve al pueblo tras vivir en Madrid; dice que los libros siempre estaban ahí, que siempre podrá volver a ellos, que siempre podrá volver al monólogo de Pedro en Tiempo de silencio, de Martín Santos. Tengo miedo torero, de Lemebel, y Una mala noche la tiene cualquiera, de Mendicutti, también aparecen. Qué son para ti, ¿refugio, homenaje o rendición de cuentas? Sí. La rendición de cuentas son las citas que aparecen durante toda la novela. También era una manera de decir que yo no he inventado nada, que vengo de todo esto. Rendir un homenaje a todos los autores y las lecturas que me han servido para llegar hasta aquí. Los títulos de los capítulos de Javier y las obras que nombra son un paseo por las lecturas que más me han marcado e influenciado, como La Regenta o Tiempo de silencio, y que utilizo para darle ese carácter al personaje y diferenciar la voz de Javier. De alguna manera, es también mi homenaje porque creo que todos los escritores somos hijos de lo que leemos y de nuestras circunstancias vitales. Es un homenaje literario a mi entorno y a esos veranos de mi infancia, ya que creo que es aquí donde

Leyendo La hora de las moscas podemos llegar a la conclusión de que esta historia tenía que estar construida con este juego de voces diferentes que son las que conforman la realidad de los pueblos. De hecho, Curva de Arla también aparece como narrador en la novela. ¿Qué crees que aporta lo rural a la manera de escribir de un escritor? Yo creo que aporta esas raíces y hablar de lo conocido aporta seguridad. Para mí el entorno rural, narrativamente, me da mucho juego. Es un entorno aislado, cerrado, pequeño, en el que la mayoría de personajes se conocen. Ya sabes aquello que dicen de «pueblo chico, infierno grande», a mí me resulta muy atractivo. Todo se magnifica muchísimo en un lugar en el que los personajes están casi atrapados. En cuanto a las voces, mi intención siempre ha sido contar la historia de este pueblo y no la de los personajes. Esta es la razón de que haya tantos protagonistas, porque no quería darle más peso a ninguno. Aunque sí hay cuatro principales, tuve mucho cuidado para que todas las voces que aparecen en la novela, todos los puntos de vista, fueran la suma de las partes que narrasen la historia. También quería que en estas voces apareciese esa relación con el tiempo que existe en los pueblos, en la que están muy conectados el presente y el pasado, a diferencia de en las grandes ciudades, donde se diluye más la memoria. En Curva de Arla esta relación va pegada a la propia historia. «Llegó la muerte», comienza tajante la novela. ¿La muerte de los pueblos? En ellos todo es diferente: la muerte, los recuerdos, las raíces, las tradiciones, todo adquiere un significado distinto, hasta los sueños de la gente. ¿Cuál es la intrahistoria de la novela, que, según comentas, surge de una pesadilla en el pueblo? Fue una pesadilla que, como todos los sueños, tiene mucho de absurdo. Pero tengo la cualidad de acordarme de lo que sueño y tiro de ello para las novelas. Hay que prestar atención a los sueños. Mis amigos del pueblo y yo nos escondíamos de unos entes, de unas apariciones en un huerto, y esa seguridad que me daban mis amigos y esa sensación de pertenencia al grupo me ayudó para desarrollar la idea. Además, el hecho de que fuera en un huerto y en un pueblo resultaba muy potente y simbólico. Como decía anteriormente, cualquier cosa

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E l s a l ón d e l o s e s p e j o s

Entrevista a Alejandro Marcos

trasladada al pueblo tiene una intensidad mucho mayor. El propio personaje de Javier, que vuelve de Madrid y todo lo que allí le valía aquí se le desarma. No tiene sentido para él, por eso se muestra tan perdido. La metáfora sobre la muerte de los pueblos queda muy clara, es muy sencilla, pero me parecía muy importante porque era algo de lo que quería hablar. Formaste parte de la primera promoción del Máster de la Escuela de Escritores y desde hace ya unos años trabajas como profesor de la Escuela. Dicen que como más se aprende es enseñando. ¿Cómo valoras la experiencia docente en la Escuela de Escritores? Háblanos un poco de tu trabajo como parte del equipo docente. Me permite estar conectado todo el tiempo con la literatura. Que mi trabajo alimenticio me permita relacionarme con otros escritores, ver cómo desarrollan su trabajo, ayudarles en su proceso creativo, es algo maravilloso. Para mí solo ha tenido consecuencias positivas en mi escritura. Es cierto que, cuando comencé a dar las clases, quizás por mi inseguridad y al tener tan cercana la técnica, para intentar ayudar al alumno desde la teoría provocaba que cuando yo me ponía a escribir tratase de lograr esa perfección con la que es imposible escribir. Deshacerme de esto, durante los primeros años, fue un problema. Superado este obstáculo, la enseñanza me ha aportado muchísimo. En definitiva, es mantener la creatividad activa todo el tiempo, es algo que se retroalimenta constantemente y que a mí me ayuda muchísimo como escritor. En Cástor y Pólux utilizaste a Hermes; a un personaje para cada capítulo en Vendrán del este y una novela epistolar en tu primera novela El final del duelo. En La hora de las moscas vuelves a usar diferentes narradores. ¿Es muestra la variedad de narradores de la inquietud como escritor de buscar la satisfacción al escribir, la búsqueda de un reto nuevo, de disfrutar con la escritura, de encontrar la voz más apropiada para cada historia? Pues un poco de todo. En el caso de La hora de las moscas no era un acto de decir «mira cuántos narradores sé usar». No considero que tenga sentido hacer esto. Siempre que utilizo un narrador es porque creo que es el que necesita la historia. Las voces de los narradores

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tienen que diferenciarse por lo que cuentan y por cómo hablan. Siempre me planteo cuál es la voz adecuada y por qué elijo esta voz. En cuanto a los retos literarios, me encanta contar desde diferentes puntos de vista. Me cuesta creerme las historias que están contadas solo desde un narrador. Siempre pienso: vale, me has contado una versión de la historia, pero me parecería más interesante mostrar qué opina este personaje, cómo lo está viviendo este otro. También me ocurre cuando veo películas. Estamos muy acostumbrados a los protagonistas. Yo quiero, como narrador, explorar esos personajes secundarios, esos otros laterales de la historia, como complementos que considero muy importantes. Es cierto que nunca me había puesto un reto como el de La hora de las moscas y el tiempo dedicado a la reflexión y a la estructura ha sido mucho mayor. Las reseñas que hemos leído de La hora de las moscas hablan de un cambio hacia una madurez, de un crecimiento cuantitativo y cualitativo. ¿Qué opinas de esta evolución que ven tus lectores? y ¿qué campo se te abre por delante? Siempre tengo proyectos. Me gusta saltar de un género a otro. Estoy en un momento exploratorio. Lo que sí tengo claro es que no quiero contar la misma historia. Esto es lo único que me preocupa. Tengo proyectos de literatura juvenil, que ya tengo medio terminados y que a mí me encantan, pero este salto de género a mis editores no les gusta tanto. Tengo más proyectos a la vista, pero me hace falta tiempo. En cuanto a lo de la evolución de la escritura, sí tengo muy claro que quiero escribir la mejor novela posible según mis capacidades en el momento. Yo no creo que una novela sea mejor que otra, pero sí comprendo que ese crecimiento existe, que ese paso a paso para mí es lo importante. La comodidad no creo que le vaya bien a ningún escritor. Escribir siempre la misma novela sin dar un paso adelante tiene que ser muy aburrido. Todos esos elementos nuevos que voy utilizando van dentro de mi mochila de escritor; de manera que La hora de las moscas no habría sido capaz de escribirla sin las tres novelas anteriores y sin las otras dos o tres que no han sido publicadas. Que esta última sea la cuarta novela publicada no significa que sea la cuarta novela escrita. Esto me parece importante decirlo. Si no hubiera escrito esas novelas no publicadas, ahora mismo no tendríamos esta conversación. Para mí todo proceso de escritura es un aprendizaje y tiene su importancia vital.


Teoría e historia de La otra sentimentalidad David Ferrez Gutiérrez y Manuel Valero Gómez (coords.)

Los sótanos de la memoria. Cuarenta años de La otra sentimentalidad

David Ferrez Gutiérrez y Manuel Valero Gómez – 24

Recuerdos de un tiempo no perdido Luis García Montero – 25

Álvaro Salvador y la poesía de La otra sentimentalidad: nueve cuestiones para el siglo XXI Pablo Carriedo Castro – 28

Un poema olvidado e imprescindible en Paseo de los tristes Rubén Ortega Jiménez – 32

La otra sentimentalidad y yo Ángeles Mora – 34

Compañero de viaje (en torno a La otra sentimentalidad ) Antonio Jiménez Millán – 37

Ángeles Mora. Otra sentimentalidad con mirada de mujer Teresa Gómez – 41

Contra la propiedad privada de la poesía Miguel Ángel García – 44

«Y no es cuestión de olvido». La otra sentimentalidad después de La otra sentimentalidad

David Ferrez Gutiérrez y Manuel Valero Gómez – 48

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Los sótanos de la memoria Cuarenta años de La otra sentimentalidad Por David Ferrez Gutiérrez y Manuel Valero Gómez «Hay quienes imaginan el olvido como un depósito desierto, una cosecha de la nada y sin embargo el olvido está lleno de memoria». Así escribe Mario Benedetti sobre el riesgo que siempre significa negociar la escritura con las cartas marcadas del pasado: acaso un intento por someter los matices —supuestamente caprichosos— del recuerdo a ese orden cronológico («una» historia ab aeterno) que suele imponernos el relato. De este modo, y siguiendo ese ajedrez idealizado por Borges, el olvido se erige como una de las formas de la memoria, la otra cara secreta de la moneda, «su vago sótano». Claro que Alberti, sabiendo que solo puede hacerse a oscuras, quiso revelarnos cómo son los sótanos «desde» dentro. Porque la falta de iluminación favorece el derribo de objetos, los tropiezos contra una sombra conocida o un mueble insospechado: «la mejor manera de realizar un sueño es despertar», según un aforismo reciente de Álvaro Salvador. Aquello que Bachelard delimita mediante los contornos del sótano en cuanto que miembro incivilizado de la subjetividad humana. ¿Cómo pensar la escritura? Puesto que «el mundo está, las cosas están ahí», ha escrito el profesor Juan Carlos Rodríguez, «solo que las sombras las desdibujan de tal manera que uno se siente incapaz de definirlas». Finalmente, la escritura no sería más que un candil a partir del cual conjurar estos antagonismos irreconciliables: una subjetividad imposible, un sótano —sin duda— impreciso. «La vida no sabe vivir de otra manera», explica Derrida a propósito de los espectros que sobrevuelan el pensamiento de Marx, se trataría de «aprender a vivir con los fantasmas», a «pensar el fantasma», porque «no se hereda nunca sin explicarse con algo del espectro». O por alinearnos junto con el profesor Félix Martín Gijón, esos sótanos donde esta oposición entre decir y no decir exige la aparición de

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una palabra que busca los argumentos de su propia historia mediante la gradación de sus matices. A partir de esta reflexión radicalmente histórica sobre la literatura, allí donde la ficción encuentra su propio límite, reunimos en estas páginas a los principales protagonistas (Luis García Montero, Álvaro Salvador, Ángeles Mora, Teresa Gómez y Antonio Jiménez Millán) de esa aventura de amistad, esperanza y riesgo que continúa representando ese «extraño sintagma» de La otra sentimentalidad. Pasada la página de los cuarenta años de su presentación pública, desde que apareciera en 1983 ese célebre manifiesto firmado por tres jóvenes granadinos (Á. Salvador, L. García Montero y Javier Egea), la revista Quimera ha querido sumarse a las celebraciones vividas en la ciudad de Granada el pasado año con una mirada puesta en el pasado, pero también elevada sobre el presente y su futuro más inmediato. Porque en algunas ocasiones la memoria ensordece los sótanos más oscuros de nuestro inconsciente ideológico. Pero otras —sin embargo— ilumina el mudo dolor de esta pesadilla histórica del yo. Para nosotros el dolor es tierno. Juan Carlos Rodríguez. Fotografía: Antonia Ortega ©


Recuerdos de un tiempo no perdido Por Luis García Montero Creo que fue en 1979 cuando tuve la suerte de empezar a trabajar en la librería Teoría. Juan Manuel Azpitarte, después de dejar el Departamento de Literatura en la Facultad, abrió una librería que tardó poco en convertirse en un punto de referencia. Me contrató como niño de los recados y como dependiente. Iba yo en su moto a recoger envíos editoriales a las oficinas de correos y despachaba libros a una clientela universitaria con la que se podían compartir las inquietudes y las conversaciones. A mi madre le gustó poco que yo pidiera el trabajo, la gente iba a sospechar que necesitaba dinero para seguir estudiando. Pero la verdad es que ese tipo de sospechas ya no me importaban y, además, lo que menos buscaba en la librería era el sueldo, aunque me permitió ampliar mucho mi biblioteca de ensayos políticos y obras literarias. Lo que de verdad me gustaba era la gente que iba a Teoría, profesores, artistas, poetas, nuevos amigos con los que hablar de libros, tomar cervezas a mediodía o copas por la noche, en un local que se abrió muy cerca, La Tertulia, y que se convirtió pronto en un centro decisivo de la cultura y la política democrática de Granada. A veces las ciudades tienen suerte, se escriben a sí mismas, se definen con la apertura de una librería o un bar de copas. Allí entablé amistad con mi maestro Juan Carlos Rodríguez, uno de los historiadores más importantes de la literatura española a la hora de entender lo que significaron Garcilaso, San Juan de la Cruz, Moratín o Antonio Machado. Las relaciones de la literatura con la historia no eran cuestión de contenidos, sino de la ideología que conforma una educación sentimental, como había explicado su maestro Louis Althusser. Allí conocí al niño pintor, Juan Vida, que dejó muy pronto de ser niño para enseñarnos en sus cuadros cómo las abstracciones teóricas se encarnan en una realidad figurativa de carne y hueso. Y allí conocí a Mariano

Maresca, un profesor de Filosofía del Derecho capaz de explicarnos el sentido de una ópera, el verdadero significado de una película, la importancia de un grupo de teatro independiente o los entresijos de la voz de Leopoldo Alas en La Regenta. Al hablar de Althusser, Mariano podía aconsejarte la lectura de Simone de Beauvoir para insistir desde otro punto de discusión en que la sexualidad era política. Juan Manuel, Juan Carlos, Juan, Mariano, hablo de amigos íntimos, en los que la Teoría se hizo realidad, un abrazo de carne y hueso. Tuve la suerte de que los maestros se fueran convirtiendo en compañeros de vida. A Juan Carlos le gustaba señalar el odio que cualquier pensamiento reaccionario siente por la teoría. Prefiere las simplificaciones sin conflicto porque parecen prácticas, pero se diluyen como el agua. La teoría es decisiva cuando sabe tomar cuerpo. Recuerdo a Mariano Maresca como un ser muy inteligente y como un sentimental que sabía establecer con firmeza el significado de la palabra nosotros. No es sencillo ser al mismo tiempo inteligente y sentimental. Por eso Mariano era también difícil y precavido con los otros. Junto a Juan Carlos, fue para mí el protagonista de una historia que tuvo que ver con la Célula Gramsci, la agrupación del Partido Comunista de Granada en la que se reunieron los militantes y compañeros de viaje dedicados a la cultura. La reorganización del Partido por territorios más que por trabajos desmembró la célula y una parte de la complicidad política de la cultura granadina. Pero hubo personas que siguieron encarnando ese compromiso, y Mariano fue una de ellas, una de las más cercanas en mi vida. Ser precavido no suponía para él ser prudente en sus comportamientos privados, sino detenerse a analizar lo que se escondía detrás de un pensamiento público. Y eso le obligaba a situarse un paso por delante. Nunca podré agradecerle que me presentara a Pier Paolo Pasolini, el cineasta y el poeta autor de Las cenizas de

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Luis García Montero. Recuerdos de un tiempo no perdido

Gramsci. Más que un orgulloso relato sobre la lucha ya pasada contra el fascismo, comprendí que en la Italia de los años sesenta, como en la España de los primeros pasos de la democracia, convenía estudiar los procesos de las sociedades consumistas, los entresijos del paso del subdesarrollo al capitalismo neoliberal y el narcisismo rebelde de los hijos de papá. La lección fue profunda porque tuvo que ver con las precauciones ante la mercantilización de los cuerpos tan de moda en los destapes de entonces como en los debates ideológicos que afectan hoy a la izquierda. Comprendí que a veces uno puede sentirse más cerca de un policía democrático, hijo de obreros, que necesita trabajar en lo que pueda para vivir, que del griterío callejero de muchachos adánicos y con la vida resuelta, orgullosos de inventarse el mundo y de tirar piedras contra las fuerzas del orden con una soberbia populista y antisistema. La lectura de Pier Paolo Pasolini o de Simone de Beauvoir acompañaron en esos años la Teoría e historia de la producción ideológica. Las primeras literaturas burguesas, el libro de Juan Carlos Rodríguez. Parece mentira que con un título así pueda ese libro convertirse en una historia de amor para toda la vida. Eso tuvo también consecuencias poéticas. Al comprender que el neoliberalismo quería debilitar las instituciones para tener las manos libres en sus negocios, me alejé un poco de Foucault y de su antipatía ante la palabra poder. ¿Es malo cualquier poder institucionalizado? ¿Un Estado común? ¡Cuánta falta hace un poder justo para defender una democracia social, una comunidad en la que vayan de la mano la libertad y la igualdad! Yo no soy rebelde…, porque el mundo me hizo rojo. Quizá por eso me alejé de las novedades de la poesía llamada novísima, muy pendientes del esteticismo, los hallazgos de los teóricos literarios franceses y de las inversiones radicales del discurso poético, con un orgullo inversor muy parecido a la España neoliberal que quería integrarse en Europa bajo el amparo de las grandes fortunas. Después de un libro cercano a la herencia novísima, Y ahora ya eres dueño del Puente de Brooklyn, escribí un libro de poemas cercano a la poesía de la generación del 50, generación que había sido tachada del mapa lírico. Los novísimos habían rechazado el realismo y perseguían una lengua poética diferenciada de la lengua común de la sociedad. Como después señaló Ángel González, actuábamos dentro de los planes de desarrollo de Fraga Iribarne, que pretendían salir del subdesarrollo y acercarse al Estado neoliberal.

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Aunque no fuese la intención de los novísimos, el desarrollismo de Fraga intentaba vender modernidades, pero manteniendo las formas de un estado franquista. Parecía buena estrategia del franquismo, en su voluntad de renovarse, salirse de la lengua de lo común, de la identidad nacional, en favor de la palabra de las élites europeas. Por eso escapé del esteticismo, busqué a Antonio Machado y le pedí a Pasolini el título de mi nuevo libro: El jardín extranjero. Era el cementerio civil en el que descansaba Gramsci. En conversación con sus tumbas, las de Gramsci y Pasolini, aposté por la elaboración personal del lenguaje de todos.

Álvaro Salvador, Jiménez Martos, Luis García Montero. en la entrega del Adonáis a este último. Fotografía (inédita): Juan Ferreras ©

Y ahí sigo. Si me envuelvo en las discusiones sobre la actualidad, la verdad es que me envuelvo en mí mismo. Aprendí con María Zambrano que una vocación es aquello que no se puede abandonar con el paso de los años. Explica ese tipo de compromiso en su ensayo Hacia un saber sobre el alma. Lo recuerdo ahora cada vez que discuto sobre memoria histórica, o sobre feminismo, o sobre la libertad. Son cuestiones que me interpelan desde que empecé a escribir poesía a finales de los años setenta, cuestiones que marcaron mi vocación. El pensamiento de extrema derecha intenta desmontar ahora los ejes culturales que posibilitaron la conquista de la democracia en España. Cuando empecé a sentirme poeta, tuve que buscar a Federico García Lorca bajo los escombros y los silencios que habían desatado en Granada el golpe de 1936 y


la dictadura. Celebré el regreso del exilio de Rafael Alberti, un poeta que nunca había tenido la oportunidad de conocer mi ciudad de la mano de su amigo Federico. Y leí muchas veces a Antonio Machado, el poeta cívico de la República, que había muerto en Colliure, detrás de la frontera y la derrota, con la nostalgia de los días azules y el sol de la infancia. Así que el deseo de descubrir lo que intentaba borrar el franquismo fue inseparable de mi vocación. Mi manera de pensar la poesía también fue inseparable de una lección aprendida, como ya he dicho, en Simone de Beauvoir: la intimidad es política. Alumno de Juan Carlos Rodríguez y estudiante de Althusser, estaba acostumbrado a pensar que las ideas de cada cual pertenecen a un sentir ideológico conformado por la historia. Tan llenos de historia estaban los versos antifranquistas de Celaya como las cuadernas vías de Gonzalo de Berceo o los sonetos de Garcilaso. Por eso comprendí bien la lección de Machado al hablar de las educaciones sentimentales. Como somos seres históricos, hay quien se emociona al paso de una bandera y quien permanece frío ante algo que es ajeno a su identidad. Machado afirmaba que para cambiar la poesía no eran necesarios los espectáculos formales de la vanguardia, sino la capacidad de generar una nueva sentimentalidad. A principios de los ochenta había que cambiar de manera radical las herencias sociales del franquismo. Por eso un grupo de amigas y amigos empezamos a hablar de la necesidad de escribir en busca de otra sentimentalidad. En la librería Teoría, en el bar La Tertulia, las lecciones de Juan Carlos y Mariano establecieron vínculos poéticos entre mis inquietudes y las de Javier Egea, Álvaro Salvador, Ángeles Mora, Justo Navarro, Antonio Jiménez Millán o Teresa Gómez. Tardó poco en llegar Benjamín Prado desde Madrid. Después del premio Adonáis, publiqué en El País un artículo defendiendo la búsqueda poética de una nueva sentimentalidad. Me conmovió recibir una carta de Jaime Gil de Biedma, otro maestro, comentándome que había dado un salto en la silla al leerlo, porque muchas de sus conversaciones de juventud con Barral, Castellet o Marsé habían repetido el deseo de buscar esa nueva sentimentalidad. La democracia no podía limitarse a votar cada cuatro años. Necesitábamos preguntarnos qué decimos al decir soy yo, soy hombre, soy mujer o te quiero. Pensar la intimidad era tan histórico y comprometido como defender la libertad sindical o debatir los programas de un partido político. La vocación poética me convenció

de que nunca hay verdaderas transformaciones públicas si no se cambian las reglas de juego en lo privado. Pensar supone pensarse, convertirse en el lugar del verdadero conflicto al pasar de lo público a lo privado y de lo privado a la intimidad. Después de la borradura de Clara Campoamor o Carmen de Burgos, de los años de la Sección Femenina, el matrimonio católico y la prohibición del divorcio, el pensamiento feminista fue una pieza clave en la conquista de la libertad. ¡La libertad! Otra palabra que está en la raíz de cualquier vocación personal que se comprometa con su comunidad. El neoliberalismo utiliza la palabra libertad para defender la ausencia de normas que controlen la ley salvaje del más fuerte. La libertad democrática supuso en España comprender que la ley era un marco regulador, un modo de unir el orden con la soberanía popular, la conciencia individual con unos marcos de convivencia que legitimasen el deseo de igualdad y fraternidad. Eso tuvo para mí consecuencias a la hora de elegir mi tradición poética. Más que la invención de un lenguaje único a través de un esteticismo radical o de las rupturas de la vanguardia, más que la apuesta por un dialecto elitista de gran fortuna, aposté por el uso personal del lenguaje de todos. La herencia de Galdós, Machado y algunos poetas de posguerra fue para mí más atractiva que la semiótica venida de la Sorbona o el temblor de los canales de Venecia. El diálogo así se abrió también a la novela, porque teníamos cerca a Antonio Muñoz Molina y su deseo de recuperar la narrativa de Galdós frente al puro esteticismo antirrealista. Con Antonio publiqué un ensayo, ¿Por qué no es útil la literatura?, para defendernos de la trampa de la inutilidad celebrada por los bohemios y parnasianos. Se trataba, por el contrario, de celebrar una utilidad humana superior a la simple razón pragmática del utilitarismo económico. La vocación es aquello que uno no puede abandonar con el paso de los años. Además de algunos actos de censura escandalosa, hoy observo el trabajo silencioso de la derecha extrema para impedir la memoria histórica, devolver la palabra libertad a la ley del más fuerte y socavar los avances conseguidos en la igualdad de género y la libertad sexual. Llevaba años pensando que ya solo nos tocaba en España ser pasolinianos y luchar contra la mercantilización de los sentimientos y los cuerpos. Pero compruebo ahora que necesitamos volver a la defensa de los principios de la democracia para escribir contra los olvidos trágicos y las represiones sin pudor. Sigue siendo necesaria una reflexión poética sobre la conveniencia de otras sentimentalidades.

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Álvaro Salvador y la poesía de La otra sentimentalidad: nueve cuestiones para el siglo XXI Por Pablo Carriedo Castro

Catedrático emérito de Literatura Hispanoamericana y Española, Álvaro Salvador Jofre (Granada, España, 1950) ha sido uno de los promotores de La otra sentimentalidad. Ha formado parte de los consejos de redacción de las revistas Letras del Sur, Olvidos de Granada, La Fábrica del Sur y, actualmente, de las revistas Anales de Literatura Hispanoamericana y La estafeta del viento. Es autor de los ensayos: Para una lectura de Nicanor Parra (Universidad de Sevilla, 1975), Rubén Darío y la moral estética (Universidad de Granada, 1986), Introducción a la literatura hispanoamericana (coautor con Juan Carlos Rodríguez, Akal, 1987), El impuro amor de las ciudades (Visor, 2006), Las rosas artificiales (Fund. Genesian, 2003) y Letra pequeña (Cuadernos del Vigía, 2003) entre otras. Es miembro de la Junta Directiva de la Asociación Española de Estudios Literarios Hispanoamericanos y miembro de número de la Academia de Buenas Letras de Granada. Desde 2009 a 2022 ha sido miembro de la Junta Directiva del Ateneo de Granada.

Sus inicios en la poesía estuvieron muy ligados a lo que el profesor Francisco Díaz de Castro ha denominado el activismo poético y a la rebeldía. El lanzamiento de las revistas Tragaluz o Letras del Sur, el interesante Colectivo 77 de Granada, así como la publicación misma de sus primeros libros coincidieron con un periodo de profundas transformaciones históricas y sociales ¿Cómo recuerda desde hoy aquellos años en la década de 1970, los años

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de la transición y aquella ciudad de Granada? ¿Cómo cree que contribuyó esa atmósfera al posterior nacimiento de una propuesta tan innovadora como La otra sentimentalidad? Ciertamente aquellos años fueron muy importantes para mi formación y, por supuesto, para Javier Egea e incluso para Luis García Montero. Eran los momentos en los que España resucitaba de un largo letargo y a nuestra generación le tocó dar un paso al frente. Por otra parte, el mundo se transformaba gracias a la revolución juvenil. Nosotros tuvimos la suerte de contar con un maestro excepcional, el profesor Juan Carlos Rodríguez, que nos guió e impidió que nos equivocásemos en nuestros planteamientos. Todo en esos años entró en ebullición: la música, la política, la literatura, el arte y nosotros procuramos participar de todo, a pesar de que el régimen franquista todavía no había desaparecido. Sin duda, el germen de La otra sentimentalidad estuvo ahí en esos años de lucha y de ilusión. Hay, claro, otros muchos referentes en su poesía. Sin embargo, parece destacarse muy particularmente la influencia de dos autores decisivos para usted y para su grupo: la de Rafael Alberti y Jaime Gil de Biedma. ¿Qué supuso para ustedes esta conexión tan próxima e íntima? ¿Qué enseñanzas poéticas y humanas destacaría de su magisterio y su amistad para La otra sentimentalidad? Bueno, la conexión con Alberti y con Jaime es más tardía, de los años ochenta, cuando Javier, Luis y yo estamos trabajando ya en una poética para los nuevos tiempos. La amistad con Rafael supone, por una parte, el contacto íntimo con la gran poesía del siglo XX y, por otra, la relación directa con un héroe de la España perdida que nosotros admirábamos. Era un ejemplo


Álvaro Salvador (1980). Fotografía: Margarita Caffarena ©

vivo con el que podíamos compartir versos y vida. Con Jaime, la relación era algo diferente, porque, cronológicamente, estaba más próximo a nosotros, a nuestras circunstancias vitales, era más un compañero, aunque admirado y respetado. Jaime nos enseñó no solo a escribir sino a «estar» con dignidad y respeto en una sociedad cultural todavía bastante deficiente. Muy conectado con las teorías del profesor Juan Carlos Rodríguez, que escribirá el prólogo, su libro Las cortezas del fruto, de 1980, puede considerarse con todo rigor la primera realización poética de las tesis materialistas de La otra sentimentalidad. Su publicación supuso no solo una disolución en la «práctica» de las ya agotadas polémicas entre sociales y novísimos, sino también una inquisición de mucho más alcance a las dicotomías burguesas normativas en su más alto nivel: las tradiciones de la Ilustración y el Romanticismo, la división entre lo público (la razón, la economía, el trabajo) y lo privado (los sentimientos, la intimidad y el amor). ¿Qué pretendían intentando deshacer estas fronteras y qué consecuencias literarias tuvo para usted y su grupo la ruptura con estas dialécticas ideológicas?

Bueno, no me gustan las competiciones. Hay quien habla de que la primera manifestación de La otra sentimentalidad fue el Troppo Mare de Javier y el artículo que Juan Carlos le dedicó. La verdad es que ese artículo lo escribió Juan Carlos en otoño de 1980 y lo leyó en la Madraza en diciembre. Javier escribió su libro en el tiempo en que estuvo en La Isleta del Moro que creo fue el final del verano del 1980. Mi libro aparece en diciembre del 80 y es un libro que vengo escribiendo desde 1975 o 76, y el prólogo, tan famoso luego, que me dedica Juan Carlos se escribió en la primavera del 80, aunque vio la luz en diciembre. O sea que lo importante es que Javier y yo llevábamos años trabajando y los resultados se dieron en las mismas fechas. Lo que pretendíamos era hacer una poesía que hablara de nuestro tiempo, que emocionara con una sentimentalidad y una emocionalidad propias de nuestro tiempo, de los nuevos valores, distintos a los tradicionales, que se estaban abriendo paso, como la distinta manera de entender el amor, el patriotismo, la familia, la amistad o el trabajo. Era también un empeño personal, un trabajo por hacernos personas, por construir una identidad también acorde con nuestro tiempo. En sus textos teóricos, y en sus poéticas en el tiempo, los poetas de La otra sentimentalidad insisten constantemente en el carácter histórico de los sentimientos, una idea que usted asociaba ya en su manifiesto «De la nueva a La otra sentimentalidad», de 1983, al legado de Antonio Machado y su inolvidable Juan de Mairena. Me atrevo a pedirle que vuelva a explicar nuevamente en qué consiste esta propuesta de «fechar» los sentimientos poéticos y recuperar eso que T. S. Eliot llamaba el

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Pablo Carriedo Castro. Álvaro Salvador y la poesía de la otra...

sentido de historia. ¿Cómo influye en la construcción de sus poemas? Creo que la época en que nosotros elaboramos los ensayos para consolidar nuestra poética es lo suficientemente significativa de lo que defendíamos en ellos. Estábamos entrando en una nueva era de la historia de España y ya los jóvenes que, de algún modo, habíamos protagonizado la Transición vivíamos unos valores distintos a los de nuestros hermanos mayores: un modo diferente de entender el amor, la sexualidad, de entender el lugar de las mujeres en la sociedad, de entender la política, de entender la familia, de entender la necesidad de un ejército y otras instituciones. Y esto se estaba reflejando en el inconsciente colectivo, en los sentimientos, en las emociones y en el lenguaje. Los poemas lo que hacían era trasladar todo eso al papel, al ritmo de las palabras. Contra la espontaneidad y el impresionismo, uno de los rasgos más singulares y característicos de los poetas de La otra sentimentalidad ha sido siempre su cuidado y su atención a la calidad y a la inteligencia de los sentimientos que nos presentan a los lectores. Se advierte un trabajo muy meticuloso con el lenguaje y con las palabras, una detenida combinación de registros coloquiales y hablas cotidianas urbanas contemporáneas con los más altos discursos y referentes de la tradición lírica culta. En este sentido, ¿cuál ha sido su experiencia con el lenguaje? ¿Cómo diría que se relacionan los «poetas otros» con las palabras? ¿Qué consejos podría dar a los jóvenes autores? Lo más importante en relación con el lenguaje es tener la idea clara de que el lenguaje es un medio, un instrumento. Si se empieza a creer en la inmanencia del lenguaje o en la trascendencia se empieza a perder de vista lo principal: que la poesía es una elaboración, un artificio histórico hecho con lenguaje. A partir de aquí, lo importante es aprender a manejarlo y para eso hay que estudiar y leer toda la poesía que se pueda. Ahora bien, la comprensión de que se trata de un medio y la poesía un artificio nos lleva a no despreciar otras producciones, otros vehículos, otros medios que pueden contener poesía y de hecho lo hacen. No existen géneros menores, como nos enseñan Lorca, Alberti, Gil de Biedma o Vázquez Montalbán: existen productos artísticos bien

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hechos o mal hechos. En el lugar que menos se espere puede haber un yacimiento poético o literario. Desde muy temprano se aprecia en su obra el alto relieve que adquiere el erotismo, un contenido suyo favorito y constante en su escritura y en el que parecen coincidir algunas de sus preocupaciones poéticas más importantes. No obstante, si en los años setenta y ochenta el arte y la poesía eróticos parecían implicar una genuina reivindicación de la libertad individual frente a la moral tradicional, hoy parece suceder el fenómeno contrario. ¿Cómo valora desde sus versos estas transformaciones? ¿Qué espacio queda en su opinión para el erotismo en la sociedad de la tecnología, las redes sociales y las aplicaciones digitales? Es verdad que cuando uno comienza a escribir lo hace para que lo quieran los demás, para que lo quiera su familia, sus amigos o las personas que son objeto de su deseo. Más tarde se va comprendiendo que la pulsión sexual y su desarrollo posterior tienen mucho que ver con la construcción de una identidad, de una subjetiviÁlvaro Salvador (1983). Fotografía: Javier Algarra ©


dad. Y desde esa comprensión y preocupación, se insiste en el tema poética y vitalmente. Por esa razón es por la que el erotismo y la sexualidad, bien entendidos, fueron revolucionarios en los años setenta. Pero yo pienso que, bien entendidos, son todavía revolucionarios a día de hoy. Los jóvenes están haciendo una bandera de estas cuestiones a través de la cultura queer, la negación a adscribirse sexualmente, el poliamor, la familia monoparental o la mutiparental, la fluidez en las opciones sexuales, etc. A pesar de que el capitalismo intente manipular todas estas opciones con sus trampas mediáticas en los medios, las redes o los discursos cultos. De todos modos, yo pienso que hasta que no haya libertad sexual completa, el capitalismo seguirá manipulando y condicionando las libidos de los muchachos y muchachas de las nuevas generaciones. Se ha hablado mucho de la disolución de La otra sentimentalidad y su posterior integración en el movimiento de la «poesía de la experiencia», y lo cierto es que resulta una conexión muy confusa en muchos sentidos. ¿Cómo se relacionan en su opinión La otra sentimentalidad y la poesía de la experiencia? ¿Cuál ha sido la aportación de este movimiento al conjunto de la literatura española contemporánea? Pienso que La otra sentimentalidad era —y es todavía— una propuesta más rica que la de la experiencia, que fue una especie de cajón de sastre en la que cabía todo. Además, el término se empleó mal por parte de gacetilleros que tomaron algunas frases de Gil de Biedma para definir a una serie de poetas españoles que escribían de un modo parecido. Muy poca gente había leído el libro de Langbaum o los ensayos de Gil de Biedma. Nosotros rompimos la baraja frente a los novísimos y eso lo aprovecharon otros que vinieron después o simultáneamente, pero sin arriesgarse. Lo de la experiencia era un membrete, una etiqueta, La otra sentimentalidad implicaba una concepción del mundo también «otra». Aunque se prefigura ya en libros como La condición de personaje, de 1992, o en Ahora todavía, de 2001, su obra encara ya el siglo XXI dibujando una nueva voz poética: el outsider, el extraño o el «extranjero de sí mismo», tan

característico de sus últimas entregas. Me pregunto si el perfil de ese outsider tiene que ver con ese proceso de disolución de La otra sentimentalidad. ¿Cómo llegó a construir esta voz, a qué obedece? ¿Cree que se dibujan hoy en día caminos más individuales en la poesía española reciente? Bueno, pienso que yo he sido un outsider siempre. De pequeño creía que, cuando los mayores se iban de la habitación en donde yo estaba, desaparecían. Eso me educó en las escenografías y los espacios como escenarios. Nunca me gustó destacar. Cuando fui por primera vez el primero de mi clase, dejé de esforzarme por repetirlo. No solo por vagancia —que también— sino porque ya no me interesaba. Nunca me ha interesado destacar, y menos cuando me di cuenta del poder que podía implicar eso y lo que se podía dañar a los demás. Preferí estar siempre entre bambalinas, en un segundo término, en vuelo rasante. Si la temática ha aparecido con más fuerza en los últimos años, quizá sea porque forma parte de esa construcción de mi subjetividad o mi leyenda. Ha sido un modo de ser poeta o escritor, una elección consciente. Todos los poetas de La otra sentimentalidad de Granada y usted mismo han insistido siempre en la necesidad de conectar la literatura a la vida, el arte a nuestra historia, a la vez advirtiéndonos, sin embargo, que «la poesía es mentira»: un «hermoso artificio» no exento de riesgos. Para terminar, quisiera preguntarle en qué se parecen y en qué se diferencian, en su opinión, la experiencia de la vida y la experiencia de la poesía. Si la tiene, ¿cuál es la utilidad de la escritura y la lectura de versos en nuestros días? Para mí la poesía ha sido siempre una especie de terapia. Sin poesía no podría vivir, pero tampoco le doy más importancia de la que tiene: un recurso, una medicina, un consuelo, una satisfacción, un placer. La vida tiene otros muchos componentes parecidos que acompañan a la poesía. Por ser poeta no voy a despreciar un buen partido de fútbol, ni una conversación con amigos, ni una frivolidad. Todo alimenta y todo ayuda frente a los reveses que la vida nos tiene reservados cada día. Para mí son dos realidades paralelas que caminan en mi vida al mismo paso. Ni más ni menos.

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Un poema olvidado e imprescindible en Paseo de los tristes Por Rubén Ortega Jiménez Volver a una ciudad donde las pisadas suenan a música de réquiem, donde los ojos tienen el brillo indeciso de los náufragos, donde las palabras enfermas de explotación padecen el síndrome de la soledad, donde las letras de tango nacen en las ojeras grises de un alba sin amor y los autobuses coronan la manzana podrida del expolio es volver a una ciudad que vio nacer a La otra sentimentalidad. A finales de los setenta y principios de los ochenta surge en Granada un grupo de poetas que se caracterizan por ofrecer una propuesta poética radicalmente distinta a lo establecido. Como señala Juan Carlos Rodríguez en la obra que recoge los textos sobre estos autores, Dichos y escritos (Sobre «La otra sentimentalidad» y otros textos fechados de poética), no es casualidad ni el tiempo ni el lugar, pues en una ciudad que había luchado tanto durante el franquismo ahora se veía envuelta en el embrujo de la posmodernidad y el frío de la explotación. Se empieza a forjar una necesidad de transformación, sobre todo en aquellos que comienzan a verle las orejas al lobo y comprenden que ese cambio prometido con la democracia no iba a cambiar nada, al igual que narra Juan Marsé en Un día volveré: «nos están cocinando a todos en la olla podrida del olvido, porque el olvido es una estrategia del vivir —si bien algunos por si acaso aún mantenemos el dedo en el gatillo de la memoria». Y, en definitiva, se trataba de eso, de mantener el gatillo en la memoria, no olvidar la historia y afrontar la vida, analizarla desde una óptica distinta, sin ocultar sus miserias. La herencia combativa que habían dejado los escritores del cincuenta y anteriormente autores como Rafael Alberti y Miguel Hernández —por citar sólo algunos— seguía estando viva, pero una vuelta de tuerca se antojaba necesaria:

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recordando la historia y pensando en el futuro. Como señala Luis García Montero, los poetas granadinos lectores de Antonio Machado y su Juan de Mairena habían establecido la palabra otra sentimentalidad en lugar de nueva sentimentalidad, pues lo que se pretendía era una historia otra, la búsqueda de un mundo diferente.

Justo Navarro, Javier Egea y Jiménez Millán (Málaga, 1987). Fotografía: Archivo Jiménez Millán ©

Gracias al magisterio de Juan Carlos Rodríguez, aquellos años se hacen fundamentales y surgen títulos imprescindibles como Tristia, Troppo mare, Paseo de los tristes, El jardín extranjero, Las cortezas del fruto, etc. Títulos que son parte de la historia de la ciudad y a su vez esta fue fuente de inspiración en los poemas. Luis García Montero, por ejemplo, escribe en Sonata triste para la luna de Granada: «Esta ciudad me mira con tus ojos, / parpadea / porque ahora después de tanto tiempo / veo otra vez el piano que sale de la casa / y me llega de forma diferente, / huyendo del salón, / abordando las calles /


de esta ciudad antigua y tan hermosa, / que sigue solitaria como tú la dejaste, / cargando con sus plazas, / entre el cauce perdido del anhelo / y el abrigo del mar». Como veremos a continuación, la ciudad cobra una especial importancia en la obra de Javier Egea Paseo de los tristes, pero no desde la idealización de los románticos (Ganivet, Irving o Ford), ecos que, en definitiva, se observan en los primeros poemas de Javier, sino atendiendo a una apuesta poética centrada en la reflexión personal y en el plural de las aspiraciones colectivas. Hoy vamos a analizar un poema de Javier Egea de Paseo de los tristes que da muestra del ejercicio a la hora de afrontar los argumentos vitales de nuestra realidad histórica y llevarlos al papel. El poema dice así: «Tú me dueles, amor, pero te canto / y es el gusano que en la carne horada, / no torbellino sino abrazo lento, / sí razón o temor, sí bárbaro camino». El poema puede pasar desapercibido entre los muchos y sugerentes textos que conforman el libro como Otro Romanticismo, Sobre el Papel o Paseo de los tristes, pero es crucial para entender las líneas poéticas sobre las que se construyen los poemas de La otra sentimentalidad. Parémonos un segundo a analizar el poema. Ya en el primer verso nos anuncia varios elementos clave de la tradición literaria: el amor y el canto. Desde que el hombre tiene en su poder la herramienta del lenguaje le ha entonado al amor, un concepto intemporal (aunque incluso podríamos matizar que, si rastreamos la tradición literaria, son muy pocos los temas que se tratan: amor, soledad, muerte, etc.) y, por otro lado, tenemos el canto, el poeta le habla, le escribe, le canta al amor, y ese cantar al amor es desde el dolor, la otra pieza del triángulo y a la cual volveremos en el cierre del poema. Son solo tres elementos conectados en un verso: dolor, amor y canto, pero que ya nos dicen mucho y nos llevan inevitablemente a esos versos magníficos de Troppo mare: «Lo que pueda contaros / es todo lo que sé desde el dolor / y eso nunca se inventa». El libro, como bien nos anuncia desde este comienzo, será un paseo por los aspectos cotidianos del ser humano y Egea, no ajeno a esas necesidades vitales atravesadas por el frío de la explotación, ahondará en ellos poniendo en relieve una mirada distinta para sacar a la luz las contradicciones. Si continuamos con el poema, ese penetrar en las profundidades pantanosas de lo cotidiano nos lo cuenta con los versos siguientes, donde pone sobre el papel la imagen del gusano que se introduce en la carne, en la manzana, pero no se realiza este acto rasgando la piel,

con saña, sino desde la ternura, como un abrazo lento. Aquí de nuevo tenemos otra clave —el libro en sí mismo es un catálogo de referencias y guiños— que nos conecta con Antonio Machado, señalado en líneas anteriores, y su otra/nueva sensibilidad, pues esa ternura, esa sensibilidad se convierte en un arma combativa, en un acto de rebeldía. En definitiva, estos versos son una metáfora, una imagen magnífica sobre el proceso creativo y de análisis del poeta para escribir su poesía, el medio eficaz por el que irán saliendo a la luz los poemas que conforman el libro. Finalmente, el poema cierra describiendo el itinerario que transitaremos una vez desplegados los mapas de la ciudad y las relaciones cotidianas que en ella se producen, relaciones al cabo impregnadas por el matiz de lo imposible, puesto que hasta el calor humano se antoja imposible, como bien nos lo señala Egea en el poema que sucede a este, donde «Ellos, los asesinos», son capaces de llegar hasta las sábanas, adentrarse hasta lo más profundo del ámbito privado, hasta el punto neurálgico de las relaciones íntimas: «El hambre por las sábanas / se agazapaba oscura como un cepo». Javier nos mostrará esa realidad como un bárbaro camino donde se hacen evidentes los efectos de la realidad histórica. Asumido el capitalismo como la vida misma, la vida como explotación diaria, no es posible evidenciar estas cuestiones si no es en los resultados que esta ideología produce en las relaciones sociales. La otra sentimentalidad era consciente de ello y desde ahí partió su práctica poética. En suma, un poema introductorio lleno de matices y palabras precisas que nos muestra, por medio de la imagen del gusano atravesando la manzana, el proceso a través del cual se trabajan los temas y se analizan los efectos de la explotación en las relaciones humanas. Un ejemplo, además, de la maestría y la calidad poética de Javier Egea, capaz de conformar un libro que como arma combativa no tiene parangón; si Troppo mare ya nos lo anunciaba, Paseo de los tristes nos resolvió cualquier tipo de duda. Nos encontramos en los años que van del 79 al 83 y que representan la cima en la práctica poética de Egea, bien por la lucidez en la producción literaria como por el ambiente que se formó y que tenía como punto de encuentro La Tertulia. Síntoma de esa buena relación, compromiso y trabajo nos quedan sus escritos, así como los continuos guiños y dedicatorias en los textos de unos y otros: «A Luis García Montero y a todos los que trabajan por ese tiempo diferente y a Javier Egea, cómplice de estupor».

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La otra sentimentalidad y yo Por Ángeles Mora A comienzos de los años ochenta muchas de las poetas españolas que empezamos a publicar por entonces tuvimos un firme propósito: escapar del lugar impuesto por la ideología burguesa tradicional, que había situado a la mujer-poeta en el espacio del sentimiento, de la sensibilidad, reservando para el hombre el de la razón. El separar en un grupo al margen a las «poetisas», no permitiéndoles que al escribir se saliesen de los temas y términos propios de una mujer, fue una «condición» para que se aceptara socialmente en el siglo XIX que las mujeres publicaran poemas (Susan Kirkpatrick analiza magníficamente estas cuestiones en su libro Las románticas, a propósito de las primeras escritoras españolas que tuvieron conciencia de serlo). Esto, en mis comienzos, no se había borrado plenamente del inconsciente que funcionaba en nuestro mundo literario (y todavía hoy no está absolutamente desterrado). Porque las poetas españolas de aquellos años queríamos ser poetas, no musas, queríamos ser amantes, no amadas, queríamos poder hablar en nuestros poemas de cualquier tema y no de los considerados propios de mujer… En una palabra: queríamos ser sujetos no objetos de la poesía. Quizá por eso buscamos en nuestros poemas un lenguaje más libre y desinhibido con esas claras intenciones: ser sujetos de nuestro amor y hablar de nuestro deseo sin sublimarlo. De ahí quizá la sensualidad y el erotismo que se puede encontrar en la poesía de gran parte de las poetas españolas de mi generación. Algo que continúa por supuesto, «corregido y aumentado», en la actualidad. Queríamos tomar las riendas de nuestra poesía, una poesía que no tenía que considerarse ni situarse al margen de la de los hombres, pudiéndose hablar en todo caso de dos miradas poéticas. Y queriendo, desde luego,

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entrar en el ámbito de la razón y ser sujetos poéticos. Sin que esto signifique que no pudiéramos ocupar muchas veces ese otro «lugar femenino» impuesto para destruirlo desde dentro con la ironía… Un proceso que yo comencé —en la escritura— a partir, sobre todo, de La canción del olvido, aunque ya en mi primer libro se puede rastrear de forma algo más inconsciente. Cuando llegué a Granada, a principios de los años ochenta, me sentí ideológicamente cercana a un grupo de poetas que me hablaron de una práctica poética a la que llamaban «La otra sentimentalidad». Una poesía escrita desde ciertos presupuestos materialistas y que trataba de transformar en el discurso la manera de concebir la vida. Me refiero a Álvaro Salvador, Javier Egea y Luis García Montero. Me atrajo aquella propuesta desde el principio y mucho más cuando llegué a la Facultad de Filosofía y Letras con la intención de estudiar Filología hispánica, donde el grupo se puede decir que tenía su base en torno a Juan Carlos Rodríguez, que era o había sido profesor de todos ellos y que también lo fue mío. Pronto me sentí identificada con aquella manera de entender la poesía y con la idea de «la radical historicidad de la literatura» (Juan Carlos Rodríguez). Teresa Gómez y yo, que éramos compañeras en la Facultad, creíamos que las mujeres teníamos algo que decir dentro de ese afán de transformación en la vida y en la poesía. Era la época en que ya había escrito mi primer libro, Pensando que el camino iba derecho, y estaba comenzando La canción del olvido; mientras que Teresa Gómez escribía los poemas de su libro Plaza de abastos. Más tarde se nos unió Inmaculada Mengíbar, con Los días laborables. En la Facultad también conocí a compañeras y compañeros que igualmente compartían esas ideas, como José Antonio García Sánchez u otros profesores que sentimos cercanos Teresa y yo: Ángela Olalla o Andrés Soria.


La «radical historicidad de la literatura», esa cuestión básica en el pensamiento de Juan Carlos Rodríguez, eso de que los sentimientos son históricos y por lo tanto se pueden cambiar, fue el principio. El ser humano (hombre-mujer) no es solo naturaleza, sino sobre todo historia. El pensamiento no es solo evolución sino ruptura: una lluvia de ideas que me iluminó desde el principio. Desde luego que La otra sentimentalidad fue también para mí una puerta abierta por donde me llegó la luz que necesitaba para escribir, para pensar, para vivir, para tratar de encontrar mi identidad. La poesía se convirtió en una forma de desmontar un yo, de construir mi verdadero nombre a partir del que me habían dado. De eso trataba mi poema «El infierno está en mí», del libro Contradicciones, pájaros. Pero hablemos de las mujeres poetas de La otra sentimentalidad. En principio fuimos Teresa Gómez y yo. Después llegó Inmaculada Mengíbar. Solo tres mujeres: ¿aportamos algo como mujeres a esa práctica poética? A veces me han preguntado por qué ninguna poeta mujer aparecía como poeta de La otra sentimentalidad. Evidentemente porque por entonces Álvaro Salvador, Luis García Montero y Javier Egea ya eran poetas en cierto modo reconocidos y nosotras estábamos empezando. Se puede comprender lo que pasó, aunque yo sí había publicado mi primer libro y tenía el segundo, no sé si acabado o a punto de acabar. Ambos tuvieron una buena acogida y cierto reconocimiento: Pensando que el camino iba derecho (1982) y La canción del olvido, que no se publicó hasta 1985. Mi tercer libro, La guerra de los treinta años, recibió el Premio Rafael Alberti de poesía en 1989 y fue un libro importante en mi trayectoria. Teresa Gómez escribió un libro magnífico y muy representativo de La otra sentimentalidad, Plaza de abastos, que tuvo una larga historia como «manuscrito» (aunque en parte había sido publicado y premiado en

una revista literaria de la Diputación granadina). Un libro que incluso fue presentado, muy elogiosamente, por Juan Carlos Rodríguez cuando parecía inmediata su publicación, pero que, por ciertas miserias pueblerinas, finalmente no fue editado. Entonces durmió en un cajón, mientras parte de sus poemas circulaban de mano en mano, antes de ser publicado, mucho después (celebrando los cuarenta años de La otra sentimentalidad y con bastante expectación) por la editorial sevillana Fundación José Manuel Lara, en su colección Vandalia (2022). La poesía de La otra sentimentalidad siempre huyó de la separación burguesa entre lo público y lo privado, que en realidad no existe. El amor no pertenece solo a la esfera de lo privado, el amor está en la calle, en medio de ese mercado sombrío donde se vende nuestra vida. Ese es el espacio de la lucha. Tal vez convenga sacar nuestro amor a la plaza pública. Por eso, como decía, el libro que por entonces escribió Teresa Gómez se titulaba Plaza de abastos. Tal vez nuestro amor se convierta así en el espacio de las preguntas, de la reflexión y el encuentro. Se trataba, se trata, de construir otro tipo de relaciones sociales que no se basen en la explotación. Aquella sentimentalidad distanciada por la ironía y el pensamiento, aquel análisis de nuestra propia vida y de la vida desde la historicidad cotidiana de nuestros sentimientos (los sentimientos son históricos y por lo tanto se pueden cambiar) me pareció la forma más cercana a mi sensibilidad poética y a mi manera de entender la poesía. Y también quiso ser una forma de rebeldía. En un mundo cada vez más duro, más injusto, con una moralidad falsa, lleno de convenciones hipócritas, buscábamos otra manera de sentir y de escribir que se correspondiera con otra manera de pensar, lejos de la moral tradicional y, como ya he dicho, de la separación entre lo público y lo privado, la razón y la sensibilidad.

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Ángeles Mora. La otra sentimentalidad y yo

Queríamos analizar desde los sentimientos, desde la intimidad, la vida y nuestra vida. Así el amor no se quedaba solo en el ámbito de lo privado (mi cuerpo es político, dijo también el movimiento feminista), por eso una poesía sentimental así entendida era también una forma de lucha, de hacer política.

Ángeles Mora y Juan Carlos Rodríguez. Fotografía: Chema del Río ©

Hay una contradicción curiosa: siempre se nos ha considerado a las mujeres como «propiedad privada» de alguien (del sistema familiar, sobre todo) pero a la vez se nos ha negado nuestra propia «intimidad» personal. Éramos solo las guardianas de la propiedad de los otros (la casa, etc.). Esa ha sido una batalla que continúa. La lucha por la conquista de una intimidad histórica es clave en la poesía de La otra sentimentalidad. Hay algo de épica subjetiva en mi sustrato poético. Aunque está claro que la poesía es impotente para transformar algo «socialmente», sí interviene en el lenguaje, que es siempre un lenguaje manchado por el poder y el mercado. La lucha cotidiana en busca de una vida plena es una temática muy presente en la literatura. No olvidemos el tópico del amor y la vida como guerra, como continua confrontación con uno mismo y con los demás. Ese tópico funcionó plenamente en mi libro La guerra de los treinta años, que fue un libro de amor, de lucha, de canto a la libertad. Por supuesto, el sentimien-

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to de impotencia está unido a la derrota en que acaban muchas de nuestras «luchas», literarias o vitales. Otra manera de darle peso y sentidos, más que sentido, a los poemas, otra práctica que me ha gustado utilizar es «abrir» los poemas a la tradición literaria, renovarla con ciertos guiños, jugar con ella. Y por otra parte «abrir» también los poemas a los ámbitos culturales que más me influyen: la música, el cine, etc. Todo forma parte del texto y llena de vitalidad, de sentido y sentidos al poema, que se abre, que piensa y que nos habla, nos enriquece mientras que se enriquece. Porque para mí siempre la poesía ha sido una manera de pensar, de construir mi pensamiento en la escritura, una permanente interrogación sobre la vida, sobre el mundo y mi manera de relacionarme con lo que me rodea, desde la conciencia histórica de la explotación, que suele ser doble para las mujeres. Vivimos en un mundo de explotación física y psíquica que duele. A veces creo que escribo desde dentro de una situación como la del poema de Montale: «Forse un mattino andando in un’ aria di vetro, / arida…» y pienso que la vida debería poder más que el sistema, y que la libertad no se tiene sino que se conquista. Claro que he escrito muchos poemas de vidrio, pero me parece que (a pesar del insomnio), el calor y la ternura (más o menos distanciada) se imponen en mi poesía. Antes de terminar estas, quizás deslavazadas, reflexiones sobre mi poesía y la poesía de La otra sentimentalidad, no quiero olvidar lo que como mujer y poeta debo a mi relación con Juan Carlos Rodríguez, o sea: la pasión más grande, las conversaciones más largas en la madrugada, las emociones más intensas, los versos más vividos. Aprendí gran parte de lo que sé hablando con él. Y me animaba continuamente para que escribiera. Me potenciaba, me impulsaba. Y siempre, frente a mi inseguridad, trataba de convencerme de lo que él llamaba «tu enorme capacidad poética». Mantuvo una fe muy grande en mi escritura que me ayudó mucho y me dio confianza. Eso de tener el maestro en casa fue un privilegio que me enriqueció. Sus planteamientos teóricos básicos los he bebido casi sin darme cuenta, día a día. Me los ha transmitido casi por ósmosis… Y sin duda me ha legado también ese rastro de cariño y admiración que fue dejando con sus clases, sus libros. Y el tesoro de sus no muchas, pero grandes amistades.


Compañero de viaje (en torno a La otra sentimentalidad) Por Antonio Jiménez Millán La propuesta de La otra sentimentalidad tiene, para mí, un claro vínculo con la Transición española. A finales de la década de los setenta no se hablaba todavía de la memoria histórica, pero es entonces cuando se empieza a reivindicar la cultura de la II República, censurada durante la dictadura franquista. El primer homenaje permitido (con reservas) a Federico García Lorca (Fuentevaqueros, 5 de junio de 1976) fue un logro de los sectores progresistas de Granada, en el marco general de la lucha por las libertades democráticas, la amnistía y la legalización de los partidos políticos. En la comisión organizadora estuve yo, que aún era estudiante del último curso de carrera, y estuvo mi maestro Juan Carlos Rodríguez, cuya influencia resultó decisiva en la teoría de la literatura y en la renovación literaria de los años ochenta: baste con recordar su prólogo a Las cortezas del fruto (1980), de Álvaro Salvador. También en 1980, en el Palacio de la Madraza, Juan Carlos Rodríguez hizo dos presentaciones memorables dentro del Aula de Poesía dirigida por Álvaro Salvador y José Heredia Maya: en abril de 1980, a Jaime Gil de Biedma, y en noviembre del mismo año, a Javier Egea, que leyó por primera vez en público su poema «Troppo Mare», un texto clave no solamente en su trayectoria, sino en los orígenes de La otra sentimentalidad. Yo había sido alumno de Juan Carlos Rodríguez en el curso 1974-1975, cuando la editorial Akal publicó un libro que hoy, cincuenta años más tarde, sigue siendo imprescindible: Teoría e historia de la producción ideológica. Las primeras literaturas burguesas. También asistí a los cursos monográficos que impartió el profesor en esa época, base de sus trabajos «Poesía de la miseria / Miseria de la

poesía» (1980) y La poesía, la música y el silencio (De Mallarmé a Wittgestein) (1994). El fracaso del golpe de estado del 23 de febrero de 1981 y la victoria indiscutible del PSOE en las elecciones generales de octubre de 1982 dieron la impresión de que por fin se dejaban atrás el miedo y la inseguridad para dar paso a una nueva ilusión colectiva. Lo resumía bien Ángeles Mora en un texto muy posterior, dedicado a Javier Egea: «Por aquel tiempo, a principios de los ochenta, se respiraba en Granada un aire especial, una especie de eufórico y quizá ingenuo vitalismo. Parecía que inevitablemente el mundo iba a cambiar, que algo distinto tenía que suceder. Que llegaría otra forma de amar, de vivir, de escribir». Yo me había trasladado a Málaga para dar clase en la Facultad de Filosofía y Letras en octubre de 1976, pero durante muchos años viví entre dos ciudades, puesto que iba casi todos los fines de semana a Granada y no dejé de participar en lecturas poéticas, actos culturales y ediciones como Granada Tango (1982), que promovió Horacio Rébora desde La Tertulia, un local donde Luis García Montero y Javier Egea leyeron el Manifiesto Albertista, homenaje al gran poeta de la generación del 27 con el que nos unió una sólida amistad en la década de los ochenta (de lo que ocurrió después no voy a opinar aquí). A la poesía de Rafael Alberti habíamos dedicado Andrés Soria Olmedo y yo sendos trabajos de investigación; también lo haría, a mediados de los ochenta, Luis García Montero. En 1983, Luis García Montero, Alvaro Salvador y Javier Egea publicaron una breve edición, La otra sentimentalidad, con dos textos programáticos que, después de remitir a las palabras de Juan de Mairena / Antonio Machado (una nueva poesía lleva consigo no una nueva sensibilidad —y recordemos que ésta era la expresión utilizada por Josep Maria Castellet en el prólogo a

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Antonio Jiménez Millán. Compañero de viaje (en torno a la otra...

Nueve novísimos poetas españoles (1970)—, sino una nueva sentimentalidad), cuestionaban las distinciones entre intimidad e historia, razón y sentimiento, y proponían «otro romanticismo» (título de un poema de Paseo de los tristes, de Javier Egea), otra moral. El texto de Luis García Montero lo expresaba de esta forma: «Cuando la poesía olvida el fantasma de los sentimientos propios se convierte en un instrumento objetivo para analizarlos (quiero decir, para empezar a conocerlos) […]. Y no importa que los poemas sean de tema político, personal o erótico, si la política, la subjetividad o el erotismo se piensan de forma diferente […]. Este cansado mundo finisecular necesita otra sentimentalidad distinta con la que abordar la vida. Y en este sentido la ternura puede ser una forma de rebeldía». «Todo lo admitido por el recuerdo forma parte del presente», escribía también García Montero, y Javier Egea formulaba su «Poética» a través de una paráfrasis del célebre poema de Juan Ramón Jiménez («Vino primero frívola —yo niño con ojeras— / y nos puso en los dedos un sueño de esperanza / o alguna perversión... // […] Porque a pesar de todo nos hicimos amigos / y me mantengo firme gracias a ti, poesía, / pequeño pueblo en armas contra la soledad»).

Javier Egea, Jiménez Millán y Rafael Alberti (Cádiz, 1983). Fotografía: Álvaro Salvador ©

Yo participé en varias lecturas e hice distintas presentaciones —en Granada, en Málaga, en Cádiz, en Almería, en Madrid— con Álvaro, Javier y Luis. No

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sé si, de haber residido en Granada, hubiese firmado también esa propuesta; es una hipótesis, y yo prefiero la condición de compañero de viaje, tan apreciada por Jaime Gil de Biedma, otra de nuestras referencias cercanas. El homenaje que la revista Litoral le dedicó en 1986 lo coordinamos Álvaro, Luis y yo. Compartí la admiración por Antonio Machado, Rafael Alberti, Jaime Gil de Biedma, Ángel González y Pier Paolo Pasolini, muy presente este último en Las cortezas del fruto, de Álvaro Salvador (ahí se le dedica un poema a raíz de su asesinato, en 1975), en El jardín extranjero, de Luis García Montero, en Paseo de los tristes, de Javier Egea, y en mi extenso poema «Jardín inglés», incluido en Restos de niebla. Además de estos últimos títulos citados, se sitúan en la línea de La otra sentimentalidad Troppo mare, de Javier Egea, Diario cómplice, de Luis García Montero, El agua de noviembre, de Álvaro Salvador, y mi libro Ventanas sobre el bosque, publicado a finales de 1987 pero escrito entre 1983 y 1985. Y la nómina se amplía si tenemos en cuenta a Benjamín Prado (Un caso sencillo, Asuntos personales), Ángeles Mora (La guerra de los treinta años, La dama errante), Teresa Gómez (Plaza de abastos, que permaneció inédito hasta 2022) e Inmaculada Mengíbar (Los días laborables). Todos estos nombres (y el mío) figuran en la edición de Francisco Díaz de Castro La otra sentimentalidad. Estudio y antología (Sevilla: colección Vandalia, 2003) y en la muy reciente de Pepa Merlo y Félix Martín Gijón La otra sentimentalidad. Antología (Granada: El Envés Editoras, 2023); a casi todos les dedicaba atención Juan Carlos Rodríguez en Dichos y escritos (Sobre «La otra sentimentalidad» y otros textos fechados de poética) (Madrid: Hiperión, 1999), y también incluyó a poetas que, siendo discípulos suyos, seguían otras opciones estéticas, caso de Justo Navarro, José Carlos Rosales y —el más joven de todos— Luis Muñoz. A partir de 1985, la colección Maillot Amarillo, de la Diputación de Granada, fue publicando libros de los autores citados, que también colaboraron en la revista Olvidos de Granada, dirigida por Mariano Maresca. El diseño de estas ediciones estuvo a cargo de Juan Vida, un artista de referencia que desde el principio tuvo claras vinculaciones con La otra sentimentalidad y con las diferentes iniciativas literarias que surgieron en Granada. Hubo también ciertas reservas por mi parte al leer los textos programáticos de La otra sentimentalidad,


publicados en la prensa y reunidos después en la edición de Los Pliegos de Barataria (Granada: Ed. Don Quijote, 1983); me pareció entonces (ahora, en la distancia, mucho más) que el alcance de las propuestas iba demasiado lejos o, dicho de otra manera, que el componente utópico no se ajustaba a las posibilidades reales, dentro de la identificación entre literatura y vida que subyacía al proyecto. En el texto de Luis García Montero se leía que «[r]omper con la sensibilidad que hemos heredado significa también participar en el intento de construir una sentimentalidad distinta, libre de prejuicios, exterior a la disciplina burguesa de la vida» (subrayado mío). El texto de Álvaro Salvador iba más lejos: «Cuando la vida y sus relaciones no sólo se conciben de otra manera, sino que también se “viven” de otra manera, cuando el sentimiento de la patria no sólo cambia, sino que desaparece y se convierte en un sentimiento internacionalista, cuando el sentimiento de la paternidad desaparece porque no se entiende la sociedad falocrática, ni las relaciones amorosas o filiales como una moral [...], entonces puede hablarse de otra sentimentalidad, de otra poesía». Javier Egea no escribió ningún texto teórico y prefirió insertar un soneto, la «Poética» que antes citamos. Su enfoque de las relaciones amorosas, basado en la propuesta de «otro romanticismo», tiene muy en cuenta la explotación y el egoísmo inherentes al sistema capitalista, al que también se vincula un sentimiento casi obsesivo de soledad. Se nota especialmente en la sección «Renta y diario de amor», de Paseo de los tristes, y en algunos poemas extensos de este libro: «No es posible saber, cuando todo enmudece / y la vida se ha vuelto una sórdida esquina, / si nos falló el presentimiento / o será que el mercado nos fue tragando / con sus comadres y su algarabía [...]. // Será que llevaremos inevitablemente / un lenguaje podrido que amarga el paladar / y te pone a escupir en mitad de la urgencia, / cuando toda la historia apenas si consiste / en decirnos que sí, que nos amamos». En su siguiente libro, Raro de luna (1990), Javier Egea abordó una apuesta más radical a través de la indagación en el inconsciente, lo que le condujo a recuperar procedimientos afines al surrealismo (tuvo muy en cuenta Chambres, de Louis Aragon, pero también Sobre los ángeles, de Rafael Alberti, y Poeta en Nueva York, de Federico García Lorca) y figuras procedentes del imaginario romántico (la leyenda del vampiro). En el fondo, no hacía más que profundizar

en la línea teórica de Juan Carlos Rodríguez, en su fijación sobre el inconsciente ideológico, y así la escritura de Raro de luna estuvo muy relacionada, sobre todo en las secciones centrales «Príncipe de la noche» y «Las islas negras», con un proceso psicoanalítico que el autor siguió en Málaga desde febrero a junio de 1987.

Jiménez Millán con Francisco Díaz de Castro y Ángel González. Fotografía: Archivo Jiménez Millán ©

Pero yo tampoco me puedo considerar ajeno a esa (excesiva) dimensión utópica. En el libro Ventanas sobre el bosque (1983-1985), iniciaba un poema de esta forma: «Antes de que llegaras, / fue la nuestra una historia de dominio / y posesión. Tú eres más joven...». Corría el año 1984. Ahora me hace sonreír el optimismo de aquellos versos, mucho después de que acabara esa historia que no evitó ni el dominio, ni la posesión, ni los celos, y que acabó de manera lamentable, como tantas otras relaciones. De la vieja sentimentalidad quedaban muchas rémoras, muchos comportamientos que duraban siglos y no iban a cambiar de la noche a la mañana. Y no olvidemos que la mayoría de los asuntos que se pusieron a debate en los ochenta siguen hoy en el centro de la actualidad: el nacionalismo, las relaciones paternofiliales, el amor y el erotismo —y su mercantilización—, el carácter histórico —no eterno— de los sentimientos, los derechos de la mujer en el ámbito social (y laboral)... Hay que contar, sin duda, con la mirada y la voz que aportaban las mujeres poetas, en un momento en que la perspectiva feminista se sumaba a la dimensión

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histórica de la literatura, de la poesía. Véase el final de un poema de Ángeles Mora, «Aimez-vous Brahms?», incluido en el libro La guerra de los treinta años: «Ya no se trata de ser los dos en uno, / sino uno en dos, / en mil [...]. // La vida es sólo transformar la vida. / Porque todo es más viejo, todo, / pero todo es más nuevo, todo, / a la luz indomable de la historia». En este sentido, la autora se expresa de manera diáfana en la muy reciente edición de su poesía completa, Quién anda ahí. Poesía reunida (1982-2024) (Barcelona: Tusquets, 2024): «He tratado de escribir poesía feminista y materialista en el sentido de plasmar en los poemas nuestra cotidianidad con sus contradicciones y alcanzar un yo que pueda considerar propio y libre». Ese yo propio y libre daría para hablar sobre la evolución del personaje poético desde los años ochenta hasta la actualidad, pero ello excedería con mucho los límites de extensión de este artículo. Haremos un balance final. La propuesta de La otra sentimentalidad fue muy reveladora del giro de la poesía española en los años ochenta, pero su alcance se ajustó —lógicamente— a la trayectoria de cada uno de los poetas que la suscribieron. Para mí, tres títulos marcan claramente el límite (es decir, el final): Raro de luna (1990), de Javier Egea, Las flores del frío (1991), de Luis García Montero, y La condición del personaje (1992), de Álvaro Salvador. Acerca del sentimiento de pertenencia a un determinado grupo, le decía Jaime Gil de Biedma al periodista mexicano Federico Campbell en el libro Infame turba (197l): «Uno lo tiene hasta los treinta años. Después, es absurdo ese sentimiento de grupo. No sólo en la literatura. Cuando se tiene esa edad, todavía se vive en pandilla, en banda, como uno vive cuando es muy jovencito […]. En la literatura pasa lo mismo. Cada cual va por su lado». Imposible expresarlo con más claridad. Y ello vale igualmente para los autores que estuvimos más o menos próximos a esta opción, como Benjamín Prado, Ángeles Mora, Inmaculada Mengíbar, Teresa Gómez o el que firma estas líneas. Se ha repetido, hasta convertirse en tópico, que La otra sentimentalidad dio lugar a la «poesía de la experiencia» o se diluyó en ella. Habría que matizar esta afirmación. En primer lugar, lo que se advierte en los años de la Transición y, muy especialmente, a principios de la década de los ochenta es un claro desplazamiento de la estética neovanguardista (o neobarroca: «venecianos», etc.) hacia un artificio de naturalidad que produce el efecto de lo verosímil y hacia un tono

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más narrativo e irónico al mismo tiempo (pero también en este caso sería impropio hablar de «estéticas dominantes», puesto que no desaparece la diversidad). En segundo lugar, ese giro implica a muchos poetas que escriben en catalán, en gallego y en euskera, como demuestra la edición de Germán Yanke Los poetas tranquilos. Antología de la poesía realista de fin de siglo (Granada: Maillot Amarillo, 1996) y yo traté de explicar en los estudios previos a las antologías Poesía catalana contemporánea (Málaga: Litoral, 1993) y Poesía gallega contemporánea (en colaboración con Luciano Rodríguez; Málaga: Litoral, 1996). En tercer lugar, las afinidades que surgen en torno al reconocimiento de algunos maestros (desde Antonio Machado hasta algunos poetas de la generación del medio siglo), a la elección de procedimientos narrativos e irónicos y a la distancia del culturalismo superficial no pueden ocultar las profundas diferencias ideológicas que existen entre los autores de La otra sentimentalidad y muchos de los llamados «poetas de la experiencia», ya sea respecto a las tendencias más marcadamente esteticistas, ya respecto a posiciones políticas de signo tradicionalista / conservador. Un buen ejemplo es la antología 1917 versos (Madrid: Vanguardia Obrera, 1987), en la que a los nombres vinculados a La otra sentimentalidad (Álvaro Salvador, Javier Egea, Luis García Montero, Antonio Jiménez Millán y Benjamín Prado) se une el poeta sevillano Javier Salvago, iniciador de la figuración irónica en los ochenta. Precisamente, de La otra sentimentalidad quedan unos vínculos de amistad que, en distinto grado, han permanecido durante más de cuatro décadas. Dejando aparte a Javier Egea, que no está con nosotros desde el verano de 1999 (y nunca dejó de pensar en una poesía de índole materialista, incluso en sus inacabados Sonetos del diente de oro), todos los nombres que he citado siguen fieles a una orientación política de izquierdas y nunca han (hemos) renunciado a una visión crítica de la realidad. En 1980, relacionar la poesía con la ideología y la política era prácticamente impensable, quizás por la desconfianza hacia la poesía social y hacia algunas versiones del realismo de la posguerra; nosotros volvimos a hacerlo, pero con la certeza de que ya no valían los panfletos o los simples mensajes bien intencionados, sino el trabajo con un material a la vez lingüístico e ideológico y, por recordar de nuevo a Gil de Biedma, «con la pasión que da el conocimiento». Cuarenta años después, ese sigue siendo nuestro reto.


Ángeles Mora Otra sentimentalidad con mirada de mujer Por Teresa Gómez Aprovechando la reciente publicación de la obra completa de Ángeles Mora, Quién anda aquí (1982-2004), me gustaría reflexionar tanto sobre su punto de partida como sobre la progresión y profundidad ganada con el tiempo hasta lograr construir un lenguaje poético absolutamente personal, ya inconfundible, que ha ido ganando en cada verso lirismo, inteligencia y capacidad de evocación. Ángeles Mora convierte en material poético todas y cada una de las miserias de nuestro mundo global y nos conduce a través de la palabra poética por su propia intimidad hasta objetivarla, hasta hacerla nuestra, muy consciente de que la intimidad está moldeada por la historia, haciendo saltar en pedazos la distancia entre lo público y lo privado, entregándonos su propia intimidad como el más subversivo material histórico o ideológico. Su voz poética nos adentra en un espacio tan cargado de belleza como de análisis. En este breve texto, trataré de indagar en la genealogía de la poética de Ángeles Mora desde su primer libro, Pensando que el camino iba derecho (1982), más inconsciente e intuitivo (y no por eso menos revelador), o La canción del olvido (1985), del que ya Juan Carlos Rodríguez dijo que «lo que sorprende es que en medio de tanta superficie fácil, tanta rebeldía sin causa, tanta heterodoxia aparente, alguien nos vuelva a recordar, desde el discurso, el sentido del discurso: su permanente —histórica— interrogación sobre la vida». Llevaré a cabo un intento de rastrear las diferencias o particularidades que ofrece la poesía escrita por mujeres desde los postulados de La otra sentimentalidad, el largo y a veces doloroso proceso deconstructivo que ha sido necesario emprender antes de construirse como una mujer otra: «La poesía me ayudó y me ayuda a construir ese yo deslavazado que somos y a huir de la mujer que no quería ser y que sin embargo la tienes asumida en el inconsciente», ha dicho la autora. Una

deconstrucción que atañe no solo a su propia condición de mujer y la manera en que se sitúa ante el mundo, sino también, y muy especialmente, al imaginario asociado a las mujeres, las expectativas de lo que una mujer debe ser, su representación; pero también a la trayectoria que la ha traído hasta aquí y, en definitiva, a la propia historia común de las mujeres: «Perteneces —lo sabes— a esa raza estafada / que el dolor acaricia en los andenes», nos dice en el poema «La chica más suave», perteneciente a La canción del olvido. Se suma así a una queja histórica en cuanto a la percepción que de la mujer, y el lugar que ocupa en el escenario social y cultural, se ha tenido a lo largo de la historia y con respecto a la cual ya dijo Rosalía: De aquellas que cantan a las palomas y a las flores todos dicen que tienen alma de mujer; pues yo que no las canto, Virgen de la Paloma, ¡Ay!, ¿de qué la tendré?

Quizá lo primero que habría que comentar en este sentido es la dificultad que le ha supuesto conquistar el reconocimiento de sus versos, la consideración de poeta extraordinaria con gran destreza para manejar los recursos de la complicidad, que hoy nadie le niega. «Que acepten que ese poema mío no es “mi” poema sino un territorio común de reflexión y de belleza donde cada uno se busca a sí mismo. Que lean el poema como algo objetivo, que tiene su propia vida», responde la autora a la pregunta ¿qué esperas de tus lectores? Sin embargo, y a pesar de haber ido construyendo su contundencia poética libro a libro desde principios de los años ochenta, no es hasta 2015 cuando consigue el Premio Nacional de la Crítica y enseguida en 2016 el Premio Nacional de Poesía, ambos con Ficciones para una autobiografía, cuando empezamos a encontrar su nombre, ya sin discusión, entre los más importantes de nuestro panorama. Véase cuán lejos estábamos ya de

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Teresa Gómez. Ángeles Mora. Otra sentimentalidad con mirada...

sus inicios como poeta que formó parte de pleno derecho, con sus versos y con sus libros, de la irrupción de la corriente de La otra sentimentalidad, y analícese también su ausencia (y la de todas las mujeres del grupo) en cualquiera de las antologías importantes que recogieron estas manifestaciones, hasta llegar a 2003, en que Francisco Díaz de Castro publica su, tristemente agotada e inencontrable, La otra sentimentalidad. Estudio y antología. Habría que señalar, además, el curioso hecho de que, no habiendo sido reivindicada en sus inicios como miembro de La otra sentimentalidad, ni incluida por tanto en las antologías que se generaron, sí ha sido considerada como tal cuando se ha tratado de denostar a esta corriente y apartada de los compendios poéticos derivados de esta confrontación. Me permito aquí citar unos versos del poema «La dulce soledad que te construye», que escribí con motivo del homenaje que se le rindió en Rute, su pueblo natal, y para el cual hice esta misma reflexión en verso: Ajenos al bullicio, tus poemas, heridos de hemistiquios, paradojas, ironías, retruécanos… nos arañan la piel algunos días poniendo tu destino a la intemperie o abren una grieta al horizonte ausente de certezas. El canon se ha rendido. El torrente sereno de tu voz, arrastrando secretos como cantos rodados discurre sigiloso por la historia.

Es necesario mencionar en este punto la ausencia de referentes poéticos femeninos con la que aún nos formábamos a finales de los setenta. En los orígenes de la trayectoria poética de Ángeles Mora eran pocos los nombres de mujer que habían logrado atravesar el canon, rompiendo el estereotipo, para ejercer su influencia sobre las jóvenes poetas. Esta ha sido una adquisición lograda a lo largo de los años, con numerosas investigaciones que han reivindicado la presencia de las mujeres, entre los que fue pionero el influyente «Estudio preliminar» de Ellas tienen la palabra, que Noni Benegas publicó en 1997. Reivindicaciones que siguen siendo necesarias, como demuestran las numerosas recopilaciones que recuperan voces femeninas silencia-

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das por la historia de la literatura y entre las que destaco el precioso volumen que Pepa Merlo publicó en 2022, Con un traje de luna. Diálogo de voces femeninas de la primera mitad del siglo XX. La reivindicación de género en la poética de Ángeles Mora es una constante, con el horizonte de que algún día deje de ser necesario: «Las mujeres dejamos atrás la imagen que la sociedad y nosotras mismas teníamos de la poesía femenina. Eso era imprescindible para movernos con libertad y personalidad. Hoy la poesía de las mujeres aporta una muy interesante mirada, que no creo que haya sido acogida con la misma superación de los prejuicios con la que nosotras escribimos. Pero tampoco podemos atrincherarnos detrás de una postura victimista. En la tierra nada está escrito. Lo que tenemos es que luchar, escribir lo nuevo, lo que tiene que venir. Las mujeres y los hombres tenemos que estar juntos y alcanzar una dignidad común. Algún día no hará falta una postura de género». Rinde homenaje a las mujeres poetas y pensadoras que fluyen bajo su voz poética: «… me dejé acompañar por altas escritoras con las que dialogaron mis versos», confiesa en «Casa de citas», ironía e intertextualidad, que diría Francisco Díaz de Castro en el estupendo epílogo que acompaña al volumen Quién anda aquí. De entre ellas, sus compañeras más fieles, las que laten en tantos de sus versos desde sus primeros poemas, encontramos a Emily Dickinson o Rosalía de Castro, «una mirada de género con guiños a las habitaciones propias de sus antecesoras», con palabras de Gerardo Rodríguez Salas. Pero también aparecen en sus versos las mujeres con las que se da la mano cada día en un ejercicio de resistencia y de sororidad: «Has de saber qué dicen esas voces / que ya no se conforman, / mujeres que callaron tanto tiempo / razones que traen luz: / para nunca estar solas». Mujeres que, por una parte, se rebelan, desarrollan estrategias de personalidad que huyen del relato romántico/idealista del amor, distanciándose del eterno papel de objeto de deseo para asumir sin miedo su papel de sujeto, y por otra, celebran su sensualidad y su sexualidad con independencia de los esquemas masculinos, tomando conciencia de su género y de su cuerpo. Lo que Ioana Gruia, en el exhaustivo prólogo a la antología La sal sobre la nieve, ha llamado un rotundo vitalismo erótico. El compromiso, el análisis del mundo que nos rodea con la finalidad, sobre todo, de transformarlo, el cues-


Teresa Gómez (2024). Fotografía: Juanmi García ©

tionamiento de nuestras propias convicciones con la intención de atrapar nuestras contradicciones son características comunes a los y las poetas de La otra sentimentalidad que empezábamos a escribir nuestros versos en la Transición. Era un momento apasionante de la historia, en pleno proceso de cambio en el que comenzaron a evidenciarse las conquistas de los hombres y mujeres que venían luchando ya desde los últimos años de la dictadura, colmando nuestras expectativas de esperanzas en un mundo mejor y más igualitario (esperanzas cuyo alcance muy pronto se fueron debilitando: Quién anda aquí nos ofrece la oportunidad de analizar esta progresión. Sus primeros versos cargados de esperanzas devienen pronto en una «dolorosa lucidez ante la frustración de sueños y creencias», como diría Araceli Iravedra con respecto a uno de sus últimos libros). A finales de los setenta y principios de los ochenta, en Granada emergía con fuerza una impresionante producción poética donde la pasión por el debate y la cultura ocupaba el centro de nuestros intereses. En este marco, Ángeles va construyendo su voz poética, pensando lo cotidiano, asumiendo las contradicciones que la conforman, «ese nido de pájaros crujiendo», interrogando a su propia historia con lucidez, distanciándose para mirar su experiencia personal, la individual, con su mirada poética, con su mirada de mujer, para

incardinarla en la experiencia colectiva de la historia; «formas de pensamiento», diría Juan Carlos Rodríguez. Formas de pensamiento de mujer que ha de mirar al mundo que le rodea cuestionándolo desde su triple condición, de ser humano, de mujer y de mujer poeta, para así construir su identidad en todos estos planos y, ni que decir tiene, que la construcción de esta identidad encerraba trampas que quizá le pasaron desapercibidas a los compañeros varones de su generación. «No se trataba sólo de construir una sentimentalidad no burguesa, sino de construirla también fuera de la lógica masculina», apunta Sultana Whanón. Sin duda, merecerá la pena volver una y otra vez sobre esta compilación imprescindible que supone Quién anda aquí, y que nos revela las claves y el desarrollo de una de las voces poéticas más interesantes de nuestra época. En esta breve aproximación he querido enfocar mi atención en las complejidades derivadas de su condición de mujer y la consciente y decididamente histórica construcción de su mirada de mujer, de mujer otra. Una aproximación que quiero cerrar con palabras de la propia autora: «Todo lo que hacemos al escribir es construirnos, tratar de construir nuestro propio yo. Pero no podemos olvidar que al tratar de construir nuestro propio yo, más humildemente, lo que construimos es el poema».

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Contra la propiedad privada de la poesía Por Miguel Ángel García Son muchos los jóvenes que, por fortuna, siguen interrogándose con sus mejores armas por el lugar de la poesía. Sobre este concepto fundamental organizó Luis Muñoz un curso a comienzos de los años noventa que luego se convirtió en un pequeño volumen colectivo publicado por la colección Maillot Amarillo, de la Diputación Provincial de Granada. Aparte de unos cuantos críticos, en él colaboraba un conjunto de poetas próximos a la llamada poesía de la experiencia. Reflexionaban sobre «Las tradiciones» y, precisamente, «El lugar de la poesía». Quisiera recordar el llamativo optimismo con que abordaron este último aspecto dos autores relacionados con la corriente de La otra sentimentalidad, uno de forma nuclear, Luis García Montero, el otro en un cinturón inmediato a ese núcleo, Antonio Jiménez Millán. Para el primero, el destino no estaba escrito, por lo que «la historia de la poesía irá por donde nosotros queramos que vaya. El papel que pueda jugar más adelante depende de la capacidad que tengamos para hacerle un hueco y un sentido en los debates abiertos por la realidad». En opinión del segundo, la poesía no era un género agotado, ni un lenguaje muerto: «Puede ser el suyo un lugar de descontento, pero también un lugar sin límites, sin más límites que los impuestos por la inteligencia». Sobre ambos juicios pesa, creo, el voluntarismo transformador que depositó el marxismo del profesor Juan Carlos Rodríguez en los jóvenes poetas granadinos de comienzos de los ochenta. En plena amenaza neoliberal, con el capitalismo avanzado o tardío campando a sus anchas, cuando el desencanto de la recién estrenada democracia estaba en el aire, estos poetas confiaban en el lugar social, político, estético, ideológico de la poesía. Lo sintomático es que, cuarenta años después del manifiesto de La otra sentimentalidad, otros jóvenes quieran identificarse con esa tradición, inventársela, porque la tradición se

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inventa, conforme nos enseñó Hobsbawm en historia, como antes Eliot y Salinas en poesía. Sin dejar de creer en el lugar de la poesía, aunque acaso menos ingenuamente que quienes parten de otras tradiciones, Manuel Valero y David Ferrez intentan agarrarse a ese momento único de la historia poética reciente, a una determinada forma de concebir el poema, de pensar la literatura. Por supuesto, su tradición preferente no es otra que los extraordinarios logros de García Montero, Álvaro Salvador, Javier Egea, Jiménez Millán, Ángeles Mora o Teresa Gómez, pero al mismo tiempo la tradición teórica del mencionado Juan Carlos Rodríguez. Y, naturalmente, esta genealogía de pensamiento los singulariza en el desconcertante panorama de la joven poesía española actual. Trataré de explicar qué eran para este teórico excepcional la literatura y la poesía más en concreto, porque me parece la mejor forma de acercarse a nuestros dos jóvenes poetas. Para esto me serviré en extenso de las reflexiones que desgrana en un primer libro póstumo, Pensar la literatura. Entrevistas y bibliografía (1961-2016). Aquí afirma que quien nunca leyó no sabe lo que es la literatura, pero tampoco lo sabe quien ha leído mucho. ¿Qué es, en efecto, la literatura, como se preguntó Sartre y no ha dejado de repetirse una infinidad de teóricos después? ¿Y la poesía? Más aún: ¿qué puede seguir siendo todavía hoy la poesía, cuando nuestras sociedades parecen dejarle menos lugar transformador que nunca? ¿Qué significación le otorgamos en nuestras vidas? ¿Por qué, de algún modo, ponemos nuestras expectativas vitales en sus manos? El profesor Rodríguez ofrece varias respuestas. Para empezar, la literatura es una convención social, se introduce en la escuela, ese aparato ideológico de Estado, como lo llama Althusser. La escuela enseña el lenguaje común y el lenguaje literario, imponiendo así la división social del trabajo. Solo unos pocos serán capaces de degustar (se trata de una cuestión de «gusto», como plantea la ideología empirista) el lenguaje literario y


su máximo exponente, que es el lenguaje poético, el lenguaje en «función poética» (leemos la definición de Jakobson y nos quedamos tan tranquilos). Y otros pocos, muchos menos, serán capaces de manipular ese mismo lenguaje. La poesía se concibe como creación de belleza por parte de un sujeto, como si ese sujeto expresivo que usa el lenguaje para tal fin estuviese siempre ahí, de una pieza, pero nada más lejos de la realidad. Para la ideología literaria dominante —y la ideología dominante a secas— la poesía responde a la sensibilidad más pura: los sentimientos, el corazón, el amor como la parte más pura del sujeto. La intimidad del sujeto y la ideología kantiana de la intimidad del lenguaje están presentes en todas las teorías lingüisticistas de la literatura: la poesía como forma pura sensible, como uso íntimo o privado del lenguaje, frente a su uso público, político. La poesía es entendida como esencia del lenguaje o de las cosas (el en sí de la cosa poética). Pero la poesía no es esa desconocida esencia, perfume misterioso del que es vaso el poeta, como escribe Bécquer en su rima V. La poesía no se tiene, no nos visita, como la inspiración, sino que se hace. El lenguaje poético no existe, se torna poético en la materialidad del poema. Solo existe el lenguaje de poema, aclara Jorge Guillén. La poesía no se materializa más que en el poema, constituye una práctica social, histórica, ideológica. Escribir es una cuestión material. Escribir no es expresarse, como si se llevase dentro una idea y hubiera que darle forma. Por seguir con el ejemplo de Bécquer y de esa misma rima: «Yo soy el invisible / anillo que sujeta / el mundo de la forma / al mundo de la idea». Dar forma es otro kantismo flagrante. La palabra no se puede desdoblar en forma y contenido, no es significado y significante, sino la significación de un inconsciente ideológico derivado de unas relaciones sociales, que derivan a su vez de unas determinadas relaciones de producción (y de explotación) a las que ese inconsciente hace funcionar. No somos en primera instancia

animales racionales y lingüísticos sino animales ideológicos con un inconsciente, efectos de la historia. En consecuencia, la poesía no es la expresión lingüísticamente bella o pura de un sujeto eterno sino un discurso ideológico y radicalmente histórico. No hay palabras puras, como se cree que son las palabras del poeta, pero tampoco impuras. Debemos salir de la dicotomía puro/ impuro impuesta por la ideología literaria burguesa. Neruda quería manchar la poesía como un traje, pero toda palabra está usada, manchada por el lenguaje del poder, aquel que nos habla si no sabemos distanciarnos de él. Todas las palabras son de segunda mano, están vividas por el lenguaje social. Por eso Mallarmé pretendía dar un sentido más puro a las palabras de la tribu. Ahora bien, no es cuestión de volver más puro el lenguaje, ni por supuesto más poético, sino de darse cuenta del lenguaje que nos construye y de contradecirlo, de romper con la norma poética e ideológica. La literatura existe porque existe la contradicción. Es un nido de contradicciones y por lo tanto un útil ideológico, un instrumento para la lucha ideológica, la lucha a nivel ideológico. Si la ideología dominante no tuviera contradicciones, si fuera del todo compacta, ¿qué literatura podríamos tener? Tendríamos una literatura que sería simple reproducción ideológica. De hecho, es lo que sobre todo tenemos. En cambio, la literatura es nuestra moral. La literatura es una forma de vida, es el viaje a nuestra propia vida, un viaje que no lleva a ninguna parte, pero que siempre nos invita a hacerlo, como el Baudelaire de «Invitación al viaje», como el Cernuda de Invitación a la poesía. Es un viaje a nuestro yo, una forma de intentar decir «yo soy», un resto, lo que le falta al yo para poder decir «yo soy». Ese resto siempre está lleno de contradicciones. Para empezar, las existentes entre el yo psíquico y el yo ideológico, lo que Juan Carlos Rodríguez llama el inconsciente libidinal y el inconsciente ideológico (el segundo siempre atrapa y configura al primero). Inmediatamente después, los

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Miguel Ángel García. Contra la propiedad privada de la poesía

desajustes entre el «yo soy» ideológico y sus condiciones reales de existencia. En nuestro mundo, el capitalista, esto se traduce en la contradicción entre la supuesta libertad del sujeto —y la libertad expresiva del poeta, sin duda sagrada— y la realidad de la libertad como explotación, la subjetividad burguesa libre como forma de explotación. Decimos «yo soy» impunemente y no sabemos lo que decimos. Nos creemos un yo libre y no existimos sino como signo de explotación. El problema empieza en cada subjetividad, en cada «yo soy». Nos creemos un yo que se hace a sí mismo, que se da su libertad y no depende de nada ni de nadie más. Pero son la familia y el Estado los que, desde la dialéctica privado/público, nos dan nuestro yo. ¿Cómo podemos decir «yo soy», si todo es prestado? Para empezar, nuestro propio nombre. Rodríguez solía recurrir a este verso lorquiano: «Qué raro que me llame Federico». Paralelamente decimos «yo escribo» y no sospechamos que somos producto de un inconsciente ideológico e histórico y que ese inconsciente produce nuestra escritura, la objetiva o la objetualiza. El problema radica en dar por sentado un yo puro que se expresa a través de un lenguaje poético asimismo puro, en suponer que la poesía es la intimidad más auténtica del yo y del lenguaje, su lado sentimental y estético. Por eso, en el manifiesto fundacional de La otra sentimentalidad, García Montero da la vuelta al becqueriano «Poesía eres tú» y afirma que, para la ideología literaria dominante, «Poesía soy yo». No hay una subjetividad desnuda que se expresa en la obra poética, siempre se escribe desde un lleno ideológico del que no somos conscientes (o solo hasta cierto punto). La literatura, así pues, es un intento de decir «yo soy», pero nuestro yo está construido por la familia y el lenguaje del poder y del mercado. La literatura existe por la contradicción entre el yo que nos fabrican y el yo que queremos ser. Se escribe para decir «yo soy». Si estuviéramos seguros de nuestro yo, no escribiríamos. Entonces, la literatura es una forma de vida que consiste en la construcción, la producción o la búsqueda del propio yo. Queremos encontrar nuestra propia vida. Se escribe porque nuestras subjetividades no están a gusto consigo mismas. Y además por eso se escribe tanto, sobre todo ahora con la red, donde se aloja poesía que solo leen unos pocos, quizás nadie. Nuestro yo, a pesar de todo, está más solo que nunca. El capitalismo, la nueva lógica del capital, ha impuesto la soledad como un hecho histórico masivo. El gran problema de nuestro tiempo es la soledad, todos esta-

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mos solos. El único yo que puedes construir hoy es el de tu soledad. Este aislamiento individualista convierte al capitalismo en un muro imposible de desmoronar. Así que la literatura todavía existe porque existen la contradicción, la duda, la ambigüedad y la soledad del yo al intentar decir «qué soy yo» o «qué yo soy». La literatura debe leerse hoy desde el punto de vista de la soledad más absoluta. Hoy se expresa el yo solitario más que nunca, vivimos un exceso de expresión del yo, pero siempre dentro de un mismo módulo enunciativo, sin contradicciones de fondo, sin contradicciones en la enunciación, desde la falta de pensamiento histórico real. Ese yo que se enuncia sin cesar cree hacerlo desde su propia libertad expresiva, no desde unas determinadas condiciones de producción y unas relaciones sociales e ideológicas muy concretas. Hasta aquí los planteamientos de Juan Carlos Rodríguez, el alma teórica de La otra sentimentalidad. Sin duda han dejado huella en la forma que Manuel Valero y David Ferrez tienen de concebir el poema. Prolongadores o inventores de esa tradición granadina, tratan de asignar a la poesía el lugar que ya le concedieron sus modelos, sus «poetas fuertes», por utilizar el concepto de Harold Bloom. Están advertidos de las trampas de la ideología literaria dominante. Ellos sí que procuran llevar a sus poemas contradicciones enunciativas y pensamiento histórico real. No quieren añadir más ruido a ese exceso expresivo de tanto yo, a esa casi charlatanería. No son unos neófitos, sino que tienen ya una obra a sus espaldas, incluso varios premios. Manuel Valero es autor de cuatro libros de poemas: Café Montparnasse (2012), Noche entreabierta (2015), Hijos del cometa Halley (2017) y Prohibido fijar carteles (2021). Más joven, David Ferrez ha publicado Sudores sin fruto (2019) y Los ojos del frío (2021), este último con un prólogo excelente de Félix Martín Gijón, a quien debemos el que hasta ahora es quizás el mejor estudio de conjunto sobre La otra sentimentalidad. Hablaré solo de los dos libros más recientes de ambos. Por lo que se refiere a Los ojos del frío, un título tomado de Javier Egea, las contradicciones enunciativas asoman en el poema «Pulvis es», que puede leerse como un homenaje a Juan Carlos Rodríguez y un lamento por cómo «esa libertad otra / se desangra en las cloacas / de la sociedad burguesa». Sin duda, se refiere a la libertad sin explotación. Otro poema, «Herencia», deja ver la distancia brechtiana ante el yo que nos construyen: «Mi nombre y mis apellidos / no me pertenecen. /


Manuel Valero. Prohibido fijar carteles. Fotografía: Adela Sánchez ©

Mi identidad y la muerte / las tengo por herencia». Y el titulado «¿Yo?» comienza diciendo: «Yo soy ese rostro / que no se reconoce en el frío cristal». No por casualidad se abre con esta cita de Ángeles Mora: «Me asomo al cristal / que no me refleja». Y acaba de esta forma: «Mirarse al espejo supone siempre / una contradicción ideológica». No hace falta recurrir al estadio del espejo del que habla Lacan. Desde el momento en que ese yo se sabe un yo prestado, un yo extraño, un «yo es otro» como el de Rimbaud, se rompe con el circuito de reconocimiento ideológico que siempre busca el sistema. Pues la ideología burguesa —y no toda ideología, como indica Althusser— nos interpela como sujetos. El extraordinario «Cementerio de espuma», un claro guiño al Egea de Troppo mare, introducido además con una cita de Las cenizas de Gramsci de Pasolini (pocos textos tan emblemáticos para La otra sentimentalidad), se cierra con estos versos: «Solo nos queda / esa muerte diaria / que llevamos por herencia, / aunque creamos esquivarla / cuando nos consumimos / con otros cuerpos, / otros parias desorientados, / sin himnos ni banderas. / Por oriente ya no se ve / el amanecer, solo tinieblas. / Un suspiro que se convirtió / en silencio. En polvo. En nada. / Allí estás tú, camarada, / en esa vida —dicen— sin historia, / como una herida que nunca se cierra». La intertextualidad gongorina enlaza con «Pulvis es». De hecho, se trata de dos poemas paralelos, en los que David Ferrez rinde cuentas a dos referentes en la literatura y en la vida. Y lo mismo ocurre en otro poema de homenaje a Brecht, donde confiesa que poco puede contarle, salvo que han caído todos los muros, pero no el de clase. Me pregunto qué joven poeta de hoy sigue considerando que estas cuestiones aún forman parte de nuestra historia real. Por su parte, Manuel Valero juega implícitamente en «Contemptus mundi» con una serie de imágenes tomadas de Alberti (el poeta en la calle), Neruda (man-

char la poesía), Celaya (la poesía es un arma cargada de futuro) y Otero (una poesía fieramente humana): «Si has bajado a la calle, / fueras rehén o fueses poeta, / tendrás presente, amigo, / que más allá del barro mancha el poema / que las uñas tengo de sangre afiladas / que la poesía es un arma / de miseria cargada. / Si has roto, y digo bien, / todos tus versos / —caricia solaz, fieramente humana—». Pero el poema corrige a Otero («cuando ya ni la palabra nos queda») y acaba citando literalmente al Alberti de la Elegía cívica y al posterior Alberti engagé. En «Ars moriendi» leemos a su vez: «Hasta borrar tu nombre, poeta, / fue necesario declarar la poesía en rebeldía, / vistas al mar y coto cerrado, / propiedad privada de la burguesía; / así hasta tomar conciencia de la producción del sujeto». ¿No suele entenderse la poesía, en efecto, como una propiedad privada del sujeto que la escribe y la lee? Y el poema concluye con estas preguntas: «quién ha escrito por nosotros la historia / quién ha resumido en el yo la violencia / quién —desde la explotación— nos piensa: / Prohibido fijar carteles. Responsable la empresa anunciadora». De aquí el título del libro: Prohibido fijar carteles. Imposible no pensar en estos versos de Ángel González: «Esto es un poema. / Aquí está permitido / fijar carteles, / tirar escombros, hacer aguas». Así hasta proponerse mantener sucia la estrofa. Y sin embargo, Ángel González se equivoca, no ve que no es simplemente cuestión de manchar o ensuciar la poesía a priori pura. Manuel Valero lo sabe y por eso sus preguntas insidiosas —quién ha escrito la historia por nosotros, quién ha resumido en el yo la violencia, quién nos piensa desde la explotación— no son carteles que está prohibido fijar en el poema, sino que constituyen su lógica productiva misma. Y todavía nos sorprende con estos versos pertenecientes a otros dos poemas del libro: «tengo un pacto de clase con mi canto», que hace pensar en Neruda («Tengo un pacto de sangre con mi pueblo»), pero también en el Otero que reconoce tener con la poesía un «contrato social»; y «allí, donde el poema nos encuentra / heridos de historia, de ficción y plusvalía gastados». Naturalmente, no todos los versos de nuestros dos jóvenes poetas van en esta misma línea. Tampoco sería lógico. Heridos por la historia y gastados por la plusvalía, a la vez lo están por la ficción. Por el género de ficción que también es la poesía, aunque a la ideología literaria dominante le cueste creerlo. Nadie esperaba a estas alturas, sin embargo, que cuestionasen esa propiedad privada de la burguesía.

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«Y no es cuestión de olvido» La otra sentimentalidad después de La otra sentimentalidad

Por David Ferrez Gutiérrez y Manuel Valero Gómez La vieja fascinación por la literatura se ha basado siempre en un oficio. Puesto que la consagrada sublimación que los poetas han heredado de sí mismos, y evidentemente a partir de la cual hemos aprendido a leer la vida (que es tanto como decir a partir de la cual hemos aprendido a leernos desde nuestra miseria como supuestas subjetividades libres), no ha nacido —en ningún caso— de la nada. Por el contrario, según ha señalado el profesor Juan Carlos Rodríguez, la poesía no es otra cosa que un discurso ideológico inscrito en una coyuntura histórica concreta y atravesada por unas relaciones de producción muy específicas. «El hombre es por natura la bestia paradójica, / un animal absurdo que necesita lógica», afirma Machado en uno de sus Proverbios y cantares. Ese «azul crujiente sin historia» que García Lorca objetiviza sobre la visión de los negros del Harlem frente a —por decirlo con Althusser— un «inconsciente a cielo abierto». Aunque si la historia ha pasado de mano en mano, cuando no la verdad desagradable asoma, probablemente la poesía continúe siendo una explotación cerrada para muchos, una lucha abierta para pocos. O volviendo a las palabras de Machado, la lógica ideológica de nuestro modus vivendi produce el modus vivendi de nuestra lógica ideológica: y ya sabemos, como dice el poeta, que nuestras vidas son los sobres que nos dan por trabajar, que es el morir. Si nacer es empezar a morir y, como señala el bolero, recordar es volver a vivir, los lazos entre la supervivencia y la memoria se presumen ineludibles. Como los espacios difusos que dibuja la ficción dentro de los mismos, o la verdad poética que se filtra por las grietas de una máscara. Así lo explica Ángeles Mora, mediante unos versos deslumbrantes, en su poema «Retazos»: «¿Dónde esperas, olvido, / roto hilo del poema / que

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nunca escribiré?». Recordando una imagen feliz de Gabriel Ferrater, esas manos embrutecidas de amor (es decir: de ficción, de historia y plusvalía gastadas), que la propia Ángeles Mora recupera en el texto mencionado: «Mientras tanto mis dedos / en estos días fríos / andan difuminando en el papel / la luz más parecida / a la imagen real que les dio cuerpo, / historia, biografía». De este modo, como el «recuerdo de esa llama» que —según Pavese— «aún ayer mordía en los ojos apagados», el pasado año ha servido para conmemorar la ternura y el recorrido de estas cuatro décadas transcurridas desde el nacimiento de ese «extraño sintagma» que conocemos como La otra sentimentalidad. Si bien no olvidamos el impulso decisivo que ha supuesto la publicación de La intimidad de los espejos. Lecturas de La otra sentimentalidad, a cargo del profesor Félix Martín Gijón, avezado discípulo de Sócrates impenitente, dejamos constancia de los monográficos, coloquios y mesas redondas organizados con motivo de esta efeméride. De la misma manera que, por cuenta de la editorial El Envés, consideramos otro hito la reedición facsímil y ampliada de los manifiestos aparecidos en el año 1983 bajo el sello Don Quijote y su colección Los pliegos de Barataria. Sin embargo, los caminos que ha tomado la poesía española con el cambio de siglo animan a cuestionarse si —tal vez— la recepción del proyecto ideológico que supuso (y supone) La otra sentimentalidad no se haya limitado a la consagración de una nueva épica subjetiva por parte de los propios poetas, lectores y crítica literaria. Siguiendo esa inolvidable y escalofriante imagen de Teresa Gómez, «solo una historia muda de dolor / al fondo de los párpados». Pues como ha dicho Benjamin, el historiador historicista siempre se alinea del lado de los vencedores: «uno / marcha y trabaja / sin cigarro / y sin fijarse apenas / en lo otro / uno olvida que aquello / es una tregua». Aunque, evidentemente, suscribir esta


premisa implica —al mismo tiempo— preguntarse desde dónde la reformulamos, o sea, en qué tradición ideológica, por decirlo con Juan Carlos Rodríguez, se inscribe esta interrogación. En el fondo, esta problemática ya se encuentra formulada por Marx cuando insiste en la necesidad de plantear adecuadamente las preguntas para eludir los dictámenes del inconsciente hegemónico. Así leemos, hemos dicho, la noción de compromiso poético (y literario, claro) que ha venido desarrollándose a lo largo de estas décadas. Donde las categorías burguesas de la ideología humanista, apenas un fantasma familiar, siguen recorriendo la página como las voces de un extremo. Por el contrario, y remozando una vieja dialéctica ya conocida (pureza/impureza, compromiso/descompromiso, privado/público, sensibilidad/razón, etc.), tan solo resultan el extremo de una voz que —de unos siglos a esta parte— sigue siendo la misma voz: esos «valores eternos» propuestos por Marx y Engels, y que pueden ser concretados en conceptos tales como «autor», «creación» o «estilo». Nociones teóricas manidas hasta el hartazgo que, como ha señalado el profesor Miguel Ángel García, son incapaces de poner a la poesía en un compromiso. Otra cuestión bien distinta sería tomar conciencia —precisamente— de este desorden impuesto, de esta prisa, de esta urgente gramática necesaria (¿para quién?) en la que vivimos. Esas «verjas historiadas» (en las que insiste Vázquez Montalbán a partir de un verso de Gil de Biedma) son los «litigios de frontera» de Pasolini. Asumimos la erotema que —sobre el pequeño pueblo en armas de Javier Egea— propone el profesor Félix Martín Gijón como inicio a la reedición de los manifiestos de 1983: ¿Existe una razón para volver? Y no solo quisiéramos responder con la experiencia que da el conocimiento, sino también con ese insospechado verso de Pavese: «Vale la pena volver, incluso distinto». En todo caso, y no apuntamos nada

Juan Carlos Rodríguez. Fotografía: José Antonio García Sánchez ©

nuevo, conocemos los riesgos de combatir aquello que Althusser, en su conferencia impartida en Granada el 26 de marzo de 1976, llama «convicción histórica íntima». «Y cada mañana me pregunto, / cada mañana me pregunto cuántos somos / nosotros, y de quién venimos, / y qué precio pagamos por esa confianza», escribe Gil de Biedma en su poema «Las grandes esperanzas». Esta manera de jugarse la conciencia, esta manera de enfrentarnos a esa «bestia paradójica» que todos nosotros somos, también exige un esfuerzo por parte de ustedes. O recordando esa carta que Miguel Hernández envía a García Lorca a principios de abril de 1933: «No queremos que nos compadezcan, queremos que nos comprendan». A fin de cuentas, si la literatura continúa sin ser un juego, ficción y mentira de una sublimada verdad esencial, sórdidos ejercicios al dictado, decimos junto con la poesía de Ángeles Mora que La otra sentimentalidad «no es cuestión de olvido», porque «la vida es solo transformar la vida». Ahora solo sabemos que amanece y estamos vivos. Manifiesto leído en el Ateneo de Granada, 22 de marzo de 2024, acompañados por el profesor Miguel Ángel García.

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L a vi d a b r e v e

A y B unidos por la hipotenusa Enver Melis

En un restaurante chino hay una pareja: A y B. El local tiene una luz anaranjada, aroma a glutamato y comida suculenta. B está remojando la punta de un wantán con forma de triángulo isósceles en un platillo con salsa de soja, cuando de pronto A, que había estado con una actitud enigmática durante toda la tarde, le confiesa que tiene una relación con un camionero llamado Francisco Javier. B se ríe, A permanece circunspecta, no le ve la gracia al asunto, y sigue su discurso con una letanía de informaciones irrelevantes: tiempos, lugares, cosas que ha hecho con el tal Francisco Javier y cosas que pretenden hacer en el futuro. —Un camionero llamado Francisco Javier —dice B entre risas, y tras quitarse la servilleta del cuello, sale del local riéndose. A mantiene la compostura y se acaba su chapsui. En el platillo frente a ella, el wantán que dejó B, con un ángulo comido, ha absorbido toda la salsa de soja y parece el cadáver de algo ajeno a este mundo. B camina por la calle, no puede parar de reír, hasta que de pronto, en plena Avenida Brasil, frente a la plaza, sus piernas ceden, y cae al suelo retorciéndose de la risa. Los transeúntes lo evitan, temerosos, creen que está loco o drogado. Un señor con bigote y sombrero se detiene y le pregunta si está bien, pero B no consigue hablar, por culpa de la risa. El señor cree que se trata de un ataque. —Que alguien llame a una ambulancia —exclama en voz alta, pero sin llegar a gritar. Se acercan otras personas a mirar: hombres, mujeres, niños y un perro negro que pasaba por ahí. De pronto hay toda una muchedumbre alrededor de B. El hombre de bigote y sombrero manifiesta su preocupación. Si no para de reír, podría sufrir un infarto y morirse. Alguien le arroja agua a la cara a B, y como eso no hace que la risa se detenga, algunos lo abofetean, y otros hasta aventuran una que otra tímida patada, pero es inútil. B no para de reír, parece poseído. Un muchacho que observa la escena desde lejos se acerca y con voz nerudiana recita: —Puedo escribir los versos más tristes esta noche… Entonces B deja de reír. El joven, con los ojos rojos y la mirada lejana, se queda en blanco. —Siga, joven, siga —le dice alguien que ha notado que B está a punto de estallar en risas otra vez. —No sé cómo sigue —dice el joven y huye avergonzado, mientras B ríe a carcajadas y pide auxilio con los ojos.

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L a vi d a b r e v e

Enver Melis. A y B unidos por la hipotenusa

—Leámosle el diario: las noticias harán que se le quiten las ganas de reír —propone alguien, pero nadie tiene un ejemplar, y finalmente la turba decide intentar acallarlo con una buena paliza. —Pero esta vez hay que pegarle fuerte —dice una señora mientras recoge un palo. Mientras tanto, en el departamento en el que viven juntos, A mete cosas en una mochila de acampar: su ropa, sus libros, sus cedés de Depeche Mode; y cuando acaba, se queda un largo rato sentada, mirando el teléfono móvil, que está encima de la mesa en el living, junto a una taza de té ya frío con un mosquito moribundo flotando en su interior. A lo lejos se oye una risa histérica, el refrigerador zumba, en el departamento de al lado una pareja ensaya una escena de «Romeo y Julieta», pero el teléfono no suena, y al cabo de un rato, A se queda dormida. B despierta en el hospital de urgencia, en un asiento de la sala de espera, machucado y sucio. Ahora su risa es como una especie de hipo que exaspera a los demás pacientes. Hay uno con un cuchillo de cocina enterrado en la espalda, otro con una botella de vino metida en el ano, y una mujer golpeada que, en medio de los quejidos de los otros y el hipo-risita-nerviosa de B, intenta resolver un crucigrama del diario, mientras las gotas de sangre de su nariz rota caen sobre el papel y manchan las casillas donde van las letras. B hipa y observa, como si no estuviera ahí. Sus pensamientos oscilan entre el recuerdo del inquietante bigote asimétrico del señor con sombrero que intentó ayudarlo y un enjambre de incógnitas en torno a su relación con A: ¿cuál es el nexo que los une?, ¿en qué medida él es él si no está con ella?, ¿dónde estará ahora?, ¿qué estará haciendo? A se ha cortado el cabello y se lo ha teñido rojo fuego, lleva gafas oscuras, a pesar de que es de noche, y se dirige hacia el terminal de buses de Santiago, con la mochila tan llena que parece que va a reventar. Tiene la sensación de que la siguen y se detiene ante un grupo de punks que están en una esquina. Les pide un cigarrillo y se queda con ellos. Son amables. La tratan de usted, no le hacen preguntas, le ceden un lugar en la cuneta, para que se siente, y le ofrecen una botella azul sin etiqueta. Mientras bebe el misterioso brebaje, A tiene la sensación de que antes estaba ebria y que al beber se le va pasando la embriaguez. Lo comenta. —Todo eso es muy subjetivo —dice uno de los punks, mientras dibuja un extraterrestre de enormes ojos negros en la muralla. Tres segundos después, A considera que ya es hora de marcharse, se levanta, se sacude las nalgas, se pone la mochila y se despide. Aproximadamente en ese mismo momento, en el hospital, la risa-hipo de B se detiene. Entonces B dice «buenas noches, señoras y señores» y tras hacer una reverencia, abandona la sala de espera. —La mayoría de los casos se resuelven solos, sin necesidad de intervención médica — dice el que tiene una botella introducida en el recto. El del cuchillo en la espalda asiente. B entra en un bar llamado «De mala muerte» que está cerca del hospital. —¿Qué te pasó? —le preguntan unos conocidos que están allí, al verlo sucio y maltratado. B no contesta. Hay mucho ruido en el bar, probablemente no escuchó. Pide una Coca-Cola, se la toma al seco y luego pide algo fuerte, para ver si con eso se le pasa el

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dolor. Mientras empina el codo, se da cuenta de que sus dedos aún huelen a wantán. Bebe hasta que comienza a ver doble. —Si tú eres A, y yo soy B, lo que nos une es la hipotenusa —dice mientras camina por la alameda, algo más tarde. Ya está lo suficientemente alcoholizado como para simplificar la situación y llevarla a una escala más comprensible. Es entonces cuando ve a A con su mochila en la espalda, y la reconoce, a pesar de que lleva el pelo corto y teñido rojo, un gorro, gafas oscuras y unos auriculares enormes. Es su forma de caminar la que la delata. Como si huyera. No de alguien, sino que de algo abstracto. La llama, pero ella no reacciona. —Lo sé todo —grita B—. Francisco Javier, el camionero, no existe. Sé que es una metáfora, un símbolo, una alegoría, y tal vez nunca llegue a entender de qué, pero no te vayas. Aquellas palabras no alcanzan a llegar a su destino. Desaparecen, absorbidas por las porosidades del cemento, mientras ella se aleja, con ese aire huidizo que la caracteriza. B quiere correr tras ella, pero se siente mareado y débil, se afirma en las paredes, cae, se levanta y logra seguir sus pasos, pero no la alcanza. La ve entrar al terminal, y ahí la pierde de vista. Luego la vuelve a ver: se está subiendo a un bus con destino a Valparaíso. Él grita, pero el bus ya ha partido, corre tras él, hasta que el bus lo deja atrás. No voy a llorar, es lo primero que piensa. Suda a borbotones. «El tiempo me dará la razón», se dice para consolarse, pero no encuentra consuelo en sus propias palabras, ni siquiera entiende qué quiso decir con ellas, ¿la razón de qué? Regresa jadeante al terminal, con la intención de tomar el siguiente bus a Valparaíso. —Lo siento, señor —le dicen en la boletería—. Ese era el último bus. —Al carajo, me voy a pie —dice B, con el tono épico de los borrachos cuando prometen lo imposible. Compra una botella de agua, un paquete de maní y pastillas de menta en un kiosco, y sigue el trayecto que vio tomar al último bus, impulsado por la convicción de que nada puede detenerlo y una euforia radioactiva que le brota del dolor y la desesperación. Al cabo de unos tres o cuatro kilómetros, la borrachera ya se le ha pasado, y le duele la cabeza, no tanto por resaca, sino por la paliza que le han dado. Ahora va por una carretera que parece no tener fin, muerto de sueño, y mientras ve que amanece, cae en la cuenta de que no tiene idea de qué hará cuando llegue a Valparaíso, ¿acaso vagará por las calles gritando su nombre?, entonces se arrepiente. Debió haberse quedado en el hospital, pedir que le dieran algo para el dolor, o quedarse en el bar y beber hasta quedar inconsciente, o tal vez tenía que haberse quedado en el restaurante chino y comerse aquel wantán, y tras la declaración de A y su relación extramatrimonial, decir: «no importa, no es el fin del mundo», o haber expresado lo que realmente pensaba: que no le creía, que era todo una patraña, que solo buscaba una excusa para dejarlo, que Francisco Javier es nombre de economista, de político, de empresario, de hijito de papá; no de camionero. Los camioneros se llaman Jeffrey, Johnny, Michael, Joe, y sus vidas son las toneladas que llevan de norte a sur y de sur a norte para que a nadie le falte nada: carne, verduras, palos, cemento; siempre en movimiento, de un extremo al otro, y

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Enver Melis. A y B unidos por la hipotenusa

cuando paran, detonan nefastas cadenas causales que culminan con decenas, cientos, miles de muertos. A eso se dedican, no a tener romances con sensibles profesoras de castellano, o a desintegrar matrimonios de pobres diablos con brillantes licenciadas, o a devastar la integridad psicológica y emocional de uno que si de algo es capaz es de dar amor, a pesar de sus defectos, que no son pocos, pero tampoco son tan graves. Con los primeros rayos del sol iluminando la interminable carretera hacia lo incierto, B desea que todo fuese lo opuesto de lo que es: que el sueño perentorio que intenta quitarle la vigilia fuese la señal de que ya pronto despertará, pues en realidad duerme y se encuentra atrapado en un mal sueño. Abrir los ojos y estar en su cama. Qué hermoso sería, qué fácil. Un pésimo final para una historia, pero eso a él qué le importa. Piensa que debió haberse muerto de la risa. Ese sí que era un final perfecto. Intenta invocar un nuevo ataque: «¡Ja!», repite una y otra vez, en distintos tonos e intensidades, «Ja, ja, ja, ja» pero la risa verdadera no le sale, y solo consigue quedarse afónico. Ya sin fuerzas, ni voz, ni ganas de vivir, pero sin la voluntad suficiente como para arrojarse a la carretera y dejarse atropellar, se abandona al letargo, y se tiende a la sombra de un árbol al costado del camino. Allí, acurrucado como un feto, desea con todas sus fuerzas que todo haya sido un sueño, y regresar a la realidad. Pero la realidad es aquella: un hombre solo a la deriva, el corazón maltrecho, los pies llenos de ampollas, la cabeza machacada y un sabor amargo. Menos mal que tiene pastillas de menta. Se echa una a la boca y cierra los ojos. La cabeza le palpita. Cuando se duerme, sueña que un camión se detiene al lado de la carretera. El conductor, un hombre fornido que tiene el rostro de Kurt Russel, le pregunta: —¿Todo bien, amigo? —su acento es vagamente tejano. —Todo mal —contesta B. Entonces el camionero le ofrece llevarlo. B sube al camión y le pregunta si acaso su nombre es Francisco Javier. Entonces el camionero le dice: —¿Y tú cómo haces a saberlo? —Yo sé muchas cosas —dice B con una sonrisa en el rostro. En sus ojos, el fulgor de quien ha comprendido algo tras muchos cabezazos contra la pared. —¿Adónde vas? —pregunta el camionero mientras pone el motor en marcha. —No lo sé —dice B—. Esa es una de las muchas cosas que ignoro. En realidad no tengo idea de nada. —No te preocupes —dice el camionero, mientras acelera a una velocidad casi imposible—. No hace falta que sepas. La mirada de B se proyecta hacia la luz dorada que bordea el horizonte. Un horizonte cada vez más lejano, conforme el vehículo avanza como una bala de cañón, directo hacia la nada.

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Enver Melis nació en Italia, aunque vivió gran parte de su juventud en Santiago de Chile, donde se dedicó al teatro, la poesía y el rock y frecuentó la Facultad de Artes. Posteriormente, estudió cine en Cinecittà, Roma, y tras dedicarse un tiempo a la escritura de guiones, finalmente se decantó por la narrativa. Ahora reside en Berlín, donde divide su tiempo entre el trabajo en el sector audiovisual y la escritura. Actualmente, está escribiendo su segunda novela.


Los pescadores de perlas

Microrrelatos inéditos Los autores de los hiperbreves que aparecen en este número en «Los pescadores de perlas» son alumnos de los cursos de Laboratorio de Microrrelato de la Escuela de Escritores

Un café La camarera me pregunta qué deseo y me sumerjo en sus ojos marrones con motas oscuras. Una de ellas se expande hasta que, poco a poco, distingo más detalles: un punto blanquecino, su forma de espiral, un sistema, un planeta, el bar, yo, mi boca y dos palabras.

Jorge Herrando López (Zaragoza, 1990) es ingeniero industrial. Ha publicado microrrelatos en la antología Equilibristas (2023), Quimera Revista de Literatura (463-464, julio-agosto 2022), así como en varias antologías: Letra impresa (Escuela de Escritores, 2021), El verdadero nombre de las cosas (Escuela de Escritores, 2022) y ¡Basta! Microrrelatos contra la violencia de género.

Politeísmo Y al séptimo descansó, y vio que eso era bueno, y creó otro Dios.

Rafael Loscertales (Teruel, 1966) es ingeniero informático y autor del libro Mientras haga viento (Platero CoolBooks, 2024). Sus textos han aparecido en diversas antologías de cuentos y microrrelatos en España e Iberoamérica. La más reciente, Equilibristas (Trea, 2023).

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Los pescadores de perlas

Último deseo Ya con la cabeza sobre el leño, pidió una buena propina para el verdugo.

Santiago Jiménez de Ory (Madrid, 1976) es biólogo de formación, gestor de profesión y lector y escritor por afición. Sus cuentos y microrrelatos han aparecido en antologías y revistas como Cuentos para el andén, Tinta Azul, Brevilla, Trazo y Minificción.com.

Batalla semántica Los niños observan el cielo con el anhelo de que el escondite vuelva pronto a ser un juego.

Raquel Traverso Rodríguez (Huelva, 1975) estudió Filología Hispánica, Economía y Piano. Trabaja como profesora de Música en Secundaria. Sus textos han sido finalistas en varios concursos y publicados en diversas antologías de microrrelatos. Es madre de dos hijos.

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Cantos de sirena Enfilaron el cayuco hacia los fuegos artificiales de la playa, sin sospechar que los llevaban directo a los arrecifes.

Jesús Alcañiz García (Madrid, 1961) es filólogo y profesor. Ha participado en diversas publicaciones, entre otras las cuales Quimera, Equilibristas, Brevestiario, Basta! Contra la violencia de género. Fue finalista en el IX Concurso Elact Lola Fernández Moreno y en el IX Premio Manuel J. Peláez. Su blog: https://autorrelatosblog.wordpress.com.

Gabriel Pérez Martínez (Málaga, 1970) es ingeniero informático y profesor de instituto. Ha publicado en diversas obras colectivas, como Equilibristas. Fue finalista mensual de Relatos en Cadena. Ha ganado el certamen de la Abogacía Española (mensual), el Wonderland de Ràdio 4 de RTVE y el Cardenal Mendoza. A Marte y otras obsesiones (Platero Coolbooks) es su primer libro.

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Los pescadores de perlas

Comienzo del fin Mucho después de la Gran Detonación, las cenizas cubren la superficie del mundo. El cielo recupera su azul. Se suceden lluvias sin tregua. Asoman las primeras plantas primitivas. Huellas de grandes animales aparecen por doquier. Pequeños pies exploran fuera del poblado. Una piedra golpea puntas de sílex. Estalla la palabra mío.

Pedro Peinado Galisteo (Madrid, 1974) es licenciado en Psicología y trabaja en una biblioteca universitaria. Sus microrrelatos han obtenido premios y forman parte de antologías y revistas.

Conciencia ligera Tras noches de desvelo logra al fin dormir a pierna suelta, mientras ella agoniza a su lado, con el cuchillo de la confesión clavado en el pecho.

Rubén Zapater Ramos (Valencia, 1981) es licenciado en Filosofía. Ejerce de docente en Secundaria, donde usa los microrrelatos que escribe para impartir ética, política y derecho. Ha publicado en varias antologías digitales y ha quedado finalista en el concurso Philobiblion.

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Rutina Tomo café solo para despertarme, cortado con el desayuno, endulzado para merendar, descafeinado antes de dormir y los domingos fríos cuelo un guayoyo con agua de lluvia para no olvidar.

Toti Vollmer (Caracas, 1967) es dialoguista de televisión y escritora de teatro y de cómics, con más de ochenta títulos publicados. Obtuvo el Premio Nacional de Dramaturgia Infantil TIN (2004) en Venezuela. Sus textos breves han aparecido, entre otros, en Quimera, Brevilla, ¡Basta! Contra la violencia de género, Amnistía Internacional y en la antología Equilibristas (2023). Su primer libro de micros es Quitapesares en Platero Coolbooks.

Ligero de equipaje Durante su juventud logró desprenderse de la timidez, en la madurez consiguió superar antiguos traumas, cuando llegó a la vejez se quedó sólo con lo importante; y ahora que es liviano como una pluma, el viento se lleva sus cenizas.

Francisca Barbero Las Hera (Bonn, 1970) trabaja como psicóloga en la Diputación Provincial de Jaén. Ha publicado diversos microrrelatos en la revista Quimera, en la revista digital Brevilla - Huellas de la memoria (2024) y en la antología Equilibristas (2023). Ha sido finalista del mes de enero de 2023 en el XII microconcurso de La Microbiblioteca.

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Los pescadores de perlas

Sobreprotección Para alejarle de la muerte, le privó de la vida.

F. Javier Cano Santa Bárbara (Soria, 1978). En 2022 fue seleccionado para representar a España en el concurso internacional de la asociación EACWP, categoría en castellano, en el que resultó segundo a nivel europeo. Es autor del libro Por la vida rápida (Editorial Nazarí, 2024) y aparece, entre otras, en la antología Equilibristas (Trea, 2023).

Adaptación La inteligencia es la capacidad de adaptarse al cambio.» Stephen Hawking

Ante la falsedad informativa me refugié en la verdad de las novelas.

Elena Sanz Revuelta (Madrid, 1971) es publicista, madre y escritora. Ha publicado en diversas antologías, la última, Equilibristas (Trea 2023), y revistas como Quimera (N.463-464), Brevilla (2024) o Trazos (2024). Fue ganadora de Cuentos Contigo (2023) y finalista en ENTC, Relatos con banda sonara o IASA, entre otros. En 2021 publicó Relatos mudos, su primer libro de microrrelatos.

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Un asesinato tibio Me hacía hervir la sangre y a sangre fría lo maté.

Jonathan Ruadez Naanouh (Ciudad Bolívar, Venezuela, 1986) es lingüista, traductor y comunicador residenciado en Miami, Estados Unidos. Sus microrrelatos han aparecido en la revista Quimera y en Equilibristas (Trea, 2023). Actualmente, equilibra su tiempo entre el mundo corporativo y la creación de neologismos en su blog https://diccionarioausente.wixsite.com/home/blog.

Herbicidas ¡Ababol!, se requieren el uno al otro, con dulzura. Acaban de echar polvo sobre polvo entre las espigas del secano. Ella coge una de las flores y la estruja entre los dedos: el semen y la menstruación se mezclan en un olor picante. Son bellos y simples y en el pueblo no dejarán que suenen las campanas de boda por ellos.

Ana Aliana (Zaragoza, 1962). Sus microrrelatos han sido seleccionados dos veces en Relatos en Cadena. Ha publicado también en las antologías La minúscula cuerda floja de la revista Brevilla y Sentencias, de Esta Noche Te Cuento.

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Los pescadores de perlas

Terminal Justo antes de finalizar el año en el aeropuerto, ella me dijo que ya no me amaba. Me marché sin mencionar mi diagnóstico.

Stephen Crawcour (Madrid, 1978)ejerce como psicólogo clínico en Dresden y Freiberg (Alemania). Sus primeros microrrelatos han sido publicados en revistas como Plesiosaurio, Revista Tinta Azul, Quimera, Trazos y en antologías publicadas en Minificcion. com. Además, se dedica a la magia bajo el pseudónimo de Doktor Crocker.

Estrella fugaz Había una vez un dragón muy poderoso que contemplaba el mundo desde el rascacielos más alto. Pero, algunas noches, cuando miraba hacia arriba y la luna le aguaba sus ojos de fuego, se sentía tan diminuto; tan ínfimo ante la magnificencia ígnea de las insignificantes galaxias de un universo infinitamente colosal…

Bárbara Muñumer (Valladolid, 1987) se dedica a la docencia en Granada y es doctora en Humanidades por la Universidad Carlos III de Madrid. Ha ganado diversos concursos literarios de relato, poesía y microrrelato. También ha publicado en revistas y antologías con otros autores.

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Descansillo El primer día la observé a través de la mirilla, el segundo la saludé, el tercero la invité a café, el cuarto nos hicimos amigas, el quinto le presenté a mi marido, el sexto los pillé en mi cama, el séptimo conseguí la casa y el divorcio.

Fina Mas Marco (Elche, 1958) es maestra jubilada. Ver nacer y crecer historias en un papel blanco es su mayor divertimento.

Movimiento social Los parados son detenidos por no estarse quietos.

Alfonso Valencia (Madrid, 1988) es matemático de formación e informático de profesión. Vive en Berlín desde hace más de una década. Empezó a escribir animado por los cursos online y ha sido publicado en revistas como Quimera y Brevilla.

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Los pescadores de perlas

La aspirante De mayor quiero ser enfermera. Practico con mi hermano pequeño: le pongo el termómetro y le doy jarabe. También con mamá, que se pasa las tardes en cama. Ella es mejor paciente, no se queja de nada, ni siquiera cuando le quito la jeringuilla y le tomo prestada la cuchara.

Eva Navarro Navalón (Madrid, 1974) es radioquímica de profesión y exploradora por vocación. Busca en el microrrelato la partícula narrativa indivisible y las fuentes del texto.

Wall Street Cada vez que repica la campana, los lobos salivan sin control.

Iris Montero Muñoz (Toledo, 1991), apasionada por la historia natural, la divulgación científica y la escritura creativa, es doctora en Biología por la Universidad Autónoma de Madrid y trabaja como investigadora en el Real Jardín Botánico.

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El mellado Quiso convencerme con la misma sonrisa con la que de joven conseguía todo.

Ángeles Vázquez Estrada (Guadalajara, 1973) es periodista especializada en tribunales que aprovecha cualquier oportunidad para escribir ficción. Ha publicado sus microrrelatos en la revista Quimera y participado en diversas antologías, como Ángeles de Papel, Brevilla y Minificción. Escribió 100 cosas que hacer en Madrid al menos una vez en la vida.

Quimera Los pececillos de plata han invadido la casa. Es el fin de nuestra miseria.

Raúl Aragoneses (Mérida, 1978) es corrector en el Departamento de Publicaciones de la Asamblea de Extremadura y autor del libro El infierno comunica, mención especial en el I Premio Iscariote al mejor libro de microrrelatos publicado en España de 2022. Es, además, una de las veintiséis nuevas voces del microrrelato en español que recoge la antología Equilibristas (2023).

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E l C a s t i l l o d e B a r b a Az u l

Diez voces pioneras de la poesía afroamericana Por Juan Ignacio Guijarro González Traducciones: José de María Romero Barea En octubre de 2023 se cumplió el trigésimo aniversario desde que la novelista Toni Morrison se convirtiera en la primera —y única— persona de raza negra nacida en Estados Unidos en obtener el Premio Nobel de Literatura. Doscientos veinte años antes, en 1773, una poeta llamada Phillis Wheatley había sido la primera persona afroamericana en publicar un libro. Estas dos escritoras sintetizan la prolongada y fructífera historia de una tradición literaria que, lamentablemente, sigue teniendo una presencia tangencial en nuestro país en el año 2023. En estas páginas se intenta suplir esta carencia, ofreciendo una visión panorámica de diez voces poéticas afroamericanas pioneras de los siglos XVIII, XIX e inicios del XX. Los historiadores de la literatura estadounidense coinciden en señalar que el primer texto escrito por una persona afroamericana es el poema «Lucha en la pradera» («Bars Fight») de Lucy Terry (1730?-1821). En este texto, que la autora escribió con tan solo dieciséis años, se recrea un ataque de tribus indígenas a dos familias de raza blanca, acontecido el 25 de agosto de 1746 en Massachusetts, que entonces era una colonia británica. Este poema pervivió oralmente hasta que fue publicado varias décadas después. Lucy Terry había nacido en África, pero enseguida fue apresada y vendida como esclava. A la edad de cinco años fue adquirida por una familia en cuyo seno iba a convertirse en una cristiana practicante. Al contraer luego matrimonio con un hombre afroamericano con ingresos, pudo comprar su libertad. Terry enseguida adquirió una sólida reputación por su dominio del lenguaje y su elocuencia verbal. Tras superar la muerte de su marido, falleció en el año 1821. En «Lucha en la pradera», Lucy Terry describe, en un tono narrativo sumamente ágil y visual, la crueldad de este ataque indígena contra miembros de familias

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blancas, cuyos nombres se detallan, sin llegar a plantearse la situación de las tribus indígenas: Lucha en la pradera De agosto sería el veinticinco De mil setecientos cuarenta y seis; Los indios nos tendieron una emboscada, Para acabar con un puñado de audaces. Fue junto al molino de Sam Dickinson, Que los indios mataron a cinco de nosotros Cuyos nombres no quiero olvidar. Samuel Allen luchó como un héroe, Y aunque se portó como el hombre que era, Su rostro no lo veremos más. Rápido acabaron con Eleazer Hawks, Antes de que pudiera defenderse, – Antes de poder ver a los indios, De un tiro lo dejaron seco. Acuchillaron a Oliver Amsden, Con pena y dolor de los que le conocieron. A Simeon Amsden lo hallaron muerto, Con su cadáver rodeado de flechas. Oímos decir que Adonijah Gillett Perdió la vida, su don más preciado. John Sadler logró escapar río abajo, Dejando atrás una cruel matanza. Vio venir a los indios Eunice Allen, Y creyó salvarse corriendo, Y de no ser por las enaguas, que la retuvieron, Aquellas viles criaturas no la hubieran atrapado, Ni le hubieran abierto la cabeza, Ni la hubieran dejado tirada en el suelo, muerta. Al joven Samuel Allen, ¡maldita sea! Lo capturaron y se lo llevaron preso al Canadá.

Como ya se ha señalado, Phillis Wheatley (1753?1784) fue la primera persona afroamericana en publicar un libro. Para el eminente crítico Henry Louis


Gates se trata de la progenitora de la tradición literaria negra en Estados Unidos. Nacida en África, al igual que Lucy Terry, Wheatley era una niña de siete u ocho años cuando, en julio de 1761, fue comprada en el puerto de Boston por un comerciante llamado John Wheatley, que decidió ponerle el nombre del barco que la trajo al continente americano, «Phillis». La niña enseguida dio muestras de una asombrosa precocidad intelectual y, cuatro años después, ya era capaz de leer en inglés la Biblia, que va a tener una gran presencia en su obra. A los catorce años ya publica un poema, y en 1770 logra cierta notoriedad con la primera de las numerosas elegías que va a componer a lo largo de su carrera, breve pero intensa. En estas elegías queda patente su conocimiento de la tradición literaria latina, por lo que la huella de autores como Ovidio, Virgilio o Terencio resulta muy visible en sus versos. Tras un primer intento fallido de publicar un poemario en Estados Unidos, en 1773 viaja a Londres con la esperanza de poder hacerlo en un país donde el racismo no era tan virulento. En la capital inglesa deslumbra a grandes intelectuales de la época como Voltaire o Benjamin Franklin. Gracias al apoyo de una aristócrata inglesa contraria a la esclavitud, en septiembre de 1773 Phillis Wheatley logra publicar en Londres un libro titulado Poems on Various Subjects, Religious and Moral, con treinta y ocho poemas. La dicción es netamente neoclásica, desvelando la fuerte influencia, por un lado, de la tradición latina y, por otro, del poeta inglés más renombrado del siglo XVIII, Alexander Pope. Tras publicarse su poemario, en octubre de 1773 obtiene por fin la libertad, a la edad de veinte años, aunque sigue viviendo con la familia Wheatley. A raíz del inicio de las hostilidades entre las trece colonias americanas y el imperio británico, compone poemas de tono patriótico, entre ellos uno dedicado al futuro presidente George Washington, que queda tan impresionado que decide conocerla en persona. En

1776, el año en que Estados Unidos declara su independencia de la corona británica, contrae matrimonio y, a partir de ese momento, su trayectoria vital y literaria sufre un declive imparable, agravado por problemas de salud. Phillis Wheatley fallece muy joven, en un lamentable estado de pobreza y abandono, en diciembre de 1784. Su figura no ha estado exenta de polémica, pues a menudo se le ha achacado que en sus textos apenas se aprecien rasgos de la cultura negra. Sin embargo, en su poema más conocido, «Al ser traída de África a Norteamérica» («On Being Brought from Africa to America»), medita sobre los valores del cristianismo, aunque en los versos finales introduce un sutil matiz racial, al recordar que en dicha religión debieran tener cabida todos los seres humanos, sin distinción de razas: Al ser traída de África a Norteamérica Fue la piedad que me trajo desde mi tierra pagana La que enseñó a mi alma ignorante a comprender Que hay un Dios que es al mismo tiempo un Salvador: Obtuve así una redención que nunca hubiera podido imaginar. Hay quienes miran con desdén a nuestra aciaga raza: «Su color es del tinte del diablo». Recordad, cristianos, negros, oscuros al igual que Caín: Solo seréis purificados si os unís al séquito angelical.

Todo parece indicar que Jupiter Hammon (17111806?) fue el autor de la primera publicación firmada por una persona de raza negra en Estados Unidos, el 25 de diciembre de 1760. Aunque existen pocos datos sobre su vida, es muy posible que naciera el 17 de octubre de 1711 en una plantación esclavista perteneciente a una familia adinerada, los Lloyd, a las afueras de Nueva York. Pudo acceder a una educación cristiana, lo que habría de resultar determinante en su obra, de tono religioso y muy escasa, pues consta únicamente de ocho

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textos, dotados de un fuerte componente oral: cuatro poemas y cuatro sermones. Fue un autor tardío, pues cuando publicó su primer poema ya casi había cumplido los cincuenta años. En los textos de Jupiter Hammon, la esclavitud suele abordarse en un tono moderado que a veces ha sido objeto de críticas, aunque se reivindica el legado y la historia de los pueblos originarios de África. Cuando aconteció su muerte, alrededor del año 1806, seguía siendo un esclavo, por lo que fue enterrado, sin lápida alguna, en terrenos de la familia Lloyd. En su poema más antologado, «Una oración para Phillis Wheatley» («An Address to Miss Phillis Wheatley»), que pudo ser publicado en 1779, queda de nuevo patente el carácter religioso de su literatura. Está formado por veintiún cuartetos que terminan con una alusión bíblica, y en ellos Hammon se dirige a Wheatley —que ya era una autora reputada y a quien parece que no llegó a conocer— para que viva acorde a los principios cristianos. Las estrofas iniciales ilustran a la perfección el espíritu que preside este extenso poema: Una oración para Phillis Wheatley I ¡Oh, joven creyente! Acude a venerar La sabiduría de tu Dios, Que te trajo desde una costa lejana Para que aprendieras de su Palabra Santa. Ecles. xii. II Podrías haber sido olvidada, A solas en una oscura morada; La tierna misericordia de Dios ha redoblado sus esfuerzos, Para que te asista su Palabra Santa. Salmos cxxxv, 2, 3. III Los caminos de la sabiduría preclara son senderos de paz; Y los que transitan por ellas, Cosechan dichas que nunca cesan, Y Cristo siempre será su Señor. Salmos, 1, 2; Prov. iii, 7.

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IV La tierna misericordia de Dios te trajo junto a nosotros, Hacia el fragor de la tierra firme; De la Fe cristiana tienes una parte, Que vale todo el oro de España. Salmos cii, 1, 3, 4.

George Moses Horton (1797?-1883?) ha pasado a la historia como el primer esclavo que publicó un libro en Estados Unidos y como el primer poeta afroamericano del sur, la zona esclavista del país por antonomasia. Su obra consta de tres libros y unos ciento cincuenta poemas, en los que Horton demuestra un gran dominio de recursos formales como el ritmo y la rima para abordar temas como la libertad, el amor, el entorno sureño, la religión o la muerte. Nació en una plantación de tabaco del estado de Carolina del Norte, parece ser que en el año 1797. Dado que a los esclavos se les castigaba si sabían leer o escribir, Horton tuvo que aprender en secreto primero leer y luego a escribir. Por ello, componía sus poemas mentalmente —a veces mientras trabajaba— y los memorizaba hasta poder dictarlos, a veces a estudiantes de la prestigiosa Universidad de Carolina del Norte en Chapel Hill, a quienes vendía poemas de amor a cambio de dinero o, incluso, de libros de Homero, Virgilio, Shakespeare, Milton o Lord Byron. Su primer poemario aparece en 1829 con el revelador título de Hope of Liberty, pues su intención era conseguir dinero para comprar su libertad. De hecho, la esclavitud es uno de los temas recurrentes del volumen. Gracias en parte a este primer poemario, su notoriedad llegó a ser tal que se promovió una campaña para que su amo le concediera la libertad, pero siguió padeciendo la esclavitud hasta su abolición en 1865. Lo que sí pudo conseguir fue comprar a su amo parte de su horario de trabajo para dedicarse a la literatura. En 1845 ve la luz su segundo libro, Poetical Works. Tras iniciarse la guerra civil en 1861, se unió a las fuerzas de un capitán del ejército del norte y escribió diversos poemas sobre la contienda. Gracias a dicho capitán, publicó su tercer y último poemario, Naked Genius. Apareció en 1865, el año en que terminó la guerra y se


abolió la esclavitud en Estados Unidos. George Moses Horton alcanzó la ansiada libertad cuando ya tenía más de sesenta años. Ya como un ser libre, dueño de su destino, se fue del sur para asentarse en Filadelfia, donde vivió diecisiete años, aunque ya no volvió a publicar nada. Apenas se sabe nada de esta etapa final de su vida, salvo que probablemente falleciera en 1883. Su poema «Lincoln ha muerto» («Lincoln Is Dead») es una elegía a un presidente muy apreciado en la comunidad afroamericana, dado que luchó por abolir la esclavitud. Su asesinato en 1865 fue una tragedia nacional que inspiró a poetas como Walt Whitman. En su elegía, George Moses Horton ensalza las virtudes de Lincoln y concluye con un verso de aliento épico: Lincoln ha muerto Ha desaparecido, el fundamento de la nación, La paloma a su morada ha vuelto; Vosotros, héroes, lamentad su ausencia, Porque Lincoln ha muerto. Ha declinado, el que fuera sol de la Unión, como Febo, que se esconde por el Oeste; El planeta de la paz y la comunión, Para siempre se ha retirado a su descanso. Deja atrás un orbe conmovido, Nadie que le haga sombra ocupará su lugar; Sus maravillas se extienden a través de los océanos, Cuyas olas murmuran: Lincoln ha muerto. Se ha ido y nunca lo olvidaremos Aquel cuyas obras eternamente florecerán; Cuando el oro, las perlas y los diamantes pierdan su brillo, De la tumba brotarán sus hazañas. De la gloria a la Gloria ha ascendido, Entre lágrimas sonreiremos; Dejad que empecemos a contar su tierna historia, Con Pasión, pues Lincoln ha muerto.

Frances Ellen Watkins Harper (1825-1911) fue la autora afroamericana más prominente del siglo XIX. Cultivó con acierto casi todos los géneros y combinó de forma armoniosa las letras y el activismo social, par-

ticipando en innumerables campañas para mejorar la situación de la comunidad afroamericana. Su vida fue anómala desde un principio, pues nació en el seno de una familia libre en el estado de Maryland, sureño y esclavista. En la niñez perdió a ambos progenitores, por lo que creció al cuidado de un tío suyo que era maestro, gracias al cual adquirió una formación sólida y rigurosa. Hastiada de las leyes racistas de Maryland, en 1853 se instala en Filadelfia (como George Moses Horton haría años después) y se une al movimiento abolicionista, en cuyo seno adquiere notoriedad por la elocuencia y brillantez de sus discursos. Tras publicar en 1845 un primer poemario titulado Forest Leaves, del que no se conserva ejemplar alguno, nueve años después aparece Poems on Miscellaneous Subjects, que tuvo una excelente acogida. La esclavitud constituye uno de los ejes del libro, como reflejan títulos como «The Slave Mother» o «Slave Auction». Durante los años previos al inicio de la guerra civil, Watkins intensifica su actividad dentro del movimiento abolicionista. Su carrera literaria corría paralela a su activismo social: en 1855 publica el que a menudo se considera el primer relato de las letras afroamericanas, «The Two Offers», se erige en un referente del periodismo negro, y en 1892 aparece la que quizá sea su gran obra, la novela Iola Leroy, con la que desmantela la visión nostálgica de las plantaciones esclavistas que luego popularizaría mundialmente Lo que el viento se llevó. En 1870 había publicado Sketches of Southern Life, un libro de poemas escritos en dialecto afroamericano que recreaban en clave costumbrista la realidad negra en el sur. Frances Ellen Watkins Harper falleció el 20 de febrero de 1911, tras una trayectoria incomparable, tanto en el ámbito de la literatura como en del activismo social. En «Sepultadme en tierra libre» («Bury Me in a Free Land»), uno de sus grandes poemas, logra aunar de forma armoniosa sus dos facetas, la literatura y el activismo social, al expresar su aspiración de que la entierren en un lugar donde las vejaciones de la esclavitud hayan sido erradicadas: Sepultadme en tierra libre Llevad mi sepulcro donde queráis, A una llanura humilde, o a una alta colina; Ponedlo entre las más humildes sepulturas, Pero no lo hagáis en una tierra donde el hombre sea esclavo.

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Cómo podría descansar si alrededor de esa tumba Escucho los pasos del temeroso cautivo; Su sombra sobre ese silencioso túmulo Lo haría un lugar de temblorosa pena. Cómo podría descansar oyendo las pisadas De un puñado de esclavos conducidos al matadero, O ese grito maternal, de desesperación salvaje, Que se alza, como una maldición, sobre el aire que tiembla. No podría dormir si viera al látigo Bebiendo sangre de cada temible dentellada, O a los niños arrancados de los pechos de sus madres, O, como palomas trémulas, del nido de sus padres. Me estremecería con sobresalto si oyera a la jauría De sabuesos apoderándose de su humana presa, O al cautivo suplicando en vano Amarrado por siempre a su mortificante cadena. Si viera que las muchachas, de entre los brazos de sus madres, Son intercambiadas o comercian con sus encantos juveniles: Mis ojos brillarían con lúgubre llama, Mi mejilla, pálida de muerte, enrojecería de vergüenza. Quiero dormir, queridos míos, donde el empeño abotargado No pueda robar a nadie su más anhelado derecho; Mi descanso será placentero en una tumba cualquiera Donde nadie pueda llamar a su hermano siervo. No pido monumentos, altos y erguidos, Que obliguen al paseante a detener en ellos la vista; Todo lo que este anhelante espíritu mío ansía Es que no lo entierren en un país de esclavos.

El escritor y ministro protestante James D. Corrothers (1869-1917) nació en el Estado de Michigan, cuatro años después de abolirse la esclavitud. No llegó a conocer a su madre, fallecida en el parto, por lo que se crio con su abuelo paterno en una comunidad mayoritariamente blanca. Se inicia en la escritura colaborando en la prensa de Chicago, donde se forma en instituciones de prestigio. Empieza a publicar poemas y escenas sobre la vida diaria de la comunidad obrera negra, pero escritos en dialecto afroamericano, siguiendo el ejemplo de uno de sus principales mentores, el poeta Paul Lau-

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rence Dunbar, al que en 1912 dedicaría una elegía, «Paul Laurence Dunbar», uno de sus poemas más recordados. Otros referentes de juventud fueron el inglés Lord Tennyson o el estadounidense Henry Wadsworth Longfellow. En 1902 publica el libro que le granjeó notoriedad, The Black Cat Club (El club del gato negro), una recopilación de sus escenas de la comunidad negra urbana, a menudo en clave satírica, de nuevo escritas en dialecto afroamericano, cuyo uso lamentó luego, al empezar a escribir en un inglés estándar, como queda de manifiesto en su poema «Ante las puertas cerradas de la justicia» («At the Closed Gates of Justice»). James D. Corrothers falleció de un ataque al corazón en 1917, un año después de haber publicado su autobiografía, In Spite of the Handicap. En un texto tardío como «Ante las puertas cerradas de la justicia» se lamenta que a la comunidad negra de Estados Unidos se le exija perdón, paciencia e incluso patriotismo, pero nunca se le ofrezca igualdad: Ante las puertas cerradas de la justicia Ser negro en días como estos Exige pedir perdón. Caer abatido por un golpe tras otro, Traicionado, como aquel cuyos ojos cegados por el dolor concedieron la Dicha, Y tener que socorrer a los que te han derribado, Por ser negro, en días como estos. Ser negro en días como estos Requiere de una paciencia excepcional, de una paciencia que espera En la más absoluta oscuridad. Significa perder el camino, Y llamar, sin ser atendido, a unas puertas de hierro, Por ser negro, en días como estos. Ser negro en días como estos Reclama una extraña lealtad. Tener que servir a una bandera Que representa para nosotros la libertad de los blancos. ¡Ay! Y tener que respetarse cuando la verdad y la justicia brillan por su ausencia, Por ser negro, en días como estos. Ser negro en días como estos — ¡Pobre de mí! Señor Dios, ¿qué mal te hemos hecho? Mira cómo brillan las puertas, todas de oro y amatistas, Y aun así paso de largo, sin lograr la gloriosa meta, «Por ser sólo un negro» —¡en días como estos!


La muerte de Joseph Seamon Cotter, Jr. (1895-1919) con tan solo veintitrés años en 1919 supuso una gran pérdida para las letras afroamericanas. Es una figura cuya obra, aún no lo suficientemente reconocida, está siendo objeto de recuperación en tiempos recientes. Legó un corpus lírico de sesenta y cinco poemas de carácter tan sugerente e innovador que se le considera un precursor del llamado «renacimiento de Harlem», que aflora durante los años veinte. Nacido en la ciudad sureña de Louisville, su padre era un poeta cuyo verso, de corte tradicional, recurría al dialecto afroamericano, como hiciera durante años James D. Corrothers. El hecho de que su padre también fuera profesor le permitió tener una sólida formación y el acceso a una buena biblioteca familiar. En 1911 se matricula en Fisk University, una de las instituciones afroamericanas de educación superior más prestigiosas, pero en su segundo año de carrera contrae la tuberculosis y ha de regresar al seno familiar. En Louisville inicia su carrera literaria, colaborando asiduamente en un periódico local. Tras la muerte en 1914 por tuberculosis de su hermana Florence, escribió su primer gran poema, la elegía «To Florence» («A Florence»). Su carrera poética cristaliza en 1918 con la publicación del volumen Band of Gideon and Other Lyrics, que contiene sus textos más renombrados y en el que emerge una voz poderosa y original que se aleja de las convenciones decimonónicas, haciendo gala de un excelente dominio del verso libre. El resto de su obra aparecería ya póstumamente en los años 1920 y 1921, gracias a los esfuerzos de su padre. En el poema «De un mulato a sus detractores» («The Mulatto to His Critics»), Joseph Seamon Cotter Jr. plantea en un estilo conciso y sugerente los dilemas a los que había de enfrentarse una persona multirracial en los Estados Unidos de la época. En los dos versos iniciales se formulan sendos interrogantes, a los que se responde con detalle en el resto del poema, que concluye celebrando la identidad afroamericana: De un mulato a sus detractores ¿Avergonzado de mi raza? ¿Pero de qué raza soy yo? Soy de muchas en una sola. Por mis venas corre la sangre Del indio, del negro, del inglés, del celta y del escocés,

En bélico conflicto, con un mismo agitado afán. A todas las acojo en mi seno, Pero de entre ellas elijo la estirpe abnegada Que oscurece mi piel, que riza mi pelo, Que anega mi alma de dulce son.

Pese a fallecer también joven, Paul Laurence Dunbar (1872-1906) fue considerado en su momento «el poeta laureado de la raza negra», ya que obtuvo un éxito excepcional entre lectores de raza blanca y de raza negra. Aunque publicó novelas, su prestigio se cimenta en su poesía. Además, es el autor de uno de los versos más celebrados de la tradición literaria afroamericana: «I know why the caged bird sings». Hijo de antiguos esclavos que le educaron en la extraordinaria tradición oral afroamericana, Dunbar nació en 1872 en el estado de Ohio. Sus padres se divorciaron y quedó al cuidado de su madre, que le enseñó a escribir y el inculcó el amor por la lectura. A pesar de ser el único estudiante negro de su instituto (lo que le hizo vivir episodios racistas), fue el alumno más brillante de su promoción. Pese a su brillante expediente, su primer empleo fue como ascensorista, aunque aprovecha los ratos libres para escribir poesía, inspirado por autores a quienes lee con pasión: Shakespeare, los románticos ingleses, Lord Tennyson o Edgar Allan Poe. Tras pedir un préstamo, en el año 1893 logra publicar su primer libro, Oak and Ivy, que consta de sesenta y cinco poemas. Enseguida se suceden nuevos poemarios, entre los cuales destacan Major and Minor y Lyrics of Lowly Life. Contrae matrimonio con una una joven maestra y escritora, Alice Ruth-Moore, con la que forma una de las grandes parejas de la historia afroamericana. Su relación fue poco duradera, debido en gran medida a los problemas de salud del escritor, que contrajo tuberculosis. En su momento, el enorme prestigio de Dunbar se debía sobre todo a poemas como «When Malindy Sings», escritos en un dialecto negro que en su momento fue muy elogiado por su autenticidad pero que luego ha sido duramente criticado por perpetuar estereotipos racistas. Hoy día se le recuerda por su verso no dialectal, que descuella en poemas como «Llevamos la máscara puesta» («We Wear the Mask»). Debido a sus problemas de salud, Paul Laurence Dunbar falleció en 1906 con tan solo treinta y

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tres años, dejando un legado crucial en el devenir de la literatura afroamericana. En «Llevamos la máscara puesta», Dunbar ofrece una incisiva reflexión sobre los complejos dilemas raciales a los que ha de hacer frente la población negra de Estados Unidos, que quedan ya nítidamente reflejados desde el paradójico verso inicial: Llevamos la máscara puesta Nosotros llevamos la máscara que sonríe y miente, Ocultas las mejillas, en sombra los ojos: Es la deuda que pagamos a la humana impostación; Con sangrantes corazones destrozados sonreímos, Con innúmeras prevenciones en nuestros labios. ¿Por qué los demás deberían mostrar preocupación? ¿Por qué han de reparar en nuestras lágrimas y suspiros? ¿Por qué? Dejad que nos vean tal como somos, los que Llevan la máscara puesta. Sonreímos, pero, ah, Jesús, nuestro clamor Hacia ti, desde nuestras torturadas almas, se eleva. Cantamos, pero, ay, vil es la arcilla bajo nuestros pies, enorme la distancia; Sueñen los demás con lo que quieran, ¡Somos nosotros los que llevamos la máscara puesta!

Alice Dunbar-Nelson (1875-1935) fue una escritora versátil, nacida en una familia de clase media, que despuntó sobre todo por su poesía y sus relatos, habitualmente enraizados en su Nueva Orleans natal, la ciudad multirracial sureña que habría de ser la cuna del jazz. Tras iniciarse en periódicos de ciudades del norte como Boston o Nueva York, a los veinte años ya publica su primer libro, Violets and Other Tales (1895), un volumen que incluye poemas, relatos y ensayos y en el que se afloran los temas sobre los que va a girar casi toda su carrera: el amor, las diferencias de clase o el papel de la mujer en la sociedad estadounidense del cambio de siglo. Una ausencia destacada en su obra es la controvertida cuestión racial, quizá porque tenía la piel clara debido a su origen multiétnico. Sus poemas, que aparecieron en prestigiosas revistas afroamericanas como Opportunity o Crisis y en la antología Book of American

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Negro Poetry, editada por James Weldon Johnson en 1931, es de índole tradicional tanto por su estructura como por su dicción. El volumen Violets and Other Tales llamó la atención del ya mencionado Paul Laurence Dunbar, con quien contraería matrimonio tres años después, aunque su relación resultara poco duradera. En 1899 aparece la que se considera su principal obra, The Goodness of St. Rocque and Other Stories, un volumen de relatos ubicados en el Nueva Orleans multirracial que se enmarca en una corriente de narrativa costumbrista femenina entonces en boga por todo el país. De hecho, el tramo final de su carrera literaria se centra en este tipo de narrativa, así como en el activismo político, dedicando numerosos discursos y artículos de prensa a la lucha por el sufragio femenino, un hito que en Estados Unidos no se alcanza hasta el año 1920. Alice Dunbar-Nelson fallece a la edad de sesenta años por problemas cardíacos. Entre las obras que se publican de forma póstuma destacan sus diarios, en los que por primera vez se reflejaban las inquietudes y los sentimientos de la mujer afroamericana. En su poema «Sentarse y coser» («I Sit and Sew»), escrito en el año 1918, Dunbar-Nelson reflexiona sobre el papel que la mujer debía desempeñar durante la Primera Guerra Mundial, usando como metáfora una actividad tradicionalmente asociada al ámbito de lo femenino como la costura: Sentarse y coser Me siento a coser, tarea inútil, por lo que parece: Se cansan las manos, se inclina la cabeza bajo el peso de los sueños: El arsenal de guerra, el paso marcial de los soldados, Sombríos los rostros, el mirar severo, más allá de las conciencias De almas menores, cuyos ojos no han contemplado aún la muerte, Ni saben mantenerse vivas, salvo entre suspiros, Mientras yo... tengo que sentarme a coser. Sentarme a coser, cuando mi corazón sufre y anhela: Terrible espectáculo este, el del fuego derramado con saña Sobre campos baldíos, entre seres grotescos que una vez fueron hombres Y ahora se retuercen. Mi alma compungida


Grita suplicante, desea unirse a ellos En ese infernal holocausto, en esos enlutados campos, Pero no: mi obligación es sentarme a coser. Inútil costura, ocioso remiendo; ¿Qué hago soñando aquí, a resguardo en mi hogar, Cuando vivos y heridos yacen allí, en el barro, bajo la lluvia? Los oigo llamarme, con gritos lastimeros, ¡Me necesitan, Jesucristo! No es un sueño dorado Lo que persigo. Es esta costura estéril Lo que me ahoga. Dios mío, dime por qué tengo que sentarme a coser.

James Weldon Johnson (1871-1938) fue, sin duda alguna, el más polifacético de los diez autores abordados en estas páginas, pues, además de en la literatura, se adentró con éxito en otros campos tan dispares como la diplomacia, la abogacía, la docencia, el activismo o incluso los musicales de Broadway. Nace en Florida, hijo de un matrimonio de emigrantes de las Bahamas pertenecientes a la clase media, lo que le distingue de los otros autores mencionados hasta ahora. Ambos progenitores, que gozaban de un buen nivel cultural, le inculcan el amor por la literatura y por la música clásica europea. Fue un alumno brillante que incluso cursó estudios en la Universidad de Columbia, la prestigiosa institución neoyorquina a la que años después acudiría Federico García Lorca. Si bien se inicia en la poesía en el ámbito del verso dialectal —que Dunbar popularizara— con su poemario Sence You Went Away (1900), dicho recurso estilístico desaparece en libros posteriores como Fifty Years and Other Poems (1917) o una secuencia de sonetos urbanos titulada My City (1923). En 1900 ya había escrito un himno escolar, «Lift Every Voice and Sing», que se populariza por colegios afroamericanos de todo el país, hasta convertirse en el himno oficioso de la comunidad negra estadounidense. También resulta esencial su faceta de antólogo de la cultura afroamericana, como atestiguan los volúmenes The Book of American Negro Poetry (1922) o The Book of American Negro Spirituals (1925), que tuvieron un impacto incalculable. En 1927 publica una de sus mayores creaciones en el campo de la lírica, God’s Trombones, en el que recurre al

verso libre para recrear sus experiencias al viajar a los Estados del sur y conocer directamente la idiosincrasia de la comunidad afroamericana. Los logros de Johnson en el campo de la prosa son los más reconocidos. Su obra más relevante es The Autobiography of an Ex-Colored Man, una fascinante novela sobre la identidad racial publicada de forma anónima en 1912. Son dignos de mención su estudio histórico Black Manhattan (1930), así como su autobiografía, Along This Way (1933), publicada cinco años antes de su fallecimiento a la edad de sesenta años, cuando un tren arrolló su coche. El entierro de James Weldon Johnson en Harlem constituyó un homenaje masivo a una figura única de la historia afroamericana. «Belleza que no se marchita» («Beauty That Is Never Old») es un emotivo poema de amor que, sin embargo, no está exento de alusiones a la discriminación racial: Belleza que no se marchita Cuando nos azotan a diario y nos golpean las tormentas, Cuando nos oprimen las amargas consecuencias de la opresión, No deseo un refugio más seguro que tus brazos, No quiero un cielo más dulce que tu pecho. Cuando en el sendero de la vida nos asola la desdicha De días sin sol, de noches con cielos sin estrellas; Me basta la luz firme y sosegada Que brilla tenuemente en tus ojos tiernos. Para mí, el mundo y todo lo que este contiene Cabe en tus brazos; para mí, Yace en las luces y las sombras de tu mirada, La única belleza que no se marchita.

La obra de estos diez escritores, desde la pionera Lucy Terry hasta el versátil James Weldon Johnson, debiera despejar cualquier duda sobre la singular riqueza de la poesía afroamericana, que —como cualquier tradición literaria— ha evolucionado sin cesar desde sus inicios a mediados del siglo XVIII, tanto respecto a los temas que aborda como a los recursos formales de los que hace gala. Esperemos que, muy pronto, estos nombres dejen de ser desconocidos en España y contribuyan a enriquecer nuestro panorama poético nacional.

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Se llama Lola y tiene diecinueve años Por Marta Sanz En la portada de este libro, un árbol y, colgado de una de sus ramas, un saco para pegar puñetazos. Los libros de Alfons Cervera contienen el flujo de la memoria para que no se pierda ni evapore; convierten en grafía el sonido del silencio. Son actos de verdad, justicia y reparación. Pero, además, en un campo literario adormecido por la equidistancia y los cantos de sirena, por el venenoso bálsamo bebé, sus libros también son un golpe. Recuperar el pasado, a través del mecanismo de la memoria, es un golpe en la sociedad del eterno presente, del presente retransmitido a golpe de selfi y de constatación continua, desasosegante, siniestra, de los instantes memos de la vida cotidiana. Los libros de Cervera son otra cosa. Son tremendos y hermosos, y en ellos encontramos esa ternura hecha palabras que no es la lánguida ternura, la malévola cursilería, de esos textos que colocan a los vencedores y a las vencidas, a las vencedoras y a los vencidos en una imposible intersección en la que todo el mundo pierde. No, no es verdad. Y nos revolvemos contra esas afirmaciones que suavizan el dolor de las rojas, los pobres, los torturados, las purgadas con aceite de ricino, los asesinados contra la valla de los cementerios, las desaparecidas, el exilio, quienes pasaron frío y hambre, y muchísimo miedo… Lo piensa Luciano, uno de los narradores: «Qué mentira es esa de que una guerra no la gana nadie. O esa otra que asegura cínicamente que todos la perdieron». Me parece haberle escuchado decir que él acaba sus libros cuando se cansa. He creído entender que no hay demasiada premeditación técnica en lo que escribe.

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Puede que me equivoque: ya sabemos que la memoria es lábil, aunque ese carácter difuso y movedizo no les quite ni un ápice de verdad a las historias y cuerpos que deben ser desenterrados. Si de verdad no preconcibe ni diseña, eso significa que es un escritor superdotado. Su intuición y su oído, su sensibilidad lingüística y constructiva, rozan el prodigio. Porque este escritor te lleva por las páginas con una musicalidad hermosísima, impregnada de referencias a los temas que tocaban las bandas de los pueblos en las fiestas de San Blas, a Simon y Garfunkel, pero a la vez esa música y esas palabras que se nos meten dentro a través del tímpano y nos resuenan en los pulmones, esas palabras-cadencia y palabras-conmoción encajan perfectamente en piezas narrativas con arcos de medio punto, bóvedas de cañón, arquitecturas que sostienen la fluida y orgánica belleza de los textos. El lenguaje. La materia prima del oficio de escribir es el lenguaje. No nos vayamos a olvidar. Recuerdo que, en una presentación en Valencia de Clavícula, Alfons, síntesis de amable cordialidad y valentía para la protesta, se levantó para recordarnos, entre la necesaria reflexión sobre la endometriosis y la hipocondría, que estábamos hablando de un texto literario. Artístico. Son las formas del arte las que hacen que la menopausia de una mujer particular o el olvido y la muerte ejercidos contra el bando republicano durante el franquismo adquieran relieves, profundidades, resonancias en cada cuerpo que lee y forma parte del cuerpo social. Por eso, el autor —también Román, el escritor de esta historia— sabe que las palabras son importantísimas y, en la época en la que estamos aprendiendo a nombrar con respeto las vulnerabilida-


Alfons Cervera. Fotografía: Jesús Ciscar ©

des, también es importante subrayar que los asesinatos son asesinatos y no ejecuciones ni ajusticiamientos ni siquiera fusilamientos. Asesinatos. Así de claro queda escrito en este libro. Alguien tendrá que contarlo todo En El boxeador la poesía de la palabra se perfila a través de la mirada de Román, un alter ego de Alfons Cervera: los dos son escritores capaces de coordinar polifonías vertebrando los relatos de habitantes de Los Yesares, habitantes de la vida y de la muerte. La palabra escrita de Román es una necesidad porque la escritura colabora a la permanencia de las voces, evita que a las palabras se las lleve el viento, la escritura combate el olvido. Por eso, la palabra escrita de Román recoge y decanta su propio recuerdo, pero también las voces de Luciano, Elena, Angelín, el de las uñas azules, voces dentro de voces, voces que parecen ser un yo que forma parte de un nosotros, voces que buscan otras voces en segunda

persona. Sobresale el subtexto de las cartas de Sunta, una mujer que logra que la narración se desencadene y sea vívida memoria. Sunta impulsa esa polifonía de fantasmas que perviven en la realidad y de carne que se concreta en lo fantástico. La maestría de Alfons Cervera consiste en conseguir que todas las voces sean distintas en función del momento desde el que evocan, en función de su experiencia y de su personalidad: la voz del anciano que regresa al punto tremendo de su infancia en el que dejó de ser un niño y es una voz vieja, humedecida por la mirada infantil y los secretos que la envuelven, la represión, la derrota… Algo no se comprende del todo y, sin embargo, se comprende muy bien: «… le pregunté a mi padre quién era Ojos Azules y no me contestó nada» (pág. 42). Un hombre aparece con los pies descalzos entre la paja meada y, en la parquedad de ese dibujo, en su reconcentrada expresividad, Alfons Cervera corrobora su destreza para definir imágenes que ya no podremos olvidar nunca. En la música y las miradas que se acercan y se alejan del pasado, en esas primeras personas del singular que forman parte de un nosotros, en la melancolía resistente, en esa sombra donde por fuerza ha de persistir una rendija de luz —quizá esa rendija sea la confianza en el acto de escribir—, en la idea de que el pasado es un lugar que recreamos a través de la memoria —facultad, proceso, ruedas dentadas en funcionamiento—, la prosa de Cervera me recuerda a la de Cesare Pavese… E insisto: hablar del pasado no es exactamente lo mismo que hablar de la memoria. El pasado es un lugar que se construye a través del sistema y el latido, la vibración

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Marta Sanz. Se llama Lola y tiene diecinueve años

de la memoria. Y sin esa indómita vibración de la memoria no existe la posibilidad de pensar en un futuro. He mencionado a Sunta. Los personajes femeninos en El boxeador no son comparsas ni acompañantes. Forman parte de la épica de esa cotidianidad terrible y, a ratos, luminosa, que con el paso del tiempo llamamos Historia. Sunta cataliza la escritura de Román: le escribe a Montpellier para decirle que «lo que no se cuenta es como si no hubiese existido» (pág. 93). Rosario, asesinada por los civiles cuando bajaba del monte, relata su propia muerte, aunque «Alguien tendrá que contarlo todo, los nombres de los muertos, pero también los nombres de los asesinos. Yo ya no siento nada» (pág. 105). Guadalupe y Luisa, las rapadas, las que se cagan vivas en las cuadras y maldicen. La esperanza en esta novela también es una mujer: se llama Lola y tiene diecinueve años. El papel activo de las mujeres en la ficción se coloca en paralelo con el rescate de las escritoras de esa generación represaliada, exiliada, silenciada, profundamente reivindicativa y de una calidad literaria tan incuestionable que ahora entendemos su tachadura de la historia cultural como una muestra del ensañamiento fascista contra las rojas. Mujeres rojas. En los epígrafes de El boxeador, Concha Alós, Ángela Figuera Aymerich, Carmen Castellote, Francisca Aguirre, María Teresa León. La realidad existe En la memoria se funden vida y relato, realidad y leyenda, invención y cosas tangibles porque la vida es relato y el relato vive en cada persona que lo lee, y en este libro, Alfons Cervera/Román apuntan explícitamente hacia una poética en la que la invención es piedra de toque. Precisamente, María Teresa León en su Memoria de la melancolía reflexiona sobre las invenciones y, al hilo de esa palabra, Román escribe: «… No digo yo que algo de lo que aparece en mis libros no lo sea. Pero, aunque así fuera, aunque todo lo que cuento en ellos no sucediera tal y como yo lo escribo, puedo asegurar que nada de lo que cuento es mentira». La leyenda y el es-

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pacio mítico, su adherencia a lo real, son temas nucleares en la literatura de Cervera. Las ficciones nos dejan manchas en el pulmón y configuran nuestra retina del mismo modo que algunos cuerpos se hacen legendarios: el Pitera, cuyo nombre evoca una experiencia de vida. Se pinchó las palmas de las manos con las agujas de la pita. A mi bisabuelo, en su pueblo, lo llamaban Pedro Rojopina: era socialista, pelirrojo y se quitó de en medio a un pretendiente de mi bisabuela pegándole un piñazo en la cabeza. Toda la historia concentrada en un lenguaje que, más allá de la arbitrariedad, se mimetiza con las cosas que pasaron. En el territorio de las cartografías legendarias, me ha maravillado la historia de la cueva del Royopellejas. Es un cuento que nos permite volver a las verdades de la fantasía y el recuerdo. Incluso a la capacidad de mostrar de los espejos, las dualidades, el alter ego y el doble, el imaginario de la literatura fantástica: hay historias que deben ser contadas por primera vez y otras que han de contarse dos, tres, mil veces, hasta que son escuchadas: las palabras de Alfons Cervera a veces son un eco de un eco de un eco, variaciones artísticas y militantes, que buscan nuevos sentidos y que, en lugar de desleírse en la repetición, van cobrando una forma cada vez más consistente. Gota a gota. Impregnándolo todo. Sin embargo, aunque en la comunidad letraherida sepamos que la ficción es verdad y la literatura nunca es intrascendente, el valor y la responsabilidad de los relatos no nos llevan a negar ni difuminar ni rodear de bruma o duda prestigiosa los horrores sobre los que se intenta echar tierra. Porque hay quien, desde una retórica artística como poco perversa, se escuda en el peso de lo legendario para decir que la realidad no existe. La realidad existe. Existen Palestina y las mujeres muertas cada día y una clase que no sabe que lo es. Existen, y la manera en que contamos esa realidad, la construimos, interfiere en ella. A veces la borra. «Somos lo que los demás recuerden de nosotros» (pág. 52), les explica a los niños Don Recalde. Somos el recuerdo y las narraciones que marcan su contorno. Incluso el olvido y las amputaciones, el


dolor fantasma, significan… Nos interesan los fantasmas porque nos interesa la violencia contra el cuerpo asesinado y forzado a la desaparición. Los fantasmas buscan hospitalidad y amparo, una nueva consistencia, en textos como los de Alfons Cervera. Estos textos son espinas: «… recordar hace daño muchas veces. Es como regresar al instante mismo del horror» (pág. 128). Son también actos amorosos. Quizá la presencia del Tenorio en El boxeador tenga que ver con esta importancia de los relieves y materializaciones fantasmagóricos.

Un relato coral Todo me impresiona en estas páginas, pero me perturba especialmente la idea de que estas historias «parecen sacadas del frío del invierno» (pág. 37); me perturba la certeza de que huir del frío genera otras formas de intemperie: «El exilio es un sitio del que nunca se regresa» (pág. 67), la imposibilidad del regreso; me perturban la quietud siniestra y el tiempo detenido: «A lo mejor me meten en la cárcel, es lo único que dijo antes de quedarse quieto dentro de la espera de Luisa, del amor de Luisa en medio del deseo y el miedo. El pueblo se quedó en silencio todos los días que siguieron al regreso de los vencidos. Lo peor no fue la guerra, sino la victoria. Eso piensa Luisa cuando años más tarde aún siente aquel día como si fuera el mismo que habría de vivir toda su vida» (pág. 19). Para acabar, destriparemos un poco más la novela. El boxeador se llama Esteban Ventura. Muchas de las voces de este libro se corresponden con las de los chavales que Esteban entrenaba delante de un saco colgado de la rama de un árbol. Para pegar, Esteban les pedía que imaginasen que el saco era la cabeza de un fascista, un guardia civil torturador… Y Román, Rogelio, Angelín lanzaban sus furiosos golpes. La figura del boxeador, el símbolo del boxeo y de Esteban, que les enseña a transformar su miedo en energía, vertebra gran parte de esta magnífica novela. Es el hilo en el que se ensartan las cuentas del collar de la narración de Román. Con brillantez e inteligencia poética y narrativa, musical y pictórica, con lucidez y bondad humanas, Alfons Cervera nos deja ver el hilo y lo esconde, lo sumerge, hace que emerja otra vez. El límite entre lo principal y lo secundario se desdibuja porque, al fin y al cabo, el relato de vencidos y vencidas, nuestro relato, es siempre coral. Y tenemos que completarlo y decirlo, enunciarlo, aunque la gran enfermedad de nuestro tiempo sea que «Nadie se acuerda de nada, ni en Los Yesares, ni en ningún sitio» (pág. 85). Sin embargo, en la literatura de Alfons Cervera hay esperanza en la palabra escrita, encarnada en Lola, que, como ya hemos dicho, es mujer y tiene diecinueve años.

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Franz Kafka: infatigable tránsito Por José de María Romero Barea Al someter la narrativa a los ritmos de la cotidianeidad, el narrador se aleja del panorama emocional de sus peripecias: «Cuando Gregor Samsa se despertó una mañana de un sueño inquietante», reza uno de los comienzos más célebres de la literatura mundial, «se encontró en su cama, transformado en un insecto gigantesco». Como cualquiera, el narrador de La transformación (Die Verwandlung, 1915) sabe que la jornada se despliega en una inmisericorde sucesión de labores, un rosario de penurias, a las que no prestamos la más mínima atención. El parásito, al igual que su discurso, se estira y contrae a voluntad, antes de desaparecer entre el mobiliario. Su época es, como la nuestra, una de aceleraciones y deceleraciones. A su vez, El proceso​ (Der Prozeß, 1925) nos propulsa de un capítulo al siguiente, sin pausas para la reflexión. Denuncia el relator la imposibilidad de conectar quiénes éramos con los que somos, conviniendo que «a partir de cierto punto ya no hay vuelta atrás. Y ese es el punto al que hay que llegar». Navegamos a través del impacto emocional de los eventos que el cronista presencia, a merced de los enfoques y desenfoques de su enloquecido circunloquio: «Una melancólica conclusión», dijo K., «convierte a la mentira en un principio universal». Se cumplen en junio de 2024 cien años de la desaparición del autor de ambos textos, el escritor checo en lengua alemana Franz Kafka (Praga, 1883-Kierling, Austria 1924). Regresan estos días, de la mano de Cátedra ediciones, para conmemorar el carácter agradablemente lúdico del que fuera un lector privilegiado de su realidad, y por ende la nuestra, que sigue invitando al resto a reflexionar sobre nuestras emociones, a base de eludir sistemáticamente las emotividades. Ejercicios de destrucción Inductor de falibles compasiones, el emisor se asienta en el centro de su verdad, al tiempo que se acoge a los

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tropos de un sensacionalismo que se hace eco de la autobiografía de un fantasma preso de «la reflexión tranquila, [que] puede ser incluso mejor que la más confusa de las decisiones». Concebida hace ciento diez años, esta saga sigue abordando las cuestiones más pertinentes de nuestra contemporaneidad, sin perder la tensión del thriller, a pesar de sus vanguardistas complejidades: «¡Triste destino este: haber sido condenado a trabajar en una empresa donde la más mínima negligencia suscita inmediatamente las más graves sospechas!». En La transformación, sesgos estilistas afectan líricos desdenes. Compulsivos empeños alargan panorámicas tensas en un intento por recuperar la cordura reclamando enajenaciones. Gregor Samsa no solo es rechazado por su apariencia animal, sino por su incapacidad de mantenerse económicamente activo: «La manzana quedó incrustada en la carne como un recuerdo visible, puesto que nadie se atrevió a quitársela». Una nada indiferenciada intercala melodramáticas ausencias en el escenario alienado de una artificiosidad de tramas que se niegan a alcanzar su resolución: «Gregor se tranquilizó [porque] nadie entendía ya sus palabras, aunque a él le parecían bastante claras, más claras, al menos, que antes, tal vez porque ya se había acostumbrado a ellas». Dispositivos convencionales se reinventan en un revolucionario palimpsesto, que asume la espeluznante vigilia de un sueño febril en que la explicación se convierte en dialéctica, favoreciendo las intransigencias. Un nostálgico empeño entreteje actos de rechazo mediante monomanías: «¿Podía Gregor ser una bestia si la música lo cautivaba así? Ahora le parecía que solo esta le mostraba el camino hacia el alimento desconocido que había estado anhelando». Intentos de ajena autoficción inciden en nuestros entumecimientos: «No puedo hacerte entender», concluye Samsa, «no puedo conseguir que entiendas lo que sucede en mi interior, pues ni siquiera yo puedo expli-


cármelo a mí mismo». Se canibalizan dislocaciones, perfeccionando una vidriosa vacuidad; cinematográfica es la especulación de ese futuro donde la humanidad se convierte, al fin, «en una herramienta del poder, sin cerebro ni columna vertebral». En La transformación, una realidad a base de engaños pide al lector que se confabule con la noción de que ser es más que parecer. Contra las presiones del mercado despiadado se alza una escritura basada en los frágiles cimientos de la costumbre, un simbolismo en ausencia de lo simbolizado, que engendra ceremoniales sin sentido, ejercicios de destrucción que aseguran la continuidad de nuestras ilusiones. Última fotografía Franz Kafka. Fotografía anónima

Oscuridad, incertidumbre, autorreferencialidad Un tratado de estética zeitgeist se interesa por los conflictos y las interacciones de lo intemporal. En su preclara brevedad, reconoce y refrenda los fugaces informes de una luminosidad extrañamente profética: «Alguien debió haber difamado a Josef K. porque una mañana, sin haber hecho nada del todo reprobable, fue arrestado». En El proceso, se critica la razonabilidad despiadada del omnipotente instrumento estatal. Una elocuencia entrecortada se traduce en un cúmulo de inconveniencias: «Yo no soy culpable», dijo K., «Debe haber un error. ¿Cómo es posible que alguien sea culpable? Todos somos humanos». Implícita la claridad sustancial que se deja oscurecer por arrebatos de sinceridad: «Eso es cierto», aseveró el cura, «pero así es como hablan los culpables». Apotegmas se anulan a sí mismos, complementados por obsesivas disquisiciones: «Nunca hay que prestar demasiada atención a las opiniones». Tributos al pesimismo perpetúan sus rasgos primigenios: oscuridad, incertidumbre, autorreferencialidad: «La palabra escrita es inalterable; las palabras son, en ocasiones, una expresión de la desesperanza». Lo que puede o no existir encuentra el giro en la sala de espejos de este volumen lleno de reflejos que expone las tripas de su artesanía fanática, mientras nos conduce por los vericuetos de la antilógica autoritaria. Negro sobre blanco, cosas que conocíamos, pero no sabíamos articular. Dondequiera que uno lee, ve versiones de su propio e incansable, desafiante e intencionado forcejeo con el significado. Concentración e ingenio juegan en el oscilante tablero de la concisión. Cósmica la melancolía revelada, existencial la desesperación del personaje arrestado involuntariamente, junto a sus motivaciones huecas, secundarias frente al peso de las consideraciones extenuantemente prolijas de la autoridad competente, plagadas de repeticiones y reformulaciones reincidentes en la premisa de que «es

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José de María Romero Barea. Franz Kafka: infatigable tránsito

parte esencial de la justicia que aquí se imparte que uno sea condenado no sólo por su inocencia sino también por su ignorancia». Se preludian las digresiones, negaciones y repeticiones de nuestra posmodernidad, pero en sordina: «El veredicto no llega de repente; los procedimientos se fusionan gradualmente, hasta coincidir con la sentencia final». La turbiedad deambula a través de los suburbios del entendimiento, entre el futuro y el pasado, la niñez y la edad adulta, el saber y el desconocimiento. En ese vasto reino de dioses y monstruos ordinarios se confirman las expectativas del lector, que recorre el libro con la esperanza de una recompensa y se encuentra, a cambio, atrapado en una diabólica tira de Möebius: «El tribunal no te exige nada», concluye el sacerdote: «Te recibe cuando llegas y te despide cuando te vas». Escrita entre 1914 y 1915, El proceso pertenece por derecho a ese grupo de «libros que necesitamos […] que nos doblegan como una contrariedad, que nos hacen sufrir con la muerte de alguien a quien amamos más que a nosotros mismos, que nos hacen sentir como si estuviéramos al borde del suicidio, perdidos en un bosque alejado de cualquier contacto con la humanidad». La sensación de lo siniestro redunda en las experiencias, a menudo incomprensibles, siempre aterradoras, que nos salen al paso. A través de un infatigable tránsito, el precursor de Albert Camus, Jean-Paul Sartre, Jorge Luis Borges o Gabriel García Márquez promociona la quietud consciente de que «si alguien se encarga de alterar las disposiciones de las cosas a su alrededor, corre el riesgo de perder el equilibrio y caer en la destrucción». Una vasta llanura bajo una oscura noche de invierno Gregor Samsa sucumbe a los males del capitalismo. Su afectiva taciturnidad no siempre se involucra con lo que ocurre. No gira su fabulación en torno a los hechos fundamentales, sino alrededor de los espacios huecos de una exploración alternativa: «Un emblema de mi existencia», concluye, «sería una estaca de madera inútil cubierta de nieve... clavada sin apretar en la pendiente de un campo arado en una vasta llanura bajo una oscura noche de invierno». Por otra parte, El proceso enturbia a placer los incidentes y los diluye en las evidencias de la indetermina-

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Fotografía del pasaporte de Franz Kafka (1920). Fotografía anónima

ción: «No es necesario aceptar todo como cierto, sólo hay que aceptarlo como inevitable». Mantiene su emocional impacto una violencia moral, con apetito por los rompecabezas de un realismo irreal: «Que nada te preocupe. Limítate a hacer lo que creas que es correcto». En ambos libros, los ángulos distorsionados y las porosas proporciones del representante del existencialismo o la filosofía del absurdo redundan en una angustia expresionista, pendiente de los movimientos tectónicos de un lenguaje que se mece con la inevitabilidad de una marea léxica que apenas logra conmover la superficie de la narración resultante, preocupada por las ansiedades de nuestras rutinas. En estos dos volúmenes, reeditados en traducción de Ángeles Camargo y Bernd Kretzschmar, e Isabel Hernández, respectivamente, el creador de El castillo​ (Das Schloß, 1926) o El desaparecido​ (Der Verschollene, 1927) ausculta las formas en que los aconteceres se administran con dosis homeopáticas de familiaridad, impactando en nuestra consuetudinaria conciencia, a merced de las acometidas de la vida y la muerte.


Jaume Plensa: habitar lo invisible Por Moisés galindo Lo aparentemente inconciliable parece respirar con naturalidad en la obra de Jaume Plensa. Enormes cabezas que parecen levitar, figuras que desaparecen dependiendo del lugar desde el que las observes, o estructuras de alfabetos que alojan un sólido vacío en su interior. La introspección de lo incomunicable —a través de la serenidad de sus formas y de un diálogo con el espectador al que sutilmente interroga sobre ello— es la apuesta de un artista que no se cansa de repetir, ejerce su oficio con total libertad —para él, haber nacido a mitad de siglo lo facilita—, al no sentirse tutelado por ningún movimiento artístico. La escultura como un lugar que conecta con el misterio de lo real, como un vehículo también para el autoconocimiento: «me obsesiona saber quién soy y hacia dónde voy»1. Esa inquietud que en un principio podría asociarse preferentemente con la filosofía, enseguida lo deriva hacia la poesía como lenguaje que verdaderamente lo sustenta e inspira. No en vano, Plensa reitera que las cuatro patas de su particular mesa artística, donde forjó su personalidad y su obra, la forman Baudelaire, Dante, Shakespeare y Blake. De este último es la máxima —Proverbios del infierno— que repite como un mantra en muchas entrevistas o encuentros, según la cual «un pensamiento llena la inmensidad». En el caso concreto de Blake —dada la importancia que le otorga— podemos encontrar el rastro de otros proverbios, como si se tratara de un juego de luces y sombras que parecen reflejarse también en sus esculturas: «Lo que hoy es evidente, una vez fue imaginario»; «Medita en la mañana. Obra al mediodía. Come al atardecer. Duerme por la noche», «La Eternidad está enamorada de los frutos del tiempo»; «Crear una sola flor es trabajo de siglos»; «Ningún pájaro se eleva demasiado alto, si vuela con sus propias alas», o «Sumerge en el río a aquel que ama el agua». 1. Plensa, Jaume, La Vanguardia, Magazine, 7/04/2019, pág. 20.

Obras como Crown Fontain, de Chicago, Le Nomade, en Antibes, Julia, en Madrid, Dream, instalada en Sutton, Water’s Soul, de Jersey, Los 7 poetas, en Andorra la Vella, o Wonderland, de Calgary, parecen contener y expresar ese rico imaginario del poeta inglés que Plensa ha sabido transmutar y transmitir al espectador con mucha sabiduría y delicadeza. La paciencia del tiempo, la densidad o ligereza de la imaginación, la comunidad que forma el agua, el percutir de la belleza, el poder de las palabras, la necesidad de silencio, la profundidad del sueño, la meditación como sustento, o la visibilidad de lo invisible o la invisibilidad de lo visible, son algunas de esas ideas que constantemente abrazan sus obras. Conceptos como transparencia o invisibilidad son claves a la hora de examinar su obra. Hay poemas, como por ejemplo «El cántaro roto» de Octavio Paz, que parecen flotar enigmáticamente alrededor de su obra: «LA MIRADA interior se despliega y un mundo de vértigo / y llama nace bajo la frente del que sueña: / […] bosques de cristal de sonido, bosques de ecos y respues- / tas y ondas, diálogo de transparencias, […] Hay que dormir con los ojos abiertos, hay que soñar con / las manos, / soñemos sueños activos de río buscando su cauce, sue- / ños de sol soñando sus mundos, / […]. hay que desenterrar la palabra perdida, soñar hacia den- / tro y también hacia afuera, / descifrar el tatuaje de la noche y mirar cara a cara al me / diodía y arrancarle su máscara, / bañarse en luz solar y comer los frutos nocturnos, dele- / trear la escritura del astro y la del río, / recordar lo que dice la sangre y la marea, la tierra y el / cuerpo, volver al punto de partida, / ni adentro ni afuera, ni arriba ni abajo, al cruce de cami- / nos, adonde empiezan los caminos…»2. La transparencia como iluminación del vacío en un yo reconciliado con la unidad de lo vivo, con su origen; pero también lo invisible como posibilidad de dar forma al misterio de la 2. Paz, Octavio, Libertad bajo palabra, Madrid: Cátedra, 1988, pág. 327.

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existencia, de hacerlo reaccionar —como en la química del revelado— a través de la escultura. Refiriéndose a su instalación Invisibles (2018) en El Palacio de Cristal de Madrid, Plensa comentaba que nunca hubiese imaginado que hacer algo invisible era tan complicado; y señalando a su obra Dream, relataba que «esta niña emergía de la tierra, pero con los ojos cerrados. Porque creo que todo lo más importante de la vida es invisible, y es muy probable que esta invisibilidad tengamos más capacidad de verla en un ensueño que en una visión física y real». Para Plensa, como para Antoine de Saint-Éxupery, «lo esencial es invisible a los ojos». En su libro inacabado Lo invisible y lo visible (1964), Merleau-Ponty nos proporciona una visión más intelectual de esta experiencia, pero no menos poética, pues considera que «lo invisible está allí sin ser objeto, es la trascendencia pura, sin máscara óntica»; y que «en la medida en que yo veo, no sé lo que veo». Para interrogarnos sobre este enigma y no tanto para resolverlo, se constituyen las esculturas de Jaume Plensa: el aire que te envuelve, la sangre que circula, los objetos que se alzan y disuelven, el pensamiento que ilumina, las palabras que encarnan, el silencio que perdura o el sueño que te abisma. La reivindicación de la belleza como eje fundamental de la obra de arte es otra de las ideas que Plensa intenta transmitir con sus actuaciones; reivindicar su gran inutilidad y, por eso mismo, la necesidad de crear objetos que excedan y se ubiquen fuera del circuito materialista, unidimensional y cerrado de lo puramente mercantil. La belleza —«¡Oh, señor, que no haya tanta belleza!» era una de las frases que siempre citaba Borges cuando recordaba a Rafael Cansinos Assens— como una experiencia muy difícil de definir, pero que se impone y reconocemos al instante; como «instrumento de penetración en la vida real» o «un lugar donde encontrarse», en palabras del propio Plensa. Tomando como referencia a Keats y su interés por ese fenómeno de empatía extrema que acompaña al poeta, Cortázar definía la poesía como «la más honda penetración en el ser de que es capaz el hombre»; el poeta como chamán o maestro de ceremonias, como «una de las grandes figuras casi románticas de nuestra sociedad, que sabe que nunca podrá vivir de lo que hace, y

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Jaume Plensa. Fotografía: Gremi d'Editors de Catalunya ©

esto en una sociedad como la nuestra, tan materialista que todo lo transforma en números y resultados, es de una gran valentía. Y después su gran capacidad en resumir las cosas más increíbles, más trágicas, más bellas, más románticas, más extraordinarias, en nada, en tres palabras, y creo que está muy vinculado a la escultura»3. La escultura, al igual que la poesía, como ese lenguaje de lo fundamental frente a lo descriptivo; de ahí su clara necesidad en una sociedad donde la superficialidad y el ruido acaparan el espacio público. Un espacio público que Plensa considera atractivamente salvaje, al ocupar con sus esculturas un lugar al cual no ha sido invitado por la gran mayoría, pero que acoge con voluntad poética y regeneradora para lanzar una botella y un mensaje intemporal que pueda calar en el espectador. Como tótems que invitan a la iluminación, la hermandad o, simplemente, la transmisión de serenidad o ternura, las esculturas de Plensa embellecen nuestro día a día con ese mejor que el novelista Richard Ford destaca en la gran obra de arte; esa creación de algo bueno que antes no existía, y que es algo así como un patrimonio para los presentes y un legado para los que vendrán. Un lugar mental y físico de contemplación donde acoger al otro experimentando la propia individualidad; es decir, erosionando sus límites. En su libro Diez razones (posibles) de la tristeza del pensamiento (2006), George Steiner citaba a Schelling para expresar la consustancial oscuridad y tristeza que parece habitar en el interior de nuestro pensamiento, quizás como consecuencia de la pérdida de la inocencia al quedar roto su antiguo pacto primordial. Las obras de Jaume Plensa son una forma de reconstruir ese puente, no entendiendo lo mental como un receptáculo de tristeza y melancolía, sino como un sereno movimiento de profundización en nuestro ser. 3. Plensa, Jaume, Theartchat, You Tube, 24/01/2018, «Poesía parte 2».


El ambigú

El estilo de los elementos

Rodrigo Fresán Random House: Barcelona, 2024 720 págs.

Una voz distinta de la infancia Por Juan Peregrina Martín Rodrigo Fresán (Buenos Aires, 1963) es capaz de todo lo literario y está más allá, desde donde se comunica con puntualidad inglesa cada dos eneros los últimos años y manda hacia el lado de acá libros imposibles, bellísimos, memorísticos, corales, ficciones puras que no colaboran —como hace poco escribía Carlos Pardo— demasiado con los gustos rápidos y las meditaciones lentas que necesita todo buen libro. Y no hablemos de relecturas, esa bestia mitológica a la que ni se la ve ni se la espera; centrémonos en el animal de turno: la lectura. 1. La lectura de El estilo de los elementos nos regala un personaje maravilloso bautizado como Land y un narrador externo a Land, pero que puede ser Land, nos aterriza en una infancia, una adolescencia y una madurez, en un libro dividido en tres partes, ancladas cada una en una Gran Ciudad (I, II y III) donde suceden y se recuerdan y se memorizan cosas para poder olvidarlas con la tranquilidad que da el deber cumplido de haberlas olvidado de verdad y sin haberlas puesto por escrito, porque Land, sí, no quiere ser escritor. 2. Fresán no es Land. Fresán es un artista extraterrestre que relee una y otra vez a Faulkner, Fitzgerald, Von-

negut o Wittgenstein y que, como escritor, entrega una memoria de lo que pudo haber sucedido y no sucedió, porque es mejor, sí, que no haya sucedido y poder contarlo para decir que ya, una vez escrito, eso sucedió así. 3. Unas cuantas herramientas, a saber, para conseguir que setecientas páginas atraigan como el rojo del neón de la curiosidad a las azules moscas lectoras: inversiones léxicas, juegos de palabras, oxímoron marca de la casa, comparaciones… Eso es lo que se ve a simple vista, pero lo que se lee en compleja lectura es mucho más: la emoción de estar contando una infancia como la que nos transmite el narrador, que, a veces, sí, aparece con un «yo» por ahí; el desarrollo vital de un niño que será adolescente y, mediante anticipaciones magníficas, comprenderemos esas terribles circunstancias que lo llevarán a tomar una decisión nombrada como «Big Vaina» y todo esto se envolverá en una mirada ya de adulto, cuando el escritor que no es Land, que no fue nunca Land, contemple la llegada de quien tenía que llegar para compartir una enfermedad, un incendio, una nueva forma de vida. 4. Solo por conocer a Ella y recordar a la chica que se cayó en la piscina aquella noche o volver a escuchar los autorreferenciales compases desacompasados de Fantasía y probar una vez más cómo sientan los vientos de la velocidad de las cosas, merece la pena zambullirse en la devoradora masa disconforme de esta novela. 5. El estilo de los elementos es una novela de amor plena, terrible, irónica, autocrítica, paterna, materna, filial, imperiosa, descorazonadora, esperanzadora, arcangélica y demoníaca: fantasmal vampiro y vampírico fantasma que nos asustará con ternura y beberá nuestros fluidos de las meninges con cálida heladez de criatura necesitada. La hermosura de la palabra fresaniana proviene de la experiencia de conjugar lo azul oscuro de la memoria con lo rojo brillante de la ficción, porque todo lo escrito muta a ficticio. 6. Leila Guerriero dice que llevará en el cuerpo mucho tiempo el libro: háganle caso. Alguien que escribe que a los diecinueve años «brillaba con fulgor carbónico» no puede estar equivocada. 7. Es una lectura brillante y nos ilumina zonas oscuras. Fresán consigue que nuestra vanidosa pequeñez mute en una grandeza orgullosa por haber sido capaces de leer algo tan bueno como solamente él podría haber escrito: Fresán es un contemporáneo arrollador, excesivo, barroco, fantástico, memorioso cual Funes atracado de anfetaminas: es pasado, presente y futuro de las letras hispanoamericanas, insoslayable y terriblemente divertido.

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Cartas a Nensi

Martha Asunción Alonso Sevilla: Algaida, 2023 200 págs.

La infancia del extrarradio Por Alberto García-Teresa Después de una fructífera y galardonada trayectoria como poeta (Premio Nacional de Poesía Joven, Premio Adonais, Premio Carmen Conde, etc.), Martha Asunción Alonso (1986) publica su primera novela: Cartas a Nensi. Se trata de la historia de una niña de ocho años que vive en los suburbios de la periferia de Madrid (concretamente, en Leganés), criada por su abuela ante la falta de la madre y con un padre que trabaja de noche. Realmente, se trata de un relato del extrarradio de cualquier gran ciudad. No en vano, obtuvo el Premio Ciudad de Irún. Así, a pesar de la ubicación tan localizada, nos está mostrando la infancia y la juventud de los barrios obreros de principios de los noventa. En ese sentido, es fundamental destacar que lo hace sin idealización ni nostalgia. Despliega una mirada costumbrista que, lejos de la asepsia documental, activa mecanismos que implican al lector (el reconocimiento de referentes, sobre todo, pero también la ironía, la sugerencia y los cabos narrativos abiertos). La autora manifiesta las carencias, las aspiraciones, las dificultades, la picaresca y los conflictos de estos barrios. Y los dignifica, a su vez. Sin necesidad de reivindicar ese origen de clase; sencillamente, se normaliza. Se escribe desde dentro sin idealismo ni pretensiones moralizadoras. Se recoge con naturalidad pues así han sucedido nuestras vidas. Lo cubre todo con una pátina de ternura y humor, pero que no reblandece la crudeza de muchos hechos que aparecen. Así, con ritmo ágil, entre la comicidad, la ternura, la rabia, la tristeza y el golpe de conciencia, avanza la novela. De esta manera, recoge momentos cruciales y temas muy severos: la primera regla, los pederastas exhibicionistas, la orfandad, la violencia machista, el acoso escolar… La narración avanza engarzando referencias culturales, expresiones y leyendas urbanas de la época que

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favorecen un espléndido proceso de inmersión. Como apuntaba, se lanza así una complicidad cómica y nos registra un contexto de exclusión muy crudo. El miedo, en efecto, es utilizado como control social tanto en el consenso popular como en la historia familiar: la amenaza constante para cortar la curiosidad y la libertad de movimientos de las niñas ante, como se repite como un mantra en la novela, «los yonkis sidosos de Zarzaquemada o Leganés pueblo, los violadores del ascensor y los secuestradores de niños» o los míticos caramelos con droga que supuestamente se repartían en las puertas de los colegios de la época. Con un elenco estupendo de personajes, que son quienes realmente hacen caminar la trama, más allá de pequeñas intrigas que hilan la historia, podríamos centrarnos en tres núcleos en ese terreno. Por un lado, la niña protagonista. Desde la ternura, ella manifiesta una actitud insumisa y feminista muy marcada que sirve para confrontar el alto grado de interiorización los mandatos de género patriarcales (la belleza, casarse como objetivo, servir al marido, aguantar los abusos y la violencia de los hombres…) en esas criaturas. A su vez, nos encontramos con la abuela, quien abandona su casa y se vuelca en la crianza de la chica. Su dedicación, su firmeza y su feminismo inconsciente constituyen uno de los grandes aciertos del libro. Por otra parte, abriendo una salida y un horizonte de esperanza, tenemos a un vecino adolescente, grafitero, que impulsará la necesidad de expresión, autoafirmación y libertad de la protagonista. Ese entorno del grafiti, tan atractivo para la propia autora (que ya lo abordó en su poemario Skinny Cap), plasma la tensión antiautoritaria en un duro contexto de carencias y frustraciones. Porque de esperanzas habla, en última instancia, esta dinámica novela de aprendizaje; de la parte del mundo en la que crecemos y nos desenvolvemos y que siempre nos obliga a mirar más allá de las barreras que nos levantan.


¡Hagan sitio! ¡Hagan sitio!

Harry Harrison (Traducción de José María Aroca) Minotauro: Barcelona, 2024 334 págs.

El futuro ya está aquí Por José Abad ¡Hagan sitio! ¡Hagan sitio! (1966), un pequeño clásico de la ciencia ficción, es el título más conocido de Harry Harrison. A mediados de los años sesenta, el autor explicaba cuál fue la chispa que hizo saltar la llamarada: «En 1950, los Estados Unidos —con solo el 9 % de la población mundial— consumían el 50 % de las materias primas del mundo. Este porcentaje sigue aumentando, y dentro de quince años, al ritmo de crecimiento actual, los Estados Unidos consumirán más del 83 % de la producción mundial de materiales de la tierra. A finales del siglo, si nuestra población sigue aumentando al mismo ritmo, este país necesitará del 100 % de los recursos del planeta para mantener el nivel de vida al que estamos acostumbrados». ¿Puede decirse que exagerara? El «Día de la sobrecapacidad de la Tierra» —una iniciativa de Global Footprint Network— establece la fecha a partir de la cual nuestras demandas anuales superarán la capacidad del planeta para regenerarse; en 2023, alcanzamos esta fecha a principios de agosto (en España, a mediados de mayo habíamos agotado los recursos que nuestro país es capaz de producir en un año). Creemos erróneamente que la Tierra es un pozo sin fondo del que podemos sacar un cubo tras otro sin interrupción, y no nos damos cuenta de que los cubos llegan arriba cada vez más vacíos. La acción de la novela se sitúa en agosto de 1999, un futuro aún lejano para los primeros lectores, un pasado cuasi remoto para nosotros. Esta vez, la mirada especulativa típica del género, que tantos tropiezos ha hecho dar a la ciencia ficción, no anda muy descaminada: estamos en Nueva York, en cuyos edificios se hacina una población de treinta y cinco millones de almas. La ciudad sufre una prolongada ola de calor que recalienta el asfalto y hace insoportable la sola idea de poner un pie en la calle; solo una minoría de privilegiados dispone

de aire acondicionado. La vivienda es uno de los problemas más acuciantes del momento; la mayor parte de la gente vive (y muere) donde buenamente puede, en portales, en el interior de coches abandonados, en los túneles del metro, etc. Hay restricciones de agua a causa de la sequía y continuos cortes en el suministro eléctrico. Se habla de sabotajes. También hay grandes problemas de abastecimiento y la especulación ha convertido un simple filete en un bien al alcance de unos pocos bolsillos; las carnicerías cuentan con hombres armados de escopetas para proteger la mercancía. Para todos aquellos a quienes la fortuna no ha sonreído, las condiciones de vida son inhumanas. En ¡Hagan sitio! ¡Hagan sitio!, hay una interesante mixtura de géneros. La novela mezcla con habilidad tipos y ambientes del relato futurista y el relato policíaco. El punto de partida es un asesinato: un joven de origen asiático, Billy Chung, descubre la alarma desactivada en un apartamento de lujo, entra a robar y mata accidentalmente al dueño: Michael O’Brien, un tipo que ha amasado una fortuna con negocios poco limpios, que es en general como suelen amasarse las fortunas. El agente Andrew Rusch es encargado de investigar el caso y la narración sigue la pista a ambos, al policía y al asesino, introduciéndose de este modo en esas dos realidades diferentes que se dan en toda realidad: la de quienes tienen de todo en las condiciones más adversas y las de quienes nunca tienen nada de nada. Un último apunte: la trama de Cuando el destino nos alcance (Soylent Green, 1973), la adaptación cinematográfica realizada por Richard Fleischer a partir de un guión de Stanley R. Greenberg, es muy, muy, muy distinta.

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Por así decirlo

J. Á. González Sainz Anagrama: Barcelona, 2024 160 págs.

Un salto al vacío Por Jorge Canals Piñas Afrontar la lectura de una nueva obra de José Ángel González Sainz suscita siempre, desde su primera página, una mezcla de desconcierto y de sorpresa. No en vano terminamos encontrándonos ante textos surgidos de la imaginación de uno de los autores más anómalos (creo yo) de las letras españolas de nuestros días. González Sainz no incurre en la réplica de estrategias efectistas que le puedan haber funcionado ya antes, sino que cada nuevo título supone una reinvención, un nuevo salto al vacío para el que ensaya utillaje redaccional nunca antes experimentado. Como si la innegable delectación que el autor halla en la escritura se cifrara justamente en saber cómo afrontar vías nuevas y rehuir, en cambio, derroteros trillados. En los cimientos se halla, claro está, una cosmovisión que es consecuente con cuanto ha sido su evolución como ser humano y de la que ha dejado rastro en sus textos, a la manera de jirones de piel prendidos de matorrales espinosos: desde los relatos compendiados en Los encuentros (1989), hasta llegar a las notas recogidas en El arte de la fuga (2021), pasando por la ambiciosa novela Volver al mundo (publicada en 2003 y, veinte años después, revisada y reeditada) o la tan perturbadora trama desarrollada en Ojos que no ven (2010). Son todos ellos artefactos textuales, formalmente distantes, que canalizan una misma visión del mundo: distanciada y amarga. La lectura de los relatos que dan cuerpo a Por así decirlo no escapan a esta ley que tanto singulariza a cada una de sus obras. Son cuatro textos, de extensión muy desigual, hermanados por lo que en culta latiniparla simplificatoria podríamos etiquetar como una reductio ad absurdum con la que interpretar una sociedad obsesionada por el poder, cínica, nihilista y presuntuosa, por más que paradójicamente avance a ciegas y des-

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provista de lazarillo que alcance a orientarla con tino. Constituyen plataformas desde las que el escritor soriano contempla el mundo con la misma inquietud con la que se asomaría al trasfondo que se halla presente en una pesadilla grotesca. Ya en una primera lectura de estas narraciones sorprende su humorismo, lo que constituye un ingrediente que no suele precisamente abundar en la obra de González Sainz. Me digo que tal vez sea por ello que en una que otra entrevista de las pocas que ha concedido tras la publicación del libro, remita con toda coherencia a Cervantes, a Kafka o a Pirandello en calidad de modelos librescos. O incluso a Goya, por más que posicionado este en el terreno de las artes plásticas. Y, en verdad, la visión descarnada y «caprichosa» que del mundo circunstante nos transmiten los mencionados autores se fusiona también en ellos, al igual que en las narraciones breves de González Sainz, con medidas dosis de un humor corrosivo que enraíza en el desencanto. No está, asimismo, exenta de ludismo su aproximación al lenguaje. El autor es siempre preciso llegada la hora de ordenar las teselas léxicas y encajarlas en el texto, cuidando que las coloraciones de sus reducidas superficies esmaltadas se correspondan armónicamente con el vasto conjunto de la obra en la que encuentran su lugar. Pero en este volumen va más allá. Y de manera recurrente en el relato que lleva por título «El acontecimiento» (págs. 13-51), donde la lúcida voz narrativa una y otra vez somete a examen crítico palabras, clichés, colocaciones o tópicos verbales que escucha a su alrededor. Una operación que lleva a cabo con insistencia como urgido por diseccionar, y al cabo neutralizar, armas de doble filo desprovistas de inocencia. Y es que (citando un pasaje de su precedente El arte de la fuga) si «les damos mala vida a las palabras y las maltratamos, cómo queremos que ellas luego nos desvelen bien el mundo y nos lo revelen, nos desvelen y revelen a nosotros».


Josep Colom.Un pianista de culte Oriol Pérez Treviño Dinsic: Barcelona, 2023 182 págs.

Una vida dedicada a la música Por Albert Ferrer Flamarich Recientemente el hiperactivo musicólogo y ensayista Oriol Pérez Treviño (Manresa, 1972) ha visto publicada una recopilación de conversaciones con y sobre el pianista, pedagogo y —ocasional— compositor Josep María Colom (Barcelona, 1947). Elaboradas como velado homenaje por su 75 aniversario en 2022, han superado el inconveniente de que el protagonista no conserva sus programas ni reseñas de conciertos: tan solo unas pocas fotografías que puedan ilustrar su trayectoria, personalidad y vivencias. Un hecho que complica la labor documental y requeriría una amplia búsqueda en hemerotecas e instituciones musicales, además de archivos personales. En efecto, solo hay una fotografía en la página 39, del 10 de mayo de 1989, donde aparece con la flautista Aristhaïa Cash, acompañados por el compositor y pedagogo Joan Guinjoan. Un Guinjoan, también pianista, que fue tan fundamental en la renovación técnica pianística de Colom como su estancia en Paris lo fue en la faceta personal, dada la crisis y el replanteamiento vital que le implicó. Como queda dicho en el preámbulo, se trata de un libro de conversaciones repartidas en once capítulos en los que participan una constelación de personalidades (Josep Pons, Joan Enric Lluna, Josep Maria Escribano,

etc.) que aportan su perspectiva y recuerdos sobre Colom, aportaciones que nos permiten además conocerlos a ellos mismos. Entre estos, cabe destacar el diálogo con su hermana Maria Lluïsa, a quien se descubre y reivindica como una profesional de notable carrera en el extranjero. También es relevante la charla con Javier Perianes y, significativamente, la de Benet Casablancas, que, de largo, es la más sustanciosa y analítica en relación con el pianismo del protagonista, ya que explicita algunos parámetros técnicos y musicales (por ejemplo, su desarrollado oído armónico) sin la retórica vacua basada en adjetivos elogiosos de otros testimonios recogidos en estas páginas. En el último apartado, un anexo final en siete partes, básicamente recoge una indexación del repertorio, los músicos con quien ha tocado y los que se pueden considerar discípulos suyos. En este sentido, se hubiera agradecido un detalle de las composiciones grabadas y no solo el nombre genérico del disco. También se echa en falta leer las percepciones del mismo Colom sobre las exigencias implícitas, las cualidades sensuales y las posibilidades expresivas de las obras que ha estudiado en profundidad y ha interpretado. Es decir, se habla poco de música y de las músicas concretas que le han consagrado como el artista íntegro, auténtico y abierto, según reza uno de los capítulos. Un repertorio, por cierto, que, más allá de Beethoven, Chopin o Mompou, atañe a compositores contemporáneos catalanes, al español Santiago Masarnau y a compositoras como Montgeroult, Fanny Mendelssohn, Clara Schumann, Chaminade y Bonis. Por otro lado, y a pesar de la reincidencia en algunas ideas y hechos, Pérez Treviño introduce enriquecedoras observaciones que dinamizan y reconducen las conversaciones encontrando el encaje a temas como la catalanidad, la lengua y la familia. En otras digresiones se reflexiona sobre la etiqueta «de culto», las relaciones entre maestros y discípulos. Además, documenta algunos hechos y las personalidades musicales que van apareciendo en un nutrido aparato de notas a pie de página con vocación de personalia documental, especialmente agradecida en el caso de las vinculadas al ámbito catalán. Por todo ello, sin ser una biografía, este volumen suple la posibilidad inmediata de hacer una. Y más cuando con el sano toque de humor e ironía que le caracteriza, el propio Colom reconoce una notoria falta de interés en elaborar una, fruto también de la distancia relativista respecto a sí mismo y la percepción vinculada por el título del libro de ser realmente «un pianista de culto». Bienvenido sea, pues, este primer testimonio escasamente hagiográfico pero muy ameno como homenaje en vida a uno de nuestros iconos musicales.

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Acto de presencia. Poesía reunida, 1986-2020 Carlos Alcorta Trea: Gijón, 2023 666 págs.

Dedicación y vida Por Carmen Canet Bajo el título de Acto de presencia. Poesía reunida, 19862020, se refugian estos libros en orden cronológico de publicación: Doureios Hippos (1986), Lusitania (1988), Los demonios del mediodía (1977), Compás de espera (2001), Trama (2003), Corriente subterránea (2003), Sutura (2009), Sol de resurrección (2009), Ahora es la noche (2015), Aflicción y equilibrio (2020) y Fotosíntesis (2020). Estos poemarios escritos en un periodo de casi cuarenta años de oficio dan cuenta sobre las cosas que suceden y que no nos son ajenas. Son unos relatos poéticos con todo el aprendizaje y experiencia que da la vida. Son una toma de conciencia. Escritos con un lenguaje sobrio, narrativo pero repleto de lirismo, alejados de grandilocuencia, exentos de retoricismos. Lo conversacional y confesional aparecen con un eje identitario inconfundibles, en donde vida y escritura son inseparables. Sus lecturas se reflejan, es una intertextualidad escogida. Carlos Alcorta (Torrelavega, 1959) es poeta, crítico literario, editor y gestor cultural, con una decena de poemarios publicados y varios premios en su haber. El volumen comienza con una «Nota preliminar» del propio autor en donde esclarece una serie de claves de su escritura, sin desvelar ni revelar nada. Alcorta, poco propicio para estos juicios, dice que lo ha hecho para ayudar a situar en su contexto concreto la evolución de su poesía. Desde su primer título, Doureios Hippos (1986), reproduce un paralelismo entre literatura y vida que aparecerá, también, en su segunda entrega, Condiciones de vida (1992), en donde reflexiona sobre la propia escri-

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tura y el lenguaje del cuerpo como amparo para la soledad y el silencio. En Cuestiones personales (1997), la búsqueda y la identidad aparecen como un viaje interior. A partir de aquí comienza una nueva etapa que incluye Los demonios del mediodía, libro inédito de 1997, y también Compás de espera (2001), que es un libro de amor, de obsesiones y de incertidumbres. En Trama (2003), presenta un poemario intimista, conciso, con cierto pesimismo. Si en todos sus anteriores libros, Juan Ramón y Machado caminaban por ellos, en Corriente subterránea (2003) ya son personajes con presencia. En Sutura (2007), Alcorta habla de «contener la respiración», «del frío del fracaso», «de las zarpas del futuro», pero también de «un sereno acoplarse con el mundo». En Sol de resurrección (2009), poemario repleto de naturaleza, conversa con ella para mostrarnos la vida. En una tercera etapa que comienza en Ahora es la noche (2015), vemos un gran cambio que ya se anunciaba en su anterior libro. Por eso nos avisa en el primer poema: «Tener conciencia de las cosas te hace / sublevarte, cruzar la raya, amar / el riesgo, no asustarte de los lobos / y las aves rapaces. Eres un cimarrón, / trotas por las praderas libremente». Ya en Aflicción y equilibrio (2020), su poemario más personal, aparecen las ausencias, en este caso la de su padre, en donde a través del duelo surge la culpa y algunos fantasmas del pasado: «Hacer vida es aprender a morir. / Pasada la aflicción, empieza el equilibrio». En cuanto a Fotosíntesis (2020), si ya en su anterior libro aportó un cambio de rumbo más intimista, en este lo continúa. Reconoce que «a cierta edad» se remueve nuestro interior, lo hace desde un yo en busca de interlocutor. Está escrito en primera persona, viviendo el presente y rememorando el pasado. Carlos Alcorta marca y enmarca lo que le sucede desde su voz poética. Lo expresa de forma que produce un efecto emocional, haciendo partícipe al lector, dejando siempre un hálito de «ángulo de futuro», de «esperanza». La condición humana y la naturaleza envuelven su poesía realista.


Últimas palabras

Mario Álvarez Porro Ediciones en Huida: Sevilla, 2024 96 págs.

Límite existencial Por Jesús Cárdenas Hay poetas que establecen un perímetro limitado o no lugar donde el ser consciente habita el lugar donde no se halla. Este pensamiento filosófico tiene su anclaje en el pulso por la palabra que nombre el canto del dolor y sea alumbrado mediante la plurivalencia significativa de las palabras. Así emerge Últimas palabras, donde se materializan las palabras como un acto desencantado pero contestatario de la escritura poética: sin negociación posible con el dolor porque conforma al sujeto. Mario Álvarez Porro no huye del frío ni de las llamas sin nombrar: el «dolor es lo que canto». El poeta sevillano dedica su profunda admiración a José Ángel Valente, como se lee al comienzo: «… a un poeta español relativamente contemporáneo colocado entre dos apariciones del cometa Halley». El volumen se estructura en tres secciones: las dos primeras bastante equilibradas y la última que viene a conformar un epílogo. Las composiciones fluyen algo más extensas que en sus anteriores entregas líricas: Negociando el dolor, La palabra en llamas, Fe de horizonte y Fragmento de la nada. En Últimas palabras se logra que el discurso sea inequívocamente unitario debido a las correspondencias mantenidas en los niveles lingüísticos. La poética de su autor se revela en la primera parte, «Juegos en la nada», donde deducimos la expansión metapoética que provoca el referente de María Zambrano: «Y me has llamado, amor, / sin nombre, / de entre los árboles, // a jugar en la nada. // Y yo he acudido a ti, / tan torpe, / tan libremente, // a este claro del bosque». Le sigue el poema cuyo trasfondo valentiano se refleja en el

símbolo del desierto, al que terminará llegando el sujeto: «siembro este yermo, / siento la presencia de lo increado / y comulgo con su fracaso / al entonar lo no cantable / y aunque sea dolor lo canto». Se erige con firmeza el poema como un «acto verbal sin palabras», en la estela de Rafael Cansinos Assens, pues no quedará más que en intento desesperado representar el más divino de los fracasos. Todo ello se traduce en una actitud moral renovando el lema Ars gratia artis: «Olvidemos el nombre de las cosas, / olvidemos el nuestro propio. / Detengámonos en fluir como un río, / en elevarnos como un árbol». La expresión debe ser al modo machadiano: «El árbol solo, // y abrasando por dentro, // el rayo». Concebido el poema como un ente fragmentario, Álvarez Porro se inclina por el ritmo que late interno. Es cernudiano cuando la expresión coarta la vida sensible: «Si alguien pudiera decir lo que guarda, / nadie tendría que temer ya más, / simplemente vivir». Ello no impide, retomando versos de Pedro Salinas, la crítica insobornable a las redes sociales: «Para vivir no quiero / más falsas apariencias, / tan solo la verdad, / por mucho que ella duela». En la segunda sección, «Retrato de la incertidumbre», alternan las composiciones escritas en letra cursiva con las que las siguen en letra redonda. Se inaugura con una cita ineludible de Ramón Andrés: «Lo que dura la luz, somos». Con el sentido que Cernuda tomase de la imposibilidad del regreso a su patria, reinterpreta los mitos como el de Ícaro, donde «el temblor ya no sea necesario / pues ya nadie avanza hacia el precipicio / que una vez / marcó la diferencia». De un lugar paradisiaco a otro desolado por la maleza queda un espacio urbano reconvertido por el hombre en páramo, donde la confusión es principio: «Derruido el cielo / del cielo, nada o nadie lo distingue / del suelo, arrastrándose así los pájaros / hasta confundirse con las serpientes». Últimas palabras requiere de un lector que recuerde la herencia transmitida para dialogar desde la sensibilidad lectora con otros textos.

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Jabón de Nablus

Rodolfo Häsler Ril Editores: Barcelona, 2024 74 págs.

Experiencias de pasaje (y amor) Por Neus Aguado El prólogo, del poeta Víctor Rodríguez Núñez, nos sitúa en el momento de la escritura del poemario, de 2020 a 2022, y nos sugiere la clave del libro en estas palabras de uno de los textos de Häsler: «Quizá el jabón sea el único elemento que se desliza por la fractura, pudiendo ser el núcleo que conecta los corazones». Como anécdota, reseñar que se da la coincidencia significativa de que el poeta corrigió el original de esta publicación en Mojácar, en septiembre de 2022, gracias a una beca concedida por la Fundación Valparaíso. Fue en Mojácar donde vivieron él y sus hermanos, junto a sus padres, recién llegados de Cuba, aunque esa residencia requiere otro libro, quizás uno de memorias. Ahora Rodolfo Häsler vuelve con Jabón de Nablus a describirnos sus experiencias de pasaje. Sus experiencias en Ramala poco antes de ser traspasada por la guerra. Sus experiencias traspasadas por el amor. Jabón de Nablus acaba siendo un bellísimo dietario poético, como también lo fueron en su día Diario de la urraca (2014) y el cuaderno El tranvía verde de Alejandría (2023). En Jabón de Nablus el deseo lo tiñe todo y deviene el tema más importante, convertido en ese amor que redime, ese amor que nos ayuda a vivir a pesar de tanta destrucción. A quien el poeta dedica el libro, Luiz Felipe, se convierte en personaje del poemario, acompaña emocionalmente al poeta en la reconstrucción del viaje que el autor realizó en 1981 y que ahora, a través del recuerdo, enlaza con el viaje de 2016. Existe el anhelo de trazar

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un camino al que se pueda unir, añadir, el caminante, como una reminiscencia del Llibre d’amic e amat de Ramon Llull. Un camino real y contemplativo a la par. La reconstrucción de un viaje iniciático que se entrelaza con otro viaje. Y el nacimiento de un nuevo amor que posee gran intensidad. A mi requerimiento, el autor me explica: «Estuve en 1981 en el kibutz Gan-Shmuel siete meses que fueron de intensa escritura, puede que durante esa estancia me diera cuenta ya de que la escritura poética me acompañaría para siempre. De lo que escribí durante ese tiempo escogí los poemas que incluí en Poemas de arena, mi primer libro. Por lo tanto, fue un lugar de introspección y un inicio, se puede decir. Aunque había visitado Israel en otras ocasiones, fue en 2016 cuando asistí al festival Voix Vives de Ramala, con la posterior estancia en Tel Aviv, donde surgió el material que propició la escritura de este libro. Un mismo espacio geográfico, conocido, importante para mí a nivel emocional, pero transformado, mucho más duro, donde todo se ha radicalizado y la vida pende de un hilo, de un suspiro. Es de ese impacto, de ese contraste, que nace Jabón de Nablus. El jabón de Nablus, que disputa a Alepo su origen, es el hilo conductor, la única comunicación existente entre unos y otros». Además del simbólico jabón, las hierbas también tienen un papel destacado en este recorrido, en especial la flor del romero. Cabe recordar el símbolo de las hierbas como sanadoras y capaces de revivificar. Además del romero, se menciona el orégano y el za’tar, la mezcla de especias empleada frecuentemente en la cocina árabe y compuesta de tomillo, mejorana, ajonjolí y zumaque. En otro contexto, aparece el mirto, la planta del amor y la belleza, consagrada a Afrodita. En el transcurso de este transformador libro se alterna el yo poético y su alter ego, que describe su propio andar, su transitar hacia la revelación. Aunque todo el libro tiene algo de ensoñación más que de sueño, el poeta reserva la última parte del poemario para describir algunas experiencias oníricas. En medio de la lectura de los sueños se filtra Après un rêve de Gabriel Fauré. Algo que crea un pequeño refugio literario. En el penúltimo poema de este libro de amor, se puede leer: «... Desfallecer con la primera luz, respirar acompasadamente, un suspiro nos traslada un poco más allá, el lazo se cierra al ajustar el ritmo del corazón».


Gasolineras

Javier Adrada de la Torre Difácil: Valladolid, 2024 64 págs.

Litigios de frontera Por Manuel Valero Gómez Algunos de nosotros, somnolientos huérfanos a causa de una llamada de Diane que nunca parece llegar, todavía aguardamos la esperanza de encontrar esa perdida y decisiva gasolinera que David Lynch ha soñado para Twin Peaks. Porque hay «historias que se detienen fugazmente / frente a los surtidores» y «viejas gasolineras donde / nadie / llega para quedarse». Así resume Javier Adrada de la Torre (Madrid, 1996), jovencísimo poeta, escritor y profesor universitario que acaba de publicar Gasolineras (XXII Premio Internacional de Poesía Martín García Ramos), ese límite de espacio y tiempo donde, como señala en otro verso fascinante, la «dulce anestesia del mercado» nos hace preguntarnos «de qué color será la herida». ¿Pero cómo volver a la herida que jamás recorrimos? Allí, donde el cuestionamiento precisa un reconocimiento (de una herida, claro; de una subjetividad imposible) «en la llameante noche de este siglo», Adrada de la Torre ha construido una «arquitectura» —advertida con acierto por el poeta peruano Martín Zúñiga Chávez en su prólogo— «usada como arma contra el logos racional». Solo que, frente a los clásicos discursos poéticos sobre la ciudad, basados en la dialéctica burguesa Naturaleza/Civilización, hereda los presupuestos lorquianos asumiendo (como ha demostrado magistralmente el profesor Miguel Ángel García) la devastación de una lógica invertida (Civilización/Naturaleza). Este mundo sin raíz, esta geometría del mundo y gramática de la ciudad, no deja de ser la caricatura frágil y manirrota de esa promesa de progreso y mecanizada felicidad que la vanguardia de entreguerras deposita en el homo ludens: la «sintaxis permanente del consenso» en la ideología de la democracia burguesa, según ha reprochado Anderson a los planteamientos de Gramsci. O recurriendo a ese Rimbaud de Iluminaciones que reflexiona sobre el paso de las ciudades industriales (siglo XIX) a la ampliación del mercado capi-

talista mediante la metrópoli (siglo XX), «para el extranjero de nuestro tiempo, el reconocimiento es imposible». Más allá de guiños explícitos, díganse la niebla que despierta, las máscaras y vómitos o la trascendencia astrológica, Adrada demuestra que es un lector exigente y cultivado cuando cierra el círculo de esta influencia mediante la intertextualidad directa con T. S. Eliot. De hecho, los hollow men de Eliot serán los vestidos (y miradas, y durmientes, etc.) huecos de Poeta en Nueva York. No olvidemos que, gracias a la calurosa acogida de León Felipe en la capital del Nuevo Mundo capitalista, García Lorca tendrá contacto directo con Ángel Flores, reconocido traductor de The Waste Land. Como también debemos tener presente, y seguimos las premisas del profesor Antonio Jiménez Millán, que «la mirada irónica del posmodernismo ha generado un nuevo lenguaje que nos presenta la realidad, y en este caso la realidad de la metrópoli, como una suma de ficciones». Y además de la cadencia sinestésica y polifónica o la yuxtaposición concatenada de imágenes tan hilvanadas como deshilachadas en el ovillo de la página, Adrada de la Torre se sirve de la ironía como una categoría sublimada a la hora de discutir esta suma de ficciones que desemboca, inevitablemente, en esa ficción última que se filtra por el cedazo de la literatura: «hemos malgastado la vida soñando / con el placer de una dulce convención». Precisamente, esa vita somnium barroca que el poeta granadino sitúa a los pies de los caballos: «No es sueño la vida. ¡Alerta! ¡Alerta! ¡Alerta!». Quisiéramos destacar, a raíz de estos planteamientos, el texto de Gasolineras —sin título, como todos los del conjunto— que comienza con los siguientes versos: «En este fármaco monodosis, / está codificada una noche púrpura / y una curva de sangre sobre el río». Y será Freud quien diga, a propósito del chiste y su relación con el inconsciente, que su semejanza con la producción de nuestros sueños consiste en el ahorro de gasto psíquico y en la liberación de la coerción de la crítica. Adrada, más adelante, incluye otro texto extraordinario («De mi visita a molloch me quedó…») que hace frente a esos «apóstoles neoliberales» no conocidos mediante la ridiculización de algunos símbolos de la sociedad norteamericana. Si la luz es un pretexto de la sombra, como Javier Adrada ha aprendido a partir de su declarado entusiasmo por Luis Cernuda, «la verdad cruza la calle / con la mirada perdida». O, simplemente, sigan vigentes esas palabras que Lorca escribe a su familia en agosto del 29, tras visitar los despachos de la Bolsa y Wall Street, cuando anota que tras «una leve huella de cortesía» se esconde una «verdadera guerra internacional». Hasta siempre, agente Cooper. Hasta siempre. No volverá tu caballo blanco a pisar los sucios caminos de Twin Peaks.

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El ambigú

Cada vez más tierra

Teresa Garbí Renacimiento: Sevilla, 2024 100 págs.

Conmoción y verdad Por José Iniesta Qué hondo viaje la lectura de Cada vez más tierra, de Teresa Garbí. No ocurre a menudo, pero hay veces que la poesía nos lo da todo, conmoción y verdad, pensamiento puro desde la vida, temblor y misterio. Los versos de esta mujer son delicados y desgarradores, en su esencialidad encierran una lección que turba, desde la cercanía de la muerte sabe dialogar con el milagro de la tierra, con aquello que crece y que florece, con lo que mana y fluye desde la sequedad. Ya en su anterior libro, El aire encendido, la palabra pensativa de Teresa me arrastró con su caudal a desembocaduras inesperadas, a deltas del corazón. De nuevo, ahora, desde la tierra al aire, esta poesía profunda y limpia, esta oración pagana de celebración y despedida, de resurrección, me encala en los espacios más altos del espíritu, y me lleva de la mano hasta esa cumbre de sol y nieve que es la poesía. Leo sus versos demorándome, y me detengo, contemplo los altos paisajes del pensamiento y se eriza la piel, me asomo asombrado a lejanías que reconozco dentro de mí y que son humanidad. Produce extrañeza su verbo y nos reconcilia. Enorme equilibrio entre la contemplación del mundo y las geografías del alma, para mostrarnos cómo sabe crecer en la misma grieta de la muerte una pequeña flor que da sentido a todo y nos justifica, que nos perdona de tanta destrucción y tanta usura. Desde la tierra al aire es nuestro viaje, y esta mujer sola pasea por el más bello bosque, su mirada escruta en la naturaleza, puede escuchar el canto de las aves y el silencio del mundo, la soledad poblada bajo un cielo que nos regala el barro de las palabras, la piedra dura del silencio. Con el enorme conocimiento que da pasear entre los árboles y oler las flores y tumbarnos en la hierba, con la bendita ignorancia del sentir, con la honda gra-

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titud de una mirada que ya es una mirada distinta, esta poeta es capaz de escribir un libro que es como una torre en los acantilados, y allí abre las ventanas para nosotros, nos muestra desde la serenidad la belleza del mundo y sus demoliciones, nos enseña a respirar más hondo y a callar. Leer Cada vez más tierra es un viaje sagrado a la palabra, a la vida en las palabras, esa arcilla primitiva y esencial que es reconciliación y vértigo, rebeldía y asombro, ética y bondad siempre. Mucha suerte la mía por haber podido beber en estas aguas que han saciado mi sed. Gracias, Teresa, de corazón a corazón, por todo lo que nos da tu poesía única.


Copo tras copo

Juan José Castro Martín Puerta Granada: Granada, 2024 48 págs.

Copo a copo se atesora la nieve Por Miguel Arnas Coronado Todo el mundo hace haikus. Tal frase se ha repetido hasta la saciedad, dando la sensación de locura colectiva o afición facilona. Y ni es lo primero ni tiene nada de fácil. El haiku es de estructura y tema rígidos, y si de ellos se sale el autor, serán otra cosa, incluso buena poesía, pero no haikus. Castro Martín consigue, aferrado a esa rigidez como a una amante compleja pero seductora, lograr cotas altísimas de lirismo. El tema del haiku es siempre un instante detenido de la naturaleza. Este fondo fue quebrado hasta por los cultivadores japoneses, incluido el famoso Basho. Pero la «obligatoriedad» sigue ahí, y muchos lo olvidan. No así Castro, que profundiza y transforma en belleza esos instantes que a la mayoría de humanos se nos escapan. La naturaleza, hoy, se esconde a menudo detrás del fenómeno ciudadano, logrando en ocasiones que asimismo esa ciudad omnipresente se convierta en naturaleza. La ciudad y los fenómenos actuales a ella ligados son pues argumento de ese instante preceptivo, por eso escribe: «Al otro lado / tu voz es una ausencia. / He de colgar». También la filosofía oriental, el taoísmo tan propicio al presente, a lo fugaz: «Para alejarnos / del vacío de adentro / miramos fuera». O la emoción más alta, el embeleso puro del momento, el pasmo casi infantil: «Fugaz vencejo, / filo que corta el aire / con un silbido». Y el mismo sentimiento, pero ya madurado, llevando de la mano, sin quererlo, al lector: «Claros errores / en la nieve los cuervos. / Compensación». Cada poema es un golpe de tambor. Como en las músicas de Haydn, Beethoven o Mahler, son martillazos prodigiosos, sorpresivos, que en conjunto marcan un ritmo: a cada diez segundos una percusión, a cada diez segundos una sensación nueva, el tiempo justo que el lector tarda en leer el haiku y quedarse

suspenso, arrobado, en éxtasis. ¿Están elegidos? Es muy posible. Tal vez lo estén, quizá el autor tenga un montón más y escogió estos. No importa. ¿Forman conjunto? Es la forma perfecta, ese cinco, siete, cinco, respetado como quien no quiere la cosa, la que otorga nexo al poemario. Y el instante, ya queda dicho. Y la sorpresa. Hay poemas que parecen responder a filosofías abstrusas, solo que concentradas, reconcentradas, exprimidas hasta quedar en escasas palabras que expresan todo cuando podría decirse en un tomo serio y catedralicio. Aquí tenemos la sencillez de un arco, de una voluta: «Vuélvete cosa / para entender la cosa, / muda el latido». ¿Ha sido consciente Castro? ¿Y qué más da? Esa mezcla de inspiración y trabajo es lo que le da grandeza al librito. Y sin aparentarlo: esos fogonazos que aprietan al lector tal vez costaron Dios y ayuda en ser concebidos, paridos, amamantados. «Rosa del frío, / será de nadie el pétalo / bajo la escarcha.» No puedo evitar la evocación del último de los sonetos y música de Las cuatro estaciones vivaldianas. La vibración en el aire que produce y refleja el frío, el estremecimiento. En eso consiste, precisamente, el arte del haiku, arte que Basho, entre otros muchos, convirtió en práctica para deleite y embeleso de los señores de la guerra y la política japoneses. Todo el mundo escribe haikus, cierto, mas no todo el mundo sabe hacerlos con esta extrema corrección, con esta sugerencia estremecedora que deja sin aliento a quien osa sumergirse en ellos, a quien lee como si rezara. Un último ejemplo: «Escribir versos, / despojar a las cosas / hasta el silencio». Y ese es el secreto: silencio, pasmo, la estupefacción proveniente del desnudamiento. ¿Para qué más? ¿Y el título?: la sensación de acopio, de conjunto. Grande Castro.

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El ambigú

Amarus & Quimeras

Lawrence Carrasco Ultramarina: Sevilla, 2023 118 págs.

Transterrado Por José Antonio Llera José Gaos, exiliado en México, se refirió en los años cuarenta a su condición acuñando el término de transterrado. A diferencia del desterrado, el transterrado realizaría un desplazamiento dentro de su propia patria y por ese motivo no se sentiría totalmente un extranjero. Me acordaba de Gaos leyendo el cuarto poemario de Lawrence Carrasco (Juanjuí, Perú, 1966), autor también del ensayo Las ideas estéticas de César Vallejo (2005), porque en sus versos se percibe no solo la punzada de la nostalgia y la forma en que el inconsciente elabora lo perdido («vivo en Madrid, pero sueño en Lima», «la lengua es la misma, o casi, / mas no el tono, el gesto y la mirada»), sino también un profundo vitalismo que contradice el estancamiento de la voz en la desgarradura de la subjetividad y en el desarraigo. Pienso, sobre todo, en su «Huayno del inmigrante», en el que el yo se dirige a la madre así: «Ya sé que aquí no hay grandes choclos / ni juane, ni papa a la huancaína, ni cebiche / pero qué le hacemos, también tienen sus cositas / como una buena paellita, un gazpacho bien frío». Como observa Claudio Guillén, desde la antigüedad existen dos maneras básicas de afrontar el destierro: la de Ovidio, que encarna la agonía doliente, y la de los estoicos y los cínicos, quienes lo representan como una oportunidad y una prueba, no como una desgracia. Diría que Lawrence Carrasco se aparta de cualquier victimismo y abre una tercera vía. Unido a esta temática asoman en el libro la memoria que ha forjado la identidad: el recuerdo de la abuela y del abuelo, la juventud en la Universidad de San Marcos, el asombro y el terror del mar (la experiencia de lo sublime en el sentido filosófico), que se transforma en canto y súplica. El verso de Carrasco, desde la claridad confesional y cierta narratividad, se carga también de una patente carnalidad, se abre al sondeo de los senti-

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dos (se nota que es lector de Vallejo y de Eielson), y lo hace con humor muchas veces, pero sin dejar de prestar atención a los humildes y a los subalternos. Por eso modula el tópico del ubi sunt en «Darin Garth, 21 de enero de 2014». Tiene también sus momentos para el devenir animal que nos asalta en «Vacas», como ya hicieron García Lorca en Poeta en Nueva York o Julio Medem en una de sus inolvidables películas: «… penetro en sus ojos mundo bestial y calmo / bebo de sus ubres la vía láctea / el infinito». La segunda y última parte, más breve que la anterior, recoge poemas más prietos y afilados en su decir, volcados al registro metapoético o metafísico. La piedra, como en Neruda, simboliza para Carrasco la poesía, resistente y luminosa. Interpreto «Fuera de campo» como una declaración programática que nos lleva hasta la invocación de un lenguaje desatado, mestizo, crítico, vigilante e insomne frente a todo lo reprimido o tachado por el poder: «Iluminar el decir desde los flujos de lo informe lo que está fuera de campo del texto expandir lo escrito más allá de lo humano lo inhumano la sonrisa de un niño famélico o lo que sea un girasol por ejemplo también vale una encrucijada de puñales el bombardeo de pueblos enteros una vicuña bebiendo tranquila cerca de Amaru». El poema escribe entonces su destino en las escamas de la serpiente alada y escupe el fuego de la Quimera. Es lo que se ejecuta a la perfección en «S/T», que condensa una ética hedonista, dionisiaca y nietzscheana, poniendo en juego cierto automatismo psíquico a través de la figura de Sade, imantando todas las escalas del mundo, haciendo sonar la lengua y sus estribaciones, hasta concluir: «Vive peligrosamente, muere en tu ley. // No hay escapatoria, choche».


Dos escenas americanas

Lydia Davis y Eliot Weinberger (Traducción y epílogo de Aurelio Mayor) Kriller71: Barcelona, 2023 118 págs.

Corazón verdadero de lo universal Por Albert Ferrer Flamarich Palabras en páginas superpuestas evocan la recuperación trascendente de la irrealidad, o al menos la ilusión de esta en nuestras aprehensiones de lo real; entre los muchos topónimos, se adelantan los nodos geográficos de una red de signos personal (por no decir solipsista): «Cuando yo nací / más de cien años lo habían andado. / Es probable que fuera un camino indio». Confiamos en las analogías de la escritora estadounidense de relatos cortos, cuentos, novelas y ensayos Lydia Davis (Northampton, Massachusetts, 1947) para explorar las complejidades de la existencia. Su largo poema «Nuestra aldea», incluido en Dos escenas americanas, nos recuerda que la oscuridad pasa, o al menos que la luz se encuentra a la vuelta de la esquina. Que nuestras simplificaciones y analogías surgen porque no basta con desplegar el mantra condescen-

diente de la verborrea. Libro adentro, lectura y escritura contrarrestan la redención potencial de un ideal que preserva al individuo y aniquila al yo: «Imaginé escenas futuras, magnos empeños / y traté en vano de entender mi aspiración y mi anhelo / por algo que no podía definir / y que no he encontrado todavía». Basado en las memorias Our Village, de la anglosajona Sidney Brooks (1872–1937), la oda prolongada de la premio International Booker (2013) sirve de introducción a nuestra interminable búsqueda por comprender las inconsistencias de la cronología: «Los pájaros y sus dulces cantos / y el rugido del océano / serán recordados y vistos nuevamente / al cabo de miles y millones / de años de que yo haya dejado / los litorales del tiempo». A su vez, la rapsodia en prosa «Un viaje por el río Colorado», de Eliot Weinberger (Nueva York, 1949), incluida en el mismo volumen, es producto de un espectador que mira hacia afuera, o hacia adentro, pero no se limita a percibir objetos o recordar imágenes; ni siquiera se recuerda a sí mismo viendo: «Nuestras barcas surcan las olas como ciervos asustados saltando sobre árboles caídos». Piensa el lingüista y traductor y se contempla en su idealismo, entre objetos de su pensamiento que existen solo como creaciones de su imaginación. Sabe el escritor y editor que estar leyendo significa habitar un país de ensueño: «Silbamos, gritamos, de buen humor, disparamos las pistolas para oír la reverberación. Lo llamamos Cañón del Laberinto». Durante su periplo poético, las llanuras se fusionan con los múltiples egos. Quedamos atrapados en la magia inexplorada de la composición del poeta premio Jeanette Schocken (2021), que nos lleva de la física a la química, mientras nos aclimata a una naturaleza enfrentada a la crianza: «Me siento en una roca y escucho el rugido». En sintonía con las cuestiones de transmisión y recepción, en estas muestras del lírico afán de Davis y Weinberger no se nos permite olvidar que en ellas confluyen «la historia con la prehistoria, la naturaleza amena o agreste con su exploración en dos territorios opuestos», como sugiere el prólogo de Aurelio Mayor (1963). Ambos poemas son la prueba de que «el lugar preciso es el corazón verdadero de lo universal», concluye el intérprete e impresor mexicano, «y la geografía, el paisaje, se fija en el tiempo histórico de los versos». Parte del compromiso de la lengua con una sensibilidad atraída por la idea de un idioma colectivo es la magia que evoca el resultado, no un hecho sobrenatural, sino algo que aún no conocemos, o no podemos explicar: la esencia de nuestras inacciones.

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Pues yo soy escritor y poeta.

Yo soy artista: hago performances y pinto.

¡Arg! ¿Se habrá escapado de algún zoológico?

¡Uf! Parece un mandril.

¿Tarkovski? Imprescindible. ¡Payaso! Godard es Dios. ¡Estúpida!

¡Ha sido increíble! ... Como sodomizar una albóndiga.

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... Kuplinsky y su lateralidad itinerante.

¡Qué asco!

¡Está tarada!

¡Tiene el aliento de un buitre!

Yo prefiero la perspectiva de Kovaks. Imbécil, no piensa más que un liquen.

¡Nunca había gozado tanto!

¡¿Pero este tío de dónde sale?! ¡Ha tenido que leerse las instrucciones antes de ponerse el condón!


Recomendaciones de Quimera Roman de la isla Bararida Juan Carlos Méndez Guédez Firmamento, 2024

Nouvelle de este autor hispano-venezolano que aspira a la novela total. Localizada en un terreno latinoamericano con una Edad Media distópica y mágica, hace uso de los mitos indígenas, leyendas criollas, fábulas locales, bestiarios, relatos artúricos y novelas de hadas y pastoriles para contarnos la historia de Wari y Najamutu, enemigos entre los que nace una gran pulsión sexual que explica el discurso amoroso que ha caracterizado toda la literatura europea.

Baumgartner

Paul Auster (Traducción de Benito Gómez Ibáñez) Seix Barral, 2024

En esta nueva novela encontraremos parte del universo austeriano, pero de modo más descarnado. Por eso destaca la atmósfera que Auster ha construido alrededor de este inolvidable personaje. Oímos el ruido que desata la memoria cuando uno evoca, en silencio, algunos episodios de su vida. Con Baumgartner descubrimos cómo, a partir de cierto momento, la vida se convierte en un último capítulo que concentra los capítulos anteriores por los que ha transitado nuestra existencia. Una gran obra. ¡Echaremos tanto de menos a Paul Auster!

Zorro

Dubravka Ugrešić (Traducción de Luisa Fernanda Garrido y Tihomir Pištelek) Impedimenta, 2023

La figura del zorro, animal astuto y tramposo, le sirve a la croata Dubravka Ugrešić como trasunto de una escritora que se pregunta: ¿cómo se crean los cuentos? La respuesta es una aventura autoficcional que atraviesa historias, anécdotas, tramas, países y biografías (Tanizaki, Pliniak, Nabokov…), en la que literatura y metaliteratura se dan la mano para cuestionar el género y ofrecernos diferentes respuestas que no se excluyen entre sí, porque la autora sabe que no hay una sola fórmula y que el relato es como el zorro, que puede metamorfosearse bajo múltiples disfraces. Una obra imprescindible de la literatura europea moderna.

La luna en el arroyo

David Goodis (Traducción de Diego de los Santos) Sajalín Editores, 2024

Sajalín recupera esta joya de la novela negra del escritor de culto norteamericano David Goodis, un clásico maldito de la novela negra de la década de los cuarenta y los cincuenta del siglo pasado que cautivó a escritores de la talla de André Gide, JeanPaul Sartre o Albert Camus. La luna en el arroyo narra la aciaga historia de William Kerrigan, un estibador marcado por la trágica pérdida de su hermana pequeña que trata infructuosamente de escapar de la sórdida e implacable calle Vernon, un atlas de la desolación y la miseria donde el sueño americano se hace añicos.

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R e c o m e n d a ci o n e s

Acerca del robo de historias y otros relatos Georgui Gospodínov (Traducción de María Vútova) Impedimenta, 2024

Lo que nos demuestran, antes que nada, estos cuentos es que tanto da de qué nos hable Gospodínov, qué temas aborde o qué personajes aparezcan, porque más allá de eso el autor siempre nos seduce. Relatos que sorprenden por la habilidad del escritor a la hora de diseccionar las escenas que narra, con historias que se nos quedarán pegadas a la piel. Solo por relatos como «Gaustín» o «Peonías y nomeolvides» la lectura de este libro ya merecería la pena. Estos relatos demuestran que es un autor al que debemos atender mucho más.

Mientras haga viento

Rafael Loscertales de la Puebla Platero, 2024

Compendio de microrrelatos organizados en cinco partes relacionadas con el viento: «Cierzo», «Alisios de la memoria», «Vientos del este y del aquel», «Entre brisas y huracanes» y «Viento solar y cuántico». Loscertales practica el texto hiriente, irónico e inteligente que transita el absurdo para causar ese efecto de entre aturdimiento y sorpresa que generan los artefactos literarios bien armados. La editorial Platero de Sevilla está realizando una gran labor de difusión de lo último que se está haciendo en el género del microrrelato. A tenerla en cuenta.

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Domus Aurea

Amelia Pérez de Villar Fórcola, 2024

Con el sobrenombre de Las casas de la vida, la literatura y el cine, aborda el libro de Amelia Pérez de Villar uno de los temas que más vivamente podrían llamar nuestra atención pero que no habían sido demasiado recogidos a modo de ensayo: los lugares que habita el arte en cualquiera de sus formas: el cine, la literatura, el teatro. Recorreremos en este volumen el hogar de las hermanas Brönte, de Dickens, de Evelyn Vaugh, Cortázar, o los escenarios de David Lynch o Alfred Hitchcock. Un hermoso ensayo. Ameno, variado, original y extraordinariamente escrito.

Al desnudo (El cuerpo griego y romano) Caroline Vout (Traducción de Amelia Pérez de Villar) Punto de Vista, 2024

Debería ser este ensayo Al desnudo (traducido del inglés por Amelia Pérez de Villar, una de las mejores traductoras) una de las grandes novedades de la temporada. Este ensayo sobre las formas, la desnudez, el rito, la belleza y sus modelos, la imagen y su sentido tiene la cualidad de hacerte reflexionar en cada uno de sus capítulos sobre lo que sabemos de lo griego y romano. Excepcional libro que esperamos tenga toda la acogida que merece. No lo podríamos recomendar más vivamente.



El b o x e a d o r

Al f o n sCe r v e r a


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