REDACCIÓN Editor: Miguel Riera Director: Fernando Clemot Redactor Jefe: Jordi Gol Consejo de redacción: Álex Chico, Ginés S. Cutillas
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Colaboradores nº 392-393: Abxbay, Maite Agirre, Marta Agudo, Antonio Alonso, Luis Burgos, José Manuel Caballero Bonald, Carolina Cebrino, Alberto Chessa, Macu Cristófol y Sel, RafaelJosé Díaz, Jordi Doce, Sònia Fabregat Rius, Katia Feltrin, Aitor Francos, Francisco Fuster, Antonio Gamoneda, Amelia Gamoneda, Rebeca García Nieto, Germán Gómez, Rosa Gómez Gonell, Ana Gorría, Jordi Gracia, Pol Grau Budia, Pedro Juan Gutiérrez, Jorge Herralde, Reinhard Huamán Mori, ,Miguel Lizana, Daniel López, Rafael Mammos, Carmen Marí, Luisgé Martín, Pilar Martín Gila, Ricardo Martínez Llorca, Erika Martínez, Carlos Marzal, Ángeles Mora, Cinta Moreso, Everardo Norões, Clara Obligado, Sergi G. Oset, Gemma Pellicer, Javier Pérez Andújar, Marta Ribes, Robertgrassi, Marta Sanz, Nuria Trujillo Tamarit, Joan Vallbuena, José Antonio Vila, Manolo Yllera Fotografía de portada: Antonio Alonso
26-59 aso El cielo r Dossier: Literatura y gastronomía
Entrevista a Jordi Gracia (5)
Jordi gol: Cocinas literarias (26)
Entrevista a Jordi Doce (11)
Sopa de letras: cuestionario sobre gastronomía (34)
Entrevista a Erika Martínez (20)
Fernando Clemot: Julio Camba: el inquilino de la habitación 383 (44) Cinta Moreso: Entrevista a Francisco Fuster (48) Redacción: La olla podrida: una receta literaria (52) Rosa Gómez Gonell: Viñetas gastronómicas (56)
79-81 ch n the Bea 73-78 Einstein o a n a m u h voz José Antonio Vila. 66-72 Barba Azul La e d lo il st a Entrevista a c l E s Something wicked a 65 perl dores de Maite Agirre Poemas inéditos 60-64 e Los pesca this way comes rev La vida b de Ana Gorría (66) Microrrelatos inéditos (relectura de Rebeca García Rafael-José Díaz. de Sergi G. Oset Corazón tan blanco) Nieto. Holocausto El lugar de la nieve (68)
Maquetación y cubierta: Jordi Gol Corrección: Cinta Moreso Galiana ISSN: 0211-3325/DL: B 38779 /1980 Edita: Ediciones de Intervención Cultural S. L. C/Juan de la Cierva, 6. 08339 - Vilassar de Dalt (BCN) Tel. Admón., Redacción, Publicidad y Suscripciones: 937550832/937962631 www.revistaquimera.com redacciondequimera@gmail.com publicidad@revistaquimera.com pedidos@edic.es
Imprime: Gráficas Gómez Boj Derechos reservados. Prohibida la reproducción total o parcial de este número, sea por medios mecánicos, químicos, fotomecánicos o electrónicos, sin la autorización del editor. Quimera no retribuye las colaboraciones. Los colaboradores aceptan que sus aportaciones aparezcan tanto en soporte impreso como en digital. La redacción no devuelve los originales no solicitados ni mantiene correspondencia sobre los mismos. La revista no comparte necesariamente las opiniones firmadas por sus colaboradores.
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82-86 er rante dés El holan Ginés S. Cutillas. El periplo byroniano
87-96 ú El ambig José Antonio Vila: Esa puta tan distinguida de Juan Marsé (87) Gemma Pellicer: Las efímeras de Pilar Adón (88) Rebeca García Nieto: Su pasatiempo favorito de William Gaddis (89) Reinhard HuamÁn Mori: Cronomoto de Kurt Vonnegut (90) Ricardo Martínez Llorca: Mala letra de Sara Mesa (91) Jordi Gol: Sombras del tiempo. Estudios sobre el cuento español contemporáneo (1944-2015) de Fernando Valls (92) Pilar Martín Gila: El sentimiento de la vista de Miguel Casado (93) Alberto Chessa: Barbarie de Andrés García Cerdán (94) Rafael Mammos: Volver de Esteban Quirós (95) Aitor Francos: Todo es poesía en Granada. Panorama poético (2000-2015) de Martín de Vayas (ed.)(96)
e Quimera 97-98 ciones d a d n e m o Rec
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El Foyer
Entre fogones A pesar de la gran cantidad de recetarios publicados en España desde la Edad Media, la literatura gastronómica es un género relativamente reciente y no demasiado conocido en nuestro país, que siempre ha preferido la vertiente práctica de la gastronomía (cocinar y, sobre todo, comer) a la reflexión teórica sobre la cocina y su importancia histórica, sociológica, antropológica, etc. Por eso, desde Quimera hemos querido desagraviar al género con un dossier que nos permite juntar nuestras dos aficiones favoritas, comer y leer, para ofrecer un breve panorama sobre algunos de los libros y autores que mejor han escrito sobre la cocina. Abre este dossier un artículo introductorio que contextualiza la literatura gastronómica en España desde sus inicios hasta nuestros días, centrándose principalmente en seis obras fundamentales que analizan la culinaria española desde diferentes puntos de vista. A continuación, once destacados autores y editores contestan un cuestionario relacionado con sus preferencias, recuerdos y emociones relacionadas con la cocina. Después, nuestro director Fernando Clemot analiza La casa de Lúculo o el arte de comer, de Julio Camba, obra inaugural de la literatura gastronómica española. Para mejor contextualizar este libro, Cinta Moreso entrevista a Fernando Fuster, especialista en la obra de Camba, sobre la relación del autor gallego con la gastronomía y con otras figuras de la literatura gastronómica como Josep Pla. El equipo de redacción al completo se ha querido sumar a esta fiesta gastronómica y hemos escrito un artículo a ocho manos sobre la receta literaria por antonomasia en la tradición española: la olla podrida (y sus potajes y cocidos derivados). Y, para cerrar el dossier, Rosa
Gómez nos ofrece una perspectiva de los cómics dedicados a la cocina, otra forma de abarcar literariamente el fenómeno culinario. Junto al dossier, y para abrir este número doble de julio y agosto, tenemos tres entrevistas: José Antonio Vila ha entrevistado a Jordi Gracia, que nos habla de la publicación de su biografía de Miguel de Cervantes; nuestro compañero Álex Chico hace un amplio recorrido por la trayectoria poética de Jordi Doce; y Daniel López repasa el itinerario poético de Erika Martínez. Recuperamos en este número una sección, «La vida breve», que teníamos en suspenso (por causas ajenas a nuestra voluntad); y nos alegra hacerlo con un relato de nuestra colaboradora Rebeca García Nieto. En la sección «Los pescadores de perlas» incluimos microrrelatos de Sergi G. Oset y en «El castillo de Barba azul» poemas inéditos de Rafael-José Díaz y de Ana Gorría. La propia Ana entrevista a la dramaturga y actriz Maite Agirre, fundadora de la prestigiosa compañía Agerre Teatroa. En la sección «Einstein on the Beach», José Antonio Vila nos ofrece una relectura de la novela de Javier Marías Corazón tan blanco, cuando se cumplen veinte años de su traducción alemana, y Ginés S. Cutillas desentraña, en «El holandés errante», el periplo que llevó a Lord Byron a algunos de los rincones más remotos de Europa. Por último, contamos con una decena de reseñas y con nuestras habituales recomendaciones con sugestivas lecturas para las vacaciones.
Por eso, desde Quimera hemos querido desagraviar al género con un dossier que nos permite juntar nuestras dos aficiones favoritas, comer y leer, para ofrecer un breve panorama sobre algunos de los libros y autores que mejor han escrito sobre la cocina.
Jordi Gol. Jefe de redacción de Quimera. Revista de Literatura
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«Convertir a Cervantes en un predicador es una locura»
Entrevista a
Jordi Gracia por José Antonio Vila Fotografías: Marta Ribes ©
.Jordi Gracia (Barcelona, 1965) es catedrático de Filología Hispánica en la Universidad de Barcelona. Su obra ensayística se centra, sobre todo, en la historia intelectual española del siglo XX, tema al que pertenecen libros como Hijos de la razón. Contraluces de la libertad en las letras españolas de la democracia (Edhasa, 2001), La resistencia silenciosa. Fascismo y cultura en España (Premio Anagrama de Ensayo de 2004 y Premio Caballero Bonald, 2005), A la intemperie. Exilio y cultura en España (Anagrama, 2010) o la biografía de Ortega y Gasset (Taurus, 2014). En esta entrevista nos habla de su trayectoria, pero, sobre todo, de su último libro, Miguel de Cervantes. La conquista de la ironía (Taurus, 2016), una biografía subjetiva del autor del Quijote. Quería empezar preguntándote por el género del libro. En la cubierta se dice claramente que es una biografía…
Eso lo acordamos con el editor, para evitar la equivocidad de que alguien pensase que el libro es un estudio sobre Cervantes y la ironía. De ahí que saliese como las biografías anglosajonas, en que suelen ponerlo expresamente en la cubierta. Esa era la idea. Sin embargo, al leerlo, uno tiene la impresión por momentos de estar leyendo un ensayo. Es decir, tú no escondes tu subjetividad a la hora de escribir sobre Cervantes, sino que la muestras a las claras y dices explícitamente que el Cervantes que estás contando es un Cervantes contado por Jordi Gracia… Sí, eso es verdad. Entiendo que la única manera en que la biografía puede intentar captar al sujeto del que está hablando es con la implicación real del autor de esa biografía, porque sin esa implicación probablemente no existe el riesgo de equivocarse. Prefiero el riesgo de equivocarme, de tentar ca-
minos sinuosos, de conjeturar posibilidades atrevidas, antes que limitarme a la mera facticidad de los hechos. Y por tanto tratar de imaginar las reacciones íntimas, las ilusiones, las frustraciones o los deseos del sujeto sobre el que estoy escribiendo. Eso sucedió con Ridruejo y Ortega, y ha sucedido con Cervantes. Aunque la información sobre cada uno de ellos era muy dispar, evidentemente. Esto me hace pensar en aquel concepto de la «imaginación moral» que planteas en el prólogo del libro. Me ha parecido muy interesante, porque tal como lo expones es algo muy parecido al ejercicio de imaginación narrativa que tiene que hacer un novelista… Claro, pero con el límite implacable de que aquello sea creíble, verosímil e incluso demostrable. Pero es verdad que nos movemos en zonas lábiles, en zonas imprecisas. De ahí el uso de la «imagi-
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nación moral». Es decir, el intento de deducir, a partir de lo que sabemos de Cervantes por su propia escritura, qué tipo de sujeto puede haber detrás de ella. Qué tipo de reacciones podría tener. Qué tipo de mutaciones biográficas experimentó, qué tipo de escarmientos padeció, qué tipo de experiencias pudo tener o qué tipo de nuevos deseos… Por ejemplo, quién iba a pensar que en los últimos quince años de su vida, que por supuesto él no sabe que van a ser los últimos quince años, Cervantes vaya a tener la alegría, la jovialidad, la sensación de pérdida de prejuicios, de pérdida de dogmas, que permite concebir y escribir el Quijote. Ya que tú mismo has mencionado las biografías que has escrito anteriormente sobre Dionisio Ridruejo y Ortega y Gasset, creo haber detectado aquí también el esfuerzo por reflejar el temperamento moral del personaje biografiado…
Sí, porque sin eso no hay biografía. O por lo menos no el modo de hacer biografía que me interesa. El tipo de biografía que me parece particularmente excitante es aquel que postula una idea lo más integral posible del sujeto, poder prever dónde va a reír y dónde va a llorar, dónde tiene que rectificarse a sí mismo, dónde sabe que el horizonte va a ser turbio, dónde puede prever una zona de relajamiento o de tensión, y por tanto actuar como actuamos nosotros como sujetos reales. Intentar despojar a estos escritores casi icónicos, como sin duda lo son Cervantes u Ortega, de esta dimensión plastificada y envarada que impide reconocerlos como sujetos débiles, falibles, con errores, con sus frustraciones y tristezas, y al mismo tiempo con los méritos objetivamente irrefutables de un Cervantes o un Ortega, o, desde luego, de un Ridruejo.
Creo que es ahí donde no disimulas en el texto las hipótesis o las propias dudas que te surgen ante algunos puntos oscuros del relato, como por ejemplo el duelo en que Cervantes dejó malherido al contrincante con el que se enfrentaba y eso lo obligó a huir de España en su juventud, o los varios intentos de fuga estando preso en Argel… Efectivamente. Puntos oscuros y, sobre todo, indocumentados. Si contamos con la enorme ventaja de disponer del epistolario de Ortega o de Ridruejo, la cosa va de un modo… pero si no tenemos ni una carta privada mínimamente significativa, tenemos que fiarnos a la conjetura y la imaginación moral, o bien tenemos que intentar extraer a ese sujeto real de su obra tal como la conocemos. Que eso obliga al riesgo de la imaginación, sí. Pero ese es un riesgo que un biógrafo tiene que estar dispuesto a correr si juega con nobleza, sin engañar, sin trampa, diciendo dónde está imaginando. Por ejemplo, con el final
El salón de los espejos
de La Galatea, donde yo me invento que Cervantes está recreando una situación sentimental y emocional muy comprometida. Claro que no hay ningún papel que lo pruebe. Pero creo que detrás de eso hay una peripecia que tiene que ver con su estado biográfico de entonces. Haber tenido relaciones con una señora, haber tenido una hija con ella y, al cabo de seis meses, casarse con otra. Creo que algo de eso está en su mente cuando está acabando La Galatea. Es decir, el juego es el de pensar verosímilmente dentro del relato que estás construyendo, un relato factual en este caso. Sí, y por tanto, en este ejemplo, haciendo una lectura intencional de La Galatea. Que es, de hecho, como lo hacemos todos. Porque la única manera de leer es leer en serio, y leer en serio quiere decir hacerlo intencionalmente. Tratando de ver al sujeto que ha escrito esa obra, y cómo esa obra está obligándole a traducir y reformular su propia experiencia. ¿Cómo no va a haberla? Si no estuviera hablando de la vida real, entonces La Galatea no tendría ningún interés. Y para él lo tiene, y mucho. Porque La Galatea es una novela comprometida, en el sentido moderno de la palabra, es una reivindicación potente y radical del valor de la literatura española, y por tanto se está emplazando en la vanguardia de la literatura de su tiempo. Hablando de este sujeto moral que es Miguel de Cervantes, en el libro resigues su trayectoria a partir de un desengaño y una pérdida de los ideales de su juventud… Cuando menos transformación de las ilusiones juveniles en convicciones maduras. Que ya no son meras ilusiones quiméricas o construcciones dogmatizantes, ya no meras simplificaciones ilusorias de la realidad. Lo que ha descubierto Cervantes con la edad, como es natural, es la complejidad de la realidad. Y la virtualidad de la literatura para
Entrevista a Jordi Gracia
contar esa complejidad. Sin dar soluciones cerradas, dogmáticas, donde las cosas empiezan a tener que verse con esa ironía que subtitula la biografía. Así que Cervantes, frente a esa decepción ante la realidad, acabaría encontrando una suerte de felicidad, o por lo menos de consuelo, en la ficción, en la novela… En la novela, por supuesto. La novela es el instrumento para recrear una experiencia de lo real que ha superado el dogmatismo, el sectarismo, la simplificación, y Cervantes ha sido capaz de descubrir en la ficción el mejor modo de iluminar la falibilidad de lo real y la falibilidad objetiva del ámbito de lo moral, y lo hace a través de una ficción alegre, despierta, empática, donde los personajes se acercan asombrosamente a la imprevisibilidad de aquellos que somos sujetos reales, vivos. Ahora que dices esto, creo que el libro contiene una tesis clara, donde se postula la idea de Cervantes, sobre todo gracias al Quijote, como uno de los padres fundadores de la modernidad. ¿En qué crees que consiste esa genialidad de Cervantes? Tiene que ver con haber encontrado en la ficción múltiple, en la pluralidad de las modalidades de ficción de su tiempo, el laboratorio donde recrear la imposibilidad del juicio plano, categórico y excluyente sobre la realidad humana, si de verdad el propósito es el de mostrar esa complejidad de lo real. Creo que la creación del Quijote surge de la renuncia a que la literatura sea tesis, dogma, propuesta, lección, instrucción… De ahí nace la libertad del Quijote, la libertad de quien sabe —aunque aparentemente todo el mundo repita que la literatura es un instrumento de formación, entretenido, ameno y didáctico, y a pesar de que ese es el marco teórico en el que se explica y justifica la literatura—, como Cervantes a sus cincuenta años, gracias a su plena madu-
rez, que ese no es el centro que explica ni la escritura ni la lectura. De manera que esa libertad es también una desdramatización de la concepción de lo real. Lo que está adelantándose vertiginosamente a la concepción moderna de la condición humana, donde ninguno de nosotros, o por lo menos alguien con una mínima formación, cree en verdades absolutas o excluyentes, o en puntos de vista inmutables o irrefutables. Eso se acabó hace mucho tiempo. Pero el primero que lo pone en práctica en términos narrativos es Cervantes. Y además para cualquier lector. Por cierto, que Cervantes muestra un integral respeto en todo momento hacia las mujeres. Desde La Galatea hasta el final, hasta el Persiles, es probablemente la línea más constante del Cervantes escritor, este respeto por las mujeres. Sus mujeres son mujeres de verdad, como las que tratamos en nuestra época. Hay mujeres idealizadas en su obra, pero lo importante son las que no lo están. Las mujeres que son reales, y lo son en su autonomía, en su solvencia y en su belleza. Son mujeres combativas y peleonas, dispuestas a jugarse el tipo y a ser consecuentes con sus convicciones, de forma equivalente a como lo son los hombres. Porque además Cervantes sabe muy bien que un público importante de su novela, y de su teatro también, es la mujer. Yo me imagino a Cervantes leyendo en voz alta en casa a sus hermanas, a su mujer y a su hija, y ellas jaleándolo, para que les dé más caña a los tíos: a los padres obtusos y a los maridos posesivos [risas]. Cervantes no habla desde el púlpito, sino desde la literatura amena y divertida. ¿Esa es la conquista de la ironía? Sí, yo creo que esa es la conquista de la ironía. Sobre eso has escrito una frase que me gusta mucho, hablando del Quijote dices que
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«la conquista de la ironía es el núcleo central de la novela». Es el intento de proponer la lectura de la novela en clave biográfica. Es decir, no renunciar a ver que esa novela la escribe alguien con mucha experiencia encima. Y además con una voluntad de entrar en el circuito literario de su tiempo que queda derrotada y a la que renuncia. Pero es gracias a ese fracaso y a esa renuncia como adquiere la libertad de que su cabeza funcione a toda velocidad, sin miedo a nadie, sin respetos sagrados a nadie. Utilizando sin miedo la literatura como una herramienta de fusión, experimentación y creación. Relacionado con esto que dices sobre el fracaso, otro elemento que me ha gustado del libro es tu voluntad de ir a la contra, negando el tópico de la imagen trágica que a veces se ha adelantado de Cervantes… Eso a mí me parece un disparate. Me parece una muy mala lectura de Cervantes. Cervantes es para empezar un hombre consecuente. Un hombre consecuente con sus decisiones, con su biografía y los accidentes de su biografía, pero lo que no es jamás es un resentido, un amargado ni desde luego un rencoroso. Porque de ahí no sale el
Quijote. El Quijote es el libro de un hombre tranquilo, alegre, bien humorado, dispuesto a comprender las razones de los otros tanto como las suyas. Pero eso no quiere decir que Cervantes sea un hombre acrítico o un relativista cínico. Quiere decir que es un hombre que, sin renunciar a sus convicciones, ya no las vive como convicciones absolutas, sino como formas del aprendizaje de la realidad de la condición humana. De manera que no es un hombre dominado por el rencor, como sí lo es, por cierto, alguien como Ortega, que fue alguien que empezó su biografía desde una soberbia y un nivel de autoestima tan alto que le impidió metabolizar íntimamente los desencantos y las frustraciones con la realidad que trae la madurez. A Cervantes le sucede lo contrario. El descubrimiento de los límites de lo humano, de la doble cara que tiene lo humano, es en Cervantes festivo y jovial, en lugar de ser resignado, entristecedor y depresivo. Esta es la potentísima novedad de este señor de cincuenta y cinco años, que para esa época era, por cierto, un auténtico anciano. Esta pérdida del «anclaje en lo absoluto», como lo describes en el libro, no es algo que
deba conducirnos a la desesperación o al nihilismo… Desde luego a él no. Y a mí tampoco [risas]. Eso lo que hace es llevarlo a la plenitud de la lucidez, a la alegría de la lucidez. A saber que lo que hemos perdido es autoengaño. No es en realidad un consuelo, sino la alegría de entender mejor. Y además Cervantes está muy contento de haber encontrado un personaje que le sirve para crear una dilatadísima trayectoria en la que cabe todo y que le permite contarlo todo. Yo veo a Cervantes sobre todo como autor. A pesar de las cosas de narratología que nos hemos inventado ahora, yo pienso que Cervantes es plenamente consciente de cuándo está hablando él como autor. Cervantes nunca renuncia a una distanciada y burlona mirada sobre lo que cuenta. Pero esa clase de mirada no impide ni la piedad ni la compasión ni la censura. Sin embargo, lo que no predomina es el juicio moral, lo que no hay es un dómine diciendo lo que es bueno o malo. Es el lector quien va a emitir el juicio, que puede ser maduro o serlo menos, más inteligente o menos. Como en la vida real. Por eso una de las conquistas de la segunda parte del Quijote es haber convertido en personajes absolutamente reales a don Quijote y Sancho Panza, gracias al intruso, al «bendito intruso» como lo llamo, de Avellaneda. Ellos son los reales, como prueba un personaje del propio Avellaneda. Estaba pensando en que, tal como lo expresas, podemos deducir que la pérdida de la creencia en unos dogmas no implica la pérdida en la creencia de unos valores morales que sabemos que existen, aunque sean difíciles de discernir… Efectivamente. Difíciles de discernir y que, en el libro, están en marcha. Pensemos en el juicio que hay sobre Roque Guinart. En el momento en que Cervantes escribe Roque Guinart está
El salón de los espejos
ya reintegrado en el sistema. Ya no es un bandolero, sino que ha ido a los tercios. Lo que hace Cervantes cuando lo saca en la segunda parte del Quijote es ponderar la capacidad para la justicia equitativa, que es el primer objetivo de las letras. Cuando decimos «armas y letras» en el contexto del Quijote y en el contexto de los siglos XVI y XVII no estamos hablando de la poesía, estamos hablando de las leyes, de aquello que dota de buen orden a la sociedad. Si Roque Guinart ejemplifica la mejor justicia equitativa, entonces eso quiere decir que Roque Guinart es el mejor de todos. Por tanto, no sólo estamos hablando de que en el libro hay una caracterización amable de Roque Guinart, sino que se lo está situando en el lugar más alto posible. Aquel que cumple con los preceptos que don Quijote le ha dado a Sancho cuando se marcha a la ínsula, o los que el propio Sancho pone en práctica desde su sensatez rasa. Claro que hay convicciones, lo que no hay es un tono sermoneador. Porque lo que sí hay, además, es un ataque feroz contra los eclesiásticos que hablan mucho sin saber de nada, los curas que sin ninguna experiencia, sin haber vivido nada, se hartan de dar normas a los demás. Lo que pasa es que Cervantes no lo hace en un ensayo como Montaigne, sino que lo hace a través de una trama narrativa en la que tú eres quien debe deducir eso. Este nuevo espacio de libertad que encuentra Cervantes parece conllevar entonces un nuevo espacio de libertad en la forma literaria, ¿no? Claro. Sobre todo en la segunda parte del Quijote. Es ahí donde Cervantes consigue desplegar un nivel de confesión íntima en términos morales y de pensamiento, reflexivos e interpretativos, que ha estado mucho más sofrenado en la primera parte. Consigue encontrar un nuevo espacio para hablar,
Entrevista a Jordi Gracia
no como predicador, sino como pensador que ha descubierto el modo de filtrar su pensamiento en la ficción. Pero, insisto, sin sermonear ni predicar, sino haciendo pensar al lector, obligándole a enfrentarse con consideraciones sobre los arbitristas, sobre la honra o la justicia, sobre valores e instituciones de nuestro entorno a través de los diálogos entre don Quijote y Sancho. Haciéndolos portavoces no sólo de los pensamientos de Cervantes, sino de sus dudas y contradicciones a la hora de pensar la realidad. ¿Piensas que esta lectura seria de Cervantes y del Quijote, como piezas capitales en la fragua de la sensibilidad moderna, está muy extendida fuera de determinados ámbitos? Mira, me temo que sí y en el peor de los sentidos. La cantidad de mugre que le ha caído encima a Cervantes, y particularmente al Quijote, lo ha convertido en un maestro de vida simplificado, ridiculizado, caricaturizado, y sobre todo, contradictorio con lo que de veras significa el Quijote. La conversión de Cervantes en un icono desmiente y contradice lo que de verdad está haciendo él en el Quijote.
Yo estaba pensando en el énfasis que a veces se ha puesto en la dimensión cómica o paródica del libro, en el episodio de los molinos de viento por ejemplo, o pienso, en el mundo anglosajón, en el musical El hombre de la mancha… Que se acentúe el lado cómico del Quijote no me parece mal. Porque este es un libro alegre y si al mismo tiempo consigue hacer otras cosas, pues fantástico. Pero la clave principal es la amenidad. Por eso Cervantes se divierte tanto al principio de la segunda parte recordando cómo se ha divertido la gente leyendo la primera parte del libro. Porque, por primera vez en su vida, la gente le ha dicho cosas sobre un libro que ha escrito, porque el libro ha tenido un éxito de verdad. Adopta una actitud de tú a tú con el lector… Sobre todo es una actitud de convertir su vida en ficción y de escuchar lo que los demás opinan sobre la primera parte del Quijote, de divertirse contándolo y de debatir con ellos. Contar, con mucho orgullo, que se lo han leído desde aquellos que son analfabetos, y que sólo pueden escucharlo mientras lo lee otro, hasta los grandes duques y señores. De ahí que se meta con el eclesiás-
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Entrevista a Jordi Gracia
tico que orienta las lecturas del duque y que desprecia el Quijote como libro de caballerías, y Cervantes se pregunta si no será el eclesiástico el inculto que no ha entendido el libro… Tanto en la primera como en la segunda parte, en el fondo lo que hay también es una impugnación a la alta cultura de su época. Por eso yo pienso que Cervantes nunca pidió unos poemas encomiásticos para encabezar el Quijote. Y eso es algo que se ha repetido siempre. Pero yo no veo de dónde hemos sacado la idea de que los pidió y no se los dieron. ¿Por una frase de Lope de Vega, de agosto de 1604, que dice que nadie le ha escrito unos poemas para el principio? Eso lo dice porque ya sabe que el libro lleva unos poemas de burla, y no significa que Cervantes pidiera unos poemas de encomio y no se los dieran. O el prólogo, donde dice que no va a publicar el libro porque no es un libro autorizado, ni cuenta con notas o citas de autoridad, ni está respaldado por personalidades nobles. ¡Eso es una broma! Pero a Cervantes nos lo tomamos tan en serio… Lo vemos como si fuera de mármol, pero está jugando sin parar. Esta vena cervantina anti-solemne es la que nos quieres acercar en el libro… Sin ninguna duda. Es que es la única manera de leerlo de verdad. Esa manía de leer a Cervantes a base de aforismos extractados y convertidos en lemas de calendario, o en «grandes verdades universales», es hacer exactamente lo contrario de lo que hace Cervantes en el Quijote y es degradarlo a simple predicador. Lo de convertir a Cervantes en un predicador es una locura. ¿O sea que tú recomendarías a alguien que se acercase al Quijote o a Cervantes por primera vez que lo leyese sin solemnidades? Claro, entrando en el chiste desde el primer momento. Lo que pasa es que ese chiste, como suele pasar con el hu-
mor, es lo más serio que hay. Cervantes lo supo enseguida, pero lo que nosotros a veces olvidamos es que desde el humor la verdad es cruel. Una vez más es la ambivalencia de la ironía… Sí, eso también forma parte del descubrimiento genial de Cervantes. La verdad es múltiple. La verdad son al menos dos verdades. Y no es porque haya muchos puntos de vista, como sostiene el perspectivismo de Ortega, sino porque la complejidad de lo real nos somete a la decisión constante de tener que decir «sí» o «no». Y saber eso conlleva una desdramatización de lo real que nos hace no tomarnos en el fondo demasiado en serio lo real. Quiero decir, no tomárselo a pecho, no tomárselo con el fanatismo de la biografía juvenil de Cervantes. Cuando sí se lo tomó muy a pecho. La vida de Cervantes son dos vidas en una. Ya para terminar, me gustaría saber qué opinión tienes de la conmemoración institucional del cuarto centenario de la muerte de Cervantes…
Bueno, no tengo demasiada opinión, pero el hecho de no tener demasiada opinión es significativo. Deberíamos saber qué se está haciendo o qué no se está haciendo, qué actividades hay planeadas… y no saberlo me parece que es un pésimo síntoma. De hecho, el otro día publiqué un artículo en El País sobre esto. Me dediqué a proponer cosas que no hubiera costado nada hacer. Por ejemplo, hacer una serie de entrevistas a, pongamos, cien escritores, y pasar luego por la tele treinta segundos de cada uno hablando sobre lo que más le gusta del Quijote, o cuáles son sus personajes favoritos de la novela… Podría haberse hecho con Cercas, Marías, Muñoz Molina, Eduardo Mendoza, Andrés Trapiello, Vargas Llosa… Podrían haberse hecho antologías… ¿De verdad todavía creemos que es obligatorio para todo el mundo leer el Quijote de arriba abajo? O hacer pequeñas ediciones de algunas de las Novelas ejemplares, cada una con un prólogo de un escritor de ahora. Carajo, por favor, ¿tan difícil era hacer eso? [risas].
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El salón de los espejos
Entrevista a Jordi Doce
Entrevista a Jordi Doce Álex Chico
«El poema es un apagar el mundo para encender la memoria» .Para que el lector tenga ahora esta entrevista entre sus manos han tenido que encadenarse una suma de azares: coger un taxi después de la charla que mantuve con Jordi Doce; olvidarme en su maletero la mochila en la que había guardado la grabadora; volver a la parada por si daba con alguna pista del conductor; llamar varias veces a objetos perdidos, sin éxito alguno; tomar al día siguiente un tren pensando que todo ese material ya estaba perdido; recibir la llamada de Albert Lladó, a quien no veo desde hace tiempo; el número de teléfono que me dictó, porque alguien a quien no conozco se lo había proporcionado antes; el nombre que me dijo a continuación, el de un tal Ricardo; marcar ese número y volver al día siguiente a la estación de Atocha; encontrarme de nuevo a Ricardo, que me esperaba en su taxi con la mochila en sus manos. No hay, me parece, mejor entradilla para iniciar una entrevista como esta. Al fin y al cabo, Jordi Doce ha publicado recientemente una magnífica antología de poemas que se titula, casi de manera profética, Nada se pierde.
Acabas de publicar Don de lenguas, un libro en el que reúnes conversaciones con varios autores. Me acordé de un fragmento de tu diario La vibración del hielo en donde reconoces guardarte mucho de las entrevistas a escritores, porque el medio hace que las escenas emerjan borrosas, descoloridas. Y que un escritor no debería ofrecer más comentario de sus páginas que las páginas que ya ha escrito. Empecemos con eso: ¿qué supone este medio para ti? Eso que citas es una anotación de mi diario de hace casi veinte años, una reflexión a propósito de una entrevista a Borges. Borges encarna un caso particular, el de alguien que ha formalizado sus ideas en piedra. Es uno de esos escritores que vuelven una y otra vez sobre un puñado de asuntos, pero que los acuña de manera tan ceñida, tan ajustada, que cuando le entrevistan el resultado es una versión un poco aguada de lo ya escrito. Las entrevistas de Don de lenguas son conversaciones que hice durante mis años de trabajo en el Círculo de Bellas Artes. Lo que pretendía, más que revisitar ideas, era tratar de buscar grietas. Quería mostrar el revés de la trama. Ciertamente,
entrevistar a un escritor tiene —me parece— cierto peligro, porque cuando hablas con un músico o un pintor estás pidiéndole que se exprese en un medio que no es el suyo y de ahí siempre puede salir algo nuevo, distinto. En cambio, cuando entrevistas a un escritor, estás empleando el mismo medio que él emplea en su escritura. De ahí que tienda a repetir lo que ya dijo de mejor manera en el pasado. Si tú como entrevistador consigues sacarlo de ahí y le pones ante sus contradicciones o lo llevas a lugares que no había explorado antes, bienvenido sea. El problema de aquella entrevista con Borges es que sus interlocutores aceptaban de antemano las reglas del juego que él imponía. Y no le desafiaban, no le sacaban de ahí. Eso ocurre cuando entrevistas a alguien por el que te sientes intimidado. ¡Cualquiera saca a Borges de su terreno! En el prólogo a Don de lenguas citas a Pániker: «Todo entrevistado queda limitado por los límites mentales de su entrevistador». Sí, es una frase de Salvador Pániker que también citaba mucho Arcadi Espada,
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creo. Desde luego, el horizonte intelectual y emocional de la entrevista es el que marca el entrevistador. Entiendo que una buena entrevista debería suponer un desafío mutuo, un sacarse mutuamente de sus casillas. Buena parte de los autores entrevistados son también traductores. En la conversación que mantienes con Jaccottet, por ejemplo, comentas que hay un lado dramático en la práctica del traductor, porque la traducción permite interpretar un papel, ser otro. ¿Cómo ha sido en tu caso? Bueno, la palabra traductor se solapa en gran medida con la palabra intérprete. Y creo, en efecto, que cuando uno traduce desarrolla un cierto potencial dramático. Hay poetas —pienso en Robert Lowell— que al traducir lo llevan todo a su terreno, que convierten al poeta traducido, ya sea Dante o Baudelaire, en un reflejo de sí mismos. Hay otro tipo de poeta-traductor que es capaz de desdoblarse en otros personajes y de poner en juego una capacidad dramática que a lo peor no está presente en su poesía, pero que puede estarlo en sus traducciones. Eso me interesa mucho. Como poeta he trabajado en una veta más bien paisajística, meditativa, donde las proyecciones de la subjetividad tienen mucha fuerza, pero traducir a Charles Simic, a Ted Hughes o a Auden me ha permitido ser otros poetas que están en mí, con los que me siento identificado, pero a los que no he dado cuerpo en mi poesía. Simic, por ejemplo, tiene un humor negro, una ironía teñida de rasgos surrealistas, góticos, a la que me siento muy afín. Auden me ha posibilitado ser un poeta más urbano. Así que haces ejercicios de desdoblamiento y la traducción te permite vivir otras vidas, por así decirlo. Jaccottet
ha traducido a Góngora, por ejemplo. Hablamos de un poeta muy puro, casi juanramoniano, que sin embargo disfrutó traduciendo a Góngora, porque era algo que estaba latente en él. Esa es la palabra. Tenemos personalidades latentes y la traducción te permite encarnarlas. Hay poetas a los que no puedo o no me interesa traducir, porque no se corresponden con personalidades latentes en mí. En uno de los apuntes de Perros en la playa comentas que un libro que nos ha entusiasmado rara vez puede explicarse en un texto crítico, sino a través de una suerte de autobiografía. Esta idea casa perfectamente con tu forma de practicar la crítica literaria, que aborda el libro desde la incidencia vital que ha tenido en ti. Eso ocurre, por ejemplo, en «Descripción de una sombra», un artículo que dedicas a la poesía de Antonio Gamoneda. Bueno, estas cosas las digo a modo de aviso a navegantes. Hay experiencias de la sensibilidad que son parte central de la biografía de uno. Experiencias tempranas, por lo general: lecturas de adolescencia, de primera juventud… A mí me resulta muy complicado trabajar con ese material, porque de algún modo tienes que objetivar tu propia sensibilidad. Cuando escribes sobre ese tipo de experiencias la crítica adquiere inevitablemente un sesgo autobiográfico. Me cuesta mucho separar ambos planos. Además, creo que es una cuestión de honestidad ante el lector. Pones las cartas boca arriba. Eso es lo que ocurrió cuando escribí ese texto sobre Gamoneda, donde recuerdo la vez que leyó en Oviedo, en mi facultad. Fue en enero de 1989. Yo no había leído nada suyo y de pronto se pone a recitar de corrido Descripción de la mentira. Todo
lo que ha venido después está coloreado por esa experiencia acústica, que es muy potente y de la que nunca me he desprendido. Nunca he dejado de escucharla. Luego hay un momento en el que me doy cuenta de que no tengo futuro en la universidad española y siento que no me apetece seguir practicando la crítica académica, digamos. Es una liberación. Y decido escribir crítica desde mi condición de lector. Más que artículos al uso, lo que planteo son lecturas, itinerarios de lectura. No pretendo en absoluto agotar un libro, porque un buen libro es inagotable. Un buen libro está más allá del asedio crítico. Lo que me interesa es proponer hipótesis imaginativas sobre ese libro, es decir, me parece que nuestra forma de leer cualquier cosa tiene algo de test de Rorschach. Tú ves unas figuras, y esas figuras las interpretas a tu modo. Lo que sale de ahí tiene que ver con tu propia subjetividad. Son tu imaginación, tu memoria, tu sensibilidad, las que te llevan a un libro y no a otro, y las que luego dirigen tu lectura. Me gusta mucho dejarme llevar por los signos que me propone el libro. Siempre digo que los libros son como esas formas que vemos en una pared. Las formas están ahí, claro, pero luego uno las lee de una determinada forma. Son esbozos de figuras que luego uno moldea a su gusto. En Las formas disconformes hay muchos trabajos sobre José Ángel Valente. En lo de Valente hay algo de azar. Cuando la gente ve que has escrito algo sobre un autor, de pronto empiezas a recibir encargos de aquí y de allá. Desde luego, dentro de la poesía española del pasado siglo, me parece un autor central. A Valente lo empiezo a
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leer pronto, en Punto cero (la vieja edición de Seix Barral), porque había un ejemplar en la biblioteca de mi antiguo instituto. De repente, abro ese libro y descubro cosas ahí que no entiendo, que me resultan muy exigentes en el plano de la comprensión. Pero a la vez percibo una música difícil, áspera. Una intensidad verbal que me resulta compleja y atractiva al mismo tiempo, como cuando uno escucha una pieza musical exigente. Sabes que tienes que seguir escuchando para hacerte con ella. En Punto cero, antes que el sentido, percibí la música, la carga de las palabras. Acostumbrado a encontrar en la poesía española tanta retórica hueca, de pronto esa sequedad mineral de Valente fue una revelación. Encabalgamientos abruptos, sintaxis tirante… era un poeta que te seducía y al mismo tiempo te echaba de su lado. Me parecía fascinante. En «Una fidelidad», el texto inicial de la antología que preparaste para la Fundación Juan March, nos dices que el haber escrito sobre la poesía de otros sirve bien poco para hablar de la propia. Confieso que he sido un gran lector de poéticas. Los autores que admiro han escrito poéticas y crítica literaria y me han servido de mucho. Como dice Auden, la crítica de un poeta es una forma de autobiografía. Cuando hablas de tu propia poesía, puedes caer en la inmodestia, en un ejercicio de vanidad: la poesía de los demás está ahí, hay un cierto consenso sobre ella, mientras que la tuya está sub iudice, entre paréntesis. Y además, implica un tipo de autoanálisis que puede privilegiar unas zonas de tu escritura y dejar otras en sombra. Cuando uno escribe sobre sus propios poemas no deja de ser un in-
Entrevista a Jordi Doce
térprete más, un lector más, quizá bien informado en parte, pero no más perspicaz que otros lectores. Además, uno evoluciona y no siempre es capaz de advertir sus contradicciones, su evolución en el tiempo. Lo que sí puedes hacer es comentar cómo surgió un poema, hablar del taller. A diferencia de los lectores, sabes cómo surgió el poema, puedes hablar del proceso. Quiero decir, del itinerario entre el deseo y la realidad. Los lectores sólo conocen el resultado final, no la tramoya, lo que hay detrás. Comentaba Cees Nooteboom, en una de las entrevistas recogidas en Don de lenguas, que en su poesía existe una preocupación latente, una inclinación constante a preguntarse dónde quedó todo. La antología de poemas que has publicado se llama Nada se pierde. ¿Te sobreviene la misma cuestión que Nooteboom? ¿Hay un intento por dar fe de eso mismo, de lo que queda? La antología se llama Nada se pierde por una razón. Diría —y aquí estoy hablando desde esa miopía que señalaba antes— que en mi sensibilidad hay una paradoja aparente: una conciencia muy aguda del paso del tiempo y, a la vez, la sensación de que los estados alterados de conciencia, que son los que propician la escritura, existen en un solo presente, en un ahora constante. Lo que sentí al revisar mis viejos poemas es que era perfectamente capaz de instalarme en el estado de conciencia que los originó. Podía volver a mis veintiséis años y ser el que intentaba escribirlos. Sin embargo, en mi vida cotidiana soy tremendamente consciente del vértigo de los años. Tengo una conciencia barroca del tiempo, de la decrepitud. Pero no soy un poeta elegíaco, porque todo lo que escribo está en un presen-
te perpetuo. Me pongo a escribir y me instalo de cuajo en Sheffield año 94, en Oxford año 98, en Madrid año 2002. Puedo volver a habitar esos lugares casi con la misma intensidad. El placer de la escritura consiste, en gran medida, en que el tiempo queda abolido. Al escribir nada se pierde porque todo está presente, todo existe a la vez, todo está ahí. Cuando paras, caes de nuevo en el tiempo. Y esa caída es algo triste, áspero, porque de pronto piensas: «Han pasado veinte, treinta años…». Y te ves de nuevo con tus cuarenta y ocho años y vuelves a sentir el peso del tiempo. Es como si escribir cancelara provisionalmente la ley de la gravedad. Una característica de tu poesía es la proyección del instante. Más que el tiempo, lo que se analiza es esa posibilidad o imposibilidad de lo breve. Y ahí oímos una voz que se juzga a sí misma, a veces, de forma muy severa. No entraré a analizar esa severidad, porque acabaríamos haciendo terapia. Pero sí es verdad que muchos poemas son una exploración del instante. Es como si me metiera en el hueco del instante y el poema fuera un modo de ensancharlo y de hacerlo habitable. Martín López-Vega escribió hace poco que mis poemas, que «a menudo parten de un detalle, siempre dibujan, a partir de ese detalle, un mundo complejo, como una secuencia de ADN». Está bien visto. Ese instante detenido en el tiempo que se llena con espacio, con sucesos, y que se prolonga lo más posible. En la escritura intento o detener el tiempo o abolirlo. No creo que sean alternativas necesariamente contradictorias. Sí es posible que en la prosa de Perros en la playa o en algunos poemas haya una sensación de lo rápido que pasa todo, una sensación de
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oportunidad perdida. Siempre me queda esa impresión de que no supe vivir al máximo, de que no aproveché bien el momento. De que tal vez no estuve a la altura de las circunstancias. Puede que haya algo de eso. No lo sé. Y quizá eso explique el tono de severidad que mencionabas en tu pregunta. Algo que define buena parte de tu poesía son los continuos contrastes, las dicotomías. Una «disociación», nos dices en Lección de permanencia. Como en el poema «En la terraza»: «... enciende la memoria / al apagar el mundo». O en el apunte 22 de «Una vida»: «Nada ocurrió. Nada dejó nunca de ocurrir». ¿La contradicción es uno de los motores que echa a andar tu poesía? Antes voy a completar mi respuesta anterior, y es algo que te va a sonar familiar. A mí me interesa mucho el viaje. El viaje es una forma de distorsionar
el tiempo, de romper con ese tiempo lineal de la rutina, de la cotidianidad. Y vuelvo a lo mismo: en mi escritura busco abolir el tiempo y, no obstante, en mi vida cotidiana soy un tipo disciplinado, muy rutinario. Vivo en esa tensión entre el tiempo lineal, rutinario, de un lado, y del otro el tiempo de la escritura, del viaje, del eros, que es el tiempo que suspende el tiempo. Creo mucho en la contradicción, la paradoja, que además está en el fondo de mi escritura. Es como los pedales que mueven la cadena. Me parece que sin resistencias, sin fricción, no hay pensamiento ni poema. Uno escribe porque hay una resistencia, y de esa fricción surge el calor, el movimiento. Surge la chispa. Me gusta pensar en mis poemas como hipótesis imaginativas, como salidas imprevistas a impases vitales o existenciales.
A veces esas hipótesis surgen gracias al paseo, que es una actividad que suele aparecer en tus poemas, sobre todo desde Lección de permanencia. Sin duda. Para empezar, desde un punto de vista fisiológico, pasear activa la mente. Yo nunca escribo un poema ante el ordenador. Cuando me siento delante de la pantalla es porque ya tengo un germen, y ese germen se me ocurre moviéndome por el mundo. Hay algo cinematográfico en el paseo. Uno entra en el mundo y va viendo cosas. Observa escenas, situaciones… La ciudad está llena de hipótesis narrativas, de primicias. Ves figuras, personajes curiosos, y esa visión genera ficciones. En Perros en la playa lo que intentaba era captar, más que desarrollar, el potencial narrativo de esas situaciones… Por lo demás, asumo postulados del romanticismo cuando digo que hay lu-
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gares que están cargados de energía y otros no. Y que esa energía puede ser buena o mala. El paseo es una forma de echar a dialogar el adentro y el afuera, el sujeto y el objeto. Uno lleva en sí memoria, imaginación, mirada, y luego está el mundo en perpetuo movimiento. Hay una membrana, un intercambio. Luego, claro, en la soledad del cuarto uno pone a andar eso. Hay un momento en el que el mundo se apaga y tú te pones a escribir. ¿Una especie de psicogeografía, por emplear un término que también mencionas en alguna ocasión? Eso está en Nadja, en los paseos de Baudelaire, también en Iain Sinclair, que tiene un libro fascinante sobre los centros de energía de Londres. Hay un verso enorme de Wordsworth: «The world is too much with us» («El mundo nos abruma»). Hay momentos en los que el mundo está tan lleno de estímulos que te abruma. Tienes que dar un paso atrás y digerirlo. El poema es un apagar el mundo para encender la memoria. Uno tiene que borrar la tablilla del mundo para inscribir en ella sus propios signos. ¿Por qué lo hacemos? Seguramente porque queremos formar parte del mundo. Nos parece que inscribiéndolos entramos a formar parte de la red del mundo. Es una ilusión, claro. Una ilusión desaforada y desmedida, pero no menos legítima por ello. En todo caso, el paseo para mí es un punto de partida. Es una de las formas en las que activo mi relación con el mundo. Una relación del mundo que se basa, también, en la imaginación. Porque ya puede haber mucha observación y memoria y lo que tú quieras, pero sin imaginación el poema está muerto.
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Precisamente en ese momento imaginativo se congrega una multiplicidad de voces, una auténtica jaula de grillos, como en el verso «No sé quién eres, pero gracias a ti comienzo a saber quién soy», o «mi rostro no es mi rostro / sino el de alguien, mudo, / que al mirarse me piensa». En tu poesía sueles reflexionar sobre esa identidad múltiple, con la convicción de que para comenzar a comprendernos debemos salir de nosotros mismos. Cualquier intento de auto-comprensión pasa por lo otro, por los demás. Pasa por tu relación con el mundo. Para empezar, sólo nos podemos conocer a través del lenguaje, y el lenguaje es una creación colectiva. El lenguaje está impregnado de las huellas de quienes nos han precedido. No es posible vivir en el solipsismo. El solipsismo puede ser una tentación, pero los demás siempre están ahí. Somos seres sociales y políticos. Las personas de las que nos rodeamos dicen algo de nosotros. Por otra parte, como dice Montaigne, estamos hechos de retales, de fragmentos. Somos una jaula de grillos. No somos unívocos, sino que estamos constituidos por muchas voces. En mi caso esto tiene que ver con la traducción. Como te decía antes: traducir, para mí, es dar expresión a esos yoes latentes. A eso iba. ¿Crees que tu función como crítico o como traductor ha podido influir en la predilección por el tema de la otredad? Sí, claro. Además hay otra cuestión, que remite al título de mi tesis doctoral, Imán y desafío. Es decir, el otro es un imán, te atrae, pero es un enigma, un motivo de incomprensión. ¿Por qué me atrae eso que no comprendo? Es algo que todo poeta ha sentido, me parece. Experimentas una atracción, la seducción de algo ajeno, y quieres hacerlo
propio. Te reta, te hace frente, y basta que se te resista para que te empeñes en perseguirlo. A veces los poemas — propios o ajenos— que más trabajo nos han dado son los que más apreciamos. Eso no significa que uno privilegie el poema hermético. Yo creo mucho en la seducción. Me parece que el arte siempre es seductor. Algo hechizante, magnético, que te atrae, aunque —insisto— no entiendas nada o te extrañe. De ahí que yo piense que el poeta es un ingenuo, porque es alguien que sale a la calle y se pregunta por qué el mundo es como es. «El mundo me ha hechizado», decía Quevedo, pero a la vez no lo comprendo, me intriga. Esa capacidad que tiene el mundo para ser un imán y un desafío es crucial. Lo otro existe en la medida en que quieres hacerlo tuyo. También eso es eros. La persona amada te atrae y al mismo tiempo es un límite, una frontera, porque siempre será «otra» persona. Nunca podrás deponer los muros que te separan de ella. A mí me siguen sorprendiendo cosas que me sorprendían hace veinte años y me pregunto si no debería ser más maduro, menos ingenuo, si no debería aceptar que así son las cosas. Pero me resisto a aceptarlo y de ahí viene un poco mi desesperación y también el que yo siga escribiendo, este plantearme el mundo como un problema. Ese efecto de sorpresa se proyecta hacia un espacio donde suceden cosas, aparecen cosas. Me recuerda a un microrrelato de Arreola: «La mujer que amé se ha convertido en un fantasma. Yo soy el lugar de sus apariciones». El misterio del poema es el misterio de su aparición, nos dices en «Una fidelidad». Parece que buena parte de tu poesía nos esté diciendo que todo se apoya en un lado que no conocemos.
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Comparto esa creencia. En realidad, uno propone y el lenguaje dispone. El poema es un acto de colaboración. Uno propone y luego el azar, el tiempo, el lenguaje disponen. El momento de la escritura es como una lámina de agua en la que metes la mano y, si hay suerte, otra mano tira de ti y te arrastra. Te hace sumergirte. A veces, si el tirón es muy fuerte, te ahogas y el poema se arruina, porque pierdes pie. Pero si eres capaz de resistir el tirón y a la vez estar en él, llegar a un acuerdo con él, surge algo muy especial. En algunos poemas se trata sólo de captar el momento. Captar algo fugaz, fulgurante, que pasa y ya. Esa es la gracia del haiku. En otros se trata de habitar el instante, de meterse dentro y hacerse fuerte en él. No sé, supongo que la poesía, en parte, es un ejercicio de enriquecimiento de la realidad con la imaginación. No tanto de desvelarla, porque eso sería pensar que hay un plano oculto y a mí me gusta este plano, esto que hay aquí y ahora. Lo que hace la poesía es lanzar hipótesis imaginativas que enriquecen la realidad mediante analogías. Ahí está su gran poder. El poder de la analogía. Un árbol cubierto por la nieve puede ser una campana que tintinea y ese tintineo puede estar dialogando con el graznido de unos cuervos. Y de repente estás creando una gran coreografía donde las cosas riman. Eso te ayuda a sentir que la realidad es más rica y más habitable, y también a sentirte parte de ella, porque tú estás inscribiendo tus signos allí. Participas de esa realidad al introducirte en ella. Se trata, como comentabas en La vibración del hielo, de escribir no tanto para anotar o constatar lo vivido, sino para ampliarlo.
Efectivamente. Y ahí también hay una paradoja. Vuelvo al verso de Wordsworth que cité antes. El mundo a veces está demasiado con nosotros, nos abruma, es demasiado vigoroso. Y a veces no hay nada que decir. Pero también está el otro polo, que es el de añadir nuevos signos al mundo. Borrar una parte del mundo para inscribir en él nuestros propios signos. Es la imagen del palimpsesto. A mí me interesa la literatura porque enriquece la realidad, la puebla. Y creo en el poder de la analogía para establecer correspondencias, para crear coreografías y decir: esta realidad está llena de elementos que dialogan entre sí, que riman entre sí. No voy a negar la fuerza de los arquetipos, pero a mí me interesan más los vínculos entre las cosas. Como hilos invisibles que pulsas con las palabras y entonces suenan. Hablemos de símbolos frecuentes en tu obra. Símbolos escurridizos, frágiles, dobles, que se sitúan entre dos mundos: aves, arena, hielo… Símbolos que se instalan en un terreno fronterizo, entre «dos centros». Como el sueño, quizá. Sí, eso está bien visto. Me interesa mucho ese terreno fronterizo, como la línea de la costa. ¿En qué instante el mar deja de ser mar y comienza a ser tierra? ¿Cuándo deja la ola de serlo para convertirse en arena? Esos lugares siempre me han atraído. También las tierras de nadie, esos lugares sin dueño en los frentes de guerra, las trincheras… Esto viene de muy temprano, supongo, de leer con trece años Sin novedad en el frente. La visión de ese terreno en disputa entre el frente alemán y el frente aliado, donde ocurrían tantas cosas… Me parecían increíbles. Luego los vas sublimando, desplazas el foco de la tragedia y los metaforizas…
Un poema paradigmático en este sentido es «Agosto». Es posible. Hay certezas que no me cuestiono, como la noción de la ciudad como una red de energía. Por ejemplo, ¿por qué ciertos locales comerciales nunca terminan de funcionar? Están como malditos, como si algo los hubiera arruinado para siempre. Sé que suena a superstición, y sin duda lo es, pero no siempre se puede ser razonable y, además, hay que alimentar la imaginación de algún modo. De hecho, tu poesía es muy sensitiva. Incluso percibimos una sensación térmica, podemos sentir frío o calor en los poemas. Sin duda. Los cambios de presión atmosférica, de luz, de temperatura… todo me influye. La meteorología es muy importante para mí. Estoy exagerando, pero a veces me siento como un barómetro humano. Supongo que tiene que ver con ese deseo de habitar el instante, de explorar todas sus facetas. En una entrevista reciente en Cuadernos Hispanoamericanos hablas de un análisis minucioso del instante que choca con una sensibilidad narrativa… Sí, desde luego. Lo narrativo está ahí, lo siento muy cerca. Por otro lado, desde hace unos años noto que me cansa ese tipo de poema que practicaba en los noventa, más meditativo y paisajístico; tengo la sensación de que en esa veta lo he dicho todo. Ahora tiendo a una poesía más seca, con una mayor presencia del enigma, de la imagen sorprendente, y a la vez del elemento narrativo, fabulístico incluso. Concibo algunos poemas como fábulas truncadas. Estoy en una poesía más austera, más expresionista quizá, como si quisiera recuperar ese elemento narrativo
El salón de los espejos
Entrevista a Jordi Doce
de mis primeros textos juveniles. Hubo un paso previo con Perros en la playa, que nació con la intención de evitar el solipsismo, el exceso de subjetividad. Se trataba de captar lo singular de cada instante, observar el mundo para luego metaforizarlo. Otro de esos sentidos que se activan y que forman parte esencial de tu poesía es la vista. Hay una cita de Simic que empleas: «Entre la verdad de lo oído y la verdad de lo visto, prefiero la silenciosa verdad de lo visto». ¿De acuerdo con Simic? Sí, de ahí la cita. Aunque no sin problemas. Como poeta soy un gran voyeur. Mi forma de relacionarme con el mundo es mediante la mirada. Una mirada muy táctil, el ojo como mano que explora el mundo. Pero no debe olvidarse que el ojo plantea una distancia entre uno y el mundo. Cuando uno se fía demasiado de la mirada, de alguna manera postula una distancia aséptica con el mundo. Aunque se haya convertido en un tópico, hay algo obsceno en la distancia que establece la cámara, por ejemplo, como si eso que estás viendo no fuera del todo contigo. La excesiva dependencia del ojo siempre me ha parecido peligrosa. En el prólogo a Las formas disconformes nos dices que has escrito estas páginas de crítica como sueles escribir poesía: sin saber muy bien adónde te llevarían. Nunca sabes lo que quieres decir hasta que no lo has escrito. ¿La propia escritura es la que guía el texto? ¿De nada sirven los aprioris? No, los aprioris no sirven de nada. Y volvemos de nuevo al terreno de la paradoja. Porque me interesa mucho lo que me propone el lenguaje, el elemento de azar, de sorpresa, de revelación que hay en la escritura; pero no
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a costa de traicionar esa lealtad básica, elemental, a las cosas del mundo. Admiro mucho a los escritores que se han propuesto ser fieles a lo real. No de manera servil, claro, sino dialogante. Esos anclajes me parecen fundamentales. Son parte de una relación honesta con el mundo. Eso me gusta. La poesía es en parte percepción y en parte imaginación. Y me parece capital entender la meditación como algo que te permite ser/estar en otra cosa, la idea de capacidad negativa de Keats. Es decir, que uno se pueda poner, de algún modo, en el lugar de la piedra y escribir un poema que intente recrear la sensación —la conciencia— de ser piedra. Evidentemente es una ficción,
nadie podrá saber nunca lo que es ser una piedra, pero la poesía te da la vía para intuirlo. Hay estados de percepción tan intensos que te permiten salir de ti mismo y habitar otra cosa. Me gusta la noción del poeta como un éter que en contacto con los objetos puede convertirse en ellos. Pero ese acto de empatía sólo puede darse si está asistido por la imaginación. En cierto modo, esto nos saca de esa visión errada de la poesía que identifica forzosamente al autor con la voz poética que emplea para hablarnos. Como si todo lo que nos contara no pudiera formar parte de una ficción… Ese malentendido surge de una mala lectura del romanticismo anglo-ger-
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mánico. Realmente los que codifican el concepto de imaginación son los románticos. Sin embargo, el romanticismo se ha banalizado como una estética que instaura la tiranía de la subjetividad y del yo. En rigor, es una subjetividad asistida por la imaginación, porque sólo así accedemos a lo real. Es la única manera. De hecho, quienes no pueden llegar a lo real mediante la imaginación son los psicópatas. La psicopatía es justamente eso, no ser capaz de ponerse en el lugar del otro. En «Una fidelidad» nos dices que la escritura depende de procesos semiinconscientes cuyo funcionamiento desconocemos y sobre los que tampoco conviene interrogar demasiado. Uno debe identificar los lugares de los que surge su fuerza productiva. Y protegerlos. Creo que todo escritor desea cruzar ese umbral a partir del cual comienzan a brotar cosas que nunca hubiera podido intuir o predecir por sí solo. En cierto momento aparecen elementos en la escritura a los que nunca habrías llegado por otra vía. El poema
te ha llevado a ellos. Eso tiene que ver con la intensidad de tus estados de conciencia… Yo creo que nos pasa a todos. A veces te preguntas de dónde salen ciertas imágenes… Y te quedas ahí: ciertas cosas es mejor no saberlas. Una idea de Iris Murdoch con la que dices estar de acuerdo: escribimos no para que lo escrito se nos parezca, sino para parecernos a ello. Algo que llamas «autobiografía inversa». ¿Cuál ha sido tu experiencia en ese sentido? Sí, eso viene de una nota de hace veinte años, creo. Toda experiencia artística, si lo es de verdad, es doblemente trasformativa. Cuando empezamos a escribir un libro, el libro es nuestro hijo. Pero cuando lo estamos acabando ese hijo se transforma en nuestra madre, que nos echa de su interior. Nosotros parimos a quien nos termina de parir. Es otra paradoja. Llega un punto en que el libro se vuelve autosuficiente y te conviertes en el fruto de ese libro. La persona que sale del libro ya no es la que entró. De algún modo has ido creando a la madre que luego te saca fuera.
En un artículo sobre Esther Ramón explicas que escribimos porque el lenguaje heredado no nos basta, porque hay demasiado de todo. En el poema «Constatación del miedo», leemos: «La página desnuda / confirma mi impotencia». ¿Cómo definirías tu relación con el lenguaje? Hablo también de ese bloqueo que amenaza al escritor en su lucha contra su propio idioma. Creo sinceramente que todo poeta debe tener la experiencia del desierto, del bloqueo. El bloqueo es importante. No hasta el punto de dejar que te anule. El pensamiento parte de un tope, de una muesca. Vas andando y tropiezas. De esa toma de conciencia es de donde puede brotar algo. Todo poema es una plasmación oblicua, tangente, de algún tipo de conflicto psíquico. No digo que el poema sea una forma de terapia, pero desde luego plasma una cierta energía de orden emocional. Cuando esa resistencia es excesiva, te bloqueas. A veces el poema surge cuando ves la manera de sortearla. Los traductores lo sabemos bien. Estás traduciendo un poema
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y no encuentras la palabra, y cuanto más la buscas más te bloqueas. Pasa un día, vas por la calle y de pronto la solución brota de la nada… La mente consciente puede ser su propio estorbo. Ese tipo de bloqueo tiene que ver con una preeminencia de la mente consciente, de la razón que busca con demasiado ahínco. Hay que retirarse e ir por otro lado. Por lo demás, a veces adquirimos una intimidad excesiva con ciertas palabras y ya no nos sorprenden, pierden su brillo. En alguna ocasión has empleado una cita de un poeta hebreo, Ezra Zussman: «Dónde tenemos que brillar, y quién necesita nuestro brillo». No sé si es una pregunta que sueles formularte… En primer lugar, quien necesita brillar es uno mismo. La escritura es una necesidad, una compulsión. Y el poeta vive asediado no tanto por su insignificancia como por su intermitencia. A no ser que seas Derek Walcott, claro. Necesitas crear ese estado de receptividad que te permita escribir. Acabas un poema y nunca sabes del todo si vas a volver a escribir. Al menos, no sabes cuándo vas a volver a hacerlo. Pasas por temporadas de sequía, y esas pausas generan incertidumbre. El poeta es alguien con sed de realidad, con hambre de mundo. La realidad no le basta y quiere más. Como le pasa a cualquier artista, por otro lado… No suscribo ese tópico del poeta como alguien que huye de la realidad. En realidad, es todo lo contrario. En relación con los demás… Siempre me ha dado mucho pudor enterarme de la reacción de los lectores a mi trabajo. Las reseñas de mis libros me producen apuro, y cada vez más. No
Entrevista a Jordi Doce
es coquetería ni falsa modestia, creo. Es algo con lo que tengo una relación conflictiva. No quiero saber lo que la gente piensa de mis libros. Es una forma de pánico escénico, supongo. O de pudor. Quiero que esos libros estén presentes en la vida de alguien, pero no conocer los detalles. Toda esa dimensión social, mundana, me incomoda cada vez más. De hecho, he decidido no presentar en público la antología (Nada se pierde). No me apetece. Hay gente que me escribe con la mejor intención, con generosidad, y sé que lo hacen desde una afectividad cómplice, pero me perturba. No creo que uno pueda estar orgulloso de haber escrito un buen poema, porque el poema viene de un lugar extraño que no controlamos. El poema nunca es del todo de uno. Te puedes enorgullecer de haber educado bien a tu hijo, o de dar unas clases estupendas, pero no de haber escrito un puñado de poemas dignos. Sería un orgullo muy tonto. Como mucho hay una cierta satisfacción artesanal. La satisfacción de haber tratado bien los materiales, de no haber actuado con demasiada torpeza. Es lo que comentabas antes, eso de que con lo que verdaderamente disfrutas es con el acto de escritura. Efectivamente. Cuando salió Perros en la playa, tuvo una buena recepción. Tal vez porque hacía tiempo que no publicaba nada. Había pasado por una de esas épocas de sequía que mencioné antes. Y el libro me obligó a dedicar mucho tiempo a su difusión cuando lo que me apetecía era seguir teniendo tiempo y disponibilidad para escribir. Además, se crean muchos malentendi-
dos. Lo digo en Perros en la playa: «Tan pronto sale de casa, el escritor está a merced de los malentendidos». Y tiene que ver con lo que apuntabas al comienzo de la entrevista. Es decir, lo que uno dijo ya está dicho. No me hagáis repetirme, porque entonces lo tergiversaré todo. En cuanto el poeta se mete por medio empieza la confusión. Creo incluso que esta cosa de tener siempre al poeta presente, de pedirle que haga de publicista de sí mismo, es una pantalla que muchas veces se interpone entre poema y lector, dificultando un acceso desprejuiciado a su obra. Hay poetas a los que me ha costado regresar después de haberles oído leer en público. Escritura, por un lado, y sociología literaria, por otro. «Lo peor es que siempre hay escritores con vocación de dependientes», leemos en el libro Perros en la playa. ¿Demasiados autores pendientes de las ventas, del éxito? Eso lo escribí no tanto por los demás, sino porque me he visto en la circunstancia de ser mi propio tendero. Te ves en situaciones muy chuscas, o en situaciones que halagan tu vanidad pero te vuelven gilipollas. Vuelves a casa y te preguntas por qué te has dejado convertir en un perfecto gilipollas. Con la edad esa necesidad pueril de reconocimiento disminuye y te das cuenta de que no significa nada, o muy poco. Y te interesa más la vivencia profunda del acto de escritura. Que es una vivencia extraña, ojo. Oscilas entre el placer de la creación y la ansiedad del cierre. Por un lado quieres acabar el poema, pero por otro quieres seguir con él, que no se acabe, porque mientras lo escribes te sientes mejor.
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«La contradicción forma parte de todo libro»
Entrevista a Erika Martínez Daniel López Fotografías: Carolina Cebrino
.Erika Martínez (Jaén, 1979) concentra una de las propuestas poéticas más sólidas e interesantes de la poesía que se escribe hoy en español. En su haber cuenta con dos libros de poemas y uno de aforismos. Investigadora y gran conocedora de la literatura de países hispanoamericanos, ha prologado y coordinado antologías de diversos autores y géneros. Un caluroso día de finales de septiembre charlo con ella en Granada, ciudad donde creció y actualmente reside. Tus dos poemarios Color carne (Pre-Textos, 2009) y El falso techo (Pre-Textos, 2013) son libros que se estructuran en tres partes. ¿Cuál es el motivo por el que te decantas por ese tipo de estructura? Pues estoy tratando de pensar, porque nunca me habían hecho esta pregun-
ta y uno no siempre tiene claras cuáles son las razones constructivas de ese tipo de división. Lo que sí tengo claro es qué significa cada una de esas tres partes en cada uno de los dos libros, pero no por qué en concreto son tres. ¿Y qué significa cada una de las partes en cada libro? Por ejemplo, en Color carne, en mi opinión, hay claramente una evolución a lo largo del libro que tiene que ver, en la primera parte, con toda una serie de poemas desde la distancia sobre la infancia y el erotismo; son poemas en los que hay personajes en lugar de un yo íntimo muy frontal y que, sin embargo, hablan de experiencias muy concretas, como si uno necesitara pensar en su biografía impostando una voz que no es la propia, como si esa distancia
te permitiera profundizar líricamente en experiencias más biográficas. Creo que la segunda parte sí que tiene una voz íntima más tradicional. Y en la última, los poemas van adelgazando y el libro se vuelve más cósmico, como si el poemario fuera evolucionando hacia su propia desaparición. Mi sensación es que Color carne desaparece a medida que avanza. De hecho, no casualmente, el siguiente libro que escribí no fue de poemas, sino de aforismos, como una culminación de ese adelgazamiento progresivo que ya se veía en Color carne. Y en el caso de El falso techo, ¿qué significan sus partes? Pues después de ese proceso de adelgazamiento hubo que empezar de nuevo. Así que en El falso techo esas tres partes tienen que ver con una forma de afron-
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tar la incertidumbre, y son tres incertidumbres diferentes las que hay en el libro. La primera tiene que ver con la familia y la forma con que la violencia colectiva termina pasando por debajo de la puerta hasta que ocupa las estructuras familiares, y que en esa parte se materializa en una especie de gran símbolo que es el de la casa convertida en un espacio de terror. Siento que para esa parte escribí poemas de miedo. En ellos hay fantasmas ocultos en las esquinas, debajo del suelo, en el techo, como una amenaza que uno no puede localizar pero que percibe todo el tiempo. La segunda parte es claramente la de la intemperie colectiva; frontalmente tiene que ver con un momento histórico concreto que es el actual, y la alegoría es la del aeropuerto, tanto en sus esperas como en el vuelo. Y la últi-
Entrevista a Erika Martínez
ma entra en un territorio que podría llamar amoroso. Sin embargo, desde mi lectura percibo que en ambos libros hay una tendencia que los lleva hacia una tercera parte caracterizada por un mayor grado de intelectualización. Por ejemplo, en El falso techo es cierto que el tema es el amoroso, pero te sirve para complejizar sobre el tiempo o la construcción del sujeto en relación. Tienes razón. Los de la última parte te he comentado que tratan sobre el amor pero en realidad tratan sobre el amor y la literatura, y sobre cómo la sordidez puede ocupar esos espacios. Creo que es un libro muy seco en comparación con el primero. Mi primer libro es más humorístico, más desenfadado, aunque también tenga su existencialismo. Y lo que sí está claro es que mi último
libro se endureció. Es un libro crudo, y cuando afronta la temática del amor y la literatura lo hace desde un punto de vista situado en la intemperie. Otra de las continuidades entre ambos libros creo que es la profundización en la contradicción como algo ínsito al ser humano. En uno de tus aforismos dices: «La razón no reduce las contradicciones, profundiza en ellas». ¿Cuánto de todo esto hay en tu poesía? Me identifico mucho con eso. Creo que, en realidad, la contradicción forma parte de toda humanidad, y probablemente de todo libro, sólo que hay libros que son conscientes de ello y otros que no lo son. Yo trabajo desde la fe en que profundizar en ese conflicto puede ayudarte a pensar de nuevo la vida y a pensarte de nuevo a ti mismo, que es
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la única manera de moverse. Y eso me sirve tanto a nivel poético como aforístico, aunque en la práctica no distingo mucho una actividad de la otra y, en realidad, creo que las dos son poesía. En tu libro de aforismos, Lenguaraz (PreTextos, 2011), algunas de tus composiciones también siguen una estructura trimembre. Además, el tema de la razón sigue presente. ¿Qué relación se da en tu obra entre razón y poética? Vale. Esta pregunta me ha encantado, pero me he dejado cosas pendientes de las anteriores. Gracias a esta pregunta puedo responder a lo que me preguntabas al principio. De repente, pienso que tú has detectado mi tendencia al tres, más allá de la estructura de los libros, en la lógica de los aforismos; que quizá está presente también en la estructura de algunos poemas, y vinculándolo con la idea del conflicto y la contradicción que formulaste en la anterior, de repente se me ocurre que el tres es un número que genera desequilibrio. Al final, la dialéctica del dos, de la contraposición, es una forma de orden, así que el tercero supone alguna forma de conflicto. Probablemente, ese conflicto se manifiesta en mi búsqueda inconsciente del tres. Una cosa que me parece muy importante es que la poesía que escribo no sea demagógica. De ahí que haya poemas que planteen su búsqueda de una forma muy rotunda y poemas que te dejan en una duda y te mueven el suelo. Y eso me interesa siempre a nivel ideológico y a nivel estético, un poema que te pegue un pequeño empujón, que no te confirme en el lugar que ocupas sino todo lo contrario, así que de ahí también viene mi indagación en el conflicto.
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Volvamos ahora a la pregunta que te hacía, la relación en tu obra entre razón y poética. En principio, para mí es un gran problema mi relación con la razón porque, por motivos ideológicos, como mujer he tratado de luchar por construir una subjetividad muy racional. Primero, vengo de una familia de científicos y eso influye, pero, además, estoy muy cansada de la asociación clásica que se hace de la mujer con lo instintivo y con lo irracional —que no corresponde con la verdad pero con lo que muchas mujeres se identifican y terminan cultivando a veces de manera nociva—, y que como contrapartida tiene la de asociar lo masculino con lo racional y constructivo. Dentro de la poesía, creo que ha habido muchas estéticas románticas y autodestructivas a las que les declaré la guerra durante mucho tiempo. Así que, por un lado, he tratado de escribir desde esa voluntad racional, pero también enfadada con ella, porque sé que no es el lugar desde donde se escribe poesía. Durante mis comienzos mi voluntad fue la de trabajar desde esa racionalidad. Pero mientras uno escribe, se va dando cuenta de que no se escribe desde ahí; que incluso queriéndolo no es posible, que no se escriben los mejores poemas desde ese lugar. Conforme ha pasado el tiempo, he aprendido a conocerme, a conocerme escribiendo, pero también a saber lo que quería, y creo que ahora soy más consciente de que se trabaja desde un material escondido. Creo sólo en una forma muy concreta de inspiración que tiene que ver con la forma del trabajo inconsciente que nosotros hacemos sin darnos cuenta día a día, que estalla en algún momento
por una razón que no llegamos a controlar —que puede ser una imagen o una conversación— y que abre la puerta a algo que ya estábamos trabajando sin darnos cuenta; en ese momento, escribir un poema puede costar cinco minutos. A eso llamamos inspiración, pero en realidad ese poema no se escribe en cinco minutos, se ha escrito durante mucho tiempo, uno no puede calcular cuánto. El trabajo racional se hace luego con ese material: uno tiene que abrir la puerta y dejar que salga lo que tenga que salir, y saber cuánto rechaza y cuánto acepta de lo que le fue impuesto. De hecho, en los dos libros de poemas haces referencia a una serie de cuestiones relacionadas con el género en términos de estirpe y herencia. ¿Hacia dónde apuntas con ello? Creo que en ambos casos se trata de una declaración de intenciones sobre cuál es el origen y la génesis del género en vinculación con el espacio familiar, que tiene que ver con la forma con la que yo relaciono la familia con lo histórico. Nunca estoy hablando sólo de mi familia, creo que nunca nadie está hablando sólo de su familia, pero yo, además, quiero que explícitamente se sienta que no es así. La familia es un país, es una lógica común y también una violencia común. La diferencia es que en el primer poemario, que en realidad es un relato fantástico, con estructura clásica de relato fantástico, el final es muy esperanzador; el segundo, sin embargo, es casi todo lo contario. «La casa encima» es un poema sobre el fracaso de un proyecto colectivo en el que creí durante mucho tiempo.
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En poemas como «Ingeniería civil» de Color carne hay un canto al ser humano expresado en la figura de una mujer. En él pareces expresar que, a pesar de que podamos doblegar la naturaleza con nuestro intelecto, la razón se vuelve insegura en el terreno de lo íntimo y del amor. Un amigo una vez me dijo que Color carne tenía algo de existencialismo social. Creo que ese poema es una especie de canto escrito a la contra de ese bucolismo, para mí insoportable, de idealización de las fuerzas de la naturaleza y de lo rural, que se defiende mucho en Andalucía en concreto, aunque no es exclusivo pero sí específico de ella. Pero, al mismo tiempo, también quiere ser consciente del límite y del ridículo de toda forma de progreso. Así que entre un polo y otro se mueven gran parte de los poemas de ese libro. Otro tema presente en ambos libros es la ausencia. En algunos poemas de Color
carne toma la forma de niño no nato. En otros del mismo libro, vuelve a aparecer expresada con ecos del Cancionero y romancero de ausencias de Miguel Hernández. En El falso techo el tema tiene su continuación, pero esta vez se formula como deseo. ¿Qué importancia tiene este motivo y cómo evoluciona en tu obra? Yo vivo con una obsesión muy concreta que tiene que ver con la sensación de no estar donde estoy. Por un lado, está la voluntad de huida: siempre que estoy en un sitio estoy pensando en otro, lo cual es terrorífico a nivel vital porque me considero una persona hedonista y creo que uno no debe negar jamás el lugar en el que se encuentra. Pero esto es desde un punto de vista ideológico. Más allá de mi ideología, psicológica y emocionalmente hay algo que me impulsa siempre a querer estar en un lugar diferente al sitio donde estoy. Así que, probablemente, sobre esa pulsión tratan muchos de los poemas
tanto del primero como del segundo libro. En El falso techo escribo lo siguiente: «Digo que me ausento. / Y es esta mi manera de no estar / completamente / en ningún sitio». Es decir, que esa ausencia no tiene que ver sólo con los hijos, aunque sí en parte. Yo no tengo hijos y, en ese sentido, biográficamente lo más relevante es un hijo que perdió mi abuela, una mujer que tuvo nueve hijos, uno de los cuales murió cuando era un bebé porque se le cayó de la cama y tuvo una septicemia. Pues teniendo nueve hijos y siendo una mujer que murió con ochenta y tres años, con un Alzheimer desarrollado desde quince años atrás, en sus últimos años, cuando se despertaba buscaba al que se había muerto debajo de la cama. De ahí, me interesa el ver cómo la ausencia arraiga en nosotros y cómo la pérdida también lo hace. Es esa una obsesión que dialoga con esta otra de sentir que no estás en ningún sitio. Y te digo
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más, esta pregunta de la ausencia nadie me la había hecho nunca y creo que es fundamental en mi poesía. El hueco, la pérdida y la ausencia son tres cosas fundamentales en mi poesía y nadie me había preguntado sobre ello. Quizá porque es más visible la parte política y familiar, pero no esta otra que sin embargo es más profunda y hasta más invisible para mí.
Pero no es mi mundo. Realmente, no es mi mundo. Igual que te he dicho que mi voluntad era la de construir un sujeto femenino racional y en conflicto con su propio inconsciente, no me interesa en específico la fisicidad femenina y cuando hablo de la maternidad en general, la maternidad para mí es un símbolo del hueco y no en específico de la experiencia biológica.
Situado el tema de la ausencia en tu poesía, algunas escritoras hacen acopio del tema de la maternidad como algo propio, expresado a veces en términos de ausencia/presencia, en lo que se me antoja una peligrosa relación entre biología y literatura. ¿Cuál es tu opinión en relación a este hecho? Yo no juzgo los poemas de los demás. Creo que se puede hacer literatura extraordinaria desde el cuerpo femenino, la menstruación, etc. Creo que se puede hacer una literatura fabulosa.
En El falso techo, por medio de la alegoría del aeropuerto, irrumpe una realidad política a diferentes niveles en la que te adentras a partir de tus poemas. ¿Qué retos te planteó el llevar a la voz poética desde un espacio de intimidad hacia su confrontación con lo exterior? Para mí no era difícil el saltar de un espacio a otro porque considero que lo ético y lo político atraviesan el amor y las relaciones familiares, y no sólo lo que se dice en un parlamento o en una plaza pública. Así que fue absolu-
tamente natural para mí pasar de un ámbito al otro, porque para mí están estrechamente relacionados. Creo que siempre hay que pensar en la ranura que hay debajo de la puerta, que es por donde pasan las cosas de un lugar a otro. Creo que el espacio de la cama es el lugar más político del mundo, por ahí se empiezan revoluciones, y pobre del que piense que ese lugar es un parlamento. Ese enfrentamiento con lo exterior del que te hablo parece llevarte en la tercera parte de El falso techo a una concentración del yo poético, que plantea la vida como un error y que luego, en algún poema, anticipa la idea de la literatura como otro error más. Sí, creo que El falso techo también habla de la aceptación del fracaso a todos los niveles, desde el sentimental al literario. Una aceptación que, aunque tenga su punto de tristeza, creo que es tran-
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quila. Es decir, uno nunca se piensa que va a terminar ahí, o por lo menos yo no lo pensaba. Yo era de esas ingenuas que pensaba que iba a ser una excepción, cuando te das cuenta de que no, de que estás llegando a los mismos lugares a los que llegó todo el mundo antes. Ahí se da casi un alivio, el de entender que las cosas debían ser de esta manera y reconocer el lugar desde donde se vive y se trabaja. Lenguaraz, tu libro de aforismos, tiene una de sus partes marcada por un impulso claramente feminista, aunque un feminismo crítico, que expone la necesidad de definirnos en relación al otro pero también en relación a nosotros mismos. Desde luego porque es una parte que no está titulada explícitamente como feminista, pero claramente su contenido lo es. Muchos de sus aforismos podrían sacarse de esa parte y colocarse en otra y no resultarían feministas. No todos son explícitamente feministas, pero por contexto terminan siéndolo, porque uno viene de una retahíla de diez y el undécimo, por la inercia de la que vienes, lo lees desde ese lugar. El feminismo que hay ahí quise de nuevo que no fuera demagógico. Así que por supuesto que contiene autocrítica. En los aforismos, aunque antes también lo hemos visto como una característica del resto de tu obra, está muy marcado el impulso por lo paradójico, por ver lo uno en su contrario. Quizá por eso te hablaba antes de autocrítica en ellos y ahora que lo pienso me parece a la vez indicio de honestidad. En realidad el aforismo se construye casi siempre desde la paradoja, es una forma de pensamiento paradóji-
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co que creo que es muy útil a nivel político, y en el caso concreto del feminismo, he dicho antes autocrítica refiriéndome a pensar con la mayor complejidad y honestidad posible, a ser consciente de nuestra complicidad con nuestras propias esclavitudes. El que no se cuente a sí mismo que lleva el enemigo en su interior, jamás podrá salir de su propia esclavitud. Todos participamos de una ideología dominante. La que no acepte eso, sencillamente no comprende lo que es una ideología. De hecho, más allá de expresar unos discursos o una ideología, sí veo un impulso en esos aforismos de corte feminista de detectar lo radical o lo universal en el conjunto y, a partir de ahí, establecer diferencias y similitudes. Eso es lo que veía de posición crítica dentro del feminismo. Sí, me parece acertado lo que planteas. Yo estoy muy obsesionada además con subrayar que el sujeto político del feminismo es la humanidad. Es una cosa que me obsesiona. Odio la lucha de sexos y creo que es muy peligrosa para el feminismo. Esto es una cosa obvia pero que no practican tantas feministas en mi opinión, y es una condición del pensamiento de género. Entre otras cosas, los hombres son poco conscientes de cuánto les perjudica a ellos esa ideología, de cuánto padecen ellos el patriarcado. No es una concesión a la población femenina, no sólo porque el espacio lo estamos ganando nosotras, porque nosotras tenemos que conquistarlo, sino que en el momento en que vosotros no seáis capaces de ganar el vuestro, tampoco os libraréis de la basura que os toca a vosotros de esa lógica humana, que es muchísima.
Pero, como te digo, en tu poesía, el género, la familia, la infancia o el contexto te sirven para profundizar en temas de una abstracción mayor, como es el caso del tiempo. Por ejemplo, te sirves de la infancia para exponer un tiempo que fluye de forma continua, mientras que la madurez se presenta como un flujo discontinuo que marca momentos diferentes hasta fragmentar al sujeto. Joder, esto es buenísimo. Es una idea buenísima, la de que identifico la infancia como un flujo y la madurez con una discontinuidad. Ahora estoy en un momento muy diferente en el que todos los poemas que estoy escribiendo hablan sobre el presente como una superposición de tiempos y de espacios, como si uno ocupase un metro cuadrado donde está ocurriendo todo retroactivamente, como si algo no dejara de ocurrir nunca. Como si en realidad no se pudiera hablar de memoria histórica porque la memoria histórica está en el pasado, y yo pienso que los recuerdos no dejan de suceder dentro de ti. En ese sentido, no existe la memoria histórica, todo está sucediendo al mismo momento dentro. Ahora pienso el tiempo como superposición de instantes, ni como flujo ni como discontinuidad.
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Daniel López García (Sevilla, 1980) es periodista y escritor. Licenciado en Comunicación y máster en Literatura General y Comparada por la Universidad de Sevilla, actualmente trabaja en su proyecto de tesis, centrado en el estudio comparado de la literatura dramática de mitad del siglo XX en EE. UU. y el teatro español actual. Ha participado en varios congresos internacionales de Literatura como ponente, y colabora y ejerce la crítica literaria en medios como Revista de Letras, Quimera o La tormenta en un vaso, entre otros.
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Cocinas literarias Breve perspectiva de la literatura gastronómica española a partir de seis obras fundamentales Jordi Gol
.En la oscuridad de una gruta, un hombre pinta a la luz de la llama, aprovechando la irregularidad de la roca, los animales que saldrá a cazar poco después. Las pinturas rupestres de Altamira dejan patente que la de la comida y el arte es una relación muy antigua. Más tarde vendría la literatura mitológica, en la que, afirma Marvin Harris (Nuestra especie, Alianza, 2011), se veía «a los hombres y a los dioses como si estuvieran enredados en un ciclo alimentario. Sin la ayuda de los dioses, los seres humanos no se veían capaces de alimentarse, pero los hombres debían alimentar a los dioses [las ofrendas] para obtener esta ayuda». La Odisea es una historia de banquetes y el ágape (su «sobremesa») es el espacio en el que se desarrolla buena parte de la reflexión filosófica, literaria y artística en la antigua Grecia y Roma. De esta tradición surge uno de los primeros tratados culinarios que se conservan: De re coquinaria, de Apicio. En su intento de recuperación del mundo clásico, el Renacimiento vuelve a prestar atención a la cocina. El propio Leonardo da Vinci hizo sus pinitos en la hostelería —fue propietario, junto con Sandro Botticelli, del restaurante Las tres ranas—, inventó una máquina para cortar espaguetis y un tenedor con tres púas (en lugar de las dos habituales), y recogió recetas curiosas en su libro Notas de cocina. En la tradición española, el interés por la cocina arranca de antiguo. Una de sus primeras manifestaciones escritas es el Llibre de Sent Soví o Llibre de totes maneres de potatges de menjar, que data de 1324 y contiene doscientas veinte recetas de la cocina catalana medieval. A mediados del siglo XIV se escribe, también en catalán, el anónimo Llibre d’aparellar de menjar (con un prólogo en verso), que cuenta con doscientas setenta y nueve recetas. En 1477, Rupert de Nola, pre-
tendido cocinero de Don Fernando rey de Nápoles, escribe El Llibre del Coch. Impreso por vez primera en 1520 y traducido al castellano en 1525, conoció numerosas reediciones durante los siglos XVI y XVII y se convirtió en uno de los primeros best sellers de la literatura culinaria. Pero no sólo los libros especializados reflejan un interés creciente por la cocina y la comida. La literatura del Renacimiento y del Barroco está plagada de referencias a la manduca que giran en torno a un elemento común: el hambre. Así, nuestro Arcipreste de Hita describe en El libro del buen amor la tremenda batalla de don Carnal y doña Cuaresma — ganada por esta última para desolación de los lectores— en la que, bajo la apariencia de reconvención de la gula asoma la concepción del hartazgo como ideal popular, paradigma que culmina con la feliz perplejidad de Sancho Panza ante la abundancia de viandas en las bodas de Camacho el rico. Afanes pasa también Lázaro de Tormes en su constante preocupación por llevarse algo a la boca; y el mismo Cervantes pone en boca de Teresa Panza: «La mejor salsa del mundo es la hambre; y como ésta no falta a los pobres, siempre comen con gusto». La picaresca del Siglo de Oro es heredera de esta tradición e inolvidables son la descripción que hace Quevedo de la paupérrima mesa del Dómine Cabra en su Buscón, la sugestiva descripción que hace Francisco Delicado de las aptitudes culinarias de La lozana andaluza o la búsqueda infatigable de los placeres de una buena mesa del Guzmán de Alfarache de Mateo Alemán. Pero, aunque la ilustración nos deja algunas curiosidades —como los apuntes que hacía Jovellanos en sus Diarios consignando lo que comía el pueblo y reseñando los
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lugares donde había comido bien, convirtiéndose en autor de guía gastronómica avant la lettre—, no es hasta el siglo XIX cuando la gastronomía (entendida como arte y gozo de comer) se abre paso en las mejores páginas de la literatura española. La influencia, cómo no, viene de Francia, donde la burguesía ya hacía tiempo que había creado una cocina propia, como símbolo y emblema de su clase social, que contaba con ideólogos como Grimod de La Reynière (Almanach de gourmands, 1803), Brillat-Savarin (Physiologie du Goût, 1825) o Alexandre Dumas (Le grand dictionnaire de cuisine, 1873). La consolidación de la burguesía en la España del siglo XIX conlleva un auge de la gastronomía como elemento de placer personal y de prestigio social —famosa es la sentencia del conde de Sert: «La cocina puede ser arte cuando el comer deja de ser necesidad y deviene método de conocimiento hasta alcanzar el placer»—, acompañado de un amaneramiento y sofisticación de las recetas fruto de la imitación de la cocina francesa. Ya Larra, en algunos de sus artículos, critica el progresivo afrancesamiento de la cocina tanto en la Corte y en las casas burguesas como en los mesones y en las fondas. Las grandes plumas españolas se hacen eco de la importancia creciente de la cocina en la vida cotidiana y son famosos los cocidos galdosianos, los arroces que perfuman las páginas de Blasco Ibáñez, los ágapes de las obras de Pedro Antonio de Alarcón, Pereda o Pío Baroja. Valera escribe en Doña Luz: «Petra, el ama de llaves, hizo milagros en aquellos días. ¿Qué pavos rellenos, qué cocido con morcilla, chorizo embuchado y morcones, qué tortillas con espárragos trigueros, qué platazos de pepitorias, qué menestras de cardos, morcillas y guisantes, qué jamón con huevos hilados, qué tortas maimones y qué deliciosas alboronías...». La condesa de Pardo Bazán publica en 1914 el primer recetario escrito por una mujer en España —con prólogo de Gregorio Marañón— donde reseña platos populares como el cocido o la fabada; y lo titula Cocina española antigua en contraposición a la nueva cocina de influencia francesa. Estas circunstancias propician la aparición de los primeros libros de teoría gastronómica. Mariano Pardo de Figueroa, que utiliza el pseudónimo Dr. Thebussem (anagrama de «embustes»), con su libro La mesa moderna, publicado en 1888, se considera el pionero de la literatura gastronómica en España. El libro consiste en una correspondencia cruzada entre el Dr. Thebussem y Un cocinero de Su Majestad (pseudónimo de su amigo José de Castro y Serrano) en la que se critica el adorno y el amaneramiento excesivo de la cocina, se reivindica el placer de la buena mesa per se y se
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incentiva la inclusión de platos tradicionales en los menús. Dionisio Pérez, bajo el evidente pseudónimo de PostThebussen, trata de continuar la obra iniciada por Pardo de Figueroa enunciando la idea de una cocina española nacional fruto de la suma de las diferentes cocinas regionales y reivindicando el regreso a una cocina tradicional, sin afectación, como revela su libro Guía del buen comer español. Inventario y loa de la cocina clásica de España y sus regiones, 1929. Ya antes, Picadillo, pseudónimo de Manuel María Puga y Parga, había reclamado desde las páginas del diario El Noroeste un retorno a la cocina popular frente a la imitación sistemática (y no siempre acertada) de la cocina francesa. Puga escribió seis libros de teoría gastronómica entre los que destacan A cociña Popular Galega y recetas para la cuaresma y La cocina práctica, de 1915, con prólogo de Emilia Pardo Bazán. Fruto de la importancia del nuevo arte gastronómico, surgen también en estos años libros de cocina práctica, como el Índice culinario (1915) de Teodoro Bardají Mas o El practicón (1894) de Ángel Muro, que fue el libro de recetas más popular entre los cocineros españoles hasta la década de los treinta del siglo pasado. Incluso surgen revistas exclusivamente dedicadas a la cocina y la gastronomía, como La cocina elegante (1904-1905) y El Gorro Blanco (1906-1921 y 1921-1945, con cuatrocientos cuarenta números), ambas dirigidas por el cocinero y gastrónomo Ignacio Doménech Puigcercós (que también publicó dieciséis libros de teoría y práctica de la cocina). La cocina crítica: el abordaje de la realidad a partir de la gastronomía El final del XIX y el principio del XX son momentos de gran efervescencia de una escritura gastronómica que, habitualmente, estaba al servicio de reivindicaciones cuyo objeto se agotaba en la propia gastronomía. Sin embargo, en 1929 aparece La casa de Lúculo, libro celebrado como la inauguración de la literatura gastronómica en España. En él, su autor, Julio Camba, trasciende la crítica gastronómica para ofrecer una visión (metafórica) de la problemática social, política y económica de su época. Julio Camba, exanarquista en Buenos Aires, periodista y bon vivant, llegó a ser el corresponsal mejor pagado de la prensa española. Hijo de Vilagarcía de Arousa —como Don Ramón del Valle-Inclán— posee como su paisano una fina retranca satírica que Camba canaliza a través de un humor elegante y eficaz. Esto, unido a su perspicacia para captar la importancia histórica de las situaciones y a una visión propia
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y singular del «otro» que está en consonancia con la conciencia del lector de la época, lo convierte en uno de los cronistas más populares de su tiempo. El libro está dividido en doce capítulos: doce breves ensayos que abordan la gastronomía desde perspectivas muy diferentes, desde los aspectos científicos de la nutrición («La Gastronomía y la ciencia») hasta la crítica de la cocina española —marcada por la omnipresencia del ajo como condimento y como disfraz—, y de otras cocinas nacionales («Otras cocinas»), de las que salva la francesa, la italiana, la china y, sorprendentemente, la inglesa, por la bondad de sus carnes. También analiza las distintas técnicas y elementos de la cocina (el asado, las salsas, las frituras, etc.), los vinos (de preferencia, franceses), las carnes y los pescados y los platos populares españoles, entre los que destaca la fabada y la paella. El libro concluye con un jocoso manual: «Normas del perfecto invitado», en el que se aconseja mojar pan en la salsa o elegir el vino más caro cuando uno es convidado. Un libro repleto de humor sutil y refinado, hasta el punto de ser publicado en colecciones dedicadas exclusivamente a libros humorísticos. Desde el punto de vista culinario, Camba critica la excesiva tecnificación de la producción, que supedita la calidad de la materia prima a su productividad y su disponibilidad; también la ostentación y el esnobismo: «... los grandes magnates se consideran, por su condición, en el caso ineludible de comer siempre lo más caro, renunciando frecuentemente a lo mejor»; y el excesivo artificio: «... una cocina donde los condimentos adjetivos predominan sobre los alimentos sustantivos». Pero, sobre todo, critica el descuido y la falta de infraestructura de la restauración en España, que poseyendo una rica tradición y las condiciones para obtener unas materias excelentes, se conforma, bien con la producción de artículos de calidad mediocre (por ejemplo, los vinos), bien con la imitación de la cocina francesa más afectada. La crítica gastronómica se transforma en la metáfora de una particular visión de los males que afectan al país: el atraso, sostenido por una política y una doctrina obsoletas y un tímido progresismo que no se nutre de los mejores rasgos de la tradición, sino que se limita a copiar tópicos foráneos. Para poner en evidencia estos males, Camba despliega su amplia experiencia en el extranjero como corresponsal atento, alabando por ejemplo las carnes inglesas —fruto de cruces estudiados hasta conseguir la excelencia— o los vinos franceses —una industria que ha hecho de una producción vinícola excelsa un motor de la economía nacional—. De esta forma, el libro de Camba —con un leve asomo regeneracionista— amplía la perspectiva de la crítica gastronómica anterior al plantearla desde una pluralidad de enfoques:
fisiología, medicina, psicología, ciencias sociales, geografía, historia, religión y, por supuesto, economía y política. Pero si hay algo que transforma la crítica de Camba en literatura gastronómica es su voluntad poética de trasformar la obra en un artefacto literario. A través de una prosa repleta de efectos sinestésicos, de descripciones sensoriales, representa cada comida como un compendio del mundo, en que los elementos particulares remiten a los generales y los simbolizan. Su estilo combina las citas cultas —de Quevedo a Brillat-Savarin, de Cervantes a Goethe, del Arcipreste de Hita a Flaubert— con el tono popular, que recurre a citas, proverbios y chistes, en un ejercicio de intertextualidad que pretende abarcar y fusionar todos los aspectos de la tradición. Pero, por encima de todo, es el humor lo que caracteriza la prosa de Camba: un humor cargado de ironía que exige la complicidad (y el conocimiento) del lector, que a veces impide a este rebatir sus afirmaciones para luego desorientarlo al autocuestionarlas. Camba hace un uso preciso de la hipérbole para poner de relieve ciertos detalles de su discurso y no retrocede ante lo grotesco, manifestado como tensión entre lo excesivo y lo rutinario. Habrá de pasar algún tiempo antes de que surja otro libro con unas características similares a La casa de Lúculo. En 1972, Josep Pla publica en la editorial Destino El que hem menjat (Lo que hemos comido). Con setenta y cuatro años, Pla es ya un escritor consagrado. Probablemente el mejor prosista en lengua catalana y uno de los más grandes en lengua castellana, su agudeza crítica, su ironía, su capacidad de observación, su profundo conocimiento del ser humano y la sencillez (que no simplicidad) de su lenguaje lo sitúan en una posición de preeminencia en el mundo literario de la segunda mitad del siglo XX.
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Pla estructura El que hem menjat como un menú, comenzando por el aperitivo y acabando en la sobremesa. El libro comienza con un recuerdo al gran Rupert de Nola (que anuncia ya el carácter nostálgico de los ensayos que recoge) para pasar a enumerar las nuevas refracciones (almuerzos y aperitivos) y los nuevos platos importados, como los entremeses. Después dedica casi una decena de artículos a describir la cocina popular que añora: las salsas, la escudella, el arroz y la pasta. A través de doce artículos hace una apología de la carne (ternera y cerdo) y de la caza de antaño y, tras un breve interludio dedicado a la tortilla, dedica otros doce artículos a hablar del pescado. Tratándose de una cocina ibérica, no podía faltar su capítulo dedicado al ajo y a sus excesos, aunque los disculpe en los aliolis y en la salsa romesco. Para finalizar, repasa algunos platos de temporada, como el gazpacho, la sanfaina, las setas y los caracoles, y termina con los vinos, los quesos, la repostería y el café. Un total de ochenta y cuatro artículos que cumplen el propósito anunciado en el prólogo: reivindicar «la nostra vella cuina familiar» (nuestra vieja cocina familiar). La estrategia de Pla en este libro es situarse en un plano de autoridad que le otorgan sus muchos años vividos y comidos y su posición de maestro de escritores. El libro está repleto de afirmaciones rotundas: «incuestionable», «absolutamente insuperable», «inenarrable», «de una total perfección», etc., que (como conseguía Camba a través del humor) inhabilitan al lector para rebatir sus argumentos. Su prosa recuerda a un viejo profesor regañando a sus alumnos por tener que repetir por enésima vez una lección que ya deberían tener aprendida; y a pesar de sus continuas afirmaciones de que el gusto de cada cual es el único guía fiable en cuestiones culinarias, el lector tiene la sensación de que cada artículo contiene un velado disgusto del autor por obligarle a describir lo evidente. Sorprende, en un libro que parecía exprofeso para ello, el uso contenido que hace Pla de la sensualidad y voluptuosidad de una prosa —de sus adjetivos evocadores, de sus sugerentes comparaciones— de la que ha hecho gala en obras como Viaje a pie o Cadaqués. Parece que no quisiera distraer al lector de lo esencial del libro: una reflexión sobre una cocina que se ha ido para, probablemente, no volver más. El que hem menjat es un libro lleno de nostalgia por la cocina payesa, la cocina de las abuelas, realizada con los productos de temporada del huerto próximo, del corral, de las playas cercanas (unos u otros, según la zona geográfica en la que se cocine). Allí donde Camba —representante de una tradición que, a raíz de la prosperidad económica que trajo a la neutral España la guerra del catorce, supera el pesimismo del novecentismo— se muestra optimista frente a una posibilidad de regeneración de la cocina (y la sociedad)
Jordi Gol. Cocinas literarias
españolas desde los propios valores, Pla constata el fracaso de ese proyecto, agravado por un fenómeno que se impone sin oposición posible: la uniformización («En todas partes, la cocina ha bajado. Es incuestionable. En definitiva, todo se ha industrializado»). Pla se muestra contrario a lo que hoy llamaríamos mestizaje (culinario) porque entiende que la cocina es inextricable de la cultura y de la tradición de cada pueblo y sirve para mejor conocer y explicar sus singularidades. La uniformización culinaria observada desde un punto de vista cultural (la copia de la nouvelle cuisine francesa, con sus artificios y florituras), pero también desde un punto de vista mercantil (la transformación de los alimentos para aumentar su productividad y rentabilidad), sirve de metáfora para augurar el advenimiento de una sociedad tecnificada en la que los valores y tradiciones populares son reemplazados por otros, ajenos, impuestos por el sistema económico. Sería aventurado afirmar que, analizando la cocina, Pla vislumbra ya la crisis de valores derivada de la globalización; pero sí que es cierto que, conservador irredimible, en toda su obra late este pesimismo por la pérdida de las particularidades que otorgan personalidad única a cada lugar, a cada pueblo. Pesimismo que no comporta falta de humor. En la obra de Pla subyace la soterrada sorna de quien está de vuelta de todo —que ayuda a sostener su estrategia de autorictas— y que de vez en cuando aflora en forma de sentencias breves como guiño al lector —«El caviar es bueno, pero carísimo; el aceite de hígado de bacalao es malo, pero barato. Y aquí está, quizás, el quid de la reconstitución humana»—. La cocina lírica Entre La casa de Lúculo y El que hem menjat se publica una obra, La cocina cristiana de occidente (1969), de Álvaro Cun-
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queiro, que se constituirá como uno de los máximos referentes de la literatura gastronómica en España. Aunque no es la primera incursión de Cunqueiro en este género —ya había publicado Teatro venatorio y coquinario gallego (1958) y Viaje por los montes y chimeneas de Galicia (1962), en colaboración con José María Castroviejo—, es sin duda su obra más célebre y la que mejor recoge las preocupaciones estilísticas y literarias del genio mindoniense. Cunqueiro comienza su libro con una declaración de intenciones: «Aquí van, sin orden ni concierto, mis saberes de arte culinario, y de vinos, y también mis invenciones —la parte más nutritiva para el ávido lector, digo yo—, el gozo de imaginar a un duque de Berry […] en una galería comiendo una liebre que nunca comió, o a un santo bretón vendimiando el muscadet, que nunca vendimió». La mezcla de experiencia, historia, cultura e imaginación, que constituye una de las características más destacadas de la prosa cunqueriana, adquiere en este libro una libérrima condición, mixturándose la referencia real y la ficticia hasta el punto de resultar indistinguibles. Los cincuenta y cuatro capítulos que forman el libro se organizan, de una forma un tanto anárquica, en torno a zonas geográficas, periodos históricos o temas dispares (desde el canibalismo de Gargantúa hasta los gorros de los cocineros). Cunqueiro, uno de los grandes columnistas del periodismo español —hasta el punto de rellenar a vuelapluma, con el número exacto de caracteres, los vacíos que dejaba la maquetación en los periódicos que dirigió— redacta cada uno de estos capítulos como si fuera un artículo autónomo, que puede funcionar desligado de los demás, pero que contribuye a ofrecer una visión de conjunto sobre el concepto cunqueriano de la cocina cristiana en occidente desde sus orígenes hasta nuestros días. Por las páginas de La cocina cristiana de occidente desfilan un sinfín de personajes reales o inventados; cientos de nombres, citas, referencias y situaciones que convierten al libro en un prodigio de erudición y de imaginación. Esta contradicción se transmite también al estilo, profundamente lírico y lúdico a la vez, que no desdeña la melancolía, pero tampoco el humor («… bebían tintorro de la Argolia, fuerte y poderoso, una especie de Valdepeñas peloponésico»). La capacidad de sugerencia y de evocación a través de la comparación de elementos aparentemente dispares otorga una posición singular al libro dentro de la tradición española. Cunqueiro compara sin empacho las texturas del jamón con las de la pintura de la escuela veneciana o, por ejemplo, afirma: «El champán tenía la palidez del sol matinal de mediados de otoño, y las burbujas ascendían desde el fondo de la copa a la velocidad de la Asunción de Nuestra Señora en la
pintura clásica». De estos contrastes, y del empleo de una adjetivación voluptuosa y sensual, surge una prosa extremadamente lírica, preciosista y deliciosa, muy cercana a la poesía, que ha convertido este libro en uno de los favoritos de poetas como Caballero Bonald o Gamoneda. Pero su magisterio, bien sea por la originalidad del estilo cunqueriano, bien porque las preocupaciones de los escritores gastronómicos derivasen hacia problemas históricos y sociales más urgentes, no ha gozado de continuadores. La cocina tradicional: una aproximación histórica En 1970, Néstor Luján y Joan Perucho publican El libro de la cocina española, un libro que, como bien dice Vázquez Montalbán en su prólogo a la edición de 2003, señala el final de la travesía en el desierto de la cocina española, que pronto despegará, de la mano de un puñado de cocineros y restauradores (Arzak, Subijana, Adrià, Santamaría, etc.), para alcanzar el paraíso de las grandes cocinas modernas. Luján —polígrafo, crítico taurino, de boxeo y de gastronomía en el semanario Destino y director de la revista Historia y vida (entre 1975 y 1992)— y Perucho —uno de los más celebrados poetas y narradores catalanes (su libro Les històries naturals figura en El Canon Occidental de Harold Bloom), creador de una literatura con un gran componente imaginativo y lírico, cercana a la de Cunqueiro— viajan por las cocinas de las regiones españolas al rescate de las recetas tradicionales y los platos típicos de cada geografía. Con clara voluntad totalizadora, ambos acometen una gozosa travesía por la historia de la gastronomía española, entendiendo que la cocina es un arte inextricable de la cultura y, como tal, fundamental para entenderla.
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El libro se divide, como anuncian los autores en el prefacio, en tres partes: una teórica y nostálgica, otra histórica y una tercera práctica, basada en su experiencia personal y directa como gourmets. En la primera parte, analizan la importancia de la cocina como arte de la sublimación del sentido del gusto, deteniéndose de forma pormenorizada en todo aquello que rodea la práctica del buen comer y que convierte un ágape en una experiencia inolvidable: los comensales, la disposición de la mesa, la vajilla y la cubertería, los adornos, los modales, el protocolo, etc. Brillat-Savarin y el Doctor Thebussen son los Virgilios que guían este apartado. En la segunda parte acometen una historia de la cocina española desde los fenicios hasta las postrimerías del siglo XX. Sin voluntad de ser exhaustivos, con una evidente vocación divulgativa, Luján y Perucho esbozan a grandes rasgos qué y cómo se ha comido y bebido en España, deteniéndose en la anécdota, en el detalle y, sobre todo, en la literatura. Con una erudición prodigiosa (que se extiende a lo largo de todo el libro), recaban datos, referencias, cartas, menús, novelas, tratados, documentos legales, poemas, etc., para ilustrar sus afirmaciones. Desde el Arcipreste de Hita a Quevedo, desde Montiño —peculiar personaje, que forma parte del Diccionario de Autoridades de la RAE, y que fue cocinero de Felipe II, Felipe III y Felipe IV y autor del celebérrimo libro Arte de Cozina, Pasteleria, Vizcocheria y Conserveria (1611)— hasta Pardo Bazán, la obra es un suculento festín de versos, sentencias y citas literarias que aportan a la vez desparpajo y profundidad al texto. Mímesis ejemplar, hacen de la literatura espejo de la literatura en un continuo reflejo intertextual en el que, en muchas ocasiones, es la ficción la que apoya o corrobora los datos históricos. Sin embargo, el rigor histórico de los datos que emplean Luján y Perucho aleja el libro de las fantásticas invenciones cunquerianas y lo enmarca en la categoría de ensayo histórico. Tras un interludio dedicado al cocido como elemento integrador de las diferentes cocinas regionales, Perucho y Luján pasan a analizar, in situ, las peculiaridades que caracterizan a las cocinas de las diferentes comunidades autónomas (entonces aún regiones) de España, comenzando por Galicia y terminando por Canarias. El libro se transforma aquí en un fascinante viaje por la geografía gastronómica española contextualizado por los inagotables conocimientos de sus autores en muy diversas ramas del saber, que les permiten tanto determinar el origen de un ingrediente concreto como detallar la elaboración de un plato y las razones de su importancia en la tradición local. Por sus páginas desfila la contundencia de las fabadas, las ollas y los callos y la sutileza de las sopas frías andaluzas, la delicadeza de la cocina califal cordobesa y la robustez católica de la cocina grasa y atlántica gallega, la
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sobriedad de las gachas extremeñas y el barroquismo de la paella valenciana… Todo un compendio de conocimiento gastronómico acompañado de recetas sencillas y prácticas para que el lector pueda experimentar por sí mismo la diversidad y la excelencia de la cocina española tradicional. Periodismo y literatura gastronómica El final de la dictadura y la transición marcan el fin de la citada travesía en el desierto, impulsado por una nueva clase media. En palabras de Vázquez Montalbán, «la transición del franquismo al infinito dependió de la formación y hegemonía de nuevas capas medias con capacidad consumidora para marcar distancias con lo consumido, de la aparición de un espléndido plantel de cocineros en sintonía con ese nuevo cliente —el nuevo burgués ilustrado y democrático—, de la desesperada búsqueda de señas de identidad, aunque fueran gastronómicas, por parte de las autonomías realmente existentes y del papel redentor que ha desempeñado la tarjeta de crédito animando aventuras del espíritu a pagar aplazadamente y, entre ellas, las culinarias». En este contexto no sólo se produce un auge internacional de la llamada cocina española, sino que también se desarrolla un interés popular por los temas gastronómicos que tendrá un fiel reflejo en los periódicos, revistas y semanarios de la época, que contarán con columnas y secciones específicas dedicadas a la cocina y al vino (tendencia que ha continuado en nuestros días). Xavier Domingo, exmilitante trotskista, miembro del grupo surrealista francés y jefe de la sección de grandes reportajes de Cambio 16, se hizo por méritos propios, durante muchos años, con la columna dedicada a la gastronomía de este medio. Fruto de esta labor nació, en 1980, el volumen Cuando sólo nos
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queda la comida, libro paradigmático del periodismo gastronómico literario que recoge sus artículos publicados entre 1976 y 1978 en Cambio 16, Historia 16, Historia y vida y otras revistas. Hombre de vasta cultura gastronómica y gran erudito de los fogones, Xavier Domingo ejerció una crítica a la vez seria y desenfadada, llena de chispa y retranca, pero sin complacencias ni mojigaterías a la hora de amonestar a un restaurante, a un vino o a un producto. En su prólogo a la edición de Tusquets de 1980, el también periodista y gastrónomo Luis Bettónica define a Domingo como «un sabio historiador de la gastronomía y, al mismo tiempo, conoce el restaurante recién inaugurado; domina la teoría culinaria pero es también un cocinero amateur, experto e ilusionado; venera el arte culinario y, a la vez, es un epicúreo y jocundo comensal de paladar fino y sólido apetito; ejerce la crítica honesta e inteligente, con rigurosidad, compaginándola con la crónica divertida, aguda y hasta frívola cuando conviene». El libro está organizado agrupando los artículos dispersos por afinidades temáticas que no cuentan con una sistemática evidente. A la manera de Cunqueiro en La cocina cristiana de occidente, se encuentran en este libro mezclados temas como «Setas», «Invitados», «Carta de vinos», «Condumios», «La cocina y el amor», «Comer es política» junto con otros tan curiosos como «Deporte» o «Exotismo». Mención especial precisa el artículo que abre el libro, «Este país», en el que Domingo aventura un análisis de la estructura de la cocina de España con un enfoque científico, tomando como referencia los estudios del antropólogo Claude Lévy-Strauss (recogidos en su tetralogía Mythologiques) y en el que enuncia su doctrina: «La llamada gastronomía no es sino una parte, mínima, cerrada y de escaso interés (un saber de casta, un tanto idiota y otro tanto más apartado de la realidad), del vasto «problema culinario», capítulo importante, este sí, de la sociología, de la etnología, de la historia y de otras grandes ramas de humanismo moderno». No es tanto la idea de una erudición gastronómica lo que le interesa a Domingo como la de un saber útil, aplicable a la vida cotidiana, del buen comer y del saber vivir. Para ilustrar esta vocación pragmática, cada artículo incluye una receta, referida al tema que trata, explicada con sencillez y seleccionada en función de la facilidad de acceso a los ingredientes (a veces, incluso mencionando el coste de estos en el mercado). Esta voluntad práctica también se refleja en la prosa de Domingo: ágil, directa y eficaz, brillante en muchas ocasiones, exenta de retórica, sin más adorno que cierta inclinación irónica (a veces incluso satírica), que trasciende el lenguaje periodístico para convertirse en literatura. Todo ello convierte la lectura de Cuando sólo nos queda la comida en una experiencia amena y estimulante, y en una forma inmejorable de descubrir la
escritura de Xavier Domingo, uno de los columnistas más interesantes que ha dado el periodismo de este país. Un intelectual en la cocina Si Brillat-Savarin fue el primer filósofo de la gastronomía, se podría afirmar que Manuel Vázquez Montalbán ha sido uno de los últimos. Para la superestrella de la cocina Ferran Adrià, «era de los pocos, por no decir casi el único, intelectual de la cocina». Vázquez Montalbán es conocido como uno de los pioneros de la novela negra en España. Su popular saga del detective Pepe Carvalho tiene miles de lectores y ha sido llevada a la pantalla en diversas ocasiones. Definida por su autor como «novela-crónica», Montalbán utiliza la novela negra como marco para realizar una crítica social desde una perspectiva de izquierdas empleando la figura de un alter ego, Carvalho, ex marxista, agente de la CIA, quemador de libros, cínico y desengañado, que se ilusiona únicamente ante unos fogones o ante un ágape bien realizado. Para la mayoría de su público, Carvalho es el perfecto ejemplo de gourmet, cosa que Montalbán rebate en su libro Carvalho gastronómico (Ediciones B, 2002): «Se le atribuye a Carvalho la condición de gastrónomo, que él rechaza, y suscribe la tesis de la obra Contra los gourmets de Manuel Vázquez Montalbán, a pesar de la manía que le tiene al conocido autor español». Pero, además de un magnífico narrador y poeta (Premio Nacional de Narrativa 1991, Premio Europeo de Narrativa 1991, Premio de la Crítica 1994 y Premio Nacional de las Letras Españolas 1995), Montalbán ha sido uno de los más importantes intelectuales de izquierdas españoles. Desde sus miles de artículos en diarios y revistas hasta en libros fundamentales como Manifiesto subnormal (Kairós, 1970), Un polaco en la corte del rey Juan Carlos (Alfaguara, 1996), El escriba sentado (Crítica, 1997) o La literatura en la construcción de la ciudad democrática (Crítica, 1998), ha realizado un análisis profundo, desde una perspectiva marxista, tanto de la situación política española de su época como de la historia y de la sociedad en general. Para Montalbán, la cocina es un elemento fundamental de la cultura, ya que por un lado la presupone (en cuanto a alimentación) y por otro lado la conforma (en cuanto a arte). Sin embargo, entiende que «una reflexión sobre la cocina sólo puede hacerse desde el desenfado». Por ello escribe, en 1985, el que quizá sea el libro que se acerca a la cocina desde una perspectiva más cercana a la filosofía: Contra los gourmets, un volumen que intenta, a través de una decena de ensayos, sistematizar el conocimiento de la cocina inspirándose de forma sui géneris en el materialismo dialéctico y en las teorías de la evolución histórica de la escuela postmarxista. El ensayo que da nombre al libro ya encierra una declaración de intenciones:
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«El conocimiento antropológico clarifica sobre todo el origen de la alimentación y sus rituales. El histórico-social explica la evolución de los usos alimentarios ligados a la evolución del conocimiento aplicado a la explotación del medio ambiente considerado como fuente de alimentación en relación con el trabajo humano. Finalmente, el conocimiento estrictamente gastronómico implica memoria arqueológica de situaciones gastronómicas reconstituidas con la ayuda de la imaginación y la propia experiencia del comentarista, convertido en cronista de un instante de la evolución del gusto. El gourmet es otra cosa. Es un sacerdote ensimismado, esclavo de la drogadicción del sabor singular y envilecido a partir del momento en que se socializa, desde la dimensión del grupo de iniciados hasta la sabiduría convencional de una mesocracia del paladar […]. La gastronomía tiene una lógica histórica y una estructura sociológica que refleja la sociedad que la contempla». Montalbán propone un conocimiento democratizado de la gastronomía a través de un acercamiento holístico al mundo de la cocina en el que se implican varias disciplinas como la historia, la antropología, la sociología, la filosofía, etc. Es esa perspectiva integral, adquirida mediante un conocimiento objetivo y desarrollada con las herramientas y métodos propios de las ciencias sociales, lo que distingue a Montalbán de sus predecesores, que hacen únicamente de su propia experiencia y erudición luz y guía de sus aproximaciones al universo gastronómico. Ya en el segundo ensayo del volumen, «Cocina, medio, historia», Montalbán hace una reflexión sobre la idea de cocina integrada plenamente (y globalmente) en la cultura: «La historia del Imperio Romano es el primer ejemplo de cómo la cocina popular evoluciona hacia la sofisticación a partir de su entrada en “lo cultural”: primero la examinan los científicos, luego la glosan los poetas, la modifican los cocineros, especulan los especialis-
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tas, propagan los esnobs, asumen los ricos… Ésta ha sido siempre la historia cíclica del desarrollo cultural culinario». Pero no figuraría Vázquez Montalbán en este artículo si su libro (su obra en general) no tuviese una evidente dimensión literaria. Para Castellet, Vázquez Montalbán es un intelectual que articula múltiples planos culturales y utiliza variados recursos lingüísticos, retóricos, poéticos y periodísticos en su escritura. En Contra los gourmets se pueden observar, a modo de ejemplo, algunos como la creación de neologismos: «posburguesa», «quimiorreceptividad», «caldosidad», «galleguear» (a veces con retranca: «nacionalculinaria»); la adjetivación sorprendente (que caracteriza la prosa de Eça de Queiroz): «agresivos vinagres», «carnes atemorizadas», «plato sincero»; la combinación de palabras de diferentes campos léxicos aplicados al campo de la cocina: «plato barroco», «asesinatos y devoraciones anteriores», «para que sus células se emborrachen»; el aserto: «no hay cocina sin crueldad»; la recreación de frases literarias con intención efectista (generalmente humorística): «No la toquéis más, así es la brochette», «¿Defecar no será, acaso, la confirmación de que nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar, que es el morir […]?», etc. Y es que, en definitiva, Contra los gourmets es un libro que aúna de forma ejemplar tres de las características que mejor definen la prosa de Vázquez Montalbán: la erudición gastronómica, un potente entramado conceptual y una escritura ágil y rica en recursos. En palabras de Albert Chillón (Literatura y periodismo. Una tradición de relaciones promiscuas, Servicio de publicaciones de la UAB, 1999), la de Montalbán es «una prosa alimentada por múltiples veneros, culta, pero no culterana, inteligente pero no intelectualista [...]. En el léxico y en la misma sintaxis de su prosa resuenan a menudo paródica, irónicamente las palpitaciones de las hablas de todos: las palabras y las letanías bíblicas repetidas en las iglesias y escuelas franquistas, el registro severo y malhumorado de próceres y uniformados, la jerga burocrática y administrativa de políticos y politicastros, las hablas populares y barriales oídas al paso, los retazos de dichos y decires escuchados a lo largo de su educación sentimental, el lenguaje erguido y estilizado de las muchas lecturas altoliterarias de este escritor cultivado pero ajeno a toda pedantería snob». Hasta aquí un breve repaso por algunos de los libros que han hecho de la gastronomía un género literario en España; en el tránsito del lar de Hestia al lecho de Calíope, Clío y Erato se han caído de la bandeja algunas obras que bien hubieran merecido ser atendidas, como Almanaque de conferencias culinarias, de Ángel Muro, o Crítica de gastronomía pura, de Arturo Prado, por ejemplo, pero las seis obras que se reseñan ofrecen un panorama diverso y suficiente para quien quiera perseverar en este suculento género.
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José Manuel Caballero Bonald (Jerez de la Frontera, 1926) Poeta y narrador español, premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana 2004; premio Nacional de las Letras Españolas 2005; premio Nacional de Poesía 2006; y premio Cervantes 2012.
¿Cuál es su lugar favorito relacionado con la gastronomía? Lerma, en Burgos, donde se come un memorable lechazo asado, o el puerto viejo de Alcorta, en la ría de Bilbao, especialista universal en el pescado a la plancha.
Katia Feltrin ©
¿Cuáles son sus platos/recetas favoritos/as? Los de la cocina popular española: el cocido, la fabada, la escudella, el lacón con grelos, los callos con garbanzos, el cordero lechal, el tombet mallorquín…
Cuéntenos un recuerdo inolvidable relacionado con la gastronomía. Una mariscada en Cabo Udra, cerca de Bueu, en la boca de la ría de Pontevedra. ¿Hay algún libro que recuerde por un plato que en él se mencione o por algún pasaje relacionado con la comida? El libro de la cocina española, de Néstor Luján y La cocina cristiana de Occidente, de Álvaro Cunqueiro.
Antonio Gamoneda ¿Cuál es su lugar favorito relacionado con la gastronomía? ¿Por qué? El lugar podría ser mi casa, con su comida casera que mi mujer cocina con cariño, aunque —todo hay que decirlo— su «carta» no sea muy larga. Pero como yo hice mi aprendizaje gastronómico en la guerra y en la posguerra, todo me gusta. Todo lo que, siendo saludable, existe sobre y bajo la tierra, en el agua, en el aire, etcétera. ¿Hay algún libro que recuerde por un plato que en él se mencione o por algún pasaje relacionado con la comida? Fácil me lo ponen; no un libro, todos; todos los de Álvaro Cunqueiro, católico apostólico, tramposillo y algo franquista. Delicioso hasta la genialidad, Cunqueiro. Pero si quieren uno, uno sólo, ahí tienen el que titula La cocina cristiana de occidente.
¿Cuáles son sus platos/recetas favoritos/as? Bueno, gustándome todo, tengo mis preferencias, claro: las sopas de ajo ciertamente castellanas, con pimentón no muy picante de la Vera, y si el pan es de centeno, mejor aún; y la fabada asturiana; y el fideuà cierto, como sólo una vez lo comí en Barcelona: fideos muy finos, sin cáscaras añadidas, sólo muy buen caldo y un comedido horneo final. Amelia Gamoneda ©
(Oviedo, 1931) Poeta español, premio Nacional de Poesía, 1988; premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana, 2006; y premio Cervantes, 2006.
Cuéntenos un recuerdo inolvidable relacionado con la gastronomía. Más de uno habrá; pero siendo inolvidables, no acierto a recordarlos. Me quedo con las empanadas de sardinas de mi madrina de pila (las anteriores a 1936) y no puedo dejar sin recuerdo la ternera, simplemente braseada, que comí, hace un par de años, en Alimalco, un pueblo de México. Y no se olviden de anotar que cuantos alimentos menciono los quiero acompañados de un buen vino; si es un Ribera del Duero escogido por mí, mejor que mejor.
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Sopa de letras
Sopa de letras Un número dedicado a la gastronomía es la excusa perfecta para indagar en los gustos culinarios y en la importancia que dan a la gastronomía algunos de los autores que, a través de artículos, textos o entrevistas, han colaborado con Quimera en estos últimos años. Para ello, les hemos enviado un breve cuestionario sobre lugares, recetas y libros que están, de alguna u otra manera, relacionados con su mundo emocional y sensorial a través de la cocina. Once de ellos han recogido el guante y este es el resultado:
Jorge Herralde (Barcelona, 1935) Fundador de la editorial Anagrama. Antonio Alonso ©
¿Cuál es su lugar favorito relacionado con la gastronomía? ¿Por qué? Mi lugar favorito es el Giardinetto, lugar histórico de la gauche divine, de «cuando entonces» que escribía Umbral. El local es muy agradable, la comida es buena, vamos con amigos. Por ejemplo, hace un tiempo que tenemos una cena mensual con Milena Busquets, alegría garantizada. También nos encontramos con más amigos en el restaurante o en la histórica barra que tantas confesiones y trifulcas entre escritores escuchó.
¿Cuáles son sus platos/recetas favoritos/as? Digamos que las ostras y las alcachofas en cualquier variante culinaria. Cuéntenos un recuerdo inolvidable relacionado con la gastronomía. Durante mucho tiempo, teníamos Lali y yo con Carmen Balcells y su marido Luis Palomares una o dos cenas anuales, en el Botafumeiro o en casa de Carmen y su despensa y nevera inmensas. Resultaban pantagruélicas y gozosamente interminables: un divertidísimo torneo de chismes a calzón quitado.
¿Hay algún libro que recuerde por un plato que en él se mencione o por algún pasaje relacionado con la comida? De inmediato recuerdo el libro de Julian Barnes El perfeccionista en la cocina, donde relata sus desopilantes peripecias como cocinero tardío pero voluntarioso. Como escribió Robert Saladrigas: «Sencillamente delicioso. Impregnado de humor, ese humor inglés en la línea de Wodehouse, Evelyn Waugh o Alan Bennett». En resumen, es uno de mis mejores recuerdos «culinarios».
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Everardo Norões (Crato, Ceará, 1944) Poeta, narrador y editor brasileño, ganador del premio Portugal Telecom 2014 por su libro de cuentos Entre Moscas.
Everardo Norões ©
¿Cuál es su lugar favorito relacionado con la gastronomía? ¿Por qué? No tengo un sólo lugar, sino varios. Cada uno marcado por sabores diferentes. Yo siempre digo que para mí la saudade tiene el sabor de dulce de guayaba con queso. Ese sabor era el que echaba de menos cuando me exilié de mi país durante doce años. Después me fue atrayendo la cocina mediterránea, muchos de cuyos ingredientes me resultaban extraños hace algunos años. Hoy en día, los sabores se universalizan. Es posible encontrar buena cocina árabe, mediterránea o japonesa en muchos lugares del mundo. No obstante, mis lugares favoritos en materia de comida son Barcelona y São Paulo. ¿Cuáles son sus platos/recetas favoritos/as? Un desayuno que comience con zumos de frutas y después un café arábiga con cuscús de mijo, tapioca (un crepe he-
cho con mandioca), dulces y quesos fritos. El desayuno es una especie de anuncio de vida, se relaciona con el sol, con la energía, con el inicio de la creación. Es mi refacción favorita. En uno de mis poemas, digo que descarno Arabias en la borra negra del café. Cuéntenos un recuerdo inolvidable relacionado con la gastronomía. A los diez años, en un viaje al litoral, comí una ensalada que tenía un sabor que me era extraño. Descubrí después que era por el aceite, desconocido en mi región, donde todo estaba hecho con manteca de cerdo y no existía el hábito de consumo de verduras. Mucho más tarde, entre mis mejores recuerdos gastronómicos, hay un turbot au cerfeuil en un restaurante de Bruselas y un mechoui de cordero en una montaña bereber. Además de eso, es difícil olvidar el Bar Mundial de Barce-
lona, con sus almejas y sus berenjenas con queso y miel. ¿Hay algún libro que recuerde por un plato que en él se mencione o por algún pasaje relacionado con la comida? En la literatura portuguesa, es imposible no remitirse a Eça de Queiroz. En La ciudad y las sierras, el personaje de Jacinto toma tres veces un caldo cuyo perfume le enternece. La cena de los Gouvarinhos, en este libro, es una pieza muy interesante para los amantes de la buena cocina. Para Eça, la culinaria era tan importante que le sirve para caracterizar a sus personajes. En casi todas sus obras se siente el olor de la cocina. En sus crónicas publicadas en Río de Janeiro, en 1893, trata de la cocina arqueológica de romanos y griegos. En la ciudad donde vivo, Recife, hay un grupo que organiza cenas periódicamente con menús cuya base son recetas extraídas de las novelas de Eça de Queiroz.
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Sopa de letras
Clara Obligado (Buenos Aires, 1950) Narradora hispano-argentina, ganadora del premio Femenino Lumen de novela, con La hija de Marx, 1996, y del premio Setenil con El libro de los viajes equivocados, 2011.
¿Cuál es su lugar favorito relacionado con la gastronomía? ¿Por qué? He tenido que cocinar toda mi vida adulta: primero para mis hijas, luego porque es lo que sé hacer mejor y me toca. Así que estoy acostumbrada a comer de pie y picoteando, a congelar mucho, a resolver rápido. Esto ha hecho que valore mucho cualquier comida que me preparen, pero como también tiendo a engordar, no me entusiasma que me preparen platos demasiado suculentos. Por otro lado, me entusiasma la buena cocina y la investigación culinaria. Quiero decir que me gustan varias cosas a la vez. Como bien decía la gastrónoma Fisher, «una bandeja con un buen paisaje para uno, una cena romántica para dos, una cena de amigos para seis, un banquete». O sea, de todo un poco, y según los días. ¿Cuáles son sus platos/recetas favoritos/as? La mejor comida está en la infancia, es decir, no está en la realidad sino en los recuerdos, son los platos que me reconfortan. Por lo tanto, para mí la carne será siempre lo mejor. La carne, y la cocina italiana, tan presente en la gastronomía argentina. Después de tantos años fuera de mi país, he aprendido a comer pescado con auténtico deseo, pero no ha sido fácil. Si tuviera que elegir me decantaría por la buena
Manolo Yllera ©
calidad en los elementos, verdura ecológica, poca carne y ecológica también. Comer, hoy en día, es más que comer, es una forma de vivir en armonía con el planeta. Pero, en mi caso, sin extremos ni fanatismos. Cuéntenos un recuerdo inolvidable relacionado con la gastronomía. Yo vivía en una casa grande y bastante lujosa. Mi mayor recuerdo es un cocinero italiano que teníamos, muy viejo, que se llamaba Ángelo, y que preparaba pasta amasada. Yo era muy pequeña y recuerdo sus historias, ligadas al olor de la harina. La comida criolla que preparaba Hortensia, una cocinera que tuvimos en Buenos Aires, indígena casi, y que era impresionante. Freía empanadas o tortas y yo la veía trajinar con auténtica admiración, es una comida muy ligada a la cultura del maíz. Recuerdo también los asados en el campo, en ve-
rano, y luego el calor de la siesta. Creo que es casi imposible conseguir hoy comida de tanta calidad y mi comida añorada pertenece a un mundo que ya desapareció. ¿Hay algún libro que recuerde por un plato que en él se mencione o por algún pasaje relacionado con la comida? Por supuesto, incluso he escrito con una amiga, Mariángeles Fernández, un libro de cocina para Alianza. Los libros y la cocina están muy unidos y cocinar es bastante parecido a escribir, porque ambas cosas implican imaginación, técnica y creación, además de sentido de la proporción y bastante sentido común. Son dos cosas que se comparten, aunque la gracia de la cocina es que se comparte casi inmediatamente. Si tuviera que elegir un solo texto, sería El festín de Babette, de Isak Dinesen, un texto que lleva la cocina a arte mayor.
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¿Cuál es su lugar favorito relacionado con la gastronomía? Mis lugares favoritos fueron las cocinas de mi abuela materna y de mi madre, que cocinaban de un modo muy especial. La cocina funcionaba como centro de reunión familiar. Eran grandes y cómodas.
Pedro Juan Gutiérrez ©
¿Cuáles son sus platos/recetas favoritos/as? Me gustan sobre todo las ensaladas frescas y la comida ligera con frutas. Y de un modo excepcional, de vez en cuando, un buen solomillo de novilla con papas fritas y un buen vino tinto… eso cuando estoy en Tenerife y en España, aquí en La Habana hace demasiado calor para eso. Cuéntenos un recuerdo inolvidable relacionado con la gastronomía. La verdad es que no. Ni siquiera he hecho nunca recorridos extraordinarios para comer; para templar sí, detrás de algunas mujeres inolvidables, pero la comida no es mi fuerte, la verdad. Soy estoico y frugal en mis gustos culinarios. ¿Hay algún libro que recuerde por un plato que en él se mencione o por algún pasaje relacionado con la comida? Sí, claro. Los libros de Lezama Lima siempre mencionan comidas y más comidas. Y él mismo era un gordo tremendo. Yo también fui gordo de niño y sufrí mucho hasta que a los trece años empecé a comer menos y a hacer deporte... De ahí viene mi gusto por las ensaladas.
Pedro Juan Gutiérrez (Matanzas, Cuba, 1950) Narrador, poeta y periodista cubano, autor, entre otros libros, de la Trilogía Sucia de La Habana (1998), El rey de La Habana (1999), Animal tropical (premio Alfonso García-Ramos de Novela 2000) y Carne de perro (premio Narrativa Sur del Mundo 2003).
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Ángeles Mora (Rute, Córdoba, 1952) Poeta española, premio Rafael Alberti con La Guerra de los treinta años, 1989 y premio Nacional de la Crítica Literaria 2015 con Ficciones para una autobiograMacu Cristófol y Sel ©
¿Cuál es su lugar favorito relacionado con la gastronomía? ¿Por qué? En Granada hay espacios maravillosos para ir a almorzar o cenar, sobre todo en el buen tiempo. Una terraza en el Albaicín para tomar una buena fritura de pescado al aire libre resulta muy agradable. O el parador de San Francisco, con su patio que se asoma a los Jardines del Generalife y cocina elegante, también me parece muy acogedor en ciertos momentos. Pero un sitio popular y al mismo tiempo muy especial, con mucho encanto, es el restaurante Casa Juanillo, la famosa «terraza de Juanillo», en el Sacromonte, con vistas fantásticas a la Alhambra y muy buena cocina típica andaluza (habas con jamón, exquisitas papas a lo pobre...). Un lugar ideal para disfrutar con amigos o con tu pareja encuentros o momentos felices. ¿Cuáles son sus platos/recetas favoritos/as? En casa me gusta la comida sencilla: un buen cocido, una porrusalda, arroz, verduras salteadas o a la plancha, un agradable puré de calabacino, pastas. Los lomos de merluza cocida, acompañados de patatas también cocidas
y una buena mayonesa casera, me encantan… Un rollo de carne picada con jamón puede quedar exquisito, un pescado al horno, una carne a la parrilla, mejillones al vapor, almejas salteadas. Cogollitos de lechuga, tomate aliñado, ensaladas diversas… ¡Sin desdeñar el buen queso! Cuéntenos un recuerdo inolvidable relacionado con la gastronomía. Mi recuerdo inolvidable relacionado con la gastronomía es el de un fracaso en la cocina. Fue en casa de un amigo, recién amigo y recién más que amigo. El día de nuestro primer encuentro quise obsequiarle con un buen almuerzo… pero en su cocina sólo encontré espaguetis y una lata de atún en el frigo… No me tenía que romper la cabeza. Nada más fácil, me dije: espaguetis con atún. Recordaba claramente la receta: se cuecen en agua con sal. Luego
fía, 2015.
se refrescan a chorro de grifo para que no se apelmacen… No sé qué pasó. Quizá hirvieron más de la cuenta. O los refresqué más de la cuenta. Quizá el atún tampoco era, precisamente, especial. La cuestión es que aquello parecía engrudo y mi amigo y yo lo intentamos, pero acabamos por irnos a la calle y tomar algo por ahí, tan felices. Eso sí, me dio alguna otra oportunidad y pude lucirme. ¿Hay algún libro que recuerde por un plato que en él se mencione o por algún pasaje relacionado con la comida? Me acuerdo de las novelas negras de Vázquez Montalbán, con sus recetas exquisitas. Me acuerdo de Como agua para chocolate, la novela de Laura Esquivel que tanto protagonismo daba a la cocina y que tanto impulsó la moda de insertar recetas de cocina en las novelas (quizá Almudena Grandes lo hizo antes o por entonces). Hasta yo escribí un cuento, Cuarto cerrado, premiado y todo, donde desgranaba, paso a paso, una receta de cocina, «Mollejas de cordero con puerros», que resultaba muy apetitosa…
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Carmen Marí ©
Carlos Marzal (Valencia, 1961) Poeta español premio de la Crítica de poesía castellana (2001) y premio Nacional de Poesía (2002) con Metales pesados.
¿Cuál es su lugar favorito relacionado con la gastronomía? ¿Por qué? No hay nada que me guste más que comer o cenar fuera de casa con amigos y tratar de que la sobremesa se alargue lo más posible. Tengo cientos de bares y restaurantes mitológicos; pero en mi santuario están los que frecuentaba con mis padres, en la infancia. Viajábamos en un Renault 10, los domingos. La Venta del Pilar, en Alcoy (que ya no existe), Venta L’Home (en Requena), Monte Picayo (en Puzol). Y en la Malvarrosa, La Pepica y La Marcelina, que tienen nombres de grandes santas guisanderas. ¿Cuáles son sus platos/recetas favoritos/as? Podría comer arroz y pasta todos los días, sin cansarme. Soy poco carnívoro. Ahora bien, una buena paella de marisco, a la orilla del mar, constituye un milagro de la alta cultura. Cuéntenos un recuerdo inolvidable relacionado con la gastronomía. El pintor y poeta José Saborit organiza todos los años, en agosto, una paella en su casa de Náquera, en la sierra Calderona de Valencia. Sus paellas son magníficas, pero aún lo es más el clima
de amistad que se crea ese día. Algunos de los invitados (cerca de cincuenta) son Vicente Gallego, Antonio Cabrera, Francisco Brines, Pere Rovira, Manolo Vilas, Luis Landero, Lola Mascarell, Fernado Delgado, Manuel Borrás y Manuel Ramírez (editores de Pre-Textos), los pintores Chema López y Sergio Barrera, Isabel Escudero... Cantamos, bailamos, comemos, bebemos y escribimos haikus para la ocasión. Se recitan a los postres, y después hacemos con ellos barquitos de papel que incendiamos en la piscina, como si fuésemos sabios orientales. ¿Hay algún libro que recuerde por un plato que en él se mencione o por algún pasaje relacionado con la comida? Siempre me llamó la atención la olla podrida del Quijote, y busqué la receta en el Arte Cisoria, de Enrique de Villena, durante mis años de universidad. En los clásicos del Siglo de Oro se come siempre, y se pasa mucha hambre, como en el Lazarillo. Me gusta que los personajes coman. Y que los poetas beban en sus poemas. Omar Khayyam, por supuesto, pero también Claudio Rodríguez, en su «Con media azumbre de vino». Salud.
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Luisgé Martín (Madrid, 1962) Narrador español, premio Ramón Gómez de la Serna con La muerte de Tadzio, 2000; y premio del Tren (Fundación Ferrocarriles Españoles) con Los años más felices.
Germán Gómez ©
Cuál es su lugar favorito relacionado con la gastronomía? ¿Por qué? La casa de mis amigos Bienve y Ángeles, porque él es un cocinero de primera, a la altura de cualquier profesional de estrella Michelin, y en su cocina se combina eso con la amistad, la discusión de sobremesa y la calidez espiritual de un buen vino. ¿Cuáles son sus platos/recetas favoritos/as? Los callos a la madrileña de mi madre. Es un plato que en cualquier otro lugar no me seduce pero que en la casa familiar me apasiona. Cuéntenos un recuerdo inolvidable relacionado con la gastronomía.
En esto voy a ser más aristocrático. Dos cenas: una en Arzak y otra en el Celler de Can Roca. Las dos rodeadas de amigos. Momentos de deslumbramiento gastronómico y de felicidad personal. ¿Hay algún libro que recuerde por un plato que en él se mencione o por algún pasaje relacionado con la comida? Confieso que no. Recuerdo mucho los libros de Vázquez Montalbán, que fueron inaugurales en esto, pero por aquella época yo no disfrutaba de la comida y no se me hacía la boca agua leyéndolos. Y quizá me cueste más abstraer de la literatura, porque películas en las que la comida es protagonista sí recuerdo muchas.
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Antonio Alonso ©
¿Cuál es su lugar favorito relacionado con la gastronomía? Relacionados con la gastronomía, no sé; pero con comer mi lugar profundo son los frankfurts a última hora de la tarde en un día de lluvia. Al lado de una carretera o una calle con mucho tráfico. Sin demasiada gente ni nadie que me dé conversación. Ver pasar la gente, ver llover, tener algo caliente que llevarme a la boca y que ni siquiera me gusta del todo, pero que también es algo de paso. Lo que más valoro gastronómicamente en este contexto es la mostaza. ¿Cuáles son sus platos/recetas favoritos/as? Las lentejas. De cualquier manera. En plato, en ensalada, como sea. Son arcaicas, Antiguo Testamento en estado puro, y a la vez proletarias, del ramo del metal por el hierro que tienen. Son la traición, y por ellas uno vendería su primogenitura y a Primo Levi si hiciera falta. Anuncian lo nuevo, los italianos saben eso cada año. Son pequeñas y muchas, como las estrellas vistas por nosotros.
Cuéntenos un recuerdo inolvidable relacionado con la gastronomía. El fuego. La llama del fogón. Los fuegos en la cocina revolviéndose a la espera de la sartén, del cacharro que se va a calentar. La caja grande de cerillas junto a los fogones. El encendedor eléctrico colgado de un gancho como la pistola de un sheriff. Una ristra de ajos colgando también en la misma pared. La cáscara de las patatas retorciéndose entera en espiral como el ADN que llevamos dentro. Una banqueta baja de madera. Estar ahí sentado delante del horno viendo vibrar el calor. Las cáscaras partidas de los huevos. Toda comida conlleva el fracaso de quien va a ser devorado. ¿Hay algún libro que recuerde por un plato que en él se mencione o por algún pasaje relacionado con la comida? El Quijote, los duelos y quebrantos de los sábados, que uno no sabe bien si son un plato o un estado del alma. En ese principio del Quijote está la identificación más intensa entre lo que se come y lo que se es.
Javier Pérez Andújar (San Adrián de Besós, 1965) Narrador español, autor de Los príncipes valientes, 2007; Todo lo que se llevó el diablo, 2010; Paseos con mi madre, 2011; y Catalanes todos, 2014.
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Miguel Lizana ©
¿Cuál es su lugar favorito relacionado con la gastronomía? La costa mediterránea. Esos chiringuitos y restaurantes en los que huele a gamba roja a la plancha. Y se ve el mar. Se oye.
Marta Sanz (Madrid, 1967) Narradora española, premio Ojo Crítico de Narrativa con Los mejores tiempos,
¿Cuáles son sus platos/recetas favoritos/as? Los macarrones con chorizo y tomate; los erizos de mar; el rodaballo al horno con aceite y limón; el besugo con patatitas; el steak tartar; un buen centollo; el cocido madrileño y los garbanzos en casi cualquiera de sus modalidades; los huevos fritos con patatas; las croquetas de gambas; los calamares en su tinta; el jamón ibérico... Todo lo que me guisa mi madre me encanta. Menos la casquería y el melón me gusta casi todo. Aunque desde que soy una hipercolesterolémica más, mi vida se ha vuelto mucho más verde. Y al vapor. Cuéntenos un recuerdo inolvidable relacionado con la gastronomía. Los aprendizajes de algunos platos. Cómo yo formaba las croquetas —la nuez de bechamel, el huevo y el pan— mientras mi madre las iba friendo en el aceite muy caliente. Sentir que todo fluía, que
2001; y premio Herralde de Novela con Farándula, 2015. éramos eficaces y perfeccionistas. Que lo estábamos haciendo todo muy bien. También recuerdo con mucho cariño las paellas que nos hacía mi abuela materna algunos domingos. A mi abuela, que era de Santurce, le salían unas paellas increíbles. A mi padre le servía un buen plato y a mi tío le preparaba otra cosa porque ella pensaba que no le gustaba nada el arroz. Era exactamente al revés, pero nadie se lo dijo nunca. ¿Hay algún libro que recuerde por un plato que en él se mencione o por algún pasaje relacionado con la comida? Nada exótico. Los cocidos de Miau en Galdós. Casi todo lo demás me resulta una impostura.
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Julio Camba: el inquilino de la habitación 383 Fernando Clemot A principios del siglo XIX los franceses inventan el lujo. Una excelencia que recorre todos los ámbitos de la vida burguesa; incluso los hábitos más cotidianos como el vestir, el vino o la comida pueden ser fuente de deleite estético. Nace la gastronomía moderna, y Francia adopta los trabajos de Brillat-Savarin como su principal referente. En España el paso de la comida tradicional a los hábitos gastronómicos que importa Francia es un tránsito lento y algo dificultoso, lleno de recelos. El refinamiento francés no podía tener una traducción directa en la literatura española y quizá ese tiempo no podía tener mejor reflejo que una personalidad como la de Julio Camba, tan polifacética y peculiar. Camba nos dejará su personalísimo La casa de Lúculo (1929) como un libro de cabecera para entender la peculiar visión que se dará de la gastronomía moderna en España antes de que lleguen las estrellas Michelin y los chefs mediáticos.
Era un escritor imbuido del humorismo inglés. Conocía bien a
Camba era el logos, la más pura y elegante inteligencia de España.
Dickens y Chesterton. Tenía una gran admiración por Camba.
José Ortega y Gasset
Era un tipo curioso, un gallego extremadamente vivo. Su intuición era extraordinaria.
¡Y qué hondura, qué originalidad, qué delicadeza en las páginas
Josep Pla
escritas por este hombre indiferente e irónico! La literatura española moderna cuenta con un grande, con un admirable humorista. José Martínez Ruiz, Azorín
Una impresión personal Leí por primera vez La casa de Lúculo hace unos veinte años, en un viejo volumen de la colección Austral, por indicación de Jordi Gol, que me lo recomendó con fervor. Siempre le agradecí el consejo. Disfruté mucho aquel volumen ya que el libro no era únicamente un compendio de recetas y maneras culinarias sino un volumen repleto de humor y sarcasmo, cercano al humor inglés, burgués y desencantado de Chesterton o Wilde. El estilo y la forma de Camba también la podríamos emparentar con la gastronomía erudita y en algún momento algo socarrona que había leído anteriormente en Cunqueiro o Luján. Lo que ocurría era que estos dos últimos excelsos gastrónomos eran muy posteriores a Camba; el libro es de 1929 y con toda seguridad la corriente de influencias había llegado en el sentido contrario a mis lecturas y fueron Cunqueiro y Luján los que bebieron de las fuentes de Camba, al que siempre tuvieron como un maestro. Luego supe de su curiosísima biografía, una mixtura entre la vida de Josep Pla, de Azorín (ambos con sus inicios anarquistas) y hasta del propio Cunqueiro. De sus afinidades y amoríos, sus amistades con la intelectualidad más granada de su tiempo, su relación con Rubén Darío, con
Valle-Inclán, Unamuno, Ortega y Gasset, etc., también de cierta indolencia que parece recorrer toda su trayectoria, su paso por el anarquismo y su exilio final en una habitación del hotel Palace, desde el año 1947 hasta su muerte en 1962. Quizá de toda aquella obra que dejó, escrita a trompicones, muchas veces con más talento que ganas, quedarán para siempre sus dos obras mayores: La casa de Lúculo y La ciudad automática, tan distintas y tan geniales, salpicadas por delante y por detrás por una buena cantidad de libros de viajes, de artículos de prensa y de sociedad que son un buen reflejo del tiempo que le tocó vivir. Pasados los años, más allá de las recetas, siempre recordé de La casa de Lúculo sus definiciones de la cocina inglesa y americana, sus ataques a la cocina española, sus anécdotas desternillantes, aquella fabada que le obligó a guardar cama durante dos días, su manera de hilvanar lo gastronómico con una prosa vivaz, llena de curiosidad y de humor. En el Camba de La casa de Lúculo encontramos seguramente más la voz de un gourmand que de un gourmet, la de una amante de la buena mesa más que la de un paladar refinado, un epicúreo más que un refinado estilista. Aparece en sus ciento y
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Fernando Clemot. Julio Camba: el inquilino de la habitación 383
pico páginas también con ferocidad la anécdota y la mejor sabiduría, ecos de la mejor literatura de humor de entreguerras, de Mihura, de Neville, de Ramón Gómez de la Serna, esa ironía tan española, algo amarga y desabrida, que luego tendría su reflejo tras la Guerra Civil en La Codorniz. De la misma forma se perciben reflejos de los maestros franceses y, especialmente, ingleses, que sería con los que estaría más emparentada su prosa. Será siempre la anécdota y lo humorístico el tambor que marca el ritmo del libro, pero se distingue en Camba una prosa elegante, muy burguesa, demasiado galante a veces, más discreta cuando la sujetaba para deslizar la anécdota o la ocurrencia, como aquel que no da todo el gas que podría a un coche potente. A menudo bajaba el pistón, pero como buen sibarita siempre mantenía un deje atildado de sabiduría que la mantenía lejos del eco de la calle. Camba antes de La casa de Lúculo «Con cosas así nos iba dando Julio Camba el latido de las grandes ciudades europeas, y era feliz de sentirse alemán
Busto de Julio Camba, por Savador Amaya. Vilanova de Arousa.
o francés, aunque no conociese a nadie, por el mero hecho de almorzar o cenar a la misma hora que aquellos desconocidos. Camba decía que los restaurantes madrileños tenían corrientes de aire y él no soportaba las corrientes. Yo tampoco. La sensibilidad para las corrientes es una nota de esnobismo que suena muy alto en la propia estimación. Aquí en España nos pasamos la vida y la comida gritando ¡Esa puerta! Una vez que se oyó en el infierno gritar lo de la puerta, naturalmente era un español. Camba tenía en Madrid unos amigos oficiales, lo que quiere decir que no tenía amigos. Era malhumorado incluso con Luis Calvo, su gran admirador y su jefe, y no soportaba que Calvo le elogiase la sintaxis: “Yo no tengo sintaxis ni sé lo que es eso”. No podía tener una sintaxis española porque reunía todas las de Europa. Nos dio la miniatura de una Europa alegre y confiada cuyas ciudades se oscurecían ya bajo los encinares de la guerra venidera. Y Camba se metió en su rincón del Palace hasta la muerte.» Francisco Umbral. El Mundo (13/3/2003).
Julio Camba publica La casa de Lúculo en el año 1929, cuando él ya contaba con cuarenta y cinco años y una biografía variada y rocambolesca a sus espaldas. Viajero y bon vivant, se diría que parte de las páginas de La casa de Lúculo, las impresiones de un gourmand viajero, se encuentra definida ya en su biografía anterior. Con apenas quince años ya se había escapado Camba de su casa paterna de Vilanova de Arousa y se había embar-
cado hacia Argentina, de donde será expulsado en 1902 por sus ideas anarquistas. De vuelta a España comienza su carrera periodística en diarios ácratas y republicanos, en los que empieza a destacar por su estilo punzante y algo desencantado, cualidades que acompañarán a Camba hasta el final de sus días. En 1906, durante el proceso al anarquista Mateo Morral, se le interroga y pasa varias noches en comisaría. No será hasta 1908, con veinticuatro años, que empieza su carrera como corresponsal en el diario La correspondencia de España, que lo destina a Constantinopla y Turquía para que siga las elecciones. A esa primera corresponsalía seguirán otras en Londres y París. A partir de 1913 comenzará la colaboración con los diarios más representativos de su carrera: El Sol (entre 1917 y 1927) y ABC, en el que (salvo algún pequeño parón) tuvo columna hasta su muerte. Como corresponsal de El Sol reside en Roma, Berlín y visita Nueva York por primera vez. Pocos años después regresa a esta ciudad que le entusiasma y repele a la vez. Fruto de esta última visita será una de sus obras principales: La ciudad automática. Tras casi catorce años de corresponsalías vuelve a Madrid, donde continúa con su columna de ABC y saca tiempo para recopilar todas sus experiencias gastronómicas en el extranjero y redactar La casa de Lúculo, entre los últimos meses de 1927 y los primeros de 1928, que se publicará a principios de 1929 por la Compañía Iberoamericana de Publicaciones.
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Camba después de Camba
tileza de obsequiar, en diciembre de 1973, a los Amigos de Julio Camba con una fotocopia de las fichas de Camba en el
«El torero Domingo Ortega, hablando un día de aquellos in-
famoso hotel madrileño…» 2
telectuales de su tiempo que había conocido personalmente, de Ortega y Gasset, de Marañón, de Pérez de Ayala, del pintor Solana, de Vázquez Díaz, del escultor Sebastián Miranda, me dijo: “De todos ellos, el más extraordinario era Julio Camba. ¡Qué tío! Ese era un pajarraco muy raro, pero, tratado, te caía muy bien. No le gustaban nada los toros, los odiaba, pero éramos muy amigos. A veces venía a almorzar a casa y se cabreaba si venía más gente, sobre todo si había señoras, porque entonces no le servían a él primero. Tenías que echarle bien de co-
La Asociación de Amigos de Camba seguía reuniéndose hasta hace pocas fechas en su morada de Casa Ciriaco, en la calle Mayor número 863, y la obra de Camba se ha revitalizado en los últimos años especialmente por el interés de editoriales como Fórcola, que ha reeditado obras como Galicia, Crónicas de viaje, Tangos, jazz-band y cupletistas, muchas de ellas prologadas y seleccionadas por Francisco Fuster, uno de los mejores especialistas en la obra de Camba.
mer y servirle enseguida; de lo contrario, cogía unos cabreos espantosos”. Pese a su genio revirado, una vez relajada su in-
Selección de citas de La casa de Lúculo
temperancia, se convertía en el rey de la sobremesa.» Manuel Vicent. El País: «Un anarquista bajo la cúpula del
Sobre los modales, la cocina española, el bacalao y el ajo
Palace» (21/04/2012). «En casi todo el interior de Castilla, al pescado se le llama
Como en todos los escritores que brillaron antes de la Guerra Civil y optaron por seguir viviendo en España, el franquismo deja un reflejo oscuro en la obra de Camba. No será el único que sufrió este ensombrecimiento: Azorín, Ortega y Gasset, Baroja, Mihura, Benavente, Aleixandre... En todas sus obras se reduce el fulgor que tuvieron, como si costara brillar o destacar en un tiempo tan oscuro. Para conocer mejor esos años resulta casi imprescindible acudir al artículo de Pedro Ignacio López García para la revista Anales de Literatura Española1. En esas páginas se repasa la correspondencia de Camba en sus últimos años, cuando ya vivía en una habitación del Palace. Allí encontramos sus cartas, sus amigos y costumbres, sus intentos de flirteo con jovencitas pese a que él ya rebasaba los sesenta años. Esta documentación fue recopilada y guardada por la Asociación de Amigos de Julio Camba, que se organizó en Casa Ciriaco y que custodió su amigo Miguel Utrillo hasta su muerte en 1990. Especialmente emotivo es el listado de habitaciones que fue ocupando Camba en el Palace entre 1949 y su muerte, en 1962.
fresco, pero no al pescado fresco, sino al pescado podrido. El bacalao, en efecto, o la mojama no se corrompen, y de aquí el que al pescado podrido se le llama fresco para distinguirlo de los pescados curados.» «No se lleve usted nunca, durante la comida, el cuchillo a la boca y reserve para una mejor ocasión sus habilidades de tragasables.» «La cocina española está llena de ajo y de preocupaciones religiosas. El ajo mismo yo no estoy completamente seguro de que no sea una preocupación religiosa, y por lo menos, creo que es una superstición. Las mujeres de mi tierra natal suelen llevarlo en la faltriquera para espantar a las brujas, y sólo cuando el bulbo liláceo ha perdido su virtud mágica a fuerza de rozarse con la calderilla, se deciden a echarlo a la cazuela. Es decir, que el ajo lo mismo sirve para espantar brujas que para espantar extranjeros. También sirve para darle al viandante gato por liebre en las hosterías, y aquí quisiera ver yo a los famosos catadores de la corte del Rey
«Camba ingresó por primera vez, como huésped del hotel,
Sol que, al comer un muslo de faisán, averiguaban, por la
el 6 de mayo de 1947. Ocupó entonces la habitación 260.
firmeza de la carne, si aquel muslo correspondía a la pata
Permaneció allí hasta el 19 de junio de ese año. Volvió al
que el faisán replegaba para dormirse o a la otra.»
hotel el 8 de julio de 1949, ocupando la 182. Cambió luego, el 2 de agosto, a la 485. Ingresó por fin, como huésped fijo,
«Los españoles nos cauterizamos con ajo el paladar, así
el 13 de abril de 1954, siendo dado de baja como cliente del
como los yanquis se los cauterizan con alcoholes helados y
mismo el 28 de febrero de 1962, fecha de su fallecimiento. Ocupaba entonces la habitación 383. Fue don Alfonso
2. Op.cit. pág. 148.
Font, director de los hoteles Palace y Ritz, quien tuvo la gen-
3. Desde la planta superior del edificio de Casa Ciriaco es desde donde el anarquista Mateo Morral lanzó su bomba contra la comitiva
1. Anales de Literatura Española, 19 (2007), págs. 137-160.
nupcial de Alfonso XIII y de cuya relación con Camba ya hablamos.
El cielo raso
Sònia Fabregat Rius ©
Fernando Clemot. Julio Camba: el inquilino de la habitación 383
otra puede quitarle el cetro, al que daremos, si ustedes quieren, forma de trinchante. El último pinche francés tiene categoría de doctor en ciencias culinarias frente al cocinero más enpingorotado de cualquier otro país.»
Sobre la cocina italiana «En Florencia hemos comido como prebostes; en Roma como cardenales (los papas, muy viejos, por lo general, cuando ascienden a la silla de San Pedro, comen con excesiva moderación).»
Sobre los vegetarianos «Cuando todo el mundo trata de ensanchar los horizontes contradictorios, y si nuestras cocineras son tan aficionadas
de la cocina ensayando cruces animales e injertos vegetales,
al ajo, no es porque este condimento les sirva para hacer
remontando hasta sus orígenes el curso de los ríos y bus-
una buena comida, sino, al contrario, porque les sirve para
cando una pesca abisal en el fondo del océano, he aquí a
no tener que hacerla.»
los vegetarianos, quienes no sólo pretenden echarnos agua en el vino, sino que se proponen a la vez quitar de nuestra
Sobre la capitalidad gastronómica de España
mesa todas las tajadas para dejarnos únicamente algo de lechuga o escarola. ¿Qué hay, señores? Poco apetito ¿eh? Lo
«Este Madrid que odia el mar, constituye, a la vez, una mala
sentimos mucho, pero nosotros por ahora todavía podemos
capital política y una pésima capital gastronómica. La ca-
darle trabajo al diente.»
pital gastronómica de España debiera estar en la costa, y, especialmente, en una costa norteña, porque es del norte
«Si la obesidad es opuesta a la reproducción de las especies,
de donde le viene al mundo el apetito.»
como pretenden algunos doctores de escaso apetito, que, considerándose personificación de la Ciencia, quieren elevar
Sobre la cocina alemana
su desgana a la categoría de norma general. Diga usted que los hombres que engordan son, precisamente, los sensuales,
«La cocina alemana es una cocina muy pobre, no cabe duda.
y que el que sea capaz de quedarse con ganas ante un buen
Alemania tiene muy poco mar, y si el káiser Guillermo puso
plato por temor a engordar, se quedará también con ganas
un día en el mar una cantidad de submarinos que no estaba
ante todas las otras cosas agradables que hay en la vida.»
en proporción con sus costas, no pudo poner, en cambio, ninguna cantidad equivalente de langostas ni de rodaballos.»
Sobre la cocina inglesa
Sobre las sardinas «No es para tomar en el hogar con la madre virtuosa de nuestros hijos, sino fuera, con la amiga golfa y escandalosa. Las
«Carnes, carnes excelentes, preparadas del modo más sencillo.
personas que se hayan unido alguna vez en el acto de comer
Carnes y pescados: tal es la base principal de lo que llamare-
sardinas, ya no podrán respetarse nunca mutuamente.»
mos cocina inglesa. Luego viene una serie de papillas, cremas, sopas de leche, confituras y mermeladas, alimentación pura-
Sobre el vino español
mente infantil que nos revela al pueblo inglés como un pueblo que no ha alcanzado aún la mayoría de edad en la cocina.»
«Probablemente, en España se podrían obtener muy buenos vinos, pero lo primero sería que quisiéramos obtenerlos
Sobre la cocina francesa
y que, en vez de aspirar a recoger cada año en tal o cual parte cien hectolitros de venta segura, nos resignásemos a
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«Cualquier destino, sin embargo, que le reserve el porvenir
recoger tan sólo, cada seis o siete años, veinticinco hectoli-
a la cocina francesa, lo cierto es que hasta ahora ninguna
tros de venta problemática.»
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Entrevista a Francisco Fuster Cinta Moreso
.Francisco Fuster es profesor en el Departamento de Historia Contemporánea en la Universidad de Valencia y especialista en la historia de la cultura española de la Edad de Plata (19001939), con especial interés en las figuras de Pío Baroja, Azorín y Julio Camba, a cuyas obras ha dedicado distintos trabajos. En Buenos Aires, Camba es un anarquista radical. ¿En qué momento se transforma en un bon vivant? Es imposible poner fecha exacta porque no se trata de un cambio brusco e inopinado, sino de una evolución personal e intelectual que le llevó desde el anarquismo a posiciones primero progresistas o republicanas (durante sus primeros años en Madrid, tras volver de su experiencia argentina), y después mucho más moderadas o, finalmente, conservadoras. Con respecto a su afición a la buena cocina y, en general, a la buena vida, es algo que fue con él siempre. No hay que olvidar que estamos ante un hombre que, en contra de lo que a veces se ha dicho (quizá porque no estudió nunca en la universidad, o porque apenas cultivó otros géneros literarios más «serios», como la novela), poseía un importante bagaje cultural, alcanzado de forma autodidacta, eso sí,
y un grado de cosmopolitismo —tamizado por su españolismo, pero cosmopolitismo en definitiva— muy superior al de la inmensa mayoría de compatriotas suyos de la época. ¿Cómo se inserta la obra gastronómica de Julio Camba dentro de su obra periodística? De manera natural. Camba escribió más de cinco mil artículos en varios periódicos, buena parte de los cuales contienen referencias, más o menos explícitas, al mundo de la gastronomía. Al margen de eso, pero directamente relacionado, está la publicación de su ensayo La casa de Lúculo o el arte de comer (reeditado en 2015 por la editorial Reino de Cordelia), que es el único libro de Camba escrito expresamente para ese formato (el resto son antologías de artículos aparecidos antes en prensa). Sabedor de su afición al tema, Pedro Sáinz Rodríguez (un erudito y bibliófilo que a finales de los años veinte ejercía como director literario de la Compañía Iberoamericana de Publicaciones) le propuso escribir un libro monográfico sobre gastronomía. Aunque Camba se negó en primera instancia, porque iba contra su naturaleza someterse a la rutina que supone escribir un libro, finalmente le convenció el hecho de que Sainz Rodríguez —que
conocía perfectamente el carácter perezoso y poco propicio al compromiso del gallego— le garantizase un sueldo mensual, similar al que podía percibir de un periódico, a condición de que Camba le fuese enviando regularmente los distintos capítulos. El libro se publicó en 1929 y fue un éxito de crítica y ventas, hasta el punto de que, posiblemente, se trata del libro cambiano que más veces se ha reeditado. ¿Cuál es la importancia del cosmopolitismo en la obra gastronómica de Camba? Tan decisiva como que no se entiende la una sin el otro. Es verdad que Camba escribió sobre la cocina gallega o la española que conoció mientras estuvo en Madrid y, por supuesto, a través de sus viajes por nuestro país. Sin embargo, lo que enriquece la literatura gastronómica de Camba —y aquí podemos recurrir al recién citado La casa de Lúculo— es, precisamente, su amplitud de miras. Como se puede comprobar en mi antología Crónicas de viaje: impresiones de un corresponsal español (Fórcola, 2015; segunda edición), durante sus estancias en distintas ciudades europeas, Camba frecuentó bares y restaurants de los que, evidentemente, después opinaba en sus columnas (un cóctel que había descubierto, una comida que le había
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fascinado o un antro que le había horrorizado). Si cualquier aspecto de la vida cotidiana era para él materia digna de figurar en un artículo de periódico, el sustento diario —sólido y líquido— no tenía por qué ser una excepción. Camba tiene siempre una forma particular, personalísima, de ver el mundo (no es un relativista); ¿es posible que por eso tenga esa gran sintonía con el lector español de la época? No necesariamente. De hecho, cuanto más personal es el estilo se supone que menos se parece a la «regla general» o al gusto mayoritario del lector. Hay que tener en cuenta que no es lo mismo escribir un libro que escribir en un periódico. El autor de libros no necesita adaptarse al público (se conforma con sus lectores fieles) porque sabe que es una batalla perdida: nunca llueve a gusto de todos. El columnista también tiene un público «fijo», pero lo cierto es que Camba escribió en muchas cabeceras distintas, de ideologías a veces opuestas, y siempre tuvo éxito. Yo creo que el secreto de esa sintonía lograda por Camba reside en el hecho de que él supo ver, mejor que nadie, cuáles eran las demandas del lector español de la época. En un momento —primeras décadas del siglo XX— en el que la mayoría de la población española no había salido de España (muchos, ni siquiera de su pueblo), Camba retrataba el mundo con su mirada y lo hacía siempre a través del contraste entre lo español y lo extranjero, entre el casticismo y el cosmopolitismo. Evidentemente, la información sobre Europa o sobre los Estados Unidos era mucha y toda muy nueva para ese lector común español, por lo que había que
Entrevista a Francisco Fuster
dosificarla y, sobre todo, administrarla de forma que le fuera inteligible y fácil de digerir. En eso Camba fue el mejor porque fue el corresponsal que más se apartó de la ortodoxia del oficio y que más contenido autobiográfico y subjetivo puso en sus crónicas. ¿Cuáles son los principales rasgos de estilo del periodismo gastronómico de Camba? Los mismos que caracterizan su periodismo no gastronómico. Un estilo ágil y sencillo, nada pretencioso, basado en una regla de oro según la cual más no siempre es mejor. Azorín, que de escribir en los periódicos sabía algo, decía que un artículo no puede contener más de una idea, y Camba aplicó ese principio a rajatabla. Hay otros libros sobre cocina que contienen mucha más sabiduría (en el sentido erudito) que el que escribió Camba, pero el suyo tiene el valor de contener la información justa (allí se habla de vinos, de carnes, pescados, etc.) y de presentarla de forma amena, combinando lo que serían datos objetivos con comentarios de tono provocador y sarcástico, en la línea de esa ironía tan reconocible en él. Más que un libro de cocina al uso, en el sentido tradicional, es un manual de buenas maneras en el que no sólo se habla de comida o de vinos, sino que también se nos explica cómo hay que comportarse en la mesa o se nos dan consejos sobre cómo actuar cuando nos invitan a un banquete. Como Valle-Inclán, Camba es de Vilanova de Arousa y, como este, también utiliza un humor muy gallego, irónico, sarcástico y a veces con un punto de mala leche (no tanta como Valle, por descontado). ¿Cómo marca esa «galleguidad» la obra de Camba?
Fernando Fuster ©
En la introducción a Galicia (Fórcola, 2015), una antología en la que he reunido sus cincuenta mejores artículos sobre Galicia, intenté explicar la peculiar relación de amor-odio que Camba mantuvo con su tierra natal y con sus gentes. Por resumirlo en una frase, se podría decir que Camba ejercía como gallego en Madrid y como madrileño en Galicia. Y me explico. Como cualquier gallego emigrado, Camba tenía «morriña» y echaba de menos todo lo relacionado con su región: se juntaba con otros gallegos emigrados en la capital y, si leemos sus artículos, veremos que jamás tuvo una mala palabra hacia Galicia. Sin embargo, tenía un defecto para el galleguismo «oficial», y es que no era un gallego regionalista o nacionalista (por ejemplo, no escribió nunca en gallego, si exceptuamos un puñado de poemas que redactó siendo apenas un chaval). Eso propició que, para muchos de sus paisanos, Camba fuese considerado —y, por desgracia, lo sigue siendo— como un autor «madrileño» o «españolista», en el sentido más peyorativo. Si a eso sumamos el hecho de que el propio Camba no se cortaba un pelo a la hora de criticar lo que no le gustaba
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jorable para las frituras de pescado, pero opina que, a la hora de cocinar la carne (no de freírla, cosa que consideraba un crimen), siempre es preferible la mantequilla, puesto que esta restituye a la carne las sustancias perdidas durante su proceso de obtención. En general, la crítica principal tiene que ver con el hecho de que, al depender tanto del aceite y de los condimentos, la española es una cocina que, por regla general, obliga a digestiones pesadas, lo que ha convertido el bicarbonato o la sal de frutas en casi un ingrediente más de nuestra gastronomía, cosa que no ocurre en otras, donde el producto es mucho más natural.
Pol Grau Budia ©
(esto se entiende perfectamente si se lee esa antología que acabo de citar), el resultado es una falta de entendimiento mutua, no con el conjunto de la sociedad gallega, ni mucho menos, pero sí con ese sector nacionalista que jamás entendió esas críticas. ¿En qué pilares se asienta el pensamiento gastronómico de Camba? No se asienta en ningún pilar, en el sentido de que lo de Camba no es un «pensamiento» teórico elaborado, sino que es más bien un saber adquirido de forma autodidacta, a base de su propia experiencia. Camba leía mucho y, naturalmente, también leía libros de cocina porque era un tema que le interesaba. Hablaba con cocineros, maîtres y camareros, y siempre que probaba un plato nuevo trataba de averiguar qué era
lo que había comido o bebido. Dicho esto, su principal referencia siempre fue la cocina francesa, que es la que más le gustaba y la que él pensaba que había alcanzado un grado mayor de sofisticación, apostando por la innovación, pero sin renunciar a la tradición y los sabores más auténticos. ¿Cuáles son las principales críticas de Camba a la cocina española? Su principal crítica, muy conocida por otra parte, es la que tiene que ver con el uso —y abuso— que se hace en España del ajo, como un condimento que sirve para enmascarar el sabor de ciertos alimentos. También rebate el tópico de que el aceite de oliva es un ingrediente excepcional que sitúa la cocina mediterránea por delante del resto. En este punto, reconoce que el aceite es inme-
Pese a sus críticas, Camba es un optimista de la cocina. ¿Cuáles son las causas de ese optimismo? Supongo que tienen que ver con el hecho de que, para un dandy escéptico y perezoso como él, tan propenso a la queja y el lamento por la falta de buen gusto general y la preponderancia del elemento gregario, la buena cocina era uno de los pocos placeres no excesivamente caros que podían disfrutarse en esta vida. En el prólogo a La casa de Lúculo dice que «la gastronomía es un arte de clases medias», en el sentido de que no se necesita ser especialmente rico para gozar de un buen bistec o de unas sardinas asadas. De hecho, en ese mismo texto dice que él es el mejor ejemplo de que, con pocos recursos, se puede comer bien en cualquier punto del mundo, porque es justamente esa falta de recursos la que nos obliga a aguzar el ingenio y a buscar un sitio decente en el que cubrir nuestras necesidades. El apetito, dice Camba, es la base de toda gastronomía.
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¿Qué diferencia a Camba de los escritores gastronómicos que le son contemporáneos? Lo mismo que le diferencia del resto de escritores de su época. Como he dicho, Camba no es un escritor gastronómico en el sentido de haber sido un autor preocupado por dejar una obra coherente y perdurable. Es un hombre que escribe en los diarios y que, como tiene esa libertad, se permite hablar de las cosas que le interesan, entre ellas la cocina. Francisco Umbral decía que el escritor «de firma» puede hacer lo que le dé la gana con su columna porque tiene un prestigio adquirido que le autoriza a ello. Camba sabía que sus artículos no debían ser textos al uso, parecidos a los de otros compañeros de la profesión, sino crónicas en las que hacer de un hecho cotidiano materia literaria. Si alguien quisiera escribir una historia de la literatura gastronómica española más ortodoxa, no leería a Camba, sino a los muchos cocineros y escritores que nos dejaron tratados voluminosos llenos de datos y recetas. Camba no es eso, como tampoco lo son Josep Pla, Álvaro Cunqueiro, Néstor Luján, Víctor de la Serna, Xavier Domingo o Manuel Vázquez Montalbán; escritores y periodistas que han escrito algunas de las mejores páginas sobre el asunto que nos ocupa. ¿Cuáles son las principales similitudes y diferencias entre la visión de la cocina de Camba y Pla? La principal similitud es que, a pesar de lo diferente de sus estilos, los dos son periodistas que construyeron lo mejor y más perdurable de sus obras sobre ese efímero soporte que son las volanderas hojas del periódico. Más allá de eso, Camba tiene una visión de la cocina mucho más cosmopolita
Entrevista a Francisco Fuster
o internacionalista que la de Pla, que también tenía en alta estima la cocina francesa, pero abominaba de otras cocinas más exóticas a las que no encontraba ningún mérito. En eso Camba era más transigente. La cocina de Pla es una cocina de la nostalgia que pretende rescatar del olvido esos sabores de la infancia —cuya importancia ya nos reveló Marcel Proust— que el pequeño Pla descubrió por primera vez en la famosa masía de Llofriu en la que se crió, al lado de Palafrugell, en la comarca del Bajo Ampurdán. ¿En qué pilares se asienta el pensamiento gastronómico de Pla? Como he dicho, para Pla —que escribió un libro inmenso, cuya lectura recomiendo, titulado El que hem menjat (1973), además de otros muchos textos dispersos en ese universo que es su «obra completa»— la auténtica cocina debía ser, por fuerza, una cocina del recuerdo, basada en la máxima según la cual las sensaciones que producen los alimentos en nuestra memoria son las más indelebles y duraderas. Como conservador y tradicionalista, Pla tenía una visión muy escéptica del porvenir y consideraba que una de las consecuencias más funestas de la vida moderna (hoy diríamos «globalización») era la muerte de la cocina catalana que él había conocido. La industrialización y el capitalismo del siglo XX habían impuesto su precipitado estilo de vida, acabando de un plumazo con toda una manera de comer y, por consiguiente, también de entender la vida. Efectivamente, es verdad que, frente a ese relativo optimismo de Camba, Pla es un pesimista convencido y un nostálgico de la cocina española y catalana pretérita;
pero teniendo en cuenta que el libro lo publica en 1972 y que los últimos treinta y seis han sido de guerra civil, posguerra y desarrollismo (no precisamente propicios para la aventura gastronómica), ¿de qué cocina tiene nostalgia? De la cocina catalana más modesta y casera que él había disfrutado cuando era un niño, mucho antes de la guerra. En el prólogo que escribió para ese libro, Vázquez Montalbán dice que «su paladar pertenecía a la infancia como casi todos los paladares, infancia ampurdanesa al calor de una cocina marcada por las texturas de tierra y mar, por el sustrato de una memoria culinaria ensimismada». Aquí hay que tener en cuenta que, como Camba, Pla fue un hombre muy viajado que vivió en distintos países y que tuvo que comer de todo, bueno y malo. Mientras que el gallego se supo adaptar a ese contexto e hizo de la necesidad virtud, Pla nunca perdió de vista sus raíces y prefirió un plato sencillo, sin ningún tipo de aderezo, a una combinación elaborada y especiada que le resultase pesada de digerir. Él sí era un amante del aceite de oliva (Vázquez Montalbán lo considera el precursor de la dieta mediterránea) y de los productos naturales, cuanto menos cocinados, mejor. Si uno lee Lo que hemos comido entiende que, para Pla, la comida no era algo secundario, sino un elemento consustancial a la cultura al que había que prestar la máxima atención. La cocina requiere su tiempo, porque es una actividad que define una forma de vida y que tiene valor por sí misma, independientemente de que satisfaga, además, una necesidad biológica. En eso —en que cocinar es un arte y comer un placer— coincidieron ambos: Camba y Pla.
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La olla podrida: una receta literaria Redacción
.Josep Pla, en su libro Lo que hemos comido (El que hem menjat, Destino, 1972) hace la siguiente afirmación: «La cocina es el arte de valorar los contrastes, de integrarlos, de fundirlos. Es un arte orfeónico, por decirlo en griego. Las integraciones sinfónicas culinarias no pueden conseguirse con elementos absolutamente aberrantes, sino con elementos diferentes pero capacitados para generar, con su fusión y composición, un elemento nuevo y de cualidades superiores al original». No hay probablemente un plato que represente de forma más paradigmática esta definición que la olla podrida, barroca receta primigenia de todos los cocidos, escudellas y pucheros que se cocinan en la geografía española. Por la cantidad y variedad de ingredientes que la componen, la olla podrida ha ocupado un lugar de privilegio en el imaginario gastronómico español, siendo el plato que mejor invoca en las clases populares el soñado ideal del atracón y el empacho. Se ha convertido por ello, tanto en su conformación original como en sus derivados geográficos, en un referente constante de la literatura española, y ha conseguido traspasar las fronteras para convertirse también en uno de los platos más citados por los literatos que han visitado este país en diferentes épocas. Pueden rastrearse precedentes de este cumplido plato ya en el Llibre del Sent Soví, decano de los recetarios españoles, cuyo capítulo CLXXXIIII ofrece la primera receta conocida de la olla (carn d’olla o carne de olla), que contiene gallina, tocino, hígado, huevos y azafrán. Quizá la receta más conocida de la olla podrida es la que da Francisco Martínez Motiño, cocinero de la Corte de la dinastía Austria durante el reinado de Felipe II, Felipe III y Felipe IV. Aunque no fue un literato, el estilo sencillo y directo de su prosa le ha valido formar parte del Catálogo de Autoridades de la Real Academia Española (tomo I, A-C, página LXXXXIV). Montiño publicó en 1611 uno de los grandes best sellers españoles de la cocina: el Arte de Cozina, Pasteleria, Vizcocheria y Conserveria, que conoció numerosas ediciones durante los siglos XVII y XVIII. El libro está divi-
dido en cuatro grandes secciones: «Géneros de banquetes y de limpieza que deben tener los cocineros en sus cocinas»; «Pastelería, vizcochería y conservería»; «Memoria de conservas»; «Memoria de jaleas». En él se refieren avances tan significativos como la necesidad de la higiene en la cocina: «Ha de procurar, que la cocina esté tan limpia, y curiosa, que cualquier persona que entrare dentro, se huelgue de verla». En la página 149 de este libro, Montiño ofrece su famosa receta: Has de cocer la vianda de la olla podrida, cociendo la gallina, vaca, carnero, un pedazo de tocino magro y toda la demás volatería, como son palomas, perdices y zorzales: solomo de puerco, longaniza, salchichas, liebre y morcillas; todo esto ha de ser asado antes que se echen á cocer. En otra vasija ha de cocer cecina, lenguas de vaca y de puerco, orejas y salchichones; del caldo de entrambas ollas echarás en una vasija, cocerás alli las verduras, berzas, nabos, peregíl y yerbabuena. Los ajos y las cebollas han de ser asadas primero.
Un plato de tal exuberancia tenía por fuerza que encarnar la fantasía gastronómica de un Renacimiento, el español, colmado de hambre. Cervantes, en su Quijote, abunda en referencias a este plato que constituye el anhelo del glotón Sancho Panza, incapaz de resistirse a la prodigalidad substanciosa de las viandas que lo componen. En unas bodas tan dispendiosas como las de Camacho el Rico no podía faltar la olla y en ella sucumbe un Sancho deslumbrado en el capítulo XX de la segunda parte: Lo primero que se le ofreció a la vista de Sancho fue, espetado en un asador de un olmo entero, un entero novillo; y en el fuego donde se había de asar ardía un mediano monte de leña, y seis ollas que alrededor de la hoguera estaban no se habían hecho en la común turquesa de las demás ollas, porque eran seis medias tinajas, que cada una cabía un rastro de carne: así embebían y encerraban en
El cielo raso
Redacción. La olla podrida, una receta literaria
Joan Valbuena © sí carneros enteros, sin echarse de ver, como si fueran pa-
B: Tiene una famosa liebre
lominos; las liebres ya sin pellejo y las gallinas sin pluma
que en esta cuesta arenosa
que estaban colgadas por los árboles para sepultarlas en
ayer mató mi Barcina,
las ollas no tenían número; los pájaros y caza de diversos
que lleva el viento en la cola.
géneros eran infinitos, colgados de los árboles para que el
Tiene un pernil de tocino,
aire los enfriase.
quitada toda la escoria, que chamusqué por San Lucas.
También en la ínsula Barataria el «gobernador» Sancho se rinde al aroma de la olla y argumenta a su terrible censor, el doctor Pedro Recio Agüero de Tirteafuera: «Aquel platonazo que está más adelante vahando me parece que es olla podrida, que, por la diversidad de cosas que en las tales ollas podridas hay, no podré dejar de topar con alguna que me sea de gusto y de provecho» (Capítulo XLVII de la segunda parte del Quijote). Lope de Vega es otro autor que reverencia la olla podrida. En el acto II de su obra Hijo de los leones, nos ofrece la composición de la olla a través de un sabroso diálogo entre Joaquín y Bato, incluyendo en su receta (dato importante para el futuro gastronómico de España) los garbanzos: Joaquín: Y ¿qué tenéis que le dar? Bato: una reverenda olla a la usanza de la aldea, que no habrá cosa que coma con más gusto cuando venga; que por ser grosera y tosca, tal vez la estiman los reyes más que en sus mesas curiosas los delicados manjares. J: Me conformo con la olla: píntame el alma que tiene.
J: Me conformo con la olla. B: Dos varas de longaniza que compiten con la lonja del referido pernil; un chorizo y dos palomas... Y si questo, Joaquín, ajos, garbanzos, cebollas tiene, y otras zarandajas. J: Me conformo con la olla.
La picaresca, género español y del hambre por excelencia, también hace de la olla su particular paraíso. Se menciona en el Estebanillo González y, como «adafina» (cocido que dejaban los judíos cociendo durante todo el sábado), en La Lozana Andaluza de Francisco Delicado. Pero siendo la picaresca un género inclinado al sarcasmo, a la deformación grotesca de la realidad y de las convenciones sociales, se goza en muchas ocasiones de celebrar antes la frustración del pícaro en su anhelo de llevarse algo a la boca que de aplaudir el logro feliz de sus expectativas. Así, por ejemplo, Quevedo, en su célebre Vida del Buscón llamado Pablos, describe en la olla pobre del Dómine Cabra una contrafigura sarcástica de los opíparos cocidos cortesanos, la pesadilla de quien sueña los contundentes «vuelcos»1 sucesivos hasta la beatífica saciedad:
B: Buen carnero y vaca gorda; la gallina que dormía
1. Se denomina popularmente vuelco a cada una de las partes su-
junto al gallo, más sabrosa
cesivas en las que se sirve el cocido: primero la sopa, después las
que las demás, según dicen.
verduras y las legumbres y a continuación la carne (al revés en el
J: Me conformo con la olla.
caso del cocido maragato).
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Comieron una comida eterna, sin principio ni fin. Trujeron caldo en unas escudillas de madera, tan claro, que en comer una dellas peligrara Narciso más que en la fuente. Noté con la ansia que los macilentos dedos se echaban a nado tras un garbanzo güérfano y solo que estaba en el suelo. Decía Cabra a cada sorbo: —Cierto que no hay tal cosa como la olla, digan lo que dijeren; todo lo demás es vicio y gula. […] —¡Mal ingenio te acabe!, decía yo entre mí, cuando vi un mozo medio espíritu y tan flaco, con un plato de carne en las manos que parecía que la había quitado de sí mismo. Venía un nabo
de Luis Felipe—, los Dumas, padre e hijo, prestaron especial atención (no siempre amable) a los fogones y las cocinas españolas; dos célebres gourmets como ellos no podían menos que rendirse a las excelencias de un plato tan suculento como la olla. En su Le Grand Dictionnaire de Cuisine (1869), Alexandre Dumas afirma que la Oille francesa es un potaje de origen español, cuyo referente es la olla podrida, pero que los cocineros franceses no la suelen preparar porque es un plato caro y complicado y, para demostrarlo, ofrece su pantagruélica receta (la traducción es nuestra):
aventurero a vueltas de la carne (apenas), y dijo el maestro en viéndole: —¿Nabo hay? No hay perdiz para mí que se le
Se buscarán chorizos y garbanzos. Después se cogen diez li-
iguale. Coman, que me huelgo de verlos comer. […] Que
bras de culotte de buey (cuartos traseros); se sazona y se ata
era grande adulador de las legumbres. Repartió a cada uno
convenientemente esta pieza grande; tras haberla cortado en
tan poco carnero que entre lo que se les pegó en las uñas y
ángulo recto, se pone en una marmita con seis pintas del
se les quedó entre los dientes, pienso que se consumió todo,
caldo bueno y se le añade un cuarto de carnero, tres libras
dejando descomulgadas las tripas de participantes.
de ternillas de cordero, una buena tajada de jamón previamente desalado, un pollo normando, dos pichones, un pato,
En el Siglo de Oro español se multiplican las referencias a la olla podrida, debidas a la pluma de sus máximos exponentes, lo que afirma su condición de plato común en la cocina nobiliaria. Calderón de la Barca la define como «la princesa de los cocidos» (sin especificar cuáles son el rey y la reina); y también se menciona en un poema satírico atribuido a Juan de Tassis, Conde de Villamediana: «¡Oh, qué linda olla podrida, / Pascual asiste al Consejo! /— Pruébala sin salmorejo / Dirásme si es desabrida». Muchos de los escritores que viajaron por las tierras españolas detuvieron su asombrada mirada en un plato tan abigarrado y categórico. El poeta inglés James Howell, en una carta escrita a Lady Cottington en 1630, le ofrece la receta de la olla podrida, incluyendo entre sus ingredientes, sorprendentemente, la patata —aunque puede referirse a la batata o boniato—. También Giacomo di Casanova, en las páginas de su Historia de mi vida que escribe en la torre de Sant Joan de la Ciudadela de Barcelona (donde fue encerrado durante cuarenta y dos días por ser amante de Nina Bergonzi, amancebada con el Capitán General de Cataluña), menciona la olla podrida como su plato favorito, añadiendo que le gusta muy especiada, ya que atribuye al exceso de especias virtudes afrodisiacas. Otro famoso memorialista, Claude-Henri de Rouvroy, conde de Saint-Simon, rememora con deleite la olla podrida que le invitó a probar el Duque de Arco en su palacio de La Mancha. En su viaje a España, en octubre y noviembre de 1846 — para asistir en Madrid a la boda de la infanta Luisa Fernanda, hermana de Isabel II, con el duque de Montpensier, hijo
dos perdices hechas, dos codornices, una libra de tocino, ocho chorizos y dos libras de garbanzos previamente remojados durante veinticuatro horas en agua caliente para que se ablanden; los garbanzos se hervirán dentro de un paño con tres pimientos, seis clavos, macis y un poco de nuez moscada, y se mete todo esto en la olla y se deja cocer, o pudrir la olla, mientras nos ocupamos de la preparación de las verduras. Se ponen cuatro coles y lechugas, veinte zanahorias y otros veinte nabos cortados en trozos lo más similares posible, se blanquean y se bañan con el caldo de la olla, se deja hervir y, entretanto, se preparan doce corazones de alcachofa bien limpios y se cuecen en otro recipiente con veinticuatro cebollas pequeñas, añadiendo un poco de azúcar. Se toma después medio kilo de judías verdes cortadas a rombos, habitas de huerto, pepino, puntas de espárrago y guisantes verdes pequeños, que pondréis a cocer individualmente en un cazo pequeño estofándolo con el caldo de la olla. Cuando el cocido está a punto, se añaden las carnes y las verduras, cubriéndolas con atención para mantenerlas calientes; se desgrasa y clarifica el caldo de la olla con dos claras de huevo, se pasa por un colador y se mantiene hirviendo arrimado a un extremo del fogón. Se colocan en una bandeja las coles de la siguiente manera: un cuarto de col, una zanahoria, una lechuga, un nabo y así sucesivamente, alternándolas hasta formar una corona alrededor de la bandeja y en el hueco del centro se ponen los garbanzos. Encima se ponen las carnes y, con los corazones de alcachofa y las cebollas, se hace una segunda corona que deberá cubrir la primera. Se asperja todo
El cielo raso
Núria Trujillo Tamarit ©
ello con una reducción del caldo. El sobrante se servirá en cuencos grandes.
Pero no sólo a los literatos del país vecino les impresionó la variedad y la autenticidad de la olla podrida; también destacados gastrónomos se han dejado seducir por nuestro «plato nacional». La olla podrida aparece citada en el Dictionnaire de la cuisine française (1866) como origen del pot au feu y llamó la atención de personalidades gastronómicas tan preclaras como Jules Gouffé, Marie-Antoine Carême o Auguste Escoffier (Le Guide Culinaire, 1903). En su proyecto de modernización culinaria de España, Pardo de Figueroa, el célebre Dr. Thebussem, no se olvida de la olla podrida y propone que se incluya en los menús oficiales del rey Alfonso XII «en señal de respeto y deferencia al plato nacional de dicho país». Para el Dr. Thebussem, la olla podrida representa, mejor que ningún otro plato, la unidad en la diversidad, concepto que recogen más tarde Joan Perucho y Néstor Luján en su Historia de la cocina española (1970), afirmando que el concepto de la olla podrida y su derivación, el cocido, aparece «en todas las regiones: el cocido vasco, el extremeño, las variaciones de ollas gallegas, el cocido riojano, el cocido andaluz o la pringá; el de sota, caballo y rey, de Burgos, la sopa y bullit de Baleares, el cocido nupcial de siete carnes canario, la escudella i carn d’olla catalana, l’olla de tres abocás valenciana, la presa de predicador de Aragón». De todas estas variaciones, la más popular es el llamado cocido madrileño, que se ha ido imponiendo como modelo culinario y literario, hasta el punto que la condesa de Par-
Redacción. La olla podrida, una receta literaria
do Bazán ya se quejaba en su libro La cocina española antigua (1913) de la recesión de la olla: «Si hay un plato español por excelencia, parece que debe ser ese [la olla podrida], del cual encontramos en el Quijote tan honrosa mención, y, sin embargo, se me figura que ya no se sirve en ninguna parte» (como curiosidad, apuntamos que su receta de la olla incluye el arroz como ingrediente, como en el cocido portugués). Famosos son los cocidos galdosianos, tan presentes en sus páginas que Valle-Inclán llegó a decir que las novelas de Don Benito «olían mucho a cocido», lo que le valió el afrentoso apodo de «el garbancero». También en las páginas de Juan Valera aparecen los cocidos, aunque con la aprensión de que «los garbanzos embotan el entendimiento más agudo». José Bergamín recogerá más tarde este adagio y lo transformará en juicio literario, condenando a «aquellos para quienes clásico quiere decir guisote grasiento, garbanzo, olla podrida, etc.». Frente a la cocidofilia de los literatos de los años treinta, a partir de la Guerra Civil, la presencia del cocido decae de la literatura y de las mesas españolas —no así los garbanzos, que, aunque pequeños y agusanados, constituyen un manjar codiciado para la hambruna generalizada de la posguerra—. Sin embargo, ha habido restaurantes, como Lhardy, Malacatín o La Bola en Madrid, que supieron conservar la tradición hasta la explosión gastronómica de finales de los setenta, cuando comienza el auge internacional de la cocina española y se populariza el interés por la gastronomía que lleva a recuperar las recetas clásicas. Lamentablemente, no ha sucedido lo mismo en Barcelona, donde es difícil comer una buena escudella i carn d’olla cualquier día de diario. Pepe Carvalho, detective gastrónomo creado por Vázquez Montalbán, disfruta y reflexiona, en la novela Asesinato en el Comité Central, ante un conspicuo cocido en La Gran Taberna, otro de los templos del potaje madrileño: «Carvalho disertó sobre el tronco común del pot au feu a la vista del excelente cocido. El garbanzo, dijo, caracteriza la cultura del pot au feu a la española y, casi siempre, la legumbre seca aporta el matiz característico. Por ejemplo, en el Yucatán hacen cocido con lentejas y en el Brasil con el fríjol negro. Dentro del cocido garbancero de los pueblos de España, el de Madrid se caracteriza por el chorizo y el de Catalunya por la butifarra de sangre y la pelota». Así, ya sea de este o del otro lado del Atlántico, el cocido, cozido, puchero o feijoada prosigue su singladura como uno de los platos clásicos de la cocina ibérica e iberoamericana, digno heredero de su madre, la literaria olla podrida, ese plato codiciado y suspirado que fue el más pródigo y excesivo del Renacimiento y el Barroco europeos.
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Viñetas gastronómicas Texto e ilustraciones de
Rosa Gómez Gonell
.Cuando me propusieron escribir un artículo para el dossier de gastronomía, en seguida me fijé en la biblioteca de casa. Entre diccionarios de sumillería, guías Michelin, libros de aproximación al mundo del café y el té, y una tabla para calcular la intensidad del picante en unidades Scoville, hay una pequeña sección de literatura gastronómica dominada, casi por completo, por coloridas portadas de cómics. El primer autor que descubrí que mezclaba mis dos grandes pasiones, comida y cómic, fue Guillaume Long, que publica viñetas en el blog de Le Monde desde el 2009 y ha sido recopilado por la editorial Gallimard (en España lo tradujo Sins Entido). Sus viñetas se recogen en el libro A comer y a beber, que no se trata de un recetario o una recolección de críticas, aunque haya parte de las dos cosas. Lo que hace Long es mostrar las cosas que a él le gustan. Explica, por ejemplo, cómo diferenciar entre los pescados del mercado, la verdadera y única receta de crepes (que a pesar del orgullo francés, es bretona) o cómo hacer el mejor café del mundo. Long consigue hacer algo muy diferente de lo que estamos acostumbrados a ver en el cómic gastronómico y lo hace siguiendo el perfil de los cómics de estilo atómico típico de la escuela francesa, como Asterix o Spirou. Este estilo se define con el humor, sobre todo mediante juegos de palabras, en un formato que no nos encontramos tanto en la literatura, tal vez, debido a un menosprecio por el chascarrillo desde la alta cultura. Pero eso a Long le da igual, no pretende que lo sepas todo del mundo de la cocina; de hecho, está preparado para enseñarte lo que haga falta. Su esnobismo es tan inexistente que en algún momento incluso admite su debilidad por Burger King. Cada vez que voy a un país de habla francesa tengo la necesidad imperiosa de encontrar algo que haya publicado este autor, aunque admito que sólo el pensar en el trabajo que tiene que haber conlle-
vado su traducción, no siento más que profunda admiración por los valientes que se han atrevido a hacerlo. En otro lado, bien alejado del estilo de Long, nos encontramos con otro artista francés, Ettiene Davodeau y Los ignorantes, editado por Futuropolis en Francia y por La Cúpula aquí. Las líneas de Davodeau son mucho más finas, presenta un sombreado cortés, juega con la luz siempre en un blanco y negro con tonos de azul, muy sencillo, en parangón a la historia que dibuja. Me gusta pensar que Davodeau es un autor que pinta con arrugas. Sus dibujos siempre son formales, pero transmiten una tranquilidad de tardes perezosas de verano. Se trata de un cómic con rasgos autobiográficos. Relata el intercambio entre el dueño de una bodega y un dibujante de cómic. Como su propio nombre indica, es un libro que juega con las ignorancias, para informar y entretener el lector. Por parte del vinicultor, se nos muestran todos los procesos de la producción del vino: poda, guarda, cata… Hasta se habla de la elaboración de las barricas (que es lo que más impresionó a Davodeau). Por parte del dibujante se habla de cómo se elabora la edición de un cómic, teniendo en cuenta el cuidado de la imagen y de la historia y, al igual que hace su compañero con el vino, hace un muestrario de los grandes cómics que todo el mundo debería conocer. Este libro nos acerca realmente a la comprensión de qué es el vino. Con un perfil de tendencia periodística tenemos En la cocina con Alain Passard, de Cristophe Blain, editado también por Gallimard y traducido por Astiberri. A Blain le contrataron durante dos años para que compartiera el día a día con el chef de tres estrellas Michelin Alain Passard, en su restaurante L’Arpege. En el libro, se habla de todas las parties (que son cada una de las zonas de trabajo en la cocina), de protocolos, de materia prima y, de forma simple, de las difíciles recetas
El cielo raso
del gran chef, pervirtiendo un poco esta celosía de los cocineros. Lo interesante es cómo Blain se fija en la estética y creatividad de los platos, un gesto que está además potenciado por el chef, que juega con la estructura cromática de estos. Es evidente que, desde la perspectiva de un dibujante de cómics, la imagen y los colores son lo más interesante de la vida entre los fogones. Es muy entrañable ver el cruce entre la reflexión estética hecha por Blain y el conocimiento y técnica (o como el mismo chef lo renombra en su página web, le beau geste) que caracterizan a Passard. Hay un contraste entre el orden que se respira en una cocina de tal categoría y la caracterización que hace Blain. Renegando de la estructura clásica de la viñeta crea un aire caótico y apelotonado que no encaja con la historia en sí, al mismo tiempo que reproduce sus personajes con siluetas largas y delgadas que le dan una cierta finura y sencillez al estilo. A partir de la aparición de este cómic han ido surgiendo otros que siguen la misma idea, como Los secretos del chocolate. Un viaje de placer al obrador de Jacques Genin, de Franckie Alarcon. La estructura es también interesante, habla de cómo se hacen los bombones e incluso muestra una plantación de cacao en Perú. Pero no se acerca siquiera a la belleza de los trazos de Blain, que se fija más en los gestos y, por tanto, consigue una narración de una originalidad inaudita. Para alejarnos un poco de mi espíritu francófilo, saldremos al encuentro de la narración de Jiro Taniguchi sobre la comida japonesa, El gourmet solitario. Hay algo distintivo en este cómic: su publicación original se hizo en la editorial Fusōsha, en 1997, y no fue hasta 2005 que llegó al mercado Europeo a través de Francia. En España no se tradujo hasta 2010. Por tanto, no se adscribe a la ola gastronómica de la que los otros se aprovechan. En este cómic se reseñan pequeños locales de Tokyo y sus alrededores, centrándose sobre todo en los que se dirigen a un público mayoritariamente forma-
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do por oficinistas de mediana edad. Entre ellos se encuentra el protagonista, un comercial con horarios imposibles para sentarse a hacer una comida decente. Son diecinueve pequeños relatos autoconclusivos con un protagonista desconocido, del que no se nos dan detalles. Nos enfrentamos aquí a un tipo de lenguaje completamente distinto. Los mangas de este autor comportan un estilo mucho más estéril. Las ilustraciones de comida son, sin lugar a dudas, las más verosímiles y la respuesta a su consumición es mucho más contenida que en los otros casos, en los que la exageración juega un papel muy importante. Pero es precisamente por eso que consigue un efecto tan diferente. Hace un retrato muy realista de la sociedad y la comida japonesa, es costumbrismo puro y duro. Es un cómic que se debe disfrutar como un sake, a pequeños sorbos; si no, corre el riesgo de aburrirte. Como teóricamente los cómics de nuestra infancia son todos americanos, vamos a hacer una reflexión sobre el delicioso Relish. My life in the kitchen, de Lucy Knisley. Lamentablemente para los desconocedores del inglés, aún no ha sido traducido en España. La palabra Relish se refiere a un condimento que, normalmente, es utilizado para potenciar los sabores de un plato. Knisley hace esto con sus memorias, las potencia mediante los sabores que retrata entre sus páginas. Este es un cómic muy autobiográfico, la protagonista y autora enlaza sus vivencias con los platos que en esos momentos la sedujeron. Hay una moda creciente con la literatura que habla de comida, hay un punto de disfrute total, de movimiento hacia nuestros recuerdos más íntimos. Todos recordamos la famosísima magdalena de Marcel Proust, pero para este cómic prefiero recordar a Anya Von Bremzen en Mastering the Art of Soviet Cooking, donde se pregunta, mientras lee a Proust, a qué sabrá la exótica y capitalista magdalena de la que tanto habla. Esta cita se refiere a cómo construimos nuestros recuerdos
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gastronómicos, contraponiendo lo que es nuestro y por tanto natural, nuestra cocina, a lo extraño, la de ellos. Pero en Relish lo que hace Knisley es abrazar todo tipo de comidas y culturas sin miedo, sin hacer una comparación, simplemente mostrando el placer, y a veces la frustración, que le causan. Para esta autora lo que resulta más emocionante es, viniendo de un país tan joven y con tan poca cultura gastronómica como el suyo (si lo comparamos con Francia o España), poder convivir con la evolución de una nueva idea de gastronomía. Ahora que ya hemos visto cómo se habla de la gastronomía en la narrativa gráfica actual, se nos plantean otras dudas: ¿dónde está Superman cuando una necesita una buena tortilla de patatas? Es decir, ¿cómo hemos llegado a hablar tanto de comida en un medio en el que, a lo largo de su consolidación
como tipo narrativo, no se había tocado nada que rozara lo mundano? Analizando el universo de los cómics clásicos, con los superhéroes originales y las aventuras selváticas, observamos que, al igual que pasaba con la novela caballeresca, desaparecen las necesidades. El retrato del superhombre debe evitar la representación de la humanidad, por tanto no existen facturas que pagar, los golpes no duelen y, evidentemente, no tienen la necesidad de hacer una parada para la merienda. En este tipo de cómics la comida se utiliza sólo en el campo femenino, es decir, en la seducción o el ámbito doméstico. La comida aparece reflejada en el cómic en el momento en que empezamos a comprender el estado de bienestar como un derecho, cuando ya no es una necesidad en sí, sino más bien un gusto, un placer que nos podemos dar; es también cuando
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aparecen las modas gastronómicas. Con la irrupción del yo en el cómic se introdujo también la posibilidad de analizar la vida común y, con ella, la vida gastronómica. Ojo, en la literatura está presente desde hace mucho más, pero el mundo del cómic y, sobre todo, sus autores, no tienen ni el potencial económico ni el reconocimiento social con el que cuenta una obra literaria. De hecho (y esto lo veremos sobre todo en el campo estadounidense), no fue hasta los años setenta cuando se empezó a introducir el elemento autobiográfico en estas narraciones. Esto se dio en gran parte impulsado por la censura ejercida por el Comics Code (1954), una etiqueta con la que se intentaba controlar la representación gráfica de la violencia y el sexo, uniformando los cómics y haciéndolos aptos únicamente para el público infantil. La
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respuesta lógica fue que el mercado underground emergiera con rapidez y, copiando los mecanismos de estilo de la beat generation, elaboró un producto apto para el público adulto, que se escribía al grito de sex, drugs and rock’n’roll. En la actualidad, con internet y, consecuentemente, la aparición del webcómic, se están haciendo cosas realmente transgresoras. El cómic moderno tiene cintura suficiente para trabajar todos los temas que le echen y sus fans fatales estaremos aquí para disfrutarlo.
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Rosa Gómez Gonell. Estudiosa del mundo de los cómics desde el punto de vista de la literatura comparada. Viniendo de una familia de biólogos aficionados a la gastronomía siempre ha sentido un gran interés por todo lo relacionado con el mundo de la alimentación y su influencia en el arte.
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Holocausto Rebeca García Nieto
.Aunque esté mal decirlo,
he llegado a pensar que todos los alemanes, no sólo los artistas que vivimos en Tacheles, somos okupas. Siempre he creído que los libros de historia mienten, que las cosas no son como nos las han contado. Y con esto no me refiero al hecho de que Israel intervenga en nuestro sistema educativo supervisando la enseñanza del Holocausto. No, me refiero a Bonaparte. Napoleón no pudo ser francés: el corso era tan alemán como Bismarck, como Merkel. Sólo así se explica que por las venas de nuestros antepasados corriera con tanta fuerza la pulsión del conquistador. Por desgracia, sus ínfulas invasoras nos salieron caras. Como todos sabemos, los aliados partieron el país por la mitad. Los alemanes perdimos el derecho a vivir en nuestra tierra. En ese sentido, somos okupas en nuestras propias casas, tan okupas como los sirios, pongamos por caso. Teniendo esto en cuenta, no es de extrañar que no me sorprendiera lo más mínimo lo que me encontré al volver a la casa que mis padres tienen en Schöneberg. Uno vuelve con sus padres como los alcohólicos a la botella. Al principio finge que no es una recaída, que controla, pero en el fondo sabe que todo acabará en tragedia. El caso es que mi padre, a quien hacía años no veía, llevaba tiempo diciendo que algo iba mal en la casa. La última vez que hablamos por teléfono dijo que había pasado algo. Parecía aturdido, titubeaba. Y por fin: Tenías razón, Rudi. La casa se hunde. Eso me heló la sangre, claro. Mi padre habría preferido la horca a darme la razón en algo. Se ponía malo cada vez que me oía con la misma cantinela. Que si los alemanes somos funámbulos. Que si no tenemos un suelo bajo los
pies. Que caminamos sobre el vacío… Hasta que un día: Te puedes ir todo lo lejos que quieras, hijo, pero, aquí están tus raíces. No hace falta que vuelvas. Aquella última frase abrió un Mar Rojo entre nosotros. La dijo sin rencor, sólo cansado. Sin sospechar que ninguno de los dos sería capaz de hacer de Moisés en años. Ignorando que estaba trazando una línea divisoria, como la línea Óder-Neisse que aparece en los mapas que avergonzaron a nuestros abuelos. Como la línea Mason-Dixon. Hay padres peores, eso es indudable. Algunos incluso abandonaron a sus hijos en el Gólgota. Yo, en cambio, no recuerdo mi casa como un calvario. Al contrario. Así que, cuando abrió la puerta, le di un abrazo. El hombre estaba pálido, completamente desencajado. Sin mediar palabra, me llevó al salón y señaló la alfombra. Debajo, indicó (la retórica, para qué nos vamos a engañar, nunca ha sido lo suyo). A lo mejor lleva mucho tiempo ahí y no me he dado cuenta hasta ahora, que ya no bebo. Dijo esto último para el cuello de su camisa. Como avergonzado. Al ver que permanecía inmóvil, levantó la alfombra con sumo cuidado, como si fuese cristal de Bohemia, o una bomba, dejando al descubierto aquella nada, ese abismo, que se había abierto en medio del salón. Pese a que la magnitud de la negrura era considerable, no creí que la existencia de la casa, la existencia fáctica, que diría Heidegger, pudiera estar comprometida. Mi padre, en cambio, estaba muy asustado. Hasta el punto de que había solicitado un peritaje. Mira, lee el informe del perito: «… las múltiples grietas que han ido apareciendo en la casa (especialmente, las de 45º en fachada y tabiques interiores, y
La vida breve
las que tienen formas de escalera en uno de los muros de carga) tienen que ver con el suelo sobre el que se asienta la casa. El terreno sobre el que se sustenta la misma es un suelo arcilloso compuesto por limos y yesos. Debido a la humedad, el yeso ha perdido la consistencia, las arcillas se han expandido, con lo cual el terreno ha colapsado». Es por el nivel freático, dijo el perito, según mi padre. Sí, no pongas esa cara. El nivel de las aguas subterráneas sube y el terreno deviene expansivo, colapsable, dicen los expertos. Aquel documento tenía pinta de ser científico (no en vano, llevaba la firma de un técnico), pero a mí me sonaba a ciencia ficción. Había oído que el universo se expande, que el afán expansivo de Alemania no conocía límites, pero ¿el suelo? Parecía una broma. ¿Es por el Spree?, pregunté. No se sabe. Podrían ser afluentes de ríos más lejanos. Del Danubio. El Vístula. El Dniéster. Tal vez del Volga. Todo el mundo sabe lo que arrastran estos ríos, Rudi. Pero eso no es lo peor… Lo más preocupante es que el perito cree que la casa está levantada sobre un tipo de tierra distinto al de los vecinos, aunque esto último no se atrevió a escribirlo en su informe, ¿quién iba a firmar algo así?, sería el fin de su carrera. En ese punto, pensé: ya está, está pasando. Siempre he sabido que llegaría el día en que su afición por la bebida le acabaría pasando factura. Desde luego, su razonamiento no parecía discurrir por los raíles de la realidad. Seguramente, su cabeza se había ido deslizando cada vez un poco más hacia el margen, pensamiento a pensamiento, hasta que un buen día se encontró razonando desde el otro lado. Una pena, ya que decía llevar más de seis meses en el dique
Rebeca García Nieto. Holocausto
seco. Ven, Rudi, asómate a la ventana. Mira, desde aquí se ve perfectamente a los Graf. ¿Por qué demonios su casa no se hunde? ¿Es que su suelo no es colapsable?, ¿su trozo de Alemania no se expande? Desde luego, aquel borracho sobrio estaba en lo cierto. La casa de los Graf era completamente distinta. Era la típica casa alemana, como de pan de jengibre. Parecía recién salida de uno de esos pueblos Potemkin. Y al jardín no le faltaba un detalle. Había aspersores, fuentes estilo Versalles, coloridos arriates, niños jugando con pistolas de agua, incluso esos gnomos que se habían puesto de moda. ¿El agua que salía de los aspersores era turbia como la del Vístula a su paso por Varsovia? No parecía. Tenía pinta de estar limpia y cristalina como el agua de Lourdes. Lo único que desentonaba en aquella postal era el césped, inequívocamente artificial. Pero no fue aquel verde postizo lo que me perforó el pecho con la delicadeza de un piolet. La leve punzada de dolor que sentí tampoco se debía a lo amarillento de los visillos, acumulado con paciencia y tesón desde que madre dejó de lavarlos. Fue precisamente su recuerdo el que entonces sentí clavado en mi alma como un picahielos. Ese gesto de mirar a los vecinos era característico de ella. Se pasaba el día en la ventana, tomando nota con los ojos de todo lo que veía, como si fuera informadora de la Stasi, sólo que, en teoría, la Guerra Fría había acabado y hacía años que vivíamos en Berlín Occidental. Bien pensado, yo diría que ése era su único vicio, un mal hábito que todavía arrastraba. Cuando la pillaba espiando a los vecinos, se sonrojaba como una niña. Sentí un escalofrío al rozar la cortina
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de cretona tras la que solía esconderse. Su mundo se había hecho cada día un poco más pequeño, hasta el punto de que apenas se despegaba de la ventana. Al final no hizo ruido. Como se suele decir, se fue apagando. Vestía tonos cada vez más claros y sus vestidos acabaron siendo prácticamente indistinguibles del estampado de aquellas cortinas. Pensé que era como esos insectos que se camuflan tan bien, se mimetizan con el ambiente que los rodea de un modo tan perfecto, que logran pasar completamente desapercibidos. Sentí que, de alguna manera, se había quedado a vivir ahí, en ese manto en que solía envolverse. Por pura coherencia. Y esa forma de existencia, si bien mínima y rudimentaria, era mejor que nada. De niño pensaba que el tiempo se había detenido en aquella casa. Que el empapelado de la pared del salón era como un papel atrapamoscas, sólo que las moscas que se habían quedado pegadas éramos nosotros. Tal vez debido a la humedad, volví a tener ese sentimiento pegajoso. Esa tristeza viscosa. Padre estaba preocupado por el boquete del salón, pero en el fondo sabíamos que la piedra angular de aquella casa, el auténtico pilar, era madre. Estoy convencido de que la casa comenzó a hundirse cuando ella murió. Yo me fui poco después. Entonces ya notaba que el suelo estaba perdiendo pie. Los de Alemania Occidental dan por sentado que las paredes no tienen oídos, solía decir madre. Y aunque nunca vi micrófonos en los tabiques o en el techo, estaba convencido de que si pegaba la oreja al papel, podría oír con claridad todas las conversaciones que aquellas paredes habían registrado, todos los sonidos que seguían ahí, atrapados en aquel papel estampado como las cortinas. Como mi madre. No tenía más que apoyar el oído en la pared y podría escucharlo: las marchas militares, El ocaso de los dioses, Las valquirias… Tal vez incluso podría escuchar su voz… Como un niño, cogí un vaso de la cocina y lo puse en la pared para escuchar lo que se oía al otro lado. El vaso es un instrumento de espionaje doméstico. También es lo que se utiliza para jugar con la Ouija. Tenía que funcionar… Lo he visto antes, Rudi, dijo padre sacándome de mi ensimismamiento. El socavón. Pensé que lo había sacado de las historias que me contaba tu abuelo. Concretamente, del
barranco de Babi Yar o la Guarida del Lobo. Pero no. Lo vi en la Lusacia, en la mina que acabó tragándoselo… Por lo que te habían contado, el abuelo se había dejado la columna en una mina de lignito. Apenas vi a mis padres, te contó tu padre un día cuando todavía eras pequeño. Se mataron a trabajar, los pobres. Cuando seas mayor oirás muchas cosas, pero recuerda esto: tus abuelos también fueron ofrendas. Lo suyo también fue un holocausto. A mí entonces todo eso me sonaba a chino; sin embargo, años después sentí la necesidad de traducir esta frase. Por alguna razón, todo el mundo repetía esa palabra tan rara: Holocausto. La oí miles, millones de veces más después de aquel día, aunque nunca emparentada con la vida de mis padres y abuelos. Admito que no esperaba toparme con lo que decía el diccionario. La palabra aludía, por supuesto, a esos montones de cuerpos quemados que todos hemos visto, pero, para mi sorpresa, también remitía al amor: «Acto de abnegación total que se lleva a cabo por amor»: Holocausto: Sacrificio, expiación: Ofrendas. Mi padre evitaba hablar de la guerra, y eso que jamás guardó camisas pardas ni brazaletes rojos en su armario. Recuerdo que de niño me gustaba librar cruentas batallas con migas de pan. Jugaba a Verdún, al Somme. Lo que le había oído al abuelo… Hasta que llegaba mi padre y los tanques de miga se convertían automáticamente en Stukas de la Luftwaffe al salir volando de un manotazo. Padre decía que la guerra era la industria que había sostenido la economía europea durante siglos. Y para alimentarla estaba la mina del abuelo y las de carbón o acero que proliferaron como setas por la cuenca del Ruhr. De ahí se sacaron las lápidas para los héroes de un bando, primero, y del contrario, después. Los alemanes, y luego los austriacos, los polacos, los checos, y también los rusos (los putos rusos, se le escapaba de vez en cuando a mi padre) fueron sólo mano de obra. Ha habido muchos cambios de patrón en esta industria. Al principio el capataz era alemán; después, americano o ruso. El pueblo sólo es la mano de obra necesaria para que la insaciable maquinaria siga en marcha. Las ofrendas. Tu madre tenía razón, Rudi. La culpa es de gente como los Graf. Siempre nos miraron mal. Todavía me acuerdo del
La vida breve
día en que nos mudamos a esta casa. Tu madre pasó a saludarlos. Pensó que sería un gesto de buena vecindad. ¿Y qué hicieron ellos?, ¿cómo nos dieron la bienvenida? Pues no abriéndola. Seguramente, la confundieron con una Testigo de Jehová. O con una vendedora de Avon. Fue hace mucho tiempo, pero creo que no se equivocaba lo más mínimo. Ella decía que de acero nada. Que el famoso telón no era más que una cortina de humo. Los verdaderos muros, decía, son invisibles. Y no separan el Este del Oeste. Sino a los ricos de los pobres… Bueno, ya sé que en la RDA hemos mamado lo de la lucha de clases, pero te diré una cosa, Rudi, tu madre y yo vivimos más en la RDA cuando nos instalamos en Berlín tras la caída del Muro que cuando estábamos en el Este. La verdad es que fuimos muy felices allí. ¿No veías a tu madre siempre cosiendo? La Veritas era lo único que conservaba de la fábrica. Yo creo que se pasaba el día dando puntadas por pura nostalgia. Pero aquí, ¿quién le dio trabajo? Nadie. No tuvo otra que quedarse cosiendo y pelando patatas. Aquí, en esta cocina, de forma prácticamente inapreciable, se fue convirtiendo en su madre. En mi recuerdo (por lo demás, vago), me resulta muy difícil distinguir la piel de sus manos de las mondas de las patatas que pelaba. Allí, en esa cocina, pensaba en mi madre y me venía a la cabeza la imagen de esas mujeres escaldadas, con la piel a tiras, que sobrevivieron a Hiroshima o Chernóbil. Recuerdo que siempre andaba con la cabeza gacha. Antes creía que se pasaba el día rezando en silencio. Implorando (a Dios o al Partido no sabría decir). Pero, por lo que decía padre, parece que en realidad su cuello esperaba el golpe de gracia. Antes de venir a Berlín tu madre era feliz, aseguró. Todavía recuerdo cuando en 1959 salió a la calle gritando: FUERA EL LIPSI, VIVA ELVIS… ¡Cómo nos reímos! Aunque no lo creas, siempre se estaba riendo. Hasta que vino aquí y dejó de hacerlo. ¿Sabes por qué? Por gente como los Graf… Pero ¿tú te escuchas? Ahora va a resultar que toda la culpa es de los vecinos. ¿Y tú qué coño estuviste haciendo mientras ella se moría? Si tanta razón tenía madre, ¿cómo es que no le hacías el menor caso? ¿Por qué estabas todo el santo día fuera de casa, bebiendo? Podría decirte que
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para mí también fue duro, Rudi. Decían que éramos sus hermanos, pero en la práctica nadie quería dar trabajo a un Ossi. Ojalá me pasara eso ahora… A mis años, no me queda otra que trabajar. Con la mísera pensión no me alcanza para comer. Los principios fueron difíciles, ya lo creo. Y el veneno ruso era el combustible que me daba fuerzas para seguir buscando trabajo. Podría decirte que yo, que en la RDA apenas había probado el alcohol, empecé a beber por eso. También podría contarte que en la RDA llevábamos décadas aislados, como los del gueto de Varsovia, y al salir tuvimos que encarar hechos que no habíamos imaginado ni en nuestras peores pesadillas. Pero tampoco sería toda la verdad… Lo cierto es que en esa época empecé a ver de reojo la cavidad que se abría paso en el salón. El vodka, sencillamente, me ayudaba a no verlo. Tu madre, en cambio, no pudo permitirse el lujo de apartar la mirada, salvo en aquellos momentos en que se concedía una tregua y se dedicaba a mirar por la ventana. Lo que no entiendo es qué pintan los Graf en esta historia, dije. ¿No te preguntas si ellos tienen también un socavón en el salón? No sé, padre, desde aquí, por mucho que mire, es imposible saberlo. ¡Exacto! Por eso mismo, un día me armé de valor y llamé a su puerta. Fueron muy amables, eso no puedo negarlo. Les conté que un día, haciendo limpieza, levanté la alfombra para sacudirla y, bueno, lo que ya sabes. ¿Por casualidad no sabrán a qué obedece su presencia? Sí, me salió así, Rudi, de una forma tan grandilocuente. No me preguntes por qué. A qué obedece su presencia… Creo que les sorprendió más esa manera de hablar en un paleto que el boquete, la cosa-en-sí. Los Graf se miraron, sopesando tal vez si debían hablar o si de lo que no se puede hablar es mejor callar. Tras unos segundos de silencio, el señor Graf dijo que seguramente tendría que ver con las reparaciones. Me explicó que los propietarios de todas las casas alemanas teníamos que hacer frente a una deuda de casi un siglo de antigüedad, una deuda que se remontaba a la época de nuestros abuelos. Sus padres, aseguró, lo habían pagado religiosamente. El montante de la deuda, y los intereses de los empréstitos, era tal que terminaron de pagar en octubre de 2010. El problema es que, tras la guerra, las personas que
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estaban empadronadas en la RDA optaron por no pagar. Es probable que lo que me cuenta tenga que ver con esa deuda no saldada, insinuó. Como no quería discutir, opté por no decir que los ciudadanos de la RDA pagaron con su carbón, con sus fábricas, con su mano de obra. Las ofrendas. Tengo una duda… ¿Lo de los empréstitos? Disculpe, señor Richter, trabajo en banca y a veces me olvido de que la persona que tengo enfrente… Qué va, no es eso. Lo que quería preguntarle es si ustedes tienen también un socavón en su casa. Bajo la alfombra. No me aguantaba más, Rudi, tenía que salir de dudas… Bueno, señor Richter, no creo que eso sea... Espera, Günter, no hay necesidad de ser descortés con nuestro vecino. Tienes razón, Magda. Disculpe, este tema de la deuda me pone un poco tenso, reconoció el señor Graf. El caso es que hace poco los bancos griegos nos reclamaron una deuda que ascendía a casi 300 000 millones. Me figuro que lo habrá visto en las noticias. Fue entonces cuando empecé a notar que el suelo perdía su firmeza, tenía la impresión de estar pisando arenas movedizas. ¿Y qué hizo? Me ayudaría mucho saber… Pues me puse las lentillas que me pongo para ir a trabajar y, después de unos días concentrado, logré no verlo. Pensé, ahora son los griegos. ¿Quiénes serán los siguientes?, ¿los turcos? ¿Hasta cuándo tendremos que estar pagando? Pienso que ocurre en todas las casas, no sólo en las europeas. Las mansiones de Hollywood, por no hablar de las dachas, también tienen sótano. Y armarios. Piénselo. Las guerras son siempre una operación inmobiliaria a gran escala. Primero hay demoliciones; luego reconstrucciones. Aceptamos a los turcos. Ahora vienen los sirios. ¿A reconstruirnos?, ¿a demolernos? ¿Hasta cuándo? Tenemos que defender nuestras casas… Nuestro espacio vital. ¡El Espacio Schengen! Se acostumbrará a su presencia, señor Richter. Cuando menos se lo espere, dejará de verlo. Ya veo, lo que usted viene a decir es que es mejor mirar hacia otro lado, no ahondar mucho en la negrura. ¿Y las aguas subterráneas, qué?, ¿qué pasa si el nivel freático sigue subiendo?
La vida breve
He leído que han encontrado niveles insólitos de ansiolíticos y antiinflamatorios en el agua… Como si quisieran anestesiar al Spree con medicamentos, como si así fuera a dejar de doler… No hay que olvidar que Bayer es afluente de IG Farben. De la cruz gamada a la cruz verde no hay más que un paso… Ya está bien, intervino Magda, ¿hasta cuándo vamos a tener que hablar del nazismo? ¿Cree que sólo pasa aquí, en Alemania? Crezca de una vez, señor Richter: ¡Hay un socavón en todas las casas! Aunque sonaba loco, a mí lo que dijo la señora Graf no me pareció tan raro. Igual que en los sótanos de algunas casas hay un aleph, también puede haber un anti-aleph que contenga sólo nada. Puede que ese hoyo no sea más que un trompe l’oeil que oculte otra realidad, o incluso otro agujero aún mayor. Quién sabe. Sea como sea, antes de mi vuelta a Tacheles, padre dijo: Aquí tienes las escrituras de la casa. Prefiero que las tengas tú. Me hizo entrega del documento de forma solemne, como cuando Dios entregó las Sagradas Escrituras a Moisés, sólo que, aparentemente, aquellos papeles no contenían ningún mandamiento. Hablaban de los bienes raíces (es decir, aquellos que no se pueden trasladar sin causar un daño irreparable al propio terreno). Desde entonces me he preguntado si, a pesar de mi vocación de nómada, no sería yo también uno de esos bienes raíces irremediablemente vinculados al suelo. Por lo que decía aquel documento, no se pueden mover sin llevarse parte de la tierra consigo… sin causar un daño irreversible al terreno. He vuelto varias veces a casa desde entonces, no fuera a ser que mi ausencia estuviera alimentando ese agujero.
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Rebeca García Nieto (1977) es escritora y especialista en Psicología clínica. Ha publicado Historia de una mirada (Eutelequia, 2012) y Eric (Zut, 2015). Ha sido finalista del Premio Ateneo Ciudad de Valladolid 2011, del Azorín de Novela 2012 y del Premio Herralde de Novela 2013. Escribe regularmente en Quimera, Buensalvaje España y en el blog Estado Crítico.
Los pescadores de perlas
Sergi G. Oset. Microrrelatos inéditos
Microrrelatos inéditos de Sergi G. Oset
A los puntos —¿Así, no admite que se dopó para ganar aquel campeonato de boxeo en Sídney? —inquiere la reportera en un repentino arrebato de ética periodística, saltándose todos los pactos previos a la entrevista. El púgil no ve venir el crochet que le deja fuera de combate en el primer asalto. Visiblemente desencajado e incapaz de sobrellevar el golpe, se tambalea por la lona del plató sabedor de que la aureola de héroe íntegro que se ha forjado durante años está a punto de diluirse ante una audiencia que no perdona. El encuadre del primer plano a su cara, castigada por cientos de combates, que ordena el regidor indica que no habrá recuento de protección, pero de repente un gong suena. «Volvemos después de la pausa». Entra publicidad.
Los asuntos de la morgue se quedan en la morgue Acostumbrado, después de tantos años, a observar los estragos que los rápidos procesos de descomposición causaban en los finados, era incapaz de advertir la celeridad con que las células de su cerebro se deterioraban. Pero, después de todo, si el difunto no se quejaba, ¿a quién podía molestar que juguetease un ratito, cariñoso y desmañado, con aquellos despojos?
Guyana, el corazón de las tinieblas La selva hierve a treinta y ocho grados. La histeria colectiva convierte El Templo del Pueblo en un infierno. Los guardias nos obligan a ingerir nuestras dosis de cianuro mientras los adeptos más fieles administran el veneno a los díscolos e indecisos. «Olvidad vuestros sueños. La muerte es tránsito. ¡Renaceremos juntos!», retumba, metálica, la voz del reverendo Jim Jones por los altavoces distribuidos en los campos de trabajo. Enfermo de diarrea y fiebres, ingiero la cápsula, rezando para que las últimas palabras de nuestro «Padre» sean, tan sólo, nuevas falacias.
Sergi G. Oset (Barcelona, 1972) fundamenta su producción literaria (mayormente en su lengua vehicular, el catalán) en el microrrelato, el hiperbreve y la minificción, aunque también gusta del relato breve y el cuento. En el año 2012 publica Paràsits mentals, en 2015, El último vuelo del Microraptor (editorial Nazarí) y en 2016 Malsons de gat, (editorial Hermenaute) colección de relatos a seis manos.
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Dejo que el vientre caiga contra el suelo
Apoyada nudos
en la roca
como palabras lámina de lo roto voz de la gravedad
va el pensamiento se derrama
futuro que se extiende contra el futuro
en la orilla la distancia
lanzo la mano abierta contra el vacío
contra mí misma son huellas contra la arena el sueño las pisadas
presente que se extiende contra el presente tierramar tierrarena tierraire
se detiene el momento
tierrairena vacío
copio la copia de la copia ahora miro lo que se mira en lo mirado
pero nada
espacio por hacer el mundo pesa hacemos deshacemos
la trenza de los dedos por alcanzar te nunca
hambre en la inmensidad sobre la inmensidad hambre de inmensidad
se difumina la verdad como el cuerpo en el otro
el laberinto el mundo la marea sin regresar regresos el desierto
reptar
un cuerpo está varado y es el mío
dunaguarena
soy otro cuerpo no soy otro cuerpo
Ana Gorría ha publicado textos en medios como Público, Escritura e Imagen, Ínsula, Primer acto o Sesión no numerada sobre poesía, teatro y ficción audiovisual. Ha
reconozco la sed me desconozco
realizado labores de comisariado, como en la exposición Gesto sin fin, para el Museo de América, y se ha formado como investigadora en el CSIC.
gesto que se extravía el infinito
Ana Gorría. Poemas inéditos
El castillo de Barba Azul
Poemas inéditos de Ana Gorría
¿quién dice yo? ¿quién mira? sucedemos sucede hago
donde no soy el ojo es
palabras
al embargo que hacen pesa la forma el cuerpo la rapidez
imágenes que hacen hombre árbol bosque árbol árbol árbol
se agita desde dentro hombre hacia dentro es el brazo extendido en la maleza voz de las voces de las voces últimas su memoria de siglos su presencia parecida al león o a la gacela en qué su cuerpo llaga atravesada el alma desbordajes en la piel indistinta los pedazos unotra unotro desnudez vacía
en un claro en la cima ¿quién escucha? la ascensión en el rostro la verticalidad del álamo los músculos devenir es la flecha de los muslos en el hogar el deseo agitándose como una lombriz cóncava contra el vientre en el vientre en el espejo
la posesión y la desposesión posa la forma el látigo de vértebras el aguijón del movimiento
él otro yo ser el museo la historia las estatuas las esculturas el yeso clapclapclapclapclapclapclapclapclapclapclap
desde la imagen en la imagen contra donde la imagen a la imagen dónde
la caliza todos soy todos soy todos soy
es la nostalgia de la acción
giro Jano bifronte yo tu ellotros
pasa la forma el hombre la mujer invisible lamina el tiempo y roza un animal a solas en el hueco del aire
el bosque soy el bosque soy el bosque soy ¿quién dice yo?
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El lugar de la nieve Poemas inéditos de Rafael-José Díaz
No he caminado nunca por aquí, ni un viento como este me salió nunca al encuentro, aunque de nuevo esté en pie la amarga resolución de decir casi nada, una insignificante muesca en el hueso del alma. Qué indiferente has sido hasta ahora a todas las incitaciones de la vida secreta, nada de lo que te salía al paso era para ti más que una oportunidad de volver a escuchar tu canción favorita, como si lo que la vida te brindara debiera formar parte de lo consabido; pero ahora que se impone una nieve más dura, una nieve agrietada, perdida, silenciosa, absorta, no sabes cómo responderle, ni siquiera conoces los nombres de esos pájaros que en las copas raquíticas alborotan entre una y otra ráfaga.
Quién diría que todo esto fuera a estallar un día si ahora yace encadenado a la más oscura de las horas, la del despojamiento y la del hielo, la hora hundida en el fondo de la espiral de la ausencia. Quién diría que ahora mismo la savia bulle, bucea recóndita en las madres dormidas y que, desde lo más lejano, nos llama lo que algún día tendremos estrechado en los brazos —aunque no sea sino el último aliento de la última palabra que diremos: revolotea ya aquí en la atronadora ventisca y toma de la nada su ninguna sustancia.
El castillo de Barba Azul
Te entretuviste distraído junto a unos matorrales que, pensaste, se libraban del látigo del viento, ralos matojos verdinegros hincados en la tierra. Sentiste desazón. No era el camino que pensabas tomar cuando saliste. Era un sendero estrecho que bordeaba la montaña y te exponía a la succión, a la roedura. Había en un recodo cinco o seis caracoles cuyas conchas, blanquísimas, estaban medio hundidas en el barro. No había nada dentro. Conchas huecas, ni el más mínimo rastro de otra vida salvo los excrementos de las cabras. El viento percutía un dolor a través de tus oídos.
Rafael-José Díaz. El lugar de la nieve. Poemas inéditos
Cuántas veces, ah, cuántas veces, sin saberlo, lo escuchaste. También esta mañana, como si lo soñaras, tocaba los cristales, insistente. Pero tú no querías dejar de soñar con la intemperie. Desmesura y ardor son los nombres que adopta lo que no tiene nombre ni quiere ser soñado. No es el final aún, pero presientes que se apaga su voz cuanto más entre sábanas te envuelves para escucharla. Solo salva, has pensado, levantarse, olvidar y salirle al encuentro para saber si es verdad que en los caminos todo se ve mejor y la intemperie te pone su mano helada sobre los hombros.
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Nada, ni cuando creí haberlo hecho, escribí nunca sobre la nieve. Comprenderla es difícil. Y aún más difícil es encontrar un rincón de nieve sin huellas de pisadas y, con una rama reseca, escarbar en ella unas palabras que el corazón no entienda porque las lleva dentro desde siempre. ¿Desde siempre? No hay nunca ni siempre en el adiós que es escribir con el hueco de lo blanco unas letras de ausencia, aunque hablen de amor. Agáchate y escribe en el lugar de nadie palabras que el viento de la noche, cómplice, no se llevará quizás, palabras como huellas de pisadas de corzo, que queden por un tiempo, hasta que vuelva a nevar. Palabras en la nieve que puedan ser borradas tan sólo por la nieve. Poco después, el lugar de la nieve en que escribí esas palabras no era acaso ya más que un montículo seco y acaso con la nieve se habían derretido como sombras las palabras, pero qué importaba eso si el temblor de la luz que se marchaba de puntillas entre las montañas dormidas acariciaba como por última vez las extasiadas gargantas de los pájaros, para que, escondidos en los árboles, cantaran como quien juguetea, cantaran una líquida estrofa de luz pura antes de revolotear y perseguirse y perderse. Yo me detuve bajo los carámbanos y pensé en que sería un modo extraño de morir dejarme atravesar por uno de ellos: una estaca de hielo en pleno corazón.
Rafael-José Díaz. El lugar de la nieve. Poemas inéditos
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Que pese lo mismo que nada, como la nieve que cae cuando todos dormimos —y nadie se despierta salvo quien pesa ya tanto dentro de sí mismo que cualquier copo es como plomo para sus sueños—, que pese apenas este libro que leo, que las palabras parezcan no pesar no significa que no caigan unas sobre otras hasta que se borran de la faz de —¿de la faz de qué pueden borrarse unas palabras si fueron escritas sobre lo incorpóreo, si no llegaron a decirse porque no hubo saliva suficiente o el vaho del aliento las retuvo en su nube?—, hasta que se borran sobre la faz, no de esta tierra, sino de la tierra borrada desde siempre por la nieve que cae y que no pesa y, sin embargo, retumba en algún sueño, adentro.
Aunque el viento lo niegue quedó atrás otro invierno. No, no escindas lo que recuerdas de lo que te sale al paso, el fango del camino de la nieve que cruje ya solo en el recuerdo, en el hilo que pende de una disolución. Cruzó entre dos silencios el pájaro de siempre. Una cabra, si es que era una cabra, salió a tu encuentro, se interpuso entre lo que no podías darle y lo que le ofreciste. Y un cervatillo que perdía el rastro del olor de su madre se escondió temeroso en el bosque. Los animales saben que otra estación se acerca, que las huellas quedaron dormidas en la nieve que, al fundirse, se mezcló con la tierra en el fango que pisas.
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Rafael-José Díaz. El lugar de la nieve. Poemas inéditos
El castillo de Barba Azul
En otra tumba más te has convertido, no eres ya más que una incisión que dice, en el reverso, lo tardío de todo, el nudo o perversión que no revela nada, cicatriz escondida, una vez más, cicatriz sobre antiguas, borrosas, incontables cicatrices, incisos o marcas olvidadas, rasguños como las picaduras de insectos que sangran en las pieles imberbes, jardín de eflorescencias, nombre de lo desvanecido que se dijo en bocas sin aliento, una tumba eres tú, una tumba que hubiera preferido apartar de este camino hendido, nunca sabré pedirles a los ojos que olviden lo que vieron entonces, las pupilas que ardían en la luz de tus ojos perdidos en los míos, ¿o era al contrario?, tus ojos enrojecidos poco antes de que se los llevara el sueño adonde nunca sabré, a ese lugar que es ahora otra tumba, silenciosa, en la nieve.
Rafael-José Díaz (Tenerife,1971). Es licenciado en Filología Hispánica por la Universidad de La Laguna. Fue lector de español en la Universidad de Jena y en la Universidad de Leipzig (1995-2000). Dirigió entre 1993 y 1994 la revista Paradiso. Como poeta ha publicado los siguientes títulos: El canto en el umbral (1997), Llamada en la primera nieve (2000), Los párpados cautivos (2003), Moradas del insomne (2005), Antes del eclipse (2007), Detrás de tu nombre (2009) y Un sudario (2015). En 2007 apareció Le Crépitement, un volumen que recoge una selección de sus poemas traducidos al francés. También ha publicado entregas de su diario, entre las que cabe destacar La nieve, los sepulcros (2005). Como ensayista, ha publicado recientemente Rutas y rituales, una selección de sus ensayos. Y, como narrador, ha publicado una novela, El interior del párpado, un libro de relatos, Algunas de mis tumbas, y dos de prosas misceláneas: Insolaciones, nubes y Las transmisiones (Veinticuatro lugares y una carta).
La voz humana
Entrevista a Maite Agirre de Agerre Teatroa
Entrevista a José Ramón Fernández
Por Ana Gorría Fotografías cedidas por Maite Agirre
Maite Agirre como la Celestina
Maite Agirre formó parte de la fundación de Dagoll Dagom y comenzó su andadura en la Escuela de Teatro de Sants, junto a creadores como Lluis Pasqual o Mario Gas. Tras integrarse en la compañía italiana Domus de Janas, fundó en 1985 la compañía Agerre Teatroa, con la que ha desarrollado montajes propios, adaptaciones y una estrecha colaboración con artistas plásticos y músicos como Jorge Oteiza, Koldobika Jauregi o Kepa Junkera, entre otros. La compañía ha obtenido diversos galardones como el Premio Max a la mejor obra teatral en euskera los años 2007, 2008 y 2010. En el año 1973, formó parte de la creación de Dagoll Dagom y realizó, en colaboración con Joan Ollé y un numeroso equipo de artistas, el espectáculo, estrenado en 1974, Yo era un tonto y lo que he visto me ha hecho dos tontos, de Rafael Alberti.
¿Qué aportaba Maite Agirre a ese momento fundacional para el teatro español? Fue mi primer acercamiento al teatro y lo fue en medio de un ambiente teatral muy rico y variado. Creo que mi bautismo no podía ser mejor. Yo diría que fue óptimo. Mis compañeros y yo queríamos ofrecer un teatro fresco, arriesgado, surrealista y anárquico. Vivíamos todo ello las veinticuatro horas del día. En 1976 se integra en la compañía Domus de Janas, Casa de magas, con la que realiza diversas giras por Europa. En esos años Italia era un gran atractivo teatral al que llegar con propuestas teatrales innovadoras, de culturas y procedencias muy diferentes. El teatro europeo circulaba por Italia con estéticas y discursos muy contrastados. De España llevamos a Cerdeña a Antonio Gades, que llegó como un vendaval con su teatro danza andaluz. Era con-
siderado, junto con Nureyev, el mejor bailarín del mundo. Creo que el contagio —yo diría Artaudiano: el teatro como pasión, desgarro y locura— se extendió por todos los rincones de Europa, sin duda también en el teatro que se hacía en España. En 1985, funda en Euskadi Agerre Teatroa (Teatro en un claro del bosque). ¿Por qué y cómo decide fundar una compañía propia? Queríamos producir creaciones que proponían un mestizaje cultural de gran riqueza entre autores contemporáneos de la escena internacional e importantes personajes de la cultura vasca —como los escultores Jorge Oteiza o Koldobika Jauregi, el artista plástico Vicente Amestoy, el músico polifacético Joseba Tapia, o Kepa Junkera—. Autores como Peñaflorida, Mirande, Atxaga, junto con otros como Beckett, Koltes y Joyce. Por ejemplo, Molly Bloom ha sido
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Panzart.
uno de los espectáculos más trabajados en mi compañía, en numerosas versiones: actualmente Molly Bloom, tierra y carne forma parte de una trilogía joyceana. Y también autores como Alfonso Armada, con la obra Los niños no pueden hacer nada por los muertos. Más tarde, cada vez más con las obras de creación propia escritas y dirigidas por mí misma. Esto nos ha llevado a crear un teatro laboratorio fijo y un laboratorio teatral itinerante que recoge —como sucedió al principio de mi aventura teatral— diferentes culturas, enriqueciendo la propia y también la identidad como compañía. Y en este laboratorio teatral se van creando especialistas en diferentes campos, como vestuario o creación plástica, instalaciones, etc., y unas dramaturgias que personalmente me fascinan como autora y me sirven para sumergirme en diferentes lenguajes escénicos en relación con el espacio de la escena, abriéndolo e involucrando al público.
En el año 1986, pone en escena el texto de creación colectiva Pelotari, en el que se reflexiona sobre la obra escultórica y espacial de Jorge Oteiza. La obra se sostuvo durante cuatro años como una tetralogía. ¿Cuál fue la relación y la implicación del escultor con este proyecto? La relación con el escultor Jorge Oteiza fue una relación humana y de inspiración artística, cuya energía nos empapó para trabajar durante cuatro años una dramaturgia y un espacio escénicos totalmente nuevos para todos nosotros. Concluimos esa experiencia con el espectáculo Pelotari, del cual se escribieron reflexiones muy hermosas, aunque también recibimos comentarios escandalizados de quien no consideraba «teatro» aquello que representábamos. Esta es una de las reflexiones, escrita por Santi Eraso, que fue director del Centro artístico Arteleku de Donostia desde su creación hasta su desaparición: «Desde la trasgresión de
los límites, fenómenos añadidos ¿impuestos a los culturales? (la danza, el teatro, la plástica, la música, el deporte, la cultura), Maite Agirre se acerca cada vez más —quizás ya esté— al “vacío-lleno” del hombre frente al espacio creativo. Toda elucubración intuitiva de la obra Pelotari pierde su sentido si no se revive el “proceso” anterior que nos ha traído hasta el frontón de Oteiza: la tetralogía [...]. Eliminados los recursos literarios —Elliot, Beckett—, los estéticos —Murneau, Oteiza, Rothko—, los musicales —txalaparta, Laboa—, Pelotari nos abandona al cuerpo desnudo de la representación mediante la estilización “mínima” del texto, la imagen y el sonido. La suma de las negaciones —destrucción definitiva del frontón Oteiza—, nos acerca al final (ritualmente agónico) de todo un proceso de creación. Bravo por el colectivo Maite Agirre, tan cerca de la muerte y, al final, tan cerca de la vida».
La voz humana
Entrevista a Maite Agirre de Agerre Teatroa
¿Cuando vuelves, Ulises?
Recientemente, se me ha vuelto a solicitar en dos ocasiones una nueva propuesta teatral inspirada en el frontón de pelota, y finalmente la voy a realizar para Donostia 2016. En 1991 realiza el espectáculo teatral Pantzart sobre la pastoral carnavalesca zuberotarra. ¿Qué le supone este contacto con la tradición popular? Trabajar con el artista plástico Vicente Amestoy fue otro momento de gran explosión creativa. Son genios, cualquier cosa que tocan se transforma inmediatamente, llenándose de una energía prodigiosa. Arteleku, que fue otro de los apoyos de la Compañía, presentaba nuestro trabajo así: «El pantzart suletino dos siglos después: viejo vino en odre nuevo. Se podría resumir en esta conocida frase el trabajo del grupo Agerre. Con esta adaptación teatral de Carnaval podemos comprobar cómo sus obras pue-
den representarse integrando una propuesta dramática moderna. »Este teatro popular se suele clasificar en cuatro subgéneros: La Maskarada, la Pastoral, los Astolasterrak y las llamadas Ihauteetako trajikomediak (tragicomedias de carnaval). Pantzart es la expresión vasca de este tema, tan general en la literatura popular de Europa occidental. De autor desconocido, en esta moderna adaptación, importante aldabonazo para sacudir la pertinaz ignorancia general sobre nuestra propia tradición dramática, se conserva la trama principal de la obra, aunque, como es obvio, sensiblemente reducida. Además de Pantzart, ese gran comilón y violador de mujeres casadas, así como de su mujer Pantzartina, tan sensual y libertina como él, tenemos a Bakus y a su mujer Poloni, “más borrachos que el vino”. Durante la agonía de Bakus (pues le han mezclado agua en el vino) aparecerán Medezia, Barbera
y Potikaria. Son “el saber” (el “saber” como “poder”, que diría Foucault) y, naturalmente, el pueblo aprovecha la ocasión para burlarse de ellos haciéndolos aparecer como auténticos feriantes. Los satanes son lo más delicioso y lúdico de la obra. Es el placer de un juego: el juego de una sociedad a la que le gustaba, “diabólicamente”, retar a Dios. Pero naturalmente era sólo un juego y este pueblo, respetuosamente, dejaba siempre ganar a Dios». Un año después, pone en escena Molly Bloom. La representación fue programada por el ya desaparecido El canto de la cabra y se realizó en una plaza. En su momento, usted afirmó: «Molly Bloom ha sido una salida hacia la afirmación». ¿Cuál fue el proceso de adaptación de un texto tan complejo al lenguaje de la escena? En 1994 adapta e interpreta un texto de Arantxa Urretabizkaia, Zergatix panpox. ¿Tuvo algún peso específico el traba-
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Sancho Panza en Mozambique.
jo sobre Molly Bloom en esta producción? Estando en Trieste, Italia, me dijeron que esa era, en cierta forma, la ciudad de James Joyce. Desde Triestre aterricé en el Ulises, pasando por el teatro y viendo Molly Bloom de Piera degli Esposti en Cagliari. Luego lo dimos a conocer nosotros, Domus de Janas, como también daríamos a conocer a Grotowski y a su Teatr Laboratorium, a Tadeusz Kantor y su Cricot 2... Logramos llevar a tantos hasta Cerdeña. ¡A tantos! Fueron días de grandes luchas por llevar el teatro de los más grandes a lugares pequeños y menos frecuentados. Y allí el gran James Joyce me giró la cabeza, le dio la vuelta y me dejó mirando ciento ochenta grados en dirección opuesta. Sí, y enamorada de Joyce continúo la búsqueda. El pasado trece de abril de 2016 presentamos una propuesta inspirada en su novela Ulises: ¿Cuándo vuelves, Ulises?, que forma parte de una trilogía que estamos trabajando a par-
tir de Molly Bloom, tierra y carne y que concluirá con Itaca, en busca de nuestra isla perdida. Ciertamente, de Molly pasé a la novela de inspiración Joyceana ¿Por qué, panpox?, de Arantxa Urretabizkaia. ¿Qué era este texto para mí? Era hablar de vientres, cunas, pozos, mares, regazos, hojarasca. El pelo de las mujeres: corto, dorado, rizado, largo, suave, oloroso... En este espectáculo ofrecemos la posibilidad de ver nuestro cuerpo, las venas, los muslos, la celulitis, las raíces, la tierra... todo nuestro cuerpo. Un espectador madrileño me dijo: «Estupendo, Maite, has reflejado cualquiera de los días de mi vida; yo también estoy separado, como tu protagonista, y con un hijo; y el día a día de ella se parece abrumadoramente a mis días». En el año 1998 estrena usted en El canto de la cabra el texto María, tres veces amapola, María... (Pasión y exilio de María
de la O Lejarraga). ¿Cómo se documenta para la obra? También adapta usted el texto Marranadas de la escritora Marie Darrieussecq, que es un texto muy complejo porque integra la metamorfosis. ¿Qué decisiones escénicas tomó? María, tres veces amapola, María… es la historia de un fracaso. Amó y fracasó. Juan Ramón Jiménez le dijo: María, no hay amor, no hay más que un relámpago… Luchó mucho y fracasó; y siguió luchando y fracasando: «Nuestra bien nacida y mal muerta Segunda República. Nació en paz y murió a mano armada...». Es también la historia de una incansable dramaturga: «El teatro, Gregorio, es hidra, no de siete sino de mil bocas que hay que estar cebando incesantemente con tuétano y médula de los propios huesos». Es María de la O Lejárraga. Su historia es la de una mujer de una actividad impresionante en las luchas sociales, en defensa de la mujer, diputada durante la Segun-
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Entrevista a Maite Agirre de Agerre Teatroa Maite Agirre en Hermanas.
da República, dramaturga que dio a conocer el modernismo en España. Pero nunca firmó sus obras con su nombre, sino con el de su marido, Gregorio Martínez Sierra. Ellos hicieron representar por primera vez en el teatro a García Lorca. Amiga de Falla, de Juan Ramón Jiménez, de Usandizaga, inspiradora de todos ellos. Un día visité a sus familiares en Madrid. Guardaban con celo todas las cartas, bocetos e infinidad de recuerdos de María de la O Lejárraga. Yo quise encarnar a esa mujer olvidada y fascinante. Curiosamente, es con Joyce que yo empiezo a interesarme como una posesa por el alma femenina. Creía que solamente era interesante el mundo del hombre y descubro a la mujer; y además empiezo a recordar que yo también lo soy. Así decido homenajearme a mí misma como mujer interesándome por todo lo que tenga que ver con los personajes y dramaturgias
femeninas. Y, cómo no, llego hasta Marranadas de Marie Darrieseucq: «¡Hola, soy Maite Agirre y soy cerda la mayor parte del tiempo, y me he enamorado de un hombre lobo!». Con estas palabras yo abría uno de los espectáculos que más violentamente me arañaban el estómago como actriz, como mujer, como creadora. No somos sólo seres que piensan, sino que estamos ligados emocional y vitalmente a la naturaleza y a la tierra. Quizás sí, puede que la metamorfosis sea esencial a nuestra alma para desde el horror llegar a conocerla o a entenderla, o a aproximarse a ella desde el más puro sentimiento kafkiano. Además, es característica de su propuesta escénica tener una visión de teatro que defiende las grandes vanguardias, o levanta la maquinaria dramática de grandes mitemas universales como La Celestina. En estos años recibe usted, además, tres premios
Max por el mejor texto en euskera. ¿Cómo conviven lo particular y lo universal en su poética? Esas vanguardias van siempre de la mano, desde la noche oscura de los tiempos, desde lo ancestral, hasta lo siniestramente actual. Caramba, ¿es siniestra la actualidad, la contemporaneidad, el futuro? Tal vez sí, porque las vanguardias empiezan a proponer el «no futuro» como consigna. Pero veamos qué pasa con La Celestina, este clásico que se niega a morir y se renueva constantemente a lo largo de mi carrera, hasta hoy mismo y con toda vocación de continuidad: ¡Puta vieja alcahueta Celestina! Es embaucadora y sabia, maga de la palabra, del verbo que te corrompe, te enreda, te atrae, descorre el velo y te muestra tu rostro. Hay una expresión italiana que me encanta: Non ti nascondere dietro il dito. No, no te escondas detrás del dedo... Celestina te ve y te expone, te llama por tu nombre.
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Entrevista a Maite Agirre de Agerre Teatroa
O cavaleiro dos leões.
Es anterior al concilio de Trento y muestra una frescura llena de claroscuros que sigue palpitante hoy, cuando, hijos de la Contrarreforma, estamos aniquilados, anulados, chatos, grises. Este personaje fue muy bien entendido en Mozambique, donde también lo monté con la Compañía Luarte. Fue la precursora de ese loco enamorado y atroz que fue Don Quijote, que también me ocupó durante muchísimos años en que realicé una tetralogía quijotesca. Adorando a Cervantes he llegado por los caminos de La Mancha mozambiqueña, sudamericana o vasca hacia un teatro que es, como ha escrito Miguel Ángel Muro Munilla, de la Universidad de la Rioja, «la fiesta de confabulación con el público». Creo que sí, que me identifico con su definición; siempre estoy confabulando con el público. Se ha ocupado usted en ocasiones también del teatro infantil. ¿Qué lugar tiene el teatro en la educación y desarrollo de las personas?
No soy muy amiga del teatro didáctico. Me gusta el teatro lúdico, creativo y totalmente libre, sobre todo si hablamos de teatro para todos los públicos, de seis años en adelante. Me encantan los críos en el teatro, sus reacciones cuando ven una obra pensada para ellos. Desde luego, yo siempre he pensado que el teatro debería ser una asignatura obligatoria. Llevo una docena de años dirigiendo un taller-laboratorio teatral en la Universidad del País Vasco y, aunque los alumnos hace mucho que dejaron de ser niños, seguimos sin embargo trabajando para recuperar nuestra pequeña alma infantil perdida. Acabamos de estrenar un hermoso cuento barroco titulado Ofelia te quiero. ¿Qué es el teatro para Maite Agirre? El teatro es cada día de tu presente más inmediato. Es tu vida y es tu muerte. Pero, sobre todo, es la vida que puedes y debes dar a los demás. Y no hablo del público.
¿Cuál es el estado ideal en que ha de quedar un espectador tras haber asistido a un espectáculo con Maite Agirre? Yo no le exijo nada al espectador, allá cada cual con su destino; si ese destino le ha traído hasta mi teatro, hará él solito las cuentas con lo que ha visto o vivido. A veces es un momento lleno de inspiración y duende, pero no puedes pretender que siempre lo sea. Eso sí, cuando ocurre se produce una comunión de ideas y sentimientos difícilmente descifrable. Pero ¡ojo!: tampoco sabemos los efectos que puede tener una representación fallida. En este mundo en el que actualmente se nos quiere disgregados, solitarios y virtuales, el encuentro carnal —habrá que decirlo así— que supone un espectáculo en directo es de una transgresión tal que se intenta aniquilar. Sí, aniquilar. Se ha intentado aniquilar el teatro, pero el ser humano siempre será un ser subversivo.
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Einstein on the Beach
José Antonio Vila. Something wicked this way comes (relectura de Corazón tan blanco)
Something wicked this way comes (relectura de Corazón tan blanco) José Antonio Vila
.Hace ahora veinte años le llegaba a Javier Marías la consagración internacional definitiva. Corazón tan blanco, que había salido en España cuatro años antes, se publicaba en traducción alemana en 1996. Al prestigioso crítico Marcel ReichRanicki le pareció una obra maestra y habló maravillas de la novela en el programa de televisión que conducía, El cuarteto literario. El éxito de críticas en los países de habla alemana fue enorme. Y también el de ventas (por lo visto rebasó hace tiempo el listón del millón de ejemplares vendidos). Un éxito que se contagió a otros países del ámbito europeo, hasta aquel momento (con la excepción de Francia) tal vez refractarios ante la visión algo atípica de lo español que siempre ha representado Marías, tanto en sus libros como con su persona. A nivel internacional, el autor ganó con Corazón tan blanco el Prix de L’Oeil et la Lettre y el Premio Internacional IMPAC. En España ya se había llevado el Premio de la Crítica. Cuando la novela se publicó en nuestro país, en febrero de 1992, había contado con la mejor publicidad con la que puede contarse: el boca a boca (o boca a oreja) de los lectores. Javier Marías se convirtió en el novelista de moda durante los meses que siguieron, y la memorable frase con la que comienza el relato —«No he querido saber, pero he sabido»— iba a tener una fortuna duradera entre los aficionados a las citas, unas palabras que, a la postre, parece imposible no acabar citando cuando se habla o se escribe
sobre Corazón tan blanco. La novela tendría mucha más repercusión que cualquiera de sus anteriores y sería un verdadero fenómeno literario, si bien El hombre sentimental (1986) y, en especial, Todas las almas (1989) ya habían gozado de una popularidad más que notable. Y, como suele decirse en estos casos, lo demás es historia. Marías encadenaría éxito tras éxito hasta disfrutar del merecido reconocimiento que ostenta en la actualidad, sin perder el favor del público ni los elogios continuados de la crítica, y concitando de paso la admiración y el asombro casi universales, aunque a veces renuentes, de sus colegas y contemporáneos, y también las envidias de algún escritor más joven y presuntuoso. La cosa no deja de tener su gracia, porque esta novela bien pudo no haber existido nunca: como el propio autor ha contado en alguna oportunidad la inspiración le vino una noche en la que, en contra de lo planeado inicialmente, se quedó en casa y pilló por casualidad una reposición televisiva del Macbeth de Orson Welles. Las palabras que pronuncia Lady Macbeth, después de que su marido haya asesinado al rey Duncan, son las que dan título al libro y funcionan como un motivo recurrente a lo largo de sus páginas. Recordemos que en la tragedia de Shakespeare, adaptada por Welles para la gran pantalla en la década de los cuarenta, la mujer de Macbeth encarna el arquetipo de la hembra diabólica y manipuladora, que instiga a su marido a que apuñale al so-
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berano de Escocia mientras este duerme y pueda así hacerse con el trono. Descompuesto, probablemente arrepentido o por lo menos atemorizado ante la magnitud del acto que acaba de cometer, el regicida le dice a su esposa: «He hecho el hecho» (I have done the deed) —otra expresión que resuena en la novela de Marías—. Ella, que había drogado a los guardias para que Macbeth pudiese penetrar en la alcoba real, mancha sus manos con la sangre derramada del monarca y embadurna con ella las caras de los guardianes aún dormidos. Es entonces cuando pronuncia la frase famosa: «Mis manos son de tu color, pero me avergüenzo de llevar un corazón tan blanco». Esa es la versión que propone el narrador de la historia, Juan Ranz Aguilera, un traductor e intérprete. «My hands are your color, but I sham to wear a heart so white» son las palabras literales que Shakespeare puso en boca de su personaje. Otra traducción posible, por ejemplo, es la que figura en la edición de Macbeth que manejo (Cátedra-Instituto Shakespeare): «Mis manos tienen ya el color de las tuyas, y me avergonzaría llevar tan blanco el corazón»; el énfasis de la frase cambia con esta versión, y quizá también su sentido. ¿Qué diantres quiere decir con eso Lady Macbeth y cuál es su intención al dirigirse de este modo a su esposo? ¿Pretende acaso tranquilizarlo, restándole importancia al homicidio y apaciguar así su mala conciencia? Pero, de otra parte, ¿la mala conciencia de quién, la de él o la de ella? No en vano, ella ha sido la inductora del crimen, aunque el acto lo llevara efectivamente a cabo su marido, y no mucho después de esta escena tendrá lugar el descenso a la locura de Lady Macbeth, simbolizada exteriormente en el célebre gesto que repetirá de manera compulsiva, el de lavarse las manos mientras camina enajenada por el castillo, aun cuando ya no las tenga manchadas con la sangre del muerto; y después su propio final horrible, una muerte que no se muestra en la obra, pero que dará pie al no menos conocido monólogo de Macbeth sobre «el ruido y la furia» y cómo nuestras vidas se reducen a un cuento narrado por un idiota que nada significa. Una muerte posiblemente causada por su propia mano, como esa otra muerte, la de una niña «cuando ya no era niña», que se suicidó al poco de regresar de su viaje de bodas, pegándose un tiro en el corazón, delante del espejo, en el cuarto de baño, durante el transcurso de una comida familiar; la estremecedora escena con la que da comienzo el relato de Javier Marías. Esa niña, según averiguaremos, fue igualmente la inductora, aunque involuntaria en su caso, de un crimen, y a ella también le dijo un hombre, como Macbeth a su esposa, «ya lo he hecho» (I have done the deed). La pareja veía frustrados sus planes y sueños porque él ya
había contraído matrimonio con otra mujer, y entonces la niña que ya no era niña pronunció unas palabras que serían fatales, para aquella mujer, y, al cabo, también para sí misma: «Nuestra única posibilidad es que ella muriera un día». A lo mejor, la interpretación correcta de las palabras de Lady Macbeth es otra. Y esta no pretende en realidad consolar a su marido sino reprenderlo, hostigarlo: fíjate en mí, también tengo las manos manchadas de sangre, soy también culpable, porque, de hecho, he sido yo quien te ha convencido para que cometieras el crimen, te he sacado de tu indecisión, y no estoy tan acobardada como tú lo estás. Además, ¿qué demonios representa el «blanco» de ese corazón?, ¿un corazón cobarde o un corazón inocente? El gesto de Lady Macbeth (mancharse de sangre las manos) es también el gesto de quien comparte simbólicamente la culpabilidad del asesino y está unido a él en el crimen: la culpa de quien será considerado inocente pero que en su fuero interno sabe que ha sido él quien ha empujado a otra persona a cometer un asesinato. «Todo el mundo obliga a todo el mundo», como dice un personaje en la novela. «Palabras sin dueño que se repiten de voz en voz y de lengua en lengua y de siglo en siglo, instigando a los mismos actos», reflexiona el narrador, y también afirma: «Escuchar es lo más peligroso, es saber, es estar enterado y estar al tanto, los oídos carecen de párpados que puedan cerrarse instintivamente a lo pronunciado, no pueden guardarse de lo que se presiente que va escucharse, siempre es demasiado tarde». La culpa de quien sabe, porque a partir de ese instante ya no podrá sentirse inocente nunca, como le sucede a Juan, que acabará desentrañando un secreto familiar que había permanecido oculto durante más de cuarenta años, un asesinato cometido antes de que él naciera (y sin el cual, de hecho, su nacimiento hubiera resultado de todo punto imposible). Como Macbeth, Corazón tan blanco trata en gran medida de la transmisión de la culpabilidad, de cómo simbólicamente nos manchamos cuando adquirimos un conocimiento que nos perturba, de cómo esa culpa se soporta, se acepta o se perdona. A eso alude, creo, la frase ya antológica con la que comienza la novela: «No he querido saber, pero he sabido». Las novelas de Javier Marías son novelas que piensan y que nos hacen pensar: novelas donde el hilo argumental está al servicio de la trama reflexiva, novelas verbales que se desarrollan digresivamente y donde la palabra ocupa el lugar central de la acción. Novelas pensativas, o novelas de pensamiento, una tradición que no ha tenido una fortuna extraordinaria en España. Por supuesto, aunque de un modo muy distinto a como lo hace Marías, nos vienen a la mente
Einstein on the Beach
José Antonio Vila. Something wicked this way comes (relectura de Corazón tan blanco)
nombres clásicos de nuestras letras, como los de Unamuno, Azorín, o incluso algunas de las obras de Pío Baroja. Benet, Pombo o Azúa son nombres más cercanos en el tiempo, y no por casualidad nombres con frecuencia unidos al de Javier Marías por ciertos elementos vinculantes (biográficos, temáticos y estilísticos). Pero la nuestra es una tradición que en esta parcela palidece ante la abundancia de riquezas que en ese dominio ofrece la novela centroeuropea (Mann, Musil, Broch, Bernhard, Canetti, Kundera), o la gran influencia que ha ejercido Proust en la narrativa francesa, para citar un par de casos conspicuos. Al hablar de «novela de pensamiento» me refiero a esa clase de novela que tiene un explícito componente reflexivo, pero que se diferencia claramente de lo que a veces se ha dado en llamar «novela de tesis», un tipo de novela con frecuencia subordinada a unas concretas precepciones ideológicas, y que por eso mismo corre el riesgo de caer en la irrealidad, el moralismo o los propósitos edificantes. Para no salirnos de los ejemplos evidentes, creo que buena parte de la producción del existencialismo francés de la posguerra o la obra de un autor contemporáneo como José Saramago entran en esta categoría. La novela de pensamiento se sustenta en unos principios estéticos distintos y se rige, sobre todo, por una voluntad no dogmática, que no aspira a
convencer, mucho menos a «concienciar», ni a postular una verdad ante la cual el lector deberá adoptar, pasivamente, el rol de agente aquiescente. En mi opinión, la mejor novela de pensamiento se instala en el reino de la ambigüedad y la ambivalencia interpretativa, incompatible con las conclusiones cerradas y las verdades absolutas; en este sentido, se asemeja al punto de vista eminentemente escéptico del ensayo, y a qué dudarlo ese es el caso de las novelas de Javier Marías. «Contar el misterio» es como Marías ha definido el hecho de escribir novelas. Y ese precisamente es el título que dio a uno de sus textos de mayor calado sobre el oficio de escritor: «... pensar literariamente sobre cualquier asunto, y es este un pensar privilegiado y a la vez difícil […] Puede parecer arbitrario y caprichoso […] puede contener una visión y su contraria, opiniones y juicios opuestos y hasta aseveraciones no del todo comprensibles ni analizables por el entendimiento, quizá más por el discernimiento». Esa imprescindible cuota de misterio que sus novelas contienen es la que quizá tenga más que ver con la verdadera literatura. Algo que desde la crítica podemos intentar analizar, cuyo sentido tanteamos, pero que, en última instancia, siempre se nos escapa. Ese misterio es la dosis de inmortalidad que llevan todas las grandes obras literarias, que nos interpela y nos empuja a volver sobre ellas. A releer sus páginas y demorarnos en su significado. En el de frases enigmáticas como ese «No he querido saber, pero he sabido» o aquella otra, «Mis manos son de tu color, pero me avergüenzo de llevar un corazón tan blanco». A veces se ha dicho que en el fondo de las novelas de Javier Marías hay una postura nihilista. Yo no me atrevería a tanto, pero sí es cierto que en su obra hay una influencia fuerte —aún no demasiado estudiada, que yo sepa— de la reflexión sobre la muerte, el paso del tiempo y la eventual nivelación de todas las cosas, de Sir Thomas Browne, el ensayista inglés del XVII a quien Marías tradujo con brillantez en su juventud. Lo que sí encuentro en ellas es la perspectiva escéptica, tal vez descreída, de que hablaba antes. Esa es la que le permite mostrar el drama moral que casi siempre se representa en sus novelas. De cómo el «estilo del mundo» se concilia mal con los más nobles de nuestros ideales. Dramas de naturaleza moral porque tienen como materia primera las ambiciones, amores, celos, secretos y traiciones de los hombres, pero dramas sin moralina, cuyo modelo es el de la fatalidad trágica. Por eso, cada vez que abro una novela de Javier Marías, a menudo me acuerdo de las sombrías palabras de las tres brujas cuando ven acercarse al ambicioso y timorato Macbeth: «Something wicked this way comes».
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El periplo byroniano Ginés S. Cutillas
.Inglaterra rechaza el cuerpo de Lord Byron Loco, malo y peligroso de conocer. Con esta definición fue etiquetado Lord Byron por las mujeres de su época, y no les faltaba razón. Thomas Moore, uno de sus mejores amigos, quema las memorias del poeta a su muerte, acongojado seguramente por todo lo que se contaba allí, para acto seguido recibir el encargo de John Murray —editor de Byron— de reescribirlas, embolsándose cinco mil libras, una verdadera fortuna para la época. El cadáver del poeta es rechazado por la nación inglesa, que le cierra las puertas de la Abadía de Westminster, y aún en 1924 —un siglo después de su muerte— el abad se niega siquiera a colgar una simple placa conmemorativa en el rincón de los poetas, alegando a la prensa textualmente: «Byron, en parte por su abierta vida disoluta y en parte por la influencia del verso libertino, se ganó la reputación universal de inmoral entre la gente de habla inglesa. Un hombre que ultrajó las leyes de nuestro Divino Señor, y cuyo tratamiento de las mujeres violó los principios cristianos de pureza y honor, no debería ser conmemorado en la Abadía de Westminster». ¿Qué razones motivan el exilio voluntario de Inglaterra a los veintiocho años y cuál es el motivo de la promesa cumplida de no volver jamás, dejando escrito antes de morir que su arcilla jamás mezclaría bien con el suelo inglés? La vida de Byron transcurre entre incestos, duelos, orgías, dipsomanía, pederastia, sociedades secretas, zoofilia, adulterios, suicidios y obras inmortales. Todas ellas forman parte de la leyenda del héroe romántico por antonomasia. La forja del monstruo: primeros años en Escocia y formación en Cambridge Los primeros años de la vida de Byron fueron determinantes en la formación de su carácter. Su complejo por el pie tulli-
do de nacimiento le marcará de por vida, pero también la familia en la que le tocó vivir. Su padre se suicida cuando él apenas tiene dos años. Su madre alcohólica sufre constantes ataques de locura. Su abuelo, al que en el ámbito militar se le conoce como «El loco Jack», tampoco es buena influencia para él. Además tiene una hermanastra mayor —fruto del primer matrimonio del padre— por la que desarrollará una fuerte atracción sexual, y una prima, Margarita Parker, de la que se enamora perdidamente y que le rechazará con desprecio —probablemente por la malformación de su pie— poco antes de morir en un accidente de caballo. Si a todo esto le sumamos su institutriz May Gray, que le inicia en el arte del sexo a la temprana edad de nueve años, podremos entender mejor su mente atormentada y las razones de sus actos posteriores. Sin una figura masculina en la que reflejarse, sus diez primeros años los pasa en Escocia, en el origen del clan Byron, en un entorno rural. Más tarde, sus estudios lo llevan a Londres, donde, primero en Harrow y después en Cambridge, perturbará al resto de compañeros con su personalidad arrolladora y carácter contestatario. Su espíritu de líder natural hace que numerosos muchachos le sigan incondicionalmente, idealizando el sentimiento romántico de la amistad. Y es esta misma exaltación de la amistad, junto a la confusión de los sentimientos de los jóvenes años de Byron, lo que le lleva a experimentar en este ambiente totalmente masculino sus primeras relaciones homosexuales. Se inicia así en su incipiente ambivalencia sexual. El monstruo que lleva dentro no ha hecho más que despertar y ya se puede entrever cómo será la personalidad futura del poeta cuando escapa de Cambridge empujado por las cuantiosas deudas de juego.
El holandés errante
Ginés S. Cutillas. El periplo byroniano Palazzo Mocenigo en el Gran Canal San Marco. Fotografía: Abxbay ©
Los años de huida: desdén por Inglaterra En 1809, tras su fuga de Cambridge, inicia el Grand Tour acompañado de su amigo y amante Hobhouse por Portugal, España, Malta, Italia, Albania, Turquía y Grecia, alejándose del típico itinerario de Holanda, Alemania, Suiza e Italia. En una España en guerra contra Napoleón, se detiene tres días en Sevilla. Allí se aloja en el 19 de la calle Cruces —hoy 21 de la calle Fabiola—. Luego visita Cádiz. En este viaje comienza a perfilar el personaje que le perseguirá toda la vida: Childe Harold, su alter ego. Al igual que él, mujeriego, amigo de las tribulaciones sociales y viajante empedernido que busca encarecidamente la redención de su pasado. Después de dos años de gira, vuelve a Londres para ver morir a su madre y es justo al año siguiente, en 1812, cuando su faceta sexual «contra» las mujeres se desata con más ira que nunca. Como si la muerte de su progenitora hubiera sido el detonante de una carrera de fondo de lujurias y despropósitos, una venganza a la figura femenina omnipotente que hasta entonces ha levitado sobre su cabeza. Sus escándalos amorosos con Lady Caroline Lamb, la condesa de Oxford y Lady Webster, todos en el mismo año, comienzan a perfilarle como uno de los blancos más jugosos para la hipócrita sociedad de la época previctoriana. Él mismo empieza a cavarse la tumba en los círculos aristocráticos ingleses, cosa que le divierte. Exagera todo lo que puede para escandalizar a las pálidas cortesanas ávidas de amor que ven en la figura de Byron al hombre que toda mujer desea domar. Siguiendo esta ola de promiscuidad, salta al año siguiente otro escándalo aún peor que los anteriores. A Byron se le relaciona con su hermanastra Augusta Leigh y todo Londres, escandalizado, arremete contra él por una de las faltas más castigadas: el incesto. El crápula aparece en actos públicos de la mano de su hermanastra. Su fin social se acerca más rápido de lo que es capaz de ver.
Un año después, Augusta le reclama que reconozca la paternidad sobre Medora, fruto del incesto. Byron, ignorando la acusación, se promete a Annabella Milbanke —undécima baronesa de Wentworth— que además es prima de Lady Caroline Lamb, su examante. La perversidad del autor disfruta con estas raras coincidencias: como se verá en situaciones posteriores, se dan lugar de una manera más o menos intencionada. Byron busca en su prometida un puerto seguro en la tempestad. Cree que con una mujer íntegra a su lado podrá reformarse y abandonar la espiral de vicio y escándalos en la que se ha visto envuelto los últimos años, encontrando la paz interior que tanto necesita para desarrollar su obra. Todavía no se ha dado cuenta de que él es su peor enemigo y que la naturaleza autodestructiva siempre prevalecerá. Se supera en atrocidades año tras año. Lo logra una vez más, cuando al siguiente se casa y tiene su única hija legítima, Augusta Ada. Su mujer, harta de tantas infidelidades, le abandona un mes después del parto llevándose a su hija con ella. El poeta nunca llegará a conocerla. Ada Byron —a quien se le atribuye el primer algoritmo informático de la historia— se convertirá en una de las primeras mujeres matemáticas y trabajará junto a Charles Babbage en la creación de la máquina analítica, predecesora de los ordenadores que conocemos hoy en día. La moral de Lord Byron se encuentra muy dañada. La sociedad le da la espalda, incluso aquellos que creía sus amigos, más aristócratas que liberales. Muchos historiadores fijan su exilio en 1816 por motivos políticos, como sus ideas de la implantación de la República Universal, sus discursos en el parlamento por los tejedores sublevados, su apoyo a la libertad de conciencia y a la no explotación de los trabajadores y sus publicaciones satíricas contra la monarquía, el
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Villa Diodati con la figura de Byron en primer plano. Grabado de Edward Finden, 1832
propio Regente y la Cámara de los Pares. Pero la realidad es la falsa moral que sustentan los de su clase, que le hunde a él y alaba a poetas contemporáneos, como Southey, que abandona a su esposa en el mismo altar, o Wordsworth y Blake, que practican también el incesto; o los adulterios del Almirante Nelson y los del General Wellington que son celebrados por los mismos que le persiguen. Todo esto es motivo, junto al atentado que sufre a mano armada, para que Byron, asqueado, renuncie y deteste públicamente la patria que le vio nacer, jurándose a sí mismo que no volvería a pisarla ni siquiera muerto. Eterno deambular Una de las primeras paradas que hace en el que será ya su eterno deambular por la tierra es la Villa Diodati en Ginebra, a la orilla del lago Lemán. Allí pasa un verano con su amigo Shelley y la joven amante de este, Mary Shelley —todavía con su apellido de soltera: Godwin—, quien se acompaña de su hermanastra, Claire Clairmont. A Byron le asiste su joven médico personal, John Polidori. Mucho se ha escrito sobre el proceso creador de estos en la villa, pero lo que aquí nos interesa es la relación que mantuvo con la hermanastra de Mary. Un verano es demasiado tiempo para pasar al lado de un vampiro energético como para que Claire no sucumba a sus encantos. Byron acaba
dejándola embarazada y la abandona al final del verano para irse a Venecia. Meses después, en enero del año siguiente, nace su segunda hija ilegítima, llamada Allegra por él y Alba por su madre, lo que indica su desavenencia posterior. Venecia, el paraíso perdido La curiosidad sexual de Byron llega a su cénit en el Palazzo Mocenigo que alquila en Venecia. Comienza a crearse una leyenda oscura entorno a la residencia que él acalla con la generosidad que tiene para con la ciudad, tanto en poemas como en aportaciones a los necesitados. De esta forma paga la ceguera de los venecianos, que no pocas veces le ayudan a volver a casa totalmente ebrio, o recibe la indulgencia de los múltiples pilluelos, que jamás le roban cuando duerme inconsciente en la calle. Llena el palacio de animales exóticos. Una jirafa, varios caballos, un leopardo gruñón, unos cuantos monos y un zorro plateado pasean libremente por la planta baja. El rumor de zoofilia planea sobre el palacio. Contrata prostitutas por decenas para que llenen sus noches tormentosas junto a la excéntrica corte de criados y cocineras que allí ha reunido, junto a su joven amante Sigfrido, que loco de celos intenta llamar su atención ingiriendo láudano y termina por ahogarse dormido en el canal. Byron, en esos momentos, está demasiado ocupado encargando a una de las prostitutas que
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Ginés S. Cutillas. El periplo byroniano
Villa Diodati. Fotografía: Robertgrassi ©
le traiga menores de ambos sexos para satisfacer sus depravados deseos. Su fama de buen pagador le precede y muchos padres le ofrecen a sus hijos a cambio de dinero. Las góndolas no paran de desfilar delante de la puerta que da al canal. Mientras, el éxito que cosecha Manfred en Inglaterra agrava la situación de su hermanastra al tratar abiertamente el tema del incesto. La sociedad británica no da crédito a la forma de vida que lleva. Él se ríe una vez más de ella, esta vez lejos del hogar, sin tener en cuenta quien ha de sufrir por ello. Toda Italia conoce las noches sin fin del poeta. Muchas de ellas, acaba lanzándose bebido al Gran Canal para volver a nado a casa. Mientras con el brazo izquierdo sostiene una antorcha, con el derecho se impulsa. Venecia se acostumbra a ver cruzar la luz de noche: «Byron ya vuelve a casa». Otras noches, se asoma al balcón del palacio totalmente poseído y grita al canal como un poseso hasta el amanecer. Un lobo solitario al que el mal que le corroe no le da tregua. Durante una de esas, embriagado de oporto, obliga a rubricar una carta a su fiel criado Fletcher dirigida a su amigo Hobhouse, donde le comunica su propia muerte a causa de la ansiedad, los baños de mar y las mujeres. La ciudad, a estas alturas, ya le cree endemoniado. Cuando su amigo Shelley le visita, no encuentra huella del Byron que conocía. Se ha abandonado totalmente a la lujuria y a los placeres terrenales. Lo encuentra gordo y decrépito, y
ha perdido el halo de magia que envolvía a las personas con las que conversaba. Se ha encerrado en sí mismo. «La mente es su propio lugar y en sí misma / puede hacer un cielo del infierno, un infierno del cielo», que decía Milton. A su estancia en Venecia le tenemos que sumar también los affaires con jóvenes casadas. El primero con Marianna Segati, cuyo marido posee una tienda en la ciudad llamada Il corno del Cervo y cuyos aprendices se refieren a ella como «il Corno Inglese», en clara alusión al secreto a voces de que Byron es amante de su mujer. Casualmente, cada vez que la tienda va mal, recibe una inyección súbita de dinero que la hace prosperar. El marido transige con la relación, llegando a tal extremo que prácticamente vende a su esposa cuando llegan a un acuerdo por el cual el marido «ultrajado», a cambio de salvar su hacienda, cede ante la voluntad de Byron de llevársela a la Villa Foscarini. También mantiene una relación con la joven y pasional mujer de un panadero, Margarita Cogni, que aparece no pocas veces en el palacio con sus constantes ataques de celos. Pero la relación que más le marca en Venecia y que eclipsa la que tuvo con su hermanastra, a la que ha idealizado en la distancia, es la de la joven condesa Teresa Guiccioli, de diecinueve años, cuyo marido le triplica la edad. Como hizo con su mujer Annabella, busca en ella la redención de todos sus pecados anteriores. Una vez más, se le escapa de las manos y se da de nuevo una situación inverosímil al vivir en el Palacio
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Guiccioli, con su amante, el marido engañado y Allegra, la segunda hija de Byron que ya tiene tres años. Teresa queda embarazada de él y aborta a los tres meses. El matrimonio Guiccioli se rompe definitivamente y Byron abandona todo por ir tras la estela de la condesa. Llega a prometerle incluso no seguir con los cantos de Don Juan que tanto le molestan a ella al verle reflejado en su pérfido personaje. La sigue hasta Pisa, dejando atrás la vida disoluta de Venecia. Allí se inmiscuye en la sociedad secreta de los Carbonari, que le señalarán el camino de la guerra de independencia griega. Decadencia y muerte: etapa griega Su alma aventurera le hace embarcar en una de las empresas más arriesgadas del momento. En Italia entra en contacto con los independentistas griegos que luchan por la separación del yugo turco. Intuye cercana la muerte y quiere acabar con una puesta en escena digna del héroe romántico en el que se ha convertido. ¿Qué mejor manera de morir que en una batalla lejos de su madre patria y en una guerra totalmente ajena? Prepara el decorado ideal para su fin, paga a unos mercenarios a los que llama tripulación y parten hacia Grecia en 1823. Cuenta entonces con treinta y cinco años. Allí sigue pensando en su imagen final. Cuida tanto los detalles que diseña incluso el uniforme para él y sus soldados. Quiere que Inglaterra recuerde un bonito cadáver. Las fuerzas griegas le hacen comandante en jefe de sus tropas a cambio de las fuertes sumas de dinero que invierte en la causa. Los griegos se ríen de él, dándole un cargo honorífico y enviándolo siempre a la retaguardia donde no se libra batalla alguna. Ridículo, con su uniforme imperial y su casco homérico, salta de isla en isla buscando combates que no encuentra, mientras su tripulación se emborracha y persigue mujeres en cada puerto que tocan, lapidando la fortuna del héroe en decadencia. Pierde toda esperanza de entrar en batalla, y en su desidia aparecen los largos paseos a caballo, en uno de los cuales le sorprende la tormenta que le hará enfermar con las altas fiebres que acabaran con él. Después del tránsito de tantas mujeres por su vida, es curioso que sus últimos poemas de amor los dirija a Lukas Chalandritsanos, un joven griego de quince años que permanece con él hasta el final. En su lecho de muerte, con sus amigos llorando alrededor de la cama y el médico postrado junto a él, todavía tiene la fuerza para reírse por última vez de Inglaterra, e incluso de la propia muerte, cuando exhala sus últimas palabras en perfecto italiano: «Que bella scena». La genialidad del monstruo ¿Cómo juzgar a Byron desde la perspectiva que nos da el
El holandés errante Placa conmemorativa. Fotografía: Redacción ©
tiempo? Su mente fue una de las más prolíficas de los poetas ingleses del siglo XIX y se le considera el creador del Romanticismo Inglés. ¿Juzgamos entonces al hombre por su vida o por su ingenio? La respuesta no es una opción u otra, sino la unión de ambas. No se puede entender la obra del gran poeta sin la vida que llevó y viceversa. Sus personajes son claras alusiones a sí mismo. Si no hubiera experimentado con las posibilidades que le proporcionaban las circunstancias, no hubiera podido plasmar en ellos los rasgos de los consagrados Don Juan o Childe Harold. George Noel Gordon Byron, más conocido por Lord Byron, es uno de los pocos autores sobre cuya vida se ha escrito más que sobre su obra. Un hombre que envenenó todo lo que tocó, que sembró la desolación allá donde anduvo, que dejó tras de sí hijos ilegítimos, mujeres ultrajadas, amantes y admiradores suicidas, maridos engañados... Sólo sus amigos Hobhouse y Mary Shelley le sobrevivieron. Nadie quedó indiferente a su magnetismo. Polidori, su joven médico personal —que se suicidó ingiriendo ácido prúsico al no poder soportar el desprecio público de su ilustre paciente—, se basó en él para crear la figura del vampiro. Byron, por su parte, creó el personaje del perfecto bellaco, buscabroncas, mujeriego y jugador que tanto ha enriquecido los repartos de las artes venideras. El poeta instauró una manera de vivir en la anquilosada sociedad británica de la época. Supo halagar y conseguir los favores de las más altas damas como pocos antes habían hecho y se mantuvo siempre en boca de todos por su hábil manejo del verso y su sorprendente arte de la provocación. ¿Cómo pasar entonces por la vida? ¿Como un leve susurro o como un torbellino de pasión? Byron lo tuvo claro.
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El ambigú
Esa puta tan distinguida de Juan Marsé: reseña de José Antonio Vila
La memoria y el celuloide José Antonio Vila Esa puta tan distinguida Juan Marsé Lumen: Barcelona, 2016 240 págs.
n«En mis ficciones, la vivencia real se somete a la imaginación que es más racional y creíble. En la parte inventada está mi autobiografía más veraz.» Eso afirma el narrador de este relato, un escritor de éxito del que no se da el nombre, pero en el que son fácilmente reconocibles los rasgos del propio Juan Marsé, un novelista que recibe el encargo de escribir un guión basado en la oscura historia de Carolina Bruil, una prostituta que murió estrangulada por Fermín Siscart, el ayudante de proyección de un cine de barrio de Barcelona, y con la que mantenía una extraña relación, mezcla de furtivos encuentros carnales y dependencia emocional. La acción transcurre en 1982, en plena Transición, más de treinta años después de cometido el crimen, que tuvo lugar en 1949, en una de las épocas más negras de la posguerra española. Esa puta tan distinguida es el título de esta nueva novela de Marsé, la primera que publica tras la excelente Caligrafía de los sueños de 2011. Si nos atenemos al gusto de críticos y estudiosos por dividir la obra de un escritor entre novelas «mayores» y «menores», seguramente esta última acabe formando parte de esa segunda categoría; sin duda es menor en ambición y en extensión que Últimas tardes con Teresa (1966), Si te dicen que caí (1973) o Rabos de lagartija (2000), aunque dentro de este grupo quedará como de una de sus mejores, más originales y entretenidas obras menores. A sus ochenta y tres años, el tiempo no ha empañado la mirada burlona e irónica del autor, ni su voluntad de ajustar cuentas con el pasado. Porque de la memoria, de sus «añagazas y trampas», sus caprichos y elipsis, su fragilidad y ocultaciones, trata esta historia: la memoria es la «puta distinguida» a la que el título alude. En el aspecto compositivo quizá sea también su novela más posmoderna, en el sentido de que el texto se ofrece como un work in progress donde varios capítulos están escritos como si fueran un guión de cine y se combinan con la narración de las sucesivas entrevistas que el
novelista realiza al viejo asesino con el fin de documentarse para su historia. Fermín resulta ser un hombre sorprendentemente afable, que inspira más la piedad que el afán de castigo, un hombre que recuerda el crimen que cometió pero que ha olvidado los motivos que le impulsaron a él, y los ha olvidado porque la Brigada Político-Social lo sometió a una brutal terapia psicológica para que no pudiese recordar parte de lo sucedido. Por supuesto, este episodio, ficcionalizado en el relato, trasluce el rocambolesco caso del asesinato real de Carmen Broto, afamada prostituta barcelonesa a la que los rumores relacionaron con hombres poderosos de la política, e incluso jerarcas de la Iglesia, y cuya presencia se había perfilado ya en Si te dicen que caí. Marsé no ha tenido suerte con las adaptaciones cinematográficas de sus obras, y el desquite sardónico con el mundo del cine proporciona algunos de los momentos más divertidos de la novela, sobre todo con los intentos del productor por hacer del film algo más comercial: así la película pasará de ser un «docudrama» de denuncia sobre cómo el franquismo convirtió en víctimas a todos los españoles, una cinta de alto y grave contenido simbólico, a una comedia ligera con toques picantes que se suma a la entonces popular moda del «destape». «Siempre he creído que la verdad, en la ficción como en la vida, brota a veces del sinsentido», sostiene también el novelista. Esa verdad en medio del absurdo es la que Marsé parece estar persiguiendo, la que revelaría si la prostituta fue una ingenua víctima de las circunstancias o una delatora conchabada con el régimen, y su asesino un pobre diablo que no recuerda, o que en realidad no quiere recordar. «El olvido puede ser involuntario. La desmemoria, sobre todo en este país, suele ser una falacia perfectamente planeada», leemos en la novela. Y como sutil telón de fondo, la Transición que se estaba fraguando en Madrid, en aquel ya lejano verano de Naranjito y el Mundial de fútbol.
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Las efímeras de Pilar Adón: reseña de Gemma Pellicer
De los sueños que no perviven Gemma Pellicer Las efímeras Pilar Adón Galaxia Gutenberg: Barcelona, 2015 240 págs.
nLas hermanas Oliver, Dora y Violeta, viven encerradas en La Rouche presumiblemente por voluntad propia, en mitad de una naturaleza desapacible y salvaje. Dicha comunidad pretende mantenerse lejos de la civilización, conforme a unas normas de conducta orientadas al bien común que han recibido como herencia incuestionable. O, al menos, esa es la versión oficial que trasciende a los demás de sus pequeñas vidas. Por su parte, Anita es la descendiente directa de los fundadores de esta sociedad hermética y estricta que no permite a los suyos volver a salir de ella una vez que se ha entrado, veladora a la fuerza de las esencias de este microcosmos que no tolera el menor fallo para garantizar su continuidad. A esta mujer la acompaña Tom a todas partes como si fuera su sombra, intentando convencerla de que lo acepte; dispuesto a lo que sea por ganarse su favor. Así las cosas, Dora parece estar conforme con su destino preestablecido de hermana mayor, dedicada a mantener la casa donde vive salvaguardada por sus perros, un espacio inhóspito en el que hace mella constante la humedad y la podredumbre como trasunto de la eterna amenaza que se cierne sobre los habitantes de esa comunidad. Violeta, por el contrario, no parece resignarse al control y encierro forzoso que le impone su hermana, responsable de que vaya debilitándose hasta enfermar, mientras escribe en una libreta poemas que traslucen sus ansias crecientes de fuga y liberación. En las antípodas de este modo de vida, Denis, el joven por el que Violeta se siente atraída, que fue expulsado de la comunidad, se erige como un modelo alternativo de libertad absoluta, es decir, sin mesura ni control alguno. Frente a estos tres personajes (Dora, Violeta y Denis) que concentran buena parte del drama de esta novela de atmósferas y miedo larvado, Anita y Tom representan la otra cara de la moneda, de nuevo con un reparto de papeles no siempre en consonancia con sus deseos. No en vano, a Anita le gustaría poder pasar jornadas enteras trabajando en su es-
tudio, de espaldas a sus obligaciones, sin tener que velar por sus miembros ni ejercer de juez, dibujando y catalogando una naturaleza que se renueva sin piedad ni límites posibles. Sólo Tom, el eterno aspirante, parece satisfecho con su afán de pertenencia a la comunidad, mientras en secreto desea gobernarla; el único capaz de asegurar tamaño sistema. A partir de la edificación sofisticada de esta sociedad llena de agujeros al margen de su voluntad de perpetuarse, la novela aparece dividida en diez capítulos para mejor contarnos las motivaciones y padecimientos de cada sujeto dentro y fuera de la comunidad, en medio de una Naturaleza que se nos revela como el personaje más oscuro e imponente. El título parece remitir, de hecho, a la imposibilidad de cumplir los sueños que nos animan, a las voluntades y sustancias efímeras que nos definen, de modo que basta alterar las condiciones de convivencia establecidas para que todo nuestro mundo se resquebraje. Así, Dora y Violeta invertirán sus papeles respectivos de hermana fuerte y hermana débil cuando una de ellas rompa la baraja inopinadamente, un reparto de papeles que cambiará de signo también entre Anita y Tom, e incluso entre Violeta y Denis, el cual no tolerará que Violeta viva sometida a Dora por más tiempo, convirtiéndose de golpe en un peligroso libertador. Así, nada resulta ser lo que parece y en este baile de máscaras que nos muestra la novela, quien más quien menos ejerce un papel impuesto a desgana como método de supervivencia, mientras los sueños de todos ellos se erosionan sin remedio, tras ser abandonados o pospuestos indefinidamente. Escrita mediante un estilo incisivo, cargado de significado y simbología, Pilar Adón parece haberse inspirado, como punto de partida, en el Walden de Henry David Thoreau para desembocar en un entorno fiero de atmósfera opresiva más propio de Paul Bowles, en una novela vertiginosa en la que nadie es inocente ni dueño absoluto de su destino.
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El ambigú
Su pasatiempo favorito de William Gaddis: reseña de Rebeca García Nieto
Dios bendiga a Gaddis Rebeca García Nieto Su pasatiempo favorito William Gaddis (Traducción: Flora Casas) Sexto Piso: Madrid, 2016 696 págs.
nAl igual que ocurría en Jota Erre, en esta novela de William Gaddis cabe un continente entero. Si en Jota Erre el protagonista era el dinero, en Su pasatiempo favorito son los pleitos: un hobby, como el béisbol, muy del gusto de los estadounidenses. En ese sentido, esta obra es tan americana, y tan monumental, como el Monte Rushmore. La cuarta novela de Gaddis avanza a través de una serie de litigios a cuál más disparatado. Todos los personajes que aparecen son querellantes, querellados o jueces, como el juez Crease, padre de Oscar Crease, profesor de Historia que protagoniza la novela. En esta locura jurídica no se libra ni James B., niño de siete años propietario de un perro acusado de ocasionar desperfectos en una controvertida escultura. La querella contra el niño y su perro me ha recordado, por lo divertido e inteligente de sus planteamientos, a «Las guerras de religión», uno de los relatos incluidos en Una historia del mundo en diez capítulos y medio, de Julian Barnes. En el relato de Barnes, la carcoma es procesada por causar serios daños a la pata del trono del obispo de Besançon, lo que ocasionó la caída de este y su posterior imbecilidad. Gaddis, por su parte, aprovecha este pintoresco proceso para reflexionar sobre el arte y no duda en tirar de precedentes tan dispares como san Mateo o Shakespeare para salir en defensa del perro: «¿Acaso posee dinero un can?», pregunta la sentencia judicial citando El mercader de Venecia. Como ya hiciera en Los reconocimientos, una sátira sobre diversas formas de falsificación, Gaddis vuelve a abordar el tema de la autoría de una obra de arte. En esta ocasión, Oscar Crease demanda a un productor de televisión por haber plagiado una obra de teatro suya. La obra, ambientada en la guerra de Secesión, incorpora a su vez ideas extraídas de Platón o de El contrato social, de Rousseau. Además de dar pie a una serie de acertadas, y divertidas, reflexiones sobre el derecho de propiedad intelectual («La Guerra de Secesión
no es tuya. No se pueden tener derechos de autor sobre la historia» o «sobre mi abuelo»), Gaddis arremete por boca de sus personajes contra los pilares sobre los que se asienta la sociedad estadounidense: la codicia y la corrupción surgieron en la guerra de Secesión. Y es que, en medio de las risas, especialmente en la segunda mitad del libro, nos encontramos al Gaddis más cáustico. Sobre su país, los personajes dicen: «Nuestra industria de defensa no es más que un fraude gigantesco [...]. Wall Street no es más que una red de estafadores»; o tiene «cuarenta o cincuenta millones de analfabetos seguidores de la Biblia». La mirada crítica de Gaddis es tan amplia que abarca desde Broadway («... sólo quieren tetas y culos, un montón de idiotas haciendo cabriolas sobre el escenario») al otro lado del charco: «La religión revelada de la que tú hablas simplemente sirve para canalizar la locura […]. Los italianos la canalizan a través del Vaticano en un delirio colectivo de delincuencia y ópera». Los diálogos, brillantes como es habitual en él, están sembrados de opiniones que hoy en día, con esa eficaz forma de censura que es el political correctness, serían impensables: «El negro y el judío exhiben sus motivos de queja […] luchan por ver cuál de los dos llenará el enorme vacío que dejaron los padres fundadores temerosos de Dios sentimentales defensores de la bandera, por ver cuál de ellos será finalmente la conciencia de ese cadáver moralmente agotado que es la iglesia protestante […] eso es el núcleo mismo del dilema norteamericano». En El hombre que fue Jueves, de Chesterton, dos personajes debaten sobre el orden (representado por un «farol de hierro, feo y desnudo») y el caos (que adopta la forma de un árbol vivo, exuberante). Uno de ellos viene a decir que podemos ver el árbol gracias a la luz del farol, pero nunca se podría ver el farol a la luz del árbol. A Gaddis, en cambio, le pasa como a Macbeth, que empieza a estar cansado ya del sol y el orden de este mundo, por eso apuesta por el árbol y se empeña en sacar luz de él. Por supuesto, lo consigue. Su pasatiempo favorito es tan brillante como las otras novelas del autor, y también más accesible. Sin duda, muy recomendable.
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Cronomoto de Kurt Vonnegut: reseña de Reinhard Huamán Mori
Los relojes de Vonnegut Reinhard Huamán Mori
Cronomoto Kurt Vonnegut (Traducción: Carlos Gardini) Malpaso: Barcelona, 2015 240 págs.
nEmpezaré con un ejemplo conocido: estás disputando los últimos minutos de una final con el marcador en contra, los segundos corren... vuelan, mientras que para tu oponente parece que no se acabaran nunca, que hay muchos más de los que caben en un minuto. Otro ejemplo: comparas los segunderos de dos relojes y notas que uno va más lento y no puedes evitar que la duda ponga a prueba tu armadura racional. Finalizaré con uno que va más allá de lo científico: acabas de experimentar un suceso que ya has vivido previamente, has tenido un déjà vu. En cada uno de ellos el tiempo nunca es el mismo, la percepción varía según la persona, el estado emocional o su nivel de cordura: nuestra inestabilidad lo define, aun cuando sea inaprensible. Son tantas las variantes y las posibilidades que a menudo pensamos que formamos parte de una ficción mayor, como en una película, o mejor, en una novela. O mucho mejor, como en la última novela que Kurt Vonnegut publicara en vida. En Cronomoto el tiempo es más bien un pretexto necesario sobre el cual el autor reincide en su crítica humorística de la sociedad actual y a nuestro absurdo —y aún más complejo— modo de vida. Tal como lo define el mismo Vonnegut, se trata de un terrible terremoto cronológico en el que el continuo espacio-temporal ha retrocedido una década. Esta «falla cronotectónica» obliga a las personas a realizar por segunda vez lo que ya habían hecho previamente, un poco como sucede en el teatro, donde los actores conocen la historia de antemano pero no pueden cambiarla, llevándola a cabo función tras función y día tras día, pues «El mundo es un escenario y todos son actores». En tal sentido, los personajes son más que nada retratos robot cuya vitalidad está aplacada por el desaliento y por un aplastante estado de aburrimiento y resignación, sensación similar en nuestros días a la de perder el teléfono o quedarnos sin Internet. Si bien la idea de la existencia como puesta en escena se remonta hasta Calderón de la Barca e incluso más atrás, has-
ta Platón y los pitagóricos, la novela escapa del dramatismo gracias al ingenioso tratamiento de la ironía (cortesía de la casa) y al agridulce tono con el que está escrita. En ese sentido, uno de los conceptos clave en su estructura es el de libre albedrío, pues el cronomoto ha neutralizado las improvisaciones y todo acto espontáneo que atente contra ese inalterable y estricto guion. La humanidad, entonces, se ve sumida en un hondo aletargamiento. Excepto un solo hombre: Kilgore Trout, un prolífico y obviado escritor sueco de ciencia ficción, quien ha sido el único en advertir este mayúsculo desajuste temporal. Una vez superado el decenio, las personas no saben qué hacer, su libertad se ve atrofiada y la apatía se intensifica: esta es la tragicomedia con la que Vonnegut ha plasmado nuestro tiempo. Por desgracia —o por fortuna—, este ambicioso proyecto no pudo concluirse y antes de ser desechado por completo su autor decidió reformularlo y salvar las mejores partes de la narración original, añadiendo pensamientos, experiencias y anécdotas diversas. El resultado, por tanto, ha sido una obra anárquica con constantes saltos temporales y sin aparente ilación. Empero, este providencial rompecabezas es el marco más adecuado para una historia muy ambiciosa argumentalmente, que tenía el imperativo de resaltar el caos temporal con sus hilarantes idas y venidas. En ella la trama poco importa, ya que está oscurecida por un magistral manejo de la temporalidad y de las historias intermedias en donde la ficción y la autobiografía están muy bien concatenadas. Pese a no volar a la misma altura que sus celebradísimas Matadero cinco o Desayuno de campeones, Cronomoto es la digna despedida de un novelista que retrató con mucha exactitud la condición humana, tan contradictoria como obtusa, pero capaz de sacar a relucir lo mejor de ella cuando uno menos se lo espera. Esta es la entrañable sabiduría que emana de las páginas de Kurt Vonnegut, con él el esperpento está asegurado.
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El ambigú
Mala letra de Sara Mesa: reseña de Ricardo Martínez Llorca
Los rostros de la culpa Mala letra
Ricardo Martínez Llorca
Sara Mesa Anagrama: Barcelona, 2016 200 págs.
nDesde que existen los cuentos de Chéjov, la geometría del relato corto da la impresión de que sólo debería ser una. Esta certeza la rompieron autores como Paul Bowles o Franz Kafka, y la mantuvieron viva Raymond Carver o Hemingway, mientras Borges hacía la guerra por su cuenta. Pero Chéjov sigue siendo tan inevitable como buena compañía. Aunque necesita un detalle que transforme su influencia en algo personal, es decir, necesitamos hacer de la lectura de los grandes una destiladora ilegal, pero lícita, de nuestro mundo literario. Sara Mesa (Madrid, 1976) ha instalado en el sótano de su casa la máquina para destilar cuentos, importada de los clásicos, pero poco a poco va consiguiendo un licor personal. Sus historias se centran en las relaciones personales y sus inconvenientes, en cómo dos personas establecen un diálogo con o sin palabras. En ocasiones se trata de un hombre y una mujer, y en otras de un viaje de negocios; podemos encontrarlos en una visita a un museo o en la intimidad con las luces casi apagadas o tratarse de relaciones familiares. Pero siempre será una conversación de cuerpos que incomoda al lector. Porque, como Chéjov, presta atención a algún detalle, a varios detalles, y con ellos, con esa selección de átomos que compondrá para el lector el licor del relato, nos obliga a imaginar una idea del conjunto. La inercia de los clásicos está clara, pero no el deber de aportar algo personal. Pero Sara Mesa no se arruga y coge al toro por los cuernos para hablarnos, en los relatos que componen este libro, del sentido de culpa y las versiones del sentido de culpa, desde la más banal a la suicida. Se trata, pues, de una obra concebida con un tema único. Y con un tema de los que seguimos siendo incapaces de resolver. No importa que parta de un alumno con malformaciones, de un adolescente suicida o de un anciano en el que se ha quedado enquistado el rencor, el tiempo de la vergüenza y de la furia, ese en el que escupe maldiciones, en el que se niega a entender y le deja el
alcohol y el tabaco por compañía. Siempre aparecerá gente empeñada en hurgar en la herida, o en abrir una herida, en la que arrojar la sal de la culpa. Siempre aparecerán esos que disfrutan haciendo que los demás se sientan culpables sin ningún propósito, por sadismo. Algo que nuestras relaciones sociales y nuestra tradición cultural no ha conseguido superar. Y que ya va siendo hora de mandar a paseo. El complejo de culpa se convierte así en asunto específico en la literatura de Sara Mesa, y junto a él, inevitablemente, los vínculos con la inocencia y ese malestar que viene de la resignación. Hasta en el pecho de una mujer de clase social baja que debería centrarse más en resolver los problemas familiares brota la acusación y algo superior al estupor, como el racismo. Y también entre tres hermanos, uno de ellos alcohólico, que bastante falta de vida tienen al convivir con un padre que no se levanta de la cama. Los personajes, eso sí, pueden ser el chulo del barrio y el calzonazos en su casa, valorar más la tapicería del coche que la fidelidad a su mujer acostándose con una borracha, que al final lo que surge es la manía de hacer que otro se avergüence, conseguir que se mantenga vivo el resquemor. En ese sentido, son bastante significativos los relatos en que los protagonistas son adolescentes con imposibilidad de integrarse o que prefieren relacionarse con los repetidores que esconden revistas pornográficas. O ese en el que llega a un nivel tan extremo como cotidiano, en el que el muchacho siente que lo peor no es que te acose un grupo de macarras durante un trance de las vacaciones: lo peor es cómo le harán sentir sus tías cuando se lo cuente. Pero en ese desasosiego que caracteriza estos relatos, siempre queda un poso de salvación, porque ahí está la influencia de Chéjov, esa que nos dicta que estamos tratando con lo más humano. Y el hombre es capaz de ser bueno, aunque este no sea el tema de la narración que tenemos delante.
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Sombras del tiempo. Estudios sobre el cuento español contemporáneo (1944-2015) de Fernando Valls: reseña de Jordi Gol
vIVIR EL CUENTO Jordi Gol
Sombras del tiempo. Estudios sobre el cuento español contemporáneo (1944-2015) Fernando Valls Iberoamericana/Vervuert: Madrid/Frankfurt, 2016 716 págs.
nA pesar del buen momento que está viviendo el cuento español (y así lo afirma el libro que nos ocupa), aunando voces consagradas con otras nuevas, frescas y originales, su vigor permanece eclipsado por el género predominante: la novela. Los editores son reacios a publicarlo y la crítica no siempre le presta la atención y el estudio que merece. Es por ello que un libro como Sombras del tiempo. Estudios sobre el cuento español contemporáneo (1944-2015) de Fernando Valls, una vindicación del relato literario que se cuestiona las singularidades y las posibilidades del género, sus contornos y delimitaciones (frente al microrrelato, por ejemplo), constituye una buena noticia para todos los lectores del cuento en particular y para los amantes de la literatura en general. El volumen se nutre de materiales dispersos: ensayos, artículos, prólogos, notas y reseñas sobre el cuento español... publicados en antologías, periódicos, revistas académicas, suplementos literarios, etc. Sin embargo, bajo esta diversidad subyace una idea que proporciona unidad al libro: el proyecto de alumbrar una historia del cuento literario desde la posguerra hasta nuestros días (al amparo del éxito conseguido con su libro La realidad inventada. Análisis crítico de la novela española actual, Crítica, 2003). Por ello, aunque los ensayos que componen la obra sean disímiles y se ocupen de estructuras heterogéneas —relatos concretos, libros, ciclos de cuentos, antologías o conjuntos de relatos antologados (lo que le permite acercarse al cuento literario desde distintas perspectivas)—, están agrupados por bloques temáticos organizados con un criterio cronológico que les proporciona una indiscutible coherencia. De esta forma, el libro comienza con unas «Generalidades» en las que se desgranan los principales nombres y las obras fundamentales del cuento en los últimos años; le siguen varias piezas dedicadas a las «Antología y coleccio-
nes», en las que realiza un análisis crítico de algunas de las más destacadas antologías del cuento español. «Del cuento en el exilio republicano, la generación del mediosiglo y más...» se ocupa de algunos de los autores más destacados de la posguerra española, como Max Aub, Aldecoa, Ferlosio, Sueiro, García Pavón, García Hortelano o Pereira. También tiene un «Recuerdo de los olvidados», donde recupera las figuras de Arturo del Hoyo, Álvaro Fernández Suárez y Antonio Núñez. A continuación, acomete «El renacimiento del cuento» a partir de los primeros años de la Transición, a través de nombres fundamentales como Zúñiga, Tusquets, Tomeo, Pombo, Mateo Díez, Merino, Aparicio, Fernández Cubas, Millás, Vila-Matas, Marías, Martínez de Pisón y Masoliver Ródenas. Antes de cambiar de siglo detiene su mirada, en «Entresiglos», en aquellos autores que comenzaron su andadura en las postrimerías del siglo XX: Bonilla, Aramburu y Tizón. Y por último (last but not least), en el bloque «Siglo XXI: nuevos nombres», analiza a alguno de los autores más destacados de los últimos quince años: Cristina Grande, Cristina Cerrada, Pilar Adón, Irene Jiménez, Alberto Méndez, Ángel Zapata, Pablo Andrés Escapa, Montero Glez, Elvira Narvarro y Marina Perezagua. Estos textos, que según afirma el propio Valls en el prólogo «son trabajos de crítica literaria de un profesor universitario que lee por devoción y que por ese gusto elige los materiales de que consta el volumen», aúnan la perspicacia crítica con el conocimiento académico para, a través del estudio atento de los cuentos y de la contextualización histórica, proponer (no imponer) interpretaciones y juicios que amplíen la perspectiva del lector. En definitiva, un libro honesto, valiente y necesario para entender la evolución del cuento literario español de la segunda mitad del siglo XX y lo que llevamos del XXI.
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El sentimiento de la vista de Miguel Casado: reseña de Pilar Martín Gila
El ambigú
La parte ciega de la imagen Pilar Martín Gila El sentimiento de la vista Miguel Casado Tusquets: Barcelona, 2015 144 págs.
n«Nosotros sí entendemos la voz, aunque luego / prolongadamente callemos, como si / el corte fuera la supervivencia / y permitiera seguir habitando / entre los mudos. Nî hâo mà? / Nî shì nâ guó rén?» Son los versos con que Miguel Casado cierra su último y esperado poemario, El sentimiento de la vista, aparecido recientemente en Tusquets. Entonces, lo último que dice aquí el poeta es chino. Dos frases de saludo básicas (¿Cómo estás? / ¿De dónde eres?) en un idioma lejano. Fórmulas casi retóricas, tan comunes que apenas tienen respuesta, expresiones familiares pero en una lengua cuya escritura, como es sabido, se da también en caracteres no fonéticos, que no orientan sobre su pronunciación, imágenes que interpretamos callados. Esos caracteres ilustran la cubierta de la edición. Así, no deja de ser significativo el hecho de que el libro comience con algo que no podemos pronunciar y cierre con algo a lo que casi no podemos responder. Quizá, en algún extremo de la palabra, el mundo pase a ser propiedad de los ojos, y ahí, en esa mudez, sea donde podemos recuperarnos del lenguaje. Entonces, la imagen, su discutida naturaleza no lingüística, nos pone tanto ante la posibilidad del silencio como ante la de la ceguera. Una escisión entre lo que vemos y lo que quisiéramos ver, lo que decimos y lo que queremos decir. No hay un original, no existe copia de algo real sino esa forma donde, como diría Blanchot, es precisamente la cosa lo que vuelve a ser imagen. Tal vez podamos interpretar que, en El sentimiento de la vista, la imagen busca dentro de ella misma su parte ciega, lo que se quisiera ver que no se hace presente en el objeto pero atraviesa el camino que lleva a él. Y puede que, en ese camino, lo oscuro se dé sólo en el código de la mirada. Así, nos habla la perspectiva o el fondo o puede que la distancia. Esto, me parece, surge en poemas como los que se detienen en Siria o en las manifestaciones de la plaza Tahrir. «Con la cámara fija estuve / sin notar las horas; desde
lo alto / de un hotel cabezas, circuitos / pronto familiares. Una noche se acercó la toma...» Para el ojo ha desaparecido la distancia, es la cámara lo que acerca la vista a los sitios, desprendido el valor documental, para hacer personal y darle a la memoria lo que se adjudicará a la historia. Es una tierra lejana y un tiempo consumido, que «ya no podrá ser» de las revoluciones. «Lo dejé todo esos días, ninguna / ocupación quedaba. Mirarlos, devorar / con los ojos aquel espacio ilegible.» Lo familiar y lo lejano, aquí también. Oscurecida la distancia, puede ser el deseo lo ilegible y, a la vez, cuanto uno quiere ver. Antonio Ortega describe el presente libro como «sucesión de poemas enhebrados en el hilo de la vida». Y esto sugiere que no es un libro ex profeso, destinado o limitado a ser libro, sino que su escritura se va dando en el pasar de los días, de los años, pero también que estos poemas se inscriben en una línea de tiempo más amplia que la de los años en que se escriben, como si formaran parte de una larga conversación que el poeta va retomando a lo largo de su vida, y ahora, en el nuevo poemario, casi pudiéramos escuchar aquel «decíamos ayer» como noción de que todo sigue pasando, en la vida y en la historia, y de que nada ha sido más fuerte que esa conversación, nada la ha roto. Y quizá por eso, también hay una impresión de desbordamiento, de que el sujeto se sabe perteneciente a algo mayor que él, algo que observa como anterior, como aquello que ya ha pasado. En este sentido, cabe traer aquí esa categoría del espacio-tiempo, que Barthes analizaba en la fotografía, una conciencia de haber estado ahí en un tiempo anterior pero en un lugar inmediato, un encuentro ilógico entre el aquí y el antes que en cierto modo ofrece un amparo y una puerta para el observador. «… como si un poeta / europeo pudiera ser intemporal.» De ahí, la impresión, a lo largo de estos poemas, de lentitud, de elogio de la lentitud, por decirlo así, o de paciencia no sólo en su acepción de espera sino en su antiguo parentesco con «pasión». La mirada y la palabra en correspondencia. La palabra, recordando a Deleuze, como única acción que se corresponde con la pasividad, con la pasión de la vista.
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Barbarie de Andrés García Cerdán: reseña de Alberto Chessa
El óxido de la historia Alberto Chessa
Barbarie Andrés García Cerdán Ediciones Rialp: Madrid, 2015 72 págs.
nNo ha de ser gratuito el empleo de una palabra como eternidad en este último libro de Andrés García Cerdán (Fuenteálamo, Albacete, 1972). Los veintisiete poemas de Barbarie, tan rotundos como el título que los acoge, tallados con un lenguaje que propina un derechazo al lector, al que «deja sin respiración», siguen ahondando en los motivos que tan bien conocemos —y reconocemos— quienes no acabamos de llegar al mundo cerdaniano, sin que falten otros latidos menos acostumbrados. Entre estos últimos, el diálogo con la historia, con lo que fue y sigue acechando, espada en alto o en bajo, entre las ruinas del presente, entre la derrota y una improbable noción de triunfo. Nada nos salva del óxido, nos previene el autor; de la «herida de óxido» que ulcera la luz. «Contra mí mismo corro, / contra ese que he sido, / contra aquel hombre que seré», nos revela el poeta en lo que sólo cabe ver —y admirar— una maestría en el oficio capaz de consignar de nuevo los temas de siempre desde una anécdota tan ordinaria (y tan poco virgiliana). Ocurre lo mismo en esa inteligente actualización del motivo barroco de las ruinas («¡ay, dolor!») en varias composiciones. Así, «Ludus Magnus» no es una glorificación por vía elegíaca de un perdido esplendor; antes bien, testimonio de su derrumbe y su renovada condición de imán para arqueólogos, ratas y turistas. Desde el flanco, mirando de reojo también a la historia de aquellos personajes marginales que siempre han estado ahí (como esos «Pescadores» de Santander, homéricos), aquellos que al cabo son —Píndaro mediante— «seres de un día». En «Los bárbaros», poema axial de Barbarie, García Cerdán escarba en «la ruindad / de la historia». El lector asiste atónito a un largo repaso por los afanes más innobles del hombre: la rapiña y la destrucción del legado cultural, la vesania del llamado Estado Islámico en su esfuerzo por borrar las huellas de Palmira o Nínive, la voladura de los Budas de Bamiyán. Como recuerda Carlos Martín, en Gestos iconoclastas, imágenes heterodoxas, el ministro de Información y Cultura del gobierno talibán, a raíz de aquel oprobio, dio sin
querer en el clavo: «Estas tareas de destrucción no son tan fáciles como la gente piensa». Unos desempeñan el papel de «la alimaña más dañina»; el silencio culpable de los demás, «nuestra atroz complacencia», hace el resto. «Sobrevive la piedra» como un recordatorio «vil» de nuestra propia vergüenza. «El hombre ha muerto y Dios también», nos dice, regresando a Herr Benjamin: «No hay documento de cultura que no lo sea a la vez de barbarie». Qué poco tiene que ver esa piedra teñida de fanatismo con esa otra que da título a una de las piezas más hermosas del conjunto: «Para ti ha guardado este trozo de cielo / endurecido aquellos días / que fueron el origen, las primeras / mareas del mar, la primera luz, / la palabra primera». Sí, también hay claridad en esta Barbarie ; hay música, hay llama, hay una corriente mansa unas veces, otras desbocada. «Arroyos», por ejemplo, es un caso singular de cómo se puede alcanzar el verbo rocoso, exacto, preciso («Miras al cielo ahora / y te desnudas a los altos / arroyos de ti mismo»), a la vez que fuente escondida. En «Autorretrato (Reloaded)» (a mi modo de leer, junto a la belleza turbia y desolada de «En la infancia de Yorick», obra maestra): «... se han doblado a mi costa los rigores / hasta doblar los hierros, hasta moler las rocas». Parece que el poeta haya hecho reformas en casa, locus amoenus donde se lee, se escucha música, se ama, Carmina dibuja… pero no torre de marfil. Todo lo contrario: ventanón desde el que asomarse al mundo y por el cual el afuera («decease calls me forth», cantaba el de la «barba llena de mariposas») se entra sin permiso en la estancia. La mayor provocación del poeta estriba en confrontarse con el óxido de la historia y salir vivo del envite. Con perseverancia Andrés ha logrado asimilar la lección del maestro «Eloy»: «poner el atento oído / al rumor y al latido de las cosas / para celebrarlas después / con todo su esplendor». Aunque sea el esplendor de una ruina.
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Volver de Esteban Quirós: reseña de Rafael Mammos
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Regresar a dónde Rafael Mammos Volver Esteban Quirós Ártese quien pueda Ediciones: Madrid, 2016 76 págs.
nVolver es en realidad un volumen de poesía compuesto por dos libros diferentes, cada uno con sus temas y un estilo propio. El primero se titula La liebre, una serie de veinte poemas cuyo tema común es la caza, menos como deporte y más como un ritual de pasaje que entraña un resto atávico de supervivencia humana y animal. El padre del narrador es una fuerza muy presente, de signo ambivalente; para este padre «la muerte es una ética del triunfo», pero «no hay muerte buena / a menos que sea / la que prodiga su mano milagrosa». El mismo narrador no acaba de definir su posición. Es capaz de dar consejos sobre cómo apuntar y disparar una carabina, o cómo despellejar a una liebre; pero asimismo su participación en el proceso de la caza es sobre todo la de observador melancólico, incluso temeroso: «No decimos nada aunque sepamos / que hemos dado muerte a un animal». La liebre es el símbolo de la fuerza ejercida de manera violenta e injusta, y también de la muerte necesaria; son frecuentes los cuadros de comida, en que el cazador y, sobre todo, su familia tienen comida en el plato. Como constata el narrador fría, sintéticamente: «... ha muerto y comeremos». El último poema tiene sólo dos versos y resume toda la inquietud de esta violencia reticente: «Algún día, hijo mío / todo esto será tuyo». Se palpa el miedo a esta herencia de muerte como medio de supervivencia. Es admirable cómo Esteban Quirós consigue mantener el interés y la oscura belleza del tema a lo largo de estos veinte poemas, sin dar la impresión en ningún momento de que simplemente se propuso agotar todos los ángulos de una situación. Cada poema descubre una emoción nueva desde la poesía (no desde el costumbrismo), y al final sentimos, sin frivolidades, que la caza de la liebre puede ser una actividad estética. Volver, el siguiente libro y el que da título al volumen entero, está escrito con la misma fluidez y encanto. Se trata, de
nuevo, de un poemario de tema común y motivos recurrentes, aunque su alcance sea mucho más amplio. El epígrafe de Bioy Casares que abre el volumen cobra sentido en esta parte: «Nuestra patria es el error». Quirós es argentino y, si no me engañan los tópicos, detestar y añorar la patria en partes iguales son rasgos propios del imaginario colectivo de su país (quizás también del nuestro, de manera menos elegíaca). En Volver viajamos, junto con el narrador, al origen de una vida en su ciudad natal, para revisitar recuerdos y escenas del pasado. La nostalgia, sin embargo, no parece dirigirlo, sino más bien la constatación de la pérdida. La incomodidad no lo abandona, e incluso compara el momento de su llegada con la masacre de Ezeiza («Aunque parezca exagerado», matiza), un episodio violento en la historia reciente de Argentina que ocurrió, además, cerca del aeropuerto. Justamente, en algunos poemas se tiene la sensación de que la frustración que siente el narrador por sí mismo es la frustración que siente por su país; el periódico le sorprende cuando ve «que existen lugares en el mundo capaces / de hacer frente a las adversidades y reconstruirse». Gran parte de estos poemas están dirigidos a un «tú» que parece ser una versión antigua del poeta que este no logra recuperar o reconstruir, es decir, una ausencia. La lectura de Volver deja una impresión de lugar vacío, emocionalmente devastado. Hay ciertos motivos que se repiten, entiendo, en este sentido: la lluvia, la niebla, los aviones y los teléfonos son formas de esta ausencia, señales del cuerpo que no está allí, que el clima no toca y cuya voz el auricular no devuelve. Cuando el narrador, después de dudar de la importancia de sus problemas, dice «Empiezo a convencerme / de que es imperioso volver», ya no sabemos cuál es el destino y cuál el origen, como si volver significara irse. El poema final es un epílogo simbólico: vemos un perro que espanta moscas «de una herida / que hace años que dejó de manar». El agua del mar, se dice, acabará por llevarse las manchas. Y de esa herida, quedará sólo el temor y la vigilancia del perro.
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Todo es poesía en Granada. Panorama poético (2000-2015) de Martín de Vayas (ed.): reseña de Aitor Francos
Granada poética Aitor Francos
Todo es poesía en Granada. Panorama poético (2000-2015) Martín de Vayas (ed.) Esdrújula ediciones: Granada, 2015 268 págs.
nEstá de sobra demostrada la influencia que la ciudad de Granada ha tenido en el ámbito de la poesía española actual. La ciudad en sí es un magma neurálgico y un núcleo cultural incuestionable y lleva en sus carnes la reserva del bagaje histórico de buena parte de la cultura española del siglo pasado. En Todo es poesía en Granada (Ed. Esdrújula, 2015) se da buena cuenta del panorama poético que ha hecho su aparición en Granada durante los últimos quince años. Lo explica el encargado de la edición, el antólogo José Martín de Vayas, aduciendo que la pretensión del libro no es reflejar un canon poético o dejar constancia de un grupo o de una tendencia concreta sino ampliar el punto de mira al inmenso abanico de creadores que ha reverberado en la ciudad en ese periodo, incluyendo no sólo a los nacidos o residentes en Granada sino también a otros que hayan tenido una especial relación con ella, en su periodo universitario o por razones diversas. Algunos —es el caso de Javier Bozalongo— se trasladaron a vivir allí y son ya parte activa y sustancial irrevocable de Granada. Se respetan unos límites temporales (lo que va del siglo XXI) y un marco territorial abierto (la relación con Granada), pero poco más. La excepción es Javier Egea, pues falleció antes del 2000; han incluido su poema «Leer el capital» por la repercusión que su poesía ha tenido en Granada y en sus poetas, aún hasta fecha de hoy. La antología, cabe aclararlo, nace de una iniciativa privada, es decir, sin ayudas institucionales, de promoción o económicas que hubiesen seguramente atascado y malogrado su intención. En Todo es poesía en Granada se agradece que todos los poetas se presenten colocados en igualdad de condiciones y por orden alfabético. Se evitan las fechas de nacimiento y las biobibliografías que harían destacar a unos por encima de otros. Cuentan los editores que cuando los poetas recibieron la invitación no conocían el nombre del resto de los participantes, tampoco cuántos serían. Martín de Vayas fue escogido para planificar la selección, precisamente por su conocimiento de
la ciudad, su compromiso con la literatura y por ser alguien neutro, que no iba a excluir voluntariamente a nadie. En Todo es poesía en Granada hay poemas cuya temática es la propia Granada, con ejemplos como el de Vicente Sabido, que murió ahora hace dos años, y su «Guía para iniciados», íntimo itinerario personal por la ciudad. La elegía de Álvaro Salvador, catedrático en la universidad de Granada, se titula «Ciudad negra». O el poema con el que hace su aportación Luis García Montero, del libro Vista cansada, y que es un recuerdo de sus inicios como poeta. Pero no todos los poemas hablan de Granada ni son poemas de tinte elegíaco o hímnico. Granada puede estar o no como telón de fondo, pero no era la pretensión conformar una antología temática sobre Granada. Poemas hechos para la ocasión, inéditos y poemas que han aparecido en las más recientes publicaciones de los poetas. Leemos al veterano Miguel D’Ors con un poema de Átomos y Galaxias: «Tojo». Miguel Ángel Arcas, editor, excelente aforista y poeta, elige uno de los mejores poemas de Lluvia horizontal, publicado en Hiperión este año, el titulado «Vacaciones». Están Antonio Jiménez Millán, Carlos Pardo. José Carlos Rosales, Aurora Luque, Rubén Martín, Ioana Gruia, Erika Martínez, Antonio Praena, Juan Andrés García Román. F. Valverde, Trinidad Gan (excelente y emotivo su poema «Catedral»), Antonio Carvajal, Ángeles Mora, Juan Carlos Abril, María Salvador, Javier Bozalongo y muchos de los poetas que vinculamos enseguida con Granada. Encontramos dentro también un texto en prosa inédito de Jenaro Talens que por su profundidad merece reseñarse aparte. Y descubrimientos, al menos para mí, de nombres como Juan de Loxa y su poema «Había llegado el poeta desde Alejandría» —un homenaje a Cavafis— o Nieves Chillón, cuyo poema «Frida», editado, según se indica, en el libro El asa rota (Diputación provincial de Granada), es de los mejores dentro de la antología. Todo un acierto.
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Recomendaciones de Quimera
julio-agosto 2016
Recomendaciones de Quimera Besar al detective, Elmer Mendoza. Literatura Random House, 2016 Un policía que está investigando dos asesinatos en Culiacán (México) se ve envuelto en una trama en la que están implicados políticos, narcotraficantes, el ejército y hasta el FBI. Mendoza continúa con la saga de Edgar Zurdo Mendieta, un policía bregado, con buenos contactos con el poderoso cártel del Pacífico, que se ve obligado a moverse al filo de la navaja entre el bien y el mal, a conciliar sus principios y sus necesidades. Con un estilo impactante y un lenguaje rico y complejo (que exige una actitud atenta por parte del lector), Mendoza desgrana las contradicciones de una sociedad en la que los límites entre la honradez y la delincuencia son sutiles y frágiles, dibujando un escalofriante fresco del México más corrupto y violento. Tu amor es infinito, Maria Peura. Sexto Piso, 2016 Maria Peura es una de las escritoras más prestigiosas de Finlandia y Sexto piso ha rescatado, al fin, el libro que llevó a esta autora a esta condición: Tu amor es infinito, publicado en Finlandia en 2001 y finalista en aquel año del prestigioso Premio Finlandia a la mejor novela del año. Tu amor es infinito encuentra una vía sencilla y sensible para reproducir el mundo de la violencia y los abusos infantiles. Lo hace Peura como suelen ser todas las cosas, mezclando alegría y horror, felicidades momentáneas con incredulidad y humillación. La fantasía infantil, los sueños y la imaginación como forma de escapar del horror. Un gran acierto de Sexto Piso que esperamos que tenga la acogida que la obra merece.
Viva, Patrick Deville. Anagrama, 2016 La última ¿novela? de Patrick Deville narra las confluencias de diferentes artistas, políticos y escritores en el convulso México de los años que van desde la caída de Benito Juárez hasta el fin de la presidencia de Lázaro Cárdenas. Tomando como eje las figuras de Malcolm Lowry y León Trotski —a través de una recopilación enciclopédica de datos, saltos temporales entre pasado y presente, y una verosímil recreación literaria de los hechos— Deville teje una constelación de relaciones entre figuras como Cravan, B. Traven, Sandino, Diego Rivera, Frida Kahlo, Tina Modotti, Graham Greene y un largo etcétera de estrellas, planetas y satélites del contexto histórico y literario de la primera mitad del siglo XX. Un interesantísimo libro que se lee sin respiro. Pelos, Microlocas. Páginas de Espuma, 2016. Proyecto colectivo de cinco autoras, cuatro escritoras (Eva Díaz Riobello, Isabel González, Teresa Serván e Isabel Wagemann) y una ilustradora (Virginia Pedrero). Microlocas se dio a conocer en 2011 con La aldea de F. Las autoras siguen apostando por libros corales donde las piezas encajan perfectamente. Más de un centenar de textos cortos en torno a las relaciones, el cuerpo, el sexo, la maternidad, el amor, la familia, incluso la literatura… Siempre desde el punto de vista femenino. A veces crudo, a veces divertido, enlaza los textos a través de un hilo conductor, un pelo.
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julio-agosto 2016
Recomendaciones de Quimera
julio-agosto de 2016 Leer mejor para escribir mejor, M. Antonia de Miquel. Alba, 2016 El título del libro nos lleva a una de las ecuaciones más sencillas de la literatura: es imposible comprender la literatura y poder escribir sin antes saber leer. Hace la autora de este ensayo un desarrollo dividido en dos partes: «Aprender a leer» y «Leer para escribir». A partir de este razonamiento de obra aparentemente lógico y por medio de ejemplos extraídos de los mejores escritores contemporáneos (Borges, Goytisolo, Marías, Cormac McCarthy, Salinger, Thomas Mann, etc.) María Antonia de Miquel hace un recorrido maravilloso por el mundo de la literatura y su relación con la escritura a través del tiempo, los personajes, los temas, las dobles lecturas. Un libro fantásticamente construido y necesario para futuros lectores y escritores de cualquier condición y edad. Dentro del secreto. Un viaje por Corea del Norte, José Luis Peixoto. Xordica, 2016 En 2012, para celebrar el centenario del nacimiento de Kim Ilsung, líder eterno de Corea del Norte, se ofreció a un grupo limitado de extranjeros la posibilidad de hacer el más largo y completo viaje turístico guiado por el país (Kim Il-sung 100th birthday Ultimate Mega Tour - Ultimate Option) de los últimos setenta años. José Luis Peixoto se embarcó rumbo a lo desconocido y este libro es fruto de sus recuerdos. A través de una prosa exquisita, lírica en muchas ocasiones, Peixoto nos ofrece un testimonio lleno de detalles de lo que allí vio y vivió, pero, sobre todo, nos revela sus experiencias más íntimas: la perplejidad, la opresión y la incertidumbre de un occidental ante la sociedad más hermética del mundo.
Malabarismos, Carmen Canet. Valparaíso, 2016 Inteligente primer libro de aforimos de esta autora almeriense, doctora en Filología Hispánica y docente de profesión. El libro agrupa estos pequeños alumbramientos en cuatro partes: en la vida, sobre amor y amistad, ideas en vuelo y de las artes. Irónico a veces, punzante otras, audaz siempre. Carmen Canet juega con las palabras entre el autorretrato y la poética, buscando ese equilibrio que todo malabarista ansía. La búsqueda del sur, VV. AA. animal sospechoso, 2016 El pasado 18 y 19 de diciembre de 2015, se celebró en Barcelona el Festival Sud de poesía, dirigido por Nathalie Karagiannis, que convocó a veintiún autores griegos y residentes en Barcelona para que recitaran sus poemas en torno al concepto de «La búsqueda del Sur (hemos perdido el norte)». Fruto de ese encuentro surge, en una preciosa edición bilingüe, el libro La búsqueda del sur, que recoge poemas de estos veintiún autores, entre los que destacan Olvido García Valdés, Pere Gimferrer, Dimitris Allos, Katerina Iliopoulou, Chantal Maillard o Yannis Stiggas. El acierto del libro es agrupar los poemas en torno a cuatro bloques temáticos: Destinos, Pasajes, Pérdidas y Orígenes, lo que le proporciona mayor coherencia y le dota de un hilo argumental. Un libro ideal para conocer algunos de los más destacados poetas griegos de la actualidad y volver a voces imprescindibles de la poesía española.
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