Cadenas de miseria: una crónica de maltrato infantil El maltrato infantil es un ogro feroz que mantiene encadenada la vida de muchos niños, siendo su “psiquis” la más afectada, de manera que quienes han atravesado este tipo de circunstancias, llegan a la etapa adulta, con un daño emocional para muchos de ellos imperceptible, transformándose, con mayores probabilidades, en crueles verdugos, que, sin querer repiten la historia que ellos mismos hubieran querido no sufrir. Héctor, quién pidió que se mantuviera su verdadero nombre en el anonimato, es un joven que actualmente se recupera de las secuelas producidas por este veneno, que le ha carcomido interiormente hasta el “tuétano del alma”. “Mamá!,¿ verdad que tendré problemas con papá?”, decía Héctor, que vestía una playerita amarilla y un pantalón corto caqui, sentado en el escalón “legendario del garaje de su historia”, con apenas 5 años de edad. Su mamá guardo en secreto, el apunto de abuso que estuvo por sufrir por uno de sus parientes, otro niño un año más grande. Su papá, Manuel, es el cuarto hijo de ocho hermanos. Este cuando era pequeño, sufrió mucho con su progenitor. No sólo el mal ejemplo de ver como golpeaba a su madre o la desesperación al tratar de escapar y esconderse, de una “dura tunda”, junto con sus hermanos debajo de la cama o ropero. Sino la falta de compromiso en la orientación, interés y manutención de las necesidades de sus hijos. La que los sacó adelante, sacrificándolo todo, llegando a ser madre y padre, logrando hasta su muerte erigirse como el pilar y el pegamento de su familia, fue doña Flor. Ella decía que “Don José no siempre fue así, que la vida cómoda de la cual se habían hecho había sido la causante de su reprogramación mental para ser un “abusador”. En una tarde refrescada por la lluvia, Manuel, con 11 años de edad, no realizó
“satisfactoriamente” una orden de “Don José”, su padre, eran las 5 p.m., en medio del olor a tierra mojada y de personas que aprovechaban el cese del “aguacero” para regresar a casa o salir a hacer las compras para “tomar el café”, en medio del ir y venir sobre las calles de aquel pueblito colonialmente rural, lo sacó a la calle desnudo, como castigo. Entre la vergüenza, las lágrimas y sollozos que prometían poner más cuidado y no volver a cometer el error nunca más. “Don José” estaba ebrio, comió y se fue a dormir. Aprovechando la ausencia, “Doña Flor”, abrió la puerta de aquel viejo portón negro de la casa. Parado a la intemperie estaba Manuel, su hijo, quien torpemente y temblando de frío trata de ocultar de la vista de los transeúntes las partes que notaban el desarrollo que estaba experimentando a la adolescencia. En ese momento, le dijo con ternura -pasa se ha dormido-. El tiempo pasó, junto con Manuel crecía un rencor venenoso, que le arruinaría la vida después. Este sentimiento se enraizó, como protesta hacia lo desconsiderado y poco padre que hasta ese momento había sido “Don José”, quien se aprovechaba de la debilidad de un niño y de su madre. Llegó el día que tanto había esperado, aquel de la libertad y la justicia, había cumplido 27 años, se había preparado físicamente para ese momento, además de financieramente. Como en su niñez, “Don José” llegó borracho a