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ColaborAN en este número:
David Aliaga, Jose A. Cano, Fernando Castro Flórez, Juan José Castro Martín, José Cereijo, David Cuscó Escudero, Daniel Díez Carpintero, Encarnación Fernández-Llebrez del Rey, José García Obrero, Natalia Garrido, Albert Gutiérrez Milla, Paco Ibáñez, Eduardo Moga, Daniel Mordzinski, Andreu Navarra, Enrique Nogueras, Marco Antonio Núñez Cantos, Carmen Peire, Gemma Pellicer, Lluis Pla Vargas, Luis Pulido Ritter, José de María Romero Barea, Carlos Ruiz, Javier Sáez de Ibarra, Diego Sola, José Antonio Vila, Carlos Zanón Fotografía de portada y Dossier:
David Hellmann (unsplash) Editor:
Miguel Riera
Director:
Fernando Clemot
JEFE DE REDACCIÓN:
Jordi Gol
Consejo de redacción:
Álex Chico, Ginés S. Cutillas Diseño: Xavier Balaguer Maquetación y cubierta: Jordi Gol Corrección: Cinta Moreso
QUIMERA. REVISTA DE LITERATURA – Mayo 2019
Baluarte bizantino, puerto franco en el XVIII, austriaca desde la Edad Media e italiana desde la Primera Guerra Mundial, Trieste ha sido siempre una encrucijada de intereses, etnias y, sobre todo, culturas. Multiétnica, multilingüe y multiconfesional, la ciudad ha sido patria de escritores como Boris Pahor, Italo Svevo (Aron Hector Schmitz), Vladimir Bartol, Scipio Slapater o Claudio Magris; su cosmopolitismo, su indefinible personalidad y el carácter melancólico que impregna su ambiente han hecho de ella un enclave ideal para exiliados y puerto de acogida de grandes autores de paso, como James Joyce (que escribió allí Retrato de un artista adolescente y parte de Dublineses) o Rainer Maria Rilke (que compuso una de sus obras fundamentales en el castillo de Duino). El dossier que propone Quimera —organizado por uno de sus más asiduos colaboradores, David Aliaga— pretende ofrecer una perspectiva literaria de esta singular ciudad que Jan Morris definió como «una alegoría del limbo, en el sentido secular de un hiato que no es posible definir». JORDI GOL - JEFE DE REDACCIÓN DE QUIMERA
Web y redes sociales: Eva Díaz Riobello ISSN: 0211-3325 DL:
B 38779 /1980
Ediciones de Intervención Cultural S. L. C/Juan de la Cierva, 6. 08339 - Vilassar de Dalt (BCN) 937 550 832 www.revistaquimera.com redacciondequimera@gmail.com publicidad@revistaquimera.com pedidos@edic.es Edita:
Imprime:
Gráficas Gómez Boj
El salón de los espejos Entrevista a Carlos Zanón – 4
Álex Chico.
Entrevista a Paco Ibáñez – 6
Viajar, escribir, reconocer (último hemisferio) – 50
El cielo raso
El ambigú
Trieste, ciudad literaria
Gemma Pellicer:
Marco Antonio Núñez Cantos.
El animal más triste de Juan Vico – 54
Las variaciones de la conciencia – 11
Carmen Peire: Lectura fácil.
Natalia Garrido. Ciudadanos de ninguna parte – 15
Ni amo ni dios ni marido ni partido ni de fútbol
David Cuscó Escudero.
de Cristina Morales – 55
Las notas sin texto de Roberto Bazlen – 18
Daniel Díez Carpintero:
Jose A. Cano. Todo está permitido – 21
El suelo es lava de José Manuel Romero Santos – 56
Andreu Navarra. Josep Pla, detractor de Trieste – 25
José Antonio Vila: Volver la mirada. Ensayos sobre arte
La vida breve Encarnación Fernández-Llebrez del Rey. Derechos reservados. Prohibida la reproduc-
Tres paredes blancas – 27
ción total o parcial de este número, sea por medios mecánicos, químicos, fotomecánicos o electrónicos, sin la autorización del editor. Quimera no retribuye las colaboraciones. Los
Los pescadores de perlas
digital. La redacción no devuelve los originales no solicitados ni mantiene correspondencia sobre los mismos. La revista no comparte necesariamente las opiniones firmadas por sus colaboradores. Esta revista ha recibido una ayuda a la edición del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte.
de Félix de Azúa – 57 Diego Sola: Muertes creativas en el cine de Joan Marimón – 58 José de María Romero Barea: Cosas conocidas y extrañas de Teju Cole – 59 José Cereijo:
Microrrelatos inéditos de Luis Pulido Ritter – 33
¿Y si escribes un haiku? de Josep M. Rodríguez (ed.) – 60
El castillo de Barba Azul
Teoría de las niñas de María Baranda – 61
colaboradores aceptan que sus aportaciones aparezcan tanto en soporte impreso como en
El holandés errante
Poemas inéditos de José García Obrero – 34
Einstein on the Beach Javier Sáez de Ibarra.
Eduardo Moga: Juan José Castro Martín: Libro de las imaginaciones de David Vegue – 62 Enrique Nogueras: En busca de una pausa de Juan Carlos Abril – 63
Hipólito G. Navarro. El rabioso deseo de vivir – 39
David Aliaga:
Lluis Pla Vargas.
Diario de un ingenuo de Émile Bravo – 64
Atrapado por un campo de fuerzas – 43 Entrevista a Fernando Castro Flórez – 48
Recomendaciones – 65 3
E l s a l ón d e l o s e s p e j o s
Entrevista a Carlos Zanón Por Ginés S. Cutillas Fotografía: Carlos Ruiz ©
Acudo con un calabrés y con Toni Hill, otro autor de novela negra, a la ponencia de Carlos Zanón y Eduardo Mendoza sobre Vázquez Montalbán en el Ateneo de Barcelona. Acabamos de cañas con Zanón en un bar cercano de la calle Magdalenes, La cala del vermut, un lugar que podría salir perfectamente en las novelas de Carvalho. Entre cerveza y cerveza, Carlos Zanón, hombre de pocas palabras, nos da las claves de su versión del personaje de Vázquez Montalbán.
¿Cómo un poeta acaba escribiendo novela negra? Muchos escritores que empiezan escribiendo en la adolescencia lo hacen por la poesía por cuestiones tanto de emotividad e inmediatez como de desconocimiento del oficio de narrar, pero desde casi el mismo tiempo en que empecé a escribir poesía, escribo narrativa. Lo que sucede es que me resultó sencillo más o menos ir publicando poesía o ganando premios, y muy difícil publicar narrativa. Estuve intentándolo durante veinte años. Cuando publiqué mi primera novela, tenía tres en el cajón. Lo de negra fue un accidente, porque yo no supe que estaba haciendo género. Creía, erróneamente, que negra es policial, pero no es así. Hasta Carvalho no hice ningún policial, pero sí negra, aunque Taxi no lo es, por ejemplo. Soy un narrador con una mirada determinada. Creo que el género te elige porque inconscientemente es la manera en que tú puedes explicarte. El género es cómo te explicas y eso no puedes elegirlo. Intentaste que tu primer libro de poesía lo presentara precisamente Vázquez Montalbán… Sí, lo intenté. Le llamé a El País y quedé con él a tomar un café en un local de la calle Muntaner, el Velódromo. Hablamos de poesía y me preguntó muchas cosas, pero no me lo presentó.
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¿Sigues escribiendo poesía? ¿Cómo afecta tu faceta de poeta a tus personajes? Sigo escribiendo poesía, pero no sé por cuánto tiempo. Félix Grande dijo una vez que no es que uno deje de escribir poesía, sino que un buen día la poesía te deja y nunca sabes si volverá. Ahora mismo tengo ganas de dar salida a unos poemas, pero no sé. La poesía afecta a mi prosa porque me facilita instrumentos para descifrar y explicar la realidad. Es mi manera. Una prosa sin poesía es un manual de instrucciones de una lavadora. Escribir no es redactar y la diferencia es el uso del lenguaje, el estilo, los juegos de las palabras, la poesía. Háblame de tu faceta de letrista para grupos de rock como Loquillo, Pájaro o Alicia golpea. Empecé escribiendo al lado de una radio mientras escuchaba canciones en inglés. Esperaba que el locutor tradujera el título y entonces me lanzaba a escribir un poema con lo que me sugería la música. El pop es parte de mi manera sentimental de enfrentarme al mundo desde los doce años. Hubo un tiempo en mi biografía en que era inevitable pasar de escribir poemas a tener una banda y cantar tus letras. Lou Reed, Cohen, Nick Cave, Ray Davies, Antonio Vega, Manolo García o Nacho Vegas eran los poetas que me importaban. Luego, con el tiempo, he podido colaborar con bandas y músicos de peso como Loquillo, Pájaro o Brighton 64.
¿Cómo transciende esa música en tus libros? De una manera orgánica. Dentro del texto hay música, hay o pretendo que haya, el pulso de la música pop, ese entusiasmo, ese todo o nada. Y después, en el imaginario, no tenemos a Zeus o a Salomón, pero tenemos a un dios loco y solo tenemos a Elvis. Por títulos como Tarde, mal y nunca, Yo fui Johnny Thunders o Taxi, entre muchos otros, los lectores te reconocen como una de las mejores voces de novela negra a nivel nacional. ¿Por qué aceptar entonces el encargo de continuar con el personaje de Pepe Carvalho, tan inherente a su autor original? Por ganas de jugar, por ganas de hacer algo muy arriesgado, por el lujo de trabajar con un icono, por las ganas de ir moviéndote por el tablero sin que haya cosas fijadas de antemano. ¿Cómo fue esa negociación? Se pusieron en contacto con mi agente. Se negociaron condiciones de trabajo y económicas, plazos y esas cosas y ya está. Fue fácil. Ellos decidieron proponérmelo a mí porque ya sabían cómo escribía yo. No hubo ningún tipo de línea roja a excepción de que el personaje cocinara. Entregué un año después de lo firmado y lo aceptaron porque preferían tener un libro bien hecho a uno entregado aprisa y corriendo. Cuéntame esto de la cocina. Como lector me aburrían mucho las partes de recetas en los libros de Carvalho. Aquí las incluí pero a mi manera, retorciendo un poco el brazo para huir de lo previsible. Aquí hasta la gastronomía es torturada. ¿Fue consensuado el tiempo en el que tenía que volver, poco antes de los atentados de la Rambla? No, Planeta tuvo el libro cuando yo lo terminé. ¿Cómo le afecta esa nueva Barcelona al personaje? ¿Cómo lleva el Procés? Como puede. Carvalho es un apátrida, por no tener no tiene ni compatriotas. ¿Qué hay de ti en el nuevo Carvalho?
Es difícil de saber, pero cuando escribo soy yo en circunstancias en las cuales yo no he estado. Es empático trabajar con personajes de ficción, pero no sé qué hay de mí. Ni lo he pensado. ¿Cómo te enfrentaste a un reto literario como este? Con ilusión, con naturalidad y con todo lo que puedas darle. Nada muy distinto a otros libros. Cuando uno escribe un libro, la relación trascendental es la del autor con su libro. Uno quiere escribir algo que aguante el peso del tiempo, algo que lleve tu identidad, que tenga su razón de ser al publicarlo. ¿Qué crees que has aportado al personaje en Problemas de identidad? Contemporaneidad, supongo. ¿Fue un problema que personajes icónicos del universo Carvalho hayan desaparecido en la ficción o eso te dio la oportunidad de abrir nuevos horizontes? Mi libertad era absoluta, de ahí que Charo esté presente del modo en que lo está. También aporté nuevos personajes. ¿No es peligroso que los lectores te relacionen con Pepe Carvalho? ¿Qué pasará ahora con tu obra? ¿Tienes pensado seguir con más entregas del famoso detective? Hay un peligro, pero de alguna manera depende de mí. No sé lo que haré pero soy consciente de que me ha costado mucho llegar hasta aquí. Ya veremos. ¿Cuál es tu proyecto más inmediato? Trabajar en una antología de poemas y algún día empezar otra novela. Es evidente que te gustan los riesgos. ¿No es una gran responsabilidad tomar el relevo de Paco Camarasa al frente de un proyecto como BCNegra? Lo es, pero creo que, si tienes la oportunidad de hacer cosas y no sólo decir lo que harías si pudieras hacerlas, has de hacerlo. Es trabajar con autores y libros que admiro. Es un buen trabajo.
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E l s a l ón d e l o s e s p e j o s
Entrevista a Paco Ibáñez Texto y fotografías: Albert Gutiérrez Milla ©
Ha musicado a José Agustín Goytisolo, León Felipe, Alfonsina Storni, Pablo Neruda, Rafael Alberti, Gloria Fuertes o Gabriel Celaya entre otros muchos. Dalí lo describió como «la más española de todas los voces» y Pablo Neruda le dijo: «Tú tienes que cantar mis poemas porque tu voz está hecha para cantar mi poesía». Reivindicativo, crítico y sensible, Paco Ibáñez Gorostidi (Valencia, 1934) sigue en activo y comprometido con la cultura cuando se cumplen cincuenta años de su concierto en el Olympia de París. Su obra es hoy una antología de poesía y una lección de musicalidad.
libro, el poema está escrito y depende de cómo lo leas, de cómo le puedas sacar el jugo, pero cuando de verdad le sacas todo el jugo es cuando lo aireas. Has tenido amigos como Rafael Alberti, José Agustín Goytisolo, el pintor Soto, Yupanqui o Brassens entre otros muchos. Bueno, más que amigos, hermanos. De verdad. La suerte que ha tenido uno. Muchas veces lo pienso: qué suerte he tenido de conocer a todos esos poetas, escritores, músicos, artistas, creadores. Me ha tocado la lotería. Os encontrabais en lugares como l’Escale. En l’Escale estaba con el pintor Soto, que se hizo célebre como pintor cinético y del que todo el mundo se burlaba. Yo siempre me acuerdo de eso. En l’Escale los otros músicos se reían de él y comentaban: «Mira, un pintor que pinta con tenazas y pinta con alambres y alicates y clavos. Yo también me voy a comprar unos clavos y me voy a poner a pintar». Sin embargo, yo, que venía de ser un analfabeto total, de un caserío del País Vasco de vacas y bueyes, cuando estaba al lado de Soto notaba que algo había dentro de este hombre, que no era cachondeo, tal y como decían los que se burlaban de él. Esa percepción siempre la tuve, no sé cómo, ni porqué. Lo lleva uno dentro. Eso me marcó: fue la pauta de no hacer ninguna concesión y de ponerse al servicio del arte y de la magia.
Sacas el poema de un libro cerrado y lo llevas fuera. Tu música ha ayudado a abrir libros. Yo considero que en un libro los poemas están durmiendo. Si nadie lo abre, si nadie lo lee, es un libro mudo, como si no existiera. Cuando lo cantas, lo aireas, abres la ventana y sale por la ella volando a pasearse y a descubrir el mundo. El propio poema tiene curiosidad de descubrir qué pasa en el mundo. Es ahí donde uno juega el papel de animar a la gente a que se interese por la poesía. Porque la poesía es la magia de la palabra. Es hacer una canción. Esa canción, tú a lo mejor la vas a cantar diez veces, veinte veces o mil veces y siempre será la primera vez que la cantas. Sin embargo, en un
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Fue Brassens quien te enseñó también que valía la pena. Sí, Brassens y Soto. Primero, de Soto, aprendí que hay que fijarse profundamente en lo que haces y considerar que eso va a misa, que tiene salida y atraviesa los mares. Y luego Brassens me enseñó en cuanto a la canción. En cuanto a lo artístico y lo moral: Soto. En cuanto a canción: Brassens. Si yo no hubiera conocido a Brassens no estaríamos aquí hablando. ¿Cómo te han ayudado estas amistades artísticas a entender la sensibilidad del arte? Todo depende de tu percepción. Yo, por ejemplo, canto una canción de Brassens: «Quand les mois auront
passé, / Quand seront apaisés / Leurs beaux rêves flambants, / Quand leur ciel se couvrira de gros nuages lourds». Yo me doy cuenta de que esa palabra, lourd, que en francés quiere decir ‘pesado’, en la canción de Brassens se transforma en una cosa que te tumba de lo profunda que es. Lo potencia diez mil veces porque lo junta con otras frases. Si te das cuenta, lo entiendes y, si no, pasa sobre ti y no ha pasado nada. Pero cuando lo percibes comprendes la dimensión del talento y la magia de colocar esas palabras en esa canción. Eso es Brassens. En muchas de sus canciones, por tal como él dice las cosas, cómo te las sugiere, toman una dimensión impresionante. También «Dejadme llorar orillas del mar». Exacto. «Dejadme llorar orillas del mar». Sin la a. Si tú la sitúas donde lloras, no tiene fuerza. Pero si le pides al mar que te deje llorar es una revolución. Ahora hay en París una mujer que ha escrito un texto breve pero que tiene mucha potencia. El título del libro es Danse ta colère (Baila tu rabia). No es «Baila con rabia» o «Baila con mal humor» o «Pensando en los demonios». No. Es «Baila tu rabia» y eso lo convierte en pura magia. Eso convierte esa frase en imparable. Eso lo entiendes o no lo entiendes. ¿Cuánto crees que te ha ayudado a hacer de ti el artista que eres el ambiente creativo que te rodeaba y querer compartir con esos grandes artistas? Sale de ti. Tu madre te parió y sales programado. Todos salimos programados. Mi madre me dio esa sensibilidad y yo tengo la capacidad de captar la dimensión de las palabras. Y es lo que he hecho, ofrecer esa dimensión de las palabras. He ido creciendo gracias a todos esos amigos artistas que me han apoyado siempre. Y con los que siempre he querido quedar bien. Nunca he querido hacer ninguna concesión: nunca
jamás. Y no sólo a nivel práctico, a nivel material, sino también a nivel artístico. No puedes ofrecer a la gente algo que piensas que no tiene mucha fuerza aunque creas que la gente no se va a dar cuenta. Hay que evitar eso. Si tú consideras que lo que ofreces no ha llegado a un punto óptimo, pues lo dejas en un cajón y ya está, no pasa nada. Leí en una entrevista que te pones más nervioso ante un poema del que quieres sacar su música que delante de un público al que cantar. Claro, la página en blanco. Es un salto al vacío, de verdad. ¿Qué hago? Sobre todo cuando empiezas una canción y encuentras que se te cierra la puerta. Empecé el romance: «Abenámar, Abenámar, / moro de la morería. / El día...» y no salía de ahí. Se me cerraba la puerta. Y un día, de repente, sin darte cuenta, te levantas y dices: «Abenámar Abenámar, / moro de la morería, / el día que tú naciste / grandes señales había». Y ya está, se abrieron las puertas. No sé por qué es así. Yo creo que todos los artistas se bloquean alguna vez. De repente se les para el reloj. Has musicado a José Agustín Goytisolo antes de conocerle. Fuiste a su casa y cantaste dos poemas: «Hombre de provecho» («Me lo decía mi abuelito») y «El lobito bueno». Después Goytisolo te entregó unas cuartillas de un poema inédito. Era «Palabras para Julia». ¿Qué has sentido al ser parte activa de las nuevas generaciones poéticas? Sientes una gran satisfacción al participar en un movimiento. Parece que se multiplican las fuerzas de todos. También te decepcionas cuando consiguen eliminarlo, romperlo y transformarlo. Lo que estamos haciendo ahora es ir caminando hacia la nada; han logrado eso. Con drogas por aquí y por allá. Con el puto rock asqueroso: que no es rock; si fuera rock, aún. Es pseudorock. La música de «te voy a levantar la tapa de los sesos». Porque en el fondo es eso. Te levanto la tapa de los sesos, te quedas sin cerebro y venga a caminar sin saber a dónde vas. Hoy en día tienes una generación (el disco del Olimpya lo pone en evidencia) que salió del 68 con ganas, ímpetu, fuerza y voluntad de cambiar las cosas. Y de repente se dejó cambiar ella. Y mira dónde estamos ahora: en la puta miseria cultural. Este año se cumple medio siglo de mayo del 68. Usted lo apoyó en París pero ha sido muy
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E l s a l ón d e l o s e s p e j o s
Entrevista a Paco Ibáñez
crítico con sus consecuencias. ¿Qué significa hoy culturalmente mayo del 68? Lo que te estoy diciendo, la desaparición. Cogieron una goma de borrar. Y nos han borrado a todos. A mí no, pero a casi todos los demás, sí. Hoy, por ejemplo, sales a la calle y preguntas: ¿te gusta el Kindertotenlieder de Gustav Mahler? Te dirán: «¿Eso qué es? ¿De qué me estás hablando?». ¿De qué? De la incultura que hay. De la poca cultura fruto de la poca curiosidad o de transformar la vida en un dúo digestivo: comer y beber. Salir, beber, juerga y manadas y a vivir que son dos días y toros y puros y pasodobles. Es una amargura total.
También has dicho que te has sorprendido de algo tan sencillo como ir a Francia y escuchar en una estación de tren una canción en francés. Me sorprendió porque Francia también se entregó a la yankada, al inglés, a la canción inglesa, el pseudorock asqueroso ese. Y venga decibelios y venga levantar la tapa de los sesos de la gente. Al llegar a la estación, de repente, me bajo del tren y oigo una canción francesa y digo: ¡anda! Como si fuera un milagro. Porque siempre eran canciones inglesas machaconas. Y me parecía que estaba paseándome en el paraíso. Me extrañó que en Francia volvieran a ser ellos mismos. Fíjate tú lo grave que es que me extrañe de que en Francia pongan una canción francesa. Eso te da toda la dimensión de cómo se alejaron de su propia cultura. Has adaptado, para cantarlos, algunos poemas como «Hombre de provecho» de Goytisolo,
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«Como tú» de León Felipe o «Tus ojos me recuerdan» de Machado. ¿Cuál es para ti la diferencia estética entre un poema y una canción? Esa pregunta la debería contestar un filósofo. Yo a veces me lo pregunto: ¿Qué diferencia hay entre un poema y una canción? La materia prima está en el poema. Pero la canción es ponerle ruedas a esta materia prima. Si le pones ruedas puede salir y pasearse. Tiene más autonomía. Si no, se queda ahí esperando a que alguien lo lea. Y leyéndolo a lo mejor no tiene la fuerza que tiene cantándolo. Yo no sé explicarlo, pero sé que hay una gran diferencia. Una canción te llena aunque la cantes una vez, dos veces, diez veces. Y el poema leído también te puede llenar, pero no tanto. Yo creo que la pregunta te la tienes que hacer a ti. Hay una canción valenciana que me sirve para explicar a la gente un pequeño detalle perceptible que en apariencia no es nada, que no cambia nada pero que lo cambia todo. Te la voy a cantar: «Yo vendo una barraca, / carinyo, morena. / Que la tinc a vora mar. / Només li falten les teules, / carinyo, morena. / Les parets i el fumeral». Eso cuando la cantas normal. Ahora yo te la canto como la cantan los valencianos, que han tenido la genialidad de darle una dimensión imparable: «Yo vendo una barraca, / [pausa] carinyo, [pausa] morena / Que la tinc a vora mar. / Només li falten les teules, / [pausa] carinyo, [pausa] morena. / Les parets i el fumeral». ¿Has visto la diferencia? Se queda en suspenso. «Yo vendo una barraca, / [pausa] carinyo, [pausa] morena». ¿Cómo puedes darle una dimensión universal sin cambiar casi nada? Solamente por aguantarte en el aire un poco. Pues con la poesía sucede lo mismo. En general las mujeres son las que más ahondan en la expresión: Maria Tănase o Ewa Demarczyk o Kathleen Ferrier o Victoria de los Ángeles. En general son las mujeres las que ahondan más, las que se acercan más al centro de la tierra. Has dicho que tu primer público fueron las vacas y que aprendiste las canciones sin saber de dónde. Esa es una cosa que me vuelve loco: no saber de dónde sabía yo las canciones mejicanas. Si no había radio, no había agua, no había electricidad, no había nada. Yo iba a buscar agua con un cubo delante y otro detrás. No había electricidad: nos alumbrábamos con velas, la televisión ni existía. ¿De dónde sabía yo esas canciones? No lo sé. Eso me da una rabia que no te puedes imagi-
dean por todos lados? Todo lo que siembras o plantas lo arrancan.
nar. ¡Eran las canciones mejicanas! Mi tío vasco decía: «Venga, coge vacas y al campo; y canta canciones mejicanas que así, a lo mejor, dan más leche». Pues yo les cantaba: «Esos saltos de Jalisco, qué bonito». Este era el tío que siempre decía gaizki. Nunca le oí decir «Zer! Osaba! Zelan zaude?»; «Gaizki». Nunca le oí decir «ondo», que quiere decir «bien». Siempre «gaizki». Hay una filosofía en eso también. Al decir «gaizki», quiere decir que sólo podía mejorar. ¿Me entiendes? Es un poco como los judíos cuando les preguntas «¿Cómo estás?» y responden: «Podría ser peor» [ríe]. Es una filosofía. Serrat decía que la gente cantaba yendo por la calle, mientras trabajaba, mientras cocinaba. ¿Cómo crees que ha cambiado la forma de vivir a diario la música? ¿Qué vas a cantar? ¿Lo que no existe? Son máquinas las que hacen la letra. No hay fundamento, no hay base. Solamente hay relleno, música de relleno. Los medios manipulan y utilizan la música: el bombardeo. ¿Qué canción? Cántame una canción que se cante ahora. Seguro que hay gente que aún hace canciones, pero están en un pozo cubiertas de tanta porquería, de tanta basura, que desaparecen del mapa. Porque las tapan y, al taparlas, las hacen desaparecer. Hay algunas artistas como Silvia Pérez Cruz. Silvia tiene una voz preciosa. ¿Pero qué canciones canta? Algunas antiguas, también poemas. Tiene una gran sensibilidad. Pero es una flor y una flor no hace una primavera. ¿A dónde vas con eso si te bombar-
Yupanqui decía: «Un artista tiene que ser libre en las ideas que pretende defender. A la primera concesión, pierdes parte de tu libertad». Tú has renunciado a algunas ofertas por principios. ¿Qué independencia debe mantener el artista? La independencia de sus sentimientos. La independencia de los valores que le acompañan allí a donde va. Esa es la independencia: ser fiel a lo que pretendes ser o quieres ser o, aunque no quieras serlo, eres. Pero hay que mantenerse firme y no hacer ninguna concesión. No agacharse, no aceptar ningún chantaje, del tipo que sea, sobre todo material. Como mi tío: «¿Qué hace Paquito?» Canta. «¿Gana dinero?» No mucho. «Entonces no sabe cantar» [risas]. Eso es la filosofía de mi tío, el de «gaizki». George Brassens te enseñó que se podía musicar a los poetas y que valía la pena vivir por una canción. Has dedicado tu vida a la música. Lo asumiste como una convicción y un valor. Después de tanto tiempo dedicado a la canción, ¿qué mensaje darías a las nuevas generaciones de músicos que empiezan ahora el mismo camino que empezaste hace más de cincuenta años? Yo no tengo ningún mensaje que dar. No creo que haya mensaje. El mensaje es el entorno en el cual te desarrollas: lo captas o no lo captas. Si hay algún mensaje está en ese entorno, en ese ambiente. En un concierto cantaste «El lobito bueno» y Goytisolo, entre el público, preguntó a alguien que estaba a su lado: «¿Esta canción, de quién es?». Le contestaron: «¡Uy! Es muy antigua». En vez de desmentirlo, se enorgulleció. En sus últimos años decía que prefería que recordaran algunos de sus versos que su nombre. Después de más de cincuenta años, ¿cuál quieres que sea el legado de Paco Ibáñez? Que la gente cante las canciones que yo he escogido, ya que las he cantado ofreciéndoselas para que les animen, para que les rieguen con toda su sensibilidad. Eso, no pido más. Ni menos.
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Trieste, ciudad literaria
Las variaciones de la conciencia Marco Antonio Núñez Cantos – 11
Ciudadanos de ninguna parte. Las relaciones identitarias entre Jan Morris y Trieste Natalia Garrido – 15
Las notas sin texto de Roberto Bazlen David Cuscó Escudero – 18
Todo está permitido. Nacionalismo, burla, nihilismo y pesimismo en Alamut, de Vladimir Bartol Jose A. Cano – 21
Josep Pla, detractor de Trieste Andreu Navarra – 22
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El cielo raso
Las variaciones de la conciencia Por Marco Antonio Núñez Cantos La conciencia La elaboración poética de la conciencia intencional fue una de las principales aportaciones de la novela modernista respecto a la gran tradición realista-naturalista decimonónica. Previamente, el concepto había ido elaborándose a lo largo del XIX en la cocina filosófica del Idealismo; posteriormente y merced al desarrollo científico de la psicología durante el último cuarto de siglo por Franz Brentano, se fue concretando su objeto y cualidades, hasta que Edmund Husserl la convierte en la piedra angular de la fenomenología trascendental, el estudio de las estructuras esenciales de las vivencias y los objetos intencionales. Como ya se ha apuntado, el rasgo fundamental de la conciencia será la intencionalidad, es decir, la referencia a un contenido. Todo fenómeno mental incluye algo como objeto dentro de sí mismo e instaura una corriente dinámica entre los dos términos que la componen, sujeto y objeto, ninguno de los cuales puede darse separado del otro. Con esto el subjetivismo cartesiano quedaba herido de muerte, aunque el acta de defunción la firmaría un alumno de Husserl. Y no uno cualquiera. Cuatro años después de que Italo Svevo (1861-1928) publicara La conciencia de Zeno, veía la luz la obra filosófica más influyente en el ámbito del pensamiento continental del siglo XX, Ser y tiempo (1927), de Martin Heidegger, que, dentro del ámbito fenomenológico de su maestro pero expurgado de su congénito trascendentalismo kantiano, elabora una analítica existencial que arrumba el sujeto cartesiano y toda la tradición humanista. El Dasein se nos aparece arrojado, inmerso, eyectado en un mundo que ha dejado de ser una representación para el sujeto de la ciencia-técnica moderna, de modo que ahora la conciencia ya no tiene opuesto, es en el mundo y es con los otros seres-ahí.
Si el realismo literario nació según Jameson1 de una tensión dialéctica entre el destino y el presente eterno, su destrucción adviene cuando se resuelve en una nueva síntesis de la que nace la novela modernista que soliviantó el modelo burgués y reproductor de una realidad ordenada y disponible por obra de la noción de conciencia. Difícil no advertir aquí mismo ya el conflicto vital entre Italo Svevo y su alter ego, el gris comerciante Ettore Schmitz que una vez soñó con ser escritor. Y tal vez lo fue. De forma paralela al estudio de la conciencia por la psicología empírica de Brentano, pero en dirección diametralmente opuesta, los trabajos de Freud se adentraban en el «continente negro» del inconsciente. Si bien el racionalista Freud se movía en muchos sentidos en un paradigma cartesiano, a la postre sus planteamientos sabotearon sin piedad al cogito soberano reduciéndolo a una excrecencia de su otro. Después de todo, la conciencia sí tenía opuesto, sólo que no era el mundo. Su enemigo íntimo anidaba más cerca de lo que creía y, aunque nada supiera de él, condiciona fatalmente el destino del individuo por cuanto lo abocará a la enfermedad al no poder conciliar las exigencias morales con los deseos del Ello. Ante este panorama, la novela comenzó a alterar los presupuestos del relato realista que, no lo olvidemos, en su versión decimonónica partía de las tesis del positivismo. Recordemos: Dios había muerto y el mundo se reducía a su mera apariencia. Un mundo sin sacralidad ni misterio era un mundo dócil y disponible al servicio de la voluntad de dominio de la Europa colonialista, auspiciada por una racionalidad calculadora y comercial. Un mundo ordenado como los anaqueles de un tendero, con el género dispuesto a la mano del que la 1. Jameson, Fredric, Las antinomias del realismo. Madrid: Ediciones Akal, 2018.
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El cielo raso
Marco Antonio Núñez Cantos. Las variaciones de la conciencia
gran novela realista dio cuenta explotando debidamente sus contradicciones. Ya se sabe, el arte o es disidente o no es. Si bien con oficio de una técnica que, por lo general, confiaba fielmente en la potencia reproductora del lenguaje. Ese lenguaje-espejo que refleja con lealtad el camino. Pero el desarrollo de la conciencia, y su otro, el inconsciente, y el interés que suscita el lenguaje como mediación entre conciencia y mundo tanto para la tradición analítica como hermenéutica socavan pronto la confianza en aquella asepsia reproductora. Porque, para empezar, como dijo Nietzsche, no hay hechos, sólo interpretaciones. La obra narrativa de Proust, Joyce, Woolf y Faulkner exploraron, en ocasiones con técnicas muy diversas, la vida de la conciencia, revelando la labilidad de la relación sujeto-objeto y su intermediario, el lenguaje. Tanto en la stream of consciousness del último capítulo de Ulysses, como en la plasticidad del tiempo en Woolf o la dispersión faulkneriana del punto de vista, en todos los casos los modos de representación y las técnicas que los vehiculan difieren de la mímesis realista por cuanto la intervención de la conciencia en forma de voz suprime el hiato entre lo mental y lo extramental. Y si hablamos de la conciencia y de literatura modernista, no podemos olvidar el papel de la memoria. Según Bergson, la memoria es la prolongación de un estado psicológico pasado en tanto que virtualidad en la conciencia. Por lo tanto, todo lo que somos se desdobla a cada instante en percepción y recuerdo, siendo el mundo del recuerdo mucho más vasto que el mundo percibido. Proust fue el gran alquimista de la memoria. Svevo también hará de la memoria el punto de partida de La conciencia de Zeno. Si bien, a diferencia de Marcel, para la conciencia de Zeno reconstruir su memoria será una ardua tarea no desencadenada por ninguna impresión sensorial sino por mor de un mandato de su analista. La escritura como terapia La importancia del psicoanálisis en La conciencia de Zeno se manifiesta en la propia estructura de la historia. Zeno (o su conciencia), en vez de decantarse por un desarrollo cronológico de los hechos, urde una estructura a partir de los síntomas que se manifiestan en aquellas relaciones que el sujeto vive desde el conflicto, a saber, el tabaco, la muerte del padre, el matrimonio, la esposa, la amante y el comercio, para concluir con sus impresiones poco favorables sobre el psicoanálisis.
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Pero antes, unas palabras sobre nuestro protagonista. Zeno Cosini es un sujeto que vive en serio compromiso con su síntoma y, tras una vida de procrastinación y somatizaciones, decide acudir a un psicoanalista y escribir su biografía con fines terapéuticos. Bien es sabido que Freud comenzó sus investigaciones junto al doctor Josef Breuer, quien se dio cuenta de que algunos de sus pacientes sentían alivio al verbalizar ciertos acontecimientos problemáticos de su pasado, fenómeno al que Anna O. (Bertha Pappenheim) se refirió de forma harto ilustrativa como «limpiar la chimenea». Su mecanismo no difiere en exceso del de la confesión para los católicos: al tomar el sujeto conciencia de la causa de su síntoma, este remite en sus efectos. Ahora bien, ¿qué papel desempeña la palabra escrita en el proceso analítico? La palabra hablada es inasible, porque la verdad que la palabra vehicula siempre se escabulle y porque, a fin de cuentas, es imposible decir toda la verdad. De modo que para poder concluir el análisis hace falta que no todo sea inaprehensible, y ahí es donde interviene la escritura. La escritura desvela al personaje su propia vida y permite a Zeno reescribir su propia historia. En este punto será donde la novela de Svevo entronque de un modo definitivo con la tradición modernista. La escritura no es imitación ni invención, sino una repetición en la que se libera la propia vida, palabra poética que no «pone» lo disponible, sino que «deja que se manifieste» lo indeterminable. De manera que escribir ya no será una manera de situarse fuera de la vida desde la altura del narrador omnisciente que había ocupado el lugar del dios muerto por la burguesía, sino una forma de reconquistarla, de propiciar su develamiento, un modo de escapar de la temporalidad sucesiva y autosuperadora de la dialéctica en favor de una temporalidad hermenéutica que contempla un pasado siempre abierto a continuas reescrituras. En La conciencia de Zeno encontramos un tiempo circular en el que cada capítulo cierra un periodo. Pero a la vez, cada uno de estos círculos se halla íntimamente entrelazado con los que forman los otros capítulos. El tiempo en la novela es, por tanto, un tiempo discontinuo y no clausurado, abierto a la novedad que introduce la escritura. En lo relativo a la percepción del tiempo por parte del personaje, Svevo recurre a la división bergsoniana entre tiempo vivido y tiempo pensado. Contrariamente al tiempo de las cosas del espacio, que es un tiempo
sufriría tanto si le hubieran expulsado de la casa para siempre, así no tendría que volver a preocuparse por el tiempo que queda para volver de visita. Vemos cómo el tiempo es, por lo tanto, un producto de la creación y destrucción de la memoria del personaje al que dota de gran plasticidad.
homogeneizado, sin cualidades y divisible ad infinitum, en el tiempo psicológico como «duración» cualquier estado de conciencia se conserva y armoniza cualitativamente con los estados de conciencia pretéritos, prolongándose de esta suerte el pasado en el presente. Duración significa, en este sentido, la organización heterogénea de los hechos de la conciencia. La conciencia es una multiplicidad dinámica, una heterogeneidad pura donde cada estado de conciencia se organiza virtualmente con todos los demás. La importancia que otorga Zeno a ciertos acontecimientos hace que los perciba a partir de una duración más o menos dilatada. Por ejemplo, los cinco días de «cuarentena» que se autoimpone sin visitar a los Malfenti antes de decidirse a prometerse con una de las hermanas se le antojan eternos. Zeno considera que no
La vida como enfermedad Zeno divide su existencia en dos ámbitos: uno, dominado por la enfermedad, en el que habita y que aspira a abandonar; el otro, el de la salud, que quiere alcanzar y en el que reside Augusta. Él quiere ingresar en este último y, de hecho, físicamente pertenece a él, pero psicológicamente se cree un enfermo crónico. Su terrible temor a la muerte y a la enfermedad le lleva a zarandear su vida con continuas mudanzas, de universidades, de prometidas, de la mujer a la amante, de su negocio al de su cuñado, hasta empezar a escribir tardíamente. Este continuo movimiento pendular está basado en las teorías de Freud sobre las pulsiones vitales, Eros y Tánatos. La hipocondría de Zeno y sus arrebatos de astenia neurótica configuran un nutrido catálogo de perturbaciones psíquicas que podrían servir para ilustrar Psicopatología de la vida cotidiana. Lo más característico de la novela de Svevo es que estas excentricidades son narradas por el propio personaje con un sentido de la teatralidad próximo a la pantomima. Y es al hilo de su peculiar conducta que Zeno va desentrañando los conflictos inconscientes a los que nos remite en el último capítulo de la novela, cuando asume su síntoma y cumple con el propósito que le llevó a coger lápiz y papel. Con la asunción adviene la liberación, que no consiste en otra cosa que aceptar, asentir y seguir adelante; después de todo «la vida siempre es mortal». Cabe destacar que el síntoma neurótico deviene en dispositivo crítico que burla eficazmente los mecanismos de alienación culturales, al tiempo que opera como la grieta que permite a Svevo barrenar el orden geométrico del universo burgués. El trabajo, la onerosa obediencia a las leyes morales y la consabida represión de los impulsos sexuales condenan al individuo a la neurosis, sentencia Svevo en lo que parece ser una sagaz anticipación de los temas tratados y las conclusiones alcanzadas por Freud exactamente una década más tarde en El malestar de la cultura. De hecho, en las últimas páginas, La conciencia de Zeno se tiñe de un pesimismo atroz al sentenciar que sólo el fin del mundo podrá liberarnos de la enfermedad que nosotros, hombres modernos e
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Marco Antonio Núñez Cantos. Las variaciones de la conciencia
ilustrados, sufrimos. Al cabo, como Freud y Heidegger, Svevo se erige en un lúcido crítico de la modernidad. El enfermo Zeno busca en el matrimonio no el amor, sino aquello que le falta, es decir, la salud. Zeno se escribe con z. Todas las hijas de Malfenti tienen nombres que empiezan por a. La distancia entre ambas letras le hace creer que la unión con cualquiera de esas muchachas le llevará a la otra orilla, en un viaje de la enfermedad a la salud que los Malfenti representan. El episodio «La mujer y la Amante» refleja ese tránsito de lo saludable (Augusta) a lo sensual (Carla). Ambas se complementan haciendo feliz a Zeno, pero a la vez la situación le causa una profunda infelicidad por el sentimiento de culpa que engendra el engaño. El último cigarrillo La simbología del último cigarrillo implica el límite entre sendos ámbitos. El cigarrillo pertenece al de la enfermedad, pero el propósito de abandonarlo pertenece al de la salud. Tanto la vida de Svevo como la de Zeno están pautadas por anotaciones que señalan la fecha de un intento definitivo de dejar el tabaco. Svevo jugaba con el tabaco como con la literatura, tratando de destruir en apariencia una imagen de sí mismo que, sin embargo, era reconstruida inmediatamente y en secreto. Nos resulta fácil imaginar a un Svevo escribiendo y fumando, condescendiendo con el deseo, lejos del alcance de su super-Yo, el adocenado negociante Ettore. Y a la postre, naturalmente, sin poder burlar su vigilancia, sufriendo sus reconvenciones.
El nombre de Zeno no es aleatorio y nos remite al discípulo de Parménides, Zenón de Elea, que incurría en asombrosas paradojas para ilustrar la imposibilidad de alcanzar un fin, el continuo acercamiento a un objeto que, sin embargo, permanece siempre inaccesible. Lacan observó que la topología de esta paradoja es la topología paradójica del objeto mismo del deseo, que no podemos aprehender, con independencia de lo que hagamos para tratar de alcanzarlo. Esta es otra peculiaridad de Zeno, el eterno buen propósito de dejar el tabaco que nunca lleva a término. Algunas de las paradojas que llenan su vida son la imposibilidad de comunicarse con su padre, el hecho de amar a una mujer y casarse con su hermana, odiar y apreciar al mismo tiempo a su cuñado, etc. La conciencia y sus máscaras: Zeno / Svevo / Schmitz Y, para terminar, unas palabras acerca del autor y una esquizofrenia presumible que se manifiesta con elocuencia en la confrontación de sus dos nombres, Ettore Schmitz - Italo Svevo. El Ettore literario se esconde bajo su alter ego Italo Svevo, pseudónimo que le permitirá conciliar deber y vocación, comercio y literatura. Esta escisión y contraposición no podría haber encontrado una localización más idónea que la fronteriza y multicultural ciudad de Trieste. Al final de la novela no será el psicoanálisis lo que conduzca a Zeno a la salud, sino la necesidad de tomar pie con la realidad debido a la oportuna irrupción de la guerra. El conflicto bélico lo dota al fin de todas las responsabilidades que le habían sido negadas por su padre al dejarlo bajo la tutela perpetua del administrador de la empresa, es decir, al dejarlo dependiente, menesteroso, inmaduro, imbécil en sentido etimológico, in baculum. Marco Antonio Núñez Cantos
(Cáceres, 1978) cur-
só estudios de Filología Hispánica y Filosofía. Su área de investigación gira en torno a la lectura de Derrida sobre Heidegger. Es autor de más de un centenar de artículos y colaborador habitual en Cine Divergente, y ha participado en los libros colectivos Lec-
turas de Celan, Abel Ferrara, Porno: ven y mira, Cuerpos: pulsión de muerte, Reiner Werner Fassbinder: Solo quiero que me amen, y Diccionario de cine fantástico y de terror español.
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Italo Svevo. Autor desconocido.
Ciudadanos de ninguna parte. Las relaciones identitarias entre Jan Morris y Trieste Por Natalia Garrido La historia personal de Jan Morris y sus diversos sucesos merecen más que unos breves escritos: su vida ha estado tan marcada por los viajes como por las transformaciones. No obstante, algunos aspectos singulares se han mantenido hasta sus actuales noventa y dos años. Suele remarcarse de su vida personal la reasignación de sexo realizada en 1972, efectuada en la ciudad de Casablanca, de la cual surge el libro Conundrum (1974), que describe este proceso. Sin embargo, Morris ha sido soldado británico durante la Segunda Guerra Mundial, ha estado presente como periodista en sucesos tales como el juicio en Jerusalén a Adolf Eichmann en 1961. Como escritora, ha escrito más de cuarenta libros, algunos de ellos mal categorizados como libros de viajes. Hay más aspectos que podrían mencionarse sobre su historia, en particular su relación con Elizabeth, con quien vive y piensa continuar por siempre en lo que ha sido una auténtica vida compartida. Morris visita Trieste primero como soldado británico de la Segunda Guerra Mundial y regresa tiempo después como mujer escritora. Escribe un libro sobre la ciudad: Trieste o el sentido de ninguna parte, publicado originalmente en 2001. Decide dedicar un libro a Trieste y, a través del mismo, reconstruye la historia de la ciudad: las influencias de su ubicación geográfica y de la diversidad en su historia, en la conformación del carácter específico de la urbe y de sus gentes. Su pasado como relevante puerto marítimo y su consecuente cosmopolitismo de carácter multiétnico, multilingüe y multiconfesional hacían que se pareciera más a la Comunidad Europea que al Imperio británico.
Las ciudades, como las personas, se modifican en su aparente permanencia. Los hechos históricos transfiguran el carácter, el temperamento de las ciudades y, por ende, el de sus habitantes. Trieste se caracteriza por ser una ciudad especialmente atravesada por los cambios de identidad. Antes de ser austrianizada, era cálido sur, vivacidad latina. Cambios históricos substanciales —como la liberación por parte de partisanos yugoslavos y neozelandeses de la ocupación alemana en Trieste, que por unos años pasa a ser «territorio libre» bajo los auspicios de las Naciones Unidas— dan cuenta también de esa cadena de modificaciones. Su pasado como logro del Imperio habsburguiano, que la transformó en un moderno puerto marítimo estimulando su carácter cosmopolita, junto con su pasado judío y una alianza entre negocios e intelecto en la que se ha mantenido con un carácter modesto, ha ido moldeando la realidad de una ciudad en la que sus ciudadanos, más allá de todo, podían sentirse orgullosos. Sólo quedan las sombras de la Trieste de los Habsburgo, pero Jan Morris describe esta ciudad como «un trabajo de impresionismo ciudadano, pero también de introspección, o de autoindulgencia». En particular, Trieste es descrita por la autora como alegoría del limbo, sentimiento de espera, enclave sui generis, ciudad de la que sentirse parte como extranjera, mitad real mitad imaginada. Reconoce que en su libro efectúa tanto un proceso de antropomorfización de la ciudad puerto como un proceso de exploración introspectiva. Por su ubicación geográfica, aislada del resto de las ciudades italianas, en medio de diversas divisiones territoriales, Trieste es catalogada aquí como una ciudad con personalidad imprecisa y de historia confusa. A menudo ni siquiera es sabido que la ciudad está situada
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Natalia Garrido. Ciudadanos de ninguna parte
en Italia: en la frontera con Eslovenia, Croacia, Serbia, Bosnia-Herzegovina y Hungría. Su clima áspero, la bora (un viento feroz), su mar taciturno provocan la hipocondría endémica de Trieste que ya registraba Stendhal en 1839, pero también Italo Svevo y James Joyce. Estos aspectos van esculpiendo el temperamento y las características observadas por escritores y artistas que han vivido en algún momento de sus vidas en la ciudad. Freud también se frustró en Trieste, afirma la autora. En cuanto a su carácter, la melancolía de Trieste ya había sido evocada por escritores como Italo Svevo. Pero para Morris «la melancolía es la principal expresión de Trieste», una amarga dulzura y un anhelo de no se sabe qué. No se trata sólo de una inquietante sensación de insatisfacción, explica, sino que estando allí es donde más que en ninguna parte la autora se acuerda de los tiempos perdidos, de las oportunidades perdidas, de los amigos perdidos, «con la dulce tristeza que es onomatopéyica al lugar». Por su experiencia personal en la ciudad, también podemos percibir tales características: Cantaban sus propias canciones, en su propia lengua, procedentes de su propio pasado. Me di cuenta de que los ojos de algunos de ellos estaban llenos de lágrimas, y a punto estuve de soltar alguna que otra lágrima yo también: por su edad, por la mía, por los tiempos difíciles que habían atravesado, porque el signor Lupi era un verdadero profesional, por las dulces canciones, porque temía que no siguieran siendo cantadas durante mucho tiempo más, por el declive de la burguesía en todo el mundo y por… bueno, el efecto Trieste.
Trieste es, para la autora, una ciudad modesta ideal para trotamundos y exiliados: «… el verdadero exilio es estar ausente de un lugar»; «Para mí, Trieste es una alegoría del limbo, en el sentido secular de un hiato que no es posible definir»; «... allí me siento sola incluso cuando estoy entre amigos». Es, en definitiva, «el efecto Trieste»: un escape del tiempo a ninguna parte. Morris señala que, aunque insatisfechos con Trieste, varios escritores destacados terminaron sus obras literarias en la ciudad. Joyce escribió en Trieste todo el Retrato del artista adolescente, la mayor parte de Dublineses y concibió parte del Ulises y la obra de teatro Exiliados. En cuanto a su apreciación del lugar, a Joyce le gustaba el hecho de que Trieste no fuera una ciudad turística y destacaba que nunca había conocido tanta bondad
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como en aquella ciudad. Ven a Trieste, escribe Joyce a un amigo, y verás el sol. Un sol que parece vislumbrarse transcurrida la bora triestina. La red de compañerismo que unía a los exiliados entre sí es, a los ojos de la autora, lo que hacía que no fuera un mal lugar a pesar de sus condiciones adversas. Si pensamos en una red de compañerismo extendida, en este libro Trieste es justamente concebida como una ciudad que conlleva en sí misma una idea de ciudad fuera de las categorías tradicionales de nacionalidad. Resultado de su particular historia, Trieste parece tener un carácter de genuino cosmopolitismo que resalta en comparación con la caracterización del continente que realiza la autora: «La Europa de mis sueños jamás había existido, debido fundamentalmente a la idea de nacionalidad». Morris ve a Trieste como una ciudad más allá de la identidad nacional. Así, también la imagina como una ciudad judía, por considerar a los judíos como ciudadanos del mundo, supranacionales, extraterritoriales: «... es su espíritu, difuso pero inherente, como un gen en el cromosoma, lo que me lleva a pensar en Trieste como una ciudad aún judía»; «En mi mente, los judíos y Trieste van de la mano». Cuenta Morris que la sinagoga construida en 1912, a la vuelta de la esquina del Caffè San Marco, fue la primera sinagoga a la que ingresó en toda su vida, en el año 1946, aunque casi todos los judíos de Trieste habían sido expulsados o asesinados. Hace referencia a que es en Trieste donde se encuentra el único campo de exterminio en suelo italiano, ubicado en San Sabba. En la supuesta relación ciudad-personas que establece la autora aparece también su amistad con Otto, a quien junto con Elizabeth dedica su libro, como gran influencia en su concepción de lugar y de Trieste misma. Su misterioso amigo Otto, según describe, poseía unos orígenes nacionales indeterminados. Otto había luchado con valentía en la guerra a su lado a pesar de haber servido brevemente en Alemania y de tener ancianos parientes en Viena. Tartamudeaba y hablaba con un inglés marcado; podía actuar de manera extravagante. Morris ve en su encantador y complejo amigo Otto no tanto un cosmopolitismo idiosincrático, sino un ejemplo de triesticidad. La existencia de una comunidad peculiar se trasluce en este libro, una comunidad de trotamundos que se pasean por las calles y los cafés de la ciudad. Trieste es retratada como una ciudad de cafeterías (algunas todavía es posible visitarlas hoy día bajo el nombre de los Cafés Históricos de Trieste, que datan del siglo XIX) en la que habita
dentro de sus propias comunidades porque siempre están en minoría, pero forman una nación poderosa. Si tan solo lo supieran… Es la nación de ninguna parte, y he llegado a pensar que su capital natural es Trieste.
¿Qué otras ciudades en la actualidad podrían adjudicarse el atributo de superación de los límites del corsé identitario nacional?
una comunidad (imaginada): «... para mí continúa siendo un enclave sui generis, donde se han mezclado latinos, eslavos y teutones, un lugar donde pueden retirarse artistas, bohemios, renegados, exiliados y personas mantenidas por sus familias y, con suerte, ser felices». La comunidad imaginada de Morris es, en definitiva, la de los ciudadanos de ninguna parte. Esos escritores bohemios y a veces atormentados, afectados por el viento triestino, pero que al final consiguen producir una buena parte de su obra en la ciudad. En su vínculo con Trieste, Morris se relaciona con una comunidad de escritores que mucho tiempo antes que ella lidiaron con el mismo viento y su propia permanencia. Al romper con la idea de nacionalidad, Jan Morris va incluso más allá en su grado de inclusión en esta comunidad: Por todas partes hay personas que forman un Cuarto Mundo, o una diáspora sui generis. Son señoriales. Los hay de todos los colores. Pueden ser cristianos, hindúes, musulmanes, judíos, paganos o ateos. Pueden ser jóvenes o viejos, hombres o mujeres, soldados o pacifistas, ricos o pobres. Podrían ser patriotas, pero nunca chovinistas. En todas las naciones comparten con los demás valores comunes de humor y comprensión. Al estar entre ellos sabes que no serás objeto de burla ni de resentimiento porque no les importarán tu raza, tu fe, tu sexo ni tu nacionalidad, y soportan a los necios, si no de buena gana, al menos comprensivamente. Se ríen con facilidad. Se sienten fácilmente agradecidos. Nunca son mezquinos. No les inhiben las modas, la opinión pública ni la corrección política. Son exiliados
Pueden revisitarse ciudades también para recuperar, cada vez, la memoria de un encuentro humano cálido y pacífico, pero también para reencontrarse efectivamente en el imaginario personal con seres que de alguna manera han dejado huella en la configuración de nuestra experiencia. Personas queridas y añoradas de otro tiempo. Así lo describe al recordar un encuentro casual en el que se tropieza con un hombre, intercambia unas pocas palabras, silencios y unas risas. Años después recuerda a este hombre y este encuentro: «Hasta el amor imaginado es verdadero». ¿Qué hace de un lugar un espacio especial de referencias ancladas y claras?, ¿qué efectos produce esta particularidad en su encuentro con las subjetividades que las remiten?, ¿cómo este efecto es traducido en el sentir de la escritora? ¿Es en definitiva el sentido de ninguna parte lo que busca la autora en Trieste o es ese espacio mezcla de familiaridad y extrañeza en donde reactualizar el yo a través del tiempo? «Mi Trieste ha sido un lugar de transitoriedad, pero sabe Dios que todos estamos aquí de paso.» Para reactualizar(se) hay que recuperar las memorias, pero ¿cómo recuperar las memorias fuera del espacio? Como las fotografías, el espacio de una ciudad nos devuelve imágenes que no estaban presentes en nuestra memoria hasta que los sitios específicos por los que hemos transitado las reactivan. O quizás Trieste sea aquí como un espacio neutro desde el cual puede recuperarse la libertad de ver con perspectiva, como desde fuera, la propia vida y los límites que han sido impuestos en diversos momentos de esta. Una ciudad como pitonisa personal en la que poder ser. Existir en un Cuarto Mundo.
Natalia Garrido es licenciada en Sociología y magíster en Comunicación y Cultura por la Universidad de Buenos Aires, e investigadora predoctoral en el grupo de género y tecnología (GenTIC) de la Universitat Oberta de Catalunya.
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Las notas sin texto de Roberto Bazlen Por David Cuscó Escudero La leyenda cuenta que durante más de un siglo Trieste fue una representación en miniatura de la enorme riqueza multicultural del Imperio austrohúngaro, una suerte de punto convergente donde la cultura italiana, la alemana, la eslovena y la judía se dedicaron a reproducir la también mítica convivencia entre la cultura cristiana, la árabe y la judía de Sefarad siglos antes. Afortunadamente, la realidad siempre acaba desnudando este tipo de simplificaciones, tan agradecidas y cómodas, y la cantidad ingente de bibliografía laudatoria que generan.1 En 1902 nació en Trieste alguien que podría haber encarnado el mito de la riqueza cultural del enclave fronterizo: de padre sorabo y evangélico y de madre judía italiana, con el alemán como lengua de comunicación habitual, lector empedernido y amigo de los intelectuales más sobresalientes de la ciudad, desde muy joven Roberto Bazlen hubiera podido erigirse en la figura que los amantes de la hipérbole del mito triestino habrían esgrimido como ejemplo culminante de sus tesis, pero Bazlen fue demasiado lúcido y escurridizo como para dejarse atrapar por el estereotipo. Roberto Bazlen leía. Más que nadie. Conocía libros y autores que nadie en su círculo conocía. Desde muy joven se había acostumbrado a descolocar a miembros de la intelectualidad triestina como Umberto Saba, Giani Stuparich o Italo Svevo. Le llamaban «Bobi». Bobi era el chico que les recomendaba lecturas y que 1. En 1909, mucho antes que el mito de la Trieste multicultural floreciera, Scipio Slataper ya daba buena cuenta de él en varios artículos publicados en el periódico La Voce titulados «Lettere triestine».
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les abría mundos. Hasta que Bobi se cansó de Trieste: la ciudad siempre le pareció pretenciosa, plana y muy poco estimulante, por lo que decidió huir de ella, no sin antes haber escrito Intervista su Trieste, un breve ensayo que supera cualquier otro intento (y ha habido muchos) de sintetizar los defectos (y también las virtudes) de la «triestinidad» y, de paso, de la «habsburguidad».2 Sin embargo, este texto, como todo lo que escribió, no fue publicado hasta después de su muerte. La razón es que Bazlen nunca quiso publicar nada de lo que escribía. El hecho de imaginar su nombre en letras impresas le ponía enfermo (literalmente), pero no por modestia (ni siquiera falsa): Bazlen consideraba que lo importante ya había sido dicho. «Creo que ya no se pueden escribir libros. Pies de página, como mucho.»3 Así pues, Bazlen se propuso como objetivo vital dejar el mínimo número de huellas posible y lo consiguió, aunque no del todo. El volumen Scritti, publicado en 1984, incluye textos inconclusos, fragmentarios, elípticos, enigmáticos, caóticos e irregulares que, en palabras del crítico literario y admirador de Bazlen Roberto Calasso, son «apuntes para una ciencia imaginaria de la autotransformación. Una ciencia que, si existe, no se manifiesta de forma escrita y, si lo hace, es 2. Aunque recibió una educación habsburguesa, Bazlen nunca tuvo con ella la relación nostálgica y ensoñadora de un Joseph Roth, por ejemplo. En este sentido Roberto Calasso es rotundo: «Bazlen era un hombre posthistórico, ningún cuadro cultural o reconstrucción de ambiente conseguirá hacerle justicia». 3. Reflexión que habría encantado a Borges, si es que no la pronunció él mismo alguna vez. Esta, probablemente, también: «Hasta Goethe: la biografía está absorbida por la obra. De Rilke en adelante: la vida contra la obra».
a través de un modo casi imperceptible». Bazlen huyó siempre de toda clasificación e ideología. Scritti incluye la novela inacabada Il capitano di lungo corso (cuatrocientas páginas de una prosa fragmentaria y desorganizada, de tema homérico y tono kafkiano, escritas en alemán)4; un conjunto asistemático de cuatro cuadernos repletos de aforismos y reflexiones titulado Note senza testo5, y Lettere editoriali y Lettere a Montale,6 una muestra de sus recomendaciones literarias dirigidas a varios editores. A partir de una simplificación parecida a la que comentábamos al principio, sería fácil y tentador convertir a Bazlen en un héroe romántico y anónimo, apartado de la masa a la cual desprecia. Nos equivocaríamos porque no es esa la postura de Bazlen: su aproximación al hecho literario tiene un toque oriental, incluso taoísta, si nos ceñimos a la definición que de ella hace Roberto Calasso. El nihilismo de Bazlen es tan radical que no permite ninguna reconstrucción del mito del genio incomprendido que produce cuadernos maravillosos en su buhardilla oscura y fría. Bazlen no es nada de eso. Basta con leer sus textos para comprenderlo. Bazlen se nos escapa. De hecho, su gran obra es no haber producido ninguna obra. Él mismo resume su objetivo más urgente: «Hace un tiempo se nacía vivo y poco a poco se moría. Ahora se nace muerto y algunos consiguen, poco a poco, vivir». La cultura de Bazlen siempre fue subterránea, no le interesaba lo más mínimo perpetuar 4. El capitán de altura. Madrid: Trama Editorial, 1996 (traducción de Cristina García Ohlich). 5. La modestia de los cuales recuerda un poco los microgramas de Robert Walser. 6. Informes de lectura. Cartas a Montale. Buenos Aires: La bestia equilátera, 2013 (traducción de Ernesto Montequín).
su recuerdo, algo que incluso su admirado Kafka, a pesar de la famosa petición de destrucción de su obra no publicada, sí que buscaba. Volvemos a lo mismo: «Creo que ya no se pueden escribir libros. Por eso no los escribo: casi todos son notas al pie de página, hinchadas hasta formar volúmenes». La gran paradoja de Roberto Bazlen fue que, a pesar de denunciar la inflación literaria de su época (¿qué hubiera dicho de la de hoy en día?), toda su vida contribuyó indirectamente a aumentarla, eso sí, con un gusto exquisito. Y es que, como hemos dicho, gracias a sus recomendaciones postales a varios editores y a su colaboración abnegada con ellos, el público italiano pudo leer a autores como Kafka, Musil, Broch, Jung, Roth, Schnitzler, Rilke, Hofmannsthal, Gombrowicz, Blanchot, Mandelstam, Kierkegaard, Walser, Wedekind, Ortega y Gasset, Nietzsche, Henry Miller, Freud o Alfred Kubin, pero también a Italo Svevo, que para muchos compatriotas suyos era tan exótico como algunos de los autores citados.7 El oficio de Bazlen fue leer. Una vez cansado de Trieste y de su falso mito, Bazlen se mudó primero a Génova y más tarde a Milán. Tenía treinta y dos años. En esta última ciudad siguió ampliando los horizontes de algunos privilegiados, como Eugenio Montale: «Cuando alguien (no recuerdo quién) le pidió que se pusiera en contacto conmigo, Bazlen me abrió una ventana a un mundo nuevo. Nos veíamos cada día en un café subterráneo, al lado del teatro Carlo Felice, en Génova. Me habló de Svevo y encargó para mí tres novelas de este autor; me ayudó 7. Roberto Bazlen tenía otro nombre: Lorenzo Bassi. Lo utilizó para firmar las traducciones que hizo de Freud, Jung, Marcuse, Jean Rostand, William Carlos Williams y Brecht, entre otros.
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a conocer muchas páginas de Kafka, de Musil (el teatro) y de Altenberg. Yo ya conocía la poesía de Saba, pero Bobi me reveló la de Giotti, la de Bolaffio y, más adelante, la de Carmelich. ¡Dios mío! Después añadió a la lista a Benco, Stuparich y, dos años más tarde, a Quarantotti-Gambini». Cuenta Montale que Bazlen era un bon vivant, amante del buen vino, con una gran curiosidad por todo, capaz de recorrer veinte quilómetros a pie para descubrir una nueva posada. De Bazlen se puede decir que fue un flâneur, sobre todo de libros, pero no únicamente. Algunos editores y muchos lectores se aprovecharon de sus paseos literarios. Después de varios intentos infructuosos de dedicarse a alguna actividad práctica, en 1939 Bazlen se instaló definitivamente en Roma. A partir de los últimos años de la guerra, su actividad de consejero de varias editoriales adquirió una articulación más precisa, especialmente cuando, con su amigo Adriano Olivetti, preparó un programa para una casa editorial nueva que pudiera emerger después de la caída del fascismo. El proyecto no acabó de funcionar, pero los títulos propuestos por Bazlen acabaron conformando el catálogo inicial de Edizioni di Comunità. Después de la guerra, Bazlen continuó aconsejando a editoriales como Nuove Edizioni Ivrea, Boringhieri y Astrolabio, aunque la relación más duradera fue con Einaudi y con Adelphi. A estas alturas hay pocos lectores (sería de desear que ninguno) que no sepan que Adelphi es una de las editoriales más importantes de la literatura europea del último medio siglo. La editorial milanesa puede mostrarse orgullosa de un catálogo casi sin par y de una línea de publicaciones coherente y rigurosa. Sin embargo, lo que ya no es tan conocido es el hecho que, desde su fundación en 1962, detrás de ese espíritu de exigencia literaria encontramos la figura de Roberto Bazlen. Adelphi se configura, sin duda, como el legado más orgánico y definido de las ideas y sugerencias culturales de Bazlen. Es justo en esta casa editorial donde Bazlen es capaz de publicar lo que él llama «libros únicos» y de configurar un catálogo tan heterodoxo como lúcido. Pero Bazlen no fue un hombre fácil. No podía serlo. Tenemos constancia de sus fuertes desacuerdos con Italo Calvino o Giorgio Colli. A veces, la confección de un catálogo coherente le suponía rechazar libros que consideraba que no cumplían con la máxima que les exigía: para él, los buenos libros son los que nacen de la experiencia, nunca del estilo, que no puede ser una
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herramienta que represente la realidad. En los libros, Bazlen busca la verdad interior y la de la palabra, y rechaza los pensamientos que se concretan siguiendo una ideología concreta. Todo se reducía a buscar sin descanso «una serie de libros que cumplan un único criterio: la profundidad de la experiencia que los hace nacer y de la cual son vivo testimonio. Libros de hoy y de ayer: novelas, ensayos, autobiografías, obras de teatro: experiencia de la realidad o de la imaginación, del mundo de las emociones o del pensamiento». Roberto Bazlen murió en Milán en 1965. Su influencia en el mundo editorial italiano es difícil de cuantificar, justamente debido a la obsesión que tenía por permanecer en la sombra, pero no cabe duda de que constituye una figura apasionante, tanto por su actividad intelectual como por su rechazo absoluto a la notoriedad que muchos reclamaban, reclaman y reclamarán para sí con muchos menos méritos. Bazlen es el espejo que les ridiculiza. En Italia y en cualquier otro lugar.
David Cuscó Escudero
es profesor y nómada. Desde
hace cuatro años edita la revista cultural El funàmbul. También es uno de los tres socios de Editorial Flâneur, donde sólo publica los libros que le gustan.
Todo está permitido Nacionalismo, burla, nihilismo y pesimismo en Alamut, de Vladimir Bartol Por Jose A. Cano Alamut es una alegoría política y un ensayo de pesimismo vital disfrazada de novela histórica de aventuras. Es una burla del fascismo de la época desde el punto de vista de un intelectual nihilista y casi apátrida, pesimista, amante de la libertad. También un retrato amargo del destino de las víctimas de los extremismos y las manipulaciones y, en segundo plano, una parodia de las novelas históricas y de la exotización del orientalismo. Bartol, el apátrida Nos gusta pensar en el multiculturalismo como un fenómeno propio de la globalización, pero para los habitantes de la Europa Central en la primera mitad del siglo XX la identidad cultural «líquida» no habría sido ninguna novedad., las fronteras móviles de los imperios en desaparición tras las dos guerras mundiales daban como resultado a personajes apátridas por casualidad, como Bartol, nacido austriaco, reconvertido a yugoeslavo sin abandonar su esloveno materno como lengua literaria y con la ciudad que lo vio crecer y a la que volvería ya maduro naturalizada italiana. Con su escepticismo hacia los nacionalismos de cualquier tipo, sería interesante saber su opinión sobre la Eslovenia moderna, que lo honra hoy en día en el cementerio de Liubliana, capital de un estado que Bartol nunca imaginó que pudiese existir. El triestino Bartol fue hijo de un funcionario de correos de ideas liberales y una editora y escritora feminista para la época, y se crió con todos los estímulos intelectuales que pudiese reclamar. Biólogo, filósofo y psicólogo, la historia y la literatura serían más una afición ocasional para un intelectual que pasó por casi todos los empleos que se le tropezaron, incluido el de ser partisano yugoeslavo contra la invasión nazi.
Su experiencia como crítico literario y autor de teatro le permitía una técnica depurada aunque algo burlona respecto a las modas de la época. En Alamut monta una parodia del fascismo imperante de la época, al que había visto tomar el control de su Trieste natal desde el otro lado de la frontera. Muestra también un nihilismo muy común a sus personajes protagonistas —recordemos aquí que fue traductor de Nietszche—, un rechazo de la exaltación patriótica y cierta reivindicación de los placeres mundanos de la vida. Por otro lado, es una burla amarga del destino de los seguidores de cualquier tipo de extremismo. El viejo de la montaña La novela es tan histórica como puedan serlo algunos de los videojuegos actuales basados en la leyenda del Viejo de la Montaña. Aunque la secuencia de las guerras contra los ismailitas en el corazón del imperio turco selyúcida se pueda corresponder con la documentada, y la mayoría de los personajes respondan a nombres de los protagonistas reales de aquellos, las similitudes llegan hasta donde a Bartol le conviene para su alegoría. Hassan Ibn Sabbah fue el fundador de la llamada Secta de los Asesinos o hashishins, de creencias ismailitas, una rama del islam chií que en la época estaba representada por el califato de los fatimíes en Egipto. Los asesinos y sus adeptos consiguieron montar un Estado paralelo dentro del califato turco selyúcida, musulmán suní, y fueron famosos por sus asesinatos políticos, llegando a acabar con la vida del gran visir Nizam AlMulk y el mismo sultán en apenas unos años, y resistiendo desde su fortaleza en la montaña de Alamut. La leyenda dice que Ibn Sabbah y luego sus sucesores controlaban a los fedayines de la Secta de los Asesinos por medio de «las llaves del paraíso». Este truco consistía en darles acceso a una jardín lleno de doncellas
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que fingían ser huríes y encontrarse en el cielo de los musulmanes, que reserva para los guerreros muertos en batalla el disfrute de los placeres de los que ascéticamente se retiraban en vida. Con muchachas reales que pretendían ser vírgenes perpetúas y aprovechándose del efecto del hachís y la inexperiencia de los jóvenes guerreros. Así, estos no tenían miedo a la muerte, pues ya habían experimentado el cielo y sabían lo que les estaba reservado si se sacrificaban por sus creencias. Los pocos datos que existen nos hablan de una secta ismailita mistérica, en cuyo fondo podía haber un poso más nacionalista iranio que religioso, que utilizó el asesinato político como arma predilecta y que duró apenas doscientos años, parapetada en las montañas del moderno Afganistán a salvo de los califas de Bagdad, pero derrotada por los mongoles cuando estos arrasaron la región. Al jefe de los hashishins, que utilizaban el hachís para atacar, presuntamente, en trance, se lo llamaba El Viejo de la Montaña. Poco más es demostrable, siendo el «paraíso» o los detalles sobre el funcionamiento de la secta meras elucubraciones o, directamente, leyenda. Lecturas recientes, a raíz del 11 de septiembre, han querido ver en la figura de Ibn Sabbah un predecesor del moderno terrorismo islámico y en la novela un reflejo de ese mismo fundamentalismo. A Osama Bin Laden se lo presentaba en la misma región y con las mismas tácticas que a los hashashins. No es este artículo el espacio para analizar ese presunto parecido, pero baste decir que aunque los fanáticos de una y otra época eran igual de suicidas, los fedayines de Ibn Sabbah practicaban el asesinato selectivo, atacaban siempre al visir o al sultán, no a las masas. Pero el Hassan de la ficción sí tiene algo en común con el moderno Bin Laden o sus sucesores del Estado Islámico: el gusto por la teatralidad y la espectacularidad. Bartol, de hecho, utiliza lo que más le conviene de la leyenda y los datos históricos alrededor de Ibn Sabbah y lo convierte en un nacionalista persa ateo a efectos prácticos y con gusto por las bromas retorcidas. Es tan Mussolini como Chaplin hasta el último tercio de la novela, donde ya se convierte completamente un monstruo con cierto trasfondo trágico. También juega con el supuesto triángulo de poder que habría formado Hassan con los otros dos iraníes más famosos de su tiempo: el gran visir Nizam Al-Mulk, mano derecha del sultán turco y cabeza pensante tras el funcionamiento del Imperio, y Omar Khayyam, el astrólogo y poeta. El escritor esloveno recoge la tradición que los convertía en compañeros de clase cuyos caminos se
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separan y que se siguen persiguiendo a lo largo de los años para convertir el primer y más famoso asesinato de los hashishins, el de Nizam Al-Mulk, en una cuestión personal para Hassan. Lo cierto es que la diferencia de edad y origen geográfico de los tres personajes hace casi imposible que se conociesen los unos a los otros, aunque ciertamente sí que se influyeron mutuamente. Las figuras de Nizam y Khayyam serán determinantes para la caracterización de Ibn Sabbah, aunque el primero apenas aparezca directamente para morir y el segundo sólo mencionado por otros personajes. El muro de Al-Araf La primera parte de la novela narra en paralelo la incorporación de una «hurí» y de un joven fedayín a la corte de Alamut. Con la Secta de los Asesinos aún secreta, la esclava Halima y el estudiante Ibn Tahir, nieto de un célebre mártir chií, acaban por diferentes circunstancias en la fortaleza de Ibn Sabbah, sin saber de él más que su apelativo de señor del lugar, Seiduna, y que está dotado de aparentes poderes sobrenaturales. Capítulos paralelos explican el funcionamiento de la secta siempre con Ibn Sabbah como una presencia velada, ominosa, del que se revelan datos a cuentagotas, fantásticos o contradictorios. Por eso, cuando por fin aparece, será de forma desmitificadora. El filtro de la entrada en escena del Viejo de la Montaña, siempre sin abandonar la tercera persona, serán los deyes de la fortaleza, los maestros que instruyen a los fedayines, que ya han combatido con él y no le tienen miedo. El médico griego converso al Islam, Al-Hakim, presenta a su líder como embaucador bromista y teatral antes de que aparezca por primera vez, y su apariencia física, aunque le otorga cierto carisma, es la de una persona normal. De hecho, Bartol se centra en esta parte en su vertiente como erudito. Cuando ya se produzca la primera batalla con el turco y los fedayines tengan acceso al «paraíso» prometido, Ibn Tahir será uno de los elegidos para poner a prueba con su inteligencia la fortaleza del engaño de su maestro. Para ello, Hassan, ya dando muestras de su desapego hacia todo y hacia todos más allá de sus planes, pone al cargo del engaño a la doncella del jardín de su máxima confianza, la cristiana Myriam, atea igual que él y a la que muchos, incluida ella misma, creen su amante. Despechada porque Hassan «la entregue» a otro hombre, Myriam casi boicotea el engaño cuando cae enamorada de Ibn Tahir. El episodio no es presentado de forma idealizada, más bien se invita al lector a sentir
pena por el fedayín. El argumento con el que Myriam consigue vencer la resistencia a creer en el paraíso del joven es señalarle la muralla de Alamut e indicarle que se trata del muro de Al-Araf. En la mitología islámica, el espacio equivalente al limbo cristiano que separa cielo e infierno, donde van a parar los guerreros que murieron por una causa justa pero desobedeciendo a sus padres, y por tanto no merecen ni cielo ni infierno. Toda la preparación del primer «teatrillo del paraíso», por cierto, desmonta la imagen relativamente simpática del «bromista» erudito Ibn Sabbah que la novela había vendido hasta ese momento. Llama «harpías» a sus esclavas, se disfraza para parecer un rey de cuento ante ellas, desprecia a los fedayines y ordena asesinarlos si se enteran de algo, y trata con burla y crueldad a las dos líderes de las huríes, su antigua amante Apama y la actual Myriam. Ibn Tahir será el asesino de Nizam Al-Mulk, que, antes de morir, le revelará que todo ha sido un engaño de Hassan y lo reenviará para que tome venganza por sí mismo, los otros fedayines y Myriam. Ibn Sabbah permitirá al joven acceso hasta sus habitaciones y le desvelará la máxima secreta de los ismailitas: no hay ningún paraíso ni ningún infierno, el Corán no encierra ningún secreto esotérico, la Secta sólo busca una batalla nacionalista por el poder y el mismo Hassan es un ateo convencido sin esperanza en otra vida. El joven, tan erudito como lo fuese su antiguo líder a su edad, es derrotado por la dialéctica de este cuando le recuerda el muro de Al-Araf. Ese es el espacio del erudito que ha llegado más allá que cualquier otro iniciado, ni cielo ni infierno, el descreimiento absoluto. Al contrario que Khayyam, del que hablaremos más adelante, o el Nietszche al que traduce Bartol por aquella época, en el fondo de Ibn Sabbah y de todos los líderes fanáticos que envían a todos a la muerte no hay más que un gran pozo de vacío y desesperación. Ibn Tahir lo comprende, ya que se despide indicando que partirá en busca de su propio Al-Araf, su propia sabiduría, con la frase: «Has logrado inculcarme esa pasión incluso ahora, cuando ya no hay nada que hacer». La sandalia de Empedocles El Viejo de la Montaña trata con condescendencia y cierto desprecio a todos los que le rodean. Nunca llega a encarar a los dos únicos personajes a los que parece considerar sus iguales, Nizam Al-Mulk y Omar Khayyam. Tiene pesadillas en las que el primero lo humilla delante del sultán y acaba con su carrera política,
y en la breve aparición que hará este personaje antes de morir, es el único que es capaz de desmantelar sus engaños sin más que unas pocas pistas, porque lo conoce como a sí mismo. En cuanto a Khayyam, Ibn Sabbah sienta la necesidad de atribuirle el mérito de sugerirle la estratagema del «paraíso» y, en su nihilismo hedonista, es una referencia a la que contempla con cierta envidia cada vez que lo menciona. Los jefes de la fortaleza —militares, médicos, eruditos— son presentados por la narración como profesionales eficientes y responsables. Por ejemplo, Al-Hakim el médico es «un buen artesano». A dos de sus capitanes más cercanos, Abu Alí y Buzruk Umid, Hassan les explicará todos los detalles del «paraíso» y su plan para fanatizar a los fedayines, pero desde cierta burla constante que le hace prever el miedo, la tentación de la rebeldía y la obediencia final de ambos hombres, que nunca dejan de preguntarse si su líder está loco. Ninguno de los capitanes ismailitas es realmente un mal hombre, pero todos ellos acaban convertidos en cómplices de los planes megalomaníacos de Ibn Sabbah. Es, de todas formas, la pericia de estos la que permite al líder mesiánico llevar a cabo sus planes, tanto militares como conspiratorios. Y sin embargo, ese sentido común basado en el trabajo, un tanto burgués, es también el que lo desenmascara. Ibn Sabbah presenta a Abu Alí y Buzruk Umid la historia de la muerte del filósofo griego Empedocles, considerado en la mayor parte de tradiciones esotéricas, y en especial en la musulmana, como el primer iniciado al hermetismo. Según la leyenda, cuando ya anciano y enfermo Empedocles se sintió morir, subió hasta un volcán cercano y se tiró al cráter para desaparecer sin dejar testigos, tratando de que sus discípulos pensasen que había sido arrebatado a los cielos. Sin embargo, al saltar dejó atrás una sandalia que fue rescatada por estos, los cuales reconstruyeron toda la jugada. Hassan bromea con que, de no ser por la sandalia, igual ellos en ese momento rezarían a Empedocles en lugar de al profeta. Sin embargo, el médico Al-Hakim y el maestro Abu Soraka han intuido el secreto de los jardines de Alamut. Nizam Al-Mulk, incluso moribundo, lo deduce fácilmente del testimonio de Ibn Tahir. Y otro de los fedayines, Obeida, el mejor discípulo de Al-Hakim en el cuidado de los enfermos, cuando se encuentra frente a las huríes se burla de ellas y encaja las piezas de los testimonios de las visitas al «cielo» por parte de sus compañeros, ya muertos para entonces.
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Los trucos de Hassan Ibn Sabbah tienen los pies de barro, pues sus mujeres, Ibn Tahir y Myriam lo acabarán descubriendo como un viejo asustado y amargado, que se aferra a sus planes brillantes y a un vago nacionalismo iranio para creer en algo y justificarse. Y no pueden resistir a la claridad mental de un buen artesano que hace bien su trabajo. Omar Khayyam La figura del poeta, que nunca llega a aparecer ni a tomar la palabra más que indirectamente por medio de su poesía o de las citas de otros, atraviesa toda la novela. Del triángulo que forma con Ibn Sabbah y Nizam Al-Mulk, es con el que más fácilmente podría haberse identificado Bartol o un lector actual. El erudito, el astrónomo de la vida real, fue un sabio y un cortesano, pues frecuentó Isfahán, donde estuvo su observatorio, y al sultán turco. Nunca amigo de la infancia del visir, pero sí un hombre relativamente influyente al que su poesía revela como más cercano que el Ibn Sabbah real a la idea del nihilista ateo que ha llegado a la conclusión de que no hay nada tras las sagradas escrituras. Los historiadores especulan con un Khayyam, de hecho, nacionalista iranio y que profesa en secreto el zoroastrismo. En lo que respecta a la novela, todo esto lo sitúa como una versión pacífica y despreocupada de Ibn Sabbah, que casi se diría que en secreto desearía ser como él. En el único momento de intimidad del Viejo de la Montaña con su joven doncella Myriam, este le hace leer versos de Khayyam sobre beber vino y gozar de los placeres terrenales para poner a prueba sus creencias. Y en todos los momentos de crisis lo señalará como la persona que le inspiró la estratagema del «paraíso». Del Khayyam real sabemos que los vaivenes políticos y militares de su época lo acabarían obligando a abandonar su Nishapur natal y a dejar sus estudios científicos en diferentes momentos, pero que nunca llegó a pasar penurias. Que los ismailitas históricos le resultaron o antipáticos o lo suficientemente indescifrables en su fanatismo suicida para dejarlo estupefacto. Sabemos que era un hombre moderno, del Renacimiento, más que los propios Nizam Al-Mulk o Hassan Ibn Sabbah, ya que si bien estos se acercaban al príncipe de Maquiavelo, Khayyam estaba, cuatrocientos años antes, más cerca de Da Vinci. Esta presencia carismática y al mismo tiempo temerosa del protagonismo la utiliza Bartol como conciencia de la narración, que coloca la importancia de los acontecimientos en su verdadera medida: ninguna. El verdade-
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ro vencedor del nihilismo no es Hassan Ibn Sabbah tratando de darle un significado a través de un fanatismo propio, sino Khayyam decidiendo que, cuando no hay nada más, el propósito de la vida es ser disfrutada. La leyenda Al final de la novela, el Viejo de la Montaña ha conseguido sumir el Imperio en el caos con dos hábiles asesinatos políticos, pero no ha aumentado su poder. Dos de sus fedayines, por diferentes vías, han descubierto sus engaños. Su rival, Nizam Al-Mulk, ha conseguido desbaratarlo enviándole de vuelta a una versión más joven e idealista de sí mismo que le ha recordado lo vacío de su corazón. Su amante ha muerto, ha mandado asesinar a su hijo y abandonado a sus hijas. En una lectura moderna que Bartol no habría hecho, hablaríamos del retrato de un psicópata. Hassan Ibn Sabbah es la megalomanía y el terrorismo político tanto como Mussolini accidentalista que se esconde en la religión para defender un nacionalismo que la narración ve igual de vacío. Pero sobre todo es un ser derrotado, al que, más allá de sus artificios, acaba por no quedarle nada, que ha malgastado las vidas y el talento de todos cuantos le rodean para nada, pues en todo momento la narración nos recuerda que Alamut no durará y será arrasada algún día por los mongoles. Sin embargo, cuando en la última página Bartol se despide del personaje que ha compuesto, enviándolo explícitamente al terreno de la leyenda y no al de la Historia, deja un poso de admiración. Esa despedida de ese esloveno nacido austriaco y que se sintió italiano, del traductor de Nietzsche hijo del cartero y de la maestra feminista, es la de los europeos de la época, eruditos hijos de un tiempo anterior a la Primera Guerra Mundial que ya desaparecía, cosmopolitas y apátridas, que no puedan dejar de sentir cierta fascinación por sus verdugos, los fanáticos y los manipuladores. Bartol no romantiza a Ibn Sabbah en un sentido decimonónico, pero sí intenta buscar una justificación intelectual a su fanatismo, idealizando la barbarie que lo rodeaba —y lo iba a rodear— a modo de escape. Un error y una lección que esperemos evitar cien años después.
Jose A. Cano es escritor y periodista. Ha trabajado en El Mundo, 20 Minutos, eldiario.es o El Salto. Es autor del libro de relatos El año de la Ballena, publicado por Editorial Base.
Josep Pla, detractor de Trieste Por Andreu Navarra Josep Pla llegó a Trieste por vía marítima, procedente de Venecia. Hay dos cosas de Trieste que no aceptó: los vientos huracanados del norte (la bora, la tramontana norteña del país, que le estropeaba los cafés en las terrazas) y la ausencia de auténtico espíritu popular en las calles. Se preguntó por qué Trieste era una ciudad tan gélida, tan obsesionada por el granito y la piedra sin color, que contrastaba vivamente con la Venecia que acababa de abandonar. Una Venecia que le había parecido la ciudad más bella del mundo. Pla intenta buscar esa falta de carácter de la ciudad y sus pobladores en la antigua dominación austríaca y la subsiguiente lucha por la unificación italiana. Se pregunta por qué no han penetrado en Trieste los aires humanos de los vecinos Balcanes. No hay ropa tendida en las calles, no hay animación: sólo imitaciones de la arquitectura italiana y resfriados. En principio, al ser un anfiteatro coronado por montañas y precedido por un puerto importante, la ciudad se podría prestar a una entrada monumental como la que brindaba Génova. Pero ese efecto sorprendente no se produce. Para Pla, Trieste es un producto falso y cerrado de espaldas a las dos realidades que le quedan a derecha y a izquierda: «Todo lo que tiene Trieste de oriental y balcánico lleva americana y elásticos y está muy higienizado. Trieste es la urbanización más aparatosa que el mundo germánico ha construido siguiendo un orden italiano. Es un orden italiano resfriado. El triestino es un hombre también posiblemente resfriado. Tristeza de Trieste, poblada de contables neutros, entre casas de granito monumentales y provincianas». El rechazo de esta ciudad fronteriza por parte de Pla es frontal. Su juicio sobre la ciudad forma parte de Cartes d’Itàlia, uno de sus mejores libros, publicado (o recopilado) en 1954. Cartes d’Itàlia no es exactamente un libro de viajes, sino un texto que procede de la decantación
de muchos materiales anteriores acumulados sobre la península itálica, probablemente (junto con Grecia) el país que más vivamente pudo interesar y entusiasmar al viajero Pla. La obra fue a parar al volumen XIII de la Obra Completa publicada por Destino, en 1969, y contiene alguna de las crónicas más perfectas del autor, lo cual equivale a decir que son una especie de prodigio. Organizado como un panorama de las ciudades y los lugares más interesantes de Italia, precedidos por un extenso ensayo sobre generalidades del país, culmina en el examen de la umbría Ravenna, que quizás podría constituir el arquetipo platónico de las crónicas de viaje. El 8 de septiembre de 1922, Pla escribía a su hermano Pere desde Barcelona para comunicarle su intención de embarcarse para el norte de Italia. Pla andaba negociando con Joaquín Montaner la posibilidad de enviar crónicas de tema italiano para el rotativo madrileño El Sol. En Italia escribió para La Veu de Catalunya y la revista D’ací i d’allà, y contaba ya con el encargo de la corresponsalía de La Publicidad. Las «Notas de Italia» de Pla empezaron a publicarse en El Sol el 31 de octubre de 1922 y terminaron el 2 de enero de 1923. En total, este primer paquete planiano estuvo formado por veintiuna crónicas escritas en Génova, Florencia, Bolonia y Milán. Las editó Narcís Garolera en el año 2011. Un segundo período de publicaciones se inició el 11 de julio de 1928 y duró poco, hasta el 1 de agosto del mismo año. Los temas eran, de nuevo, las actualidades de Italia. Pero Pla ya contaba con más experiencia y escribía con más sentido irónico, con ese estilo despiadado que preside sus grandes libros de viajes de los años cincuenta y sesenta, como Cartes d’Itàlia (1954), Cabotatge mediterrani (1956), Viatge a l’Amèrica del sud (1957), Un llarg viatge entre Kuwait, al Golf Pèrisic, i Valparaíso, a Xile (1959-1960), De Buenos Aires a Rotterdam (1967) o Intermezzo fluvial. Viatge al Rin: de Rotterdam a Basilea (1966). A partir del 4 de agosto de 1928, Pla cambió la serie «Cartas desde Italia» por el marbete «Cartas desde Yugoslavia»: fueron siete crónicas sobre Serbia,
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Radic, el Danubio y Belgrado. Esa incursión balcánica planiana partió, precisamente, de Trieste. Lo que menos perdonó de Trieste el de Palafrugell fue el desierto humano que ofrecían las calles y plazas: «El aspecto de la vida social es un mutismo, una frialdad externa, una cosa secreta e inaprensible». Parece que «ha de haber conspiradores que dibujan acontecimientos históricos con compás y triángulo en alguna habitación fría y neoclásica». El sentido republicano y liberal habría apagado también el sabor popular del ambiente. Pla volvió a escribir sobre Trieste casi un cuarto de siglo después, en el libro Escrits italians, que se incluyó en el volumen 37 de su Obra Completa, junto a Les beceroles del Mediterrani. La primera edición de este libro doble es de 1980; y el prólogo, de 1977. Pla vuelve a Trieste, esta vez por vía terrestre, y deja constancia de esta nueva incursión en el capítulo «El litoral iugoslau de l’Adriàtic» (págs. 486-497). Allí leemos: «El viaje de Venecia a Trieste por mar es insignificante. Así como al final del capítulo anterior les recomendé la entrada en Venecia por mar, ahora les recomendaría llegar a Trieste por tierra, en coche o en ferrocarril, con el objeto de ver el fondo del saco del Adriático, es decir, uno de los espacios agrarios mejor mantenidos, mejor cultivados y de más rendimiento de la península itálica». A falta de interés artístico, Pla elogiaba el hinterland de Trieste, ciudad que continuaba considerando un producto germánico. En los años setenta, la ciudad se le confirmó como una falca de pensamiento germánico entre las realidades latina y eslava. En general, Escrits italians es una obra mucho más libresca que Cartes d’Itàlia. Pla dedica más espacio a Leonardo da Vinci, Leopardi, Ugo Foscolo o Maquiavelo que a la glosa de las maravillas de las ciudades que más le gustaban. Italia fue un destino planiano muy habitual. Casi todo lo italiano le entusiasmaba: los cafés-pastelería, las mujeres, la cocina basada en platos de pasta, la arquitectura, el legado aragonés, la salsa boloñesa, las casas editoriales, la animación de las calles, la variedad de ciudades italianas, cada una con un espíritu distinto, la vocación artística en cada detalle… En el prefacio a Cartes d’Itàlia, Pla nos cuenta que llegó por primera vez al país para aquilatar el ambiente posterior a la Primera
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Guerra Mundial. Siguieron a ese viaje inicial un sinfín de incursiones por la península vecina: el ya mencionado de 1922; el de 1938, que consistió en un crucero por el Adriático; el de 1947, en el que visitó una Génova en ruinas; o el de 1956, a bordo de un viejo carguero. La guerra civil la pasó Pla entre Francia e Italia, acompañado por su pareja, Adi Enberg, de familia noruega pero nacida en Barcelona y que ejercía como espía para Franco. Veinte años después, en 1956, le encargaron desde la revista Destino una serie de reportajes titulada «Cartas desde el Mediterráneo», que inició Pla el 24 de marzo hablando de Tarragona, Valencia y Marsella. En aquella ocasión navegó hasta Atenas y dejó estampas de Liorna, Nápoles, Bari, Foggia y Matera. Por estos motivos, su juicio sobre Trieste pudo verse afectado por las maravillas que quedaban atrás. Da la impresión de que Pla está juzgando al espíritu germánico más que viendo la ciudad en sí. En Venecia ya se ha encontrado con las huellas del káiser Guillermo, que era un amante del Lido veneciano. Pla no vio la capital de la provincia triestina como una encrucijada entre Italia, Austria y Eslovenia, sino como un lugar adormecido que no sabía encajar muy bien en ningún sitio. Una mole absurda y geométrica, fría y antipática. Como puerta de la Europa occidental hacia Oriente, propone la ciudad de Marsella, mucho más impura y mestiza. Concluye Pla: «Trieste es la ciudad más sorda de color de Italia. A seis horas de la pátina de Venecia y de la luz de la laguna, que parece una luz filtrada por una hoja de rosa pálida, la dureza de Trieste, grandiosa y provinciana, produce un indudable desencanto».
Andreu Navarra (Barcelona, 1981) es escritor e historiador. Sus últimos libros son el ensayo El espejo blanco. Viajeros españo-
les en la URSS (Fórcola, 2016), la novela Hojas (Sloper, XIV Premio Café 1916, 2017) y la biografía La escritura y el poder. Vida y am-
biciones de Eugenio d’Ors (Tusquets, 2018). Colabora en varios medios de prensa escrita.
Tres paredes blancas Encarnación Fernández-Llebrez del Rey
Desaparecer. Al borde de la acera duda un instante si cruzar la calle o no. No sabe si hacer el esfuerzo para comprar una caja de cerillas en el Mercadona que hay enfrente. Podría preparar una cena fría. O directamente no hacer cena porque lo que más le apetece a Manuel es llegar a casa y lanzarse a plomo sobre la cama. Quitarse de la cabeza las trece horas que ha pasado vendiendo de casa en casa los diez ejemplares del Diccionario de mitología griega y romana. Quién pudiera cambiar esta locura por una isla de paz, si existe en alguna parte, piensa. Pero enseguida los ochocientos miserables euros que le paga la editorial vuelven a hacerse sitio en su cabeza. Los necesita. No hay otra cosa. Es eso o la cola del paro. Compraré las cerillas, decide por fin, sólo faltaría que después de todo tuviera que comerme la cena como un témpano. Un violento codazo le devuelve al presente, justo cuando el semáforo se ha puesto en verde y la gente se lanza en tropel hacia el asfalto. Para llegar a la entrada de Mercadona es necesario atravesar un pasadizo muy bullicioso, lleno de tiendas en ambos lados. Hay algunas que destacan más que otras, como la frutería multicolor con el género expuesto en cajas de madera, los ultramarinos de donde emana un tufillo a bacalao seco y a especias, la mercería con su antigua puerta de madera, una droguería rebosante de aromas y un bar diminuto en el que se acaba de iniciar una acalorada discusión sobre si es mejor ponerles el bozal a los perros o no, y, al fondo del todo, donde el callejón muere en un muro de ladrillos rojos, destaca por su pestazo a incienso una tienda esotérica. Además, algunos vendedores ambulantes desparraman sus productos por el suelo o los apoyan en cajas de cartón y vociferan para atraer clientes. La gente va y viene enloquecida, como si les fueran a arrebatar sus destinos. Manuel esquiva el gentío, como el que se sacude el polvo de la chaqueta, y sube las escaleras mecánicas que conducen al supermercado. Aborda un pasillo tras otro buscando el estante de las cerillas y enseguida se da cuenta de que necesita reponer algunos comestibles si no quiere encontrarse la nevera como los desiertos blancos de la Antártida. Por eso, además de las cerillas, el carro empieza a llenarse de huevos,
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La vida breve
Encarnación Fernández-Llebrez del Rey. Tres paredes blancas
patatas, plátanos, filetes de pollo y alguna que otra lata de atún. Nada de esto estaba en su cabeza antes de entrar. Estos almacenes donde hay de todo son un imán irresistible, los artículos se te pegan en las manos sin tú querer, piensa Manuel mientras echa al carro cuatro latas de cerveza artesanal, que es la que más le gusta. Al final, han sido dos bolsas de las grandes y apenas puede con ellas. Otra vez el griterío del callejón está a punto de reventarle los tímpanos. Desaparecer. La palabra se convierte en un mantra. Manuel arrastra la última erre, que le provoca un ligero cosquilleo en la garganta. Se para un momento. Las asas de las bolsas están a punto de cortarle la circulación de las manos. Resopla y se las frota. Entonces se da cuenta de que unos pasos más allá, entre la mercería y el bar, hay un local sin ocupar, que llama su atención porque está vacío. En su interior sólo tres paredes blancas, y en el exterior una fina cortina, también blanca, que hace las funciones de puerta. No hay nada más. Ni letrero que anuncie el nombre del comercio, ni escaparate para exponer el género, ni mostrador, ni caja registradora, ni nada. Sólo un chino al lado de la cortina que, con una sonrisa de oreja a oreja, está gritando: —¡Señoles, pasen y vean, pasen y vean! Manuel escudriña aquel espacio sin formas y se pregunta sorprendido que qué hay que ver o adónde hay que pasar. Pero si no hay nada, se dice lleno de asombro. —¡Señoles, pasen y vean, pasen y vean! —sigue repitiendo el chino con un grito silencioso destinado a cautivar a la gente y hacerlos entrar. Intrigado, se acerca y se para delante del hombre menudo y lo primero que le choca es su vestimenta: un hanfu de seda verde y unas deportivas blancas de marca. Lo observa minuciosamente evitando ser indiscreto. No le pegan mucho las deportivas blancas, se dice a sí mismo. Luego mira otra vez hacia las tres paredes blancas. Por ninguna parte ve el misterio. Seguro que existe alguna relación con la tienda esotérica del fondo, se dice. Se acerca un poco más al chino y, cuando está a su lado, se agacha hasta la altura de su oreja y en voz baja le pregunta qué es lo que vende. Como un resorte el chino se vuelve hacia él luciendo una sonrisa que se le sale de la cara. Luego, como si le hubiesen dado cuerda, agita los brazos a modo de una inocente ola y dice:
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—Tú imaginal, sentil, estal en paz. Tú estal solo, sin mundo, sin luidos. Tú sel tú. Quince minutos, diez eulos. Pero tú no podel estal más de quince minutos. Tú pagal antes. A Manuel le parece que su voz suena como una deliciosa melodía de la que no entiende ni una sola nota. Sospecha otra vez y no puede evitar hacer especulaciones. Eso son tejemanejes para vender algo, aunque la mercancía no se ve por ninguna parte. La tienda esotérica tiene algo que ver y juntos están urdiendo una engañifa para ganar dinero fácil. Ni hablar, se dice, él no va a caer en la encerrona. Por hoy no necesita más emociones, ya ha tenido bastante con los diez tomos del diccionario y las veinte casas que ha visitado. Además, aunque no fuera un engaño, lo que pudiera vender el chino no es para él. Manuel detesta todo lo que huele a nuevo. Agarra más fuerte las bolsas y le da la espalda con la intención de marcharse. —No te alepentilás —le asegura el hombre cantarín al ver que Manuel empieza a alejarse. Las palabras del chino se convierten en un imán, como el que acaba de dejar en Mercadona, y hacen que se vuelva rápidamente. —No te alepentilás —repite moviendo ahora la cabeza a derecha e izquierda. Con la misma decisión con que se ha ido, Manuel se planta a su lado en dos zancadas y deja las bolsas de la compra en el suelo junto a las cortinas. Está convencido de que va a cometer una equivocación, pero, a pesar de todo, introduce la mano en el bolsillo y saca los diez euros. —Yo cuidal bolsas —Manuel vacila antes de cruzar el umbral, pero al final da el paso y entra mientras el chino cierra la cuarta pared echando las cortinas blancas. Lo primero que nota es que han cesado los ruidos de la calle. El silencio es turbador, como si el género humano y toda su parafernalia hubiesen desaparecido del planeta quedando él como único superviviente. Le resulta sorprendente cómo esas cortinas, aparentemente tan livianas, son capaces de engullir el griterío del callejón. Manuel da un giro completo sobre el eje de su cuerpo. Es tan agradable no oír nada, no ver nada. Percibir el silencio resulta una experiencia asombrosa para los que están acostumbrados al ruido. Pero, además del oído, nota que la vista también se libera de tanto estímulo. Allí dentro no puede dirigir su atención hacia ningún lugar. Por los ojos
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La vida breve
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sólo le entra el blanco profundo. Respira fuertemente para almacenar en su interior el silencio y la quietud con la confianza de utilizarlos, al día siguiente, en su larga jornada laboral. En ese preciso instante el chino abre las cortinas y vuelve, como una detonación, el guirigay del pasadizo. —Señoles, pasen y vean, pasen y vean —sigue pregonando sin cansarse. Al salir, Manuel lo mira por el rabillo del ojo, receloso, sin saber si le ha sonsacado diez euros a lo tonto o le ha hecho un favor. Sin comentario alguno coge sus bolsas y se marcha muy despacio. De vez en cuando vuelve la cabeza para asegurarse de que el chino no es una ficción. Se siente liviano, como si fuera un delicado visillo que se mece con el aire que entra por una ventana. No, no merece la pena estropear este momento, se dice, y trata de apartar cualquier pensamiento absurdo. Prefiere sumergirse en la paz que ahora le acompaña. Dejó pasar dos días antes de visitar al chino por segunda vez. Durante ese tiempo no logró quitarse de la cabeza la terca imagen de aquel hombre menudo. Aún se preguntaba seguiría allí atrayendo gente con su voz melodiosa. Estaba confuso. Incluso había tratado de convencerse de que aquella situación sólo era fruto del cansancio. Al final, después de muchas vacilaciones, admitió que, ese día, no le había dejado indiferente. Como poco descubrió, sin apenas darse cuenta, otra forma de percibir. Y eso era nuevo. Por eso empezaron las dudas y los temores que le paralizaban. Era el mismo miedo que le había impedido prosperar en la vida. Sin atreverse nunca a cambiar de ocupación, por ejemplo, o a propinarles una buena patada a los diccionarios mitológicos en las mismas narices de su jefe y largarse de la editorial dando un portazo. A pesar de sus discursos internos y de sus temores, Manuel no lograba detener la impaciencia que sentía por volver al callejón. —Señoles, pasen y vean, pasen y vean. Allí estaba, con su soniquete testarudo. El chino cogió el billete que le extendió Manuel con un cierto temblequeo en las manos. Se preguntaba una vez más si estaba haciendo el tonto o no. —Yo sabel que no te alepentilias —y cerró la cortina en un santiamén, antes de que Manuel pudiera decir algo, aunque tampoco era capaz de despegar los labios.
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Fue diferente. No se quedó de pie como la primera vez. Decidió tumbarse en el suelo como cuando se hace el muerto en una piscina. Poco a poco empezó a darse cuenta de que, en medio de tanto silencio, era capaz de imaginar, sintiendo que el tiempo que pasaba allí era sólo suyo. Dentro de las paredes blancas no tenían cabida los miserables ochocientos euros, ni los diccionarios mitológicos, ni el ir y venir monótono, repetido todos los días, como si subiera una pendiente para volverla a bajar. Un castigo. Pero, allí dentro, todo eso carecía de importancia, se diluía, como un azucarillo dentro del agua. Era capaz de percibirse a sí mismo coronando la cima de una montaña rocosa, y no tenerla que bajar; o atravesando un bosque repleto de hadas diminutas que le invitaban a zumos de frutas en sus casas colgadas de los árboles; o sumergiéndose en las aguas de la playa más bella del planeta. También imaginaba sus deseos, sus aspiraciones. Podía imaginarlo todo. —No más tiempo, señol —dijo el chino descorriendo la cortina con una leve reverencia. Manuel salió callado. Durante el trayecto a casa le envolvía una grata sensación de calma que le duró el resto del día y por la noche durmió plácidamente. Estaba tan fascinado por las tres paredes blancas que sintió la necesidad de contar su experiencia a sus amigos. «Sólo a ti se te ocurre pagar por nada. ¿Cómo te dejas engañar con esas patrañas? Chico, ese chino te está timando. Tú lo que tienes que hacer es seguir vendiendo diccionarios». Intentó hacerse comprender por su familia, pero todos acababan insinuando que le estaban tomando el pelo y que perdería su trabajo por esas tonterías. Al final decidió no contárselo a nadie más. Al fin y al cabo, ¿a él que más le daba si los demás comprendían o no? Entonces entendió que aquello tenía que vivirlo en soledad. La visita al chino se hizo costumbre. Y así fue como empezó a descubrir nuevas sensaciones que surgían, como huracanes silenciosos, de los rincones más desconocidos de su ser, como si dentro de él habitara una persona que no se había dejado ver hasta ese momento. Estaba embrujado. Empezó a sentirse bien dentro de ese individuo nuevo. Y lo que le resultaba más curioso era sentirse capaz de ver a los otros de una forma más amable, sin enfadarse, incluso, cuando algún vecino le cerraba la puerta en las
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narices. Su euforia llegaba al punto de ilusionarse imaginando que el día menos pensado abandonaría la editorial. En una de esas tardes, Manuel descubrió que, además de poder imaginarlo todo, existía la posibilidad de no imaginar nada, de hacer enmudecer su mente. Estoy quieto, no hace falta pensar, solamente estar, solamente ser, se repetía plácidamente mientras su cuerpo tendido en el suelo parecía balancearse en un muelle blando, tropical. Ese día, cuando el chino descorrió las cortinas porque el tiempo se había agotado, Manuel lo miró suplicante como queriendo decir: cierra la cortina otra vez porque quiero quedarme aquí. Pero el chino insistía: —No más tiempo, señol, no más tiempo. Manuel sacó otros diez euros del bolsillo y se los alargó. —No podel, sólo quince minutos. Es tiempo estipulado. No más. —Por favor —insistió Manuel. —No podel, no podel. Volvel otlo día. Gente espela pala entlal —Aunque Manuel no veía a nadie. Aquella noche no pudo dormir por la impaciencia. Eso hizo que la mañana siguiente le pareciera interminable: los diccionarios pesaban más que nunca, las calles eran más largas, las escaleras más altas. Al acabar su jornada laboral soltó en la editorial los ejemplares que no había podido vender y se dirigió apresuradamente al pasadizo. Sin decir una sola palabra le extendió los diez euros y entró con mucha ansiedad. El chino, al verle, se dio prisa en correr las cortinas. El ruido de la calle cesó. Silencio. Desde el suelo respiró profundo para apoderarse del presente mientras el tiempo le traía la paz. Dejó de percibir las manos, los pies, el cuerpo entero. El entorno se hizo cristalino, como si estuviera en una inmensa burbuja de jabón, y su pecho se agrandó queriendo abarcarlo todo. Notó que se expandía en todas las direcciones, como si se derramase, invadiendo el callejón y sus tiendas, como si ahora el imán fuera él. Y se abandonó a la Nada y penetrando en ella descubrió el Todo. A los quince minutos exactos el chino descorrió las cortinas y al mirar dentro de las tres paredes sólo vio un inmenso desierto blanco. Sonrió con picardía, se ajustó el hanfu de seda verde y zapateó con las deportivas blancas de marca, que ya estaban desgastadas en los talones. Luego, lentamente se volvió hacia la gente que perseguía destinos y su voz se coló por todas las rendijas, entrando también en el diminuto bar donde ahora se discutía sobre si a las lentejas les iba mejor el chorizo o la morcilla. Y no paraba de repetir: —Señoles, pasen y vean, pasen y vean.
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Encarnación Fernández-Llebrez del Rey (Albacete, 1952) es licenciada en Ciencias de la Información por la Universidad Complutense de Madrid, periodista y escritora. Ejerció su profesión en el Gabinete de Prensa del Ministerio de Fomento. Ha colaborado en las revistas Arteguía de la Escritura, Equipos y Obras y Opiniones de Tetuán, en los periódicos El Diario de Ávila y los desaparecidos Pueblo y Ya, así como en la página de internet meigaweb.com. En 2015 recibió un accésit en el «VII Certamen Literario Leopoldo de Luis de Poesía y Relato Corto», convocado por la Junta Municipal de Tetuán de Madrid por su relato «El camino». En la actualidad prepara su primer libro de relatos y completa su formación literaria en la Escuela de Escritores de Madrid.
Los pescadores de perlas
Microrrelatos inéditos de
Luis Pulido Ritter El complejo de Napoleón Se citaron un viernes a las nueve de la noche. En un restaurante de la localidad. Él, a sabiendas de la importancia del evento, llegó primero a la cita. Se cercioró de que la música de fondo, smooth jazz, sería la adecuada. Escogió una mesa retirada al lado de la ventana y comprobó el estilo y la limpieza del local. Al llegar ella, él ya tenía la silla dispuesta, las velas encendidas y los vasos del aperitivo. Escuchó la música de fondo, una trompeta suave y delicada, y le preguntó si le gustaba la música. Ella dijo que sí y, acto seguido, sin pensarlo dos veces, él le preguntó si podían estar juntos. Ella no respondió inmediatamente y, finalmente, dijo: «Sólo hay un detalle en el que no has pensado, pues no hay puerta de emergencia en caso de incendio». Volver a Berlín El avión cruzó el nublado cielo berlinés. Lloviznaba. Había visto la caída del muro, el cambio de piel de la ciudad y ahora una ola de sin techos caminaba por la estación del metro. Entró. Una bomba de mal olor recorría los vagones, tuvo ganas de vomitar y cambió de vagón. Al salir, la llovizna seguía terca y se detuvo en la salida para no mojarse. Pero de pronto, sin haberlo pedido, una señora con su abrigo medio desabrochado y descolorido le dijo: «Si quiere lo llevo bajo el paraguas». El cínico perfecto Le habían construido un monumento. Le dijeron que era para las futuras generaciones, que no se preocupara, que nadie lo olvidaría, hasta que llegó, finalmente, el día que dinamitaron su monumento y, como buen cínico que era en vida («en mi régimen, se jactaba en decir, no ha habido una sola víctima, sólo héroes que entregaron sus vidas»), pensó que ahora sí recordarían la plaza donde había estado su caballo y su espada.
Luis Pulido Ritter es panameño. Doctor por la Universidad Libre de Berlín, ha publicado tres novelas: Recuerdo Panamá (Madrid: 1998; Panamá: 2007), Sueño americano (Barcelona: 2000) y ¿De qué mundo vienes? (Colombia: 2008, Berlín: 2017); dos poemarios: Matamoscas (Berlín: 1999) y El mar (París: 2011). Como periodista cultural tiene Un mundo de entrevistas (Dinamarca, e-book: 2014). Ha obtenido el Premio Nacional de Literatura Ricardo Miró con el ensayo Filosofía de la Nación Romántica (Panamá: 2007) y con Fragmentos críticos poscoloniales (Panamá: 2017).
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E l c a s t i l l o d e B a r b a Az u l
Poemas inéditos de
José García Obrero Agua Cáscaras de naranja suspendidas conforman la techumbre de la tarde. Debajo, un extranjero va trazando en sus pasos las serpientes de cal de las callejas. La más larga discurre sobre el curso de un río, por eso reverbera igual que la corriente cuando salpica luz sobre los cantos. El extranjero sabe que toca con los pies capas de tiempo, mundos hundidos que a veces pugnan contra la superficie y arrugan su contorno artificial. También él, cuando seca su frente, la siente adormecida como un plástico. Extranjero y ciudad comparten un secreto: la misma vieja máscara les preserva el origen. Si el extranjero atravesara las aceras, se empaparía las manos de sí mismo: hallaría sus huesos y su amor, su oscuridad, su sangre, la saliva de todos y, al fondo, finalmente, una sola semilla, y justo en ese instante una lluvia extranjera azotaría los toldos y azoteas. Ha oscurecido. El cielo es un profundo socavón que va engullendo el ánimo. Abrigado con él regresa hasta su casa el extranjero. Cierra el balcón para escuchar adentro cómo una gota cae y se desborda el mundo.
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La flor en las fauces Baja la loba al llano, y muerde las ventanas... Juana Castro
El tiempo de la perra fue el de los descampados: terruño ralo, cristales y esas flores sin nombre que sabían a tristeza conforme adelgazaban. Tiempo de rodilleras y copiosas camadas de cachorros; sueño atrasado y sal en la tartera. Tiempo de masticar, crujiendo entre los dientes, la corteza de un mendrugo hecho de hojas y raíces. La perra caminaba en paralelo al vuelo de las aves. Alzaba la mirada al horizonte por ver si su reflejo —un zorzal extraviado del bosque del origen— dejaba huellas, unas migas de pétalos rojizos abriéndose al paisaje del dios de las encinas. Resignada, la perra descendía despacio hasta la acera y mordía con los ojos la ventana de algún hogar escaso, pero con tibia luz de manos en la mesa. Al otro lado del cristal siempre había otra perra añorando el sabor a flor que emanaban sus fauces.
La infección Sentarse en el cubículo para ordenar vivencias: existió un sol herido por el mar de Catania; una cesta de mangos junto al libro de Carpentier; una pintora con ojos de pecera en Battery Park. Apenas rastro de virutas insípidas de tiempo, tan sólo un amasijo de almanaques y un puñado de verbos desguazados pudriéndose sin prisa en su anaquel. Cada jornada se clausura con idéntico ceremonial: entregar las llaves; agachar la mirada; girarse y lamentar lo que se ha ido. Ya de vuelta a los espacios interiores, bucear en el fluido de la noche; esforzarse en olvidar, entre las sombras, la infección, los días de obligado aislamiento, su incapacidad de prevenir nuevos contagios.
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José García Obrero. POemas inéditos
E l c a s t i l l o d e B a r b a Az u l
El arca Bajo el diluvio del habla bajo la luz del ser. Miguel Veyrat
Durante muchos días y noches, la lluvia. No una lluvia cualquiera: un diluvio de insectos, un diluvio de ranas golpeando los torsos. Ríos de hormigas devoran a su paso el horizonte. El sol, cegado por una fina capa de ceniza, se hunde en la textura del silencio, hasta que el grito rasga su tapiz y acaba dando forma a la palabra. Todo se crea, nombre a nombre, en el diluvio. Ríos de instantes anegan para siempre la quietud; las aves en bandadas llevan el tránsito en su vuelo. Cuando bajan las aguas, lo efímero se queda para siempre (en las montañas la nieve lo confirma). Entre los dos picos del monte Ararat, se instala la nostalgia: un olor a madera que se pudre. Tras el diluvio, esta certeza: bajo una luz y la siguiente, lo que ahora es, ahora es memoria, ahora, olvido.
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Respiración Sentémonos. Me han dicho que en eso consiste todo y todos somos todo. ¿También un hombre en llamas? También. ¿También un submarino que se pierde en la espuma? También. ¿También el rifle de repetición de un adolescente perturbado? También, también, también, también. No te lo tomes tan a pecho. Sentémonos. Intentemos ser el recorrido de la respiración justo cuando golpea el bigote y penetra la nariz. ¿Por qué dejas que te impregne los pulmones todo ese aceite? ¿No ves que se te adhieren las virutas —el vértigo— a los nervios? Sepárate un poco, empuja la mirada para que corra el aire y siéntate en la médula de la respiración como quien se encarama a un helicóptero. Sentémonos. La sustancia de la vida es un balcón donde poder sentarnos a observar los cables que nos unen al absurdo.
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José García Obrero. POemas inéditos
E l c a s t i l l o d e B a r b a Az u l
Abstinencia A fuerza de ignorarla llega un momento en que la sed desaparece. Desde ese día, un deseo soterrado te somete de manera imprevisible. Puede ser en la fila central de un cine de verano o en un bar bullicioso: los labios agrietados, la respiración rota como un ala de nieve dan avisos al cuerpo que termina por beberse sus adentros. Das media vuelta y acudes crujiendo, como otoño, a la amargura. Persigues el porqué de esos terrones negros que te cubren los párpados. Una larga lombriz se ha enroscado en tu lengua: el agua se ha olvidado de tu nombre.
José García Obrero nació en Santa Coloma de Gramenet (Barcelona) en 1973, aunque reside en Córdoba desde 1997. Es autor de Un dios enfrente (La Garúa, 2013), con el que fue finalista del premio Ciudad Alcalá de Henares de Poesía, en 2014; Mi corazón no es alimento (Ediciones En Huida, 2014) y La piel es periferia (Visor, 2017), que le valió el premio Ciudad de Burgos. Ha traducido Mal, del poeta catalán Jordi Valls. Sus poemas han sido recogidos en obras colectivas como: Poetas de Santa Coloma de Gramenet (Paralelo Sur, 2012), La palabra de la tierra (Diputación de Córdoba, 2017), Poetas de tierra y luna (Karima, 2018) o ¿Y si escribes un haiku? (La Garúa, 2019). También han aparecido en las publicaciones Círculo de poesía (México, 2017), Estación Poesía (Sevilla, 2017) o Quadrivio (México, 2017). Actualmente, forma parte del equipo de redacción de la revista de poesía en lenguas peninsulares Caravansari y es colaborador habitual en el suplemento cultural Cuadernos del Sur, de Diario Córdoba.
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E i n s t e i n o n t h e B e a ch
Hipólito G. Navarro
El rabioso deseo de vivir (Estudios de cuentistas) Por Javier Sáez de Ibarra Hipólito G. Navarro (Huelva, 1961) ha publicado los libros de cuentos El cielo está López, 1990 (CL), Manías y melomanías mismamente, 1992 (MM); una selección revisada de estos junto a algunos inéditos conformaron El aburrimiento, Lester (1996) y Los tigres albinos (2000), recogidos después íntegramente, además de otras narraciones en Los últimos percances, 2005 (UP). Por último, en La vuelta al día, 2016 (VD), añade, a los nuevos, cinco cuentos de los libros iniciales. En total, es autor de más de cien relatos. De su obra me he ocupado en el prólogo a su antología El pez volador (2008); el presente estudio trata de recoger otros aspectos que incluyen su último libro. La imagen de un pez volador que salta desde el fondo cenagoso de una bañera y brilla en el aire el instante previo a hundirse es la metáfora perfecta de su cuentística y, creo, del género mismo. El cuento es algo maravilloso e inexplicable, surgido de lo oscuro del inconsciente personal, que seduce, provoca la admiración y las preguntas (antes que afirmaciones) y se pierde dejándonos algo pendiente. Hipólito Navarro alude en varias ocasiones al oficio de escribir relatos y su dificultad. De entre las imágenes empleadas rescato la del artista cuyas heridas acreditan el valor de su obra: «El buen artífice de la madera… suele ostentar también como trofeo de la profesión… alguna que otra extremidad más o menos incompleta» (VD, 121). La relación cuerpo-obra queda así establecida por la mediación del dolor. En ese viaje de ida y vuelta cabe entender que el sufrimiento de la vida se transfiere a los textos y que estos la expresan. Él mismo lo confiesa en su último relato, donde la literatura salva porque conjura una infancia terrible bajo un padre alcohólico y es maldición
al mismo tiempo que imprescindible para superarla. «¿Por qué libró a mi hermano de esta pesadilla de los libros, por qué quiso castigar tan solo a su primogénito animándolo de manera tan inconsciente a la borrachera eterna del veneno de lo impreso»? (VD, 249). En algunas solapas y contracubiertas de sus libros, nuestro autor se declara «Biólogo interruptus» por no haber concluido esa carrera. Esta estupenda broma, además de avalar sus conocimientos de fauna y botánica, muestra dos cualidades de su escritura: la presencia de múltiples formas vivas, casi siempre tratadas con afecto, y una cierta actitud inquisitiva, diríase que científica, ante la realidad: muchos relatos suyos adoptan la forma de un enigma que es preciso descifrar. Más aún, su atención por «la fuerza de lo vivo» puede entenderse como una clave interpretativa de sus textos. En sus cuentos hallamos el desarrollo de argumentos donde los narradores no teorizan ni los personajes reflexionan más allá de su circunstancia concreta. Diríamos que sus relatos nos ponen en contacto inmediato con la vida como fuerza, pasión, urgencia, insistiendo en sus aspectos más intensos y extremos. Sus personajes viajan, se enfrentan, odian, sienten rencor, se vengan, desean, se excitan, luchan, son derrotados, temen, las cosas les salen mal, ríen, esperan, se impacientan, se enamoran, curiosean, sospechan, envidian y alguna vez hallan consuelo… Hay una vitalidad desaforada en sus cuentos; nos ofrecen un muestrario amplísimo de actitudes y respuestas humanas a toda clase de situaciones. La vida es la verdadera protagonista. «De entre las piedrecillas que patea… llama su atención una más redonda y oscura que no llega tan lejos como las demás. Al poco de quedarse quieta comienza a rebullir, a extraer de su materia unas patitas, a caminar con una torpeza coleóptera… El animalillo sigue andando como si nada
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E i n s t e i n o n t h e B e a ch
Javier Sáez de Ibarra. Hipólito G. Navarro. El rabioso deseo de vivir
hubiera pasado, como si esa mediana violencia no se hubiese ensañado con él» (VD, 149). La vida y su lucha por no sucumbir es el tema central si no único de la escritura de Navarro, cada cuento es una muestra de ello. Quizás a eso se debe que no muestre interés por la estructura de sus libros, sino que los conciba como reuniones indistintas de relatos y, si ha de ordenarlos, recurra simplemente al tamaño (como en «un libro menguante» (UP, 285), por ir disminuyendo estos de líneas). Tampoco encontraremos en ellos asuntos políticos, sociales, de costumbres, religiosos, éticos, filosóficos o históricos. La mayoría resultan atemporales; en realidad, íntimas expresiones de vivencias convertidas en argumentos. Creo que ahí reside en gran medida la fascinación de este autor; en su franqueza a la hora de recoger la experiencia humana, aun en lo más bajo y miserable, y su capacidad de mostrarla con el poder de la empatía, el humor y la jovialidad que nos permiten reconocernos. Tres manifestaciones de ese deseo vital podemos reconocer, significativas por su reiteración, en la cuentística de Navarro: el sexo, la violencia y el juego. Los personajes protagonistas de sus cuentos, siempre masculinos, aparecen dominados por una constante pulsión sexual; voyeuristas pendientes de los cuerpos de las mujeres, y en continua e irreprimible tensión erótica. Así, ellas son destino de miradas furtivas: «horas enteras detrás de los visillos espiando a la vecina de enfrente medio desnuda» (UP, 71), para lo que comprará incluso unos prismáticos; o de planes de conquista quimérica: «con ese gusanillo dándome bocados en los sesos» (UP, 187); deseos asociados unas veces a expresiones violentas: «O se me resistió el nudo de la corbata, o duró más que de costumbre el sobeo con la asistenta» (UP, 101) o cómicas: «— Hombre, eso de follar me interesa. / —Ya, eso se lo dirás a todas» (UP, 57); y que, en la soledad, desembocan en el onanismo: «Sólo las fotos de ellas, tan ligeras de ropa, las piernas tan abiertas, esos lugares tan tan… (pornografía, qué palabra tan fea para estas formas tan hermosas, maravigrafía, masturgrafía). // Uy, uy, uy, vamos otra vez al cuarto de baño» (UP, 144). Es particularmente interesante la combinación de sexo y creación literaria, la cual resulta imposible frente al deseo, o siendo la escritura el modo, casi siempre fallido, de alcanzar los favores que se piden.
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Se trata, por lo general, de la pulsión de un joven y es expresión de esa juventud pletórica que, cuando encuentra una compañera, alcanza a tocar el cielo (UP, 258; VD, 187): «Mi amor innombrado se arrojó en sobre mí… entregándome al fin sus labios para que me los comiera enteritos, con todas mis ansias acumuladas durante un mes de locura y dulce desesperación» (VD, 54). Una pulsión que no siempre ceja con la edad y cuya falta es signo de decadencia: «—Podríamos hacerlo — me dice Julia—. Intentarlo al menos —dice, cuando ya amanece» (VD, 246). Cuando nuestro autor ha de seleccionar once cuentos para su tercer libro, seis relatan crímenes (uno de ellos horrendo: un hombre mata a hachazos a su mujer y a su hijo, UP, 62) y muchos, agresiones: se amenaza con una navaja, se dinamita una casa, un monstruo surge de un bargueño. No es casual, relatos de ese tenor menudean a lo largo de su obra. Pienso aquí a Hipólito Navarro en la tradición expresionista-tremendista que representaría C. J. Cela. Sus personajes cometen homicidios por envidia del que escribe o hace música (UP, 99; 302), por locura (UP, 114), por venganza contra un profesor años después (UP, 146), porque la acción de otro, aun bienintencionada, rompe las ilusiones propias (UP, 248), contra un marido violento (UP, 276), contra el abuso infantil (UP, 280), por desavenencias con la esposa (UP, 304; 306; 335); se quema la casa contra los vecinos ruidosos (MM, 83). En otras ocasiones, tales acciones se quedan sólo en proyectos: para vengar infidelidades (UP, 191), para no compartir regalos con el hermano gemelo (UP, 196), contra un jefe (UP, 335)... Incluso unas moscas se regodean ante la muerte inminente de otra (UP, 291). La violencia no es gratuita, sino reactiva; a menudo, desproporcionada. No se razona sobre ella; el narrador nunca la juzga, se limita a constatarla; es llamativa la ausencia de toda reflexión ética al respecto: el comportamiento de los personajes es amoral, su agresividad, un acto de afirmación personal o un desahogo de la presión insoportable (imaginada o real) en que viven. «No creo que te resulte difícil imaginarme con la furgoneta en la gasolinera… y después que derramase allí [en un edificio] tantos litros de gasolina… Yo voy a darme una ducha, a ver si se me quita de encima este olor a música quemada» (MM, 87-88).
Hipólito G. Navarro. Fotografía de Daniel Mordzinski ©
El deseo no admite frustraciones. La envidia y la venganza motivan actos violentos. Sin embargo, a veces se detiene, casi en el borde. Dos hermanos gemelos planean cada uno la muerte del otro para aliviar su pobreza: «¡Qué manera diabólica de eliminar la división por dos que anidaba en mis ansias de juguetes!» (UP, 201). Sin embargo, al ir a empujarse mutuamente al vacío, habiendo sabido qué ocurriría «por esa comunicación extraña y telepática de los gemelos», acaban abrazándose. Asimismo cabe que el ansia de venganza ceda a una forma de piedad: «... lamenta incluso que los familiares de su enemigo se hayan desentendido tanto como para no acompañarlo a este viaje, que alguien haya contratado el lote más barato de los servicios funerarios, que aun incinerado su enemigo nadie haya querido hacerse cargo de la mediana caja de cenizas resultante» (UP, 334). El deseo de vivir es, en sus cuentos, el de realizar impulsivamente lo que apetece. Ahora bien, ese deseo choca continuamente con obstáculos que lo impiden, más aún, con un cierto orden de cosas que constituye la realidad y forma una especie de viscosidad ambiente que termina por frustrarlo. Varios amigos o parejas tienden trampas al ser querido, un pueblo entero engaña a los turistas, una niña no entiende el abandono que sufre, los planes fracasan, la aspiración la satisface el ri-
val… El mundo conspira como un organismo vivo contra el personaje: «Esto no tiene vuelta de hoja; las cosas parece que ya estuviesen dictadas por una voz muy superior a uno mismo y cualquier intento que se haga por escapar de ese designio establecido en las líneas de la mano es poco menos que hacer el gilipollas» (UP, 115). Con todo, hay momentos, como en su último libro, en que parece posible una visión más reconciliada con el mundo, una actitud más curiosa y menos tensa, donde cabe el afecto de los demás, la alegría del grupo (VD, 37; 29) o la aceptación del paso del tiempo (VD, 241). No es posible entender el mundo; sólo cabe constatar su plasticidad, su incomprensibilidad. Una cosa puede ser otra, nada permanece quieto, todo se mezcla: apariencia y realidad, sueño y vigilia, imaginación y saber, deseo y razón… Por ello, cada objeto puede ser visto de múltiples maneras: «... miro el paraguas boca abajo, cáscara de nuez negra... arco iris sustitutorio... esa especie de coleóptero pataleando al aire, escarabajo, antena parabólica, casco de melocotón en almíbar negro pinchado por un bastón... y otras más sin título, no hay que condicionar al expectador (con equis (x) de expectación)» (UP, 138). La realidad es proteica: «... otra vez los peldaños revueltos en esta confusión de espumas de cebada y Freud y Jung y coñacs, y carajo, vaya escalera fláccida... para después tirarlo escaleras abajo... y la dulce caricia de otro peldaño con la muñeca derecha que sonó como una armónica de cristal, los dientes en la pared, enorme, como un piano de viaje... toda la mandíbula desencajada interpretando un concierto de mil ochocientos con pianos tangenciales...» (CL, 170). Su indeterminación se vuelve angustiosa cuando afecta al propio personaje que no logra entenderse y cae en un infinito preguntarse: «... ¿soy yo un río de proyectos que se ahogan?... ¿soy un hijo?, ¿soy?... ¿yo estoy vivo aún?... ¿soy una carga?... ¿Soy yo una metáfora?, ¿esta mi historia es una metáfora que no soy capaz de descifrar?» (UP, 171). La consecuencia, que no cabe hacer enunciados firmes, como ya indiqué. No hay sino narraciones entregadas al disfrute de sus lectores. Queda, por último, y en profunda relación con lo visto, una última actitud para la vida: el juego. Una estrategia que vincula a Navarro con el surrealismo y con Cortázar, reconocibles en su libertad para encarar los
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temas y el lenguaje mismo de sus relatos. Dado que no hay un modo unívoco para designar una realidad orgánica o plástica, el lenguaje de la imaginación hace valer sus derechos y desencadena su poder para construir lo real de otra manera. Navarro supera así el estrecho margen del cuento convencional y su adscripción al mundo de lo consabido y esperable; y se lanza, en cambio, a narraciones disparatadas, inverosímiles, o puros divertimentos (algunas son la espléndida escritura de un chiste, como el del niño esquimal que no sabe qué es un rincón (UP, 308) o en «La mar se yesa» (UP, 389), respuesta al juego de adivinar el título de una película en que un chico estropea con un baño de mar su escayola). Es llamativo el desparpajo con que rechaza de plano una escritura «artística», «correcta», «culturalmente intachable»; nuestro autor funde la referencia culta y la oralidad coloquial con toda su riqueza, el vocablo científico con la palabra tabú, reúne a Coltrane, los eructos y los brachichitones, y hasta inventa su propio gíglico. Juguemos, parece indicarnos, en este mundo de locos. Imaginemos lo más bello, más allá de nuestras limitaciones presentes: «Cuando llega el fin de la tarde, con los whiskies y el colofón de la puesta de sol sobre los árboles frutales, todavía una bonita e intensa ensoñación los embarga a todos, en ella intervienen canales, palacios y góndolas en diferentes proporciones» (UP, 438); «Mis alegrías nocturnas con los libros y la imaginación, felices irresponsabilidades» (UP, 228); «nunca pasa nada en realidad, todo se forma y se transforma en la cabeza» (CL, 172). Y, con esa actitud lúdica, renombremos lo real: de ahí la explosión de inventiva lingüística de Hipólito Navarro, su barroquismo. Metáforas: de los movimientos de las moscas: «... excelente sobeo de los ojos y la cabeza entera en un intento de suicidio interminable» (UP, 365); «Arriba, junto a los bafles de la música, dos rezagadas mariposas nocturnas revolotean construyendo otros signos en el pentagrama indescifrable de los augurios» (MM, 149); «a las tres de la mañana en este maldito ascensor, oyendo los tosidos del silencio» (CL, 174); referidas a un cojo: «el pie ladeado como un perro muerto que arrastrara con la soga más bien delgada que es su pierna» (UP, 191); «la plaza de mi desgana» (UP, 115). Geniales hipálages: los músicos temen ser abucheados: «Esperando los tomates para la ensalada de nuestro atrevimiento» (MM, 93); «las cáscaras del aburrimiento de pipas de girasol de las parejas» (UP,
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Hipólito G. Navarro. Fotografía cedida por el autor.
196); «los quejidos de las paredes y las camas recién dormidas después del amor» (CL, 172); «verticalidad hija de puta de mis juguetes» (VP, 200) —pues la lucha por ellos lleva a querer tirar al hermano al vacío—; «el onanismo soltero» (UP, 219); «monólogos etílicos»: «conversaciones unilaterales con el frutero» (UP, 78); «coreografía económica» (UP, 368), porque las moscas con una moneda pegada encima parecen bailar. Greguerías: «camarones, esos mariscos de los pobres» (UP, 14); «cuando nieva en el mar los barcos llenan sus redes de copos» (UP, 174); bragueta: bufanda con botones (UP, 259); ochos de carreteras: «la fritanga de los churros de la civilización» (UP, 272); el arpista del barrio rasguea los barrotes (UP, 408). O neologismos: peripleando (UP, 260); vibrolecturas (UP, 352): hechas en el autobús; la monotonía: «día quisquillosamente repetido» (CL, 121)… Los ejemplos son incontables. Los cuentos de Poli Navarro, sus construcciones redondas y sorpresa final como en el relato clásico, plenos de hallazgos lingüísticos, irreverentes, originalísimos, valientes en sus mezclas… nos invitan a escribir, amar, luchar, caer, reconciliarse con el tiempo, imaginar… Ejemplos de libertad que él reivindica y que son contagiosos para sus lectores y para que la fiesta continúe.
Atrapado por un campo de fuerzas Solenoide como evangelio posmoderno Por Lluis Pla Vargas A veces, el reseñador pretendidamente imparcial de una obra debe rendirse a la evidencia de su originalidad, su erudición, su esplendor o, sencillamente, su belleza. Rendirse es aquí un término inevitablemente ambiguo porque es claro que tales evaluaciones, como sus inversas, sólo pueden emerger en una labor realizada a medias entre lector y texto, en un trabajo sofisticado que, al cabo, obliga al lector a tomar una decisión interpretativa: rendirse, reconocer una cierta forma de grandeza, quitarse el sombrero. Si comparte esas impresiones con otros lectores, entonces es probable que estos lean su interpretación como un testimonio de admiración, la vibración registrada de una pasión letraherida o, si se quiere, la expresión de que existen muchos y buenos motivos para tomar la misma decisión interpretativa. Solenoide, del escritor rumano Mircea Cărtărescu, no se parece a ningún otro libro que este reseñador haya conocido antes y, probablemente, costará que se asemeje a algún otro que aparezca en el futuro. Su autor es un outsider de lenguaje preciosista, de impulso filosófico, de ambición desmedida, de visión desviada. No existe nada igual a Solenoide porque nadie había intentado nunca antes un experimento léxico, biográfico, narrativo y ensayístico como el trazado aquí, en las coordenadas específicas de una subjetividad que pugna por romper con sus sueños el tosco realismo socialista, que persiste en una voluntad de escapatoria de la literatura y, al tiempo, de reconocimiento de su valor, a través de páginas innumerables —muchas, de una belleza desgarradora, que oscilan entre la pesadilla y la epifanía—, páginas en las cuales el poeta que fue y sigue siendo todavía Cărtărescu desenvuelve el proyecto, obviamente mesiánico, de generar una suerte de evangelio posmoderno, desmesurado, hipnótico, dolo-
rosamente letraherido. Solenoide es, en efecto, un evangelio escrito sobre la piel, sobre la piel de su autor. Pero, a diferencia de la voluntad impresa en otros evangelios, Cărtărescu sabe que la eternidad de la escritura y de las creencias es una ilusión. Sabe que su destino, como el de todo y todos, es una espiral de cenizas agitándose brevemente en el vacío. Hay muchos libros que apenas rozan la sensibilidad como si fueran el abrazo tenue de las nubes bajas en lo alto de la montaña; hay, en cambio, menos libros que se deslizan bajo la mirada como los arroyos o los ríos mientras hieren la memoria con la cadencia del canto del agua, que viene y se va según lo traiga o no el viento; y hay algunos libros, muy pocos, que rompen los diques de lo que se suponía que era la literatura, libros que te dicen incluso que la literatura es el arte de pintar puertas en el aire, y que te lo dicen literariamente: son libros que avasallan el sentimiento y la imaginación como sólo puede hacerlo el empuje atávico del océano. De éstos, necesariamente, todos nosotros leeremos muy pocos. Y no sólo porque haya pocos, es decir, porque haya habido pocos autores que, por decirlo de algún modo, se vacíen como lo hacen los autores de esos libros —pienso en escritores extravagantes, tan alejados del sentido común literario, de la sintaxis y la semántica ampliamente compartidas, como Don DeLillo, Winfried Sebald, Malcolm Lowry, Charles Baudelaire, Roberto Bolaño o Juan Goytisolo—, sino también, entre otras razones más o menos prosaicas, porque aquellos que se atreven a publicarlos saben que tales apuestas, arriesgadas y muy poco convencionales, van a tener pocos lectores y, por lo tanto, recelan de la inversión. Solenoide pertenece a esta estirpe de ejemplares extraños: un libro de ochocientas páginas rarísimo, monumental, de una belleza inclasificable, una peripecia narrativa en la cual se combinan diversos planos de ficción —el
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Lluís Pla Vargas. Atrapado por un campo de fuerzas…
contenido de los diarios reales de Cărtărescu, el relato realista y grotesco de su vida como profesor de rumano en la llamada Escuela 86 bajo el régimen comunista, la narración de sus travesías nocturnas por una Bucarest fantasmagórica y en ruinas mientras es observado por las «aterradoras estrellas», los momentos en que recuerda su oscura infancia al tiempo que rescata del interior de su ombligo unos pequeños y misteriosos retazos de hebra, los pasajes en los que explora su devoción por Franz Kafka, la familia extensa y curiosa del matemático George Boole, los experimentos de ahorcamiento controlado de Nicolae Minovici o las interpretaciones de los sueños que llevó a cabo Nicolae Vaschide, su amor por Irina y la posibilidad de consumarlo levitando en el aire por efecto de la acción del solenoide que opera bajo su casa en forma de barco y, también, la manera en que superpone todos estos planos con un interés obsesivo por el desarrollo de los submundos vivos, desde los piojos hasta los ácaros— y todo ello dominado por una pulsión intensa, constante y demencial de huida. Bien avanzado el libro, en uno de sus momentos de detención reflexiva, Cărtărescu dictamina: «El arte no tiene sentido si no es huida. Si no nace de la desesperación de sentirse prisionero. No siento respeto por el arte que procura comodidad y alivio, por las novelas y la música y la pintura que te hacen más soportable la estancia en la celda. […] Somos prisioneros en cárceles concéntricas y múltiples. Soy prisionero de mi mente, que es prisionera de mi cuerpo, que es prisionero del mundo. Mi escritura es un reflejo de mi dignidad, es mi necesidad de búsqueda del mundo prometido por la propia mente, como el perfume es la promesa de la rosa cerrada» (Solenoide, pág. 672). No se puede entrar en este texto, que, como su título indica, es un auténtico campo de fuerzas que puede alterar todo a tu alrededor y, en definitiva, a ti mismo, con la atención distraída, la voluntad repartida entre esfuerzos distintos y el ánimo decaído. Solenoide requiere un esfuerzo, un gran esfuerzo; te exige hacer una inmersión a un mundo cuyas claves últimas sólo conoce —si es que las conoce enteramente— el propio Cărtărescu para ver lo que allí emerge y hacerlo, además, con los ojos alucinados del propio autor en su delirio. Hay pasajes aterradores que, en su sustancia espantosa, alientan visiones epifánicas: las visitas nocturnas de seres extraños —humanoides, seres deformes, miriápodos gigantescos— que el protagonista recibe en su dormitorio, la visión de la Escuela 86 transfigurada en un vivero en el que los alumnos se han conver-
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tido en insectos, el viaje increíblemente bien narrado al interior de una infección de sarna metamorfoseado en un sarcopto, el misterioso abandono del protagonista en una especie de sanatorio para niños tuberculosos perdido en los bosques de la zona de Bucegi —un lugar extraordinario, donde la naturaleza impone su dominio, y a partir del cual Cărtărescu desarrolla uno de los pasajes más potentes y hermosos del texto—, el reencuentro con el viejo bibliotecario que le prestaba libros cuando era un niño y que le presta en la edad adulta un último libro indescifrable, misterioso y definitivo, el conocido como manuscrito Voynich, etc. El texto de Cărtărescu discurre casi siempre a un paso del precipicio de la locura, como otras obras capitales de la literatura moderna y contemporánea, desde Cervantes a Kafka. El episodio que había comenzado como una mera crónica de un acontecimiento banal — por ejemplo, la recogida de papel por parte de los alumnos de la Escuela 86, la visita a una fábrica abandonada o un paseo nocturno por Bucarest— se convierte, a medida que se desenvuelve, en una epopeya catastrófica, un viaje metafísico o un encontronazo con el misterio radical de la existencia del yo y del mundo. Pero, por si todavía fuera necesario mencionarlo, se demuestra, una vez más, que lo más local y particular, como esta historia de un escritor malogrado que pasea por una Bucarest decadente, puede ser lo más cosmopolita y universal, lo humano sin falsificación. Y la ciudad de Bucarest, con sus cielos, sus edificios monumentales, sus ruinas, sus barrios obreros, sus avenidas y puentes, llega a ser un auténtico escenario vivo, trufado de vida tanto en la superficie como en el subsuelo, un universo real y onírico al tiempo, un universo que se mueve, que se alzará al fin sobre sus propios fundamentos dejando al descubierto el poso de sufrimiento sobre el cual estaba construido: «Bucarest no es una ciudad, sino un estado del alma, un suspiro profundo, un grito patético e inútil. Es como esos viejos que no son sino heridas ambulantes, nostalgias coaguladas, como se coagula la sangre en la piel desgarrada» (Solenoide, pág. 528). Y, a pesar de toda esta extrañeza, de todas esas palabras que circulan en una clave tan idiosincrásica, tan en apariencia intransferible, es posible cruzar por la pasarela que traza el escritor hasta nuestra sensibilidad, porque, ciertamente, nada de lo humano nos puede ser realmente ajeno. Ahora bien, una vez hemos cruzado, ya no es posible volver atrás porque la pasarela se ha hundido y sólo queda a nuestros pies un abismo infran-
Mircea Cărtărescu. Feria del libro de Göteborg (2013).
queable: el que ha abierto la acción de los diversos personajes que, actuando como solenoides, alteran el mundo alrededor: el protagonista sin nombre, su madre, Irina, Palamar, Ispas, Goia, Gheara, Florabela, Virgil, la estatua de La Condena, etc. Haber penetrado en el mundo de Cărtărescu, y haberlo asumido como parte del nuestro, haber mezclado sus anomalías con las nuestras, es, me atrevo a decir, una experiencia radicalmente transformadora, cuasi religiosa. Su escritura se nos impone como si se tratara de texto sagrado confeccionado con retazos de literatura y secuencias inspiradas en el cine fantástico. No es que asistamos exactamente a la generación de un laberinto, solapado con la propia realidad, como sucede en tantos cuentos de Jorge Luis Borges y, particularmente, en esa pieza inmortal que es Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, sino que presenciamos también la generación del minotauro y, además, sus metamorfosis en todo tipo seres extraños, en toda clase de proyecciones, en múltiples escenarios de terror. La culminación de este proceso tiene lugar en el pasaje, absolutamente impresionante, en que el protagonista relata su vivencia convertido en un sarcopto de la sarna y que comienza así: «Me desperté en la noche del cuerpo de un sarcopto, con la sustancia mental arrastrada hasta sus apéndices y órganos, con mis deseos disueltos en sus deseos, con mis sentidos exánimes como si no hubieran existido nunca,
mientras el mundo se iluminaba con paisajes llegados a través de otras puertas, maravillosos e incomunicables» (Solenoide, pág. 724). La literatura emerge, así, una vez más, como la cifra de un misterio, como la posibilidad fáctica de empatizar con lo más extraño e incomprensible, minúsculo o grandioso, humano o animal, como la recreación infinita de la experiencia de Gregor Samsa, relatada por Kafka, pero también como el testimonio de la riqueza plural de la humanidad, del peligro que significa también ignorarla o despreciarla: la literatura como reivindicación de la humanidad a través del lenguaje. Y, de hecho, en muchos de sus pasajes, el libro presenta ejemplos de léxicos cuya comprensión permite el acceso a dimensiones ignotas de la realidad, a veces usando el alfabeto latino, a veces secuencias numéricas, a veces utilizando cruces, triángulos y ruedas dentadas. Lógicamente, mediante tales saltos mortales, para decirlo con el lenguaje del circo, el texto se vuelve difícil, exigente, abrumador. Por fortuna, Cărtărescu no le debe nada a nadie, no desea ser complaciente con ninguna sensibilidad particular; no adula tu comodidad porque sólo pretende comprenderse a sí mismo, trazar el mapa de sus más íntimas anomalías, y ello, por cierto, no en última instancia: «Al escribir sobre mi pasado y mis anomalías y sobre mi vida traslúcida, a través de la
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Lluís Pla Vargas. Atrapado por un campo de fuerzas…
cual se ve una arquitectura inmóvil, intento esclarecer las reglas del juego en el que me encuentro, distinguir las señales, ordenarlas para poder comprender qué dirección indican y encaminarme hacia allí. Ningún libro tiene sentido si no es un Evangelio. El condenado a muerte podría tener las paredes de la celda llenas de libros cubiertos de polvo, todos ellos maravillosos, pero lo que necesita es un plan de fuga» (Solenoide, pág. 265). Lo único que necesitamos realmente es, pues, prepararnos para escapar; madurar la idea de que podemos hacerlo, de que, pese a todas las obligaciones y compromisos que impone lo real, hay en efecto una salida, aunque esa salida sea la vida en lugar de la literatura o, en cambio, la literatura en lugar de la vida. Cărtărescu insiste en que lo que otorga significado no sólo al arte, sino también a la existencia y al entero universo, es la huida. Nos empeñamos inútilmente — explica— en rebuscar en las esquinas de nuestras cuadrículas, en los rincones de nuestros habitáculos, con la finalidad de encontrar un agujero que nos permita la escapatoria. Generaciones enteras se dedican a esta labor estéril hasta que, de pronto, sin que se hayan producido precedentes, alguien, que puede proceder del mundo de la investigación matemática, la neurología o, simplemente, alguien que ha bebido en exceso y ya tiene alterados definitivamente los umbrales de su percepción, encuentra la solución al acertijo: no se trata de desplazarse en el mismo plano de la cuadrícula, sino que se trata de ascender perpendicularmente, en dirección a la tercera —o cuarta— dimensión existente: ese ámbito desconocido, pero que, sin embargo, estaba ahí sin que lo hubiéramos advertido… En Solenoide abundan los momentos místicos, las visiones aparentemente absurdas, las fugas desafiantes hacia esferas insospechadas, los instantes de delirio, los cataclismos que desordenan el mundo y la mente... Pero también se enfocan con rigor las consecuencias de haber adoptado una perspectiva radicamente racional del mundo y de la mente y es entonces, en estos otros pasajes, como, por ejemplo, el dedicado a Nicolae Minovici o al matemático Charles Howard Hinton, cuando la escritura de Cărtărescu revela no la estrecha linde que separa, sino, más bien, la comunión profunda que une a la mística con la deducción lógica, el abandono alocado y poético con la disciplina más estricta y rigurosa, el cielo y la tierra, la destrucción y el amor, por decirlo como el poeta Vicente Aleixandre, del mismo modo que, en otro sentido y en otro contexto, esa ruta
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fue tomada por el famoso libro de Ludwig Wittgenstein, el Tractatus logico-philosophicus —que me disculpen por este atrevimiento hermenéutico todos los filósofos analíticos que en el mundo han sido—. Pero así es. No hay esferas separadas más que en la abstracción. Por el contrario, como vislumbraron otros pensadores respetables, hay un vínculo secreto enlazando todo lo que aparentemente se opone: «Lo geométrico nace siempre de lo amorfo, la serenidad, del sufrimiento y de la tortura, así como las lágrimas secas dejan maravillosos cristales de sal» (Solenoide, pág. 435). En cualquier caso, la lección final que se deduce de todo lo que escribe Cărtărescu no es la de una comprensión aumentada del mundo, como la pretendió Wittgenstein, o de la cuarta dimensión, como la que persiguió Hinton, ni siquiera la de una comprensión aumentada de sí mismo, como la buscaron Baudelaire o Cernuda, sino un sencillo imperativo práctico: huye. Huye, por ejemplo, de lo que se entiende convencionalmente por literatura: «Pero un libro tiene que ser una señal, tiene que decirte “adéntrate aquí” o “detente” o “vuela” o “ábrete en canal”. Un libro tiene que pedirte una respuesta. Si no lo hace, si detiene tu mirada en su superficie ingeniosa, inventiva, tierna, sabia, divertida en lugar de clavarla donde ese libro indica, entonces has leído un libro literario y has dejado escapar una vez más el sentido de cualquier esfuerzo humano: salir de este mundo. Las novelas te retienen aquí, te caldean y te consuelan, fijan brillantes lentejuelas en el vestido de la amazona circense. Pero, por Dios, ¿cuándo vas a leer un libro verdadero?» (págs. 263-264). Así de simple: huye; huye de todos y de todo. Huye incluso de la muerte, de una muerte sin huella, de una muerte que no le importará a nadie; huye de todas las formas de condena que son formas del olvido y, si no es posible, por lo menos asume lo que dijo de manera insuperable el poeta galés Dylan Thomas y Cărtărescu, devoto, repite en más de una ocasión a lo largo de su libro: «No entres dócil en esa buena noche, / la vejez debería arder y enfurecerse al concluir el día; / enfurecerse contra la muerte de la luz» (citado en Solenoide, pág. 775). Tres pequeños relatos que, como el Guadiana, van apareciendo y despareciendo a lo largo del texto, revelan la magia implícita en toda fuga. Ahora me ves, ahora no me ves; me tuviste, pero ya no me tienes; el parpadeo revela algo que, hace un instante, no aparecía, para luego desvanecerse… Si aún no estamos convencidos de la atracción de esta idea, entonces
bastaría con recordar la fascinación que siempre han ejercido en la cultura popular figuras como el bandido Robin Hood, el ilusionista Harry Houdini o el falsificador Frank Abagnale. Dos de los brevísimos relatos formaron parte de la educación literaria del propio autor cuando era niño —por un lado, la historia del prisionero en su celda que elabora un plan de fuga descifrando los ruidos que escucha a través del muro y, por otro, la fábula de la desaparición de las huellas de una campesina rusa al final de un sendero nevado— y adquieren una importancia fundamental como clave de explicación de la totalidad del libro; son reiterados en versiones distintas, pero análogas, como si fuesen rezos, y se revelan en los acontecimientos que vive el protagonista u otros personajes, acontecimientos que, a diferencia de los sucesos de los relatos, parecen en cambio auténticos. Con la geometría de estos dos relatos, con esos mimbres tan sencillos, Cărtărescu hila fino para tejer un tapiz metaliterario que se aproxima a esa idea de un «libro verdadero». El tercer relato es una transcripción de una pieza del diario de Kafka: «El señor de los sueños, el gran Isachar, estaba sentado ante el espejo, con la espalda pegada a su superficie, con la cabeza inclinada hacia atrás, sumergida en las profundidades del espejo. Entonces apareció Hermana, la señora del crepúsculo, y se fundió en el pecho de Isachar, hasta desaparecer en él por completo» (pág. 262).
¿Qué significa esta pieza? ¿Cómo hay que entender o, en todo caso, cómo no entender estas referencias? ¿El señor de los sueños? ¿La señora del crepúsculo? ¿El espejo? Cărtărescu ofrece varias relecturas del fragmento de Kafka a lo largo del libro, pero, en todo caso, la interpretación fundamental parece ser que este breve texto emite una señal literaria que te proyecta fuera de la literatura. Mi propia interpretación tiene en cuenta la referencia clásica de Stendhal cuando explica, en El rojo y el negro, que la novela puede entenderse como el registro de lo que aparece en un espejo desplazado por un camino que, a veces, refleja el cielo y a veces el barro. A mi juicio, Kafka vendría a decir que hay un mediador necesario entre el espejo y la realidad, un mediador cuya sola presencia revienta el paradigma de la literatura realista al introducir sus obsesiones, su mirada, en suma, «sus anomalías». Isachar es el escritor, con su cráneo hundido en el espejo, pero lo que escribe es un reflejo en absoluto nítido de una realidad en proceso de oscurecimiento, el crepúsculo, representado por Hermana… Lo que sucede es que el escritor, finalmente, absorbe el crepúsculo en su pecho y en su alma y, de este modo, deviene definitivamente un ser crepuscular, atizado por la pasión de explicarse y explicar a los demás sus propios claroscuros. En este punto, Isachar —o cualquiera que escribe— ya está fuera de la literatura, está en la vida, aunque haya llegado a esta por medio de aquella. Esta interpretación podría ser poco ajustada, quizás demasiado elemental, espuria. No me importa. Estoy convencido en todo caso de que el lector individual siempre remata con la cúpula airosa y placentera de su lectura el armazón que le ha presentado todo texto y eso, en literatura, sigo creyendo que es lo fundamental. Solenoide alimenta la proliferación de las interpretaciones, como lo han hecho habitualmente, por cierto, los textos sagrados. Lo he leído dos veces, pero, sin embargo, tengo en la cabeza la idea de que no «lo he leído» por completo, de que se me escapan detalles fundamentales, y de que se impone retomarlo desde el principio en otro momento, una vez más, para leerlo con toda la atención concentrada únicamente en él, en esta nueva catedral imperecedera de lo que entiendo que ha de ser la literatura. Cerremos aquí este comentario. Pero permítaseme reproducir el único consejo de este mago que se llama Mircea Cărtărescu: huid. Sólo añado un detalle: huid con Solenoide bajo el brazo.
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Entrevista a Fernando Castro Flórez Por Fernando Clemot Fotografía cedida por el entrevistado ©
Fernando Castro Flórez (Plasencia, 1964) es filósofo, esteta y crítico de arte especializado en arte contemporáneo, cuyo estilo crítico se articula a partir tanto de la filosofía como del arte. Recientemente ha publicado Mierda y catástrofe (Fórcola, 2014) y Estética de la crueldad (Fórcola, 2018).
Estética de la crueldad es un libro sobre el mundo del arte pero que va más allá del mundo del arte. ¿Qué se encontrará el lector que profundice en Estética de la crueldad? ¿Qué ha querido mostrar en él? Propongo una cartografía provisional del «rizoma-o-patatal» contemporáneo, partiendo del arte que tiene algo de «sismograma del presente». Evitando las consideraciones disciplinares (historiográficas o filosóficas), intento dar cuenta de las zonas de fricción cultural, esto es, saco partido del «hibridismo» para revelar síntomas y hasta patologías específicas de nuestro tiempo desquiciado. Una vez más escribo sedimentando lecturas, sin buscar ninguna originalidad, ensayando como si fuera un «dj» (asumiendo la práctica del bricolaje cultural en la estela de las consideraciones al respecto formuladas por Lévi-Strauss en El pensamiento salvaje), con la convicción de que las prácticas postproductivas definen nuestro horizonte de expectativas. Ahonda en el concepto de «marco» (especialmente en los primeros capítulos). ¿Qué representa el «marco»? Frente a las teorías que han planteado la «pérdida del pedestal» o la «lógica expandida» de lo artístico, creo que se han producido intensos procesos de reenmarca-
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do y de hiperinstitucionalización. Estamos en una época que entreteje consparanoia y amnesia y, sin embargo, prolifera la museística como sistema magnético-turístico. Sabemos de sobra que, en la ideología neoliberal, la «creatividad» sirve como mantra sublimador de la precarización. Trato, por tanto, de meditar (en la estela postorteguiana) sobre el marco para revelar los «planos mentales» y las mutaciones epistemológicas que hacen de lo artístico un sistema integrador y neutralizador de las pretensiones críticas. En su presentación del libro dijo que no quería transmitir una visión apocalíptica o totalmente negativa, pero a juzgar por algunos ejemplos y juicios del libro cuesta observarlo. ¿Cómo podemos sobrevivir al tiempo que nos tocó vivir? No hay ninguna razón para el optimismo ni tampoco para participar de la ceremonia patética de la «felicidad» administrada. Salvo que tengamos acciones en una startup de esa porquería llamada mindfulness. Consumada la zombificación y reducido el mundo a un estercolero sin límites, cualquier discurso «survivialista» solamente puede tener sentido si estamos intentando pasar el casting de un reality show. Somos, lamento ser un aguafiestas, los epígonos de La noche de los muertos vivientes y, además, el paisaje mediático-político que nos corresponde es un «día de la marmota» superlativo. No me contento con hacer una llamada a la «toma de conciencia», a la postre, autosuficiente e incluso neoestoica. Todos los que gozan contemplando el naufragio del mundo deberían leer el De rerum natura de Lucrecio o esperar pacientemente a que se completen los experimentos de regresión temporal para reencarnar la estética de los viajeros melancólicos decimonónicos. Cuando se asume la fascinante complejidad de nuestro tiempo (catastrófico en el sentido topológico) sin pena ni medio (lejos de cualquier moraleja y sin resolución catártica), no tiene sentido mantener el discurso retronihilista, aquella tendencia a salpimentar, habitualmente desde las poltronas académicas, las consideraciones sobre el tiempo en el que vivimos con cantidades enormes de ceniza. Extraño maridaje el de la caspa viejuna con la retórica de la pulverización apocalíptica. ¿En qué se diferencian y en qué se complementan Estética de la crueldad y Mierda y catástrofe, su anterior título en Fórcola?
Una diferencia formal y estilística enorme entre ambos libros es fácilmente perceptible: he prescindido, en Estética de la crueldad, de las notas a pie de página. He sido un adicto (no exagero) a las citas; no se trata, aunque parece que me excuso ante una «culpabilidad manifiesta», de un ejercicio de legitimación pedantesca sino de una pasión por las referencias textuales. Me gustaba escribir dejando pistas, sin guardar cartas en la manga, ofreciendo materiales que pueden ser útiles para que el lector haga recorridos propios, alejándose de conclusiones o «cierres categoriales». Por otro lado, los dos libros que he publicado con Fórcola no son otra cosa que un díptico-diario en el que sedimento debates epocales. No me libro, afortunadamente, de ciertas obsesiones, si bien trato de no repetirme de mala manera. Uno de los nombres que más veces se cita en el libro es el de Marcel Duchamp. ¿Qué aportó Duchamp a la concepción del arte? ¿Por qué es tan importante conocerlo para conocer el trasfondo de estas transformaciones? Efectivamente, casi la mitad de este ensayo está marcado por la «duchampitis», una dolencia sin diagnóstico, enfermedad centenaria si tomamos como punto de partida de la epidemia la presentación de aquel urinario firmado por «R. Mutt». Comencé a estudiar la obra de Marcel Duchamp en la década de los ochenta, gracias a un curso magistral de mi mentor José Jiménez. No me he lanzado a desplegar, entre otras cosas porque no me corresponde, ningún tipo de erudición sobre el «selector» de los «ready-mades», sino que me intereso
por mostrar las derivas que su metairónico comportamiento tuvo en prácticas artísticas como las de los «nuevos realistas» franceses, Fluxus, el arte pop o el conceptualismo. También me parece importante reenmarcar a Duchamp como una especie de protocurator que, criticando la pintura-retiniana y la ideología romántica del genio, mostraba la posición determinante del pedestal, el marco, la institución artística. El curatorismo y la «bienalización» okuparon [sic] el mundo del arte desde la década de los noventa y las «coartadas duchampianas» encontraron un imponente caldo de cultivo en el relativismo postmoderno. Por tanto, cualquier intento de pensar los límites estéticos de nuestra época obliga a una confrontación con la «hegemonía duchampiana». No es necesario compartir los juicios de Baudrillard en «el complot del arte» (cuando sugería que los concursantes de Gran Hermano son los «herederos» del Portabotellas duchampiano) para enfocar las derivas banalizadoras que recurren a retóricas y coartadas esteticistas. Critica algunas visiones (por simplistas) como la de Vargas Llosa (artículo «Caca de elefante», El País: 21.9.2003), pero la visión que en algún momento se nos ofrece tampoco parece muy positiva. ¿En qué punto estamos? No podemos estar peor, sobre todo si prestamos atención a los «agoreros» decadentistas que tenemos sentados hasta en la Academia de la Lengua Española. Basta ojear un libro tan inconsistente como La cultura del espectáculo de Vargas Llosa para descubrir un autorretrato de cuerpo entero de un neófobo. Poco importa, para algunos «plumíferos» y «todólogos» que ignoren prácticamente todo lo que sucede en el arte contemporáneo; les basta con alimentar su nostalgia decimonónica para calificar como «putrefacto» el mundo cultural en el que (tristemente) les toca vivir. Hace años que asumí las consideraciones de Umberto Eco sobre el debate entre apocalípticos e integrados ante la cultura de masas. Lamentablemente el «maniqueísmo» no tiene cura fácil. Mi tono vital no me permite columpiarme en la melancolía «aristocratizante», al contrario, soy un picapedrero que encuentra placer, casi delirante, en golpear el material que me sale al paso. Sigo escribiendo sobre arte y estética en esta «globalización imaginada» porque no faltan obras intensas; me dejo llevar por la curiosidad y no olvido aquella frase que el viejo Goya escribo al pie de un grabado: «Aun aprendo». Fernando Castro Flórez. Fotografía decida por el entrevistado ©.
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El holandés errante
Viajar, escribir, reconocer (último hemisferio) Texto y fotografías: Àlex Chico Un lugar es el resultado de una larga suma. La punta de una extensa cadena compuesta de eslabones de todo tipo: grandes, alargados, menudos, estrechos, brillantes, oscuros. Llegar a un destino es justo eso: un viaje que ha seguido diferentes etapas. Hay que echar la vista muy atrás para averiguar cuándo comenzamos a ponernos en camino. Cuál fue el primer paso. La primera estación. El punto de partida. Pensaba en esto mientras viajaba a Loja, una ciudad del sur de Ecuador, a unas pocas horas de la frontera con Perú. Pensaba en todos los escritos previos, en todos los intentos frustrados y en todos los aciertos para que yo me encontrara llegando a ese destino. No viajaba yo solo: me acompañaban las personas que fui, que debí ser, para emprender un trayecto como ese. El aterrizaje en el aeropuerto no duró mucho, pero se me hizo extraordinariamente largo. Hubo un momento en concreto que se me quedó grabado: la entrada del avión mientras se ladeaba por completo. Parecía situarse a pocos centímetros de la cordillera y del asfalto de la pista. Seguro que aún quedaban a mucha distancia. Sin embargo, desde la ventanilla, con las manos sudadas, esa extensión me resultó terriblemente breve. En algunas circunstancias, el tiempo y el espacio no siguen ninguna lógica: están sujetos a nuestros propios temores. Loja era la última parada de un viaje de dos semanas por Ecuador. Fuimos Olga Martínez, Paco Robles y yo a presentar Un final para Benjamin Walter y el catálogo de la editorial Candaya. Nos recibió en el aeropuerto, a pocos pasos de la cinta con maletas, el escritor Carlos Carrión, una persona muy popular en la ciudad. Apenas sabía de Loja antes de poner un pie en ella. Conocía, sí, a uno de sus escritores más ilustres, Pablo Palacio. De él tenía anotadas algunas obras y varios apuntes sueltos: que era un escritor que encerraba a sus personajes para diseccionarlos; que su universo se frac-
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turaba en pequeñas realidades; que construía auténticas pesadillas líricas; que murió en un hospital siquiátrico. Fuimos directamente del aeropuerto al aula magna de la universidad, a un encuentro con alumnos. Y de allí, con las maletas aún a cuestas, nos dirigimos a la casa de Carlos Carrión. Nos tenía preparada una cena muy particular. Mientras tomábamos vino, alrededor de una mesa enorme que nos hacía subir el tono de voz, varios invitados nos hablaron de la ciudad, del teatro lojano, de las políticas culturales, de Rafael Correa. A mí, no sé por qué motivo, aquella cena me recordó a una novela de Gonzalo Torrente Ballester. Quizás por el ambiente, quizás por la conversación. En todo caso,
era una reunión de gente que se acababa de conocer y cuya charla, de alguna manera, les retrotraía a otro tiempo, un tiempo remoto, fuera de toda codificación. Los libros de Carlos Carrión, que cuenta con una obra muy dilatada, se esparcían sobre una mesa contigua. Varios de ellos abordan el tema de la emigración, un asunto por el que siento un enorme interés. Carrión habla de ecuatorianos en Madrid. En mi caso, de un emigrante andaluz que emigró a un pequeño pueblo de la frontera entre Francia y Bélgica. Unos y otros me recuerdan, de nuevo, a unas palabras de Daniela Alcívar: «Soy un cúmulo de memorias del olvido de los otros». Una memoria contada a media voz, como quien cree importunar si explica su propia historia. Me pregunto, como Alcívar, cuánto silencio podemos cargar encima. De qué manera emplear la escritura, el lenguaje, como un instrumento para subsanar una carencia, un despiste de la historia, si el medio que emplea un autor para recordarse a sí mismo, siguiendo a Maurice Blanchot, es el elemento mismo del olvido: escribir. El pasado nunca pasa, diría Faulkner. O el pasado no deja de ocurrir, por volver a otro fragmento de Daniela. Tal vez por eso necesitamos hablar de la emigración a uno y otro lado. Y puede que por ese motivo también en aquella cena en casa de Carlos Carrión volviera un pasado que era y no era el mío. Que formaba parte de mí, aunque no supiera exactamente por qué razón. Todo viaje tiene un momento clave, crucial. Un instante de peligro. De alguna forma, aparece frente a nosotros como el objetivo final del viaje, el lugar al que parecíamos destinados cuando decidimos marchar hacia
otra parte. Ese punto de llegada surgió después de cruzar uno de los ríos de Loja, después de atravesar un mercado lleno de gente, seguir por calles que se extendían hasta los cerros, con una hilera de vendedoras de colada morada y guaguas de pan, típicas del Día de difuntos, y llegar a un local en construcción, Cuna de Artistas. La historia del lugar comienza a finales de la década de los treinta del siglo pasado. Un grupo de mujeres se reúne para llevar música a Loja. Fundan el Coro de Santa Cecilia. Su empeño es traer a la ciudad una emisora de radio. Consiguen cincuenta mil sucres, el precio que cuesta traer al sur de Ecuador todo el equipo. El barco que trasportaba esa radio difusora es interceptado por los peruanos, en guerra perpetua con Ecuador. Ese material no acaba en Loja, sino en Chiclayo, en el noroeste de Perú. Logran sobreponerse y acaban adquiriendo un nuevo equipo. Así se fue construyendo un espacio que se convirtió en un referente de la música, la danza y el teatro lojano. Pasado el tiempo, el centro va sumiéndose en una lenta decadencia. Poco a poco deja de ser el lugar que fue y se trasforma en un recuerdo cada vez más lejano. Todo esto nos lo contó Miguel Andrés Villavicencio. Recuerdo que nos sentamos en unas cuantas mesas del local y no nos despegamos de ellas hasta una hora más tarde. Le escuchamos con un interés enorme. No sólo por lo que contaba, sino por su forma de trasmitirlo. La historia de Cuna de Artistas era también su propia historia. Nos habló de un terrateniente lojano que, después de una experiencia terrible, dona parte de sus posesiones a la ciudad. También el edificio de Cuna de Artistas, que pasa a manos de unas monjas. Un
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El holandés errante
Álex Chico. Viajar, escribir, reconocer (último hemisferio)
grupo de mujeres funda allí la escuela de música. Entre ellas, Virginia Rodríguez Witt, a la que Miguel se refería como Virginita, con ese gusto tan ecuatoriano por convertir en diminutivo todos los nombres. Para que la escuela se mantenga, deciden partir la casa. Una guardería (o un jardín de infantes, como lo llamaba Miguel) se hace con la otra mitad. Al cabo de un tiempo, la casa está prácticamente destrozada. Los frescos de comienzos de siglo comienzan a borrarse. Aún hoy se mantienen algunos fragmentos. Una mínima parte de lo que debieron ser tiempo atrás. Miguel le propone a Virginia encargarse de la escuela, gestionarla, con la intención de que vuelva a ser lo que fue. Virginia se opone. Hasta que llega la ficción: el director Rubén Torres decide rodar un documental sobre el lugar. Cuando lo ve Virginia, desde el hospital, decide ceder la casa. La historia no morirá con ella. Después de unos cuantos juicios con el jardín de infantes, el local retoma sus clases de música y dedica la otra mitad del espacio a un bar restaurante. Durante la época de la reconstrucción, Miguel nos explica que sucedieron cosas extrañas: luces que se encendían, un piano que comenzaba a sonar, una máquina de escribir que percutía sola, sin que nadie la tocara. Es decir, se accionaban los mecanismos del arte. La razón por la que ese lugar estaba llamado a existir. En el escenario de Cuna de Artistas hay un piano. A pesar de una lesión en la mano, Miguel Andrés comenzó a tocar una pieza. Cuando salimos nuevamente a la
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ciudad, tuve la sensación de que había pasado mucho tiempo. Un instante entre paréntesis que concentraba la razón de aquel viaje. Imagino que hay azares que se provocan si uno se deja llevar por ciertas calles e historias. Al final, todo lo que ha sucedido antes (el festival de poesía, los viajes en avión, las lecturas y presentaciones) no eran más que pasos previos para situarnos justo en un lugar, como un prólogo de lo que aún estaba por venir. Ahí se encontraba el objetivo del viaje, en un edificio que poco a poco va reconstruyendo sus propias ruinas. La última presentación del libro acabó con un concierto, en el aula magna de la universidad. A la voz le acompañaban dos guitarras, un piano y un violín. Comenzaron con una canción, «Collar de lágrimas», una pieza triste que narra una partida. Era la letra de alguien que debe emigrar y que, durante mucho tiempo, estará obligado a echar la vista atrás. Me pareció un buen final para la ruta, porque estaba dando paso a un libro nuevo. Un final para Benjamin Walter cedía su espacio a Los cuerpos partidos, la novela en la que había estado trabajando el último año. Bajamos nuevamente al centro. La ladera de la montaña volvía a iluminarse con luces intermitentes, exiguas. Tomadas de una en una no se distinguían apenas, pero juntas formaban un gran mosaico que alumbraba la noche, como un incendio a punto de apagarse. Nos dirigimos a una galería aún sin nombre. Creo que se acabará llamando El grito, en homenaje a Munch. Dentro nos esperaba el taller de su dueño, Edwin Bermeo. En las paredes y sobre los caballetes, varios cuadros acabados y otros a medio hacer. Una explosión de color delimitaba figuras sin forma, a medio camino entre Miró y Tanguy, aunque su maestro era Ismael Olabarrieta, un pintor argentino que descubrí allí mismo y que me fascinó. Tal vez porque su pintura me recordaba a otro artista que admiro, Egon Schiele. Entre los papeles, camisetas, tazas o bolsas que se exponían para su venta, Bermeo nos regaló un catálogo. Se titulaba Egagrópilas. En él aparecían algunos trabajos realmente interesantes: los de Fredy González, Pablo Alvear, Ashley Curay, Emilio Seraquive o Freddy Guaillas, además de un par de reproducciones del mismo Edwin. La exposición colectiva, es decir, el motivo que reunió a unos cuantos artistas para seleccionar algunas de sus obras, era un homenaje a un poeta y pintor lo-
jano, Kelver Ax. Bernardita Maldonado, una escritora lojana que reside en Barcelona, nos había hablado antes de la obra de Ax. Como le sucedía a ella, los poetas y pintores jóvenes de Loja también le profesaban una cierta admiración. Era su maestro, su padrino, aunque ya no formara parte del grupo: se suicidó en 2016, con apenas treinta y un años. Nos hablaron de él buena parte de la noche, mientras comíamos empanadas de viento y bebíamos cerveza y horchata (una bebida preparada con flores y hierbas aromáticas). Nos explicaron cómo les había influido, los consejos que les había dado, el interés que siempre había mostrado hacia los autores jóvenes de su ciudad. Hablaron, ante todo, con pasión. No es fácil asumir la muerte de un amigo, sobre todo si ese amigo muere tan joven. Y más aún si se suicida. La sombra se alarga y es difícil desprenderte de ella. Sabes que formará parte de ti en cada nuevo verso y en cada poema, porque siempre aparecerá ese lector invisible que seguirá guiando la mano que escriba el texto. Como uno de los versos de Ax que me traje a Barcelona: «mi abuelo muere en mí para que yo viva». Fue difícil escapar de esa noche. Y fue difícil, al día siguiente, partir de Loja. Las carreteras al aeropuerto estaban cortadas. La peregrinación de la Virgen del Cisne, patrona de los emigrantes, había colapsado la ruta al aeropuerto. Tuve que buscar un camino alter-
nativo mucho más largo para tomar el avión. Salí en taxi a media mañana. El paisaje de Malacato, mientras dejábamos atrás pueblos y valles, me hizo recordar una novela, La familia del Dr. Lehman, de la autora quiteña Sandra Araya. El escenario podría ser el mismo que aparece en su libro: la huida constante de un padre y su hija, obligados a abandonar los lugares que pisan. Ambos mantienen una relación turbia, extraña. Por eso están condenados a recomenzar en cada pueblo. Ese podría ser otro de los grandes temas que encontré en varios autores ecuatorianos: la forma en que abordan, de manera casi obsesiva, las relaciones familiares. Antes de volver a Guayaquil y de allí a Barcelona, tuve que hacer escala en Quito. Un par de horas que me sirvieron para traer de vuelta, por enésima vez, a Daniela Alcívar: «Así va apareciendo la vida al llegar a Quito: como un hecho aislado, como una excepción». El resto era pura rutina: madrugar, subirme en un nuevo taxi hacia el aeropuerto, pasar el control de aduanas y la sensación de que aún quedaba un largo viaje por delante. Marcelo Chiriboga, el único autor ecuatoriano que formó parte del famoso boom latinoamericano, nunca existió. Lo inventaron Carlos Fuentes y José Donoso. Cuenta con cinco volúmenes de bibliografía ficticia. Según nos explicaron algunos libreros de Guayaquil y Quito, aún se acercan clientes buscando esas obras. Hoy no haría falta invención alguna. La literatura ecuatoriana vive uno de sus mejores momentos. Su presencia en el mapa no ha hecho más que empezar. Cuando volví a Barcelona, mientras colocaba en una balda las obras que había ido recabando en el viaje, pensé que no me había traído simplemente libros o autores, sino universos literarios. Propuestas estéticas. Historias inolvidables. Tuve la impresión de haber asistido al nacimiento de una escritura que va a aportar mucho a la literatura en castellano. A los nombres ya conocidos de César Dávila Andrade, Leonardo Valencia, Efraín Jara Idrovo, Raúl Vallejo y tantos otros, se les han ido sumando nuevos proyectos, nuevos escritores, algunos, sólo algunos, citados en estas páginas. Para mí, no obstante, aquel viaje supuso un punto de partida. Una forma de comenzar nuevamente. Y una constatación de cómo la escritura siempre propone un regreso, aunque no sepamos a qué punto del mapa debemos ir para reconocer lo que allí fuimos.
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El ambigú
El animal más triste
Juan Vico Seix Barral: Barcelona, 2019 200 págs.
La verdadera ficción Por Gemma Pellicer En Los bosques imantados, la anterior novela del autor, el protagonista se empeñaba en deslindar las falsas creencias de la pura realidad objetiva, un empeño que trataba de conseguir por medio de su labor detectivesca en un entorno rural donde la verdad apenas si parecía interesar a nadie frente a la más poderosa superchería y autosugestión de la gente. En El animal más triste, por el contrario, ya no se trata tanto de contrastar la realidad con leyendas o ficciones cercanas al mito, sino de cotejarla más bien con los deseos, anhelos y sueños de un grupo de amigos que acaban de ingresar en la madurez. Vico pone el acento en la realidad a menudo amarga —o, cuando menos, agridulce— de un puñado de amigos cuarentones que se reúnen con sus parejas en una casa rural tras veinte años de amistad, un motivo habitual en la literatura, lo que da pie a un ajuste de cuentas personal y colectivo que se va desplegando en la primera y tercera parte de la novela, mientras hablan entre sí o incluso monologan, tal y como ocurre en el teatro de, por ejemplo, Thomas Bernhard, o en las películas de Éric Rohmer y Woody Allen, tras ver rebajados o defraudados sus afanes de juventud. Si exceptuamos la segunda parte, no se trata de una narración en la que ocurran cosas sino, más bien, de una novela en la que prevalece el diálogo. De ahí la sensación acuciante de hallarnos ante un examen de conciencia que corre a cargo de cada uno de los personajes, quienes toman la palabra como narradores para justificar sus decisiones vitales. Pero esta novela polifónica es también un homenaje al buen cine. No en vano, son múltiples las referencias a directores y películas que se utilizan como término de comparación para justificarse o, incluso, transigir ante un destino que no se revela tan fantástico como soñaban. Tampoco falta en la segunda parte un cuento
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melodramático intercalado que sucede en plena guerra civil, escrito por la más joven del grupo, todavía con los sueños intactos. Paula recrea, en suma, una bella historia de amor con visos de leyenda cuya acción transcurre en el mismo valle en el que se encuentran, en el pueblo abandonado que a veces recorren para estirar las piernas entre escombros y ruinas; acaso una nueva metáfora de la labor destructora del tiempo. De hecho, la chica confiesa en un momento dado en que se habla de temores inconfesables: «La falta de sentido; que nada de lo que hagamos acabe sirviendo para nada» (pág. 51), y aún Jonás, el protagonista, añade en la pág. 71, mientras se ve reflejado en la carrera dudosa de un saxofonista que languidece en una orquesta de pachanga: «La sensación de que cada día es más difícil corregir cualquier mínimo error. La dificultad de continuar creyendo que uno aún sostiene las riendas de su futuro». Esta historia del saxofonista le sirve a Juan Vico para rendirle homenaje a Charlie Parker y, de paso, a «El perseguidor», otra metáfora más de los múltiples desvelos e insatisfacciones a que nos condena la mayoría de afanes que no han llegado a cumplirse. Juan Vico ha construido una novela de personajes a partir del recurso básico del diálogo que entablan estos amigos, además de trazar numerosas remisiones entre los episodios y las partes que lo componen, desembocando en un conjunto trabado, casi orgánico. El autor exhibe aquí un indudable manejo de la lengua y de los recursos literarios, sin olvidar la reflexión metaliteraria, al servicio de un argumento dramático; alternándolos con buenas dosis de ironía y sarcasmo. Y mientras nos muestra los sinsabores de un grupo de amigos que se corresponden con los de su propia generación, el autor rinde homenaje a varios géneros artísticos (el cine, el diario, el cuento, el guion cinematógrafico, la fotografía o la música). Y claro, a la novela, un género capaz de englobarlos a todos ellos.
Lectura fácil. Ni amo ni dios ni marido ni partido ni de fútbol. Cristina Morales Anagrama: Barcelona, 2018 424 págs.
Fácil pero no ligera Por Carmen Peire ¿Es una novela sobre mujeres? Sí, pero es algo más. También es feminista. ¿Es una novela sobre discapacidad? Sí, pero es más que eso, es una rebelión de discapacitadas. ¿Es una novela sobre la represión sexual? Sí, y también de la esterilización forzosa. ¿Hay danza en la novela? Sí, pero danza inclusiva. ¿Es una sátira política? Sí, demoledora, reparte a izquierda, asamblearios, okupas, anarquistas, Generalitat, Estado, ultras… Y está llena de humor, de ese humor de carcajada, ese humor síntoma de la inteligencia, ese humor negro que te congela la sonrisa en la página siguiente. ¿Es original? Sí, y fresca, con un lenguaje original para definir personajes, aunque haya que parar tras cada capítulo para digerir lo leído. Y aborda aspectos hasta ahora no tratados. ¿Es una novela convulsa? Sí, no dejará a nadie indiferente. Tendrá detractores, pero también fieles seguidores. La novela de Cristina Morales (Granada 1985, licenciada en Derecho y Ciencias Políticas y especialista en relaciones internacionales) no es un libro de fácil lectura, aunque el título principal lo diga, porque es una novela con dos títulos y en la portada aparece más grande el subtítulo, como si la autora quisiera que nos fijáramos en él: Ni amo ni dios ni marido ni partido ni de fútbol, acaso una pintada encontrada en alguna pared de la Barcelona actual. El título principal, Lectura fácil, hace referencia a los manuales de lectura y escritura para discapacitados intelectuales, en los que se insiste, al parecer, para que lean libros infantilizados y escriban de la misma manera para hacerlo asequible a los demás. El protagonismo se lo reparten cuatro mujeres discapacitadas que conviven en un piso tutelado de la Gene-
ralitat, todas ellas parientes, primas o hermanas entre sí. Una de ellas, la más radical, a la que la autora pone el lenguaje más agresivo, tilda a casi todos de machos fachos y de machas fachas, y pone en solfa las políticas paternalistas de los Gobiernos y oenegés, del buenismo de quienes trabajan con ellos, que en el fondo ejercen la represión y el control. También es la que realiza la danza inclusiva, y opina que la gente se divide en bastardistas y bovaristas. Otra es una ninfómana okupa que quiere ser libre y sobre la que recae el peso de la tutela de la Generalitat, que quiere llevarla a la esterilización forzosa. Otra es la que mantiene cierta convivencia con el estatus para seguir viviendo en el piso de acogida, llevar una vida normalizada y no regresar a lo anterior, al centro de internamiento. Y la cuarta es la que va escribiendo su vida bajo el método de la Lectura fácil. Los capítulos de una y otra se van intercalando hasta producir un mosaico social del momento, por donde aparecen los independentistas, los de la CUP e incluso Ada Colau junto a los okupas, los de la PAH, los anarquistas o Juan Soto Ivars… A veces la visión que nos deja ver es desesperada, otras veces llena de humor y lucidez. El lector, o lectora, se reirá con las actas de las asambleas anarquistas y de okupas. Encontrará también mala leche y mucha ternura, que para mí se encuentra en la novela que se va escribiendo bajo el método de lectura fácil y en el desenlace final, con las escenas eróticas más explícitas, el polvo con un discapacitado físico y el lésbico entre dos primas. Sobre todo el primero, porque nos plasma con un realismo sorprendente las filigranas y posturas que tienen que llevar a cabo los discapacitados para poder disfrutar del sexo. Que el lector no espere final feliz porque no lo hay. Pero después de leerla queda el cariño con que ha tratado a las protagonistas frente a un territorio que resulta mucho más hostil para ellas que para todos nosotros. Chapó, Cristina Morales. Chapó por Lectura fácil.
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El ambigú
El suelo es lava
José Manuel Romero Santos Sloper: Palma de Mallorca, 2018 264 págs.
Virtuoso Por Daniel Díez Carpintero En casa de los padres de un amigo de la adolescencia, entre los vinilos del mueble de contrachapado del salón, junto al televisor Sanyo de pantalla convexa, encontré un álbum de un guitarrista llamado Joe Pass. Se titulaba Virtuoso. Joe Pass interpretaba standards de jazz que yo había oído. Pero lo hacía con la única ayuda de sí mismo y de su guitarra. El bajo y los acordes y la línea melódica —toda una banda de jazz—, encerrados en el recinto de la caja de resonancias de su Gibson. Oímos el disco entero buscando la trampa. Un pinchazo en la grabación, una segunda guitarra de fondo. No la encontramos. Joe Pass se permitía incluso pequeñas equivocaciones —trastes mal pisados, un acorde un poco sucio— que reforzaban la impresión de que eso lo había hecho un ser humano. El disco me produjo un sentimiento desconocido que se componía de asombro y de pánico. Joe Pass venía de un planeta raro en el que los bebés tomaban algún tipo de leche materna hipervitaminada. Era un virtuoso. Leer el primer libro de cuentos de Romero Santos, El suelo es lava (premio Sloper 2018), despierta una sensación semejante. Impresiona. Da bastante miedo. Romero Santos nació en 1991 y es un joven virtuoso de su instrumento: un teclado provisto de letras y signos de puntuación que él combina como si estuviera tocando un estrafalario órgano Hammond. Los virtuosos hacen con una facilidad asquerosa lo que a nosotros —los demás— nos resulta dificilísimo. Aprenden demasiado pronto y suelen aburrirse. Así que a menudo siguen el camino olímpico (más alto, más lejos, más rápido). O toman el sendero culebreante de la experimentación, caso del autor de El suelo es lava.
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La familia literaria de Romero Santos está en ese conjunto de escritores estadounidenses que algunos llaman posmodernos. Thomas Pynchon, Don DeLillo, David Foster Wallace. La apariencia heterogénea y desgarbada de El suelo es lava, en el que los relatos de cinco páginas se alternan con los de cincuenta, en el que un héroe medio desconocido de la Ilíada comparte volumen con un programa televisivo de 2047, y en el que se reescriben episodios históricos y aparecen personajes de la cultura popular, recuerda bastante a La niña del pelo raro, de Foster Wallace. Los narradores de Romero Santos, como los del autor de Entrevistas breves con hombres repulsivos, están marcados por una autoconciencia irónica. Hay cierto humor distante. El lenguaje académico o incluso pedante se muestra salpicado de expresiones callejeras. Precisiones técnicas aparentemente arbitrarias («un A2 de papel couché de 350 gramos, con ribetes decimonónicos y diseñado, en definitiva, con un gusto más que cuestionable») contrastan con observaciones del todo subjetivas y con imprecisos «más o menos» y «más bien». Son narradores que descontextualizan. Que convierten cualquier situación en algo complejo y lleno de pliegues. Se puede rastrear también a Borges en El suelo es lava: los géneros literarios —el western, el whodunit, el relato bélico— como marcos que fijan la atención del lector mientras otras cosas (raras, que conspiran para destruir el texto) suceden más allá de lo evidente. Romero Santos domina el arte de la condensación. «Un pueblo de nombre tan breve como sus calles.» «Una figura oscura jineteaba suavemente sobre el paisaje.» Su escritura desprecia lo obvio. Prefiere la pequeña elipsis borgiana, la omisión estratégica. Igual que un Samuel Beckett desafiando las normas del teatro aristotélico, Santos torpedea las convenciones del cuento. Anacronismos, inverosimilitudes calculadas, narradores que dudan de su propia competencia. Su enorme talento técnico, su facilidad para dislocar las estructuras y jugar con el punto de vista, se convierte en una habilidad burlona, cáustica. He aquí un experimentador genuino, un virtuoso con un futuro tan enorme que asusta.
Volver la mirada. Ensayos sobre arte Félix de Azúa Debate: Barcelona, 2018 304 págs.
El profesor Azúa nos habla de arte Por José Antonio Vila Aunque en los últimos años su figura parece haber sido succionada por el ciclón de la política española, un ámbito siempre regido, desdichadamente, por la crispación y la intolerancia, Félix de Azúa ha dedicado una parte importante de su ensayismo a cuestiones relacionadas con su labor académica y docente como catedrático universitario de filosofía estética. Con independencia de la valoración que puedan merecerle al lector sus intervenciones en el debate público, o su articulismo polémico y beligerante (y con frecuencia también brillante y valiente), lo cierto es que Azúa viene ejemplificando muchas de las virtudes del mejor escritor de ensayos desde hace más de cuatro décadas. Y si libros como Lecturas compulsivas y Nuevas lecturas compulsivas han demostrado con creces que es un extraordinario lector de literatura, sus escritos sobre artes plásticas demuestran que es igualmente un extraordinario lector de imágenes. Así, Volver la mirada. Ensayos sobre arte representa una notable y bienvenida adición al corpus de su obra y otro delicioso regalo para sus fieles lectores. Un libro que complementa tanto su excepcional Diccionario de las artes como otros trabajos centrados en la pintura, más cortos pero no por ello menos interesantes, como La pasión domesticada o Cortocircuitos. Volver la mirada nos propone un recorrido que abarca desde el comienzo mismo de las artes, con las pinturas rupestres prehistóricas, hasta el Land Art, del mundo relativamente estático de la Antigüedad, el Medievo y el Ancien Régime al acelerado ritmo del mundo moderno, pasando por las vanguardias, el clasicismo, la pintura romántica y las postvanguardias, sin soslayar los grandes nombres (Goya, Delacroix, David, Cézanne, Picasso, Degas o Kandinsky), atendiendo en todo momento a una pertinente contextualización, que no deja de lado las transformaciones sociales, políticas o económicas que mejor explican el trasfondo
en que surgieron las obras, y tampoco la íntima relación y circulaciones entre música, pintura, arquitectura, literatura y filosofía, evitando las generalizaciones banales y poniendo de relieve elementos clave para la comprensión del devenir de la gran cultura (o del espíritu, que diría un hegeliano), como son el hilo que une el Romanticismo a las vanguardias, el modo en que el «arte» se desgajó de «las artes y los oficios», dando lugar a la mutación que lleva de la figura del artesano a la creación del concepto de genio artístico y cómo el Romanticismo elevaría el arte a la categoría de «religión secular», mientras tiene lugar el nacimiento de esa subjetividad moderna, que es hija del encuentro de la Ilustración y el Romanticismo (y que arrastra consigo todas las contradicciones de semejante encontronazo), la progresiva intelectualización de la pintura y el estudio de las imágenes que acabará conduciendo a la muerte del arte, donde la producción artística como tal es un mero soporte para la filosofía estética, es decir, el discurso crítico-reflexivo, o, en fin, cómo mediante esas representaciones de lo real en las que nos hemos reconocido y comprendido han servido para que demos (y sigamos dando) sentido a nuestras insignificantes existencias. Aunque el tono desenfadado y la ironía que acostumbran a caracterizar todos los escritos de Félix de Azúa sean aquí menos perceptibles (muchas páginas fueron compuestas, en principio, para catálogos de exposiciones, o para ser leídas como conferencias), su fabulosa erudición sin pedantería, su prosa elegante, su lucidez y su capacidad para la explicación y la síntesis hacen del libro una lectura gratísima amén de valiosa. Hablar de este libro en términos de «divulgación» sería un error y sería también rebajarlo de forma brutal, pero sí se trata de un volumen de mucho interés para cualquier lector con una buena base cultural, con independencia de que dicho lector sea especialista o no en materia de arte.
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Muertes creativas en el cine
Joan Marimón Edicions de la Universitat de Barcelona: Barcelona, 2018 488 págs.
El temor y el placer de ver(nos) morir Por Diego Sola La muerte, el hecho más predecible de la vida humana, ha sido una inagotable fuente de imágenes artísticas y literarias. El cine ha encontrado en ella uno de los elementos narrativos más útiles, capaz de atrapar al espectador en el miedo, el misterio y la fascinación que el final de la vida provoca. Desde el asesinato de Marion Crane (Janet Leigh) en Psicosis (Alfred Hitchcock, 1960) hasta la muerte-resurrección de Elisa Esposito (Sally Hawkins) en La forma del agua (Guillermo del Toro, 2017), son muchas las escenas icónicas de la historia del cine que tienen a la muerte como clímax narrativo y visual. En un tiempo en el que los cliffhangers de las series llevan al espectador empachado de capítulos a encadenar impacto tras impacto, es muy oportuno detener el reloj acelerado de la creación audiovisual para contemplar y reflexionar sobre ese papel determinante de la muerte —y sus múltiples acepciones y maneras de ejecutarse— en el cine, no sólo en su materialización sobre el guion y después en las imágenes, sino también en la interpelación que causa en el espectador. Esa es la propuesta del cineasta e historiador del arte Joan Marimón (El Prat de Llobregat, 1960) con su libro Muertes creativas en el cine, que contiene una completa antología del morir y sus formas en el séptimo arte. Todos somos espectadores y todos hemos sufrido o sufriremos la cercanía o presencia de la muerte en nuestras vidas. Séneca, que también tuvo una muerte célebre al cumplir el dictado de su discípulo Nerón, escribió que, como es completamente incierto el lugar en donde la muerte nos espera, no nos queda otra que esperarla en todo lugar. En ningún otro lugar más confortable que en la butaca del cine uno espera a la muerte —y a su vez puede dialogar con ella y repelerla—, viéndola y viviéndola a través de la pantalla. Como
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constata Marimón, que ha dirigido películas y cortometrajes y ha escrito guiones para cine y televisión, la muerte, que ha intentado ser combatida por la humanidad desde el principio de los tiempos, se convierte, con el triunfo de la cinematografía, en una aliada casi imprescindible, en el mejor y más recurrente recurso, junto al sexo, para atraer la atención del espectador. Incluso una factoría como Disney, que ha construido su universo de ficción en torno a la vida, el optimismo y la esperanza, ha acudido y acude a la muerte —pese a su radical oposición por filosofía creativa— para producir algunas de sus secuencias más recordadas, como la icónica muerte, fuera de campo, de la madre de Bambi, probablemente uno de los primeros contactos de los más pequeños espectadores con el morir. La primera parte del libro es un original viaje a la morfología de la muerte en el cine. La personificación visual de la muerte, la emoción estética, su vínculo íntimo con los géneros del thriller y del cine de terror, o los breves estudios de caso de los hermanos Lumière, de Ingmar Bergman, Disney y Alfred Hitchcock, nos preparan para contemplar una galería de muertes efectivamente creativas en el cine. Y así, sin intención de crear ninguna teoría ni hipótesis, simplemente haciendo gala de una gran erudición cinéfila combinada con una excelente síntesis de tramas y presentación de personajes, el libro desgrana en un agradecido muestrario dos centenares de películas (y algunas series de televisión) en los que el lector se podrá deleitar al detenerse en escenas que, por su particular forma de tratar, de crear, la muerte —y no por icónicas y visionadas una y otra vez, o bien por desconocidas si no se han visto—, constituyen un verdadero compendio de nuestra manera de temer, a veces disfrutar, de ver (y vernos) morir.
Cosas conocidas y extrañas
Teju Cole (Traducción de Miguel Temprano García) Acantilado: Barcelona, 2018 338 págs.
Vislumbres de alternatividad Por José de María Romero Barea Toda exégesis muestra el rastro de una idea, la prueba de su existencia: «Estas cosas, como dijo Sebald en una de sus últimas entrevistas, una vez las has visto, tienen la costumbre de volver y exigen atención. Lo dijo a propósito del pasado enterrado, pero creo que es posible que se refiriese a más cosas» («Siempre de regreso»). Se solaza el autor en la concepción (pos)moderna del creador como sujeto: «[John Berger] nos informa con su prosa clara y sinuosa de cómo los contornos de la realidad “acosan” el acto de dibujar». Desafiante, lejos de la autoridad institucional o la restricción genérica, la colección de artículos Cosas conocidas y extrañas revela su multiplicidad espaciotemporal. Narra un pensamiento al que descubrimos en la ficción de sus no vidas: se reorganiza alrededor del libro la escritura que destruye atisbos de conjetura. En el artefacto excéntrico, las neurosis proporcionan la materia prima a los distintos apartados. La incapacidad de contar la tensión cotidiana conduce a invariables ataques de pánico. En bucle, el potencial que cuestiona el coste de su creación, en contraste con el nivel de remuneración activa. Promulga el escritor en lengua inglesa, fotógrafo e historiador del arte Teju
Cole (Nueva York, 1975) la intimidad en un mundo globalizado. Subvierte los valores convencionales, mientras encarna su propio y exhaustivo antiautoritarismo. Con universal vocación, regresa el autor de Ciudad abierta (2013) a nuestra época sobrecargada de información, ahíta de voces individuales. Este libro, en esencia político, se resiste infatigable a cualquier definición, mientras acumula su corpus crítico: «La máquina sabía cosas de la imaginación que ésta misma ignoraba. La máquina tenía sus propias ideas. Pero en los destellos que emanaban de su silueta había, como de costumbre, nuevas posibilidades para el arte y una luz nueva para el alma» («La “macchia” de Google»). Comienza y termina con las tormentas catastróficas que asolan nuestra civilización, sobrecargada de insinuaciones de futuros latrocinios. Intenta lidiar con la estupidez del prejuicio global: ofrece alimento factual a lo indocumentado, incluye en su crítica el buenismo y la hipocresía. En Cosas, la diatriba adopta formas elásticas, capaces de incorporar prosas, tanto una filosofía de vida como una epistemología: «La imagen fotográfica es una ficción creada por una combinación de objetivos, cámaras, película, píxeles, color (o su ausencia), la hora del día y la estación del año. Cuando algo me conmueve, quiero literalmente ponerme en el lugar para entender mejor lo que se ha transformado» («Sombras en São Paulo»). Supone esta selección maneras de dar sentido provisional a la experiencia del tumulto fragmentario. Transpone el nigeriano-estadounidense nombres y detalles, escribe sobre escribir, es y no es el autor; ser metaficcional, refleja ambivalencias: la del creador, la del lector. «Este libro contiene lo que he amado y he presenciado, lo que me ha gustado y lo que me ha alegrado, lo que me ha inquietado y animado, y lo que ha estimulado mi sentido de lo posible» («Prólogo»). El avatar que urde Cosas trabaja para destruir el libro que leemos, una obra que, como un poema, no es ni ficción ni no ficción, sino un parpadeo entre ambas, un texto donde se mezclan probables pasados y futuros imposibles. Pleno de instantes transcendentales y vislumbres de alternatividad, el creador de Cada día es para el ladrón (2014) percibe y es percibido, describe emociones ambivalentes y forja ensayos que rastrean el progreso en interconectados actos de creación. Aquí, el erudito es el narrador, el poeta que experimenta con lo no escrito: el libro ilimitado, la forma genérica que pretende abarcarlo todo, de la incomprensión de lo oculto a las minuciosidades de lo extinguido.
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¿Y si escribes un haiku?
Josep M. Rodríguez (ed.) La Garúa: Santa Coloma de Gramenet, 2019 91 págs.
El vértigo de la brevedad Por José Cereijo La idea de la que parte este libro es interesante: proponer, a setenta y tres poetas que nunca habían escrito un haiku, que lo hicieran. Y digo que es interesante porque, de entrada, es un modo de, por decirlo así, «desautomatizarlo», ya que ninguno de ellos, puede suponerse, tiene a priori el oficio (y las rutinas) de su escritura. Y porque plantea además la posibilidad de ver cómo poetas bien conocidos por otras formas de hacer se enfrentan al reto que supone esta, tan escueta; qué hacen con el haiku y qué hace el haiku con ellos. El resultado, como no podía ser menos, es variadísimo: desde la anotación volandera a la reflexión más o menos densa, desde la seriedad filosófica a la sonrisa aparentemente despreocupada, desde la claridad encendida a la oscuridad sugerente. Como el propio haiku japonés; como la vida misma. «Abre en mi pecho / un ruiseñor de junio / la luz del bosque», propone Alejandro López Andrada, en un haiku que, supongo, el más exigente de los «ortodoxos» de la forma (que tiene entre nosotros sus guardianes de la pureza, como también sus herejes) aprobaría; no le falta ni la referencia a la estación del año, ese requisito clásico del kigo. Pero también sirve, esa forma, en manos de Martha Asunción Alonso, para una observación que en nada recuerda al tipo de sensibilidad o modo de decir que solemos asociar con lo oriental: «Nunca tu casa. / Yo seré, en todo caso / tu aeropuerto». Y, en manos de Antonio Colinas, reflexiona intemporalmente («Y así el discípulo / es al fin ya la luz / de su maestro»); y
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en las de Pablo García Casado viene marcada por una temporalidad casi costumbrista («Melancolía. / Cintas de cine porno / de los 80»). Y, en fin, nos hace patentes no sólo la variedad de las miradas y los sentires, sino la flexibilidad, formal e íntima, de una estrofa que a veces se imagina rígida y monocorde, y que naturalmente sólo lo será si lo es la mano que la escribe. Josep M. Rodríguez, autor de la idea y del prólogo, traza en él una breve historia del haiku, y del mismo Japón donde se origina, para explicar cómo llega hasta nosotros. A lo que él dice, muy pertinentemente, sobre la atracción de lo condensado («el vértigo de su brevedad máxima») y la de lo exótico de su origen, lo que tiene de proposición de un modo de mirar (y aun de sentir) otro, ajeno, y acaso enriquecedor por ello mismo, añadiría yo la de su carácter sugestivo, abierto, y en esto diferente de las formas breves de la tradición occidental, que suelen tender más a lo acabado, y aun a lo sentencioso; en el haiku, hablando en general, el peso de lo que no se dice es normalmente mucho más decisivo que en el epigrama clásico o en la copla. Y por eso es, como él mismo lo señala, un excelente ejercicio para iniciarse en la escritura poética moderna, que (a partir especialmente del simbolismo) tiene en la sugerencia uno de sus pilares. El título mismo del libro, ¿Y si escribes un haiku?, parece invitar también al lector a sumarse a la iniciativa; y, de hecho, lo último que figura antes del colofón es un espacio en blanco, encabezado por ese mismo título, para quien quiera animarse a intentarlo. Lautréamont, con su «la poesía debe estar hecha por todos», seguramente lo encontraría plausible; y es sabido que, en el propio Japón, los escribe a menudo, especialmente con ocasión de determinadas celebraciones, gente que no tiene otro contacto con la poesía. A fin de cuentas, como recordara Borges, «en este mundo, la belleza es común». Su plasmación en palabras, en palabras justas y memorables, seguramente no tanto; Bashō había dicho ya que «el que escribe de tres a cinco haikus durante su vida es un poeta de haiku; el que llega a diez es un maestro». Pero en fin, esa misma afirmación, tan exigente, deja abierta la puerta a que quien no es un poeta de haiku pueda alguna vez alcanzar esa meta. Este libro es una buena manera de ver que los caminos para llegar a ella son muchos, y todos están abiertos.
Teoría de las niñas
María Baranda Vaso Roto: Madrid-México, 2018 89 págs.
La infancia y el hoy Por Eduardo Moga Teoría de las niñas, de María Baranda (Ciudad de México, 1962), ofrece una recreación de la infancia, pero no como una mera evocación de escenas infantiles, sino como una investigación de las figuras y hechos que, en ese tiempo auroral, perfilaron la identidad y edificaron la conciencia. Con un verso libre pero no desatado, que en la tercera y última sección del libro cuaja en ceñidos poemas en prosa, Baranda despliega un cosmos de personajes, sin nombre ni biografía, pero reconocibles como miembros de una misma familia o una misma comunidad: unas niñas y, en el centro, el padre, al que se identifica como «dibujante», y que constituye el polo de las miradas inquisitivas y asombradas que azacanean a su alrededor. «Padre de mí y de mis ojos», escribe Baranda, «hoguera de mi boca encendida». Teoría de las niñas también es una elegía al padre: un canto a su memoria y a su fuerza. El padre conduce al mundo: lo hace visible, lo dibuja, lo ilumina; y conduce al lenguaje, que es otra forma de acceder al mundo, o de crearlo. La poesía de Baranda es cromática, sensual, metafórica: las imágenes, vigorosas, enjambran en el relámpago emocional que se coagula en verso y le dan tiemblo y espesor. La percepción pesa en el surgimiento del poema: abundan los ojos y lo que los ojos ven, y la ausencia de ojos —la ceguera—, como en todo el libro; también los sonidos: la boca, los trinos, la lengua, las sílabas; y el tacto, que siente el fuego, el barro y la humedad. A veces, los estímulos sensoriales cuajan en una sinestesia que los reconcilia a todos: «sonido líquido y agrio». El mundo de la infancia contenido en Teoría de las niñas no obedece a un patrón figurativo, sino que se representa mediante símbolos, que cobran a menudo una dimensión arquetípica: los dibujos del padre son proyecciones de la construcción del ser, esbozos de los caminos que guían a la vida y que guiarán a la muerte; la risa que a menudo atrapa a
las niñas es una manifestación elemental de la alegría y una muestra de la inocencia primigenia, del candor que se irá perdiendo con el vivir y que sólo subsistirá en el reducto inexpugnable de la infancia; y las yeguas, que aparecen en varios poemas, son expresión de la energía desnuda y primordial que es, a su vez, sostén de la pureza. Pero este carácter arquetípico no resta realidad a los símbolos. Seguramente, en la infancia de María Baranda hubo yeguas, gallos y gallinas, caballos y cuervos: criaturas de un inconcreto pasado rural que comparecen en los poemas del libro como anclas en el mundo, como recordatorios de la gravedad de los objetos y los seres, transfigurados hoy por la rememoración y el entrañamiento. «Mi padre no es un filósofo», leemos en otro poema, «su ojo / es sangre […] / Ofende a las gallinas. / Pecorea los granos de miseria / que los otros arrojan a su paso. / Son fragmentos de asombro, / el grito del mecate que lo enreda. / Como una bestia muge y se ayunta en el poema». La realidad del poema es también poderosa. Teoría de las niñas es, además de una indagación en la intimidad y el pasado, una oda —fracturada, polémica— a la revelación de la palabra: a la comprensión de que la palabra nos configura. Baranda esparce en el libro símbolos que reflejan ese hallazgo jubiloso: alfabeto, tinta, texto, letras, páginas, sílabas, libros. El dibujo del lenguaje es, pues, otro de los legados del padre. Y su peso obsesivo se advierte en determinados mecanismos, como la insistencia en ciertas imágenes, que vuelve casi idénticos algunos poemas, como los de las páginas 14 y 43. En ambos leemos: «Los ojos. / Las paredes blancas son los ojos. / Las paredes blancas son un libro» y «sus líneas, / hondos pozos del tamaño de un cuervo». Pero las niñas crecen y ese crecimiento certifica el enfriamiento del mito candente de la niñez. El cambio es corporal: «Las niñas se hacen una larga cicatriz entre las piernas. / Sangran sus labios invisibles. / Tintinea el aire de junio y todas sus promesas. / Mi padre dice que las odia». María Baranda ha escrito un libro delicado y enérgico, que reivindica por igual la figura tutelar del padre, el tiempo inmaculado de la infancia y la condición madura de mujer.
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Libro de las imaginaciones David Vegue Nazarí: Granada, 2018 255 págs.
El lenguaje sagrado Por Juan José Castro Martín La escritura como un acto único y, por tanto, sagrado. Este es el sustento del nuevo poemario de David Vegue, la restitución de la entidad mágica de la enunciación poética como acto imaginativo donde, además, también la lectura o lecturas de la tradición lo son. Ya Octavio Paz establecía no ya la relación con la imaginación sino la especial constitución de la poesía como acción imaginativa donde toda imaginación supone o incluye todas las imaginaciones. Esta es la clave del título del libro, de ahí la intención manifiesta por el propio autor en su «Post scriptum» de levantar el edificio de cada poema entendido como acto de transformación de la realidad, mutación que debe abarcar al propio lector en la tarea de enmascarar el vacío o de buscar —en la línea de búsqueda de las prácticas poéticas desde Baudelaire y Hölderlin— un sentido, una imago que dote y altere a un mismo tiempo el mundo. En esta línea se centra especialmente la primera parte del libro, como, por ejemplo, en «La tumba del orden y del caos». La alteración, el intento de llevar el poema a otro lugar imaginativo, supone la ruptura en ocasiones de la lógica argumental o de la anécdota y asume los principios estéticos en los que la metáfora («mudanza») es el soporte mismo del poema y no un mero tropo. Vegue encarna a la perfección la necesidad vital del poeta, donde la imaginación no es una dimensión paralela a la realidad, sino que conforma con ella el ámbito humano. Cada poema muestra claramente una lectura de la tradición como espiral de interpretación desplazando,
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a la manera de Lledó, el mensaje en sí de los textos para asumir que el sentido depende del bagaje imaginativo y de la dimensión metafórica en la poesía moderna. Así, la acción de contemplar la realidad es transformarla: «Con un solo aleteo de los ojos / todo aletea por dentro de sí mismo». El lector es, de este modo e inevitablemente, espectador y actor del poema, negando además que El libro de las imaginaciones sea una mera pirotecnia egocéntrica y narcisista sino el ritual del yo en busca de sentido, el yo en plena oración. Dicho esto, entenderemos la dimensión barroca, que no ornamental, del libro y los diferentes niveles que estratifican el terreno de la poesía «con su música oculta / que emprende subterráneo / viaje hasta la boca». La dimensión imaginativa debe ser entonces vital, no retórica, en un acto único que invita a convertirse «en lugar de lo sagrado», hacer nuestra la belleza, tomarla, hecho marcado desde el poema inicial, que invita a penetrar en este territorio de mutación en la palabra. Vegue, si hacemos caso al estructuralismo crítico, inaugura un universo de elementos que se deteminan unos a otros, una danza con la realidad conquistada al nombrarla, el acto de «buscar una forma en la tormenta». Acciones y formas se asumen unas a otras y demuestran la unidad fundamental, casi física, que no metafísica, se traspasan las fronteras o desaparecen cuando «la misma piel le das al amor y a la muerte». Si se sigue el rastro que dejan las numerosas referencias a autores, versos y obras, el poemario establece unas coordenadas específicas de lo simbólico, al igual que las extensas y numerosas citas. Interesantes en este sentido resultan las referencias a los textículos de Rodolfo Franco, término que ejemplifica la voluntad de Vegue de constatar en la metáfora el elemento transformador e integrador a un mismo tiempo de la realidad, como el río o la semilla que ya contienen sus sucesivos estadios. Estamos, en definitiva, ante una apuesta arriesgada que no elude ningún registro ni tono, en la que lo primordial es que el lector entre y salga de este dédalo simbólico imantado de nuevos sentidos, transfigurado a través de la imagen para negar la mera instrumentalidad del lenguaje y la función mimética del arte.
En busca de una pausa
Juan Carlos Abril Pre-Textos: Valencia, 2018 92 págs.
Pararnos y mirar Por Enrique Nogueras Juan Carlos Abril ha ofrecido a sus lectores solamente cuatro libros, lo que muestra cuán seriamente se toma su oficio de poeta, pues esta parquedad, cuatro libros no especialmente extensos en un periodo en que muchos nos han abrumado con varias obras completas, no nace sólo de una demorada y minuciosa elaboración de los textos, sino también de que el poeta sólo escribe un poema cuando verdadera e inevitablemente le es necesario, imprescindible, y a ello se debe probablemente en buena parte que esos hasta ahora tres libros le hayan procurado un lugar tan destacado como indiscutible en el panorama actual de la lírica escrita en lengua española. Enormemente coherente, la obra de Juan Carlos Abril posee una pasta común, ajena a los vaivenes de las modas y anclada en una tradición naturalmente abierta, de la que sus trabajos como crítico y traductor dan clara orientación, y de la que resalta su vocación hacia el mundo clásico, tan patente en Crisis (2007) y ahora acaso más difusa pero todavía evidente. Que entre libros separados por tantos años se puedan señalar variaciones y deslizamientos no se contradice, no sólo por el natural enriquecimiento de la pericia del poeta o el afinamiento de su sensibilidad, sino porque los avatares personales interfieren y modifican la aventura poética. Aunque en muchos aspectos En busca de una pausa se pueda ver como la natural continuación de Crisis, también presenta indiscutibles diferencias. La más importante, el tono discursivo y la extensión
de los poemas, que con frecuencia pasan de los ochenta versos. Quizá también el uso de un lenguaje más coloquial, aunque no menos sorprendente. La intensidad lírica no disminuye por ello, pero se desarrolla acaso en un tono más íntimo, que tiene algo de confesión en sí misma imposible, porque lo primero que se cuestiona es el sujeto que la enuncia, tono favorecido además por el uso de numerosos versos breves, siempre de la serie yámbica, en textos que parecen desarrollase en un sugerente balanceo de cláusulas que muchas veces podrían sugerir un movimiento sucesivo de tesis, antítesis y (¿precarias?) síntesis; poemas que adoptan con frecuencia el ritmo y el flujo de una salmodia sincopada cuya adjetivación sorprendente y arriesgada, así como el uso de sintagmas insólitos y perturbadores, atrapa desde el principio al lector, al fin y al cabo, aquí también semejante y hermano en la búsqueda de esa pausa que nos permita pararnos y mirar. Mirar el mundo y mirarnos nosotros, aun a sabiendas de que la mirada engaña. Dividido en cinco partes, de las cuales la última, integrada por un solo poema, es una «vuelta» que nos devuelve a donde estábamos pero distintos, a otro comienzo, los diecinueve poemas que lo integran se mueven entre la declaración autocrítica de intenciones, el examen de consciencia y una poesía reflexiva en que todo se cuestiona y diversifica. Así, la experiencia de la que nace es decodificada y «radiografiada», porque el poeta escruta la realidad, más allá de sus engañosas apariencias. En busca de una pausa nos devuelve a un Juan Carlos Abril, otro y el mismo, que logra en este libro la plenitud de un decir poético, que, más allá de la sorpresa, alcanza la dimensión y la envergadura de una amplitud auténtica y abrumadora. Desde el deslumbrante comienzo de su primer poema («Es de noche, puede ser cualquier / noche, hoy o mañana, / y nunca emergerás / desde el subsuelo a la superficie,») hasta sus contundentes versos finales («Quiero ir a China para conocerte. / Que nadie te detenga. / Nada más.»), este es un poemario imponente y espléndido en el que nada sobra y nada parece faltar, un libro que nos deja con el pellizco de la poesía y ante el que el crítico, perplejo, se siente incapaz de elegir una cita.
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Diario de un ingenuo
Émile Bravo (Traducción de Lorenzo Félix Díaz Buendía) Dibbuks: Madrid, 2019 80 págs.
El rojo te sienta bien, Spirou Por David Aliaga La historia del cómic no puede comprenderse sin Jean Dupuis y André Franquin. En abril de 1938, apenas dos años antes de que las tropas del Ejército belga se rindiesen a la Wehrmacht, dando lugar a cuatro años de ocupación nazi, Dupuis fundó Le Journal Spirou. El editor era un europeísta convencido y empleó las páginas de su revista juvenil para ofrecer la alternativa a autores francófonos en un mercado ya inundado de cómics norteamericanos. A pesar de haber nacido en años convulsos y haber jugado un papel dentro de la oposición belga durante la ocupación —varios de sus autores colaboraron con la Résistance y encriptaron mensajes en sus páginas—, la cabecera sobrevivió a la guerra y se convirtió en una de las revistas de tebeos más longevas y apreciadas, en la que se publicaron por primera vez las aventuras de Lucky Luke, Marsupilami y, por supuesto, de Spirou. El botones Spirou fue creado como logotipo de la revista de Dupuis, que no tardó en encargar a Robert Velter que escribiese algunas aventuras en las que el icono corporativo se convirtiese en protagonista. Sin embargo, el personaje que conocemos hoy es más una creación de André Franquin que de Rob-Vel. En la década de 1950, el artista de Etterbeek concedió mayor complejidad a las tramas protagonizadas por el empleado del Hotel Moustique, creó antagonistas que engrandecieron a su héroe y compuso historias como Hay un brujo en Champignac, que forman parte del canon del noveno arte. A diferencia de los otros dos grandes personajes de la BD, Astérix y Tintín, Spirou ha sido escrito por una extensa lista de autores. Después de que Franquin abandonase la serie en 1968, el botones protagonizó historietas más o menos divertidas, pero que no llegaron a alcanzar el nivel ni gráfico ni argumental que había exhibido Franquin.
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Sin embargo, en los últimos años Spirou ha vivido una revitalización gracias a una decidida apuesta de sus editores por renovar el personaje. En 2015, el botones belga reaparecía con fuerza en España gracias a la publicación de El botones verde caqui. Escrito por Yann y dibujado por Olivier Schwartz, la historia nos trasladaba a los años más duros de la ocupación nazi de Bélgica y reclamaba la atención de un lector más maduro. En la misma línea se publica ahora en español Diario de un ingenuo. Como Yann y Schwartz, Émile Bravo acentúa el contenido político de la cabecera. Bravo nos sitúa en 1939. En el Hotel Moustique tiene lugar una reunión entre un alto mando alemán y tres embajadores polacos que tratan de alcanzar un acuerdo que evite la invasión de su país. El joven Spirou, que no termina de comprender las implicaciones de lo que está sucediendo, se verá enredado en una trama de espionaje en la que el antifascismo belga tratará de reclutarlo por apreciar en él «un buen corazón». Con estos mimbres construye Bravo una aventura a la que quizá un lector adulto pueda pedirle un poco más, pero que resulta ideal para acercar a los lectores jóvenes. Con todo, las viñetas están salpicadas de referencias nada ingenuas. «El rojo te sienta bien», le dice a Spirou una de sus nuevas compañeras de trabajo, una afirmación que resume el rayo ideológico que atraviesa la historia. O más adelante, aludiendo a una vieja querella del sector, Bravo desliza en voz de uno de sus secundarios: «Tintín es un héroe burgués, lo que necesitamos es un Tintín revolucionario». Guiños al lector adulto con los que Bravo parece rendir homenaje a aquellos autores que entre 1939 y 1944 encriptaron mensajes en las viñetas de Le Journal Spirou en su combate contra el nazismo. Diario de un ingenuo es una obra que opone el bien al mal, la fraternidad al fascismo, con una sencillez (ese «buen corazón» de Spirou que basta para convertirlo en un opositor al nazismo) que quizá sea necesaria en estos tiempos en los que el mal que regresa se sirve de enmascaramientos y subterfugios.
Recomendaciones de Quimera Lluvia fina
Luis Landero Tusquets, 2019
Más que una novela, Landero nos explica un largo cuento. Con su maestría habitual y su incomparable poder de sugerencia, el escritor extremeño nos habla de los oscuros resortes del recuerdo, con sus engaños y reconstrucciones a medias, como palabras mudas que se nos quedan enquistadas y se empeñan en no abandonarnos. Luis Landero no narra únicamente la vida de una familia. Landero vuelve a hablar de todos nosotros. Y nos demuestra que la memoria es, en ocasiones, como la lluvia: fina, menuda y, sin embargo, persistente.
Silencio administrativo Sara Mesa Anagrama, 2019
Escrito a modo de crónica casi periodística, Silencio administrativo narra la accidentada odisea que emprende Carmen (nombre ficticio), una mujer indigente, enferma y sin techo, cuando decide solicitar la renta mínima de inserción que supuestamente ofrece el Gobierno de Andalucía a la gente sin recursos. Con una sabia combinación de narración y datos, Sara Mesa pone de manifiesto la ineficacia del sistema y el desvalimiento que sufren en nuestro país las personas en exclusión social, quienes a ojos del ciudadano medio disponen de multitud de ayudas que, a la hora de la verdad, son de muy difícil acceso. También señala otros males que cronifican este problema, como la inoperancia burocrática, el poco interés de los medios y, en última instancia, la aporofobia —el odio al pobre— que hace que la sociedad en su conjunto prefiera cerrar los ojos ante la desprotección que sufre este colectivo.
Aquí y ahora. Diario de escritura Miguel Ángel Hernández Fórcola, 2019
La novela El dolor de los demás (Anagrama, 2018) fue una de las grandes novelas del año pasado y podemos considerar su Aquí y ahora. Diario de escritura una continuación. Tiene Aquí y ahora una tensión muy cercana a la de su novela precursora. Hilvana y deshilvana el oficio, también la vida del autor, sus ansias, sus buenos y malos momentos, sus debilidades en el trayecto de la escritura de esta gran novela. No es sólo una continuación de El dolor de los demás, un puro diario de escritura de una obra; es también una continuación, una ampliación.
Diligencias
Andrés Trapiello Pre-Textos, 2018
Trapiello sigue con las entregas de esta obra de vida vestida de literatura. En este nuevo libro de la saga transita los temas a los que tiene acostumbrados a sus seguidores, adornados con anécdotas y asuntos personales íntimos. No es difícil encontrar similitudes con la vida propia, ensalzando ese campo metaliterario común que el autor encuentra con sus lectores. Por un momento, todos nos llamamos Andrés Trapiello, por un momento la literatura y la vida se confunden, una vez más.
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Recomendaciones
Claves de la simbología Jaime D. Parra Fragmenta editorial, 2018
El símbolo como conexión trascendental entre el hombre y el mundo, como vía de regreso al origen, como lenguaje que implica al ser humano en la realidad y la idealidad. Para Jaime D. Parra, tal es la búsqueda en la que la simbología se sumerge, y así lo explica en este libro a través de siete ensayos en los que profundiza en las teorías simbólicas de autores fundamentales como Gershom Scholem, Moshe Idel, Henry Corbin, Marius Schneider, Elémire Zolla, Juan-Eduardo Cirlot y Joscelyn Godwin. Un libro ideal para entender la obra de estos autores y su relación con la cultura hispánica.
Cartas de Rusia
Marqués de Custine Acantilado, 2019
Acantilado publica un extracto de uno de los best sellers del siglo XIX, Cartas de Rusia, que explica el viaje del Marqués de Custine, un rico aristócrata legitimista, al país de los zares en busca de una justificación política del despotismo. El miedo, la pobreza, la burocracia y los excesos de la autocracia que genera un fanatismo acrítico hacia la figura del zar hará que vaya tomando posiciones cada vez más cercanas a la democracia. A pesar de algunas repeticiones de temas y argumentos, Custine logra una prosa vigorosa y tensa que seduce al lector y consigue una obra sólida y crítica que recuerda inevitablemente los sufrimientos del pueblo ruso bajo el régimen estalinista.
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La mirada lúcida Albert Lladó Anagrama, 2019
Brillante ensayo de Albert Lladó que ahonda en el oficio de periodista. Tomando como base el artículo de Camus publicado en Le Soir républicain en 1939, recorre los cuatro pilares en los que se cimenta la profesión: lucidez, desobediencia, ironía y obstinación. Las palabras han de incomodar, afirma. Un acercamiento inteligente a una profesión que afecta a nuestra realidad diaria más de lo que creemos o somos capaces de admitir.
La ciudad
Laura Villar Gómez Liliputienses, 2019
La autora gallega Laura Villar Gómez nos ha sorprendido con un primer libro de poemas muy recomendable. Con una mirada incisiva, Villar nos descubre cómo una ciudad es una narración inagotable si prestamos atención y buscamos sus claves y señales, como un juego de espejos y de máscaras. Un pequeño mundo que da paso a un universo gigante, en el que se mezclan planos y se combina intimidad y arquitectura. Sus poemas cuentan con una plasticidad que nos permite imaginar escenas a través de imágenes muy logradas. Su estructura, además, resulta muy interesante, a partir de un diálogo entre poemas versiculares y poemas en prosa, próximos en ocasiones al guion cinematográfico. Un libro breve y, a la vez, inabarcable.
publicidad pepe mujica: PORTADA 218 15/4/19 11:40 Página 7
EL VIEJO TOPO
Ensayo
Andrés Cencio
Palabras y sentires de
Pepe Mujica ¿Qué es lo que aletea en nuestras cabezas? Si hay un político que se haya ganado un respeto universal, este es sin duda José “Pepe” Mujica. Su sencillez, bonhomía, sensatez, modestia, le han granjeado simpatías que van más allá de consideraciones o complicidades ideológicas. Fue guerrillero –perteneció al Movimiento Tupamaros–, estuvo encarcelado y, con la llegada de la democracia, amnistiado. Años más tarde fue elegido diputado por el Movimiento de Participación Popular (MPP), formación integrante del Frente Amplio, para pasar a ser Senador tras las elecciones de 1999, ministro en 2005 y presidente del país en 2010. En este libro se recogen discursos e intervenciones de Pepe Mujica –amén de una entrevista efectuada por Andrés Cencio– pronunciados en distintos momentos y diferentes marcos, en los que quedan bien patentes los valores que defiende, cuáles son sus preocupaciones y cuáles sus esperanzas.