FATUM: Cap. 3 "María de la Miel"

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Escrito, editado e impreso por Rafael García Artiles durante el 2019

FATUM III

Ya teníamos el primer relato a la venta en las librerías y tiendas de artesanía más especiales de Granada, esas pequeñitas que son un alarde de osadía y poca visión empresarial, pero que mantienen a esta ciudad cultural y socialmente viva, que permiten soñar y encontrar tesoros que no encontrarías en otro lugar, porque son de ese lugar y tienen su modesta medida.

Mi tiendita era uno de esos lugares, en ella me podías encontrar trabajando en cualquiera de mis creaciones, y si mostrabas un poco de interés te terminaría invitando a un té, o a una cerveza, dependía de lo que pidiese el momento. Y te contaría mil historias sobre los objetos que había en esa tienda, y si te llevabas algo te dibujaría la bolsa de papel. En esa tienda, vender y que comprases era una necesidad material, pero poder regalarse era una necesidad vital. Por poco que llevases encima, solo por tu interés ya te llevabas un presente, material o inmaterial.

Fue una tarde noche de primeros de diciem bre. Quedaba poquito para cerrar, por la puerta entró ella, me saludó con una sonrisa casi tímida.

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Comenzó a mirarlo y tocarlo todo. A mí ya me quedaba poca energía para explicarle, pero hice un esfuerzo, y de manera austera le iba contando acerca de todo aquello que iba tomando entre sus manos. Era morena, de pelo lacio, de mi altura, de frente grande, barbilla impertinente y rasgos latinoamericanos, pero no era capaz de identificar su acento, me resultaba extraño. Vestía un falda larga floreada, y una chaquetilla bordada, todo de colores tierra muy vibrantes. Volvió varias veces sobre varios objetos que le habían llamado la atención, era sobre todo el trabajo de Nicolás, El poeta del puente, su trabajo era una suerte de origami poéti co. Finalmente se fijó en unos pendientes poéticos de Nicolás. Me preguntó el precio, no recuerdo cuánto era, pero no era mucho.

— ¿Podrían quedarse más barato?

Odio que me regateen, es como si pensaran que les intento engañar con los precios, y los precios que ponía eran siempre muy ajustados.

— Disculpa, pero no es mi trabajo, no puedo cam biar su precio. Pero te regalo una postal si te los llevas.

— ¿Y si me llevo solo uno?

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Nicolás me había indicado que se podían vender por separado.

—Claro, sin problema, pues se queda en la mitad.

— ¿Eres venezolano?

— No, soy canario, por eso mi acento.

— ¡Canarias!, quiero ir a Canarias.

—Pues estás de suerte, ahora hay billetes muy baratos desde Málaga. Igual, por cincuenta euros vas y vienes.

Le di el nombre de la compañía que tenía esos vuelos tan baratos, le entregué su compra envuelta en una bolsa dibujada y se marchó. Yo cerré la tienda y me fui a descansar. Al día siguiente se presentó por la mañana y me dijo que se había comprado un billete a Tenerife, se iba en menos de una semana. Me alegré por ella, le dije que yo era de Gran Canaria, y que iría también en breve para allí a pasar las navidades. Me comentó que ella pintaba acuarelas y que tenía grabados, y que les gustaría dejármelos para venderlos en la tienda. Le dije que me los trajera para verlos. No recordaba su nombre, así que se lo pregunté, y ya aprovechando, que de dónde era, porque no reco-

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nocía su acento. Era chilena, como su poco común nombre. Nos despedimos cordialmente y marchó. Recuerdo la casualidad de que justo esa mañana había leído un artículo sobre los mapuches, un pueblo pacífico empujado a la violencia de tener que defender por la fuerza su modo de vida, primero de los españoles y luego de los estados chileno y argentino.

Sobre las dos de la tarde marché a comer a mi pisito en cuesta Gomerez, que por aquella com partía con una bailarina que casi nunca estaba en casa. No recuerdo qué comería, pero seguro estaba rico y lo regaría con un vinito tinto. Supongo que terminaría de comer y me prepararía un té. Gustaba yo de tomarme ese té asomado al balconcito, era un segundo, así que me daba una buena panorámi ca de la calle. Me encantaba quedarme allí viendo a la gente ir y venir, adivinando sus vidas. Y en esas elucubraciones estaba, cuando vi en lo alto de la calle a la chica chilena. Iba mirando hacia arriba, buscando algo, enseguida supe que buscaba piso. — Hola ¿se te perdió algo?

Le grité yo desde mi balcón, casi tropezando

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las palabras al darme cuenta que no recordaba su nombre.

— ¡Ah! Jajaja, pues sí, necesito una habitación.

— Yo disponible no tengo, pero si me entero de algo te aviso.

— ¡Gracias!

— Oye esta noche hago cenita en mi casa, y después fiesta de la música, si quieres estás invitada. Recuerdo que me sorprendió un poco ese gesto mío. Suelo ser más tímido de entrada, pero supon go que me hizo sentir cómodo desde un principio.

— ¡Oh! sí, me pasaré.

— A partir de las nueve ya puedes venir. Hasta luego, y suerte con la búsqueda.

Fue una de esas noches que los que estuvimos allí recordamos con cariño. Ella se presentó antes de las nueve, estaba yo aún cocinando, venía con su cuatro, un instrumento de cuatro cuerdas más grande que un ukelele, pero más pequeño que una guitarra. Mientras terminaba me cantó alguna canción de Violeta Parra, con la que decía tenía una conexión especial. Poco a poco fueron viniendo el resto de invitados. Comimos rico, y cantamos

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bonito, a ratos, y bien feo a veces, pero con mucha alegría siempre. En algún momento bajamos a la casa de mi vecino, para no molestar a mi compañera de piso, que acababa de llegar y quería descansar. Allí continuamos hasta bien tarde cantándole bien desentonado a la vida. Recuerdo cuando ella marchó, cómo se paró en mitad de la escalera y miró hacia atrás, a donde estaba yo, como si se le hubiera olvidado algo. Ya descubriría luego que lo que quería era amanecerse conmigo. Sobre el día veinte de diciembre cerré la tienda y me fui de vacaciones a mi tierra, a Canarias, al pisito donde vive mi familia, bien cerca de la playa de las Canteras, que en pleno invierno, si el día está bueno, te da para darte un bañito, o como poco, pasar el día tirado en la arena tomando el sol. El día veintiséis de diciembre recibí un mensaje suyo. Me había olvidado de que estaba en Teneri fe, me preguntaba si la podría acoger unos días en mi casa. En ese momento me dije, que morro que se gasta, pero bueno, le consulté a mi madre y me dijo que no había problema. Así que le dije que se viniera. Creo que fue al día siguiente que se plantó

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allí. Ese día yo había ido a escalar a la Sorrueda, y ella llegaba como a las cinco. Le dije que yo hasta las nueve no llegaría, y que después había quedado para ir al cine. Me dijo que no había problema, que quedaría con una amiga para pasar la tarde por las Canteras.

—¿De verdad tenía amigas en Las Palmas también? ¿Como hacía?

Me encontré con ella en el paseo de la playa de las Canteras, a la altura de Peña la vieja. Era día de Playa Viva, y había conciertos por algunas de las terrazas del paseo. Llegábamos justito a mi cita para el cine, era una reunión que solíamos hacer anualmente los compañeros de cuando estudié audiovisuales, con la excusa de asistir al evento cinematográfico navideño de turno. Era en el cine del centro comercial que se encontraba al final del paseo, en la Cicer. Ese año tocaba una nueva entrega de la Guerra de las Galaxias. Vimos la película, que ni fu ni fa, y luego nos acercamos al Tiramisú, una terraza—bar donde había uno de los conciertos del Playa Viva. En algún momento le pregunté cuánto se quedaba y qué planes tenía

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para esos días. Me dijo que el treinta y uno se quería volver a Tenerife a pasar fin de año con unos amigos, y que le habían hablado muy bien de la playa de Güigüi y quería visitarla.

Vaya con esta chica, no ha hecho más que llegar y ya sabe de una de las playas más especiales de la isla. Es una playa que para acceder a ella por tierra hay que caminar como poco cuatro horas, si tienes coche, si no ya son como siete u ocho horas, y ade más tienes que llevar toda el agua que necesites porque allí no hay. Me pareció muy buena idea, y le propuse pasar dos noches allí para aprovechar la caminata. Además teniendo en cuenta que yo no tenía coche, tendríamos que ir por el camino largo, y ser depen dientes de las limitadas guaguas que nos llevaban a la Aldea de San Nicolás, que era el lugar donde comenzaba el camino. Yo solo había ido una vez a Güigüi, y lo hice en piragua desde Tasartico, así que no conocía el camino.

Estudié la ruta e imprimí un mapa, consultando me dijeron que no había pérdida, que el camino

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estaba bien señalizado. Agarramos bastante agua, como cinco litros por cabeza creo recordar. Yo car gué con la tienda, los sacos de dormir, la comida, la cocinilla, mis cinco litros de agua y una botella de vino. Ella con su agua y sus cosas.

Sobre las once del mediodía la guagua llegó a donde comenzaba el sendero. Para mí era una total aventura porque no sabía qué me encontraría en el camino. Ya me habían dicho que era durillo, pero pensé que exageraban, y además yo estaba muy acostumbrado a caminar. Y sí, el pateo era duro. Había que subir y bajar constantemente barrancos muy profundos y escarpados, y aunque el camino estaba bien no quitaba para que la suma de kilómetros lo hiciera dificultoso. Pero valió mucho la pena. Al no pasar ninguna carretera cerca estaba totalmente despoblado, solo alguna casa en los primeros kilómetros que te daba por preguntarte como habrían hecho para construir en ese lugar tan inaccesible. Solo de recordar su belleza se me llena el espíritu de gratitud. Toda la singularidad, majestuosidad y fuerza del paisaje canario estaba allí. Paredes de erupciones fisurales con no menos

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de trece millones de años, disyunciones columnares dibujando flores en la roca. Basalto que lleva, en un pequeño tramo de su piel, escrita la historia de los antiguos pobladores canarios de los que ya solo quedan resquicios. Pisar esos caminos siem pre es volver sobre sus pasos.

Cardones, tabaibas, tajinastes, cornicales, cañahejas, tasaigos, sabinas, escobones, palmeras, acebuches y algún pino canario solitario, nos iban a acompañar por el camino, tiñéndolo todo del mejor verde endémico, del que está agradecido por la reciente lluvia.

El primer tramo transcurría por un pequeño andén que precipitaba en un barranquillo. El paisaje era abierto pero estaba circundado por las, que de enormes parecía cercanas, verticales paredes de otros barrancos más altos.

El camino iba en ascenso y ella ya parecía can sada, le costaba caminar tanto rato, y además su calzado era demasiado plano y endeble para esos caminos pedregosos. Su caminar en sí era extraño, me di cuenta de que sus piernas eran algo cortas en proporción con el resto, lo que hacía que al andar

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lo hiciera con cierto desequilibrio controlado. Su ritmo lento me mataba, necesitaba ir más rápido, sobre todo por el peso que cargaba yo. Así que continuamente avanzaba, dejaba mi mochila, bajaba a buscarla y le intentaba ayudar con la suya en los tramos más empinados. Se negó siempre a que le cargara la mochila, con mucha dignidad me decía: — Yo puedo, solo déjame descansar un ratito. De a poquito cubrimos aquel tramo. De haber sabido todo lo que venía después quizás le habría propuesto volver, porque habría pensado que no podría terminarlo, y entonces me habría equivocado y esta historia no habría sido la misma.

Poco a poco las paredes de un barranco nos fueron rodeando y estrechando el camino. Esa es una de las magias de los barrancos canarios, que pien sas que has llegado a lo alto de uno y resulta que solo has llegado al pie de otro, y a no ser que des andes tus pasos no entenderás en qué momento se pasó de uno a otro.

Lo siguiente que nos encontramos en el cami no fue una pared de puro verde, con un sendero que serpenteaba hasta una prometedora cima. Al

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estar orientada al norte y estar en penumbra era de un verde de películas de dinosaurios. A nuestra izquierda y derecha se levantaban paredes donde habitaban cuevas que me traían a la imaginación otras vidas en la isla. Ella soltó su mochila, y como si el cansancio fuera cosa fingida, se trepó a las cuevas, se acomodó en una, y ahí quedó en un estado meditabundo durante largo rato. Con la petición de que le sacara una foto con mi móvil acabó su estancia en aquel hábitat. Me sentí muy raro con ese gesto, me dieron muchas ganas de tirar el móvil en aquel momento, aquel objeto había convertido aquel instante en algo muy banal.

Recordé la cima de aquella pared, y surgió en mí la urgencia de alcanzarla. Era un camino estrecho, empinado y lleno de piedras que nacían de la tie rra, y otras que habían sido colocadas para facilitar el camino. Lo subí sin parar, volviendo la vista atrás a cada rato para ver si ella estaba bien. Ella continuaba hacia arriba con su paso torpe y lento, y sus paradas para tomar aire y admirar el paisaje, aquello era un paseo para ella, un paseo muy largo. En cambio yo sentía la necesidad de correr por ese

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camino hacia arriba, saltando de roca a roca como una cabra. Esos lugares sacan de mí cierto recuer do primitivo que me da un empuje extra para ir saltando por sus caminos, una energía adrenalínica que me lleva a querer volar por el sendero. Pero voy realmente cargado así que no tardo en echar el bofe y darme cuenta de que no estoy tan en forma como me creo. Me paro y la espero. Queda poqui to para llegar arriba, pero la voy a esperar para llegar. A partir de ese momento no hubo cima que coronara sin ella durante aquel camino. Una vez arriba este continuaba por la pared que nos había circundado por la derecha en el tramo anterior, y desaparecía doblando a la izquierda en una degollada. Ahí sí que no la esperé, y casi que corrí a ver que había al otro lado. Ante mi encontré un lugar sagrado, así lo sentí, tan mágico y extraño en las formas rojizas que bro taban del basalto. Formas redondeadas con agujeros imposibles que servían de marcos para un paisaje majestuoso que se habría hacia el Atlánti co. Era un balcón natural de donde daba la impresión que nacían los enormes barrancos de paredes

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gigantes que fluían hacia el océano. Deseé saltar y poder planear por aquellas alturas, me dio rabia la imposibilidad. Por un momento me entraron ganas de pasar lo que quedaba de día en ese lugar. Al fondo se habría un zócalo donde se podría dor mir bien a cubierto. En esos momentos yo pensaba que casi habíamos hecho la mitad del camino. Pero estaba muy equivocado, era un tercio de este. Decidimos por lo menos comer allí, lo hicimos en cierto silencio respetuoso. El recuerdo del resto del camino lo tengo más nublado, sobre todo ese segundo tercio. Sé que subimos y bajamos varios barrancos, lo cual era muy pesado. Sin duda era hermoso, y sí recuerdo que ya no perdimos el mar de vista en todo lo que quedaba, pero el cansancio no me permitió disfru tar tanto del camino, y además íbamos con cierta urgencia porque nos podía caer la noche encima, así que solo nos permitimos sus breves paradas. Imagino que esa parte del camino lo haría absorto en mis pensamientos, pensando maneras de sacar la tienda adelante, crear nuevos productos, sacar un nuevo cuento postal... Recordaría mi vida y lo

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que dejé atrás, a quien quise tanto... a mis hermanas, Paloma, Belén y Leonor, a mi sobrino Dani, que tanta facilidad tenía para sacarme de mis casillas, a mi Madre... la vez que estuve en Güigüi, con todos esos compañeros de escaladas y aventuras, y aquel hermoso atardecer...

Teníamos que llegar antes de que atardeciera, no nos lo podíamos perder. Recuerdo que se lo dije, era importante llegar para ver atardecer.

En el barranco anterior al de Güigüi, el de Güigüi chico, encontramos un manantial cuya agua habían acomodado para su uso con un pedazo de manguera negra. Un poco más adelante vivían una pareja ya mayor, algo había oído sobre un ermitaño en Güigüi, un hombre que según nos contaba se había criado allí y allí vivía, porque no soportaba el ajetreo de la vida en la ciudad. Su nieto había ido a visitarlo y con él estaba atareado en sus rutinas diarias. No hace falta que os diga lo complicado que puede ser vivir ahí, con todo tan lejos y con tan difícil acceso. Solo para llegar a Güigüi, don de podría subir a alguna barca pesquera, tenía que caminar como poco una hora subiendo y bajando

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barrancos. Para que luego lo más lejos que le llevase fuese a Tasarte o a la Aldea, ambos pueblos, y sobre todo la Aldea, con un largo y peligroso acceso por una carretera que discurre por la pared de un acantilado. Y luego está la dificultad de trabajar un terreno tan abrupto, con pocos lugares llanos. Pero tenía las cosas importantes, la protección natural del barranco, un manantial de agua y todo el tiempo del mundo para vivir lo que le tocase. Seguimos por el camino y ahí nos tropezamos con la mujer del ermitaño, era una gallega que en algún momento de su vida decidió apartarse de todo para venirse a vivir ahí. Estaba buscando algún lugar con cobertura para poder llamar a su hija. —Por lo menos tengo que caminar cuarenta minutos para encontrar un lugar con cobertura. A nosotros ya nos quedaba poco para llegar, pero aun así, se nos hizo muy pesado ese último tramo, el que transcurría por el fondo del barranco. Nos perdimos el atardecer y la noche ya caía, eso, sumado a los cañaverales que poblaban el cauce del barranco hizo que perdiéramos el sendero,

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por lo que optamos por seguirlo sin más. Esto no suele ser buena idea porque suelen ser muy pedre gosos y difíciles de caminar, y todo esto sumado al cansancio que arrastrábamos hizo muy poco agradable ese rato. Pero ya casi estábamos, y yo no veía el momento de soltar la mochila y darme un baño.

Y al fin llegamos a la playa, aún había algo de luz, así que decidí posponer un poco el baño y mon tar la tienda. Una vez montada, ya de noche, me desnudé y le dije a ella que me iba a bañar, que se viniera. —¿De noche? Me da miedo.

—Como quieras.

No iba a entrar a discutir con ella, corrí por la fina arena negra y me sumergí en la oscuridad. Sentir toda esa agua inundándome los poros de la piel después de la intensa jornada, fue una de esas sensaciones que se te quedan grabadas para siempre. Los músculos de mis piernas y mi espalda relajándose en la acuática ingravidez, y mi mente saliendo del ensimismamiento del camino. Y entonces pensé en ella y en cómo se hizo todo el camino sin rechistar, a pesar de que era evidente

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que le costaba. Debería haberse venido a bañar, esto le iba a encantar. Y pensé en salir a buscarla.

— ¿Rafa? ¿eres tú?

— Si, aquí estoy, ¿ya se te pasó el miedo?

— Bueno, tenía más miedo afuera sola.

Y se acercó a mí y me tomo la mano. Entonces caí en que estaba desnuda y me excité. Para calmarme me sumergí y me quedé todo lo que pude ahí debajo. Cuando saque la cabeza ya me había relajado.

— Oye no hagas eso, no me dejes sola.

— Ya, tranquila, no pasa nada, estaba justo aquí. Siempre me arrepentiré de no haber hecho el amor con ella en ese momento. Por timidez por un lado, y por respeto por otro, no quise ni intentarlo. Pero resultaba que ella lo quería tanto como yo. Salió una enorme luna llena que nos permitió vernos los rostros.

— Tengo frío, me voy para afuera

— ¿Y te vas sola?

— Sí

— Vale, ahora voy — No, vente conmigo

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Salimos juntos del agua y en la orilla pude ver su voluptuoso cuerpo brillando a la luz de la Luna. Mi cuerpo empezó a arder tanto que creo que me sequé allí mismo. Preparamos una cena caliente, imagino que sería arroz con garbanzos y atún, y descorchamos la botella de vino que había traído, un peso extra que bien valió la pena cargar. Cuando terminamos nos metimos en la pequeña tienda, porque ya empezaba a refrescar, pero dejamos las cabezas fuera, tum bados boca arriba viendo las estrellas que aquella gran luna permitía, aun así eran muchísimas. Y ahí estuvimos conversando un largo rato, hasta que a mí ya me entró sueño y me metí. Ya casi me había dormido cuando entró ella y se tumbó a mi lado, dentro de su saco de dormir. Medio dormido me giré hacia ella. Ella giró su cara contra la mía y nos besamos, como si eso fuera lo más natural del mun do. Me aparté un poco para verle la cara, pero no lo permitió, se abalanzó con todo su cuerpo sobre mí y me besó con mucha fuerza. Me intimidó, no sé si es que besaba muy brusco o con demasiada pasión.

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—Oye, tranquila, más suave Ella estaba ya sobre mí, y su cuerpo, casi del mis mo tamaño que el mío, me tenía inmovilizado contra el suelo de la tienda. Levantó su cara y me miró con un divertido gesto de enfado.

— Ya pensaba que esto no iba a pasar nunca.

Hicimos el amor varias veces esa noche, y aunque el suelo de la tienda se volvió terriblemente duro e incómodo, nos dimos por entero a satisfacer toda el ansia que llevábamos guardada. Y lo hici mos de manera muy torpe, y hubo momentos en que ante lo ridículo no quedó más que reírse. Fue sin duda una noche de esas que te unen de alguna manera a la otra persona.

— ¿Sabías que cuando haces el amor con otra persona quedas unido energéticamente a esa per sona por cinco años?

—Pues menos mal que no soy muy promiscuo. Yo no pensaba exactamente en eso, pero también podría ser. Me sentía muy cómodo con ella.

—Mi princesa mapuche.

Una de esas tonterías que se dicen en esos momentos de desbordamiento pasional, si no es

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por lo que viene ni lo hubiera nombrado. Pero a veces uno se tiene que aguantar la vergüenza a favor de la narración.

— ¡No po!, los mapuches no tienen princesas, su organización social es muy distinta.

Y me contó detenidamente sobre los mapuches y su organización social, sus ritos y su cosmovisión. Ella había convivido con ellos por algún tiempo y conocía todo aquello de primera mano. Todo lo que me contó fue muy valioso para mí.

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Calle María de la Miel:

Recuerdo perfectamente aquellos días en los que toda mi vida cobró sentido. Todas las mañanas, me quedaba mirándola fijamente a los ojos, a su serenidad, a su sabiduría, a su melancolía, al secreto que se ocultaba en el instante que me retiraba la mirada, a sus arrugas repletas de historias, a los mapas que sobre su piel dibujaban las manchas de la vejez. A sus manos ajadas y pétreas, manejando y seleccionando aquellas olorosas hojas y mágicas hierbas. Al rítmico y ya casi involuntario machacar en el mortero. Al sonido del silencioso rezo que concluía el rito y otorgaba de aura a aque lla misteriosa poción.

Largo tiempo estuvimos vertiéndola en el pozo del palacete del señor Almanzor. La poción era tan olorosa que hacía daño solo de acercarla a la nariz, y tan dulce que hacía que la boca se empas tase con una sola gota. La poción tenía la misión de purificar el agua y disimular el acre sabor de los cuerpos en descomposición. Pues, en el fondo del pozo, hacía ya siete días que yacían los que fueron mis señores, Selam Almanzor, el moro, y don

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Fadrique de Saavedra, un hijodalgo, y cristiano viejo de mi ciudad natal, Zahara, que está allá, en la húmeda sierra de Grazalema.

De cómo llegaron a ese pozo no habrá más historia que la que aquí os cuento, y que no trans cenderá más allá de estos papeles. De por qué sus aguas saben dulces como la miel existe una historia que se llama los “Jazmines milagrosos”, y que cuenta cómo el gallardo Don Fadrique de Saavedra me rescató de las manos del moro enamorado de mi castellana belleza y mi cristiana serenidad. Una historia mucho más creíble, por su cristiano romanticismo, que la que a continuación os voy a contar. Que es, ante todo, mi historia y la de ella.

En mis recuerdos siempre estuvo ahí y, según mis padres, llegó después de nacida yo. Ella nunca habló de su procedencia y mis padres tampoco, pero corría el rumor de que vino del lejano oriente, y de que era bruja. Desde luego sus rasgos no eran parecidos a los de nadie que hubiera conocido, ni siquiera, a pesar de lo moreno de su tez, se le podía emparentar con el enemigo moro. Con todo esto, nunca fueron extraños para mí, ni sus rasgos, ni su amable presencia.

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Protectora de mi vida, de mis aprendizajes y de mi salud. Cuando alguna enfermedad me atacaba, ya fuera a esa parte de mi ser a la que cristianos y moros llaman alma, o fuera mi cuerpo el afligido, ella tenía un remedio que me daba sin que nadie supiera. Muchas de mis noches las veló rezando, a escondidas, al pie de mi cama, pequeños y silenciosos cánticos que apaciguaban mi espíritu. Pasó un día que una de las criadas la encontró velándome con esos extraños cánticos. Armó tanto revuelo que todos despertaron, y mi padre, asustado, bajó en camisón blandiendo la espada de mi abuelo. A punto estuvo de matarla allí mismo, y fue justo en el momento en que mi padre bajaba la espada sobre su cabeza que ella la giró y lo miró directamente a los ojos. Y todo se congeló, y la espada pareció derre tirse junto con mi padre, que cayó al suelo desapareciendo entre los pliegues de su camisón. Solo un penoso llanto daba noticias de que mi padre estaba entre aquellas telas. Ella, que quedó de rodillas a su lado, lo abrazó, y el llanto paró y dio paso al suspiro, un suspiro que nunca escuché a mi padre, ni antes, ni después. Un suspiro lleno de paz.

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Y fue mi madre la última en entrar, y la última en salir. Me miró como nunca miraría una madre. Después de aquello le fue prohibido a mi cuidadora acercarse a mí. De esto hace ya como diez años, y no volví a encontrarme con ella hasta hace un par de Lunas. El mismo día que se celebraba San Juan. Ocurrió días antes del solsticio de verano, a poco de tener la condición para ser mujer casadera, a poco del aniversario de mi nacimiento. Tuve un sueño que comenzaba con ella hablando en una lengua extraña, decía: kvla xekan achawal amuy ta antv. Y lo repetía hasta el infinito mientras un paisaje helado lo rodeaba todo. En medio del paisaje se alzaba un gran árbol, de hojas alargadas y fuertes como las del laurel. Y cada una de sus ramas coronadas con un ramillete de flores blancas. Todo a su alrededor nevado, pero no el árbol. Todo de repente en llamas, pero no el árbol. Una multitud bailando a su alrededor y el árbol susurrando sonidos y ritmos, y canciones desconocidas, y trances, y despertares… y el Sol inaugurando un nuevo tiempo, y su cara de nuevo, y sus extraños decires de nuevo… kvla xekan achawal amuy ta antv…

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Me desperté con estas palabras en la boca, en estado febril y rodeada del montón de gente extra ña que siempre había sido mi familia. Tres días estuve en cama siendo vigilada por esa extraña que era mi madre, que ya andaba desespe rada y no sabía ya a qué santo rezar. Durante esos tres días, pasaron todos los médicos de la ciudad, y todos sus hombres santos. Pero nada me sacaba de mis fiebres, que me mantenían dando vueltas alrededor del gran árbol recitando extrañas pala bras. Y fue al tercer día que mi padre entró en la habitación y sacó a mi madre a rastras de allí. Al momento entró ella, y pronuncié su nombre, y lo escuché de boca de mi padre también, y a los dos nos pareció que era la primera palabra que pronunciábamos en nuestra vida. Yankuray. Estando aún yo un poco débil, Yankuray me sacó de la casa, y me llevó a lo más profundo de un bos que cercano. Llegamos hasta un muro de piedra. Esta era especialmente blanca, más de lo normal para la piedra caliza que abunda por estas tie rras. Recorrimos el muro unos pocos metros hasta encontrar una enorme grieta que se perdía hacia

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arriba entre las copas de los árboles. Me dijo que entrara por ella, y así lo hice. Caminé unos pocos pasos en la oscuridad, pero enseguida apareció la luz. Salí a un claro, y en mitad del claro el enorme árbol de mis sueños. Mientras ella me seguía, fui cansadamente hacia él. Acaricié su liso y gris tronco, olí el aroma de sus blancas flores que me recordaron al dulce sabor de la canela. Me dejé caer apoyada en su tronco, y ahí quedé. La miré a los ojos, y ella, señalándome el árbol, dijo: Foye.

Y supe que era el nombre del árbol, y que era sagrado para ella, y para mí.

A mi alrededor todo tipo de plantas extrañas pero cuyos aromas me eran familiares. Aquel era el jardín de Yankuray, el lugar donde plantó las semillas que trajo de su lejana tierra, y de donde sacaba los ingredientes para todos sus remedios.

Y fue al pie de ese árbol que mi sueño se hizo realidad. Yankuray pronunció las palabras en esa lengua extraña, kvla xekan achawal amuy ta antv… y luego las pronunció en castellano, y me resultaron igual de extrañas... tres pasos de gallina avanzó

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el Sol…

Yankuray hizo sonar su kultrun sagrado, y sobre él sonaron las agudas kaskawillas, y el bitonal sonido de las flautas pifilkas. Y todo se llenó de gente, todos con los rasgos de Yankuray, con sus miradas rasgadas y melancólicas, sus sonrisas permanentes, sus altivos pómulos, los marcos ovalados de sus caras y sus negros y lacios cabellos. Celebrábamos que comenzaba el año, que a partir de hoy los días serían más largos, celebrábamos mi renacer. Ya no sería más María Hinestrosa, a partir de ese día sería Alliwe, hija de un pueblo para los que a partir de la noche de San Juan, los días en vez de ser más cortos comenzaban a ser más largos, y daban paso al invierno, y el nuevo año. Un pueblo para los que la armonía con el entorno era su única forma de vida. Un pueblo que no aparecía en ningún libro o documento cristiano y del que no sabía nada, pero que llevaba muy dentro de mí.

Y con el árbol y las ensoñaciones y los rezos y las danzas, nos amaneció. Y regresamos a Zahara.

Al salir del bosque vimos las columnas de humo

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y escuchamos los gritos y alarmas. Yankuray intentó evitarlo, pero no pudo. Salí corriendo hacia la ciudad. Sus puertas habían caído, y de aquí para allá corrían los moros a lomos de sus caballos. Y fue que entre toda esa confusión recibí un golpe. Cuando abrí los ojos estaba rodeada de blanco y dorado, sumergida en un mar de sedas que reconocí como de tierras granadinas. Había sido raptada y llevada a Granada, al palacete del que debía ser un gran señor. Alcé la cabeza y me encontré con la apaciguadora mirada de Yankuray. Pero una presencia me perturbó detrás de ella, y poco tardé en encontrarme con aquellos jóvenes e inten sos ojos. Nunca antes mi mirada se había cruzado con la mirada de un moro, pero algo me habían contado de ella. Y reconocí la intransigencia, el deseo desbordado, pero no la maldad y la falta de humanidad de la que tanto había oído hablar. Algo parecido había visto en la mirada de don Fadrique de Saavedra el día que, aun siendo yo niña, mis padres me prometieron a él. Los dos tenían la mirada del deseo complacido, del que se sabe dueño y señor de aquello que anhela y solo está a un

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paso de satisfacerlo.

Pero yo no deseaba a ninguno, mi corazón anda ba ocupado descubriendo otras cosas hermosas. Así que cuando Almanzor reclamó mi persona para él, Yankuray, conocedora en mi silencio, de mis sentimientos de rechazo hacia ambos, puso por excusa al moro, que yo andaba prometida a un poderoso cristiano viejo, y que imposible era nues tra unión mientras él siguiera vivo. El moro, enfadado y confuso, marchó del palacete. No volvería hasta pasados unos días.

Fueron aquellos días muy hermosos. Habitando aquella hermosa cárcel granadina que era el pala cete del señor Almanzor, mi raptor. Yankuray pasaba el tiempo compartiendo conocimientos con un viejo sabio que solía venir al palacete, y que mucho sabía de la botánica de aquella tierra. Después compartía conmigo esos descubrimientos y algunos de los secretos de su pueblo, y de otros pueblos que había conocido en sus largos viajes.

El día que Almanzor regresó lo hizo con gran ruido. Hizo salir a todos del palacete menos a mí. Arrastraba

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con él nuevos tesoros, y también el cuerpo maltratado pero aún vivo de Fadrique de Saavedra.

Esta fue la respuesta de Almanzor a las pegas de Yankuray: Si el hecho de que don Fadrique de Saavedra estuviera vivo era lo único que se interponía entre nosotros, él mataría a don Fadrique de Saavedra. Y lo haría delante de mí, para que no hubiera duda. Delante de mí le rajaría la garganta, con tan mala suerte que al hacerlo caería dentro del pozo. Y pasaría también que al asomarse al pozo e intentar atrapar el cuerpo en su caída, Yankuray, que se había ocultado entre las sombras, lo empujaría, cayendo este también al fondo de aquel pozo y partiéndose el cuello contra sus paredes.

Lo más increíble de todo es que por ahí seguirían contando las hazañas de don Fadrique y de Alman zor como si estuvieran vivos. Y en esas historias yo me casaría con don Fadrique, que por obra divina rejuvenecería y conquistaría mi corazón, y que me rescataría de manos del moro montando un blanco corcel, entre nieblas mágicas de jazmines y ayuda de alcahuetas. Estas eran las historias que Yankuray regalaría el necesitado imaginario de moros y

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cristianos.

La realidad es que yo estaba allí, volcando aque lla pócima en el pozo del palacete que habíamos conquistado. Miré el fondo, y allí seguían los dos cuerpos. Y por encima de ellos mi reflejo sobre el agua. Mi cara ovalada, mis cabellos lacios y negros, los ojos rasgados, pero azules como los de mi padre. Volví mi mirada hacia Yankuray. Allí estaba esa gran mujer, pequeña, de mirada amable y melancólica. Quién diría que esa mujer fuera capaz de hacer morir a esos dos grandes hombres, y luego hacer creer a todo el mundo que seguían vivos. Sin duda aquella mujer era una bruja, y es muy posi ble que tuviera que irse de su tierra por ese poder que tenía. Pero aquella bruja me protegía y me enseñaba, y aunque sintiera cierto miedo por esa parte perversa de su ser, no podía evitar quererla y admirarla, porque su perversidad no era mayor que la que nos rodeaba en este mundo de hombres. Terminaría sus días en la ciudad de Granada, viviendo cómodamente en el gran palacete. De cómo se las ingenió para mantener la gran mentira se podría escribir un gran libro y aun así seguiría

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pareciendo imposible. Un día le pregunté dónde estaba la tierra de donde venía. Señalando al nores te me dijo que de allí venía. Señalando al suroeste me dijo que allí estaba su tierra. Ante mi expresión de confusión cogió un pedazo de barro y lo amasó hasta formar una esfera. Señaló donde estábamos nosotros y luego donde estaba su tierra. Con una ramita trazó en el barro el camino que había hecho para llegar aquí. En vez de trazar una línea recta entre los dos puntos, su camino se desplazó primero hacia arriba, después hacia la izquierda hasta que finalmente llegó a donde había indicado que estábamos ahora.

Sin duda Yankuray era una bruja poderosa, había convertido el mundo en una esfera solo para poder moverse libremente por él. Un mundo en el que retroceder no significaba abandonar tu destino, sino tomar un camino distinto para llegar a él.

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