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ColaborAN en este número:
David Aliaga, Antonio Alonso, Juncal Baeza, Rubén Benítez, Enrique Benítez Palma, Felipe Benítez Reyes, Agustín Calvo Galán, Bel Carrasco, Alejandro Espinosa Fuentes, Frankie Fouganthin, Laura Freixas, Scherezade García, Alberto García-Teresa, Natalia Garrido, Daniel Jándula, Pere Martí i Bertran, Eduardo Moga, Lola Moreno, Andreu Navarra, Felipe R. Navarro, Gemma Pellicer, José de María Romero Barea, Anna Rossell, Javier Sáez de Ibarra, Félix Terrones, José Antonio Vila, Juan Yanes IMAGEN de portada y Dossier:
U.S. Army Map Service, París, 1944 (Universidad de Texas en Austin) Editor:
Miguel Riera
Director:
Fernando Clemot
JEFE DE REDACCIÓN:
Jordi Gol
Consejo de redacción:
Álex Chico, Ginés S. Cutillas Diseño: Xavier Balaguer
QUIMERA. REVISTA DE LITERATURA – Enero 2019
Patrick Modiano es un escritor singular. Su obra ofrece un protagonismo inusitado a la geografía urbana y, en muchas ocasiones, los barrios, las calles, las plazas tienen tanta importancia en sus textos que acaban deviniendo un personaje más. También son insólitos sus protagonistas (muchas veces trasuntos del propio Modiano), en busca de su propia identidad a través de encuentros inquietantes con personajes enigmáticos que siempre se desarrollan en escenarios sombríos, ligeramente decadentes, sumergidos en una atmósfera opresiva y espectral. David Aliaga, colaborador habitual de Quimera, ha coordinado este dossier sobre el premio Nobel francés que nos acerca a su obra desde perspectivas curiosas y originales, como sus ascendentes judíos, su fascinación por la clandestinidad o su recuperación insobornable de la memoria de la Ocupación. JORDI GOL - JEFE DE DE REDACCIÓN
Maquetación y cubierta: Jordi Gol Corrección: Cinta Moreso Web y redes sociales: Eva Díaz Riobello ISSN: 0211-3325 DL:
B 38779 /1980
Ediciones de Intervención Cultural S. L. C/Juan de la Cierva, 6. 08339 - Vilassar de Dalt (BCN) 937 550 832 www.revistaquimera.com redacciondequimera@gmail.com publicidad@revistaquimera.com pedidos@edic.es Edita:
Imprime:
Gráficas Gómez Boj
El salón de los espejos
Enrique Benítez Palma. Mujeres en la Shoah – 42
Entrevista a Laura Freixas – 4
Eduardo Moga.
El cielo raso Patrick Modiano Lola Moreno. Patrick Modiano y los cafés de París – 11 Andreu Navarra. Modiano y los vacíos de la Historia – 13
ción total o parcial de este número, sea por medios mecánicos, químicos, fotomecánicos o electrónicos, sin la autorización del editor. Quimera no retribuye las colaboraciones. Los colaboradores aceptan que sus aportaciones aparezcan tanto en soporte impreso como en digital. La redacción no devuelve los originales no solicitados ni mantiene correspondencia sobre los mismos. La revista no comparte necesariamente las opiniones firmadas por sus colaboradores. Esta revista ha recibido una ayuda a la edición del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte.
Ginés S. Cutillas. Mujer y microrrelato: la frontera invisible – 51
El ambigú
David Aliaga. Modiano es un apellido sefardí – 16
Félix Terrones:
José de María Romero Barea.
Ut pictura poesis de Mario Martín Gijón – 54
Patrick Modiano: ecolalia de la clandestinidad – 19
José Antonio Vila:
Natalia Garrido. Libro de familia. La documentación
Retrato del vizconde en invierno de Álvaro Pombo – 55
como prueba de existencia en las calles conocidas – 22
Pere Martí i Bertran:
Felipe R. Navarro. Contar un nombre:
El desván de Villa Serena de M. C. Hito – 56
archivo y relato en Dora Bruder – 25
Anna Rossell:
Scherezade García.
Luz de juventud de Ralf Rothmann – 57
La mujer ausente en Recuerdos durmientes – 30 Derechos reservados. Prohibida la reproduc-
Un seminario pirenaico de traducción – 48
La vida breve
Alejandro Espinosa Fuentes: Fantasmas de la ciudad de Aitor Romero Ortega – 58 Gemma Pellicer:
Juncal Baeza. La esperanza, o cómo acabar
Versus. Estampas de un náufrago de Karlos Linazasoro
masticando con dientes de circonio – 32
y Los colores de la paradoja de Pere Saborit – 59
Los pescadores de perlas
Insumisa de Yevguenia Yarovslávskaia-Markón – 61
Microrrelatos inéditos de Juan Yanes – 35
Bel Carrasco:
El castillo de Barba Azul
Daniel Jándula:
Guerreros de Iberia. La guerra antigua en la península ibérica. de Benjamín Collado Hinarejos – 62
Felipe Benítez Reyes.
Agustín Calvo Galán:
Aparición de Ezra Pound en Venecia – 36
Tacha de Francisco José Martínez Morán – 63
Einstein on the Beach
La casa grande de Rosana Acquaroni – 64
Javier Sáez de Ibarra. Eloy Tizón. Estrategias ante la muerte y la vida (estudios de cuentistas) – 38
Alberto García-Teresa:
Recomendaciones – 65 3
E l s a l ón d e l o s e s p e j o s
Sería una equivocación pensar que el estilo sinuoso que utiliza Laura Freixas en sus contestaciones es el de una persona a la que le falta determinación o que no tiene las ideas claras. Pero nada más lejos de la realidad. Lo que ocurre es que a Laura Freixas le gusta considerar pausadamente cada una de sus respuestas. Sabe que esas respuestas van a ser escudriñadas por los posibles lectores de esta entrevista y que podrían ser malinterpretadas en una lectura apresurada. Por eso quiere afinar cada una de sus palabras, para que no sean automáticas ni precipitadas, sino que formen argumentos consolidados a lo largo de una trayectoria ensayística que se ha centrado en la literatura escrita por mujeres. En 1996, además de haber conseguido un considerable éxito con la antología Madres e hijas (Anagrama, 1996), que ya cuenta con numerosas ediciones y casi va camino de convertirse en un long seller, Laura Freixas coordinó un número monográfico de la Revista de Occidente (número 182-183) que reunió a varios especialistas nacionales e internacionales. Gracias no sólo a colaboraciones y estudios como este, sino también porque ella misma se ha entregado a la tarea de publicar periódicamente un nuevo volumen de sus diarios, Laura Freixas se ha convertido en una escritora de referencia en este género. Le interesan especialmente los diarios de escritores como André Gide o Henri-Frédéric Amiel —que ha traducido para las editoriales Alba y Pre-Textos, respectivamente—, y también los de autoras como Sylvia Plath, Virginia Woolf o Anaïs Nin. En el año 2003, la editorial Errata Naturae publicó Una vida subterránea (Diario 1991-1994), que abarcaba el periodo en el que intentaba quedarse embarazada por primera vez y centraba sus esfuerzos en terminar su primera novela. Ahora acaba de publicar con la misma editorial el segundo tomo de estos diarios, Todos llevan máscara (Diario 1995-1996), que continúan justo donde había dejado los anteriores. En este otro momento vital, trata de conciliar su vocación literaria —busca editor para su primera novela y empieza a escribir la segunda— con los desafíos de su reciente maternidad. Igual que los anteriores, se trata de unos diarios caracterizados por una sinceridad sin tapujos, en los que no se ahorra ningún detalle sobre ella misma ni sobre las personas que forman su entorno inmediato, y que reflejan también la pasión de una escritora por sacar adelante su obra, a pesar de sus incertidumbres e inseguridades, en un mundo poblado de identidades masculinas muy «cerradas» que no siempre ven con buenos ojos la inclusión de una mujer dentro de sus filas. De todo esto tuvimos la oportunidad de hablar con ella en un diálogo que se prolongó durante varias horas. Puede que esa forma suya de responder sinuosamente a las preguntas, con tiempo suficiente para reposar cada una de las respuestas, sea la manera que tiene Laura Freixas de llegar al corazón de las cosas. Y, de paso, de quitarse la máscara ante los demás.
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Entrevista a Laura Freixas Texto y fotografías: Rubén Benítez
Todos llevan máscara. Sin embargo, la autora de estos diarios parece que hace lo posible por quitársela públicamente… Ese es, precisamente, mi propósito. Hay autores que publican supuestas confesiones —diarios o autobiografías— que en realidad siguen llevando máscara, pero lo que yo quería era quitármela. Un diario se puede reescribir, pero no es mi caso; y también se puede cortar, pero yo he cortado muy poco. ¿Por qué decide publicar unos diarios como estos —con esas dosis de sinceridad y de honestidad—, que parecen reservados al ámbito estrictamente privado? Publicar el diario es una decisión a posteriori que no se refiere al proceso de escritura. Este es el diario que yo escribí en aquel momento, hace ya veinte años. Lo único que he cambiado son pequeñas correcciones de estilo, como repeticiones de palabras y cosas así. El propio hecho de «preparar» un texto para publicarlo ya implica una cierta «elaboración», que podría identificarse con una especie de «máscara» con la que el autor se presenta al público. ¿Cómo se consigue salvar esa aparente contradicción? Igual que en los diarios anteriores, la publicación de este cumple el propósito que yo tenía al principio de convertirme en escritora. En este sentido, quizás podría decirse que hay una cierta presentación o justificación ante los lectores, pero, aun así, he intentado mantenerme fiel al texto original. Es cierto que cuando se publica un diario como este resulta inevitable hacer una cierta labor de edición, pero creo que he sido lo más sincera que se puede ser en un diario publicado en vida. Quería dar un paso más en ese proceso de «quitarme» la máscara, que está relacionado con la publicación de mi autobiografía hace algunos años.
A propósito de eso, me gustaría que nos hablase de las diferencias existentes entre la escritura de un diario y la de una autobiografía. Cuando escribí mi autobiografía, me di cuenta de algunas cosas. Por ejemplo, a pesar de que el propio género es inevitablemente teleológico —porque no tienes más remedio que elegir lo que cuentas en función de algo que quieres mostrar a los demás—, yo no quería presentarme como una persona ejemplar —es decir, el proceso de convertirme en alguien cuyo ejemplo es digno de seguirse—, ni tampoco hacer una autobiografía teleológica. A diferencia de la autobiografía, el diario es un género que refleja algunos rasgos consustanciales a la condición humana, como son la incertidumbre, la contradicción y el hecho de que nuestra existencia nunca está terminada. A menos que se trate de un suicidio, el sentido de tu existencia dependerá de cuándo llegue el final. Si André Gide hubiese muerto a los veinticinco años, entonces habría dejado la imagen de un escritor fulgurante, prometedor y muy brillante. Pero como tuvo una vida muy longeva, dejó la imagen de un señor mayor…
casi siempre, como si estuviese proporcionando distintas piezas de un rompecabezas que nunca se termina de armar. Me seduce mucho ese proyecto literario: pienso que tanto en mis novelas y en mis cuentos como en mis diarios, en mi autobiografía y en mis ensayos al final aparecen los mismos temas y personajes. ¿Cuál diría que es ese hilo conductor que conecta toda su obra? Uno de ellos sería el contraste entre dos personajes que hablan distintas lenguas y son de generaciones diferentes: uno de ellos vive donde nació y de donde es toda su familia —un personaje que sería algo así como el dueño del lugar—, y el otro personaje es aquel que viene de fuera. Otro hilo conductor sería el contraste entre alguien que se dedica al arte y otra persona que tiene un trabajo más convencional.
Entonces, ¿podría decirse que el diario se convierte en una especie de espejo del autor? Hay que tener en cuenta que cuando yo escribí esas páginas no sabía lo que iba a pasar en el futuro inmediato. El diario me gusta porque refleja las incertidumbres y las vacilaciones de cada uno. Tanto escribir como publicar equivale a adueñarse de la propia vida. Con la publicación de mi autobiografía y varios volúmenes de mis diarios, creo que ha ido surgiendo el proyecto de tratar el mismo material —que es básicamente mi vida— en distintos géneros, con diferentes puntos de vista y en tiempos alternativos. ¿Cómo cambia el punto de vista del autor con unos diarios que reflejan su vida íntima? Siguiendo aquella idea de Doris Lessing de que la vida es como ascender una montaña, habría que añadir que, a medida que subes la montaña, también cambia el punto de vista desde el que interpretarla. Esto me parece muy interesante porque deja abierto el sentido de los acontecimientos: nunca se puede cerrar la interpretación de esa parte de tu vida. Yo no soy la única que está haciendo esto. Por ejemplo, pienso en una autora como Annie Ernaux, que hace algo parecido, y no sólo a través de sus novelas —o de sus autoficciones—, sino también con sus diarios: ella en sus libros vuelve sobre los mismos personajes
Aparte de las diferencias inevitables por el paso del tiempo, ¿habría alguna otra entre este volumen de sus diarios y el anterior? Quizás haya una justificación de mí misma un poco más acentuada en Una vida subterránea, que tenía como inicio el momento en que yo llegué a Madrid. En aquel entonces vine a Madrid con una serie de deseos, de ambiciones o de proyectos, y el diario refleja el proceso de intentar conseguirlos. Es cierto que no fue un inicio escogido al azar, sino que se trataba del comienzo de una trayectoria. Pero luego decidí que los otros diarios tendrían como único marco de referencia el temporal: todos iban a empezar el 1 de enero y a terminar el 31 de diciembre. Lo que no sabía era cuántos años iban a abarcar debido a la posible
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E l s a l ón d e l o s e s p e j o s
Entrevista a Laura Freixas
extensión del libro, algo que responde a un criterio estrictamente editorial. Mi intención es seguir publicándolos por años. ¿Alguna persona de su entorno cercano le ha transmitido su incomodidad por dejar al descubierto su intimidad? Algunas personas sí me han transmitido su incomodidad por verse reflejadas en mis libros, aunque no necesariamente en uno de mis diarios. Cuando voy a publicar algún texto en el que aparecen personas que son perfectamente reconocibles —algo que a veces no se puede evitar—, en algunos casos he optado por mostrárselo a esas personas antes de publicarlo. En este caso, procuro no contar nada que sea excesivamente íntimo ni convertir la literatura en un ajuste de cuentas. Y cuando quiero que alguien no sea reconocible, utilizo varias alternativas. Por ejemplo, una de ellas es señalar directamente los nombres con cursivas. Otra es cambiar los nombres y las características de ciertas personas para que no sean reconocibles. No me importa tanto si esas personas se reconocen a sí mismas cuando leen el libro: lo que me parece más importante es que los lectores no las puedan reconocer porque creo que no tengo derecho a exponer su intimidad. Entonces sí que existe algún límite ético que se impone el autor a la hora de decidir qué cosas se publican y qué cosas permanecen ocultas para los demás… Es cierto que los creadores tenemos derecho a la libertad, pero también tenemos un deber de responsabilidad, un código deontológico, que se trata casi de una norma personal, aunque no se encuentre reflejado en ninguna ley ni nadie nos lo exija como tal. Con el primer volumen de los diarios [Una vida subterránea] tuve más reparos y modifiqué varios nombres. Pero en este volumen he decidido aventurarme un poco más. El propio [Andrés] Trapiello ha señalado que cuando cuentas cosas privadas en tus diarios, al principio lo haces con muchísimo pudor, pero que, en realidad, a nadie le importa demasiado. Para responder a tu pregunta: sí existen algunos límites éticos, que consisten básicamente en los posibles daños a terceras personas. Es decir, que la libertad creativa no es tan absoluta como cabría suponer… Es que el intento de quitarte la máscara no te da derecho a intentar quitársela a los demás. Aunque a veces es difí-
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cil saber dónde están los límites, soy muy consciente de que existen: como he mencionado, los creadores no tenemos todos los derechos ni debemos tener toda la libertad, porque las cosas que hacemos tienen consecuencias. Como creadora, lógicamente, yo soy la única jueza de ese posible daño. Tienes que tener en cuenta muchas cosas, pero, al final, también tienes que tomar una decisión. En Francia, por ejemplo, ha habido varios juicios por estos temas, pero en España todavía no ha sucedido. Podríamos decir que el límite ético de esta voluntad de sinceridad personal —como la que he intentado tener en estos diarios— es preservar la intimidad de los demás. ¿Hasta qué punto la escritura de un diario personal contribuye al autoconocimiento? Lo considero un ejercicio saludable para todo el mundo, que empieza por reconocer que no somos esos seres perfectos ni maravillosos que están de vuelta de todo, que jamás dudan, que siempre tienen razón. En este sentido, escribir un diario te permite aceptar cosas que forman parte de ti, pero que no te gustan. Al reconocerlas, ya te estás reconciliando con ellas de algún modo: es mucho más inquietante lo que no te gusta cuando aún no lo has expresado. Cuando lo has expresado, es algo que ya existe y con lo que estás obligado a convivir necesariamente. Dicho esto, hay que tener en cuenta que aunque la escritura de un diario es una forma excelente de terapia y de autoconocimiento, en ningún caso sustituye al psicoanálisis. El autoconocimiento tiene un límite: hay algo que sólo te puede aportar alguien desde fuera, que te señala lo que tú no has visto y que no hubieses podido nunca ver, aunque te pasases toda la vida escribiendo diarios.
El libro podría leerse como una especie de «manual para escritores», porque refleja con mucha precisión la pasión por escribir. ¿Está de acuerdo con esta apreciación? Hay que tener en cuenta que el libro no lo he escrito ahora, sino que ya estaba escrito desde hace mucho tiempo. Lo cual quiere decir que la publicación en la actualidad no responde a este propósito. Dicho esto, contemplado a posteriori, sí que es verdad que el libro puede tener algún interés para aquellas personas que quieran dedicarse a escribir. Reconozco que a mí me han servido muchísimo los diarios de otros escritores, como los de [André] Gide, los de Virginia Woolf, los de Rosa Chacel o los de Sylvia Plath, sobre todo los de esta última. Igual que suele decirse que el mejor libro de autoayuda es una biografía, también habría que decir que el mejor manual de escritura —aquel que mejor refleja la condición de escritora— podemos encontrarlo en los diarios personales. Incluso más que en las autobiografías, porque estas, al escribirlas retrospectivamente, siempre están un poco falseadas. Pero en los diarios sí que podemos encontrar ese modelo. Por ejemplo, lo encontramos en los diarios de vejez de Rosa Chacel, cuando un día se levanta pensando que ahí va a dejar su obra, piedra sobre piedra, para todos aquellos que deseen leerla, y otro día, en cambio, se levanta pensando que todo lo que ha hecho es un auténtico fracaso. Ocurre también con los diarios de Gide. ¿Y por qué publicar los diarios ahora, casi veinte años después de haberlos escrito? Porque ahora puedo sentir que la persona que los ha escrito ya no soy yo: en parte porque ya han pasado muchos años; en parte, también, porque muchas de las cosas que eran inciertas en aquel momento ya se han resuelto; y, por último, porque mi situación personal ha cambiado radicalmente. ¿Qué les otorga a estos diarios la perspectiva del tiempo? Después de tanto tiempo, tres cosas que en aquella época eran fundamentales —mi matrimonio, el lugar geográfico en el que iba a instalarme y la posibilidad de convertirme en escritora— ya se han resuelto, si bien de distintas maneras: sí que me he convertido en escritora, mi lugar geográfico está claro que es Madrid y, finalmente, mi matrimonio se terminó. Todas estas circunstancias hacen que me sienta muy distinta de la persona que era cuando los escribí.
¿Qué ocurrió en esta etapa de su vida para que la literatura escrita por mujeres pasara a convertirse en una reivindicación? En aquella época empezaba a darme cuenta del machismo en la cultura. Me sentía impotente, sola y muy furiosa debido a esa constatación. En cambio, ahora lo tengo perfectamente asumido, hasta el punto de haberse convertido casi en una marca de identidad. Y también he fundado Clásicas y Modernas junto con otras mujeres. Lo que en aquella época no pasaban de ser interrogantes, ahora se han resuelto. ¿Cómo se consigue conciliar el desarrollo de la vocación literaria dentro de un mundo con tantos «egos revueltos»? Es que yo también quería formar parte de ese grupo de escritores, con su vanidad satisfecha, al tiempo que me daba cuenta de todo lo que ocurría. Es decir, lo veía desde fuera, pero a la vez quería estar dentro. Al publicar este diario, una de las cosas que quería mostrar es cómo voy dando ciertas respuestas a esta pregunta, algunas de ellas más definitivas: se trata de ver qué negociación es necesario hacer para conciliar tu vocación con la feria de las vanidades. Pensaba en esto hace poco, a propósito de una exposición de Vivian Maier, y llegué a la conclusión de que la única manera de ser fiel a tu vocación pasa por renunciar a la publicación de tus libros. En ese caso, tendrías toda la libertad del mundo para escribir. Yo no quería esto, evidentemente, como tampoco quería tener éxito a toda costa. Mi actitud no era lo uno ni lo otro: yo quería ser fiel a mi vocación y al mismo tiempo tener libertad, aunque era consciente de que había que hacer ciertas concesiones. En un momento del diario podemos leer lo siguiente: «No sólo nadie está deseando que uno escriba […], sino que muchos prefieren positivamente que uno no escriba». ¿Cómo lucha el escritor contra ese desánimo? Primero, es muy difícil darnos cuenta, porque en el fondo tenemos una cierta necesidad de reconocimiento. Y luego aceptar que el mundo puede prescindir perfectamente de nosotros. En este sentido, la cura de humildad es permanente. Además, ocurre que cuando empiezas a ser un poco conocida, para algunas personas pasas a ser alguien a quien respetan y a la que tratan con deferencia; y para otras, en cambio, no eres nadie en particular. El hecho
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Entrevista a Laura Freixas
de no saber nunca cómo te van a tratar en los lugares a los que vas también te va creando una cierta máscara, una impasibilidad para afrontar todos estos cambios. En el libro señala que en la literatura hay una línea masculina —desde Marcial Lafuente Estefanía hasta Joyce— y otra femenina —desde Corín Tellado hasta Colette—. ¿Sigue pensando lo mismo? Sigo pensando que hay dos líneas literarias, una masculina y otra femenina, cada una de ellas con sus características específicas. Pero hay algo que no sé si dije entonces y que pienso ahora: la literatura de mujeres es «de» pero no es «para» las mujeres, sino «para todo el mundo». ¿Qué diferencias hay entre los dos tipos de literatura, la masculina y la femenina? La diferencia no es entre hombres y mujeres, sino la que existe entre dos tipos de identidades: entre una identidad dominante —en el caso de los hombres— y otra subalterna —en el caso de las mujeres—. Quienes pertenecen a la dominante, no tienen ninguna consciencia de su identidad. Por ejemplo, los que somos blancos nunca pensamos que lo somos, o los que somos heterosexuales tampoco pensamos que lo somos. En cambio, quienes pertenecen a la subalterna, son perfectamente conscientes de su identidad. Por ejemplo, los afroamericanos son muy conscientes de su identidad, porque viven en una sociedad que se lo recuerda constantemente. En una sociedad como la nuestra, las escritoras son muy conscientes de que son mujeres, pero, en cambio, no tienen ninguna consciencia de que son blancas o heterosexuales. Esto es así porque todas las identidades subalternas tienen una fuerte consciencia, además muy problemática, de esa identidad. Por oposición a la dominante, ¿qué elementos caracteriza a la identidad subalterna? Que han sido definidas desde fuera. Por ejemplo, no han sido los afroamericanos los que se han definido a sí mismos, sino que fueron los esclavistas blancos los que definieron a los afroamericanos. Del mismo modo, la identidad de las mujeres ha sido tradicionalmente definida desde fuera por los padres de la Iglesia, por los legisladores, por los políticos, etc. ¡Siempre por hombres! Esta es, también, la «tesis del orientalismo» de Edward W. Said: el oriental ha sido siempre definido por el occidental. La cuestión más importante es que esa definición no es casual ni desinteresada. Las mujeres nos encon-
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tramos con esa identidad en la que no nos reconocemos, pero no tenemos otra. Por eso la tenemos que crear. Eso es, precisamente, lo que une todas nuestras obras: a pesar de las diferencias evidentes, en ellas siempre se encuentra esa preocupación latente. Hablando de reivindicaciones feministas, parece que usted consiguió conciliar bastante bien el binomio vida profesional-vida privada… Yo creo que no fue así. Es más, diría incluso que renuncié deliberadamente a muchas cosas de mi vida profesional para salvaguardar mi vida privada: si hubiese renunciado más a mi matrimonio o a pasar más tiempo con mi hija, creo que hubiese conseguido muchos más logros en mi vida profesional. Fui muy cobarde en esa época. Y tampoco tenía modelos en los que fijarme: sabía lo que era ser escritora porque había leído muchos diarios de escritoras, pero no sabía lo que era ser madre porque había muy pocos diarios de madres. Ni autobiografías ni novelas sobre este tema. Y siguen existiendo muy pocos. Por eso caí en una de las trampas más burdas, aquella en la que la mujer dice: «No te preocupes, cariño, que ya me quedo yo en casa». No era sólo una cuestión de dinero. Ir a contracorriente de todos los modelos cuesta muchísimo, porque tienes a toda la sociedad en contra —comenzando por tus propios padres—, incluidas las personas que más quieres y cuya opinión más te duele. Es muy difícil ir contra todo esto, porque necesitas una elaboración teórica y hacerla cuesta muchos años. Sin embargo, en los diarios no da la sensación de haber hecho ninguna concesión, sino todo lo contrario: que era una renuncia explícita y consciente a parte de la vida pública, nada traumática, para mejorar la calidad de su vida privada… Es cierto que en aquel momento tenía esa sensación de plenitud por entregarme a mi vida privada. Una de las cosas que quiero demostrar con la publicación de estos diarios son las respuestas provisionales —porque yo sigo sin tener una respuesta clara y definitiva en algunas cosas—. Ahora te diría lo mismo que les digo a mis amigas o a las personas conocidas que están a punto de ser madres: «Ve con cuidado, porque esto que al principio es maravilloso —y sobre lo que no te importa hacer numerosas renuncias personales—, luego se va convirtiendo en una rutina de la que te va a resultar muy difícil volver para integrarte en el mundo laboral».
estoy acordando de Luisa Castro, que en su libro La segunda mujer cuenta algo muy parecido a esto. ¿Cómo lo habría hecho con su experiencia actual? Supongo que con un poco más de corresponsabilidad, lo cual, seguramente, me plantearía muchos problemas con mi pareja. Si en aquel momento lo hubiese intentado, quizás eso hubiese precipitado mi divorcio mucho antes.
Es decir, te puede resultar muy fácil caer en los roles tradicionales, pero luego te va a resultar muy difícil dar marcha atrás. Esta es una trampa en la que yo caí. Es cierto que en aquel momento no lo veía como una renuncia, pero también creo que me engañaba hasta cierto punto: una amiga me ha dicho que en el diario estoy afirmando constantemente que soy feliz, y que posiblemente lo hiciese como una especie de antídoto ante toda la angustia que se siente de fondo. En efecto, parece que necesitaba decirme constantemente lo feliz que era como madre. ¿A qué angustia se refiere? A la angustia provocada por las dudas sobre dónde íbamos a vivir —si en Milán o en Buenos Aires—, sobre mi futuro profesional —si al final me convertiría o no en una escritora—, sobre si podría publicar mi primera novela, porque me derrumbaba si yo no iba a ser escritora. Ahora pienso que aquello que yo vivía como una renuncia voluntaria no era más que un mecanismo de defensa, como lo que le pasa al zorro con las uvas, que trata de autoconvencerse de que no están maduras porque no puede alcanzarlas.Además, los escritores nos veían a nosotras como intrusas, como competencia desleal, y por eso nos despreciaban. ¿Qué quiere decir que las «veían como unas intrusas»? Ellos creían y siguen creyendo que tienen éxito debido a sus propios méritos. Pero una mujer no tiene éxito por sus propios méritos, sino por llenar una cuota. Por entonces yo no veía la relación entre mi renuncia por mi maternidad y este rechazo del mundo literario. Si yo hubiese sido aceptada en ese mundo —es decir, tratada con respeto, como una persona igual al resto—, quizás le hubiese pedido a mi marido que se quedase más tiempo con mi hija para poder dedicarle más tiempo a mi vida profesional. Ahora que lo menciono, me
¿Cuándo se dio cuenta de que lo que al principio era una simple inquietud pasaba a ser una reivindicación feminista? Cuando publico el libro Literatura y mujeres, en el año 2000. En ese momento es cuando les doy forma a todas esas inquietudes. En el diario que acaba de publicarse todo esto se encuentra de una forma muy confusa. Yo veía que las puertas del mundo literario no se me abrían como autora, sino, por ejemplo, como entrevistadora. Me daba cuenta de que me miraban con desconfianza, de que querían a las mujeres siempre y cuando no estuviesen en pie de igualdad. En el libro se puede leer la siguiente frase: «Volverse mayor es eso: tener menos fe en los remedios, las recompensas, los consuelos». ¿Así es como Laura Freixas también se ve en la actualidad? Hacerse mayor no es exactamente lo mismo que madurar: hay personas que se hacen mayores, pero no maduran. Creo que madurar es no atribuir tanto poder a los demás, bien sea para el reconocimiento, para la censura o para el consuelo: es no creer que los demás tienen la verdad sobre ti o que te puedan juzgar. Hay una especie de poder, de naturaleza casi divina, que atribuimos a los demás y que simplemente equivale a inmadurez. En cambio, madurar es llegar a relativizar ese poder de los demás sobre ti. ¿La actual Laura Freixas reconoce fácilmente a la que fue hace veinte años en estos diarios o le produce una especie de extrañamiento? En algunas cosas veo con satisfacción que ahora entiendo lo que antes no entendía, pero en otras cosas siento que soy la misma. Por ejemplo, me parece que sigo concediendo demasiada importancia a lo que otras personas piensan de mí, que sigo siendo demasiado dependiente de la mirada de los demás. Ahí también me he quitado la máscara.
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Patrick Modiano
Patrick Modiano y los cafés de París Lola Moreno – 11
Modiano y los vacíos de la Historia Andreu Navarra – 13
Modiano es un apellido sefardí David Aliaga – 16
Patrick Modiano: ecolalia de la clandestinidad José de María Romero Barea – 19
Libro de familia. La documentación como prueba de existencia en las calles conocidas Natalia Garrido – 22
Contar un nombre: archivo y relato en Dora Bruder Felipe R. Navarro – 25
La mujer ausente en Recuerdos durmientes Scherezade García – 30
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E l ci e l o r a s o
Patrick Modiano y los cafés de París Por Lola Moreno Los Modiano son judíos sefarditas que pasaron por la Toscana y se establecieron en Salónica, donde nació en 1912 el padre de Patrick Modiano, que vivió en Alejandría, obtuvo la nacionalidad española y recaló en París en 1942. Patrick Modiano apenas lo conoció. Interesante tema de análisis parece la influencia que ese origen sefardita ejerce sobre él, al igual que en Elias Canetti, que dijo haber vivido su primera infancia en judeo-español y traducido al alemán todos sus recuerdos salvo, me refrescó un amigo francés, estos versos: «Manzanicas coloradas, las que vienen de Estambul». En Patrick Modiano pasado y nostalgia se trenzan. Los principios de sus novelas quizá no siempre resulten de lo más excitante y, pese al inmenso poder que confiere a la memoria, por momentos narra tan tenue, tan sutilmente, que pudiera achacársele cierta tibieza en la emoción. Se le pondera como un autor profundo, muy sensible, un observador intimista de la realidad, un exquisito estilista, muy de moda en los años ochenta en París, ligado a la corriente postexistencialista y que se ocupa de personajes ordinarios heridos por los vientos de la historia. Calle de las Tiendas Oscuras está considerada una de sus mejores obras. También En el café de la juventud perdida, en la que, a diferencia de otras, los fantasmas del período de la ocupación nazi en Francia se hallan ausentes en pro de los asociados a la búsqueda de identidad de sus personajes narradores en el París de los sesenta. Aquí nos encontramos ante las voces narrativas de cuatro personajes a través de los cuales el autor nos recrea el París de su propia juventud con el poder de la memoria y el imán de la nostalgia. Pluralidad vocal para una visión caleidoscópica de un mismo tiempo y lugar ofrecida por un estudiante de la Escuela Superior de Minas, un detective privado llamado Pierre Caisley, una misteriosa muchacha a la que apodan Louki y Roland, un joven que finalizará la narración dando claves insospechadas en torno a ella, que al fin y al cabo se erige como el gran nexo en común de lo narrado por
cada uno, más allá del recuerdo de una época en la que a todos les atenazó el apremio por empezar de cero. Todo parte de Le Condé, uno de los cafés que más tarde cerraba en un barrio por las inmediaciones de la glorieta de L’Odéon, en la Rive Gauche, la orilla izquierda del Sena, y que contaba con la clientela más peculiar, la mayoría jóvenes bohemios del arte en general y de la literatura en particular, aficionados al alcohol, las sustancias tóxicas y los paraísos artificiales, practicantes de la patafísica, el letrismo, la escritura automática, las metagrafías y otros experimentos, que a partir del atardecer acudían allí como a un punto de encuentro. «Un punto fijo» vital en el maelstrom de una gran urbe como esa para una juventud perdida como perros sin dueño viviendo el presente. Nunca se hacían preguntas entre ellos ni aludían a sus orígenes o a su pasado antes de conocerse. Y algunos de los más adultos que les rodeaban no confiaban mucho en su porvenir. Para el estudiante de Minas el café fue «un refugio contra todo lo que preveía que traería la grisura de la vida». Entonces ya era consciente de que algún día no tendría más remedio que dejar allí la mejor parte de sí mismo. Y si esa época aún sigue tan viva en su recuerdo se debe a las preguntas que se le quedaron sin respuesta. Así que, como quien quiere resolver crucigramas o solitarios, se afana en reunir y anotar detalles, nombres y fechas que a veces le traen a la memoria «un acontecimiento concreto, una tarde de lluvia o de sol». Él, como narrador del primer capítulo, nos contextualiza en tiempo y lugar y nos pone en escena a los personajes que formaron parte de todo aquello. Caisley, el detective privado, da un giro espectacular a la historia apareciendo sorpresivamente como narrador del segundo capítulo de lo que a esta altura puede vislumbrarse erróneamente como una novela detectivesca o de suspense al estilo clásico centrada en la búsqueda de la misteriosa chica. Caisley introduce una reflexión desalentadora y capital en la novela: Uno intenta crearse vínculos […]. En esa vida que, a veces, nos parece como un gran solar sin postes
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Lola Moreno. Patrick Modiano y los cafés de París
indicadores, en medio de todas las líneas de fuga y de los horizontes perdidos, nos gustaría dar con puntos de referencia, hacer algo así como un catastro para no tener ya esa impresión de navegar a la aventura. Y entonces creamos vínculos, intentamos que sean más estables los encuentros azarosos. […] Encuentros en una calle, en una estación de metro en hora punta. En momentos de ésos habría que sujetarse mutuamente con unas esposas. ¿Qué vínculo podría resistir a esa oleada que nos arrastra y nos lleva a la deriva?
Su decisión final de no revelar el misterio de la desaparición de la chica a su cliente una vez resuelto responde a la necesidad nunca antes experimentada a lo largo de su vida profesional de ir contracorriente, de hacer de ese su último caso. Movido por la empatía, la complicidad y el deseo de protección hacia la desconocida, se enfrenta a un profundo dilema moral y a la vergüenza por su cometido: «¿Con qué derecho entramos con fractura en la vida de las personas? ¡Y qué desfachatez la nuestra al mirarles en los riñones y en los corazones! ¡Y al pedirles cuentas! ¿A título de qué?». Louki es una joven desarraigada con inquietudes intelectuales y atormentada por el pasado, los miedos, las inseguridades, las carencias afectivas y cuestiones existenciales. No se siente de verdad ella misma sino escapando, por lo que sus únicos buenos recuerdos los conforman los de huida o evasión. De ella se enamora Roland. Comparten lecturas, el miedo a los fantasmas del pasado, la falta de arraigo, el sentimiento de soledad, la inquietud existencial y la búsqueda de identidad. Transcurridos muchos años, en él impera el deseo de que todo vuelva a empezar exactamente igual que antes, la obsesión de El Eterno Retorno, influenciada por un libro con las tapas en blanco y negro que leyó: Nietzsche: filosofía del Eterno Retorno de lo mismo. Echando la vista atrás Roland se reprocha a sí mismo no haber sabido detectar ciertas cosas que podrían haber cambiado el giro de los acontecimientos, y le traumatiza lo que pudiera haber sido y no fue. Se pregunta: «¿Somos realmente responsables de las comparsas que no hemos escogido y con los que se cruza nuestro camino cuando empezamos a vivir?». Le oprime pensar que «Se dicen tantas cosas… Y, luego, las personas desaparecen un buen día y te das cuenta de que no sabías nada de ellas, ni siquiera su auténtica identidad». O «Tantas personas con las que nos
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cruzamos cuando estábamos empezando a vivir, que no lo sabrán nunca y a las que nunca reconoceremos». En la cabeza le retumban estas palabras que en una ocasión le dijeron: «Cuando de verdad queremos a una persona, hay que aceptar la parte de misterio que hay en ella…». Su teoría de «zonas neutras» y «agujeros negros» en el plano de la ciudad ahonda en aquel París de los sesenta como protagonista también de la historia, un extinto París por el que el lector camina de la mano de los personajes. La juvenil teoría consistía, fundamentalmente, en una enumeración por distritos de los nombres de calles que delimitaban esas zonas neutras, se tratase de una manzana de casas o de una extensión mucho mayor. Las zonas neutras o intermedias venían a ser «tierras de nadie en donde estaba uno en las lindes de todo, en tránsito, o incluso en suspenso», en las que era posible disfrutar de cierta inmunidad y cuya ventaja residía en ser puntos de partida de los que, antes o después, se podían ir. Frente a las zonas neutras se situaban los agujeros negros, lugares concretos ante los cuales Roland y Louki corrían el riesgo de ser tragados, «esquirlas de esa materia oscura que se menciona en astronomía, una materia que todo lo convierte en invisible», resistentes hasta a los ultravioletas, los infrarrojos y los rayos X. En definitiva, a Patrick Modiano hay que abordarlo sin ideas preconcebidas. Su narrativa no gusta de ajustarse al esquema tradicional «presentación, nudo, desenlace». Y, tal vez, la mayor dificultad para el lector que realice una primera aproximación a su universo radique en entender la estrategia narrativa y en determinar el asunto. Lo cual o lo aleja o lo fascina, esto último si está dispuesto a dejarse llevar sin más por una escritura de destellos y melancolía, aceptando la ausencia de nudo, sin pretender adivinar nada, porque fracasaría, pero sin desechar que el argumento puede ser la intuición de un algo no necesariamente puesto de manifiesto o más bien que hay que elaborar mentalmente, fuera del texto y apoyándose en él.
Lola Moreno es poeta, ensayista y crítica literaria y cinematográfica. Es autora de varios libros de poesía y miembro de la Asociación de Cervantistas, la Asociación Coreana de Hispanistas y la Asociación para la defensa de la lengua española en Filipinas «Galeón».
Modiano y los vacíos de la Historia Por Andreu NavarrA Fotografías: Frankie Fouganthin «Lleva tiempo conseguir que salga a la luz lo que ha sido borrado.» Es la primera frase de un capítulo de Dora Bruder, obra publicada por Patrick Modiano en 1997. Occidente ha sido muy hábil a la hora de sustituir el recuerdo de sus atrocidades por el vacío o por los agujeros de la Historia. Donde hay una laguna, donde no se han dejado hacer las preguntas lógicas, es donde el fisgoneador husmea, es donde hay terreno abonado para el investigador.
¿Quiénes son los protagonistas sin rostro (y sin raíces ni biografía) de las novelas de Patrick Modiano sino investigadores en su propia niebla, en lugar de en su propia salsa? Aunque personas inconstantes, fallidas, atrapadas por sí mismas, esos husmeadores modianescos (a menudo nómadas, o sin señas fijas ni nombre, ni apenas biografía), estos narradores trastabillantes se proponen reconstruir capítulos incómodos de la historia de Francia.
Los husmeadores modianescos encadenan anécdotas y encuentros, pero no consiguen hilvanar una existencia concreta, dirigida hacia algo. Es posible que se trate de metáforas vivas de la colectividad que los ha engendrado, una comunidad sin conciencia, ni memoria, ni objetivos claros más allá de su estricta continuidad. En 1975, se estrenó en Francia una película que se preocupaba, como Modiano, de arrojar luz sobre las discretas infamias del Estado francés durante la Ocupación y la etapa del Gobierno de Vichy. Su título era Sección especial; la dirigió Costa-Gavras, quien se encargó también del guión, junto a Jorge Semprún. La película se inspiró en una novela de Hervé Villeré. Para acentuar el efecto de la banalidad o la facilidad con la que emana el mal entre órdenes administrativas, leyes anónimas, expedientes asépticos, listas arbitrarias de seres que deben morir, sin explicación racional, ese tipo de materiales de oficina que nutren las novelas de Modiano, durante todo el filme podemos escuchar la voz del mariscal Pétain, pero en ningún momento vemos su cara. La orden de que deben morir guillotinados seis franceses para vengar el asesinato de un oficial alemán se ha de plasmar en una nueva ley de enjuiciamiento y en unos procesos que son una pura farsa. Así nacieron los tribunales especiales que funcionaron durante toda la Ocupación. Tribunales que condenaban de antemano, en cuyos procesos no existía ni la más mínima relación entre los hechos y las penas, ya que se trataba de matar para apaciguar a los alemanes. La película es única porque retrata como ningún otro documento el momento mismo en el que un sistema liberal, garantista y teóricamente neutral se convierte en el juguete de un equipo de ejecutores. Los magistrados, forzados a condenar a muerte a prisioneros que no han tenido nada que ver con los atentados, deben autoconvencerse de que están eliminando a «escoria social» o a «despojos». Deben autopersuadirse, con la ayuda de la Razón de Estado, de que están haciendo un bien para Francia,
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Andreu Navarra. Modiano y los vacíos de la Historia
cuando su propio comportamiento resulta abominable hasta para fascistas convencidos. Que un magistrado considere a alguien «escoria» o «un peligro» es razón sobrada para que lo envíen a la guillotina. Es la terrible indefensión que sufren los franceses que no han podido o no han querido apuntarse a la farándula de los colaboracionistas. Y, a veces, ni siquiera estos conseguían sobrevivir, y recibían un balazo o un entierro en vida cuando se convertían en una molestia para los que sostenían la sartén por el mango, o simplemente porque aburrían ya a sus clientes o proveedores.
El lugar de la estrella (1968), la primera novela de Patrick Modiano, no tiene un estilo muy modianesco. Es, lo señaló Fernando Castillo, una narración celiniana. Paródica, expresionista, tiene mucho más que ver con la etapa de entreguerras que con los años sesenta: aunque sí debe vincularse a la eclosión neovanguardista asociada a las rebeliones de Mayo del 68. En aquel tiempo, la irrupción modianesca puede contextualizarse en la voluntad de desenmascarar el gaullismo y la historia oficial del Estado francés. Y de ahí que el autor sacara a danzar a todos los fantasmones vergonzantes del antisemitismo, el autoritarismo y el colaboracionismo franceses: Céline mismo, Maurras, Brasillach, Laval, Maurice Sachs, Drieu La Rochelle… Sabemos aproximadamente en qué momento realizó Modiano el descubrimiento que moldeó más a fon-
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do su obra narrativa: la poesía de los datos puntuales, la extraña simbología de los registros civiles, los recuerdos anodinos, las anotaciones dispersas, las aristas y vértices de las memorias colectivas y personales, no siempre coincidentes. En Libro de familia (1977) ya encontramos perfectamente consolidada esta particular técnica del dato al que rodea la más pura ausencia o la elipsis temporal. Modiano descubrió que las ilusiones son fugaces, que las revelaciones suelen ser fútiles como fogonazos de magnesio, y encima, para acabar de agravar las cosas, solemos caer en las garras de la certeza de forma involuntaria, cuando menos lo esperamos. Y cuando no podemos hacer absolutamente nada para cambiar el desastre o frenar el horror; salvo escribir. Domingos de agosto (1986), Un pedigrí (2005) son textos que no abandonan esta técnica tan particular. Cualquier atormentado fisgoneador modianesco podría haber encontrado las sentencias absurdas dictadas por los jueces del filme de Costa-Gavras, que naturalmente se basó en hechos reales. En un pasaje de la película, un magistrado se ha de encargar de elegir, de entre unos cientos de expedientes relativos a presos judíos, anarquistas o comunistas, cuáles han de ser los nombres de los seis culpables no culpables que el Estado debe ejecutar en un plazo de dos días. El juez va arrojado montoncitos de carpetas sobre otros montoncitos, que incluso caen al suelo. Cada carpeta pertenece a un ser humano, que por supuesto no sabe que ha de morir víctima de un misterioso engranaje estatal. A los fiscales y jueces se les recuerda que fueron soldados, entre 1914 y 1918: se les fuerza a seguir la misma lógica que los militares de Senderos de gloria: puesto que se ha decidido que un batallón fue cobarde, deben morir un puñado de «pobres desgraciados» para dar escarmiento, y es exactamente indiferente lo que hayan hecho o cómo se hayan comportado. Es la pregunta que se hace una y otra vez el narrador de Dora Bruder: ¿por qué en una determinada y no tan lejana etapa de la historia europea empezó a encarcelarse y a concentrar en campos a millones y millones de personas, sin motivo aparente, sin que estas entendieran por qué, tanto en España como en Alemania o Francia o Rusia o Hungría o Polonia? Es en Dora Bruder donde se alcanzaron en su perfección más nítida dos direcciones básicas en la obra de Modiano: su particular estilo basado en la imitación de la historiografía y su voluntad de desentrañar, de la nada, un caso real y concreto de desaparición duran-
te la Ocupación. Por eso la crítica es unánime cuando otorga a Dora Bruder un papel central en la trayectoria de Patrick Modiano. No nos interesa si es su mejor novela, su obra más perfecta; sí parece que es la más ajustada a sí misma, la más perfeccionada; sí es la que explora de una forma más explícita las ausencias, los vacíos, las lagunas y agujeros de la historia de Europa. Veámoslo: «Dicen que los lugares conservan por lo menos cierta huella de las personas que los han habitado. Huella: marca en hueco o en relieve. Para Ernest, Cécile y Dora, yo diría: en hueco. Me embargaba una sensación de ausencia y de vacío cada vez que me encontraba en un lugar donde habían morado» (pág. 31). Dejamos, pues, huecos irrellenables. Nunca huellas fiables, agarraderos. No sabemos por qué, se desatan épocas en las que el control, la deportación, la clasificación de los ciudadanos, su encierro forzado, su humillación extrema y su asesinato se convierten en obsesiones habituales. El sueño de la seguridad identitaria está siempre politizado. Sebald escribió, en 1999: «Es difícil hacerse hoy una idea medianamente adecuada de las dimensiones que alcanzó la destrucción de las ciudades alemanas en los últimos años de la Segunda Guerra Mundial, y más difícil aún reflexionar sobre los horrores que acompañaron a esa devastación. Es verdad que de los Strategic Bombing Surveys de los Aliados, de las encuestas de la Oficina Federal de Estadística y de otras fuentes oficiales se desprende que sólo la Royal Air Force arrojó un millón de toneladas de bombas sobre el territorio enemigo, que de las 131 ciudades atacadas, en parte sólo una vez y en parte repetidas veces, algunas quedaron casi totalmente arrasadas, que unos 600.000 civiles fueron víctimas de la guerra aérea en Alemania». Se trata del inicio del texto que en España ha circulado con el título de Sobre la historia natural de la destrucción (Anagrama, 2003). Sebald opera literariamente de forma exactamente inversa a Modiano: no trata de detectar el nombre o el caso concreto, no una busca una salvación desde abajo, desde el punto, desde el nombre concreto, no busca la muesca en el calabozo de la víctima, ni su apellido en algún interrogatorio policial grotesco; Sebald no busca huecos, sino abismos, cráteres, o agujeros negros. Se ocupa del cielo, de la electricidad, de las grandes empresas, de la metafísica de los paisajes y de las construcciones. De los ecos de los que ya no están, pero en forma de coro espectral.
Pero Modiano y Sebald parten de la misma pregunta básica: ¿cómo ha sido posible borrar semejantes abominaciones de la conciencia histórica europea? Allí donde Modiano preguntaba acerca del antisemitismo en Francia, del incómodo régimen de Vichy, de la masiva colaboración con los nazis, de todo aquello que el gaullismo había limpiado para potenciar el conformismo y el triunfalismo más amnésico, Sebald se planteaba por qué no fue bombardeada la vía de tren que conducía a Auschwitz, o cómo pudo diseñarse una campaña militar de bombardeo ilimitado contra población civil, con toda naturalidad, con toda impasibilidad. Y lo más inquietante: ¿por qué no habían quedado registros? ¿Por qué nadie se atrevía a recordar? ¿Por qué no se asumen estas partes incómodas la historia de Occidente? Hubo judíos que colaboraron con los nazis: esta verdad atroz paraliza a Modiano en muchos de sus escritos: «La Unión general de israelitas de Francia jugó un papel de cierta relevancia en la asistencia a gran número de judíos, pero desgraciadamente tenía un origen ambiguo ya que fue creada por iniciativa de los alemanes y del Gobierno de Vichy; los alemanes pensaban que un organismo semejante bajo su control serviría sus designios, como las Judenrate que habían creado en las ciudades de Polonia» (Dora Bruder, Seix Barral, 2016, pág. 96). ¿Por qué es tan difícil acceder a fuentes, reconstruir líneas, vectores, relaciones, redes, bases? ¿A quiénes resultan útiles los relatos edulcorados y exculpatorios? ¿Por qué preferimos mirar hacia donde nada nos increpa, fieles a un relato rosa en el que nuestro estúpido, falso, inexistente e inútil heroísmo encaja? ¿Cuándo se podrá socializar una mirada así de limpia en nuestro país? Una mirada integral y comprensiva hacia nuestros huecos y agujeros negros. Lagunas casi imposibles de inundar, por hondas.
Andreu Navarra (Barcelona, 1981) es escritor e historiador. Sus últimos libros son el ensayo El espejo blanco. Viajeros españo-
les en la URSS (Fórcola, 2016), la novela Hojas (Sloper, XIV Premio Café 1916, 2017) y la biografía La escritura y el poder. Vida y am-
biciones de Eugenio d’Ors (Tusquets, 2018). Colabora en varios medios de prensa escrita.
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Modiano es un apellido sefardí Por David Aliaga En una cafetería de Barcelona, mi rabino me explicó que había un autor francés —he sido incapaz de comprobar si realmente se trata de Sartre, como creo recordar, quizá porque el rav llevaba una biografía de Sartre en el bolsillo de su abrigo aquella tarde— que escribió que era judío aquel a quienes los antisemitas reconocían como tal. A efectos trágicos, la afirmación resulta certera. Sin embargo, en términos religiosos la cuestión sobre la judeidad de una persona es una de las mayores controversias en el seno de la comunidad israelita. Para los ortodoxos sólo es judío el nacido de un vientre judío y el converso certificado por un beit din ortodoxo; los movimientos reformista y masortí reconocen entre sí la autoridad de sus tribunales rabínicos, y también que una persona pueda ser judía de nacimiento aunque su madre no lo sea, si su padre lo es. A pesar de que existe el debate, desde el punto de vista religioso, las interpretaciones de la halajá (ley mosaica) a las que se atienen las diversas corrientes del judaísmo están más o menos claras. Sin embargo, en la práctica, se complica. ¿Es judío el hijo de una judía que no ha sido educado en dicha tradición, que no acude a la sinagoga, que come cerdo y que no celebra Yom Kipur? ¿Serían judíos los nietos de esta persona? ¿Es judía la hija de un judío y una católica que ha estudiado Torá, ha celebrado su bat mitzvá y se siente judía? Y, sobre todo, ¿qué implica ser judío para el individuo? En cada caso, estas preguntas dejan de ser materia de legislación religiosa para convertirse en una problemática identitaria personal. En el ámbito literario, la obra de algunos de los autores más brillantes del último siglo se ha articulado como respuesta a la pregunta sobre la identidad (¿quién soy?) y las implicaciones de la condición judía sobre la definición que hacen de sí mismos. Estados Unidos ha sido especialmente prolífico alumbrando escritores cuyos libros dialogan con la cuestión judía. Bernard Mallamud, Saul Bellow, Cyn-
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thia Ozick, Philip Roth, Jonathan Safran Foer, Nicole Kraus, Shalom Auslander… Tanto es así que desde hace décadas sus obras se estudian en una rama específica de los estudios literarios que se ocupa de la llamada Jewish American Fiction. Durante muchos años el corpus de los estudios de literatura judía se había dado por sentado. Si un autor era judío en términos genéricos y escribía desde una perspectiva judía o sobre temas judíos, formaba parte de la nómina de escritores a estudiar. Sin embargo, en los últimos años, brillantes académicos como Benjamin Schreier (The Impossible Jew) han puesto en duda la facilidad para definir el corpus de la Jewish American Fiction. Si resulta complicado definir en qué consiste ser judío, si dicha pregunta tiene tantas respuestas posibles como individuos que se la formulen, designar a un creador como escritor judío es harto más complicado. Más todavía cuando algunos de los autores judíos —de una forma u otra— más estudiados y valorados por la crítica rechazan la etiqueta. Cynthia Ozick, que ha escrito sobre el Holocausto y el trauma posterior, sobre el gólem, sobre el yídish…, rechazaba que su obra fuese «judía» en la entrevista que le realicé para el número 385 de Quimera. Por más que abordase esos temas, que acuda a los servicios de la sinagoga ortodoxa de New Rochelle o que suela escribirme para felicitarme Pésaj y Janucá: «... en cuanto a la escritura, el judaísmo no es y no ha sido nunca mi tema. No soy una rabina o una teóloga, ni siquiera una filósofa. No tengo capacidad para desempeñar esos oficios y, en dicho sentido, no soy una escritora judía, es decir, una escritora de libros judíos». En lo que a Europa se refiere, desde la década de 1940, la literatura judía —mantendré esta problemática expresión a efectos prácticos— ha sido una cosa del pasado o una cuestión extranjera. Los autores murieron en los campos de exterminio o huyeron a Estados Unidos e Israel. Se oscureció la luz que manaba de los cafés de Viena, se disipó la efervescencia de Galitzia. Salvo honrosas excepciones, el continente se quedó
huérfano de obras como El candelabro enterrado de Stefan Zweig o La familia Karnowsky de Israel Yehoshua Singer. Y por desgracia, casi ochenta años después, la literatura judía sigue pareciéndole al lector europeo una cuestión histórica o exótica. La más notable excepción se la debemos a la pluma de Patrick Modiano. Es cierto que sus novelas buscan reconstruir un pasado personal absolutamente fragmentado («Escribo para saber quién soy, para encontrar una identidad»), al tiempo que descorre los velos de silencio con los que Francia cubrió la complicidad o connivencia de buena parte de sus habitantes durante la Ocupación alemana. Pero ni el rompecabezas identitario de Modiano, ni su denuncia de los crímenes de los colaboracionistas pueden disociarse de las ramas sefardíes de su árbol genealógico si aspiramos a una comprensión completa de su compleja obra narrativa. Resulta complicado pensar que el autor nacido en Boulogne-Billancourt escribiese desde la postura en la que escribe de no ser hijo de quien es. El padre del premio Nobel, Albert Modiano, provenía de una familia de judíos italianos instalados en Salónica y emigrados a París. Durante la ocupación francesa sobrevivió escapando de las redadas de la Gestapo al tiempo que se acercaba a los nazis para comerciar con productos de estraperlo. De la misma forma que la ausencia de su madre, la actriz belga Louise Colpijn, ofrece en sus novelas reflejos en forma de niños desatendidos que se aburren en los camerinos de un cabaret, en el apartamento de una cupletista venida a menos, de infancias extrañas y provisionales…, las zonas oscuras de la biografía de su padre se erigen como imponentes columnas, preguntas recias sobre el papel de los franceses durante el nazismo. En Dora Bruder (1997), Modiano confesó que la escritura de su primera novela, El lugar de la estrella (1968), obedecía al impulso de responder a la tradición novelística antisemita que se había desarrollado en Francia durante mucho tiempo. Como reparación a la conducta de compatriotas que, como su propio padre sefardí, contribuyeron, obtuvieron beneficios o miraron hacia otra parte cuando la nación señalaba al pueblo de Jacob. Precisamente esas dos novelas, junto con Libro de familia (1977), nos ofrecen un tríptico sobre el diálogo que el autor mantiene con la cuestión identitaria judía. Tres obras muy distintas en lo formal, pero que además de compartir la denuncia, la melancolía y la búsqueda identitaria que atraviesa la bibliografía completa de Modiano, están hilvanadas por la cuestión judía.
El lugar de la estrella es un texto experimental, dolorosamente paródico e irreverente que se inscribe en el contexto de surgimiento del debate sobre el papel de Francia en el Holocausto que el gaullismo había silenciado. Modiano se incorpora a la escena literaria con su primera novela en el año en que los jóvenes parisinos se echaron a la calle gritando, entre otras consignas, «¡Todos somos judíos alemanes!», en solidaridad con Daniel Cohn-Bendit, un joven judío francoalemán que había participado en la ocupación de la Sorbona en el mes de mayo y al que el Gobierno francés prohibió la entrada en el país durante una década. Modiano ofrece a través de Raphaël Schlemilovitch un retrato cubista de lo que suponía para los jóvenes judíos franceses de Mayo del 68 ser judíos en la Francia posterior al régimen de Vichy. El protagonista es una parodia histriónica de los argumentos judeófobos de autores como Louis Ferdinand Céline que, como Modiano escribe en Dora Bruder, descubrió en las estanterías de su padre. Schlemilovitch ridiculiza la simplificación negativa del antisemitismo —«ese monstruo imaginario […] con su nariz torcida y sus garras […] culpable de todo mal y culpable de todo delito»— en su aspiración a ser un judío «auténtico». Pero, a través de sus contradicciones y de su evolución, expone también la complejidad de la construcción identitaria a la que tuvieron que enfrentarse miles de sefardíes y askenazíes galos. Cuando casi treinta años después, en Dora Bruder, el francés nos confiesa el impulso que lo movió a escribir su primera novela, y a través de las implicaciones que supone la escritura de Dora Bruder, comprendemos que existe una voluntad de reparación por parte de Modiano. Una enmienda que debió comenzar necesariamente con la denuncia de quienes perpetraron los crímenes y que en muchos casos vivían discretamente reinsertados en la democracia francesa, pero que debía completarse rescatando del olvido a todas las víctimas a través de una de ellas. Como si justificase haberse demorado en otros libros hasta encontrar a su más célebre protagonista, escribe: «Lleva tiempo conseguir que salga a la luz lo que ha sido borrado». Dora Bruder es el nombre de una niña desaparecida que el escritor francés lee en un periódico de 1941. Sus padres, desesperados, publican el aviso a pesar de que suponga exponerse a la policía de asuntos judíos que, como constata Modiano, existió en Francia, en la calle Greffulhe de París. Y Modiano, décadas después, retoma la búsqueda con la intuición, si no con la certeza, de a dónde lo conducirá. A través de los archivos, de documentación judicial, el narrador reconstruye el
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camino que llevó a Dora desde París hasta Auschwitz. Y al tiempo que le concede a la pequeña judía la dignidad de la memoria, reconstruye los edificios en los que operaban la burocracia colaboracionista y la policía xenófoba, derrumbados o reformados por la política municipal, sea como fuere, borrados del relato histórico falaz que Francia se había explicado a sí misma. Dora Bruder parece transmitir la idea de que la ocultación de los crímenes equivale al olvido de las víctimas. «Quedan pistas en los registros pero se ignora dónde están escondidos y qué guardianes los vigilan y si querrán enseñárnoslos. O tal vez, simplemente han olvidado que esos registros existen.» Febril y desbocada en El lugar de la estrella, la voz narradora de Modiano se apacigua con el paso de las novelas y a finales de la década de 1990 nos encontramos a un narrador mucho más reflexivo, casi contagiado del laconismo burocrático del material administrativo que convierte en literatura. El cambio de tono, la mayor claridad en la sintaxis y en las imágenes bien podrían estar relacionados con el propósito distinto de las obras. Mientras que con su primera novela Modiano derrumbaba un muro de silencio y lanzaba su literatura contra los criminales que habían quedado impunes, en Dora Bruder acomete con el sosiego del arquitecto un ejercicio de reconstrucción. En su ópera prima construye una ficción excesiva, hiperbólica, para combatir el engaño de la Historia en el que se dio cobijo a los miserables; en la obra de 1997, caídas las máscaras, coloca a quienes las vestían frente a la certeza de lo notarial y recupera los rostros que tras la guerra se habían sacrificado a la restauración de la convivencia. Entre el ejercicio de reparación y la denuncia airada, Libro de familia se presenta como un conjunto de relatos en los que el narrador trata de reconstruir su identidad a partir de los recuerdos que le sobrevienen en el momento de inscribir a su hija en un libro de familia, algo que a él, como judío, como a tantos judíos, se le había negado. En el caso del narrador, la burocracia sólo sirve para emborronar su pasado porque el padre judío se vio obligado a firmar con un nombre falso su certificado de matrimonio. Existe también en esta obra una reparación simbolizada en el libro de familia. El documento administrativo representa la fijación de los orígenes de su hija, la certeza de unas raíces siempre difusas en los narradores modianescos, como el autor, hijos de padres ausentes o que ofrecen relatos incompletos de sí mismos. Pero la inscripción en un registro estatal de una familia con apellido judío implica también el fin de una forma de discriminación de Estado.
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La preocupación por el lugar de los judíos en la sociedad francesa, los condicionantes que la judeidad de los padres de la ficción modianesca implican en la identidad de sus hijos, y el origen sefardí de Modiano parecen legitimar la pregunta sobre la posibilidad de incorporar al de Boulogne-Billancourt en el canon de la literatura judía europea. Aun cuando el autor pueda no considerarse judío o rechazar la etiqueta, novelas como Dora Bruder o Libro de familia evidencian una preocupación por las implicaciones de sus raíces familiares. Desde luego, uno puede intuir que si el padre de Modiano no hubiese sido sefardí, la escritura del francés hubiese sido distinta. Si Patrick Modiano escribe «para encontrar una identidad», entonces lo hebraico forma parte de ella aunque sólo sea en forma de interrogante. A diferencia de autores norteamericanos, que han conocido la normalización de lo judío en su entorno y que escriben sobre una sociedad en la que lo judío forma parte de lo colectivo nacional, no existe un judaísmo casual, ni ornamental, en Modiano. Lo hebreo se manifiesta a través de su preocupación por su propia responsabilidad y la de su país hacia los judíos, y de qué manera eso condiciona el hombre que es y su escritura. La respuesta que encontramos en sus textos es la de una identificación sin fisuras con los judíos que padecieron el nazismo y la Ocupación. Adicionalmente, como en la literatura memorialística de los judíos europeos que se vieron expulsados de sus hogares, que vieron a sus familiares morir en los campos, la del premio Nobel es una narrativa marcada por la necesidad de reconstrucción y reparación, y se constituye como un ejercicio de memoria y de denuncia. Afirmar que Modiano es un escritor judío o que sus libros son literatura judía resulta tan problemático como afirmar que existe una literatura judía. Y sin embargo, El lugar de la estrella, Libro de familia y Dora Bruder evidencian que sus raíces sefardís tienen un peso específico en el diálogo que el autor sostiene con la pregunta fundamental de su obra: ¿quién es Patrick Modiano?
David Aliaga (Barcelona, 1981) es escritor y editor. Ha publicado la novela breve Hielo (2014) y los libros de relatos Inercia gris (2012), Y no me llamaré más Jacob (2016) y El año nuevo de los ár-
boles (2018). Miembro de la plataforma cultural Mozaika, colabora en diversos proyectos para la difusión de la cultura judía.
Patrick Modiano: ecolalia de la clandestinidad Por José de María Romero Barea El mundo que habitamos está conformado por el humano deseo de ser visto. La literatura supone una creación de la imaginación en la que los imperativos morales no cuentan. En la sociedad de estos relatos, el orden no tiene más sustancia que un escenario desordenado. Junto a escenas de crueldad, el espectáculo de la desolación. Los alter ego son a la vez investigadores, sujetos experimentales de una institución contaminada por la pornografía, la celebridad o la inminencia del conflicto. Sólo para satisfacer el afán de objetividad, clínicos en beneficio de la decencia fingen emociones, mientras examinan los vestigios, los tesoros sagrados de nuestra cultura, los cuerpos imaginarios a los que responden con toda la violencia, la lujuria y la repugnancia que cualquier ciudadano de bien suprime. A través de suburbios mágicamente transmutados, conjura Patrick Modiano (Boulogne-Billancourt, 1945) una sucesión de paisajes tan nítidos como los personajes que los habitan. En libros célebremente cortos, el humor inexpresivo da paso a una jovialidad rapsódica. Se deja en el aire si lo que leemos existe o no es más que un delirio. Un sueño. Impulsivo, furtivo, psicópata, no se puede esperar del creador una explicación confiable. Despliega el narrador francés una amplia gama de estilos y géneros, pero sus nouvelles y piezas teatrales parecen explorar un único tema: la improvisación de la identidad personal que con tanta laboriosidad construimos, que se desmorona cuando peligra la estabilidad de la sociedad que la soporta. Nuestros comienzos en la vida La joven actriz Dominique y Jean, su novio, aspirante a escritor, ensayan La gaviota. «Pero ¿nosotros? Nosotros somos como los personajes de La gaviota, ¿no?», cuestiona la primera; a lo que el segundo responde: «Tú sí…, pero yo […] No me apetece suicidarme como el joven de La gaviota. Tengo confianza en el futuro». Se
resaltan así los aspectos humorísticamente melodramáticos del original y su serie de intereses amorosos no correspondidos. Todo en la escena surge emocionado por los paralelismos con la obra de referencia. «Soñaba con ir a la orilla del mar o a la montaña con la esperanza de poder respirar al fin», rememora Dominique, «hasta el día en que vi por primera vez en un escenario… Pese a los nervios, respiraba como no había respirado nunca […] ¿Para qué ir a buscar el aire libre a la montaña o a la orilla del mar? El aire libre está aquí». Se sabe que el médico, escritor y dramaturgo ruso Antón Chéjov (Taganrog, 1860 - Badenweiler, Baden 1904) fue un autor prolijo en breves y deliciosos apólogos, anécdotas de una vida que comienzan sobre la página y no sabemos muy bien dónde terminan. A su vez, su comedia La gaviota (1896) es uno de los más célebres dramas sobre el teatro que se hayan escrito. Subraya Modiano la condición lúdica de Chéjov en su propia obra de teatro Nuestros comienzos en la vida (2017), donde los cambios de escena se convierten en una deliberada jugada de sombras. Rara vez una obra teatral ha mostrado tan lúcidamente cómo los ancianos se ciernen sobre la pasión y el idealismo de los jóvenes, aplastándolos. La Elvire/ Irina de Modiano divierte, pero también aterra, por la forma en que destruye a su hijo Jean/Konstantin y conduce a Dominique/Nina hacia la destrucción. Los paralelismos de ambas obras con Hamlet son más que evidentes: la joven perturbada, la madre semiincestuosa. A su vez, el padrastro de Jean, Caveaux, periodista en dique seco, está cegado a las necesidades de su hijastro («No tengo nada que ver con Trigorin, el escritor famoso de la obra de Chéjov», se queja, «podría corregir algunas torpezas que he leído en tu manuscrito». A lo que responde el joven: «No quiero que me dicten lo que tengo que escribir»). ¿Está Irina/Elvire desprovista de conciencia o es que actúa para sí misma? («Ya le voy a decir yo cuatro cosas a la chica esa… Si se cree que tiene algún derecho sobre
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J. M. Romero Barea. Patrick Modiano: ecolalia de la clandestinidad
mi muchacho porque interpreta a Chéjov…») La nitidez de la tragedia se ve atenuada por la sátira del autor de Un pedigrí (2007) hacia nuestras comunes irrelevancias. Al denunciar las ilusiones del drama, evidencia las ilusiones que tenemos sobre los demás y sobre nosotros mismos. «Esta noche he soñado con mi madre y con Caveux», confiesa Jean a su novia: «Era como si me sumergiera de golpe en el pasado, pero conociendo ya todo el porvenir… Casi me daban lástima mi madre y Caveux…, dos mendigos perdidos en el pasado». «Vas a tener que poner todo eso en la novela…», responde Dominique, a lo que apostilla Jean: «No, sería más bien una obra de teatro». Modernidad y tradición están en diálogo constante. Ambos autores nos recuerdan que estamos entre bambalinas, con sus trampantojos y oportunas caídas de telón: «Hubo, ese invierno, varios cortes de luz en París. Ella me dijo que, como medida de precaución, iluminaban el escenario del teatro de la calle Blanche con velas» (Jean). Lo doloroso es a veces revelador. Al centrarse en el diálogo e ignorar el contexto, el Premio Nobel de Literatura (2014) evidencia el interior definitorio de sus personajes: «Muchas veces nos hacemos la ilusión de que seguimos siendo los mismos… Si supieras cuánto ha cambiado París» (Jean). Sus enredos posrománticos son menos un triángulo de amor que un polígono polifacético: incide el novelista de En el café de la juventud perdida (2008) en los diversos grados de indigencia que asisten a la creatividad y la destrucción, al pasado y el presente. En ambos autores, la autoabsorción parece menos una negligencia casual y más un acto de asesinato cometido contra el futuro. Transmiten Chéjov y Modiano la onírica atmósfera en que (sobre)vivimos. Cuanto más falso todo, más logramos ver a través de la falsedad de los personajes: la fiereza de la veinteañera que afecta las emociones de la adolescente mal entendida, su ardiente desesperación; los anhelos de ser un escritor audaz al que, sin embargo, falta chispa: deseos evidentes en un interludio que no distingue entre actuar y ser, fingir y sentir, mientras se tambalea hacia un colapso seguro. En Nuestros comienzos, como en La gaviota, la dulzura se desliza hacia una irónica falta de envidia, que desemboca en el miedo. Arrancados de la realidad, los actores, aunque animados, se vuelven inconsecuentes conjuntos de comportamientos involuntarios.
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Recuerdos durmientes Los diagramas cabalísticos se burlan de los no iniciados. Para los expertos, todo libro es un compendio de rutas. ¿De caminos tomados o que aún deben tomarse? Bajo una gruesa capa de significados, lo que estuvo permanece, idéntico a sí mismo, esperando su interpretación, la explicación que lo rescata para la posteridad: «Miles y miles de sosias nuestros toman los caminos que nosotros no tomamos en las encrucijadas de nuestra vida, y nosotros, nosotros creímos que solo había uno». En la nouvelle Recuerdos durmientes (2018) se nos muestra un territorio de pasadizos clandestinos, misteriosos corredores, ambiguos personajes que son lo que no parecen. Abundan, sobre todo, las historias en la red subterránea de cámaras y secretos del relato. Compartimos las mismas aceras, aunque nuestras vidas rara vez se cruzan. Hay excepciones. Logra Modiano retratar la fibra real de la metrópoli antes de que el exceso de salubridad nos destruya para siempre. Fabulaciones y fantasías ocultas son el alimento del autor: lo difusamente definido, la psicogeografía del estilo o el prejuicio mistico-apocalíptico como método de trabajo. En Recuerdos, similitudes (sin)fónicas recombinan la rigurosidad del detective y la desvergüenza del flâneur. Revela el francés tensiones entre el informe de investigación y la entrada de diario, el enfoque híbrido experimental de deambulación digital y la sesión cibernética de Google Street View. Biografía sin tema, contraparte de la vida, memorial de la desaparición, incurre Modiano en una crónica artesanal de generaciones, donde la poesía de la producción se traduce en inventarios y las callejuelas del cuento obtienen su significado de las avenidas circundantes. Lo mismo sucede con los restos y pedazos rotos de las narraciones fragmentadas que, junto a los breves encuentros con fantasmales mujeres, se reúnen en este recuento: «Tuve la certidumbre de haber vuelto al pasado por un fenómeno que podríamos llamar el eterno retorno, o, sencillamente, para mí el tiempo se había detenido en determinado periodo de mi vida». Supone Recuerdos una oda sentimental a un pretérito desaparecido, una escritura enriquecida con anécdotas, reminiscencias y reflexiones desenterradas, pero también un retrato patético y entretejido de lo contemporáneo, del paisaje humano, de la desconcertante diversidad a través de la cual paseamos junto al autor de La hierba de las noches (2014).
En lugar del conocimiento previo, lo que se aprende a medida que uno avanza, hasta penetrar la esencia subterránea del territorio. «En nuestros recuerdos se mezclan imágenes de carreteras que tomamos y de las que no sabemos ya qué provincias cruzaban». Una vez de lleno en la ecolalia de la clandestinidad, descubrimos que apenas hemos comenzado a horadar la superficie.
El narrador, sin embargo, no cuenta la historia: la comenta, la enmarca, la abandona gradualmente, en capítulos obsesionados con lo que (no) se cuenta, la narración tácita: «Intento ordenar los recuerdos. Cada uno es la pieza de un puzle, pero faltan muchos, así que la mayoría se quedan aislados». En lugar de imponerse al paisaje, Modiano deja que se filtre en su psique: el resultado es el miedo; la relación con el lugar levemente esquizofrénica; la sed del ayer que convive con la tristeza del ahora en la urbe sometida a lo inevitable: «Anoto retazos que vuelven en desorden, listas de nombres o de frases muy breves. Deseo que esos nombres, como si fueran imanes, tiren de otros hasta la superficie y que esos fragmentos de frase acaben por formar párrafos y capítulos que se vayan encadenando». De hacer caso a Baudelaire, el hombre es un niño extraviado en una selva de símbolos: entre seres humanos fantasmales, últimos habitantes, sobrevivientes de su propia herencia: «Cuál es el plazo para que la justicia deje de perseguir a los culpables o a los cómplices y los cubra definitivamente con el velo de la amnistía y del olvido». En una época en que la cultura del consumidor consiste en borrar el rastro de sí mismo, es loable la angustia y el instinto del francés para preservar la memoria. Evoca el literato las frágiles comunidades de la incertidumbre, el declive de todo un sistema de aprendizaje, la competencia de lo que abre espacios a voces opuestas.
La escoria, la reafirmación A la vez vivos y muertos, arrastrados junto a los restos de modernidad, deambulan los personajes en torno a la zona de desastre: ahogados por los efectos del cambio, víctimas de lo ultramoderno, luchando por sobrevivir en un desierto que cruzan como harapientos exploradores. La decencia separa lo racional de lo irracional. Es fuente de orden. El rechazo que supone la ficción es, pues, una amenaza. Una alteración aparentemente destructiva, geofísica o sociopolítica, puede ser el desencadenante de un proceso de avance psicológico. En lugar de destruidos, los avatares de Modiano son liberados por la catástrofe. En Nuestros comienzos y Recuerdos, recientemente editados por Anagrama, en traducción de María Teresa Gallego Urrutia, todo lo que vemos es a través de los ojos de la imaginación. Es en situaciones extremas donde nuestras identidades formadas por el hábito se descomponen para que aprendamos qué significa ser humano. Un cambio drástico puede ser el punto de entrada a nuestra verdadera naturaleza. La paradoja que persigue todo libro es que los mundos creados por la imaginación desenfrenada puedan ser más reales que la realidad misma. Escribir es intentar olvidar lo nunca visto: el producto de ese proceso, una experiencia alquímica que transmuta la escoria del sufrimiento en algo que reafirma la vida.
José de María Romero Barea (Córdoba, 1972) es profesor, poeta, narrador, traductor y periodista cultural. Es autor del libro de poemas Europa aplaude (Paralelo) y las novelas Oblicui-
dades (Anantes) y Mitze Katze (Amargord). Ha traducido Gerald Stern. Esta vez. Antología Poética (Vaso Roto). Colabora, entre otros, con los diarios Le Monde Diplomatique, La Vanguardia (Revista de Letras) y las revistas Claves de Razón Práctica, Qui-
mera y Nueva Grecia, de cuyo consejo de redacción forma parte.
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Libro de familia La documentación como prueba de existencia en las calles conocidas Por Natalia Garrido Introducción o ¿qué París? La París de hoy, la París turística, la París de las carpas de refugiados bajo la lluvia. La París literaria. París era una fiesta, París no se acaba nunca. Paul Auster escucha a su vecino hablar sobre el pasado de los pisos en París. Una joven visita por única vez la ciudad. Conserva ahora la foto de su propio rostro en blanco y negro, tomada con su móvil por un transeúnte. De pie frente a la Torre Eiffel, el cuello de lana ancho le da un aspecto un poco ruso. No sonríe. El transeúnte le devuelve el móvil sin mirarle. Es una turista sin memoria todavía. No sabría entonces de la París de los collabó. París siempre ha recibido turistas. Hasta cuando los alemanes y franceses colaboraban en Francia. Liberté, Égalité, Fraternité. Patrick Modiano recupera una París olvidada por los propios franceses. Un premio Nobel poco leído, antes y después del Nobel. «Lo recuerdo todo», dice Patrick Modiano en su viaje de reconstrucción de fragmentos que se llama Libro de familia y también señala el sueño sin perturbación de su niña recién nacida por no tener todavía memoria. Mientras no deja de mirarme, mi amiga levanta su mano como sosteniendo un listado invisible y dice: «En las escuelas de Francia dijeron: son estos». Embarcarse a la misión de la búsqueda del registro como un objetivo colosal. El registro como una pequeña victoria sobre la desaparición de la memoria. Como señala Fernando Castillo en París-Modiano. De la Ocupación a Mayo del 68, Modiano pone en evidencia los gestapaches del París ocupado y la Francia que mitificó el papel de la Resistencia luego de la Liberación. El pueblo francés estaba dividido, pero hubo campos de concentración dentro de Francia y el colaboracionismo era activo. Castillo describe la situación
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particular de algunos de los asesinos franceses que con la Liberación se hicieron pasar por resistentes. En la rue Le Sueur se encontraba el horno doméstico del doctor Petiot al servicio de Henri Lafont. El comisario Jacques Schweblin, con apoyo de los alemanes, se instala en el 8 de la rue Greffulhe, donde se reúne entre lo peor de los partidos collabo. Fue él quien interrogó al padre de Modiano, que en el libro aparece como un personaje con la inicial D. Modiano se siente fruto de la Ocupación. Personas próximas al padre de Modiano, como Jean Koromindé, dedicado a negocios turbios durante la Ocupación, se convierten en personajes que aparecen en Libro de familia. El tiempo hueco que existe entre el padre de Patrick Modiano, al que no ha visto en veinte años, y su hija, que acaba de nacer. Koromindé pregunta a Patrick si el abuelo y la niña se parecen. ¿Qué hilos informativos y perceptivos invisibles unen las generaciones y reacomodan los relatos del pasado para dar nuevos sentidos en el presente? Perpetuar o transformar. Personas o países. ¿Dónde quedan los silencios de los espacios y objetos a los que se les ha borrado el pasado? La victoria de la documentación, un viaje sin raíces El libro de familia de Modiano lleva una partida de matrimonio del autor, un nombre falso para su padre. Modiano es acompañado por Jean Koromindé para que acepten el nombre de su hija Zénaïde. Un procedimiento en principio sin grandes dificultades para su libro de familia, como es el alta en el Registro Civil, representa aquí la recuperación de un derecho negado. La ayuda para esta inscripción vendrá de un personaje amigo del padre en los tiempos de la Ocupación. Este es el entramado complejo entre pasado y presente en el que Modiano desarrolla su búsqueda.
Modiano tiene otro documento también: una partida de bautismo de 1950, como resultado de una acción preventiva por parte de sus padres ante la guerra de Corea. El miedo eterno a ser perseguido por el hecho de ser. El autor describe su viaje a Biarritz, donde fue bautizado buscando alejarse de París, para recuperar su partida de bautismo. Recuerda la ceremonia. Transcribe los datos del registro en el texto mismo. Conservar el registro como garantía de que los hechos concretos y su historia existieron. Como evidencia de aquello que otros prefieren olvidar o negar. Un libro de recuerdos como Shanghái perdido, sobre la China de la década de los treinta, escrito por un personaje amigo en París andando por la avenida NewYork. Situaciones misteriosas, con simbologías y sórdidas en las que el narrador se ve envuelto junto a personajes como Marignan y George Wo. Pero también junto a su propio padre cuando a sus quince años le lle-
va de cacería y estando allí se ve envuelto en la organización de una serie de operaciones con perros y armas. Nos olvidamos de que las situaciones de guerra y de muerte irrumpen en la normalidad de lo cotidiano. La madre de Modiano trabajaba como actriz en Bélgica, donde es contratada por Openfeld para el rodaje de una película. Sorprendidos de que no se respetase la «neutralidad belga», los Openfeld ven interrumpida la marcha por un bombardeo e invasión del país y deciden irse a América. Ofrecen a la madre de Modiano unirse a ellos, pero no tiene sus papeles y al final decide bajarse del coche, quedándose con el sombrero que cae del coche de los Openfeld al reanudar la marcha. La madre de Modiano camina por las calles con el sombrero, en una ciudad que de pronto se transforma en caos, incertidumbre e intento de huida a partir de las noticias de más bombardeos. En 1973, nuestro autor escucha en una librería por la radio que se reanuda la guerra en Oriente Próximo, contra los judíos. Al salir de una librería, se da cuenta de que se ha acabado su juventud. Ese mismo día, sentado en un café de París, el autor ve de pronto que un hombre de sesenta años, que resulta ser ruso, muere tieso en una mesa cercana del bar. En relatos como estos, el autor incorpora elementos simbólicos y cotidianos que hilvanan un sentido de interpretación entre brumas. Otra anécdota simbólica vivida por Modiano a sus catorce años es aquella en la que su tío le lleva fuera de París para realizar la compra de un molino «para cambiar de vida», vivir en el campo, intentar echar raíces cuando toda la vida se han sentido de ninguna parte, sin una partida de nacimiento siquiera. Un tío que además se preocupa por si su apariencia es lo suficientemente francesa. Otra vez, en vez de encontrar el molino antiguo que añoraba tener, se encuentran con uno nuevo de 1954 ambientado como en Indochina.
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Natalia Garrido. Libro de familia
Modiano contempla a su tío envuelto en la desazón y el desconsuelo al descubrir que no podrá tener su molino en un pueblecito como quería, echar raíces. El escritor que ante la imposibilidad de saber, reconstruye las posibilidades Cuando regresa a la calle donde vivía su abuela, no consigue recordar cuál era su portal: todos los edificios de la calle León-Vaudoyer, cerca de la Torre Eiffel, los construyeron con el mismo modelo por el 1900. Pero ante la imposibilidad frente a la búsqueda concreta, Modiano comienza a imaginar la posible cotidianidad de su abuela por el barrio: qué camino haría por esas calles, dónde haría las compras, en qué se detendría. El autor camina esas calles del pasado que son un presente invisible, pero además busca, investiga, revisa archivos aun en base a unos pocos datos imprecisos. Es en esa búsqueda frente a la imposibilidad que emerge un nuevo relato aun sin poder encontrar las respuestas. A veces sin buscar emerge también lo inesperado, en la convivencia de personajes con pasados ocultos o situaciones de origen que, o son explicitadas, o parecen poco claras como en el personaje del Gordo. El modo en que Modiano regresa a visitar el piso de su infancia también es aleatorio y por medio de un registro/anuncio. Allí recuerda la convivencia de sus propios padres con personajes que, si no fuese por sus condiciones particulares, sería poco probable encontrar juntos: una estrella de Hollywood japonesa sin papeles en París, oculta, al igual que su padre, pasando el tiempo con ellos en el piso; personas sin papeles, sin raíces, evadiendo el tiempo y su suerte, distrayéndose en la oscura neblina de un piso, cuando un simple llamado telefónico podría ser motivo suficiente para huir de París. La Suiza del corazón A estas alturas, el narrador marcha a Suiza con el objetivo de escapar de sus recuerdos de la vieja Europa. Dejar su amnesia crecer, dice el autor, no tener pasado ni porvenir. Es un estar sin tiempo en la bruma Suiza para alcanzar un estado que con ironía define como «la Suiza del corazón». Sin embargo, en su nueva cotidianidad suiza, que desea prolongar lo más posible, invade la realidad menos esperada en situaciones tan simples como escuchar la radio, estar en una piscina o en un bar. La primera intrusión a la Suiza del corazón se produce mientras escucha música en la radio:
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Robert Gerbauld me recordaba a alguien. Me eché en la cama y clavé los ojos en la pared que tenía delante. Se me apareció una cara entre las flores del papel pintado. Una cara de hombre. Esa cara, que destacaba nítidamente en la pared, era la de D., el personaje más repugnante del París de la Ocupación; D., que yo sabía que se había refugiado en Madrid y luego en Suiza y que vivía con un nombre falso en Ginebra y había encontrado trabajo en la radio. Pues claro, Robert Gerbauld era él. Volvía a anegarme el pasado.
Este reconocimiento primero de quien en realidad sería el comisario Jacques Schweblin adquiere dimensiones mayores con la situación sórdida del supuesto Gerbauld compartiendo su tiempo en la piscina. Modiano reacciona preguntándose: «... ¿así que esta es la persona que hubiera querido que yo no naciera? Lo miré con mucha curiosidad». Modiano describe los rasgos físicos de Gerbauld, en una acción que es más de parálisis, llegando a cierta sensación de surrealismo por la situación de cotidianidad relajada en la que se le hacen comentarios acerca del agua de la piscina. De pronto, esta búsqueda de la «neutralidad suiza» en aspectos de su vida cotidiana se ve truncada con la idea de encontrarse en persona con estos personajes impunes de la Ocupación, e intentar hacer algo. Un relato de intentos envueltos en imposibilidades, en donde el pasado penetra sin avisos en la realidad del presente de la cotidianidad. Irrupción que se presenta en los ojos de un autor con una conciencia despierta que posee una memoria con voluntad investigadora y reparadora. Conciencia despierta hasta tal punto que visita sitios con la sensación de haber estado antes. Esta voluntad reparadora también se encuentra en personajes como el director de cine llamado Rollner. También él intenta un acto de reparación, así sea montando una obra entera para poder decir por fin al público una sola frase. Es así que Rollner, desencantado y dolido, sabiendo que su obra no es de lo mejor que podría esperarse precisamente, le hace repetir quince veces al actor la misma escena, en donde se dice: «Es posible ser judío y un as de la aviación, caballero», aunque nunca consigue que quede como le habría gustado. Los relatos de Patrick Modiano poseen una sensibilidad, una simbología y una sutileza por las que merece la pena adentrarse en su bruma, tanto en nombre de la literatura como de la memoria.
Contar un nombre:
archivo y relato en Dora Bruder Por Felipe R. Navarro Fotografías: Frankie Fouganthin No sé si será muy correcto contar cómo y en qué condiciones se ha leído un libro para hablar de ese mismo libro, pero quizás con ese pequeño relato que a nadie importa salvo a mí alcance a construir una pequeña parábola sobre el significado de Dora Bruder, la novela de Patrick Modiano. Uno lee como es y escribe como es, y lo que escribe le cuenta mientras cuenta a otros, de modo que ese pequeño relato comienza con una placa de metal uniendo trozos de hueso y alguien que así convaleciente lee mientras amanece junto a un río, mientras el sonido del río despierta el día y aviva los colores del verano, y el tiempo se construye limpio y abierto y hay junto al río un largo sendero que trepa hacia la sierra y que el hombre que lee no recorre porque el metal está uniendo trozos de hueso en el silencio del cuerpo, un silencio muy parecido, me va pareciendo en esos días, al que me corre por dentro mientras no soy yo el que corre —y uno cuenta como es y corre también como es—. En esa inactividad de madrugada y fin de estío el tiempo que abre la lectura es otro sin embargo, un tiempo en el que se mezclan los inviernos, los inviernos de los que son contados y del que cuenta, y la bruma que parece borrarlo todo no se disipa o es quizás que todo está siendo borrado todavía y esa borra es como humedad espesa o aguanieve que disuelve las formas y las historias que están por contar. Leo la historia oscura al sol, y en un tiempo no propicio a las historias que nos desparejen, en un tiempo cálido de más para la lectura, el frío sin embargo no cesa, ni cesan las preguntas. Ignoro, mientras leo en esos días la historia de un hombre que halla de pronto la historia de una chica en un diario viejo, si todas las cosas rotas pueden soldarse, de qué modo lo hacen, qué secuelas, qué rastros, quedarán de todo. En el «Prefacio» a la edición española de su monumental La destrucción de los judíos europeos, Raul Hilberg
narra cómo fue su encuentro con una parte del archivo del Holocausto, de la Shoah. Casi amedrentado por los miles de metros de estanterías que encuentra en el Federal Records Center de Alexandria, en Virginia, cuenta Hilberg cómo adquiere conciencia de que no le será posible leer todos aquellos papeles desordenados en toda su vida, y cómo entonces va a crear un hábito, el de hurgar al azar en las colecciones, desde una convicción: que donde no se ha buscado puede encontrarse casi de todo. Adquiere en ese momento, y este añadido es mío, una suerte de teoría de la explicación y casi de la narración. Porque la anécdota de Hilberg —donde no se ha buscado puede hallarse casi de todo— creo que, lejos de ser una obviedad —ir a buscar donde no se buscó antes—, resulta casi un método. Un método de conocimiento y de comprensión histórica que está vinculado a un concierto de voluntades entre la disposición a la búsqueda y el azar. Ese concierto está en el inicio de la escritura por Patrick Modiano de Dora Bruder: la lectura azarosa pero intencional por parte del narrador, cincuenta años después, de la noticia en el diario Paris-Soir de la desaparición de una persona; una niña, una adolescente. Una breve nota, un suelto, da cuenta de la desaparición —y de la desazón de quienes la buscan, y esa desazón es también la desazón de una época— de una chica de quince años, zapatos marrón, abrigo gris, ojos gris-marrón, sombrero azul, a la que buscan sus padres. Su nombre es Dora Bruder y por los colores que la definen podría ser cualquiera o ser Nadie. Es el 31 de diciembre de 1941, en París. A primeros de ese mismo mes, el gobernador militar alemán de la Francia ocupada, general Von Stülpnagel, tras el intento de asesinato de un oficial alemán, había propuesto que se impusiese a los judíos en Francia el pago de una multa de mil millones de francos, que se matara a cien judíos, comunistas y anarquistas, y que se deportara a quinientos comunistas y mil judíos hacia el Este. Hitler, conforme con tal propuesta de resarcimiento, firma la orden para ejecutar la sanción. Será en las calles de
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ese París ocupado, una geografía que está siendo reescrita por un documento administrativo —ejecútese, depórtese: hágase—, en las cuales sus padres pierden el rastro de Dora Bruder, que viste bajo el abrigo un pullover burdeos y lleva una falda azul, azul como su sombrero. El rastro suelto de una niña perdida llega a Modiano a través de una hemeroteca, un archivo, cincuenta años después. Uno lee como es y escribe como es, y quienes somos está en quienes contamos. Contarles es contar nuestra propia historia. Esa idea de comprensión aventuraría que es el horizonte nuclear de Modiano, y desde luego está presente en Dora Bruder. El concepto del hombre como estrato, como parte de un acarreo de material que acaba asentado en un recodo del río del tiempo, en el cual finalmente el propio material acumulado termina por alzar un dique que contiene el fluir, el caudal. Contar es desaguar de modo controlado ese depósito para evitar que reviente el dique, que a través de esa fractura todo se inunde, y nos ahogue. Contar se archiva en el campo semántico de necesidad, la única forma de contar que a mí personalmente me interesa, y que es lo que Modiano revela desde el comienzo de la novela: cómo el rastro de Dora queda en él y cómo el relato crece bajo el resto de cosas que hace, de sus paseos, de sus indagaciones, de otras escrituras. La primera frase de la novela posee una constancia casi notarial de cómo comienza esa operación de desagüe controlado, ordenado mediante un mecanismo de esclusas, que es una narración: «Hace ocho años, en un viejo ejemplar del Paris-Soir, con fecha del 31 de diciembre de 1941, me llamó la atención...». Uno lee como es y escribe como es, y en las historias que contamos siempre estamos, de un modo u otro, presentes, por ello decía que contar es contarnos dentro de la historia que componemos: el modo en que esa historia nos elige o la elegimos, las razones que nos la hacen ineludible, cómo afrontamos su conocimiento, su ordenación, su fingida resolución. Nos hacemos presentes, y presente, en las historias que narramos; aun cuando pertenezcan esas historias a pasados remotos, aun cuando ya en ellas diluidos en el propio momento y por el propio efecto de contar, seamos parte de un nuevo pasado. Contar cualquier historia es acabar contando la nuestra, nuestra relación con las ficciones y cómo nos convertimos al final en una. Contar es una afirmación tanto de la autoridad como de la imposibilidad
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de alcanzar el resultado de la búsqueda, un resultado salvador, epifánico. En ese espacio residiría gran parte de las frecuentes similitudes entre las figuras del detective, el narrador, el historiador, el jurista. Recordemos a otro personaje modianesco, Guy Roland, en Calle de las Tiendas Oscuras: un detective amnésico que trata de averiguar, y por tanto de fijar, quién es. Se haga ello notar de modo evidente, haciendo del investigador-narrador la línea de flotación oculta de la historia, o bien cuando todo esto se exprese de forma muy diluida, casi homeopática, las similitudes entre tales narradores siempre están presentes. Creo que no sería aventurado plantear que Dora Bruder, por la manera en que el autor hace aflorar la historia de Dora Bruder junto a la historia de quienes la rodean, de sus contemporáneos, del paisaje histórico y moral en el que la niña aparece y desaparece, por cómo se hace presente el propio narrador dejando ver su relación con la elección de la historia y sus dificultades para llevarla a su triste fin, bien podría actuar sobre gran parte de la obra de Patrick Modiano como una poética. Recordemos otro comienzo modianesco, el de la ya citada Calle de las Tiendas Oscuras: «No soy nada. Sólo una silueta clara». Nada, apenas una silueta clara: eso es un rastro en el Archivo. Un puñado de datos a la espera de que alguien los ordene y, en esa ordenación, con esa ordenación, les insufle vida. En los archivos, el principio no es el nombre, sino la narración. Las cosas
Felipe R. Navarro. Contar un nombre: archivo y relato en Dora Bruder
no carecen tanto de nombre, como en el casi bíblico comienzo de Cien años de soledad, como de relato que les otorgue un sentido. El archivo, el expediente conservan los nombres y las acciones, pero establecer su significado corresponde a la narración. El uso del archivo es una constante modianesca, porque el archivo sólo contiene los ingredientes, algunos de ellos. Pero para el resto, para los que faltan, para un verosímil desarrollo y resultado, sólo hay una receta a seguir: memoria y narración, narración que haga justicia a la memoria, narración y memoria que nos reparen. En Libro de Familia, que gira en torno a los avatares de la inscripción registral de su hija, escribe Modiano: «Sentía por ese nombre el mismo interés respetuoso que tengo por todos los documentos oficiales, diplomas, actas notariales, árboles genealógicos, catastros, pergaminos, pedigrís…». Recurre Modiano en Libro de familia a una herramienta similar a la del comienzo de Dora Bruder, la transcripción de uno de esos documentos oficiales que cita; en este caso, una instancia, un certificado de matrimonio. También la demoledora Pedigrí arranca con el carné de identidad y el libro de registro de estiba de su padre —el hombre más grueso de los tres que aparecen en la foto que da pie a Los paseos de circunvalación—. Hay un expediente sobre la mesa al comienzo de Calle de las Tiendas Oscuras. Y otro expediente, en este caso el atestado de un atropello, aparece en las primeras páginas de Accidente nocturno. De ahí que sostenga el carácter de poética para Dora Bruder, por emblemática en su construcción respecto del resto de la obra de Modiano, y que sostenga que existe una raíz administrativa de la escritura de Modiano, por cuanto esa lectura casi cartográfica del mundo que realiza es de raíz administrativa. Hablar de Modiano es acabar mencionando necesariamente el componente cartográfico de su obra. Modiano reconstruye un París anterior al tiempo de cada escritura, el París de la Ocupación, de la posguerra, un París herido por la guerra, la derrota, la traición, a ratos ignominioso y a ratos un tanto heroico, un Paris en sombra en el que cuando da el sol el sol es frío porque ya no calienta en el recuerdo. Cuantas veces no leemos algunas obras y nos decimos: si el espacio en que la obra se desarrolla desapareciese, podríamos reconstruirlo a través de esta lectura. Y ello se ha dicho de Modiano y de ese París que se proyecta sobre el actual. Sin embargo, ese juego de interseccio-
nes que proporciona el callejero, el juego intertextual entre espacio, texto y documento que produce cada época y se proyecta sobre la siguiente, sugeriría contemplarlo al revés; es el callejero el que escribe a Modiano, en Modiano. El callejero es una construcción administrativa, un archivo de lugares, conexiones y recorridos, del carácter de fin y principio de cada hito de la vida urbana. El callejero, como el archivo, como la hemeroteca, son dormidas compilaciones, en las que si uno no ha buscado aún en ellas acaba encontrando allí, para contar, casi de todo. Uno de los muchos problemas de la literatura, y no el menor, es el de esa otra ficción llamada verdad y cómo se relaciona con ella. Podemos no confiar en un libro, pero sí confiamos en el documento administrativo. La fe en el documento, pública y privada, es una de esas herramientas que se vienen prestando entre sí desde hace mucho Literatura y Derecho para construir esa verdad como reproducción de un suceso en la forma más acabada y aceptable que conocemos, la de verosimilitud. Las verdades del Derecho, de la aplicación del Derecho, son verdades incómodas vinculadas al conflicto, a su resolución; creemos en ellas porque convenimos aceptar la autoridad de quien cuenta y la verdad de su relato —aun cuando sabemos que se trata de una verdad construida, que hablamos de verosimilitud—. Pero si sólo es eso, una construcción, me pregunto si es posible que como le sucede a Hilberg le suceda a Modiano, que de pronto un hombre un día reciba una especie de iluminación; la de que existe un lugar, que ha hallado un lugar, en el cual están todos los relatos diferidos, a la espera de su construcción y conclusión, de una voz que los haga audibles. Que ese hombre adquiera en ese momento la silenciosa obligación de hacerlo. Regreso a los interrogantes del principio, porque aun cuando es más importante formularlos que concluir las respuestas, no es una opción renunciar a las respuestas. El París de Modiano no es la capital de las Luces sino una periferia de sombras. Ese París ocupado lleva en el brazo o prendido al pecho del abrigo de un invierno moral la marca imborrable de la vergüenza del colaboracionismo. Francia es tanto Vichy como la Resistencia, terror e Ilustración, niebla y Luces; ese es el paisaje que se propone desvelar Modiano, la cartografía de oscuridad y silencio en la cual ha crecido y que necesita explicarse. Un paisaje que además es el nuestro, porque ese Paris es aquella Europa y hasta esta
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Felipe R. Navarro.Contar un nombre: archivo y relato en Dora Bruder
Europa. Y entonces topa con Dora Bruder, y la historia de Dora Bruder es la historia de Modiano y es la nuestra, la de quienes nos preguntamos aún por los orígenes y porqués del mal y su crecimiento entre quienes nos rodean. He hablado de nazismo y no de totalitarismo porque el nazismo presenta para mí la peculiaridad de la construcción de un armazón de legalidad ordinaria y administrativa, de racionalización de la destrucción, que no está presente con la misma intensidad en otros totalitarismos. Normalizar el horror mediante procedimientos jurídicos, sistematizarlo, archivarlo en expedientes. Y será en esos expedientes que tratan de la maldad patinada de legalidad donde buceará Modiano para construir a Dora Bruder y hacerla musitar su historia mientras se escapa del mismo lugar del que se escapará Modiano un día, estremeciéndonos.
Camino bajo el frío mientras leo. Suenan los mínimos alborotos del amanecer y el cielo se va abotonando de naranja y rosa, el agua junto a la que leo pasa lenta y la temperatura aumenta despacio, estoy sentado y dolorido, pero camino mientras leo por la mañana del 15 de diciembre de 1941, en la que setenta hombres son fusilados en el monte Valérien. La escritura y la lectura son un caminar por esa topografía de nombres que por la familiaridad de Modiano con ellos se nos hacen a nosotros familiares, y eso hace Modiano; caminar, camina tras las huellas de Dora, y yo tras él, tras las huellas de los hombres y mujeres que los expedientes
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van arrojando a sus manos, los nombres que caen en sus manos como fardos o como seres desmayados, incluso desinflados. Es el nombre antes que la persona o la cosa, es el nombre de la calle antes de que nuestros pies, los de Modiano, y nosotros tras él, lleguemos a esa calle en la que descubrimos que Modiano ha caminado sin saber que caminaba sobre las ascuas de la desgracia y la vergüenza y cómo eso va quemando poco a poco el soporte de nuestros pasos. Todo el pasado, y sobre todo el pasado incómodo, el borrado, el tachado, el difuminado, está a la espera de que alguien vuelva a darle vida, lo haga presente, hacerse de nuevo presente, contar el porqué de ese presente es la gran aspiración de todo pasado, regresar, existir. Es todo ese pasado contado en frases cortas con falaz asepsia el que rescata Modiano. No necesita adjetivar, sólo contar, ordenar correctamente los pasos de Dora, sus fugas del internado, sus entradas y salidas a los campos; ya sabemos qué es diciembre, qué es Paris, qué son Tourelles y Drancy, cómo cae la nieve en febrero, qué es Auschwitz: no somos inocentes. Sí lo es Dora, sí lo son Ernest y Cécile Bruder. No hace falta desbordar los adjetivos para contar con precisión cómo puede destrozarse la inocencia, cómo puede extinguirse la vida. Los inocentes confían en la Ley. El judío confía en la Ley. Uno huye de la gente, pero confía en la Ley, aguarda a la Ley y la ayuda de la Ley, y por eso Ernest Bruder, judío, acude a las comisarías a denunciar que su hija Dora Bruder, judía, se ha fugado, no está. Confía en que los hombres que le toman la declaración, los policías que les entregan a los nazis para ser fusilados en el monte Valérien una fría mañana de diciembre, le devuelvan a su hija para que pueda ser marcada y confinada. Los policías escriben los nombres y les asignan un número de expediente. La Ley escribe los nombres y escribe los números en los cuales esos nombres se transforman. La ordenación numérica anticipa la pérdida de la identidad, y por tanto de la existencia, y quien no es puede ser exterminado. Los hombres pasan a tener, a ser, números, son números sin afecto, números en tablas, en registros, en autos judiciales, en la ropa, en los cuerpos. Borrar el nombre para sustituirlo por un número, y luego quemar el número grabado en la carne muerta sin nombre, sin existencia, y que ya no haya sino pavesa, resto de ceniza, viento o agua, nada. En las comisarías se completan los formularios con los nombres de los que dejarán de existir, y esos formula-
rios irán a un archivo que nadie leerá una vez concluya el asunto, y el nombre luego será borrado por el tiempo y por el hombre convertido en bestia administrativa, y luego nadie irá al rescate de ese archivo, nadie leerá de nuevo, y será como si nada hubiese existido. No nada; sí habrá existido el trabajo de la Ley, el que exige la Ley, dejar constancia de lo que no debe quedar constancia, de lo que va a desaparecer. Debe salvaguardarse, sobre todo, la Ley. Todos, víctimas y verdugos, confían en la Ley, pero como ya no somos inocentes es mejor confiar en el relato. Leyendo la historia de Dora Bruder pienso en que Modiano ha visto lo que otros al dar contra la escritura administrativa; me acuerdo en este momento del escritor malagueño Miguel Ramos Morente, que lleva años fatigando los expedientes judiciales militares para reparar mediante la literatura los juicios sin defensa que daban cobertura a las ejecuciones del franquismo en los pueblos de la provincia de Málaga. Los expedientes llevan a Modiano a la identificación de una poética, uno escribe como es, camina como es, y acaba siendo su poética. Los expedientes de Dora Bruder llevan a Modiano ante él mismo. Los expedientes contienen cómo la Ley nos escribe, cómo nos clasifica, cómo nos construye. Cómo nos destruye, nos aniquila, número, fuego, viento, nada. Y bueno, creemos en los datos del expediente más que en la voz del novelista porque confiamos en la verdad, en el poder de la verdad —aun sin saber a veces: poder para qué, qué nos otorga y proporciona ese poder, de qué nos protege o
redime—; aspiramos a la verdad y pensamos, piensan, debo escribir piensan porque yo no lo pienso así, en la Literatura como algo falso o falsario o engañoso o poco confiable: no nos parece mal en la literatura lo que nos parecería mal en la vida. Sin embargo las novelas también aspiran a la verdad, una verdad que traspase el límite de la página y se instale fuera de ella. Las novelas aspiran a ser la vida porque en muchos casos son la vida. Cuando Modiano rescata el nombre de Dora Bruder, cuando la trae a un presente permanente, le devuelve la vida de que la privaron en Auschwitz, restituye la verdad, repara el error, revoca la sentencia. No se trata de que la Literatura construya personajes que nos parezcan reales, sino de que los personajes son reales de nuevo gracias a la Literatura. Esto va más allá de la escritura, o quizás es que esto es lo que debe ser la escritura: la construcción de la verosimilitud, la reparación de los hundidos, un relato sobre la justicia para los que no pudieron nunca defenderse. Modiano se sienta a nuestro lado, sin ruido; sólo está el ruido del día que comienza no tan lejos y no tanto después, y entonces pasa corriendo Dora Bruder con su falda azul marino, en fuga, y no podemos echar a correr tras ella. Queremos hacerlo, queremos rescatarla de lo que ya ha sucedido pero no queríamos que sucediese, de lo que era imposible que sucediese. Queremos correr tras ella, y no podemos, no puedo; no sólo porque una placa de metal va uniendo en el silencio del cuerpo trozos de hueso, sino por lo ya evidente: porque no sirve de nada, porque es ficción ese presente, porque ni está Modiano, ni está Dora, ni está nadie. Pero sí están sus nombres, sí están aún sus nombres dormidos en las escrituras de los archivos, en las escrituras que impuso la Ley. Nombres que aguardan que asumamos nuestra responsabilidad. Nuestra responsabilidad es volver a pronunciar esos nombres, contar teniendo siempre presente Auschwitz, extraer de cada uno de esos nombres sus relatos, para que el fuego no los siga consumiendo.
Felipe R. Navarro (Málaga, 1969) es autor de los libros de cuentos Las esperas (Renacimiento, 2000) y Hombres felices (Páginas de Espuma, 2016). Ha sido incluido en las antologías Pequeñas re-
sistencias (Páginas de Espuma, 2002) y Paso doble. Junge spanische Literatur (Klaus Wagenbach, 2008).
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E l ci e l o r a s o
La mujer ausente en Recuerdos durmientes Por Scherezade García Quizá, para aquellas personas que hayan leído el último libro de Modiano, Recuerdos durmientes, aludir a la mujer ausente puede resultar contradictorio. La novela se construye desde la memoria de un hombre ya adulto, mayor —en alguna ocasión nos informa de que puede que hayan pasado más de cincuenta años desde los acontecimientos que nos relata—, recordando su vida durante el intervalo de sus catorce años hasta la veintena. En las poco más de cien páginas que ocupa esta novela, las mujeres no sólo acompañan al protagonista, sino que la historia de esos años de vida se configura a través de ellas. Una madre actriz que nunca se encuentra en casa, y de la que el protagonista no tiene valor para hablar, da comienzo a un desfile de personajes femeninos entre los que parece debatirse entre quedarse o huir. Una niña a la que nunca ha visto y con la que no ha intercambiado más de dos frases por teléfono, pero a la que espera frente a su casa —como espera a su madre los sábados por la tarde a la salida del teatro— o una mujer desconocida de apellido ruso que parece vivir en su casa —cuando sus padres, sin avisarle, han decidido irse— y con la que crea una relación entre lo materno y lo romántico, entre atenciones, amantes y escapadas nocturnas. Estas tres mujeres son el inicio y el final de lo que podríamos ver como una primera etapa del protagonista, aquella en la que es niño y adolescente, en la que, en definitiva, busca los cuidados de una madre en otras mujeres. Modiano, además, crea no sólo el denominador común de la ausencia femenina —la desconocida de apellido ruso vive entre su amante y su marido, con el que acaba volviendo a España, dejando así al protagonista solo de nuevo—, sino la ausencia de un hogar: «Durante mucho tiempo estuve convencido de que los encuentros de verdad solo podían tener lugar en la calle». Los personajes femeninos en esta primera parte —menor, en comparación con las mujeres que están por venir— sientan la base de lo que serán sus futuros encuentros. Modiano nos lleva por París, hace que caminemos junto a su protagonista, aunque no junto a
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ellas, por cafés, paradas de metro, el extrarradio y, en alguna ocasión, casas ajenas. ¿Construye el autor, a partir de ellas, lo que será una vida —o unos años— entre la huida y la soledad?, ¿entre un «París sembrado de fantasmas» y un París donde no se pertenece? Una mujer que vive en una habitación de hotel, y con la que el protagonista comparte afición por la literatura sobre las ciencias ocultas, es la base de partida para una nueva etapa —si puede, más adulta—, en la que las mujeres se entrecruzan con el ocultismo, la noche y los secretos. Geneviève Dalame, así se llama esta mujer, es el inicio de un rompecabezas de recuerdos donde el protagonista da vueltas entre el pasado y el presente para completar su propia historia: «Intento ordenar los recuerdos. Cada uno es la pieza de un puzle, pero faltan muchos, así que la mayoría se quedan aislados». ¿Puede la ausencia de estas mujeres convertirse en un recuerdo o, en cambio, ser la pieza del puzle que falta, ser ese algo que nunca está? Madeleine Péraud, experta en ciencias ocultas con la que el protagonista se encuentra en un par de ocasiones, puede darnos la clave con la descripción de Geneviève Dalame: «Tiene una forma muy peculiar de vivir…, como si de vez en cuando estuviera ausente de su vida…». ¿Permanecen, entonces, estas mujeres ausentes de la vida del protagonista o de las suyas propias? Madeleine Péraud y Geneviève Dalame desaparecen de un día para otro, un hecho que, en palabras del narrador, no le extraña, y del que más tarde reflexiona: «Esas personas de las que nos preguntamos qué habrá sido de ellas y cuya desaparición se rodea de misterio […] resulta que nos quedaríamos muy sorprendidos al enterarnos de que, sencillamente, han cambiado de distrito». ¿Se acostumbra a la ausencia o la justifica? La última mujer que nos describe, y que le acompaña durante las últimas páginas de la novela, no tiene nombre —una ausencia más, quizá la más importante—, como su madre o la niña que nunca llega a conocer. Con ella finalizará una hilera de mujeres que ruedan durante esos años —como Martine Hayward y la señora Hubersen, dos mujeres extravagantes que funcionan como el hilo conductor hacia esta mujer sin nombre— para llegar a
lo que parece el objetivo final del narrador: contar algo que sucedió y que cincuenta años después le sigue atormentando, es decir, poner la pieza final a ese puzle de la memoria. Con el relato de los días y el suceso que vive junto a esta mujer —un cadáver en una alfombra, una huida y el miedo a ser descubiertos—, queda constancia de que los personajes femeninos están tratados como meros objetos para contar su historia. Quizá podríamos encontrar una excepción en esta última mujer, aunque, por otra parte, ¿podría contar su historia sin ella?, ¿llegamos a apreciarla de manera más cercana porque el narrador la necesita? En la novela se utiliza a los personajes femeninos como instrumentos para vincular a una mujer con otra, para unirlas con el ya dicho objetivo final. Nos hallamos, entonces, ante otro tipo de ausencia en estos personajes, la ausencia de información, más allá de los momentos circunstanciales en los que aparecen en la vida del protagonista; ¿es por ello por lo que nunca llegamos a sentirlas del todo? Pese a que nos encontremos frente a una novela plagada de personajes femeninos, ¿los valoramos como protagonistas de la historia?, ¿realmente podemos decir que esas mujeres están? Modiano construye de esta forma una reencarnación plural de Eurídice, donde estas mujeres parecen desposeídas de una identidad propia para adquirirla a través del protagonista: conocemos la historia de Orfeo, ¿pero qué sabemos de ella?, ¿es el narrador una especie de Or-
feo que las busca para, antes de vivirlas por completo, girarse y ver cómo han desaparecido? Es así como el autor nos embarca en un juego de huidas y ausencias sin casi darnos cuenta. Modiano esboza personajes femeninos difuminados, en los que nos proporciona las pinceladas justas para crearnos una imagen: con una palabra precisa, con un detalle que pueda parecer sin importancia —una cicatriz en la frente—, las tenemos frente a nosotros, pero nunca llegan a estar. Las mujeres caminan como fantasmas por toda la novela, con desapariciones y apariciones incluidas, y habitaciones de hotel donde refugiarse —de un hermano, de un muerto—. ¿Es eso lo que hacen?, ¿viven siempre escondidas o es el autor el que no nos permite saber más de ellas? Como el protagonista de la novela que busca respuestas después de que aquella niña sin nombre le dijera por teléfono «ya te lo explicaré todo» para eludir su encuentro y así nunca conocerse, podemos buscar nosotros explicaciones sobre por qué Modiano recurre a esta estrategia. Del protagonista de la novela desconocemos su nombre hasta casi el final de esta, cuando de repente nos encontramos —entre los que dice sus propios apuntes— a Jean D., alter ego del autor que podemos encontrar en otras de sus novelas. No es necesario indagar demasiado para conocer algunos detalles de la vida de Patrick Modiano: una infancia con una madre —actriz, como la del protagonista— que deja prácticamente a su suerte a él y a su hermano, que viven entre casas de desconocidas y personajes extraños. Hecho que seguramente haya marcado esta novela —entre otras del autor— y haya alumbrado, a partir de esta figura no madre, aquellas otras mujeres, desde lo que parece un hilo umbilical interminable. En definitiva, la ausencia nos da la mano para acompañarnos durante toda la novela y a mí me gustaría preguntarle al autor más detalles sobre esas mujeres. ¿Quién existe detrás de ese teléfono?, ¿cuál es la historia real de Madeleine Péraud y Geneviève Dalame?, ¿volvió el protagonista a ver a su madre? o ¿es la ausencia algo con lo que nos vamos a encontrar siempre? Quizá, las respuestas tengan cabida más adelante o, quizá, Patrick Modiano tampoco lo sepa. Scherezade García (Salamanca, 1987) es escritora y correctora profesional. Ha publicado varios de sus relatos y microrrelatos en diferentes antologías como en el libro Veintitrés formas de
tocar a una mujer o en la revista Madera Berlín. Trabaja como correctora ortotipográfica y de estilo para editoriales y empresas de producción e-learning, y está especializada en género y cultura.
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L a vi d a b r e v e
La esperanza, o cómo acabar masticando con dientes de circonio Juncal Baeza
Si quieres terminar desollado en una cuneta, o haciendo el mayor ridículo de tu vida, aférrate a esta frase y no la sueltes, aunque te golpeen los nudillos con una pala. Vivo rodeado de invenciones que son como medusas preciosas, blandas y mortíferas, pero esta, particularmente, hace que me sangren los oídos. Está compuesta por ocho palabras: «La esperanza es lo último que se pierde». ¿Ves? Su efecto es inmediato: vómito violento; ganas de echar a correr; temblor en las corvas, en los meniscos; dolor en la rabadilla (nota: a este dolor se le llama coxigodinia; suena a tratamiento antifúngico). Y ya, justo después, el hilillo de sangre caliente se escurre por mi conducto auditivo. ¡Ah, la inmunda esperanza! Nuestra sociedad —autómata y enclenque— es su esclava favorita, la que se encarga de lavarle la ropa interior. Ejemplo de esclava número 1: Leannie, mi prima de Milwaukee. Después de nueve años regalándole oportunidades a su novio, una y otra vez, acabó con los incisivos repiqueteando sobre el asfalto y una cadera rota. Con treinta y un años. Y no fue culpa de Josh, ni de las botellas de ginebra que escondía detrás de las cajas de zapatos en el altillo o en la guantera de coche. Tampoco de lo largas que tiene las manos o de esos arranques narcisistas que le dan en el parking de la licorería. La culpa fue solamente de mi prima. De su tozudez y de esa especie de impulso redentor que le hace eco en la parte posterior del cráneo, desde que salió del Prince of Peace en octavo curso. Hola Leannie, dondequiera que te encuentres: ¿qué articulación le ha tocado luxarte esta vez? Conservo recuerdos audiovisuales de mi prima, con los dientes arrancados de un bofetón, la piel pálida y escamada, el pelo enredado. Arrastrándose en calcetines hasta la cocina, para abrazar a Josh por la espalda y apoyarle el pómulo inflamado en la cabeza. Cierro los ojos y la escucho decir: «Yo sé que nos queremos, Josh, yo lo sé», con los labios apretados de devoción y un amor reseco que apesta a Rehorst Premium. Ficticiamente, alargo el brazo para que Leannie se agarre a mí después de salir del protésico dental, anestesiada y pareciendo otra. A esa Leannie, que se paseaba con los incisivos de circonio recién estrenados, le pregunté por qué no lo dejaba. «La esperanza es lo último que se pierde, Carl», respondió. Ciao, Leannie. Arrivederci. Ojalá no me toque colocar un puñado de crisantemos encima de tu ataúd porque, prima, llegado el caso, estoy seguro de que no lo haré. No hace falta que te partan la ceja contra la puerta de la secadora para ser consciente de esto: la esperanza es una bestia punzante y correosa que se esfuerza por inte-
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rrumpir las sinapsis, por podarle las ramificaciones a las dendritas. Su propósito no es salvarte, sino abortar cualquier intento de orden en los recovecos de la mente. Produce la aniquilación total del razonamiento lógico. Continuar viviendo se convierte entonces en un simple acto de fe, una constitución dogmática. El nuevo Lumen Gentium en formato de libro de autoayuda. Coelho, ¿estás ahí? Saluda al rebaño de mirada estúpida que te idolatra. Acaríciales el lomo esponjoso y manchado de barro. Ejemplo de esclavo número 2 (hablo con el corazón arrugado): mi padre murió atado a un gotero, como un lebrel despeluchado en la última jaula de la perrera. A los médicos les hubiera encantado conseguir que se largase a casa, pero cada vez que cruzaban la puerta de la habitación 113, mi padre preguntaba: «¿Ha salido algo nuevo para mi glioma?» (nota: glioma, en sí, no significa nada, sólo hace referencia a las células gliales, que en el caso de mi padre proliferaban a toda velocidad). Como si la oncología fuera el catálogo de novedades para la temporada Otoño-Invierno 2019. «Vámonos de aquí, papá», le dije, cuando confirmaron que la radioterapia ya le había carcomido el último diente, «no pueden hacer nada más». Me apuntó con un dedo huesudo y amarillento. «De ninguna manera, hijo», me contestó, «la esperanza es lo último que se pierde». Allí, con el sol filtrándose a través de las láminas de la persiana, observé el pelo quebradizo que le cubría la cabeza, las mejillas hundidas, y las estampitas de San Judas Tadeo que mi madre colocaba sobre la mesa auxiliar. Cuando se hizo de noche le remetí las sábanas por debajo del cuerpo. Tenía el esqueleto de un pájaro. Antes de dormirse se quitó la dentadura y la colocó en la mesita. Había circonio por todos lados, en incisivos, caninos, premolares y molares. Con esa imagen terminó todo: mi padre nunca fue a ver focas en Big Sur, ni condujo mientras anochecía sobre el lago Tahoe. Se murió, atiborrado de calmantes y esperanza, mientras recibía un concentrado de oxígeno vía nasal en el Cedars-Sinai. Y luego estoy yo, un contraejemplo decadente. Cuando me despierto, sobre un colchón desnudo, grito a la esperanza: «¡Soy la resistencia!». Y eso que estoy metido en un lío del que difícilmente lograré salir. Les debo dinero a unos tipos que llevan las falanges tatuadas y el pelo rapado. Mucho dinero, en realidad. Obviamente, se trata de un dinero que no tengo, por un accidente que no pude evitar en un baño público. Imagen de resumen: pantalones vaqueros a mitad del muslo, la cisterna descargando y una bolsita de plástico, recubierta de cinta adhesiva, desapareciendo por el desagüe.
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L a vi d a b r e v e
Juncal Baeza. La esperanza, o cómo acabar masticando...
Escrituré mi propio final en el urinario público de esa estación de autobuses, mientras incrustaba el puño en la tubería para intentar recuperar el paquetito. No conseguí nada. A veces, de noche, las tablillas del suelo de mi casa crujen, y yo me preparo para escuchar cómo le quitan el seguro a una 9 mm. Soy hijo único, y mi madre se gastó todos sus ahorros en contratar a un cuarteto de violín para el entierro de mi padre. Leannie, recién llegada de Milwaukee, se abrazó a ella sollozando. Cuando avanzó, solemne, en la fila de comulgar, vi que cojeaba. La cadera nunca soldó bien. Como cierre de la ceremonia, los músicos tocaron una pieza de Paganini y yo me puse a llorar como un crío. Consumo metanfetaminas desde hace cinco años. La efedrina y el hidróxido de sodio me han podrido los dientes. Los tengo adelgazados, translúcidos, y, al hablar, el aire se me escapa entre las piezas. También guardo, metido en un sobre que no quiero abrir, un diagnóstico de periodontitis. Las encías se me han retraído; es como si la carne se estuviese desintegrando y, cualquier día, la comezón fuese a llegarme al cerebro. Los del centro de rehabilitación insisten en que me coloque unos dientes nuevos, para aumentar mis oportunidades de encontrar trabajo, aunque sea paseando chuchos en un barrio residencial. Hablan de mi recuperación como si fuera un hecho. Y yo participo del engaño atándome el último botón del cuello del polo y peinándome con la raya al lado. No les he contado que vienen a por mí y que, mientras no devuelva a esos tíos todo lo que debo, no me dejarán en paz. «¡No pienso ponerme unos paletos de circonio!», les he gritado a las asistentes sociales. Yo soy un hombre sin esperanza.
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Juncal Baeza (Madrid, 1982) es licenciada en Ciencias Ambientales por la UAM y en este momento está estudiando un grado de Psicología en la UNED. Especializada en cuento, ha ganado premios en esta disciplina, como el X Premio Clara Campoamor, el XXXIX Certamen Literario de Bargas, el XX Concurso de Relato de Mujeres 2012 del Ayuntamiento de Castellón, el Certamen Literario de Puntallana, etc.
Los pescadores de perlas
Microrrelatos inéditos de
Juan Yanes Iniciática Ahora subes lentamente hacia el Continente bordeando el horizonte infinito de las aguas, como San Borondón, a lomos del cetáceo. Tres días de larga navegación. Llegas. La luz que refleja la cúpula dorada de la catedral te ciega a medida que el barco se acerca a la bahía. Vuelan los peces como palomas por el cielo de aquella salada claridad.
Caminante Han desaparecido los viajeros, amor mío. Hoy sólo hay refugiados o turistas. Yo voy caminando las ciudades, reducido a esa triste condición, vagando por los muros de El Burgo de Osma, por los interminables edificios de Kreuzberg, por las fachadas modernistas de Grândola, por las cúpulas de Tlaxcala, por el Ponte Vecchio, por el foso del Castillo de Duque de Bretagne en Nantes, por los adarves de la Alhambra, por los tejados de paja de Stratford-upon-Avon, por las arcadas de El Parián de Puebla de los Ángeles o por los desportillados balcones del Malecón habanero. No está claro que el turista viaje. El suyo es, por antonomasia, un viaje inmóvil, estéril, una especie de ejercicio solipsista del que sólo quedan unas fotos, es decir, instantes sin historia. Pero yo amo todos los sitios de los que te he hablado con el mismo indecible amor con que te amo a ti.
El inútil combate No sé si fue entonces cuando me diste el primer beso con sabor añil como los campos de Grasse. Subíamos desde Antibes hacia el interior de Occitania, con los ojos manchados por las hileras interminables de lavanda de un penetrante olor azul. Aquella combustión empalagosa de perfumes y el farallón del Mont Sainte-Victoire, también azul, pintado por Cézanne y la luz, la implacable luz del Midi en el mes de agosto, cuando pasamos el Ródano en una barcaza y entramos al laberinto de caminos y cañaverales de la Camarga, fue entonces cuando nos besamos.
Juan Yanes (1947) comenzó a publicar en medios digitales animado por las posibilidades de conjugar imagen y palabra, y aunar así su interés por la fotografía y la literatura. Ha publicado Bestiario lector; en las revistas Litoral, Trama y Texturas y Confluencia. Así como en las antologías La alquimia del agua y Alquimia de la tierra —de Santiago Aguaded—; en tres antologías de Elena Morales; y en Cuentos de amor y desamor, que publicó Letras de Chile.
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El castillo de Barba Azul
Aparición de Ezra Pound en Venecia
Felipe Benítez Reyes When first I saw thee ´neath the silver mist… E. P.
De repente, en un embarcadero verdecido de líquenes, en un callejón de rumores acuáticos, el holograma fantasmagórico de Ezra Pound, regresado de un trasmundo en blanco y negro, con ese aire de general vencido que se mira en las aguas corrompidas, igual que se corrompe el pensamiento, las convicciones estancadas. Con su aspecto de profeta de una fe intransferible, fermentada en el dolor y la locura, en la lucidez mesiánica de esas imposibilidades que revolotean por la realidad como pájaros ciegos, he visto hoy a Pound, Narciso funerario, entre las góndolas que mecen su esmalte de luto en las aguas enlutadas. He visto a Pound durante un segundo con los ojos que están fuera del tiempo, y el roce de las aguas con la piedra lamida tenía la cadencia de un verso aliterativo de Beowulf. En esta ciudad que se ahoga en sí misma, en esta lujosa cloaca que en sí misma se enfanga entre los oros exangües del pasado, el perfil de águila de un hombre que se ahogó en sí mismo, que se enfangó en sí mismo y en sus cavilaciones exóticas sobre el arte poética y la usura. Pound, por un instante. Ese Pound entrevisto en un callejón veneciano.
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el recuerdo de aquellas ideas que resonaban dentro de él con la distorsión de un grito bajo una cúpula o en un hangar vacío, entre la lucidez metódica y el delirio visionario.
Y de repente
Las aguas que no fluyen. El cielo azul cobalto. Ruidos de motores. El eco de megáfonos de los guías turísticos. Y Pound en mi mirada durante apenas un instante. La visión de aquel loco al que se le quedó pequeño el mundo. Embarcaciones negras que se balancean igual que conjeturas formuladas en el último viaje. La mar cautiva en este laberinto. La ciudad naufragada. Y la noche que cae, como un velo misericordioso, sobre todo lo que está a punto de morir.
Felipe Benítez Reyes (1960). Su poesía está recopilada en Libros de poemas. Entre sus novelas, traducidas a varios idiomas, destacan El novio del mundo, Mercado de espejismos, con la que obtuvo en 2007 el Premio Nadal, y El azar y viceversa. Ha obtenido el Premio de la Crítica, el premio Fundación Loewe, el Premio Julio Camba de periodismo y el Premio Nacional de Literatura, entre otros. Ha traducido a T. S. Eliot, Vladimir Nabokov y Francis Scott Fitzgerald.
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Ein s t e in o n t h e B e a ch
Eloy Tizón Estrategias ante la muerte y la vida (estudios de cuentistas)
Por Javier Sáez de Ibarra Fotografía: Antonio Alonso © Estudios de cuentistas abordan el trabajo de destacados escritores españoles e hispanoamericanos actuales de cuentos. Buscan una interpretación crítica global de su obra a partir de los vínculos que es posible establecer entre los libros y sus relatos. Quiere ser una propuesta abierta a la discusión y una invitación a la lectura y disfrute de esos textos. Eloy Tizón (Madrid, 1964) ha publicado tres libros de cuentos: Velocidad de los jardines, 1992, reeditado con correcciones en 2017 (VJ); Parpadeos, 2006 (P) y Técnicas de iluminación, 2013 (TI). Su obra se despliega con un rigor absolutamente notable, fiel a un conjunto de temas que se entrecruzan y sobre los que vuelve repetidamente: la juventud, la madurez; el paso del tiempo; la presencia amenazadora de la muerte; la búsqueda de la salvación mediante la estética, la memoria, la distinción personal; la opción entre la huida o el afrontamiento de la existencia; el amor y sus conflictos; la pregunta por el sentido y el misterio. «Sigues sin saber para qué vives, nadie lo sabe. Todos tenemos dudas, todos tenemos miedo, todos estamos muy solos» (TI, 113). La trayectoria cuentística de Eloy Tizón está regida por la conciencia aguda de la muerte y la indagación en las diversas actitudes que pueden adoptarse ante ella. Además, su proyecto se organiza de un modo sorprendente: cada libro se inicia con un ensayo de respuesta a esas cuestiones; sin embargo, hacia la mitad, esa posición entra en crisis, como si el libro se desdijera, se atacara a sí mismo. El título siguiente toma como punto de partida la posición final del anterior, y en él se vuelve a desmontar lo construido. Resulta así una obra que avanza dialécticamente en un enfrentamiento continuo de tesis siempre insatisfactorias que relanzan otra vez la búsqueda.
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Los dos primeros libros de Tizón están marcados por la presencia obsesiva de la muerte como experiencia de pérdida absoluta: «Cuando uno se muere, uno ya no puede ver más a los otros» (VJ, 45); así, el fantasma del padre vaga por las habitaciones sin que pueda localizar a su hija con fiebre; una madre y su hijo «se alejaban arrastrados en direcciones opuestas» (VJ, 80). La conciencia del final, además, señala el término de la adolescencia y el comienzo de las preguntas fundamentales. En Velocidad de los jardines, la muerte es conjurada por el recurso a dos instancias: la estética y la memoria. En el cuento inicial, homenaje a Nabokov, leemos: «El cazamariposas atroz de la muerte nunca alcanzará a la pequeña, frágil crisálida que se aloja en el cerebro que se acuerda». «Tu linterna mágica, la biblioteca de Ada, la ardiente transparencia de Ardis Hall, desmienten que haya muerte» (VJ, 38). La experiencia estética puede salvar. Como para mostrarnos esto, el estilo de Tizón se vuelve extremada y conscientemente retórico, en defensa de lo exquisito y hasta lo decadente frente al prosaico naturalismo. «En el servicio de té el bosque es el reflejo de un incendio y una abeja zumba sobre el pastel. Las cintas de tu pamela agitan los brazos en el aire que vibra. El vestido ciñe los muslos poderosos. Voy vestido de blanco, a juego con la muerte» (VJ, 69). El mismo personaje desestima la gravedad de la muerte: «Perderé la vida por algo insignificante, como una escena de baile pintada en un abanico» (VJ, 69). Y es memorable la distinción de una madre cuyo hijo ha fallecido al abandonar los jardines de Villa Borghese: «Los transeúntes romanos vieron pasar a una alta figura estilizada extrañamente serena. Fue majestuoso verla atravesar tan despacio la verja. Se perdió por las calles hasta desaparecer. No esperó a ver las estrellas» (VJ, 81). También la memoria nos salva; en tanto exista, el final queda aplazado. De ahí la necesidad de preservar algunos momentos, en especial los felices. «¿Es que existe
en algún sitio una especie de depósito de residuos donde alguien almacena alegremente nuestros momentos dichosos? Si es así, yo a ese lugar lo llamaría Dios» (VJ, 92). Recuerdos privilegiados son los de juventud, que Velocidad de los jardines celebra sin caer en el panegírico. Si evoca la ilusión, el punto de locura, la expectativa del amor o la ebriedad ante las posibilidades abiertas de esta edad, también reconoce su complejidad, su desconcierto, la intermitencia de impulsos sin dirección. «Siendo así que la adolescencia consiste en ese aire que no es posible explicarse» (VJ, 143). Con todo, un paraíso rememorado con melancolía desde la vida adulta. «Le gustaba pensar que los días de juventud idos se encontraban en algún lugar» (VJ, 85). Ahora bien, enseguida saltan las dificultades: la memoria falla, los hechos se confunden, el caos de percepciones impide jerarquizarlos. «Mamá mira la ventanilla como si asistiese a una exposición de paisajes. O mejor: mi madre mira un solo lienzo que se transforma incesantemente, un boceto que la velocidad corrige a cada instante» (VJ, 48). Más aún, se produce una inevitable tensión entre la necesidad de fijar el recuerdo y su modo de representación, su mediación insustituible. Esto se produce a causa del estilo mismo de la prosa conscientemente estetizante de Tizón. En efecto, los textos brillan por su retórica: lenguaje exquisito, abundantes metáforas, imágenes incluso surrealistas; excelentes descripciones plenas de efectos visuales, sonoros, olfativos; construcción que no teme el desvío o la interrupción con que registrar observaciones a menudo costumbristas. El resultado son cuentos-estampas, absortos en la recreación de una sola escena donde la acción se ha detenido, propicios para la memoria. Es llegados a este punto cuando el libro procede a cuestionar la posición alcanzada; lo que sucedería en los siguientes, aunque implícitos, términos. ¿De verdad el esteticismo salva? ¿Cuántas situaciones? ¿Qué cantidad de realidad es capaz de asumir? Suceden entonces
una serie de cuentos que refieren anécdotas más prosaicas: un adolescente intrigado por la habitación de una casa corriente; un joven que investiga la desaparición de una mujer; un hombre desahuciado atraído por una mujer en un bar; argumentos que quedan sin resolver, que se hunden, que se interrumpen sin darnos un final. El narrador dice: «De modo que ya saben: vine a hacer un relato sobre nada. La muchacha es nada» (VJ, 136). Lo que ocurre cuando la prosa ha empezado a perder la finura y elegancia anteriores. La estética de la exquisitez formal no ha servido como forma literaria para encarar algo así como «el peso de la realidad», circunscrita a un número cerrado de ambientes y situaciones ellas mismas estéticas. Entramos en el segundo libro, Parpadeos. Los personajes exquisitos han sido eliminados. «Vaciar el cubo de la basura es un arte más difícil de lo que a simple vista parece» (P, 24). La escritura es despojada, cortante, beckettiana: «Me gusta hacer agujeros. En la tierra. Pequeños. Estoy solo y hago agujeros. Pequeños hoyos de arena. Me gusta» (P, 69). La memoria se declara imposible. El epígrafe, de G. Durrell, afirma: «Una persona, ¿es continuamente ella misma, o lo es una y otra vez de una manera consecutiva, a una velocidad tal que produce la ilusión de una estructura continua, como el parpadeo de las viejas películas mudas?» (P, 67). No hay nada que recordar en el caos que es la vida, nada se rescata: «Antes de desintegrarme me vuelven, como un vómito, fragmentos de mi pasado» (P, 101). En consecuencia, es preciso hallar otra vía que permita abordar la muerte con algún sentido y superar, si es posible, la alienación de la vida adulta. La estrategia que nos propone este libro será el logro de una nueva forma de distinción. Los relatos nos van ofreciendo diversos modelos. Así, el repliegue a un mundo privado: la vocación absurda de hacer agujeros como un sacerdocio al que se supedita todo: «Pero existe algo más fuerte que uno que se llama vocación… Tener una vocación
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Javier Sáez de Ibarra. Eloy Tizón. Estrategias ante la muerte y la vida
es una obligación moral… A veces siento ganas de no hacerlo… descansar… como el resto de la gente… Pero no puedo; yo no soy como ellos» (P, 70). La distinción puede cifrarse en la emotividad, la sensibilidad aun a contrapelo de los tiempos: «La sensibilidad, ay, no es de este mundo» (P, 110). Incluso, este deseo de distinción llega a adquirir proporciones monstruosas: la locura, el crimen; cuando la violencia se muestra como el último intento por ser uno mismo. «Un asesinato es el intento desesperado de parar, de frenar, de abrir un claro siquiera mínimo en la lujuriosa proliferación de imágenes que nos ahogan» (P, 42). Sin embargo, de nuevo los relatos que siguen muestran la imposibilidad de alcanzar esa singularidad que evite la alienación general. Instalados fatalmente en la madurez, se certifica su fracaso sin paliativos. Continuando a Camus: «... los hombres mueren y no son felices, y ya ni siquiera lo intentan… ¿Dónde está el fallo? ¿En qué momento preciso de sus vidas escogieron el camino equivocado?... Son hermosos, absurdos y millonarios — todos Ellos— y morirán sin saberlo» (P, 110). La vida humana, sometida a la temporalidad, se dirige por el camino de la mediocridad hacia la nada. «Y mientras tanto la vida pasó, indiferente con su menuda caravana de ruidos, fastidios, brindis, obligaciones, enfermedades, sobrinos, viajes, almuerzos, coitos, facturas, regalos, cabalgatas de reyes, domingos, nacimientos y muertes» (P, 97). «Nunca lograré sobreponerme a la idea de que el ser humano, que es capaz de levantar civilizaciones, sea derrotado por este simple sonido: tic tac» (P, 109). Ni siquiera el amor es la fuerza salvadora que necesitamos; experiencia que es siempre evocada como una oportunidad perdida; que provoca la desesperación cuando se malogra; que, en todo caso, conlleva la imperfección de la vida en pareja, sometida a las mismas rutinas que la soledad. Toda identidad particular fracasa, por tanto; nos convertimos en fantasmas, asfixiados por la despersonalización; «¿Qué va a ser de mí?... Uno trata de consolarse pensando “mañana se arreglarán las cosas”, pero qué va, eso es mentira: las cosas nunca se arreglan, como mucho se retuercen» (P, 120). Una conclusión que involucra también a la consideración de la Historia, de la vida colectiva: «... contemplaba este siglo de barbarie a través de sus pestañas sin brillo, con una mirada infinitamente triste» (P, 136). ¿Qué hacer entonces ante la imposibilidad de alcanzar la dicha; ante un destino —palabra recurrente en varios pasajes— que de ningún modo puede alterarse?
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Huir, escapar, trasladarse a otro lugar; un acto de renuncia a lograr un espacio habitable en las condiciones presentes y de aventurarse a otra forma de vida, único modo de darse una segunda oportunidad. «Dinero para escaparme. Dinero para empezar de nuevo en otro sitio distinto… y esa misma mañana emprende un crucero alrededor del globo de incógnito y abandona para siempre esta historia» (P, 121). El tercer y último libro de nuestro autor, Técnicas de iluminación, hará de la huida el centro de muchos de sus relatos. El primero, un homenaje a Robert Walser, da la pauta con sus consignas: vivir caminando sin detenerse, sin establecer vínculos duraderos ni compromisos, tampoco de amor; contemplar el mundo reconciliado ahora con él (lo que es posible por esa actitud de despedida y desasimiento), encontrar en ello no la felicidad, sino cierto contento; no buscar el sentido de nada, no afanarse, no rechazar; el mero vivir. «Con esto quería decir que había maneras de escaparse» (TI, 15). «Fijar la vista en algo digno de ser amado, por un instante, y luego desparecer» (TI, 19). Nuevamente, la práctica de la escritura es teorizada en consonancia con esta actitud de los personajes. Escribir es recoger el mundo como es. El estilo de Tizón retoma formas más retóricas, aunque más comedido que en VJ, más adecuado a un mundo con el que «Estás, en general, conforme» (TI, 110).
Los cuentos muestran formas diversas de la huida, de la desaparición de los lugares odiosos o simplemente incómodos. Una pareja abandona la ciudad y se refugia en el calvero de un bosque donde se escucha música. Un hombre renuncia a su reloj, su billetera, las llaves de su casa, para estrenar otra identidad. Una joven, obligada a hacer algo terrible (abandonar una misteriosa caja en donde late un extraño ser vivo), obedece las órdenes y se escabulle. La consigna es, en cada caso, la misma: «Quiero perderme» (TI, 55). Y ahora, por tercera vez, este nuevo libro se revuelve contra sí mismo para cuestionar esa solución. Por un lado, porque el tiempo ejerce su peso y hace a la vida tomar conciencia de que es fugaz e irreversible. «No hay vestidores que permitan salirse del presente y corregir los errores del pasado, ay» (TI, 23); porque empuja a actuar, a elegir. Y si Walser se jactaba de abandonar en la noche a su amante para «mejor vivir tranquilo, con su moneda de plata en el bolsillo del chaleco» (TI, 19), otros personajes se deciden a afrontar la vida con sus perplejidades. La experiencia amorosa, la vida de pareja más precisamente, será el lugar por excelencia donde dirimir la propia identidad a través de la siempre compleja relación con el otro. Unos jóvenes admiran la decisión de una muchacha de casarse, en tanto viven entre ilusiones que descubren fútiles; una pareja se enfrenta a una decisión largamente escamoteada: «Éramos transparentes el uno para el otro, como maletas volcadas… ahora que la tenía delante, resultaba que la verdad se parecía más bien a un pequeño animal huidizo y sigiloso» (TI, 80). Tizón nos muestra parejas que, pudiendo complementarse, chocan por su disparidad: frialdad frente a sentimiento, sofisticación frente a sencillez; impulsividad frente a fidelidad. Pareja es decir conflicto, sufrimiento, inseguridad; su ruptura es desamparo, imposibilidad de vivir. No hay cómo huir, tampoco se desea intentarlo; así es la vida, se trata más bien de asumirla, aunque no sepamos cómo. Eloy Tizón no evita el sarcasmo cuando, tras plantear tan denodadamente la necesidad personal de la distinción, uno de sus personajes, abandonado por su pareja, asuma su condición común: «Lo primero que piensas es: “Debo evitar conducir”… muchos cornudos se matan estos días en accidentes de tráfico… las estadísticas no mienten» (TI, 103). Incluso la riqueza, cultura y sofisticación de una mujer, otrora estimada, no la salvan de
un juicio moral por un egoísmo que inspira lástima: «Usted nunca llegó a saber cuánto la amaba, porque nunca se molestó en conocerme» (TI, 135). Los relatos finales hablan de la fragilidad, de la vulnerabilidad del ser humano y la grandeza de enfrentarse a ellas. Frente a la ligereza de la errancia, se yergue la potencia de la experiencia de vivir. Incluso el arte es denunciado si queda por debajo de ella. «A sus ojos el arte y la literatura eran extravíos propios de débiles mentales… Un alma fuerte no necesitaba de semejantes sucedáneos de vida» (TI, 152). La muerte, finalmente, sólo puede ser encarada con resignación (como el padre que, en el último cuento, ha perdido a su hijo), al tiempo que desata interrogantes esenciales que abocan al misterio: «... para qué sirve la vida… Yo soy escéptico… nadie nos vigila, no hay justicia ni dioses, esto no tiene remedio… Y un día, tarde o temprano, todos morimos… Pero entonces qué sentido tiene sufrir y hacer sufrir a los demás… Son enigmas que no caben en la cabeza… no se puede llegar a ninguna conclusión… es imposible, solo mirar y mirar» (TI, 114-115). Eloy Tizón ha hecho de su escritura de cuentos un permanente ejercicio de búsqueda, encarna una actitud de plena responsabilidad hacia la literatura; de ahí la enorme dificultad de su empeño. «Sintiendo en todo momento que escribir es imposible y que también es imposible dejar de escribir» (TI, 72). Nos hace partícipes de una larga meditación sobre lo que más importa, de alguien para quien, en la escritura como en la vida, todo está en cuestión y «cualquier elección conlleva una responsabilidad y un peligro» (TI, 77).
Javier Sáez de Ibarra (Vitoria, 1961) es autor del poemario Motivos (2006) y de los libros de relatos El lector de Spinoza (2004); Propuesta imposible (2008); Mirar al agua. Cuentos
plásticos (2009, I Premio Internacional de Relato breve Ribera del Duero); Bulevar (2013, XI Premio Setenil al mejor libro de cuentos en España) y Fantasía lumpen (2017). Su obra ha sido recogida en recientes antologías del cuento español actual a cargo de Ángeles Encinar (Cátedra), Fernando Valls (Menoscuarto) y Andrés Neuman (Páginas de Espuma). Ha publicado diversos trabajos de crítica literaria en revistas como Quimera,
El Cuaderno, El buen salvaje y Revista Penúltima.
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Mujeres en la Shoah Por Enrique Benítez Palma I Shoah. Coincido con Berta Ares en la mayor adecuación de la palabra hebrea shoah para describir lo indescriptible. Holocausto es un término de origen griego que se relaciona con el concepto de sacrificio religioso, mientras que shoah significa ‘catástrofe’. Berta Ares hace referencia a George Steiner en un tuit escrito después de ver en Madrid la exposición sobre Auschwitz («No hace mucho. No muy lejos»), que ha sido prorrogada dos veces debido a la afluencia de público. Miles de personas nos hemos sobrecogido con la exposición, con las montañas de zapatos, con los utensilios olvidados, con los instrumentos de tortura. Hemos descubierto nuevos nombres que no conocíamos, como Henriëtte Zody-Sanders, Katarina Grünsteinová, la rebelde y valiente Róża Robota o Ceija Stojka. Nombres de mujeres que murieron en la Shoah o sobrevivieron a la catástrofe. Nombres de una Historia que se resiste a ser pasado. Shoah es el título del magno documental de Claude Lanzmann, de nueve horas y media de duración, que conviene ver con la preparación adecuada. Un documento tan fieramente humano requiere de un cierto estado emocional para su adecuada transpiración. Yo mismo lo vi cuando mi padre —que había nacido también en 1925, como Lanzmann— acababa de fallecer. La sensación de pérdida y de tristeza era necesaria para no caer en la trampa de ser un espectador más de aquella obra magnífica. Sin embargo, tal y como señala Marianne Hirsch (La generación de la posmemoria. Escritura y cultura visual después del Holocausto. Editorial Carpe Noctem), conviene preguntarse por qué hay tan pocas mujeres en la película: «¿Cómo nos atrevíamos a formular esa pregunta?, nos respondieron nuestros colegas; ¿qué importaba el género cuando todos los judíos fueron objeto de exterminio?». Hirsch plantea la cuestión en 1987, hace más de treinta años. A lo largo de sus investigacio-
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nes fue descubriendo que Shoah tuvo un efecto benéfico entre los supervivientes, que «autorizó sus actos de testimonio; les hizo sentir que tenían algo que contar y que había quien estaba dispuesto a escuchar y acoger esa historia». Para ella, en el documental de Lanzmann «las mujeres no sólo están ausentes, sino que ejercen de traductoras y mediadoras, por lo que son portadoras de Historia y del tejido afectivo de la Historia, pero no sus productoras», ya que «las mujeres judías del filme se limitan a llorar o a cantar: son voces fantasmagóricas en medio de los escombros del gueto de Varsovia, más que testigos clave de los mecanismos de exterminio o del sufrimiento y la supervivencia». Quizás si Marianne Hirsch hubiese leído las memorias de Lanzmann (La liebre de la Patagonia. Seix Barral) habría tenido otra opinión. El genio francés se empeña en presentarse como el verdadero amor de Simone de Beauvoir, a la que llama constantemente «El castor», y dedica un capítulo completo a narrar la imposibilidad de mantener relaciones sexuales en Corea del Norte con una de sus guías, debido al estado de vigilancia omnímoda que le rodeó durante su autorizada visita. Por sus palabras les conoceréis. II El universo concentracionario (expresión de David Rousset) es bien conocido a estas alturas. La topografía del horror nazi incluye lugares como Auschwitz-Birkenau, Mauthausen, Buchenwald, Dachau, Treblinka, Majdanek, Sachsenhausen, Bergen-Belsen, Terezin, Chelmno, Belzec o Sobibor. Todos estos nombres merecen pasar a la Historia Universal de la Infamia, un libro en permanente reescritura que, siguiendo con Borges, puede convertirse pronto en el Libro de Arena, ya que no tiene principio ni fin. En esta larga lista de espacios dedicados al sufrimiento y el exterminio también figura Ravensbrück, un campo construido sólo para mujeres y que parece secundario en esta dramática historia. Liberado por los rusos el 30 de abril de 1945, hay pocas menciones espe-
cíficas a las mujeres en los libros generalistas que tratan la Shoah. Estoy pensando, por ejemplo, en La destrucción de los judíos europeos (Raul Hilberg, Akal), en El Holocausto (Laurence Rees, Crítica) o en el reciente Las razones del mal. ¿Qué fue realmente el Holocausto? (Peter Hayes, Crítica). Nikolaus Wachsmann (Historia de los campos de concentración nazis, Crítica) sí que presta especial atención a lo largo de su libro a esta cuestión, incluyendo en su índice alfabético abundantes referencias a este asunto a veces marginado. Sobre Ravensbrück existen al menos dos libros, ambos escritos por Sarah Helm, que merecen una pronta traducción al castellano: If this is a woman (Abacus), por un lado, y Ravensbrück. Life and Death in Hitler’s Concentration Camp for Women (Anchor Books) por otro. Su publicación en nuestro idioma contribuiría a superar una asignatura pendiente: el conocimiento completo y profundo de las atrocidades cometidas con las mujeres, los experimentos médicos, las violaciones, todo aquello de lo que no se ha hablado porque el pudor de las víctimas que sobrevivieron lo ha impedido. Aleksandra Ubertowska ha llegado a hablar de «testimonios invisibles» para referirse a la escasa repercusión de las vivencias y sufrimientos femeninos, mientras que Joan Miriam Ringelheim ha acuñado una expresión certera que lo resume todo: «the unethical and the unspeakeable». Lo que allí se vio y se padeció no se puede contar, faltan las palabras, duele la memoria. En Ravensbrück, por ejemplo, fueron recluidas Margarete Buber-Neumann y Milena Jesenská, que había sido novia de Franz Kafka en la década de 1920. Buber-Neumann sobrevivió al genocidio y escribió dos obras monumentales: Prisionera de Stalin y Hitler (Galaxia Gutenberg) y Milena (Tusquets), biografía de su gran amiga, a la que conocería en Ravensbrück en 1940 y de la que pudo escribir su historia gracias a su cómplice sororidad y al apoyo mutuo que ambas se prestaron en medio de la locura criminal hasta el fallecimiento de Milena el 17 de mayo de 1944, apenas tres semanas antes del desembarco de Normandía. También per-
maneció prisionera en este campo la polaca Karolina Lanckorónska, cuyo testimonio sobre los experimentos humanos del olvidado profesor Karl Gebhardt no ha merecido aún ser traducido a nuestro idioma. En el siniestro y criminal catálogo de especialidades médicas aberrantes del doctor Gebhardt figuran amputaciones, reinjertos de miembros, infecciones de gangrena, intercambios de miembros amputados, disecciones de personas vivas sin anestesia y un largo y horripilante etcétera. Sus víctimas eran casi siempre jóvenes prisioneras polacas. Su caso no ha merecido ni la atención ni la fama de su reconocido homólogo, el doctor Mengele. Cabe preguntarse el motivo.
Marianne Hirsch. Fotograma del documental Columbia Giving Day (10/10/2017)
III Los primeros testimonios de lo que ni siquiera podía contarse llegaron muy pronto, ya en los inmediatos años de la postguerra. Primo Levi escribe Si esto es un hombre entre diciembre de 1945 y enero de 1947. Muchas mujeres hicieron lo mismo: contar lo que habían sufrido para que el mundo reaccionara. La muerte aún no había dejado de rondar a los supervivientes.
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Aunque no sea un testimonio sobre la Shoah, merece la pena destacar por su importancia un libro anónimo, Una mujer en Berlín (Anagrama), que nos dice lo siguiente: «... quien de verdad quiera enterarse de lo que en realidad ocurrió en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial tendrá que preguntárselo a las mujeres». La supervivencia entre las ruinas y la venganza de los vencedores forman parte de este inusual ejercicio de memoria, desagradable, honesto, despiadado y transparente. Una mujer en el frente, de Alaine Polcz (Periférica), es otro buen ejemplo de literatura escrita por mujeres para que de verdad sepamos lo que pasó. No podemos ni debemos olvidarlo: la protagonista de un libro reciente de cierto éxito, Margot Wölk, catadora de Hitler, sobrevivió a los rusos gracias a su huida junto a su novio de las SS por un pasaje secreto. Sus catorce compañeras capturadas fueron violadas y fusiladas por los soldados soviéticos. En todas las guerras las mujeres forman parte del botín y de la venganza. Las mujeres sufrieron y contaron lo que les ocurrió, aunque demasiadas veces sus testimonios hayan pasado desapercibidos. Es el caso de Seweryna Szmaglewska (Una mujer en Birkenau, Alba Editorial), de Liana Millu (El humo de Birkenau, Acantilado), de Zofia Nalkowska (Medallones, Minúscula). En el prefacio al libro de Millu escribe Primo Levi que sus seis relatos «giran en torno a los aspectos más específicamente femeninos de la vida desesperada y al límite de las prisioneras. Sus condiciones eran mucho peores que las de los hombres por varios motivos: la menor resistencia física a los trabajos, más pesados y humillantes que los impuestos a los hombres; el tormento de los afectos familiares; la presencia obsesiva de los hornos crematorios». Entre los relatos de Millu destaca por su especial sensibilidad «La clandestina», sobre el sufrimiento atroz de una joven embarazada que decide ocultar su estado y tener a su hijo en mitad de aquella orgía de muerte y pavor. Sus compañeras le advierten: incluso si llegara a nacer, sólo estaría regalando un puñado más de cenizas a los nazis. Es un relato conmovedor, intenso y doloroso, que en cierta medida se puede enlazar con un paisaje atroz del libro Sin flores ni coronas, de Odette Elina (Periférica), cuando, un domingo de mayo de 1944, cien mujeres del campo de Auschwitz-Birkenau fueron elegidas para llevar cien cochecitos de niños, ya asesinados, hasta un almacén del campo: «Cien mujeres que eran madres o que habrían podido serlo. Cien mujeres cuya razón de
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Milena Jesenská. Fotografía: autor desconocido.
vida habría podido ser la maternidad. […] Cien mujeres tocaron el fondo del desamparo y de la desesperación». El relato de Odette Elina es delicado y frágil, un testimonio que se nos rompe entre las manos. IV Ana Frank simboliza la cruel obsesión del nazismo con los niños, indefensos, inofensivos. Su Diario es uno de los libros más traducidos del mundo, lectura obligatoria en varios países, referencia incuestionable para intentar entender qué amenaza podría suponer una niña inocente de trece años para la maquinaria éticamente degradada de la maldita Alemania hitleriana. En sus páginas, llenas de curiosidad, aburrimiento e inocencia, podemos intuir la mirada limpia de una niña feliz, que incluso llega a enamorarse de su primo durante su cautiverio clandestino. Recientes revelaciones apuntan a una casualidad, más que a una delación, como motivo de su captura: una patrulla buscaba almacenes de contrabando cuando encontraron a su familia. Sea como fuere, Ana Frank moriría en Bergen-Belsen en marzo de 1945, dos meses antes de su liberación.
Enrique Benítez Palma. Mujeres en la Shoah
Hay otros diarios y testimonios de niñas que merecen ser rescatados del olvido para conocer otras dimensiones del sufrimiento causado por la Shoah. Algunos de ellos han tenido poco recorrido por haber sido editados de manera artesanal (La historia del número 48915. Memorias de supervivencia de una adolescente en el Holocausto, de Rachel Roth) o en pequeñas editoriales (Quien así te ama, de Edith Bruck; Ardicia). Otros han tenido más facilidades para llegar al público. La francesa Hélène Berr (Diario, Anagrama) moriría en Bergen-Belsen en mayo de 1945. Llevaría un diario entre abril de 1942 y marzo de 1944, antes de ser capturada, trasladada a Auschwitz y de allí en la fatídica «marcha de la muerte» a su destino final. Etty Hillesum, que fue deportada desde los Países Bajos en 1943, escribió una intensa correspondencia desde los barracones que alojaban a los judíos holandeses en tránsito hacia Alemania, recogida con merecidos honores en El corazón pensante de los barracones. Cartas (Anthropos). La profesora española Mercedes Monmany acaba de reivindicar su memoria (y la de Irène Némirovsky y Gertrud Kolmar) en un libro imprescindible: Ya sabes que volveré (Galaxia Gutenberg). Hetty Verolme, judía de Ámsterdam, es deportada con sólo doce años a Bergen-Belsen: logra sobrevivir y escribir su historia (Hetty Verolme, una historia real, Almuzara), una de las escasas con final feliz, si es que se puede hablar de felicidad a la supervivencia individual entre un mar de muerte. La polaca Rutka Laskier, de sólo catorce años, tuvo el coraje de escribir en su diario (El cuaderno de Rutka, Suma de Letras) los últimos meses de su vida en el gueto de Bédzin. Hay una petición en marcha, con poco éxito de momento, para que sea un libro de lectura obligatoria en las escuelas polacas, un país que ha iniciado la senda de la reescritura de su propia historia y del protagonismo de sus ciudadanos en la Shoah. No es una petición baladí: comentaba Felipe R. Navarro hace unas semanas en Facebook la dificultad de comprar en Polonia libros originales sobre la Shoah (lo intentó con la primera edición polaca de Una mujer en Birkenau, de Seweryna Szmaglewska) y narraba con amargura el desconocimiento de los libreros a los que preguntó sobre la Shoah, su desinterés, incluso cierta incomodidad. De los quince mil niños que llegaron a Terezín y fueron transferidos a Auschwitz sólo cien sobrevivieron a la Shoah. Una de las supervivientes fue Helga Weiss (El diario de Helga. Testimonio de una niña en un
campo de concentración. Sexto Piso), nacida en Praga en 1929, que nos ha dejado un libro escalofriante con ilustraciones terribles. No conviene matizar la dureza de los nazis con los niños, ni edulcorar la realidad. Hay unos párrafos muy oportunos en El vano ayer, de Isaac Rosa, para hablar de la tortura: «... cuando hablamos de torturas, si realmente queremos informar al lector, si queremos estar seguros de que no quede indemne de nuestras intenciones, es necesario detallar, explicitar, encender potentes focos y no dejar más escapatoria que la no lectura, el salto de quince páginas, el cierre del libro. Porque hablar de torturas con generalidades es como no decir nada; cuando se dice que en el franquismo se torturaba hay que describir cómo se torturaba, formas, métodos, intensidad; porque lo contrario es desatender el sufrimiento real; no se puede despachar la cuestión con frases generales […]; eso es como regalar impunidades; hay que recoger testimonios, hay que especificar los métodos, para que no sea en vano». Pues bien, se sabe lo que hacían los guardianes nazis con los niños. Está documentado que los arrancaban de los brazos de sus madres y los embarcaban en camiones rumbo al crematorio. Que los mataban a patadas delante de ellas con sus botas de suelas metálicas. Que los cogían de las piernas y les reventaban la cabeza contra las paredes, o en los postes telegráficos. Que un niño pequeño era un botín sobre el que cebarse a golpes, a culatazos, a dentelladas de perros entrenados para morder la carne judía. Los niños y las niñas servían para sus experimentos médicos, para sus amputaciones, para sus infecciones incurables, para la muerte más horrible y agónica y dolorosa. Suavizar la realidad es ocultarla, mantener a salvo de nuestra vista acomodada todo lo que mucha gente no ha contado porque no hay palabras que resistan tanta crueldad, tanta maldad humana. No hay que escatimar esfuerzos para contar todo lo que ocurrió en los campos de la muerte y del horror. Mucho menos en los tiempos que corren. V Hablar de la Shoah y de Francia es hablar de Patrick Modiano. El gran escritor francés mereció el Premio Nobel de Literatura por sus obras, y sobre todo por convertirse en la conciencia de una sociedad, la francesa, que había abrazado con notable entusiasmo la versión oficial, la retórica de la Resistencia, la reducción del colaboracionismo a unos pocos episodios lamentables. De entre
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Enrique Benítez Palma. Mujeres en la Shoah
todos sus libros quizás convenga destacar Dora Bruder (Seix Barral), crónica eficaz, exacta y contenida sobre la desaparición en 1941 de una niña de quince años, fugada de un colegio de monjas y deportada a Auschwitz, como tantas otras muchachas de su edad. Sin embargo, Francia ha dado otros muchos libros a la comprensión tangencial de la Shoah. Por citar sólo algunos, podemos destacar desde luego Vivir (Anise Postel-Vinay, Errata Naturae), Y tú no regresaste (Marceline Loridan-Ivens, Salamandra), Calle Ordener, calle Labat (Sarah Kofman, Cuatro), La travesía de la noche (Geneviève de Gaulle Anthonioz, Arena Libros) y por supuesto Un paisaje de cenizas, de Élisabeth Gille, la hija mayor de Irène Némirovski (ya saben: Suite francesa), con traducción de Juana Salabert (autora de Velódromo de invierno) y publicado por Nocturna ediciones. Sorprende que sean en muchos casos pequeñas editoriales independientes las que rescaten la memoria de estas mujeres tan valiosas. Gille ha escrito, además, una notable biografía de su madre (Irène Némirovski, Circe). El manuscrito original de su gran novela, traducida a varios idiomas y llevada al cine, les acompañó a ella y a su hermana Denise por los sótanos de Burdeos en los que permanecieron escondidas de los nazis y su implacable deportación.
Neus Català. Fotograma de la entrevissta realizada el 1 de enero de 1978 en RTVE.
Con todo, el testimonio más profundo y desgarrador escrito por una autora francesa es sin lugar a dudas la llamada trilogía de Auschwitz, de Charlotte Delbo (Turpial). Los títulos de sus tres partes (Ninguno de no-
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sotros volverá; Un conocimiento inútil; La medida de nuestros días) son ya de por sí elocuentes y descriptivos. Los recuerdos de Delbo, su vida tras la guerra y el regreso, el nacimiento de sus hijos, la capacidad de «desdoblamiento» aprendida en el campo de exterminio componen páginas esenciales para saber y no olvidar. Una obra imprescindible. VI España ha vivido de espaldas a su estrecha relación con los campos nazis de exterminio. Y si algo ha querido aprender se lo debe sobre todo a la obra de Jorge Semprún, nuestro eslabón casi único con el sufrimiento colectivo europeo. Se ha pretendido olvidar que Serrano Súñer pidió expresamente a Hitler en septiembre de 1940 el exterminio de los republicanos españoles. En los primeros años de la Transición se recogieron testimonios dispersos sobre los prisioneros españoles en aquellos campos de la muerte, de difícil o imposible acceso ahora. Violeta Friedman (Mis memorias. Cuadernos de Sefarad) tuvo que denunciar al negacionista Léon Degrelle, plácidamente acogido por Franco y Girón de Velasco en España, a cuyo entierro asistirían destacados políticos de la Costa del Sol. Comenzó a circular la emotiva foto de la liberación de Buchenwald, con la gloriosa pancarta escrita en castellano: «Los españoles antifascistas saludan a las fuerzas liberadoras». Hubo que esperar a 2006 para conocer los archivos de los españoles prisioneros y asesinados en Mauthausen, sus nombres, apellidos y ciudades de origen. Hasta 2018 no se ha interesado el cine nacional por Francesc Boix, el fotógrafo de Mauthausen, único testigo español en los Juicios de Núremberg. Más de cuatrocientas mujeres españolas llegaron a Ravensbrück, todas ellas presas políticas, militantes verdaderas de la Resistencia. Entre ellas Neus Català, símbolo de toda una generación. Cenizas en el cielo (Roca editorial) novela su cruda experiencia: «Hicimos nuestra entrada triunfal en el mundo de los muertos, a 22 grados bajo cero, el 3 de febrero de 1944, entre mil mujeres, recibidas por 10 SS, con sus 10 metralletas y sus 10 perros». Otra de aquellas mujeres fue Mercedes Núñez Targa, secretaria de Pablo Neruda, que ha recogido sus vivencias en las cárceles de Franco y de Hitler en un documento de un mérito incalculable, El valor de la memoria. De la cárcel de Ventas al campo de Ravensbrück (Renacimiento), en el que habla sin tapujos de los infames reconocimientos
íntimos a las mujeres, de la abominable realidad cotidiana: «Sí, las mujeres que esperan un hijo son sistemáticamente conducidas a la cámara de gas. Una, porque ellos mantienen con vida únicamente aquellas que pueden trabajar a rendimiento pleno, y otra, porque los nazis no quieren niños de “razas inferiores”. Todo sea por la gloria y la pureza de la Alemania de la esvástica». Otras muchas no vivieron para contarlo. Las pocas que sí lo hicieron permanecen en el olvido. VII El género y la Shoah. Desde los años noventa del siglo pasado, un pujante movimiento académico en los campus estadounidenses ha reivindicado el legado de las mujeres supervivientes de la Shoah. De la misma manera que en España e Hispanoamérica han sido los nietos de las víctimas de las dictaduras quienes han luchado y empujado contra el silencio y el olvido —mereciendo el calificativo de «emprendedores morales», otorgado por la investigadora Elizabeth Jelin—, en los Estados Unidos ha venido a ocurrir algo muy similar: han sido en muchos casos profesoras judías con familias víctimas de la Shoah quienes han dado una nueva vuelta de tuerca a la historiografía sobre la más oscura etapa de la historia de la humanidad. Nombres como Joan Miriam Ringelheim, Sara R. Horowitz, Joanna Stöcker-Sobelman, Sarah Helm, Aleksandra Ubertowska, Shana Latimer, Myrna Goldenberg, Judith T. Baumel, Anna Hardmann, Zoë Waxman o Dalia Ofer y Lenore Weitzman son autoras de los estudios más recomendables sobre el análisis de la Shoah con perspectiva de género. Casi todas ellas permanecen inéditas en castellano: sólo una de las obras de Dalia Ofer y Lenore Weitzman ha merecido una traducción en Argentina (Mujeres en el Holocausto. Fundamentos teóricos para un análisis de género en el Holocausto, Plaza y Valdés). Sus hallazgos y conclusiones aportan una luz diferente sobre lo que hemos leído hasta ahora: cómo las familias judías protegían a los hombres y los escondían y trataban de facilitar su huida, en la inocente creencia de que no actuarían contra las mujeres; cómo el pudor era inculcado en las mujeres judías desde la infancia, lo que ha retraído sus recuerdos sobre las agresiones sexuales y las vejaciones en los reconocimientos médicos. Todas las mujeres sentían su «vulnerabilidad sexual» cuando eran perseguidas y capturadas.
La maldición de la supervivencia ha perseguido a todos los que fueron deportados y volvieron para contarlo, o para permanecer mudos tras conocer el horror. Lo cuenta Ruth Kluger (Seguir viviendo, Galaxia Gutenberg), recordando una charla universitaria sobre su propio testimonio y algunos otros mucho más conocidos: «... el problema consistía en que el autor había salido con vida. Se lee y se piensa: a pesar de los pesares, salió bien librado. Quien escribe, vive». En el caso de las mujeres, su natural pudor les ha llevado en muchos casos a insinuar más que a describir, a suavizar más que agudizar. Un recuerdo demasiado terrible habría llevado a cerrar el libro. Y todas quienes escribieron sentían esa maldición sobre sus espaldas. ¿Por qué yo sí y mis seres queridos no? Magda Hollander-Lafon, en sus delicadas reflexiones sobre su propia supervivencia (Cuatro mendrugos de pan, Periférica) da voz a la proverbial humildad de las mujeres: «Mis palabras son frágiles, como yo. ¿Cómo transmitir esta memoria sin banalizarla, sin agravarla, sin abrumar al otro?». Sea como sea, una cosa debe quedar clara: si para entender la Shoah hay que leer a Primo Levi, Imre Kertész, Jorge Semprún, Theodor Adorno, Jean Améry, Viktor Frankl o Elie Wiesel, también hay que hacer lo mismo con Hannah Arendt, Simone Veil, Charlotte Delbo, Margarete Buber-Neumann, Liana Millu, Ana Frank, Mercedes Núñez Targa o la desgarradora y directa Seweryna Szmaglewska. Que sus testimonios hayan sido publicados, en demasiadas ocasiones, por pequeñas editoriales en tiradas cortas de difícil acceso dice mucho del desequilibrio que sigue existiendo sobre lo que de verdad importa. Leer sus libros es la mejor manera de honrarlas, impidiendo que sigan siendo invisibles o secundarias.
Enrique Benítez Palma ha sido crítico literario para Localia Televisión (entre 2004 y 2007), la SER Málaga y el periódico
La Opinión de Málaga, perteneciente al grupo editorial Prensa Ibérica. Sus artículos han sido publicados en medios como Dia-
rio de Mallorca, Levante, El Faro de Vigo, La Opinión de Granada, etc. Sus últimas reseñas han sido publicadas en medios como
Info Libre, la revista Paradigma, editada por la Universidad de Málaga, o el digital hispanoamericano Otro Lunes.
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Un seminario pirenaico de traducción Por Eduardo Moga La Institució de les Lletres Catalanes me ha invitado a ser uno de los dos poetas protagonistas del Seminario de Traducción que organiza desde hace veinticinco años en una aldea del pirineo leridano, Farrera de Pallars. La otra poeta será, en esta edición, la cordobesa Ángeles Mora. En realidad, los protagonistas no somos nosotros, sino la lengua castellana, como antes lo han sido el polaco, el francés, el serbo-croata, el bretón, el italiano, el gaélico, el portugués, el ruso, el árabe y el sueco, entre muchas otras. Me alegra ser traducido al catalán por primera vez. Yo suelo definirme, cuando por desgracia es necesario recluirse en definiciones, como un poeta catalán en lengua castellana; y, como tal, nunca había sido vertido a mi segunda lengua. Los poetas y traductores que se ocuparán de hacerlo en estos cuatro días de placentero encierro son Francesc Parcerisas, Àlex Susanna, Marta Pessarrodona —tres autores fundamentales de la literatura contemporánea en catalán—, el castellonense Josep Porcar, el madrileño afincado en Tarragona Ramón Sanz, la barcelonesa Anay Sala, la formenterana Maria Teresa Ferrer y un viejo amigo, el hispano-argentino Carlos Vitale, todos coordinados por Xavier Montoliu, el competente técnico de la ILC encargado de la organización del seminario. Llegamos a Farrera en un minibús conducido por Mario, en cuyos flancos se lee, sabiamente, «Mario». Confieso que, después de bastantes años de vida urbana y residencia en otros lugares de España y Europa, se me había olvidado lo bonita que es la Cataluña interior. Según nos acercamos al norte, el paisaje se vuelve más verde, montañoso y agreste, pero sin perder una suavidad mediterránea, una suerte de civilización que dulcifica los torrentes y escarpaduras. También, la carretera se estrecha. De Burg, el último pueblo antes de llegar a nuestro destino, a Farrera parece una de esas calzadas que serpentean inverosímilmente por picachos andinos (y de la que se despeñan cada año varios
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autobuses). Pese a la firmeza al volante, y en general, que demuestra Mario, no estamos del todo tranquilos; y la que menos lo está es Maria, que tiene vértigo y roza el desmayo en estas revueltas abismales. El tramo final de la ruta, entre picos altísimos, cubiertos de una vegetación inagotable que sólo clarea en herbazales luminosos, es poco más que un camino vecinal, estrecho y castigado, en el que trabajan máquinas asfaltadoras y peones camineros. En todo el trayecto no hemos dejado de ver lazos amarillos (o bufandas amarillas, que envolvían el cuello de las efigies públicas), carteles que reclamaban la liberación de los presos políticos y pintadas independentistas: en estas comarcas septentrionales, y supongo que en muchas otras de Cataluña, el amarillo se anuda con el verde. En Farrera nos alojamos en el Centre d’Art i Natura, una pequeña pero cómoda residencia para artistas de toda Europa, gestionada por el hospitalario Lluís Llobet. No es de extrañar que el Centre sea reducido: todo en Farrera lo es. Aquí no hay más que un puñado de casas, una iglesia y unas vistas sobrecogedoras. En 2017, el pueblo tenía cincuenta habitantes. El Diccionario Geográfico de Pascual Madoz, de 1845, le otorgaba diecisiete vecinos y ciento un almas, y añadía que a Farrera la combatían especialmente los vientos del norte y que era de clima frío, propenso a los reumas agudos y crónicos, y a las inflamaciones. Espero que esto no sea así en septiembre, o que lo sea poco. Tras una comida vegetariana (que contrasta con los desayunos serranos, abundantes en embutidos y quesos), empezamos las sesiones de trabajo: los traductores se dividen en dos grupos y cada uno se reúne con un poeta para acometer los poemas que haya seleccionado. Al cabo de dos días, los poetas cambian de grupo y así se consigue que todos trabajen con todos. Las sesiones se desarrollan con sorprendente fluidez. Y digo «sorprendente» porque yo, que nunca había participado en un encuentro como este, me imaginaba que con tantos escritores, seres imperfectos, obstinados y vanidosos donde los haya, los acuerdos iban a ser difíciles, o por lo
menos laboriosos. Pero me equivocaba. El compromiso de todos con su papel de traductores, de colaboradores diestros y generosos, ha sido ejemplar. Lo que no ha obstado para que las discusiones por una u otra opción hayan sido ardorosas. Al final, sin embargo, siempre se ha encontrado una solución satisfactoria para todos o para una amplia mayoría de participantes, y un resultado, en general, muy persuasivo. El minucioso esfuerzo desplegado nos ha permitido, a unos y a otros, hacer algunos descubrimientos interesantes. Por ejemplo, quienes pensaban que la traducción de un idioma tan próximo a otro simplificaba la tarea, o le restaba interés, se han dado cuenta de que es más bien lo contrario: la cercanía entre ambos, y el conocimiento perfecto de las dos por parte de todos los invitados, hacía que los problemas se multiplicasen, al multiplicarse los matices, los ecos, las posibilidades (y las imposibilidades: ¿cómo se traduce «asómate al balcón», como decía un poema de Ángeles Mora, al catalán?). El destripamiento de los poemas que supone la traducción —el análisis de la última desinencia, de la coma más arrinconada, de la palabra menos significante— despoja al poema de toda grandeza, de toda aureola de hermosura o sublimidad. Uno siente que su obra, su obra imperecedera, ha sido reducida a los tornillos, alcayatas y cojinetes que la componen: el análisis la desmonta como un castillo de lego y las palabras quedan exangües, expuestas a todos los zarandeos imaginables, en la mesa del traductor. Es un baño de realidad que nos recuerda —algo dolorosamente, debo reconocer— que, como decía Borges, la literatura no es más que un hecho sintáctico, una modestísima ars combinatoria, tan irrelevante y prescindible como esas construcciones que los muy pacientes levantan con cerillas o esos rompecabezas que los muy ancianos se pasan años resolviendo. Por suerte, su grandeza, si es que tiene alguna, se recupera con la traducción. Esas mismas palabras desnudadas, baqueteadas, irrisorias, vuelven a erguirse con las ropas de un nuevo idioma y a recuperar su sonoridad magnífica, su
totalidad. En el proceso, los autores aprendemos también que la traducción puede revelar errores de la creación. Algunas de las observaciones de mis compañeros me han iluminado fallos, redundancias, deslices, aunque ellos no me estuvieran juzgando como autor, sino sólo manipulando el texto para encontrar las correspondencias idóneas. Yo he escrito, por ejemplo, «grandes extensiones de terreno» y alguien observa que mejor decir «grans extensions», prescindiendo de «de terreny», porque «extensions», en ese contexto, ya incorpora la noción de territorio. Es obvio y elemental, pero yo no caí en ello al escribirlo. Y me duele particularmente haber cometido un pleonasmo, porque, si me disgusta omitir una información necesaria, más detesto dar una innecesaria. El ejercicio de la traducción también está próximo al de la crítica literaria. Verbigracia, yo he sabido, de labios de Àlex Susanna, que algunos de mis poemas eran ausiasmarquianos y otros, octaviopacianos. Ambos magisterios me complacen. Y también he constatado que la tendencia creadora de cada cual —y eran muy diversas— no condicionaba el trabajo ni la búsqueda del mejor resultado posible en la lengua de llegada. Todos estaban al servicio del poema, no del poeta, y eso se notaba en el esfuerzo bienintencionado, y respetuoso con los presupuestos estéticos del autor, que se volcaba en cada imagen, en cada verso. También nos hemos reído mucho: con una décima mía, por ejemplo, que describía una felación (ese acto maravilloso que, injustamente, tan poco se ha tratado en la literatura universal), y que Álex estaba empeñado en que difundiera en las lecturas que hemos hecho en Sort, la capital de la comarca donde se encuentra Farrera, y en Laie, en Barcelona, con la que hemos rematado el seminario. O con la vigorosa cópula que practicó Queta, la simpática perrita de Marta, con mis pies (y luego con los de Carlos), debajo de la mesa, en una de las cenas. El seminario nos ha permitido a todos conocer Farrera y sus alrededores. Al lado mismo del Centre d’Art i Natura se encuentra la iglesia de Sant Roc, el
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Eduardo Moga. Un seminario pirenaico de traducción
protector contra la peste, cuya puerta nos abre Lluís con un llavón que parece tan antiguo como el templo, del s. XVII. La gente de Farrera no es muy religiosa: la iglesia sólo se utiliza una vez al año, en la fiesta mayor, como sede de conciertos. Esto sí ha cambiado desde los tiempos de Madoz: entonces había una ermita dentro del propio pueblo, donde se celebraba misa cada día. La irreligiosidad sobrevenida de Farrera se nota en el estado de la construcción, bastante dejada de la mano de Dios. Las cuatro columnas que flanquean el altar son tubos de uralita; en uno de ellos aún se puede leer el sello romboidal que acredita su condición: «Uralita». En la sacristía, tan exigua como el pueblo, cuelga una cuerda del techo. Si la estiras, suena la campana del campanario. Ramón lo hace, con cierta timidez. A mí me apetecería echarla al vuelo, pero me contengo: no hay que alborotar la paz del lugar. Al salir, doy una vuelta por el pueblo. Dura poco. Veo fechas grabadas en los dinteles de piedra de las puertas de algunas casas: en una, 1904; en otra, 1624. También advierto una losa de pizarra en una entrada con una de las famosas frases de Einstein: «Sólo hay dos cosas infinitas: el universo y la estupidez humana. Y no estoy muy seguro de la primera». Aplaudo la máxima, pero no estoy seguro de que sea la forma más amable de dar la bienvenida a los visitantes. Tras las sesiones de las mañanas, y antes de comer, paseamos hasta los puntos de interés del valle. Al grupo se ha unido Fernando Jiménez, un funcionario del Centro Andaluz de las Letras que viene a conocer in situ el seminario, para realizarlo también, quizá, en Andalucía. El primer día, vamos hasta la ermita de Santa Eulàlia d’Alendo, una sencilla nave prerrománica con un humilde cementerio adyacente, al que Francesc ha dedicado un hermoso poema: “«... Ara que passegem pel cementiri / penso si algú haurà trobat mai / la navalla rovellada que dorm / en aquest equador on les arrels / fan girar el món / entre les mans lligades d’un cadàver. / Mentrestant apleguem els llumenets rojos / de la moixera de guilla, / i al palmell són boles de fang / que ressusciten en silenci» [Ahora que paseamos por el cementerio / pienso si alguien habrá encontrado alguna vez / la navaja oxidada que duerme / en este ecuador cuyas raíces / hacen girar el mundo / entre las manos atadas de un cadáver. / Mientras tanto, juntamos / las lucecitas rojas / del serbal de los cazadores, / y en la palma de la mano son bolas de barro / que resucitan en silencio]. El segundo, bajamos hasta Burg, donde hay tiendas y restaurantes: nos parece Nueva York. Y el ter-
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cero, llegamos hasta otra ermita, la de Santa Maria de la Serra. El camino es de cabras; lo cruzan, de vez en cuando, grandes mariposas grises y rojas (Anay, urbanita como yo, lo califica de «rupestre»; tiene razón, pero qué agradable rupestridad). La iglesuela es, como todas las de estos lugares, muy sencilla. Y también la están restaurando, como la carretera. Las puertas y el techo son nuevos: huelen a madera recién puesta. La ermita no está recta, sino que se empina. Y desde la ventana posterior se divisa todo el valle de Farrera, como una herida gigantesca y verdemar, sobrevolada por nubes montañosas pero educadas, que sólo descargan agua de noche, cuando dormimos, y que alguna tarde se deshilachan en nieblas que colman las quebradas como nata y nos regalan una blancura intangible. El sábado volvemos a Barcelona, de nuevo de la mano de Mario, el hombre del minibús, y por la tarde damos una lectura de los poemas traducidos en Laie, a la que asiste el director de la Institució de les Lletres Catalanes, el poeta Joan-Elies Adell, y mucho público. El trabajo ha valido la pena. Y esta es la tan reclamada décima sobre la felación, de Décimas de fiebre, traducida en Farrera: [TE ARRODILLAS, LO CAPTURAS...] Te arrodillas, lo capturas, bajas, subes, miras, bajas, no cedes, no te relajas, lo acometes, te saturas, lames alto y bajo, apuras el tallo y mascas la flor, chupas, muerdes sin dolor, y logras que estalle, y tragas, y es gloria que todo lo hagas con ese aire de candor. [T’AGENOLLES, EL CAPTURES…] T’agenolles, el captures, baixes, puges, mires, baixes, no cedeixes, no et relaxes, l’envesteixes, te’n satures, llepes dalt i baix, escures la tija i menges la flor, xucles, mossegues sense dolor, perquè esclati i t’ho empassis, i és glòria que tot ho facis amb un aire de candor.
Mujer y microrrelato: la frontera invisible Un hombre que lee, o que piensa o que calcula, pertenece a la especie y no al sexo; en sus mejores momentos, escapa incluso a lo humano. Marguerite Yourcenar.
Por Ginés S. Cutillas Cuando me propusieron impartir una conferencia sobre microrrelato y mujer en el marco de unas jornadas feministas, no supe cómo enfocarla en un principio, ya que no fui capaz de encontrar rasgos diferenciadores con aquellos escritos por hombres. Para ilustrar dicha tesitura, propuse un experimento en plena ponencia
que acabamos llamando «la cata», el cual consistía en que el público eligiera alguno de los nueve textos sin firmar que llevé conmigo y lo leyeran en voz alta para a continuación votar a mano alzada el sexo del creador. Huelga decir que había seleccionado textos que se dieran a la ambivalencia. A saber: «Ajustando cuentas», de Miguel Ángel Flores; «Adolescencia», de José Ovejero; «Insistencia fatal», de Patricia Kieffer; «Ana en el metro», de Cristina Gálvez; «Moda», de Isabel González; «Abuelita está en el cielo», de Fernando Iwasaki; «Fantasma» y «Centrifugado», de Patricia Esteban Erlés, y «Un segundo, cinco minutos», de Carmen Peire. El resultado del experimento fue el esperado. Para todos los textos que se leyeron hubo un cincuenta por cien aproximado que apostaba por cada uno de los sexos, hecho que estoy seguro que halagará a los autores al conseguir ocultar su presencia detrás de una voz. El público tampoco supo encontrar rasgos característicos en los textos que le informaran del sexo del autor. Lola López Mondéjar, en su artículo «La feminización de la literatura escrita por hombres», concluye: «No existe un marcador de género sino diferentes posiciones de poder, que se modifican conforme cambian los tiempos». E insiste: «No creemos que exista un marcador de género en los textos literarios, en realidad en ningún texto, pero sí que la literatura tiene como finalidad representar lo humano, y que el ser humano se transforma a través de la historia, por lo que, forzosamente, estos cambios han de trasladarse de una manera u otra a las obras que, a su vez, formarán nuevas subjetividades, nuevas formas de percibir
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Ginés S. Cutillas. Mujer y microrrelato: la frontera invisible
lo que se estaba negando, en un recíproco y fructífero camino de ida y vuelta entre las producciones simbólicas de los hombres y de las mujeres que estos discursos tendrán sobre los lectores, hombres y mujeres en formación, sine die». Pero, ya que no somos capaces de encontrar particularidades según el sexo del autor en la literatura en general, exploremos ahora si podríamos encontrar diferencias según el género literario que abordemos. La poeta Ada Salas erradica tal diferenciación de la poesía: «La poesía es, quizá, el género literario más “asexuado”. Se escribe desde la raíz, y en la raíz solo reside lo humano. Escribir es exhumar, volver a los orígenes, donde el hombre (mujer u hombre) no está sometido a más condición que la de su humanidad». Pero, ¿qué pasa con el microrrelato, el género que arrancó la presente ponencia? Quizá sea este, por su particularidad histórica, el género menos susceptible de ser sexuado. Si bien es cierto que los teóricos sitúan los orígenes en Azul (1888) de Rubén Dario —salpicado por Pequeños poemas en prosa (1862) de Baudelaire—, no es hasta 1906 que Irene Andres-Suárez sitúa el primer texto de este nuevo género en España: «El joven pintor» de Juan Ramón Jiménez. Quizá por considerarse un género minoritario, los autores varones no le dieron la importancia que tenía, al igual que en España no se dio importancia al relato a favor de la novela, cosa que no sucedía en todo el continente americano. «Si eres mujer y deseas destacar en cualquier campo, es buena idea (a) inventarlo y (b) situarlo en un área tan mal pagada o de tan poco prestigio que los hombres no la deseen», afirma Joanna Russ. Por tanto, esa posición dominante que tantas feministas defienden respecto a los referentes masculinos antecesores se pierde inmediatamente en este género. El microrrelato es tan reciente que carece de unas referencias claras. De hecho, el primer libro publicado en España formado íntegramente por microrrelatos aparece en 1956 y es de una mujer: Los niños tontos de Ana María Matute, seguido muy de cerca —justo al año siguiente— por Crímenes ejemplares de Max Aub. Pero no es el primero que publica una mujer. Ya en 1931, la escritora mexicana Nellie Campobello dejó huella de la Revolución mexicana en una serie de textos cortos titulada Cartucho. Relatos de la lucha en el Norte de México, y en 1953 la escritora cubanouruguaya Ma-
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ría de Montserrat escribió Cuentos mínimos. A estos les siguieron: Amor, Guadalupe: Galería de títeres. FCE: Ciudad de México, 1959. Ocampo, Silvina: La furia y otros cuentos. Editorial Sur: Buenos Aires, 1959. Ocampo, Silvina: Las invitadas. Losada: Buenos Aires, 1961. Tamayo, Évora. Cuentos para abuelas enfermas. Ediciones el Puente: La Habana, 1964. Martínez, Ángela. Memorias de un decapitado. Ediciones R.: La Habana, 1965. Tamayo, Évora. La vieja y el mar. Ediciones R.: La Habana, 1965. Valenzuela, Luisa: Los heréticos. Paidós: Buenos Aires, 1967. Olmos, Laura: Golfos de bien. Plaza & Janes: Barcelona, 1968. Peri Rossi, Cristina: Indicios pánicos. Nuestra América: [Montevideo], 1970.
Es a partir de 1967 cuando Luisa Valenzuela irrumpe con su obra de minificción, y volverá a ella en 1975 (Aquí pasan cosas raras) y 1980 (Libro que no muerde). A mitad y finales de los ochenta aparecen nombres de autoras con cierta asiduidad en el género, como Pía Barros, Lilian Elphick, Ana María Shua, Cristina Peri Rossi o Neus Aguado. En los noventa, Julia Otxoa, Ana Graciela Abregú… En los dos mil: Ángeles Mastretta, Ildiko Nassr, Laura Pollastri, Flavia Company, Patricia Calvero, Carola Aikin, Lara Moreno, Carmen Camacho… Y en la década de 2010 se da la eclosión del género, en parte debido a su rápida aceptación en internet y a los blogs especializados: Las Microlocas (Eva Díaz Riobello, Isabel González, Teresa Serván, Isabel Wagemann), Susana Camps, Cristina Grande, Elena Casero, Norah Scarpa, Dina Grijalba, Gemma Pellicer, Lola Sanabria, Patricia Esteban Arlés, Isabel Mellado, Cristina Grande… Por no hablar de que la reina indiscutible del género es una mujer, la argentina Ana María Shua, de gran recorrido en el género, que lo culmina en el 2017 con un ensayo titulado Cómo escribir un microrrelato. Las mujeres aparecen en todos los ámbitos del género, no sólo en el creativo sino también el crítico. El primer artículo sobre el género es de 1981: «El micro-
rrelato en México: Torri, Arreola y Monterroso», de la crítica cubanoestadounidense Dolores Koch (La Habana, Cuba, 1928 - Nueva York, Estados Unidos, 2009). El primer estudio del género en España es de 1994 de la mano de Irene Andres-Suárez: «Notas sobre el origen, trayectoria y significación del cuento brevísimo», aunque hay quien lo sitúa en el artículo de 1992, «El micro-relato hispanoamericano: cuando la brevedad noquea», a cargo de Francisca Noguerol, publicado en la revista navarra Lucanor y donde ya se fijan las principales características del género. Otras expertas en el género a nivel teórico son Carmen Valcárcel, Violeta Rojo, Ángeles Encinar, Ana Calvo… También las antologías más celebradas del género han sido coordinadas por una mujer: Por favor, sea breve (2001), a cargo de Clara Obligado, con su sucesora Por favor, sea breve 2 (2009), ambas en Páginas de Espuma;
al igual que la Antología del microrrelato español (19062011) y El cuarto género narrativo, a cargo de Irene Andres-Suárez, publicada en 2012 en la editorial Cátedra. Como se decía en un comentario de la encuesta lanzada en las redes sociales, el tema del maltrato es un subgénero dentro de los microrrelatos escritos por mujeres. Como profesor de talleres, es fácil encontrarse que uno de cada cuatro textos escritos por mujeres que comienzan en el género incurra en dicho tema. En esta línea, existen algunas iniciativas a nivel mundial que intentan luchar contra el maltrato a través de los textos. Como ¡Basta! Cien mujeres contra la violencia de género, un proyecto que se inició en Chile y continuó en Argentina y otros países como Perú, Colombia, Venezuela, Bolivia, México y Estados Unidos. Cuenta con el testimonio de cien mujeres que enfrentaron la tragedia de la violencia desde distintas posturas. El de Chile, por ejemplo, fue dirigido en 2013 por Pía Barros, Gabriela Aguilera V., Susana Sánchez, Silvia Guajardo, Ana Crivelli y Patricia Hidalgo. El de Venezuela, de 2015, estuvo a cargo de las escritoras Kira Kariakin, Virginia Riquelme y Violeta Rojo. En México llegó en 2017… También existe su versión masculina en ¡Basta! Cien hombres contra la violencia de género. En su edición argentina (Macedonia Ediciones) de 2016 fue dirigido por Amor Hernández, Fabián Vique, Leandro Hidalgo, Miriam di Gerónimo y Sandra Bianchi. De tono más generalista, aparece en 2017 Las musas perpetúan lo efímero, una antología de minificciones de escritoras mexicanas contemporáneas. La edición es de Gloria Ramírez Fermín y reúne ochenta y un textos de veintisiete autoras mexicanas. Esto sólo por citar alguna de las iniciativas actuales. Imposible nombrar a todas las autoras, investigadoras y críticas que están conformando el género a día de hoy, aunque suficiente para comprobar que la mujer ha sido pionera en el ámbito latinoamericano en todos estos campos. Poca gente sabe que una de las primeras obras firmadas en la Historia lleva nombre de mujer: la acadia Enheduanna, que vivió entre 2285 y 2250 a. C.; y que la primera obra épica de la que se tiene noticia es la de Gilgamesh, escrita en tablillas de arcilla entre el 25002000 a. C, y es anónima. «Me atrevería a aventurar que “Anónimo”, que tantos poemas escribió sin firmarlos, era a menudo una mujer», sospechaba Virginia Woolf.
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E l a m b ig ú
Ut pictura poesis
Mario Martín Gijón Pretextos: Valencia, 2018 216 págs.
Seres extranjeros Por Félix Terrones Ut pictura poesis —o bien, «como la pintura, así es en la poesía»— es el título con el que Mario Martín Gijón (Villanueva de la Serena, 1978) incursiona nuevamente en la literatura. Digo nuevamente pues, además de haber publicado otro libro de relatos —Inconvenientes del turismo en Praga y otros cuentos europeos (2012)—, se inició en las letras como poeta. Así, conoce, y muy bien, los desafíos de la sentencia latina con la que bautizó a la novela corta y los relatos que la acompañan. No se trata de un bautizo caprichoso, pues la pintura posee un lugar particular dentro de las ficciones. Constantemente, los personajes se cruzan con imágenes que los interpelan de manera particular, sin que puedan desentrañarla del todo. Desde luego, no sólo es la pintura, sino que también la música e incluso la literatura aparecen una y otra vez como alusiones, más o menos veladas, cuando no evocaciones del pasado, catalizadores de estados de ánimo o cristalizadores de una necesidad de entender, por más que esta se estrelle en la impotencia. Porque las artes, en general, y la pintura, en particular, no son integradas a las experiencias de los personajes para darles un sentido, como para mejor gatillar sus tormentos, confusiones y desfases. Pese a la diversidad de registros, miradas y voces (una mexicana, una española, un polaco, una alemana, etc.), lo cual demuestra la versatilidad como autor de Mario Martín Gijón, los personajes pueden ser reunidos en torno a inquietudes que, sin ser idénticas, son similares. De hecho, son como las espirales en cuyo centro convergen
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ineluctablemente las experiencias en cualquier punto de Europa. La identidad en un idioma y una sociedad que no son los propios y que les lleva a negociar lo que consideran les caracterizaría y lo que esperan de los demás, por ejemplo. De una forma u otra, la nouvelle y los relatos muestran a personajes en el límite de una hospitalidad mal expresada (dramáticamente, en el último texto del conjunto) en múltiples niveles: social, laboral, familiar y amical. Dejo aparte el nivel amoroso, pues los encuentros entre jóvenes contemporáneos entre sí o entre individuos de generaciones diferentes, además de ser una constante en el libro, manifiestan un grado singular de extranjería. Ya no estamos frente a los foráneos en un país diferente, en su mayoría migrantes o estudiantes, sino frente a seres incapaces de comprenderse. Y esto no es tanto una consecuencia de caracteres irreconciliables como de algo más profundo. Para Mario Martín Gijón, lo mismo que para el checo Milan Kundera, un autor a quien recordé leyendo Ut pictura poesis, el otro es incognoscible, por más esfuerzos que se hagan por aprehenderlo, pues sus elecciones, gestos y conducta siempre van a tener algo de irracional, no motivado, sombrío. En la fricción entre lo que se espera del ser amado y su conducta hay un foso imposible de salvar. Dicho foso no es llenado mediante especulaciones o intentos de explicación, sino que estos se suceden para caer en el vacío, o mostrar su impotencia. Pese a proponer una literatura de carácter introspectivo no estamos para nada frente a una necesidad por arrojar una luz a cada uno de los actos, lo cual redunda en personajes rodeados de un aura de misterio, por más íntimos que se nos hagan. Un último elemento en el que me gustaría detenerme es el lenguaje con el que está escrito Ut pictura poesis. En varias ocasiones, mi lectura ha sido arrastrada por una dicción que sucede sus palabras, acontecimientos e imágenes, sin descanso y de manera a la vez persuasiva y lírica, sin dejar por eso de ser cruda. En este sentido, algunos personajes como la mexicana Linda, la española Neus o el polaco Wojciech resaltan por el habla que el autor les ha dado, junto con el aura de la cual se ven investidos, sin olvidar sus perspectivas disfuncionales. En otras ocasiones, el lenguaje se detiene en espacios de tránsito y precariedad, física y emocional, con una sensibilidad tal que impregna las páginas. Seguiré con atención el andar literario de Mario Martín Gijón.
Retrato del vizconde en invierno Álvaro Pombo Destino: Barcelona, 2018 300 págs.
El rencor nuestro de cada día Por José Antonio Vila Borges dejó escrito que las novelas psicológicas han demostrado hasta el hastío que nada es imposible. Esta puntualización se inscribía dentro de una defensa de los relatos de aventuras, del pretendido pecado de inverosimilitud que acostumbra a atribuírseles. No sé si las novelas de Álvaro Pombo cabrían bajo la rúbrica de novelas psicológicas, o tal vez novelas de tesis. Pero sin énfasis, ni subrayados excesivos, educadas, donde el autor no deja traslucir sus ideas más de lo imprescindible para que estas lleguen al lector atento. Sus historias resultan por eso verosímiles, aunque a veces chocantes, y sus novelas son casi siempre excelentes. La suya es además una prosa de ritmo discursivo y dicción elegante, que no le hace ascos a la ironía o al humor abierto. Perfecta para añadirle a la narración nutrientes filosóficos sin caer en la pedantería o el academicismo. El secreto de su éxito reside, creo, en la sutileza con que se enfoca la intimidad de los personajes, que los hace aparecer con toda la complejidad y las aristas que tenemos los humanos. Su interioridad es un espejo que nos devuelve nuestro reflejo y revela lo intrincado del tejido que configuran nuestras relaciones. Hablar de imágenes y figuraciones es tanto más pertinente en este caso, pues Retrato del vizconde en invierno se construye, en gran medida, sobre el contraste entre lo real y lo sólo aparente, la esencia de las cosas y su superficie, que es uno de los motivos fuertes de toda la obra de Pombo. La historia se articula en torno a los personajes que componen una desunida y un tanto desequilibrada fami-
lia, a los que a ratos se presenta bajo un prisma burlón y, en otros momentos, a una luz mucho más dramática. Todos gravitan alrededor del espacio algo opresivo del ático de la calle Espalter, el hogar paterno que los hijos nunca han abandonado realmente, y que se aparece como una extensión de la personalidad egocéntrica y dominante del vizconde de la Granja, el personaje central al que se alude en el título. Frisando ahora los ochenta, Horacio de la Granja, aristócrata adinerado, fue un ensayista de renombre en la ya lejana época de la Transición, aureolado durante mucho tiempo por el éxito mundano y el literario. Un hombre todavía guapo («viejoven» se llama a sí mismo con coquetería tongue-in-cheek) y de aires distinguidos, encantador cuando le apetece y tiene un buen día, pero que ha dejado de escribir y que parece incapaz de volver a hacerlo. Su carácter cada vez más arisco se desliza hacia la amargura, su trato cotidiano es cada vez más insoportable, y está, en fin, cada vez más aislado del mundo exterior y encerrado en sí mismo. Sus seres cercanos se debaten entre la compasión y el aborrecimiento; sobre todo su hijo Aarón. A la creciente frustración del vizconde se le ha añadido en los últimos tiempos el tener que sobrellevar la irritación y la soterrada envidia que le provoca el reciente éxito literario de su único vástago masculino, a quien el padre hasta entonces había despreciado siempre, y al que tenía por un perfecto inútil y un adolescente perpetuo. Para más inri, ese éxito se debe a una novela apenas disimuladamente autobiográfica, titulada Espalter, como el nombre de la calle donde residen, pero en la que no se menciona al vizconde, padre castrador, en absoluto, y en la que sí está presente el recuerdo de la madre fallecida que se instala como un fantasma distanciador entre el protagonista y su entorno. Es en este contexto en que Aarón decide regalarle a su padre un retrato al óleo, como de prócer antiguo. Una acción, en principio, bienintencionada, pero que oculta el deseo secreto de que acabe emergiendo, a la manera del de Dorian Gray, la desemejanza entre lo todavía atildado y lozano de la exterioridad con la sequedad y la podredumbre del alma. Por último, decir tan sólo que la novela trata, a fin de cuentas, de cómo el rencor acaba germinando en la cercanía, y que tiene un final sorpresivo, que es mejor no desvelar. Espero que el lector ansíe descubrirlo por sí mismo.
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El desván de Villa Serena
M. C. Hito Bòbila Libros: Barcelona, 2018 278 págs.
Fantasmas y aventuras Por Pere Martí i Bertran / Traducción de R. A. De M. C. Hito (Vilafranca del Penedès, 1969) ya habíamos podido leer algunos cuentos publicados en la revista Cavall Fort o en editoriales como Altaria, Aljibe o Emooby. Esta vez ha dado un paso más en la voluntad de convertirse en escritora. Lo ha hecho con una novela juvenil de género (o de géneros, como veremos), extensa, bien estructurada, llena de intriga y con la presencia de temas universales y muy presentes en este tipo de obras: la culpa, la amistad, el miedo, la venganza… y, por supuesto, el amor. ¡Ah!, y con un final feliz, pero no por esto exento de dolor. He hablado de géneros, porque Hito utiliza, diría yo, tres bien trabados y fáciles de reconocer. En la primera parte, prácticamente podemos hablar de primera novela; encontramos un ejemplo típico de literatura de fantasmas, con un inicio contundente: «Si Terror hubiera podido hablar se lo habría advertido: nunca entres al desván por la noche. Pero seguro que Blanca no le habría hecho caso. Todos sabían que era una niña demasiado curiosa. Demasiado osada» (pág. 11). Y a partir de aquí conoceremos a los fantasmas que viven con Blanca en el desván; se instalará una nueva familia en la casa, con niños naturalmente; asistiremos a una guerra de fondo (puede que la II Guerra Mundial)... Pero Hito introducirá elementos, aparentemente secundarios, que tendrán un peso determinante en el desarrollo de la acción y que serán claves para el cambio de género. Se destacan tres: Terror, que pronto sabremos que es una araña que también vive en el desván; la Puerta,
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con mayúsculas, dotada de un poder extraordinario; y el asesino, inicialmente sólo una sombra, pero que adquirirá gran relevancia en la segunda parte. Una segunda parte, o segunda novela (no es anecdótico que tenga cubierta propia, también de Núria Tomàs), titulada «A través de la Puerta», que nos introduce en un nuevo género, donde los fantasmas dejan de serlo. O mejor dicho, en dos nuevos géneros, que Hito combina con acierto y recursos, demostrando que es una gran lectora. Se trata de la novela de aventuras y de la novela fantástica, bien acompañadas de los rasgos que las caracterizan. De la novela de aventuras, por ejemplo, podemos destacar una trama llena de peligros; la superación de retos extraordinarios; los inciertos orígenes de algunos de los personajes; el maniqueísmo; y aún un medio social e histórico propio de la novela histórica de aventuras, que no pretende recrear el pasado ni recuperar una época, sino que más bien se conforma con hacer actuar a los personajes en un decorado (el castillo, los caballeros y su armadura...) y hacerlos vivir múltiples aventuras. También tiene gran relación con la novela fantástica: la entrada en este mundo de fantasía, a través de la Puerta, hecha de una madera especial, prácticamente mítica o primigenia, que la convierte en mágica y todopoderosa: la misma madera de la espada de virtud, la única capaz de herir al dragón real, otro elemento significativo, como también lo es el papel de los árboles y de los bosques, verdaderas comunidades con poderes y estrechamente comunicadas como hemos visto en tantas novelas y películas. Dejémoslo aquí, que me he extendido demasiado, aunque no os haya resumido la trama (difícil tarea como podréis suponer por todo lo que he explicado) ni os haya hablado de la mayoría de personajes… Ahora bien, no querría acabar sin referirme a la riqueza y precisión de la lengua (el castellano aquí, aunque en otras obras haya usado el catalán) de MC Hito, que me reafirma en lo que ya he apuntado: sin ninguna duda estamos ante una lectora impenitente, voraz, y extremadamente receptiva, ya que se nota cómo ha asimilado vocabulario, giros argumentales, referentes… de todos los géneros que hemos nombrado y que utiliza en esta su primera novela.
Luz de juventud
Ralf Rothmann (Traducción de Marina Bornas) Libros del Asteroide: Barcelona, 2018 230 págs.
El laconismo necesario Por Anna Rossell Cuando a una pluma de calidad se le suma una extraordinaria y sensible capacidad para la observación, la escritura ya no sólo es excelsa sino, además, auténtica. Estas son dos cualidades que reúne la narrativa de Rothmann, que se caracteriza por rasgos a mi entender definitorios de la mejor literatura: el profundo conocimiento de sus personajes y el preciso laconismo para transmitir lo que estos personajes son en lo más recóndito, sin descripción pormenorizada. La virtud más preciada de la prosa de Rothmann es la abominación de lo superfluo. El autor alemán es un verdadero maestro en dar a entender estados de ánimo, situaciones, incluso historias enteras, de modo indirecto y con escasísimas palabras, a partir de un gesto, un pequeño detalle en el modo de vestir o en el movimiento de una mano. Ralf Rothmann (Schleswig, 1953) sabe depurar su prosa hasta dejarla en lo estricto, necesario y esencial, ofreciéndola al buen lector capaz de leer las palabras para trascenderlas. Es el autor de la insinuación significativa, y ello hace de su literatura una delicia. Luz de juventud, publicada en Alemania por Suhrkamp bajo el titulo de Junges Licht en 2004 y ahora en España, tiene por protagonista a un adolescente de doce años, Julian, hijo de una familia minera de la Cuenca del Ruhr. La historia se ubica temporalmente en los años sesenta, momento en que la industria del carbón del Ruhr se había sumido en la crisis que acabaría con el cierre de las minas. Sin embargo, Rothmann no cuenta esta crisis; de hecho parece que no cuente nada; su narración fluye del modo más natural a partir de la vida cotidiana de la gente humilde, de las familias de los mineros, de la relación entre ellos y de las estrecheces en las que viven. El mérito más destacado es precisamente esta naturalidad con que discurre la historia, en la que el autor evita el recurso al dramatismo.
A partir de la secuencia de los cuadros —los capítulos sin numeración en que divide la novela—, en la mina y en la casa familiar o en el barrio, nos adentramos en el ambiente más íntimo del mundo proletario de la minería de aquellos años sin necesidad de recurrir a los Protocolos de Bottrop —Bottroper Protokolle—, de Erika Runge, publicados en Alemania en 1968 y, en segunda edición, en 2008, inéditos en nuestro país, una serie de entrevistas que Runge hizo a muchas de las familias del Ruhr, en los años de la crisis. Porque la historia de Rothmann parece ser la de Julian en la crítica edad en que su adolescencia manifiesta los primeros síntomas del despertar a la sexualidad, una sexualidad que el protagonista no acaba de entender en muchas de sus manifestaciones, una ingenuidad que pone de manifiesto la capacidad de Rothmann para la ternura. La novela está escrita predominantemente en primera persona, la voz de Julian. Sin embargo un narrador omnisciente se ocupa de dar cuenta de la vida del minero en la mina, con descripción directa y detallada, ahora sí, de cómo transcurre su trabajo. Una y otra voz se van alternando, lo cual evidencia la intención del autor de situarnos en una realidad, sólo desde el punto de vista técnico-literario separada de la otra, que condiciona la vida de las personas inmersas en ella de modo determinante. Todo en la prosa de Rothmann va dirigido a la objetividad. Aunque parezca una paradoja, también la narración en primera persona persigue al máximo la intención objetiva. Y la consigue. Loable es el buen trabajo de la traductora Marina Bornas, que no traiciona en ningún momento la naturalidad y espontaneidad de la prosa de Rothmann en un español igualmente natural y fluido, y también está a la altura del lenguaje especializado de la minería. Del mismo autor se ha publicado en España con buena crítica Morir en primavera, de la mano de Libros del Asteroide. La novela fue llevada al cine en 2016, bajo dirección de Adolf Winkelmann.
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Fantasmas de la ciudad
Aitor Romero Ortega Candaya: Barcelona, 2018 240 págs.
Que me disculpe la coincidencia Por Alejandro Espinosa Fuentes El telón de fondo del primer libro de relatos de Aitor Romero Ortega es Barcelona, donde un fantasma versado en leyendas urbanas orquesta una narrativa itinerante. Estos ocho relatos o nouvelles evocan atmósferas de añoranza y pasados posibles en ciudades indiscutiblemente literarias. El libro arranca con un obsesivo narrador que fantasea con el paso de Trotsky por Barcelona antes de la Revolución de octubre. Se traza entonces un paralelo entre la muerte del ruso y la del revolucionario catalán, Andrés Nin. Ironías del destino, casualidades que obligan al curioso a buscar en el presente un significado más profundo que el azar. A Trotsky lo asesinó un catalán y a Nin un ruso. Desde este primer relato el autor ya nos propone las reglas del juego. No se trata de informar, sino de convertir al lector en un investigador inquieto que se pregunte por las rimas de la vida para que dé el salto a los terrenos movedizos de la ficción. El segundo relato, «El aeropuerto del sur», construye frase por frase una atmósfera de asfixia en un claro homenaje a Cortázar, aunque el resultado sea más cercano a los cuentos neuróticos de César Aira. La trama oculta en la narrativa de Romero Ortega no es otra que lo ordinario, la banalidad que se impone para zanjar toda sospecha. Es entonces que el libro da pie al mejor relato del conjunto: «Naima». Esta historia, hermanada en ritmo y cadencia al Sostiene Pereira, cartografía los azares de la creación y la no escritura. Como le gustaba hacer a Borges cuando homenajeaba el Martín Fierro, «Naima» introduce en sus páginas finales a un narrador oculto que funge de testigo y juglar para cantar la leyenda de este sencillo personaje femenino, el cual quiso reinterpretar la literatura gótica en los países latinoamericanos y terminó, como era de esperarse, sumida en el horror. «Hotel Turín» continúa la tónica sombría de una lóbrega coincidencia. Cesare Pavese se suicidó en el Hotel
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Roma de Turín y aquí un personaje se hospeda en el Hotel Turín de Roma para realizar una lectura comparada de los diarios de Pavese y los que escribió su padre poco antes de morir. Pese a las veinte o treinta páginas que los contienen, estos relatos parecen abarcar toda una vida. Por suerte entre una historia y otra se nos regala un suspiro, como «Spaghetti Western», el más vila-matiano del conjunto, o «La colmena, un cuento popular urbano», que evoca a uno de esos personajes del barrio que se escinden junto al ideal de una ciudad. La habilidad de Romero Ortega radica en su facilidad para narrar siglos, ciudades y estilos heterogéneos con una aparente sencillez didáctica. Ese instrumento le sirve para saltar de lo verídico a lo alegórico sin caer en parodias simplonas. Más inteligente que artesana, su prosa seduce con una erudición serena y una maestría para dibujar sonrisas irónicas en el lector. «Fantasmas de la Ciudad», texto que da nombre al libro, nos regala un breve himno al envejecimiento literario, cuando descubrimos que «escribir es una forma de hacerse viejo». Por último, «Puentes de Bosnia», inmejorable cierre, se codea sin titubeos con los periplos introspectivos de Sebald. Una pareja española realiza un viaje a la antigua Yugoslavia, en el cual las discrepancias culturales simbolizan dolorosamente los desgarres de una región y el riesgo de que su relación se fracture por causas similares. En estos tiempos en los que, en aras de la controversia, están tan de moda los personajes innecesariamente excéntricos, Romero Ortega se atreve a retratar a tipos comunes y corrientes, revestidos por los fantasmas de las personas y las ciudades que se han desvanecido frente a sus ojos. Su rasgo más genuino como observador parece decir, como alguna vez dijera Wislawa Szymborska: «Que me disculpe la coincidencia por llamarla necesidad».
Versus. Estampas de un náufrago Karlos Linazasoro Jekyll & Jill: Zaragoza, 2018 112 págs.
Los colores de la paradoja Pere Saborit Trea: Gijón, 2018 136 págs.
Narrativa y pensamiento Por Gemma Pellicer «¿Por qué reseñar dos libros de forma conjunta?», podría preguntarse el lector. Más allá de su pertenencia a géneros distintos, creo que se trata de obras que pueden relacionarse, como si ambas llegaran a logros semejantes partiendo de planteamientos diversos. Así, Karlos Linazasoro ha escrito un libro de microrrelatos a partir de noventa y nueve estampas vinculadas entre sí cuya característica principal es que están protagonizadas por un personaje común, el náufrago del título, quien se dedica a lo único que puede hacer, aislado como se
encuentra: reflexionar sobre lo que le sucede en esa prisión en que se ha convertido la isla mientras espera ansioso un posible rescate que no acaba de llegar. Si acaso, aparte de contarnos unas rutinas producto inevitable de sus circunstancias, la mínima peripecia que nos relata procede de sus recuerdos, de cuando no era un náufrago sino un hombre libre o, al menos, tan libre como el resto de personas con las que se relacionaba cuando vivía en sociedad. Cabe decir que Linazasoro es también aforista, además de poeta, autor de cuentos, novelas cortas y piezas de teatro, algunos de los cuales han sido traducidos al castellano por el autor. Se trata, pues, de un escritor avezado en el cultivo y la experimentación de diversos géneros. En esta ocasión, parece haber querido construir la historia de este hombre a partir de una suma de microrrelatos que aun sin ser del todo independientes, admiten ser leídos por separado, y ello no sólo desde un punto de vista formal (cada pieza ocupa una página), sino también desde la perspectiva del contenido, ya que el náufrago vive inmerso en un tiempo y un espacio en el que apenas si se producen cambios, lo que redundaría en esta posibilidad de lectura desordenada de las estampas, si bien el libro está compuesto como un conjunto desde su mismo arranque, con una intriga psicológica sostenida a lo largo de toda la narración y una trama mínima, en el que son frecuentes las remisiones entre diferentes piezas (por ejemplo, en la estampa 24, leemos: «... cuando vuelva, Versus va a escribir una novela-náufrago» y, poco después, en la 28: «... como ha quedado referido en el capítulo 6») por parte de un narrador omnisciente burlón que hace las veces del coro griego. Así pues, ¿libro de microrrelatos o bien novela compuesta por acumulación de escenas que aquí se presentan como si fueran estampas independientes? A mi juicio, el volumen podría considerarse un ciclo
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de microrrelatos, aun cuando emplee recursos propios de varios géneros, procedentes tanto de la novela (en su mención engañosa a los capítulos-estampa) como también del microrrelato (en ese uso independiente de las estampas), por no hablar de que las distintas historias protagonizadas por Versus se disfrazan a menudo con los ropajes del poema en prosa, característica nada rara en el microrrelato, siendo a la postre un libro de corte reflexivo, de factura metafísica, a pesar del humor que contiene. En cierto modo, resulta irónico que sean el género narrativo más extenso (la novela) y breve (el microrrelato) los que acaben aportando una serie de rasgos complementarios para seducir al lector. Por lo demás, no son pocos los episodios (que no capítulos, pues ya hemos dicho que el narrador se vale de un tono burlón) en donde aparecen engastados aforismos perfectamente desgajables: «La belleza no embellece nada si en la raíz de la mirada todo es fealdad o desolación o desprecio» (pág. 19), «El ser no es nada si no tiene seres a su alrededor» (pág. 26), etc., siendo así que las definiciones aforísticas que se reparten por el libro poseen la belleza, el acierto y la sencillez de los juegos de palabras más hábiles. Ya en la pieza prólogo, Linazasoro rinde homenaje al insigne escritor de microrrelatos Isidoro Blaisten, a su vez novelista, ensayista y cuentista, lo que podemos tomar como otra pista (o despiste) más de este narrador burlesco. A fin de cuentas, a lo largo de este ciclo de microrrelatos disfrazado de novela también trae a colación a una serie de pensadores no menos insignes: Séneca, Pascal y Schopenhauer, entre otros. En definitiva, según se dice en la estampa 52, a Versus, el náufrago protagonista, le encantan las paradojas, que no faltan precisamente en el libro, por ser estas «una mirilla para ver el mundo al revés, desde donde todo se ve como es: unas veces cabeza arriba y otras, en cambio, cabeza abajo». El volumen está editado con el gusto y buen hacer que caracterizan al sello editorial Jekyll & Jill. ¿Y qué decir del enigmático librito de Pere Saborit, Los colores de la paradoja? El autor tiene en su haber varios ensayos, libros de cuentos y aforismos en catalán y en español, de modo que también él está versado en el cultivo de distintas formas genéricas. Dispuestas las diferentes piezas en forma de dietario para mejor abarcar el período comprendido entre el 2007 y el 2016, un narrador omnisciente habla de lo humano y lo divino en boca de X, un personaje innominado que podría ser cualquiera, pero que en este caso tiene mucho del propio autor. «Inicialmente, a X. le atrajo la idea de realizar un seguimiento exhaustivo de las peripecias de algún individuo, identificándose por completo con sus
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sueños e inquietudes, hasta que se dio cuenta de que de hecho esto es lo que ya estaba haciendo al vivir su propia vida», leemos (pág. 96). Todas las piezas que forman parte de este volumen tienen una extensión semejante, por lo que no se trata en sentido estricto de aforismos, sino de fragmentos reflexivos. Algunos hay de apenas dos líneas: «A veces, X. se sentía como el único miembro de una sociedad secreta —esto es, como un individuo secreto» (pág. 31), «A X. le caían peor los poetas de uniforme que los policías de paisano» (pág. 56), o bien: «Cada acción se inventa sus extremos a fin de aparecer como un término medio sensato, según X.» (pág. 122), pero son los menos. En cambio, resulta recurrente, en casi todos ellos, la especificación «según X.» en algún momento de la pieza, lo que le sirve al autor de término de comparación y de contrapunto a lo expresado, ahondando así en el sentido paradójico del fragmento, señalado ya en el propio título. Por lo demás, la datación se me antoja anecdótica, pues no considero que aporte un contenido extra más allá de asignar cada apunte a una fecha concreta. En cualquier caso, formaría parte del envoltorio ficticio con el que su autor ha decidido rodear sus reflexiones, sirviéndose de los recursos de la ficción. En suma, mientras Versus se encuadraría en un ciclo de microrrelatos que no duda en barajar narración, poesía y pensamiento, el innominado X. se envuelve —como precisamos— en los ropajes formales de la ficción para poder reflexionar por extenso más allá de los límites sucintos del género aforístico, sin importarle contradecirse o desdecirse en su argumentación cuando lo necesita, para mejor decir. Dos propuestas a caballo entre la narrativa (Karlos Linazasoro) y el pensamiento (Pere Saborit) que, barajando recursos de géneros diferentes si bien complementarios (del microrrelato y del aforismo, sobre todo), alcanzan sobrada calidad y hondura literarias, más allá de su audacia estética.
Insumisa
Yevguenia Yarovslávskaia-Markón (Traducción de Marta Rebón) Armaenia Editorial: Madrid, 2018 150 págs.
Revolución contra la revolución Por Daniel Jándula En los regímenes totalitarios el papel es lo primero que se resiente. La autobiografía de Yarovslávskaia-Markón, fusilada a los veintinueve años, en 1931, en el campo de trabajo de las islas Solovkí (unos meses después que su marido, el poeta Aleksandr Yaroslavski), recoge esta preocupación: «El papel ha desaparecido de nuestra Unión». Insumisa es un relato redactado con la crudeza y la honestidad de quien sabe que va a morir. En este carácter me recuerda a la primera parte de El vértigo, de Evgenia Ginzburg: ambas sufrieron por la vida de sus manuscritos tanto como por las suyas propias; su talento literario, más allá del testimonio, clarifica los hechos; en una decisión audaz, las dos se situaron en el centro del huracán, en una zona de serenidad aparente. Irina Fliege es la autora del postfacio de un volumen traducido por Marta Rebón, que viene acompañado de un revelador dossier de documentos relativos al encarcelamiento y ejecución de nuestra protagonista. En su texto Fliege nos narra, con la precisión que tanto amaba la brillante estudiante, la trayectoria de publicación del manuscrito original en inglés, y destaca el valor testimonial y judicial, pero ante todo histórico, de quien estuvo «enamorada perdidamente de la revolución» primero, dejó correr un año de juventud perdido («me convertí en una persona extremadamente hipócrita y frívola»), se rebeló contra su educación burguesa, vivió en la calle, se apartó de la imagen de la heroína socialista, y con una voz implacable nos habla desde el fondo del abismo. Ante su lenguaje áspero queda poco espacio para una réplica que también va dirigida a su autora: el estilo apresurado supone un desafío a su formación. De su padre recibió un amplio conocimiento en cultura germánica, el interés por la alta Edad Media, disciplinada pero respetuosa, y un cuidado sentido del gusto.
De su madre heredó una larga estirpe de intelectuales revolucionarios, marcados por el Domingo Sangriento de 1905, comprometidos hasta la miopía con la causa bolchevique. Fue revolucionaria consigo misma, vegetariana y egoísta, irónica y curiosa, posthegeliana y autodestructiva. «Fui niña hasta los seis años», nos dice. Pero dejó la infancia para buscar otra forma de inocencia: sentía atracción por todo lo que se encontrara defectuoso, defendía el perdón universal y hay fragmentos en los que parece ansiar la fatalidad. Reconocía al instante cualquier rasgo de lumpenproletariado, se sabía todas las canciones revolucionarias y las cantaba a pleno pulmón por las calles de Leningrado. «Era revolucionaria a pesar del hambre, de hecho, el hambre preparaba el espíritu con mayor efectividad que el cilicio. El hambre une», rememora. Y más tarde: «Entonces lo mandé todo al cuerno». Por qué la pequeña revolucionaria se enfrenta a la revolución es el motor interno del libro. La explicación, en parte, se encuentra en esa inocencia que acabamos de señalar: «La revolución de octubre me gustó incluso más que la de febrero», que me recordó a una frase de Cuando el viento sopla (1986), aquella maravillosa película de Jimmy T. Murakami, sobre un matrimonio de ancianos británicos que se prepara para una hipotética Tercera Guerra Mundial: «Lo pasábamos tan bien en la guerra». Tal vez Yarovslávskaia-Markón intuyó, en medio del terrible silencio de su internamiento en el campo de trabajo, que era preciso mantener una revolución interna que nos defendiera de una revolución aceptable: «Cualquiera que sea el régimen en vigor, incluso el más progresista, no puede ser, bajo ningún concepto, revolucionario, pues aspira a mantenerse, no a caer». Son más creíbles aquellos que se muestran insumisos ante sí mismos que quienes conquistan el tópico pensando que así brillarán dentro de una revolución que no comprenden, cuando esa revolución ya no interesa a nadie. Por eso, precisamente, es necesario este ejercicio desafiante y letal.
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Guerreros de Iberia. La guerra antigua en la península ibérica. Benjamín Collado Hinarejos La Esfera de los Libros: Madrid, 2018 419 págs.
Armados contra Roma Por Bel Carrasco Si las tropas de Napoleón hubieran conquistado España, la historia de nuestro país sería muy distinta. Bajo el dominio de los galos habríamos entrado mucho antes en Europa asumiendo el espíritu de la Ilustración, pero también es posible que una resistencia enconada por parte de la población hubiera provocado un permanente conflicto. Inútil especular sobre ucronías que sólo sirven para inspirar relatos de ficción. Lo que sí es un hecho incuestionable es que en los dos siglos anteriores a Cristo los romanos tomaron posesión de la península ibérica aportando su civilización a cambio de expoliar sus riquezas. No fue, sin embargo, una tarea fácil. Los poderosos ejércitos de Roma tropezaron con la tenaz resistencia de una amalgama de pueblos cuyo ideal de vida era morir luchando: íberos, celtíberos, vetones, cántabros, vacceos, lusitanos... Cómo eran estos pueblos y qué armas y tácticas bélicas utilizaban lo explica Benjamín Collado (Requena, Valencia, 1966) en su último libro, Guerreros de Iberia. Guerra antigua en la península ibérica, que se suma a los dos anteriores publicados por Akal. Un texto ameno y bien documentado en el que el autor, familiarizado con los yacimientos íberos de la costa de Levante, condensa una pasión que le mueve hace tres lustros. Además de hacer un repaso cronológico a los sucesivos conflictos que asolaron Hispania, desde las guerras púnicas a las sertorianas, recrea la forma de vida de este mosaico de pueblos caracterizados por la diversidad y su talante luchador. El poeta galo-romano Pompeyo Trogo, del siglo I a.C., escribió sobre ellos: «Prefieren la guerra al descanso y si no tienen enemigo exterior, lo buscan en casa». Collado describe su estructura social, sus dioses y costumbres y el papel de la mujer, a partir del hallazgo
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de armas en las tumbas de algunas de ellas, signo de una elevada posición social. De hecho, la tumba ibérica con más armas de las localizadas hasta ahora pertenecía a una mujer, la Dama de Baza, y contenía cuatro panoplias completas, posiblemente ofrendas de notables de la sociedad bastetana. Fiel al título, Collado se centra en la guerra. Y así, desmiente algunos de los tópicos más frecuentes como el uso de la falcata (espada de hoja curva), adaptación de la machaira/kopis griega, que en el imaginario popular se asimila a todos los guerreros de Iberia. Sin embargo, en el nordeste peninsular el arma más empleada era la espada recta tomada de los galos, la misma que utilizaban los celtíberos y en la que se inspiraron los romanos para diseñar el gladius hispaniensis. También usaban las de antenas atrofiadas y las de frontón, aunque las armas más empleadas eran las lanzas y jabalinas en todas sus variantes, y rechazaban el arco y la honda por considerarlos propias de cobardes. Con este rudimentario armamento se enfrentaron a los ejércitos romanos, no en tácticas de guerrillas, sino en batallas campales en formaciones de miles de guerreros. La fama de ferocidad que se labraron entre los invasores dependía de la mayor o menor dificultad que estos encontraron para someterlos. Las fuentes destacan la bravura de los celtíberos, por su resistencia en Numancia, y de los cántabros, los últimos en ser derrotados por el mismísimo emperador Augusto.
Tacha
Francisco José Martínez Morán Renacimiento: Valencia, 2018 88 págs.
Escritura de lo imposible Por Agustín Calvo Galán El poeta quiere lo imposible —«Quiero, como cualquiera, lo imposible» (Pág. 56)— y no es una misión para Tom Cruise, sino para Francisco José Martínez Morán (Madrid, 1981), porque en Tacha, su último libro de poesía, cita a uno de los primeros nobles trovadores provenzales, Guillermo IX de Aquitania, con su conocido Farai un vers de dreit nien. ¿Puede escribirse sobre nada, sin motivo alguno? ¿Puede ser la escritura poética una pirueta en el vacío? Y la pregunta definitiva: ¿tiene la poesía alguna utilidad? La respuesta de Martínez Morán, si es que tiene una respuesta posible para lo imposible, es escribir sobre escribir. Pero el poeta nos dice muchas otras cosas, entre líneas, en poemas breves: escribir sencillo es escribir profundo, sin alharacas, sin florituras, sin pretendidas modernidades, inflamaciones, rupturas u omisiones. Morán escribe aquí poesía sentenciosa y no por ello se aleja un milímetro de la humildad que siempre lo ha caracterizado, ya que no pretende dar lecciones a nadie, ni revolucionar la escritura en lengua castellana, como tantos pretenden últimamente, ni popularizar la poesía, como tantos otros también pretenden últimamente. El poeta habla por sí mismo, que no es poco, de su propia experiencia, que nunca es banal, y nos abre su pecho —con un bisturí finísimo corta con precisión admirable la piel de la realidad— para mostrarnos el ardor y el deseo: «Arden, en un incendio sin final, / los bosques» (pág. 33). Por otro lado, la tachadura es a la escritura como el fallo al experimento científico: una necesidad para avanzar, el argumento de la vida; porque si no hubiera errores tampoco habría acierto. La tachadura es también el trabajo hecho, la labor continua del poeta, la orfebrería que va sacando impurezas para formar la joya
final. En Tacha, obviamente, Morán nos habla del error, pero no nos lo muestra ni se revuelca en él voluptuosamente, sino que aparece para reflexionar íntimamente sobre la creación. La elegancia de su estilo convierte el oficio de poeta nada más y nada menos que en escribir buenos poemas. Tacha se divide en cuatro partes: en la primera, titulada «Borrado», el poeta inicia un recorrido: «Creo que empiezo a oír lo que se pierde» (pág. 16). La segunda, «Los ciegos escribanos del olvido», duda sobre su propia escritura: «Y otra vez me cimbreo en lo banal, otra vez entre pánico e impostura» (pág. 25). En la tercera parte, «Canciones», el deseo amoroso se confunde con el poético: «Sin embargo, caminas. El fulgor / tardará en extinguirse» (pág. 57). Al fin, la última parte, llamada justamente «Tacha», muestra la gran paradoja de la conciencia de los escritores: el deseo de seguir escribiendo a pesar de la zozobra de no estar nunca satisfecho con lo que se escribe: «Al incendio le añado incertidumbre» (pág. 71). «Así pues, el poeta es una figura trágica. El poema es siempre el registro de un fracaso», dice el norteamericano Ben Lerner en su impagable El odio a la poesía (Alpha Decay, 2017, pág. 12), en referencia a cómo el impulso poético por transcender se topa con la finitud de la creación en sí: los límites del idioma o la escritura como barrera más que como herramienta. Bajo esa sensación de fracaso escribe Martínez Morán sobre la escritura, con honestidad, desde el choque irremediable entre lo deseado y lo posible. Por último, no quiero hacer un spoiler, así que no citaré uno de los mejores poemas del libro, que es justamente el último. El lector tendrá que llegar a él por sí mismo para disfrutarlo plenamente.
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E l a m b ig ú
La casa grande
Rosana Acquaroni Madrid: Bartleby, 2018 88 págs.
Sumisión o locura Por Alberto García-Teresa A partir de la memoria familiar, tamizada acertadamente con el recuerdo y con aquello que desconocía pero que se imaginaba, Rosana Acquaroni (Madrid, 1964) nos ofrece un poemario estremecedor. El descubrimiento de unas fotografías de otro hombre escondidas entre las pertenencias de su madre destapa un trabajo de reconstrucción de la experiencia secreta de la madre como amante y de todo el proceso que le lleva a la locura y a terminar, finalmente, internada en un atroz sanatorio. Más allá de la lectura individual, del relato de una ilusión, de la autocontención y de la enfermedad, la poeta levanta una denuncia de la subordinación de las mujeres en el franquismo, de su represión como sujetos deseantes y la extirpación de sus anhelos. Lo realiza con un trabajo notable con la atmósfera en cada una de las composiciones; una atmósfera tétrica, oscura. La casa grande a la cual se refiere el título resulta un espacio protagonista precisamente por esa atmósfera, que también tiene una presencia destacada y vuelca su influencia opresiva sobre el yo. La soledad de la casa, el silencio y la amplitud de las estancias consolidan un ambiente perturbador. De hecho, la autora se apoya en varios elementos físicos de la decoración del lugar, que nos está trasladando todo un sistema social sin caer en la obviedad. Allí se incide en el temor, por el miedo a la desobediencia, a hacer algo inadecuado o prohibido sin ser consciente, movida por la desorientación. Más adelante, ese ambiente se tornará en un paisaje de desolación en el sanatorio. Lo secreto en ambos espacios, además, constituye un vórtice que
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impregna de misterio y de recelo los lugares. De esta manera, el gran tema del libro es la obediencia (y sus fatales efectos). Resulta muy interesante cómo habla de ella desde los ojos de una niña y cómo lo trabaja con una mirada metafórica, que lo redimensiona. No se trata de un relato autobiográfico, pues el centro es la madre; su vida secreta como amante, su sometimiento a las normas morales y sociales del franquismo y la plasmación de cómo es desplazada continuamente de sus propias decisiones y de su vivir con plenitud. Sin embargo, mientras traza esa historia, también podemos asistir al trayecto del yo; el de una niña que necesita huir de ese ambiente calmado, estático, pausado pero que cubre una gran tensión y que crece, desde la infancia de los primeros poemas, hasta la madurez en la que se sitúan los últimos. El yo se siente vinculado a la madre. El padre, de hecho, no aparece; tan sólo el amante o la recreación del amante. Pero Acquaroni va más allá de la sororidad; es un lazo biológico que quiere resaltar la cercanía, el afecto y la complicidad. Por otra parte, como he apuntado, destaca el trabajo con el filtro de la memoria, la recreación de la experiencia y el sentimiento vivido en la infancia y rememorado con distorsión, idealización o reinterpretación. El tono que emplea la poeta está perfectamente ajustado a esa intención. A su vez, bien bordadas aparecen constantes metáforas, que apuntan a elementos naturales o a ciertas visiones alucinatorios en unos poemas en los cuales se alternan tramos narrativos con otros de mayor síntesis lírica, más elípticos, a modo de fulguraciones o apuntes. El terreno de la pesadilla, alimentado por el miedo a ser descubierta (la niña curiosa, la madre que reprime su deseo) igualmente está muy presente. En ese sentido, denuncia el peso del remordimiento y de la culpa inculcado por el nacionalcatolicismo, que pasa de lo individual a lo colectivo (sobre todas las mujeres). Sin embargo, la poeta intercala recuerdos de episodios dichosos donde se rescata la alegría de la madre. Por todo ello, se debe considerar La casa grande como un poemario relevante, que funciona mejor como conjunto y que se abre desde la vivencia a la dura denuncia de la represión del deseo por el orden patriarcal.
Recomendaciones de Quimera Ut pictura poesis y otros tres relatos Mario Martín Gijón Pre-Textos, 2018
No es habitual encontrarnos con un autor que despliegue su universo literario en diferentes géneros y que abra, con cada uno de ellos, nuevas puertas a su entramado creativo. Mario lo consigue con su poesía, sus ensayos, sus relatos y novelas. Su última publicación nos ofrece una nueva muestra de cómo Martín Gijón está construyendo uno de los universos más singulares de la literatura española contemporánea. Compuesto por una nouvelle y tres relatos cortos, Ut pictura poesis es una indagación sobre el lugar, el tiempo, la memoria, la identidad y el arte como motor de la acción. Sus dos grandes aciertos son la incansable exploración del lenguaje, como un mecanismo que retrata a los personajes, y su empleo del monólogo interior, que alcanza en estas páginas un poder de sugerencia espléndido. Un libro que amplía la trayectoria de un autor que nunca nos defrauda.
Todos los cuentos Clarice Lispector Siruela, 2018
Con tan sólo diecinueve años esta autora destacó con su ópera prima Corazón tan salvaje, pasando de ser una joven promesa a un referente de la literatura brasileña del siglo XX y también de la literatura universal. Por primera vez, una editorial recoge sus ochenta y cuatro cuentos en un solo volumen, toda su narrativa breve donde quedan reflejadas las inquietudes de Lispector: la abrumadora realidad cotidiana, la eterna pregunta sobre la identidad femenina y la condición de ser humano. Recopilación imprescindible para entrar en su mundo o como simple material de consulta.
Calle de los maleficios
Jacques Yonnet Sajalín, 2018
Como hemos aprendido de Modiano, la geografía de la ciudad encierra misterios fascinantes. En este libro de Yonnet (que Queneau calificó como «el mejor libro que jamás se ha escrito sobre París») la mirada se centra sobre los barrios más sórdidos de la capital francesa en plena ocupación nazi. Los personajes que pululan por sus páginas son bohemios, borrachos, traperos, criminales, gitanos, etc., en un rico mosaico que, para regocijo del lector, no descarta elementos históricos o mágicos. Uno de los aciertos de Yonnet es su sumiso abandono al mito urbano, a la leyenda, a un mundo sobrenatural que se confunde de forma natural con la anécdota y que nos resulta sorprendente en la ciudad moderna.
La historia del prodigioso Yerzhán Hamid Ismailov Acantilado, 2018
Esta exquisita historia podría ser clasificada de costumbrista si no se alzara sobre un terrible sustrato: las cuatrocientas sesenta y ocho pruebas nucleares realizadas en Semipalátinks y cómo afectaron la vida de sus vecinos. Ismailov narra la historia de Yerzhán —un niño prodigio concebido durante una de las explosiones que a su talento innato para la música aúna la condena de no poder crecer— y de su familia en un territorio hostil y devastado por la insensatez humana. Sin embargo, lejos de una fábula apocalíptica, Ismailov crea una preciosa parábola sobre cómo el amor, el esfuerzo y la tenacidad humana son capaces de sobreponerse a un aciago destino.
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R e c o m e n d a ci o n e s
Fama y soledad de Picasso John Berger Alfaguara, 2018
Estamos ante un ensayo veterano (la primera edición del libro es de 1966) y extraordinario. Sería difícil decir que es un libro redondo. No lo es: quizá las partes en que habla de temas económicos (de Picasso) enfrían un poco lo que podría ser una obra maestra. Porque en las partes en que analiza los movimientos de finales del XIX y principios del siglo XX (en especial del cubismo) lo es. Como lo es también cuando analiza la psicología de Pablo Picasso a la luz de la evolución de su obra. Un ensayo maravilloso. Especialmente recomendado para todos los amantes de la pintura pero no sólo para ellos.
Lugares fuera de sitio Sergio del Molino Espasa, 2018
Además de una obra sugerente y llena de matices, a Sergio del Molino le debemos que haya sido capaz de poner sobre la mesa algunos términos ya fundamentales para entender una buena parte de lo que nos rodea. La idea de la España vacía fue el primero. Ahora le debemos también un nuevo concepto: la esquina doblada de los mapas. Esos son los territorios que aborda Del Molino en su nuevo ensayo, un libro que explora lugares fronterizos, hechos de aristas de uno y otro lado, convulsos, extraños, cargados con una historia que se refleja en su presente y le encamina hacia un futuro incierto. Sergio del Molino vuelve a demostrar que posee una mirada prodigiosa, introspectiva y al mismo tiempo abierta al mundo, porque si de algo es un auténtico maestro es por su manera de afrontar y conectar espacios. Estamos ante una obra poderosa, evocadora y lúcida, un ensayo que permite entendernos un poco más y nos propone, de paso, una reflexión esperanzadora del país en el que vivimos.
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La conquista de los polos: Nansen, Amundsen y el Fram Jesús Marchamalo Nórdica Libros, 201
Marchamalo, escritor y reconocido periodista, nos vuelve a sorprender con una obra diferente a todo lo que ha hecho hasta ahora. En esta ocasión, elige como tema la conquista de los Polos y nos cuenta la historia de una forma amena y con los detalles que siempre hemos querido conocer. Para ello, se apoya en las magníficas ilustraciones del argentino Agustín Comotto. Este libro cuenta las sucesivas expediciones que se armaron con el fin de alcanzar ambos polos, los intentos, los fracasos, las anécdotas, las planificaciones y los sacrificios que tuvieron que realizar hombres intrépidos de finales del siglo XIX y principios del XX para conocer un poco más este planeta que nos alberga. ¿El punto en común? Un barco excepcional que navegó por los dos polos: el Fram.
Teoría general de la basura Agustín Fernández Mallo Galaxia Gutenberg, 2018
El título, tan general, de este ensayo parece que nos tenga que llevar a muchos sitios, pero tiene la propiedad Fernández Mallo de llevarnos (de mil formas insólitas) a muchos más de los que suponíamos. No analiza sólo la basura (en centenares de interpretaciones) sino que tiene la cualidad de llevarnos al análisis de las claves de nuestra civilización. El objeto, la voz, los sistemas, la ciencia y sus correspondencias con nuestra vida, el cemento, el arte, la vida bunkerizada, el tecnorromanticismo, los museos, las catástrofes naturales, el viaje occidental, etc. Magnífico ensayo, rico, variado y pleno. Un disfrute de erudición e imaginación que ayuda a reflexionar y a conocer mejor nuestra realidad.