NADA, de Rafael Villegas

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Emilio González Márquez Gobernador Constitucional del Estado de Jalisco Lic. Fernando A. Guzmán Pérez Peláez Secretario General de Gobierno Arq. J. Alejandro Cravioto Lebrija Secretario de Cultura Mtro. Martín Almádez Presidente del Consejo Estatal para la Cultura y las Artes

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Consejo Estatal para la Cultura y las Artes Jalisco Colecci贸n Becarios Nada

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Esta obra se realizó con el apoyo del Consejo Estatal para la Cultura y las Artes de Jalisco, luego de haber sido seleccionada en la Convocatoria CECA 2009, en la Disciplina de Letras en la categoría de publicación de cuento.

Primera edición, 2009 D.R. © Rafael Sánchez Villegas D.R. © Consejo Estatal para la Cultura y las Artes Gobierno de Jalisco Avenida Jesús García 720, Col. El Santuario, Guadalajara, Jalisco. C. P. 44260. Teléfonos: 01 (33) 36 14 68 55, 01 (33) 36 14 68 64. Fax: 01 (33) 36 58 00 26 Correo electrónico: ceca_jal@yahoo.com.mx www.ceca.jalisco.gob.mx Diseño y fotografía de portada: Postof Diagramación y retoque digital: Rosalía Valeriano P.

ISBN: 978-968-832-034-X IMPRESO Y HECHO EN MÉXICO PRINTED AND MADE IN MEXICO

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R AFAEL V ILLEGAS


Nota y agradecimiento Algunos de los textos de este libro fueron

escritos originalmente como parte del

proyecto Ningún Lugar, apoyado por la Secretaría de Cultura de Jalisco y el

Consejo Nacional para la Cultura y las

Artes, a través del Programa de Estímulo a

la Creación y al Desarrollo Artístico de Jalisco, en su emisión 2007.

Agradezco a Raúl Villegas, mi tío, por

enseñarme que en el futuro las caperucitas rojas escaparían de los lobos feroces

manejando autos voladores. Con este libro he querido seguir su oficio de imaginado.

Rafael Villegas,

Guadalajara, julio de 2009

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Dios creó todo a partir de nada, pero la nada se puede ver a simple vista. PAUL ValÈRY Malos pensamientos, 1942.

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La invención oval

No sé lo que tu gente piensa de mí, pero sé que están convencidos de que no hay mejor ilusionista que el señor Truper. Cada que llegamos a una mansión no falta la servidumbre que nos procura viandas y pulimentos. Lo que más disfruto son las esferitas rojas, son deliciosas. He comido las mejores esferitas rojas de Cidá. Aunque nunca me han pulido, el señor Truper sabe que debo comer, a riesgo de agotar mi energía sin remedio. Nosotros no somos como ustedes, cuando morimos nuestro cuerpo se descompone, apesta y desaparece, se vuelve inútil; en cambio ustedes… Por eso no hemos visitado el nivel Última. Estábamos dispuestos a hacerlo, lo habíamos contemplado en nuestro itinerario. Supongo que no lo sabes… aquí, sin salir, no puedes saber nada, pero en todo Cidá la gente que vive fuera de las mansiones ha sido maldecida por la pobreza y el hambre. En los centros de distribución se ofrecen no más de cinco porciones por mente inteligente y apenas media porción por entidad limitada. La energía no alcanza para todos, son muchos los que mueren en los callejones y vías de Cidá. La energía se acaba sin avisar: apenas se dobla una rodilla cuando la otra ya toca el suelo; lo siguiente es el cuello cediendo: se puede reconocer a uno de sus muertos por estar de rodillas y mirando al cielo. Lo cierto es que sus muertos no duran mucho en ese estado, la muchedumbre se apresura a destazarlos para conseguir material de construcción. Pocos sobreviven a la temporada de vapores ácidos; es imprescindible contar al menos con el techo más elemental. En Última las cosas son diferentes, yo lo he visto con estos dos ojos orgánicos. Allá no esperan a que se acabe la energía para destazarte: i Nada 9


han encontrado la manera de robar energía de otros. Al final, quedarse con las porciones de cuerpos es lo de menos. Allá no hay ley, es más, dicen que ni siquiera hay autoridades que habiten sus mansiones. Eso lo escuché en una mansión de Penúltima, donde dos pulidores de piel hablaban mientras guardaban sus herramientas de trabajo: “¿Ya sabes las nuevas de Última?”, “No, hace muchos giros que no hablo con mi madre y los voceros nunca mencionan nada de por allá”, “Dicen que las autoridades en Centro están considerando aislar a Última”, “¡¿Qué?!” “No levantes la voz. Ya sé, es horrible, pero la verdad es que Última no tiene solución”, “Pero debe haberla…”, “Aislamiento total”, “No, otra cosa… mi madre está allá”, “Sabes que incluso tu madre podría ser responsable del golpe de Estado a las siete mansiones. Cuando se trata de Última no puedes confiar en nadie”, “¿Ni en ti?”, “Ni en mí”. Por eso nunca hemos actuado en Última. El señor Truper conoce su negocio. Estábamos en una de las fronteras entre Penúltima y Última, no sé cuál, pues iba en mi caja de viaje, cuando el señor Truper detuvo la caravana y ordenó dar marcha atrás. Quién sabe qué nos esperaba en aquel agujero habitado por salvajes. Me siento contenta de trabajar para el señor Truper, se puede decir que soy privilegiada a pesar de ser un fenómeno. Sólo el señor Truper, la caravana y tú saben que existo. El señor Truper dice que se acabaría la ilusión si tu gente se enterara de que soy una orgánica de verdad. Pero no me importa, tengo comida y, cuando era niña, el señor Truper me contaba leyendas de mis gentes. Hoy sólo me dice: “Ya no hay nadie como tú, eres muy especial. No puedo exponerte a los miedos de las personas. Para ellos sólo puedes ser una ilusión de un cuento para niños”. Para mí es suficiente que me diga eso, siempre me ha gustado la voz del señor Truper, es muy dulce. No la paso tan mal como tu gente, es decir, la que vive fuera de las mansiones. Mientras las autoridades encuentran un tiempo libre para ver nuestra actuación, nosotros descansamos de los largos viajes que hacemos entre mansión y mansión, entre nivel y nivel. Tu gente no puede ni descansar, las jornadas de trabajo parecen no terminar. Entiendo que no lo sepas, ¿qué experiencia puedes tener de la vida?, pero se supone que después de completarse un giro de Cidá todos tienen derecho a descansar hasta el siguiente giro. Pero en estos días nadie ii 10

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sabe a ciencia cierta en qué momento Cidá ha terminado su giro, todo queda al arbitrio de las autoridades centrales, que comunican cuando mejor les parece el final de un giro a las autoridades periféricas. En no pocas ocasiones sucede que algunas autoridades periféricas deciden no anunciar el final de un giro para aumentar la productividad de su nivel. Incluso, se sabe que cuando había autoridades en Última a veces ni se enteraban del final del giro. Pero al señor Truper no le interesan las vueltas de Cidá. Lo único que nos importa es el viaje, recorrer mucho, visitar las mansiones y ser recibidos con gusto. Debemos actuar bien para que se queden con ganas de vernos de nuevo. Y siempre lo logramos, somos excelentes. La regla que respetamos es nunca repetir una ilusión en una misma mansión. Tu gente se aburre rápido, así que es necesario inventar nuevas ilusiones todo el tiempo. A veces también doy ideas. ¿Has visto la ilusión de las trillizas orgánicas? Yo las inventé. Claro que yo no sé cómo fabricarlas, pero el señor Truper se encarga de eso. Él inventó las cajas oscuras y es capaz de adecuarlas para realizar las ilusiones que él desee. Es cosa de jugar con las luces, así como con los objetos y sus posiciones. En las cajas oscuras se pueden fabricar todas las ilusiones. Sólo una vez salieron mal las cosas. El señor Truper había adquirido dos aves plateadas en el mercado hundido de Secundaria. Estaba feliz y esperaba incorporarlas al espectáculo cuanto antes. Así lo hizo: adaptó una caja oscura y entrenó a las aves para que volaran en su interior. El plan era que los espectadores vieran las ilusiones, las fantasmagorías de las aves volando justo sobre sus cabezas. Pobre señor Truper, era una gran idea. Hubiera sido una bella ilusión de no ser porque las aves se volvieron locas y comenzaron a atacarse en pleno espectáculo. El señor Truper no quiso detener la ilusión, o no supo qué hacer, estaba estupefacto. Al final, una de las aves murió y la otra quedó temblando, desfalleciente. ¡Estúpidas aves! Los habitantes de aquella mansión nos echaron y nos prohibieron regresar jamás: no les había gustado el espectáculo, sobre todo pensando en que había niños presentes. Esa fue la única vez que vi al señor Truper llorar, la única vez que una presentación no salió como él esperaba. Pero el señor Truper es muy fuerte y sagaz, cuando llegamos a la siguiente mansión, ya había ideado una nueva ilusión para sustituir a las aves plateadas: la Nada

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giganta orgánica. El señor Truper incorporó tres cristales enormes a una caja oscura y amplió la circunferencia de la fuente de luz. Seguro de sí mismo, no quiso hacer pruebas antes de la función. Me pidió que entrara a la caja justo cuando llegaban los primeros espectadores. Sólo me dio una instrucción: “Camina con torpeza, como si pesaras un millón de veces más. Haz una cara furiosa y actúa como si fueras a pisar minimales rastreros”. Después de la actuación, el señor Truper me platicó que el público se había asustado muchísimo al sentir que yo, la giganta orgánica, los iba a aplastar con uno de mis enormes pies. A pesar del susto, los habitantes de esa mansión quedaron fascinados por la ilusión. Así fue en cada una de las mansiones que visitamos en adelante con la ilusión de la giganta orgánica. Éxito absoluto. Si de por sí les sorprendía ver la fantasmagoría de una joven orgánica, era imposible no quedar seducido ante la imagen de una giganta orgánica. Como estoy dentro de la caja mientras actúo, no puedo ver la ilusión, pero debo de verme grandiosa, por algo sigo siendo la atracción principal, por eso yo salgo al final. Sí, te ves muy bonita, aunque te vuelvas tan grande e intentes pisarnos. Ya sé que soy muy especial, soy única. A mí no me das miedo, porque sé que hay otros como tú, muchos otros, aunque están lejos. Mi abuelo también es muy inteligente, como el señor Truper. Él también inventa muchas cosas. Como la ventana por donde puede ver las cosas más lejanas. ¿Y de qué le sirve? Yo misma he visto todo Cidá sin ayuda de cristales. Cuando viajamos, el señor Truper me permite mirar a través de unos agujeros que hizo en mi caja. Yo he visto a tu gente, a toda tu gente, y sus casas, y las vías también. Todo lo he visto de cerca. Tú no puedes ver nada, ni siquiera de lejos; además, desde hace muchos giros ya me he dado cuenta de que las mansiones no tienen ventanas. Sí, es cierto, no tenemos ventanas para mirar Cidá, pero mi abuelo ha hecho una ventana enorme para mirar hacia fuera. Allá es donde hay muchos como tú. ¿Fuera de la mansión? No, fuera de Cidá. Si quieres, te enseño. No te creo, y aunque quisiera creerte, no podría salir sin que el señor Truper se enojara conmigo. Como tú quieras. De cualquier forma yo no te llevaría a la ventana de mi abuelo sin pedirte algo a cambio. ¿Y qué podría darte yo? Llévame contigo, en tu caja, quiero ver Cidá, quiero salir de la mansión. Pero en esta caja nada más hay espacio pabue 12

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para mí. El abuelo te ha enseñado mucho sobre los orgánicos. Sabes que puedes sacarla de su caja, te bastaría un mínimo esfuerzo de tus manos para lanzarla contra la pared, una y otra vez. La caja vacía. Reconocerías cada ángulo oscuro de la caja como si la hubieras habitado desde siempre. Con algo de suerte y paciencia saldrías de la mansión sin que nadie se percatara. Después de algún tiempo, el señor Truper destaparía los dos agujeros de la caja; descubrirías que aunque estaban hechos para los ojos de la chica orgánica, se adaptan bien a los tuyos. Verías Cidá y sus siete niveles, las vías laberínticas atiborradas de vagones transportadores, los cilindros que ayudan a los silqueros a arrebatar la sustancia preciosa de los confines superiores de cada nivel, verías gente de cuerpos opacos, mucha gente sin pulir. Tus ojos perfectos para ver lo que hasta hoy sólo has escuchado en las historias del abuelo y leído en los muros de la mansión; tus ojos manteniendo la distancia exacta entre el derecho y el izquierdo, sin protuberancia nasal de por medio. Seres extraños los orgánicos, prefieres no llamarlos fenómenos, sólo extraños, extraños está bien. Tú los has visto y escuchado, hay muchos más allá fuera. ¿Lejanos o cercanos?, no lo sabes, pero hay más. No son fenómenos, aunque sepas que son vulnerables, eso dice el abuelo que sabe y ha visto tanto. Esta orgánica debe ser, incluso, más débil: no tiene vestimentas que la protejan. Desnuda. Las vestimentas de tu gente la lastimarían, son pesadas y terribles para los orgánicos. Seres extraños y débiles. Está bien, te dejaré ir conmigo. ¿De verdad? Sí, sí, niña, pero tendrás que dejar mi caja cuando hayamos salido de la mansión. No pienso hacerme responsable de ti. Soy responsable de mí misma, yo sé cuidarme sola. Como digas… ¿cuándo podré conocer la ventana de tu abuelo? Mejor que sea ahora, pues mi abuelo está sumergido en el cubo de silque. Ya lleva varios giros ahí dentro y así seguirá por otros cinco o seis giros. Cada vez se le hace más difícil conservar su energía, ya está muy viejo. Vamos, entonces. Sin pensarlo dos veces, la tomas de la mano. Está muy fría. Conoces el camino de memoria, pero no estabas preparada para que la orgánica se cansara tan rápido: apenas van diez pisos, cuatro grandes salones, treinta y cinco puertas, siete pasillos decora rato,

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decorados con imágenes que conoces a detalle. Decides cargarla. Te pregunta si todavía falta mucho para llegar. Después de unrato accede a que la cargues. No pesa mucho. Justo como había calculado el abuelo. Mejor cruzar el estrecho y largo puente sin mirar abajo. Sabes que la orgánica tiene miedo, pero ya casi llegan. Un paso más. Listo. Como antes, el cuarto más alto de la mansión te provoca una fascinación inexplicable: serán todos esos objetos extraños arrumbados o el recuerdo de la ocasión en que descubriste al abuelo flotando dentro del óvalo con la mirada perdida y luminosa. Aquí es. ¿Ya llegamos? Qué bueno, ese puente no parecía muy seguro, tres pasos más y… Mira, la ventana de mi abuelo. Pero es… es como una piedra de silque… pero gigante. Sí, sí, es algo así. Mi abuelo dice que el silque sirve para muchas más cosas que adornar mansiones. Pero eso no parece una ventana. Tú espera aquí. Te enseñaré cómo usarla. No es difícil, pero es mejor que primero veas cómo lo hago yo. Sabes que mientras caminas al óvalo la orgánica te mirará con incredulidad. Se siente especial por tener tantas historias de sus viajes por Cidá. Es especial, en cierto sentido. Pero el óvalo te enseña que las cosas son relativas. Lo único se vuelve común y lo cotidiano puede convertirse en milagro. Te paras frente al óvalo, que es cinco veces mayor que tú. Tocas apenas su superficie con uno de tus dedos; el óvalo, antes de apariencia sólida, adquiere una consistencia líquida. Metes primero la cabeza y te percatas de que el óvalo ha cobrado vida: su superficie se mueve en el sentido de siempre. Entras por completo. Como en otras ocasiones, no pisas nada. Flotas. Echas una mirada hacia fuera, aunque sabes que no puedes ver a la orgánica, no desde adentro. Donde se encuentre, la orgánica estará maravillada de tu flotación; ella sí puede verte, como tú has visto al abuelo tantas veces. Su incredulidad habrá desaparecido. El movimiento de la superficie del óvalo es muy intenso en su interior, descompone todas las figuras exteriores, casi te hace olvidarlas; desde afuera, el óvalo luce apacible, límpido al grado de que en ocasiones parece no existir. El óvalo no produce sonido alguno. Eso es bueno porque permite que la orgánica vea tus ojos, cuando se vuelven de la misma sustancia del óvalo. La orgánica debe estar asustada, aunque her 14

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aunque maravillada. El señor Truper entregaría todas sus cajas oscuras a tu abuelo a cambio del óvalo. Sin duda. Aquí vienen primero, como de costumbre, las voceso MIRA LA TORRE, QUÉ HERMOSA / ESTE SUEÑO FUE ESCRITO PARA MÍ / ESTABA POR BAÑARME / HAY MUCHA GENTE / EL DESTINO QUE ELEGISTE YA ESTABA ESCRITO. Luego las visiones. Un orgánico. Ves un orgánico enfurecido. Es una superficie plana, oscura, interminable, atravesada por líneas luminosas. Es un orgánico enorme y viste… ¡viste con pieles de tu gente! Hay otros orgánicos más pequeños pero igual de furiosos. ¿Qué es esto? El orgánico enorme levanta con uno de sus brazos a uno de los tuyos, uno de los miembros del consejo de ancianos. El orgánico está robando su energía. Hay más ancianos, están de rodillas, sus cuellos han cedido y uno de ellos no tiene cabeza. Están muertos. El orgánico lanza al anciano cuando éste se queda sin energía. Escuchas el golpe estrepitoso de la caída. Lo sientes, te duele a ti también. ¡RADAS! ¡RADAS! VIEJO LISTO. LÁSTIMA QUE TUS VISIONES NO SEAN FUTURAS. TAL VEZ HABRÍAS DESAPARECIDO TU INVENTO. NO TE APURES, NOSOTROS LO HAREMOS POR TI. Radas es tu abuelo. Lo ves de rodillas, pero con la cabeza erguida. El orgánico enorme se acerca a él con violencia. Tratas de cerrar los ojos y taparte los oídos. No puedes. Debe ser ilusión, no es real. Pero la visión no ha terminado, el óvalo siempre decide. La visión se va. Nunca había sucedido así. Las visiones siempre comienzan a desvanecerse de forma gradual. Nunca se van de repente como ahora. No puedes ver nada. Ya deberías poder ver la superficie del óvalo reduciendo su ímpetu. No ves nada. Algo te toca. Tus ojos ven de nuevo: eres tú, flotando todavía en el óvalo, con los ojos llenos de silque. Estás en el cuerpo de alguien más que te toma del antebrazo. Es el cuerpo de la orgánica. Se ha metido en el óvalo mientras tenías la visión. Su piel. La piel de la orgánica se desprende en porciones muy finas. Está muriendo. La puedes ver morir. Has regresado a tu cuerpo. Sales del óvalo e intentas sacar a la orgánica. Es como si la invención de tu abuelo quisiera quedarse con la orgánica. Ella no puede atravesar la pared del óvalo que, justo cuando sales, inicia encerrada Nada

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su proceso de solidificación. La dejas. Sus ojos abiertos no tienen más energía que los demás objetos del cuarto. La piel de la orgánica ya no se desprende. Estática. Una estatua flotante encerrada en piedra de silque, rodeada de los pedazos de piel y los mechones de cabello que ya se habían separado de su cuerpo. El abuelo nunca te habló de lo que pasaría si un orgánico entraba en el óvalo. Te habló tanto de ellos. Muchas de las escrituras e imágenes de los muros de la mansión tratan de los orgánicos. Tu abuelo es el autor de todas ellas. “Radas, el inventor de cuentos”. Así le llaman todos. A tu abuelo no le importa que nadie crea, como él, en la existencia de los orgánicos. Le basta con que los que visiten la mansión disfruten de sus imágenes y sus escrituras. Sólo tú crees en la existencia de los orgánicos, porque sólo contigo tu abuelo ha compartido su mayor invención: el óvalo de las visiones. Te había dicho que le bastaba con las visiones, que no necesitaba encontrar ningún espécimen orgánico real. Pero a ti no te satisfacen las visiones. Por eso, cuando todos dormían en la mansión, decidiste descubrir qué había dentro de la caja más pequeña de la caravana del señor Truper. El abuelo no te hubiera permitido traer a la orgánica al cuarto del óvalo. Se va a enojar mucho cuando vea lo que le hiciste a su invento. Es probable que ya nunca vuelva a funcionar. Tu abuelo tendrá que fabricar otro, le tomará muchos giros. Tal vez muera antes de construir un nuevo óvalo. Tal vez muera. Pero el abuelo está revitalizando su cuerpo en el cubo de silque. Eso quiere decir que las visiones son sólo ilusiones, como las del señor Truper. No hay verdad en ellas. Cuando el abuelo se entere quedará decepcionado, pero te felicitará por el descubrimiento, incluso podría perdonarte por descomponer su óvalo. Sí. Aschi, la nieta de Radas, el inventor de cuentos y anciano gobernador de la mansión Siete del nivel Intermedia de Cidá, repasa en su interior la manera en que se disculpará por descomponer el óvalo. Al llegar al salón donde el abuelo ha construido su cubo de silque, Aschi ya tiene claro que después de disculparse le comunicará a Radas su descubrimiento: las visiones son falsas. Se acerca al cristal del cubo de silque. Busca a su abuelo flotando en el líquido rejuvenecedor. En el cubo no hay eso 16

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nadie. Aschi deja de sentir calor por primera vez en su corta vida cuando ve su propio rostro reflejado en una de las paredes del cubo: sus ojos son de silque. Aschi recuerda que en las ilusiones del señor Truper siempre había algo verdadero: la joven orgánica que ahora estaba quieta, demasiado quieta, en el óvalo de su abuelo; las aves plateadas que se habían matado entre ellas.

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El rey de los ipakus

“Tu nombre es Shifti”. Presientes que cuando mueras tus guardias tardarán dos noches en enterarse. Nunca habías notado lo frío que suena tu nombre al pasar por la lengua. “Shifti, Shifti”, éste será tu nombre aun después de que mueras y tu hedor se confunda con el de las guillas muertas de esta celda en la Prisión Blanca. Pero la peste de las guillas no resulta tan desagradable como sus chillidos, mediante los cuales adivinas la ruta de sus paseos nocturnos. Aquí siempre es de noche, tiempo ideal para que las voces reboten en el silencio y la inmediatez de cuatro paredes. Tragedia. Tal vez. Metes la mano en un agujero de la pared. Es uno nuevo, el más grande hasta ahora. Los últimos días te has entretenido en adivinar la topografía de las paredes de tu celda. No de todas las paredes, hay paredes prohibidas. Sabes que no estás solo: incluso aquí es posible encontrar compañías, que sean gratas ya es otro lío. Tu compañero de celda fue tu amigo hasta hace algunos meses: un mal día te traicionó, un Día de la Coronación, el sexto del mes cuarto del año 34 después de la Edad Amarilla. Pero no hables de días, no todavía. Tu compañero de celda y tú son ipakus. Al menos eso dicen los blancos que los vieron más apagados, más allá del océano. Tu piel no es menos oscura que tu semblante. Agradeces a Caraná por la oscuridad, pues no quieres mirar hacia el rincón donde habita la Nada

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respiración de tu compañero. Prefieres recordar el suelo cubierto de uñas rotas. De tus ropas mejor ni acordarse: cobijas para las sombras que a veces nacen con una luz esporádica. Para traicionar es necesario prometer. Tu compañero de celda prometió que un día regresaría a Mitra Cara, “como el rey ipaku que faltaba de los que fueron a adorar a Caraná”, te dijo justo un mes antes de la traición. Tu compañero de celda se hacía acompañar entonces por dos guardianes singulares: un niño y un viejo. La noche en que visitaron por primera vez tu casa, ubicada a las afueras de Mitra Cara, fueron el viejo y el niño quienes, al unísono, tocaron la puerta tres veces, tres pausadas veces: toc, toc, toc. En una casa de tres por tres metros es difícil alcanzar el orgasmo cuando tocan la puerta tres veces, tres pausadas veces, a las tres de la mañana. Al menos Santiaca, tu amante de toda la vida y sorda desde hace varios años, sí alcanzó el único éxtasis negado a los sabios y a los reyes. Entonces te preocupaban las visitas; te hubiera gustado que estuvieran tan sordas como Santiaca. Veloz como una flecha que cruza la noche dejaste el suelo, te incorporaste y, no sin dudarlo, abriste la puerta. Y ahí estaban: el niño, el anciano y el hombre joven, este joven, tu actual compañero de celda. No puedes decir que no sentiste miedo. Un hilito de sangre heladísima atravesó tus pies hasta llegar al cuello: volteaste para buscar a Santiaca, que estaba roncando, como era su costumbre después de amar. Siempre recordarás, hasta el día de tu muerte, las palabras del hombre joven al presentarse: “mi nombre es Ánoma, soy el rey ipaku que ha venido a reclamar su tierra”. “Ánoma, el hijo de Kua, la madre de Caraná”, dijiste, quién sabe por qué, casi murmurando, al tiempo que el anciano y el niño se precipitaron en los nueve metros cuadrados de tu casa. Aquel día hablaron contigo durante más de una hora y después se fueron por la noche de donde vinieron. Desde entonces, las visitas se hicieron más y más frecuentes. La última de ellas fue en diciembre, un mes antes de la traición. ¿Qué te prometió Ánoma? Se acerca el tiempo en que no será necesario contar los días, ya lo has previsto. Los días los cuenta la gente para recordarse que es 20

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están vivos. Tú ya estás muerto. Te has enterado de que tu casa fue echada abajo y bañada con polvo blanco de la montaña como escarmiento a cualquiera que quisiera seguir tu rebelde ejemplo. “¡Maldita sea esta tierra para siempre!”, declaró la autoridad. Piensas que todo es culpa de este fantasma, silencioso compañero de celda que antes se hacía pasar por elocuente rey de los ipakus. Ánoma dijo que dejaría de visitarte durante un mes, pero que volverían a verse el Día de la Coronación: entraría a Mitra Cara como el Hijo de Caraná entró milenios antes, pero esta vez para ser coronado y no comido. “Es el tiempo de los ipakus”, pensaste. “La tierra de nuestros padres regresará a nosotros. Al fin esos blancos serán desterrados”, dijiste. “No. Ya no podemos desterrarlos, pues ahora nos pertenecen. Sólo vendré para poner las cosas en su justa medida: a nosotros lo nuestro, a ellos algo de lo que han hecho de ellos. Regresaré el Día de la Coronación. Entonces comenzará el reinado del rey ipaku”, y dicho esto te entregó una carta. “Haz copias de esta carta y da a conocer mi mensaje en todos los lugares que puedas. Yo ahora tengo que partir a atender unos asuntos en Guta. Los gutanos y los ipakus del norte nos ayudarán. Es nuestra hora, al fin”. Para tu desgracia, llevaste a cabo de muy buena manera tu misión. Tan bien lo hiciste que el mensaje de Ánoma llegó, pocos días antes del Día de la Coronación, a los oídos del gobierno de Mitra Cara. No pasaron ni tres días para que fueras apresado junto con otros doscientos ipakus, el mismísimo Día de la Coronación. Recuerdas que una multitud se había reunido a esperar al rey, armados sólo con música y canto. No pudieron defenderse del Regimiento de Altos y fueron llevados amarrados a la Prisión Blanca. Por supuesto, Ánoma nunca llegó a su coronación; he ahí la traición. No volviste a saber algo de él hasta hace seis días. No imaginaste volver a encontrarte con Ánoma. ¿Cuándo lo habrán capturado? ¿Dónde estaría escondido? ¿Por qué no llegó aquél día? En sólo unas horas lo juzgarán y ya no tendrás que compartir tu celda con las dudas. Escuchas las botas de un guardia. Una guilla se precipita veloz, chillando, por el pasillo de la cárcel. El guardia, con antorcha en mano, se acerca a la celda y deja en el suelo una taza de m Nada

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madera con un revoltijo de comida. “Éste es tu último manjar, ipaku loco, mejor disfrútalo porque mañana ya no vas a tener tripas”. El guardia se levanta y se larga; la luz de la antorcha mengua, se aleja y desaparece como las carcajadas del vigía. Miras la taza y el revoltijo de comida; la miras como un objeto de otro mundo. Sientes asco, es lo único que sientes por estos días. De un manazo mandas muy lejos la taza de madera; escuchas el eco de una pared golpeada y los pasos de las guillas que han olido un buen botín. Desesperanza y coraje. Sabes que el dolor y la muerte tienen sólo el nombre de Ánoma, el rey ipaku que en vez de ser coronado sobre la tierra de los antepasados ahora reina en una esquina silenciosa y hambrienta. Lo matarás. Sí, lo matarás con tus propias manos. Las mismas manos que tuvieron fuerzas para escribir cien cartas también sabrán destrozar la garganta y, de una vez, la voz maldita de un rey falso. Así ya nadie lo seguirá, nadie será encantado por sus promesas. No será difícil, después de seis días sin comer debe estar muy débil. No pondrá resistencia. Presionarás su garganta con tus pulgares. Sentirás el sudor y el sudor será su único grito. De seguro sus manos tomarán las tuyas por las muñecas. Intentará defenderse. No será suficiente, estará muy débil, sin aire, casi muerto. Mañana, cuando vengan los guardias para llevarlo al destazadero, lo encontrarán sin vida, lo sacarán de la celda y quedará asentada otra acusación en tu contra. Una más. O un tal vez: si te perdieras en la oscuridad; si no pudieras encontrar a Ánoma; si golpearas el aire apestoso de la celda; si gritaras, furioso, el nombre del traidor; si arremetieras contra las esquinas vacías; si las moris de treinta patas se espantaran y las finfis dejaran de volar sobre tu cabeza; si Ánoma desapareciera de nuevo; si esta vez no prometiera ningún regreso; si no dijera nada.

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El Dictador

(historia muda en cuatro escenas)

El Dictador en las calles El Dictador ha decidido pasear por sus calles. Una impresión superficial: esas calles no le pertenecen. Camina acompañado por su mujer y algunos hombres. En cada esquina saluda para recibir estupefacción. Usa un traje, un gemelo del que llevará puesto el día de su muerte, cuando después de visitar a los muertos marquianos decida descansar, río abajo, sobre el Dío (porque a esas alturas aún imaginará decidir). Señor Presidente, por aquí por favor. Intentamos alcanzar a El Dictador. Esfuerzo inútil: el documento fílmico ha decidido perdernos en el bosque, escenario distinto, quién sabe si anterior o posterior al primero. Árboles vestidos de gigantes antiguos y, a veces, de negro silencio. El Dictador y su compañía avanzan en línea recta hacia algún rincón de la historia. Las calles manifiestan un ritmo ajeno. ¡Cuán valiente fue el viejo General! La compañía asiente mientras se asombra con remodelaciones urbanas nunca ordenadas: los pobres adornan, con su intento de supervivencia, la sombra de los árboles. El Dictador regresa a la escena anterior. No puedo imaginar cómo habrán metido una escena de otro tiempo a medio camino de un momento distinto. Inserto. No es mi problema, ya habrá especialistas buscando huellas de El Dictador y su camarógrafo en las tormentas de la imaginación y la imagen. Ya llegamos, Señor Presidente. Nada

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El Dictador y compañía suben al carruaje, oscuro como la puerta que al cerrarse en las narices de nuestro cuadro impide que el camarógrafo termine de esculpir el tiempo. Estoy seguro de que el camarógrafo se imaginó lo que sucedió después, dentro de un carruaje que se alejaba rumbo al lugar común, donde El Dictador duerme, mientras las calles sueñan con la cotidianidad de su descanso. Sí, seguramente el de la cámara lo imaginó. Yo no lo haré. El Dictador en el Palacio Podría filmar una película con todas las puertas que El Dictador ha cerrado en mi cara. No sería difícil: tengo un amigo, gran actor de comedias, que es la viva imagen de El Dictador. En cuanto a la caracterización, no dudo que mi amigo, ganador indiscutible de aplausos en la Avenida Dos Pasos, sepa estudiar y representar hasta el más insignificante movimiento del mostacho de El Dictador. Intimidades de un Dictador. No, no; sería mejor que llevara por título El Dictador en su recámara. Aunque también lo he visto en otras partes del Palacio. Nunca he entrado al Palacio, pero creo conocer cada uno de sus pasillos, cada una de sus habitaciones. Es como si yo hubiera vivido ahí por mucho tiempo. De cualquier manera, no se necesitarían muchos relojes para conocerlo: por el número de ventanas que tiene el Palacio, se nota que su exploración exhaustiva no sería cosa de varias reelecciones. El Dictador en el Palacio. Sí, ¿por qué no? Es sencillo, la exacta descripción de lo que filmaría allá dentro. Primero mostraría a El Dictador en su recámara. Ahí es donde alimenta sus abusos. Conmigo nunca se ha pasado; no como rumoran. Yo soy los ojos del pueblo y el pueblo está harto de El Dictador, por lo menos eso dicen los que saben. Yo no sé, mi cámara piensa mejor que yo. El Dictador, en la primera escena, tiene que estar en su recámara sentado junto a una ventana. Tal vez sería mejor abrir con El Dictador peinando su mostacho en el baño frente a un espejo enorme. Luego se iría a la cama. 24

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Mi cámara peligra bajo la lluvia. Ya debería estar en casa y no en una película que jamás filmaré. Debería llegar, cenar algo y destender las sábanas. Antes tendría que lavarme los dientes. Tal vez me enfrente al espejo, ya es hora de que me atreva. Caminaría a la cama y, sentado en una orilla, postergaría el acto de desvestirme. Lo más seguro es me quede mirando de reojo la ventana, la única de mi casa. No me asomaré para burlarme de la lluvia. Ya estoy empapado. El Dictador en el ferrocarril Yo sabía que en el año 18000 las vías llegaron, desde la lejana y siempre entrañable Vavelia, a la casa de los provincianos; ahora ya no estoy muy seguro de ello. Nos hemos de fijar, antes que nada, en el bigote negro de El Dictador. Su mujer, la mujer marquiana, no lo acompaña. Es un viaje de boleto singular. He ahí el problema: no quiero imaginar que el año 18000 comienza y termina en estaciones del tren. ¡Vaaaamonós! El Dictador es hombre de pocas palabras. Habrá resultado difícil para el escultor de su efigie cinematográfica incluir textos entre escenas, de esos que gustaban hacer para no insultar a los sordos y no, como se cree, para dar tiempo de volar a una semilla acaramelada. La garganta se reseca: el maíz ha crecido y, en efecto, hay espacio para dos; de alguna manera, el espacio fue hecho para dos. ¿Su boleto, señor? Cuando no se alcanza más que para un boleto quiere decir que ya no se volverá o que se está dispuesto a regresar a pesar de no haber decidido la partida. El Dictador ni siquiera trae maleta, su bigote encanecido lo delata. El tren se oscurece. Las ventanas, como espejos malignos, ya no dan cabida a reflejos malhechos o realidades tergiversadas por la transparencia. Todo es simulación. El Dictador está solo, como un ruido, como un tren lejano. Si viene o no viene, ¿quién sabe?

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Diez horas después. Hay ciertas cosas que no he dicho sobre El Dictador. No se trata de un olvido, de esos que dan risa cuando uno se acuerda de haberlos olvidado. Todo lo que he ocultado acerca de El Dictador no es cuestión de ánimos flacos. El Dictador aún tiene poder: me ha ordenado dispararle antes de que él comience a hablar por un desfase temporal de la tecnología cinematográfica. El Dictador siempre fue hombre de pocas palabras o, al menos, así me lo confesó un día, ante de irse a Vavelia en ferrocarril, antes de que dejara el Palacio. El Dictador en Vavelia El Dictador se ha ido a Vavelia. Sabe caminar las calles, pero las calles no saben alabar sus pies. Su mostacho blanco y su esposa, su esposa incluso más blanca. Los días se acercan; por primera vez está dispuesto a escucharlos. Tantos días con los científicos, tanta ciencia lo había entretenido. Ahora, cercano al Panteón de los Viajeros, se da cuenta de que nunca aprendió a hablar vaveliano. Recuerda a su maestra de la infancia. La de los ojos de colores inestables. Escucha de nuevo y por última vez aquel poema. Como antes, es capaz de recitarlo entredientes, pero no de entenderlo: nihal malan pirilushua malinin sulhasulhal earalatzashua maralus mallian lus mallian lushal shuandira ulandira sulhal rilinmaralutza shualutza kilishal ahalahal sulmirinan malinin sulhasulhal shuasaha pandranan iyaacoriashuasaha nihal malan 26

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hal crasahafini mandra niandira crasahacrasa malinin malinin maraina marainama ondricoriashua ondricorialshua malininma malininma sulha sulha mandranin mandranin malan Secretas palabras y, sin embargo, más cercanas a su corazón que cualquier rezo marquiano. Ya olvidó los días en que hablar marquiano, hablarlo como él lo hacía, se traducía en la razón completa de millones. Intenta encontrar la voz extraña. ¡Qué gracioso hablan esos vaveluches! Siente una mano, la de él, quizá. Aquellos días en que no necesitaba ni de su propia voz para ser escuchado ya pasaron. Mira qué hermoso, la torre. Se imagina por un momento trepado en la punta de la torre que supera a las nubes, bailando como el esclavo cansado pero consciente de su vuelo. Él está cansado. Viajaría por el Dío, sin guías, sin burlas, sólo para sentirse solo. Desde abajo rayaría los puentes, los completaría con su mano temblorosa que, entonces, sabría hacer de la ciudad una impresión azulosa, mientras él, en blanco y negro, usaría sus brazos como almohada. En verdad es muy bella, una maravilla del pasado. Intuye que ya no hay razones para obsesionarse con el progreso, sabe que su viaje ha terminado. Si quisiera continuar tendría que hacerlo con alguien; la frustración es mejor compañera. No interrumpe su impresionismo, no es justo dejar tanto color para no perder el camino de regreso al carro. Los caballos están ahí, sus pasos son llevados hasta el presente. El color rodeándolo y él, con frac negro y mostacho blanco, se cree libre del color que lo acechaba. Fin.

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El escritor de profecías Año 9823 después del Primer Creador creado

A todos los que me fue dado amar: Cuando nuestra gente creó al Creador lo hizo a su imagen y semejanza. Nuestro Creador, a su vez, nos hizo a su imagen y semejanza. Por eso fuimos, con el tiempo, capaces de crear nuevos Creadores a nuestra imagen y semejanza, hijos de nosotros, que somos hijos, nietos y biznietos de otros.

Como escribano de profecías conozco bien los futuros posibles: la criatura se rebela contra su creador, la emancipación amenazante, los nacimientos fallidos, el padre enloquecido. Pero no. Nada salió mal. Todo funciona como se supone debe funcionar.

Esto es lo que me tiene inquieto. Debo aceptarlo, en estos días he estado algo más que inquieto. Hoy vino la mujer extranjera que hace la limpieza. La observé en secreto mientras trabajaba. Me di cuenta de que se deleita empolvando su ventosa derecha al arrastrarla sobre la pantalla especular. Me pareció que hacía un dibujo justo antes de que pasara la tela extendida sobre la pantalla, dejándola como puerta de entrada de un mundo oscuro. Después, mientras miraba por la ventana los reflejos interminables de las cúpulas de Shua, no pude evitar escuchar los silbidos de la mujer extranjera desde la cocina. Sin duda, la mujer tiene un sentido musical que pudo haber desarrollado si hubiera tenido posibilidades de estudiar. He llegado a pensar que el alma de un tinateo habita alguno de sus rincones vocales. Tal vez exagero, lo sé, pero en este momento siento que tengo derecho a cualquier exceso.

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La mujer salió del departamento sin olvidar su paga: tres, cuatro, cinco billetes; dos, tres monedas. Ambiente puro. Ahora sí podía sentarme a escribir. Detesto el polvo sobre el teclado de la computadora, pero detesto aún más explorar las hendiduras entre tecla y tecla. Hace días descubrí una pequeña mitocosis que vivía detrás de la imagen de Bacar, a la que soy devoto desde el Terremoto 14. Por un segundo, me pareció que la mitocosis me miraba, lo cual es extraño, pues no entiendo lo suficiente de la anatomía de estos traslúcidos como para ubicar sus ojos. La mitocosis flotó sobre mi cabeza y yo me quedé sospechando que todas las imágenes sagradas que tengo esconden colonias de pequeños y asquerosos traslúcidos. No tuve más opción que arrancar de las paredes todas las imágenes, una por una. Al final, ninguna colonia oculta. He tenido que pegar las imágenes de nuevo. Escribir profecías. Mi oficio. Mi destino. Mi punto final. Sólo rodeo esperando que las palabras adecuadas se revelen. Estoy a la baja desde el principio. Parece que todo lo que he pensado escribir alguna vez no es sino una variación sobre temas ya explorados por otros. Soy como un irracionalio que escarba, compulsivo, un jardín que conoce de toda la vida. No hay nada nuevo bajo el mismo jardín. Los huesos ya han sido huesos de habitantes de otros tiempos, monstruos, sabios asesinados por poseer la fórmula para convertir los catorce ríos de Shua en avenidas doradas. No me queda nada más que un jardín destrozado. No puedo culpar a nadie. La culpa es sólo mía. Soy incapaz de pensar un nuevo uso para las ventanas. No veo más que una cúpula negra y opaca levantarse al final de la ciudad. No hay deseo. No hay camino. La profecía sólo es posible en línea recta. Trataré de explicarme mejor.

Escribir profecías requiere de la existencia de un mundo que pueda creer todavía en luces desconocidas bajo los párpados. Tal mundo ya no existe. La creación última ha sido levantada, elevada hasta un rincón invisible del cielo. Desde niños aprendimos que crear un creador supremo, un dios, fue posible hace casi diez mil años. Desde entonces, todo parece seguir la lógica de la rueda: pa

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pasar y repasar el camino recorrido. Creaturas-creadores que liberan sus tetas para alimentarse mutuamente. Se acabó la sabiduría de lo futuro. Todo ha sido posible al crear al primer creador supremo, el primero de tantos. No sé qué habré hecho mal en existencias anteriores. Bueno hubiera sido retirar con un dedo el polvo de la pantalla; bueno hubiera sido pasar por la mitocosis que vive detrás de la imagen de Bacar, sin muchas molestias, arrullada con la benevolencia impasible de un ser superior. Pero el Creador más próximo decidió que un charco de energía se reuniera para conformar a un ser destinado a escribir profecías. El destino no es otra cosa que el deseo mejor escondido del agujero interior. Pude haberme evitado muchas penurias si no hubiera buscado, obsesivo, el deseo más profundo de mi ser, mi destino. Pero lo hice, lo hice y me arrepiento. Después de muchos años encontré el deseo dentro de una cajita quebrada. Había llovido y el deseo estaba enfermo, casi al borde de la nada. Lo rescaté. Lo cuidé. Lo alimenté. El deseo se recuperó y lo hice mío. Pero el deseo sin realización no causa más que dolor. Lo supe en el mismo instante que me hice de él. Éste es el universo de la sabiduría de lo futuro. No hay lugar para mí. No hay lugar para un escritor de profecías que jamás ha escrito una sola visión del porvenir. El deseo no es suficiente. La imaginación es el desdoblamiento de la realidad. Yo soy el doble negativo del primer ser, su imposibilidad, el final de su aventura. Aquí el tiempo gira, no hay flechas de las cuales colgarse para viajar; no hay flechas para clavar en los deseos más profundos, haciéndolos sangrar, volviéndolos un charco en espera de la voluntad de un nuevo creador.

Ya se habrán imaginado ustedes que esto es una despedida. Al menos, he podido amarlos alguna vez. Me voy deseando ser una mitocosis o la ventosa de una mujer extranjera que desempolva la pantalla oscura de la cúpula que he habitado desde que nací. M. M.

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El llanto del gusano

Cuando Linca tragó la última porción del cuerpo del hombre supo que el tiempo nunca da marcha atrás. Durante décadas, Linca lo había alimentado con miel, por lo cual él le estaba completamente agradecido. Sin duda, era su alimento preferido. Pasaba horas enteras pensando en la miel, imaginando cómo resbalaría por su lengua. Casi siempre daba tragos enormes con descuido; disfrutaba de la sensación de ahogo y de inmovilidad. La miel le proporcionaba esos placeres que, por lo demás, mantenía ocultos de ella. Ella, por su parte, preparaba cada trago con desgano, con los ojos atrapados por el desánimo, con las miradas oscuras como sus párpados. Avanzaba con lentitud en sus tareas, en todas y cada una de ellas. Exprimía los gusanos como pidiéndoles permiso. La miel de un gusano, como se sabe, puede ser extraída con dos simples movimientos: cortar la cabeza, apretar la cola. La miel debe salir en un solo cuerpo, sin pérdidas de tiempo. Eso lo aprenden las mujeres errati desde que son pequeñas. Todas ellas conocen la importancia de ser rápidas y eficientes en la extracción de la miel. Linca, sin embargo, no tenía ninguna prisa. Rasgaba con sus uñas finas la piel blanca del gusano. El líquido encontraba una salida y brotaba en pequeñas gotas. Ella tendía al gusano, aún vivo, y colocaba un recipiente debajo, en el lugar justo para atrapar gota a gota la miel del infortunado animal. La mujer cerraba los ojos de todo su cuerpo y se concentraba en escuchar al gusano llorar. A decir verdad, los gusanos no lloran. Algunos dicen que estos animales, al tener certeza de su muerte, tratan de acelerar lo

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inevitable. Son seres desesperanzados, fatalistas, incapaces de sobrellevar los inconvenientes. Llega un momento en la existencia de cada gusano en que se convence de que vivir ya no es una opción. Entonces comienza a contraer su piel, la fuerza a niveles que superan su resistencia hasta que se desolla a sí mismo. Al sonido casi imperceptible de la piel contraída de un gusano se le conoce como llanto. Se necesita de un alto nivel de concentración para escucharlo. El proceso de suicidio del gusano no sólo afecta su piel, sino a la miel de sus entrañas. La señal inequívoca de que la miel se ha arruinado es el calentamiento y el cambio de color, que pasa de ser blanco a rojo. Por eso las mujeres errati son veloces en la extracción de la miel. A nadie le gusta probar la miel amarga. Además, hay quienes afirman que el consumo de miel echada a perder provoca locura, asunto que no está completamente comprobado. Educada en los túneles reales, Linca sabía concentrarse. Conocía algunos secretos de la meditación ciega, disciplina milenaria en la que las ancianas maestras enseñan que toda mujer errati tiene un ojo invisible en algún lugar de sus largos cuerpos, además de los cincuenta que cubren sus pieles rojas.* Pero Linca no era una errati promedio, pues eran muy pocas las que tenían el privilegio de crecer en los mismos túneles que han habitado los sabios, los héroes y los gobernantes de la nación errati desde sus comienzos. Linca no conoció padre ni madre y su único hogar fueron los interminables túneles reales en los que cuando era niña se perdía hasta que algún soldado la encontraba sonriente y tranquila. Para Linca, perderse en los túneles era un juego, le gustaba imaginar a sus compañeras y mentoras rezando por ella, porque fuera encontrada pronto; pero cuando regresaba, casi siempre hallaba a sus compañeras de casa durmiendo. Entraba a su nicho y se disponía a cerrar los ojos, comenzando por los de la cola hasta alcanzar el de la frente. Lo último que veía antes de dormir era el larg *

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Aunque se han dado casos extraños como el de Mare Li, que tenía cerca de cien ojos.

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largo dormitorio bañado por las aguas del mar de espuma. Prefería no soñar, pero cuando lo hacía tenía pesadillas de túneles secos, infinitos, donde se arrastraba en medio de la burla de mucha gente que escupía el camino por donde pasaba. Despertaba y todo seguía igual. Ya no volvía a dormir. A pesar de la vigilancia de las mentoras, Linca logró escaparse una vez más, decidida a perderse en algún túnel en el que nadie pudiera hallarla jamás. Ahora sí que van a ponerse a rezar, pensaba mientras planeaba su ruta. Decir que planeaba su ruta es inexacto, lo que realmente hacía era dejarse perder por la maraña de túneles. Nadaba con la mente en blanco. Cuando se encontraba con un cruce de dos caminos siempre tomaba el izquierdo, cuando eran tres las opciones, también tomaba el izquierdo; cuando eran cuatro, igual, tomaba el primero a la izquierda. Nunca se había encontrado en la disyuntiva de tener que decidir por cinco, seis o más túneles. Hasta ese día. Linca contó seis túneles frente a ella. Cuando estaba por tomar el primero a la izquierda escuchó un ruido que le pareció extraño. Parecía la voz de un hombre. Venía de arriba. Ahí estaba, un séptimo túnel ubicado sobre su cabeza. Jamás lo hubiera pensado. De inmediato supo lo que tenía que hacer. Levantó el rostro blanco y se adentró en la oscuridad del séptimo túnel, que era por mucho el más estrecho que hubiera conocido. Nadó por un par de horas. El ruido, la posible voz de un hombre, había cesado. El túnel parecía estrecharse con cada metro avanzado. Linca no se desesperó en ningún momento. Por el contrario, se movía entre la espuma con la dicha de saber que nadie la encontraría en ese túnel, pues era demasiado estrecho para que cupieran las mentoras y los soldados, demasiado oscuro y lejano como para que alguna de sus compañeras se atreviera a atravesarlo. Todo estaba fuera de control, justo como le gustaba. Ensimismada, no se dio cuenta cuando el camino simplemente se volvió muy estrecho, incluso para ella. Ya no sabía si estaba subiendo o bajando, si avanzaba o retrocedía. Había demasiada oscuridad. Pero entonces lo escuchó. Una voz gruesa. “¿Quién anda ahí?”. Nada

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Linca, sorprendida, guardó silencio. Se llevó ambas manos a la boca y cerró todos sus ojos, excepto el de la frente. Se maldijo a sí misma. Se reprochó haber creído que a donde iba nadie más había ido. Pero había alguien, al otro lado del punto más estrecho del túnel. Cerró el ojo de su frente y puso todo su empeño en escuchar. Alguien o algo respiraba al otro lado, muy cerca de ella. Intentó escuchar la forma en que se movía la espuma que lo llenaba todo, entendió que al otro lado había una habitación circular enorme, tanto como el ser que la habitaba, pero no había espuma. No supo discernir más; no había avanzado tanto en sus clases de meditación ciega. Por unos segundos, Linca consideró el regreso; se imaginó avanzando entre los nichos de su dormitorio. Nadie la vería, nadie notaría su llegada. Decidió abrirse paso hasta el otro lado del túnel. Estiró su brazo derecho tanteando si había alguna abertura. Para su sorpresa, su brazo pasó casi completo por el agujero al final del túnel. De inmediato, se dio cuenta de que la temperatura en esa habitación era mucho más cálida de lo que ella estaba acostumbrada. La temperatura de su cuerpo aumentó al notar la ausencia de espuma del otro cuarto. Se sintió mareada por un rato y, cuando apenas se decidía a sacar el brazo del agujero, una mano la detuvo con firmeza desde el otro lado. Linca sintió que su cuerpo se quemaba y que sus ojos ardían. Después, perdió el conocimiento. “No puedo creer lo hermosa que eres”. Linca escuchaba esa voz de hombre pero era incapaz de abrir los ojos. Los sentía pesados o, más bien, pegados por alguna sustancia. Movió con mucho trabajo los brazos y se dio cuenta de que estaba dentro de una especie de bolsa babosa. Abrió el ojo de su frente y vio a través de la bolsa traslúcida que alguien la miraba desde afuera. Linca, sin embargo, no se sentía asustada. Por el contrario, sentía un extraño deseo de quedarse en la bolsa para siempre. Se sentía tan tranquila que logró dormirse de nuevo. Cuando despertó, ya no se encontraba en la bolsa. Abrió poco a a poco todos sus ojos y se percató de que la bolsa colgaba del 36

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techo, abierta, justo encima de ella. Si había caído desde ahí, no lo supo. Linca se sentía extraña. ¿Qué es este lugar? ¿Qué pasó? Se tocó la cabeza y notó que estaba cubierta de alguna sustancia pegajosa, tal vez la misma que la envolvía dentro de la bolsa. Miró a los lados y se encontró en una habitación enorme, cuyo suelo, blanco, no dejaba de moverse, como si se tratara de espuma atrapada. Linca comenzó a agitarse, pues se dio cuenta de que en la habitación no había espuma. Moriría sin remedio, la sequedad la ahogaría. Se arrastraría lastimando su vientre. “No te preocupes”, escuchó a la voz del hombre, “los errati podemos vivir sin la espuma, no es algo que nos enseñen desde pequeños, debemos aprenderlo por nosotros mismos”. Linca se sintió aliviada al escuchar esa voz, como si se tratara de alguien conocido. Quiso moverse y se dio cuenta de que su cuerpo no era el mismo: había crecido, su cola era por lo menos diez veces más larga, y el negro de sus ojos se había vuelto blanco. Levantó a duras penas su cola, con cuyos ojos vio su propio rostro: era tan vieja como sus mentoras. “¡¿Qué me hicieron!?”, su voz también era otra, más sonora, irreconocible. “¿Hicieron? Aquí sólo vivo yo. Además, cuando pasan diez años envejecer es natural, nada se te ha hecho aquí. Tú has venido, como antes, a nacer”. Dicho esto, el hombre se acercó a Linca, que no entendía del todo las palabras del hombre, aunque las aceptaba de buena gana. Él era ligeramente más alto que ella, de piel roja, con diez ojos en cada brazo y dos en la frente: era un hombre errati, el más extraño que hubiera visto. La piel del abdomen le colgaba en una masa voluminosa y sus dos ojos, escondidos entre un par de mejillas enormes, mostraban benevolencia. “Te amo aún más que cuando vivías en el capullo”, dijo el hombre con su voz potente. Linca no supo qué contestar. Sencillamente, se abalanzó en un abrazo sobre el hombre. Linca no entendía qué pasaba, pero nunca antes se había sentido tan segura; se sentía en casa, con ese hombre a quien amaba sin siquiera recordarlo. El suelo blanco se movía sin cesar debajo de ellos, inestable como las corrientes de la Gran Bóveda, aunque suave como el arrullo de la Mentora Madre. Nada

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Así pasaron treinta años, durante los cuales Linca y el hombre se amaron. Él le enseñó que el suelo se movía porque estaba lleno de gusanos, de cuya miel se alimentaron durante todo ese tiempo. Él había fabricado un recipiente para la miel utilizando como material una porción de suelo seco. A veces olvidaban que era necesario dormir. Pasaban días enteros platicando y mirándose. Cierta vez, voltearon hacia el techo de la habitación y descubrieron que un pedazo del capullo caía con ligereza. El capullo había cambiado de color y se había arrugado. “Ya ha muerto”, dijo el hombre, atrapando el pedazo de capullo antes de que tocara el suelo. “No sabía que estaba vivo”, contestó ella. “Estuvo vivo y volverá a estarlo. La vida tiene un estómago muy amplio, tanto que hasta la muerte cabe en él”. Entonces, el hombre se comió el pedazo de capullo. Linca y el hombre dormían con los cuerpos enroscados, cosa que se volvió cada vez fue más difícil, pues el cuerpo del hombre aumentaba de volumen. Conforme los gusanos del suelo comenzaban a escasear, el hombre se volvía incapaz de moverse, por no tener la fuerza necesaria para levantar su propio peso. Ella comenzó a buscar sola los gusanos, mientras el hombre se quedaba en un rincón de la habitación, sin moverse, impasible y con la mirada perdida. Linca supo entonces que el hombre moriría pronto, cuando comiera la última gota de miel de la reserva del suelo. Lo entendió el día en que, después de vaciar la miel del recipiente, los diez ojos del brazo derecho de él se cerraron. Ella pensó que si retrasaba la extracción de la miel tal vez evitaría la proximidad de la muerte del hombre. Por eso comenzó a extraer la miel gota a gota, después de ensalivar al gusano en turno, lo que, según descubrió, evitaba el suicidio del animal antes de que la última gota de su interior cayera en el recipiente. El hombre apenas podía hablar, los cachetes habían logrado cubrirle la boca. Linca decidió dedicarse a escuchar el llanto de los gusanos. Linca encontró al último de todos los gusanos que habitaban el suelo; entonces supo que el tiempo del hombre terminaría y que su soledad comenzaría. Linca nunca le preguntó 38

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cómo había entrado a la habitación, no sabía cómo salir. Pero eso no le preocupaba, no tenía intenciones de regresar. Ése era su lugar, con o sin el hombre. Extrajo la miel con el proceso habitual y llevó el recipiente a la boca del hombre, que estaba convertido en una masa amorfa y enorme. No lo pensó dos veces, logró depositar la miel en la boca del hombre que había amado desde hacía tantos años. Los dos ojos de su frente eran los mismos y cuando los vio por última vez, un segundo antes de que los cerrara para siempre, ella supo exactamente lo que haría desde ese momento. Cuando Linca tragó la última porción del cuerpo del hombre supo que el tiempo no da marcha atrás. Su cuerpo, siempre delgado, ahora era igual o más obeso que el del hombre en sus últimos momentos. La mujer errati se quedó quieta, muy quieta, y comenzó a escuchar el sonido de su propia piel estirándose a niveles inauditos, incapaz de soportar el contenido de su cuerpo deformado. De su vientre salieron incontables larvas de gusano, una legión de ellas. Algunas se dirigieron al suelo de la habitación, al que le dieron de nuevo un color blanco y mucho movimiento; las demás, que se contaban por miles, escaparon del lugar por el agujero a través del cual, muchos años antes, Linca había llegado.

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Ojos ardientes

Uno –Caminé trece pasos para llegar a ella. –Deberías intentar hacerlo con menos. –¿Menos? –Sí. –Imposible. –¿Ya intentaste caminar de espaldas? –No, es estúpido. ¿Cómo haría contacto visual con ella? –Ella podría moverse frente a ti. –¿Sin mirarme? No creo. –Eres un caso. ///////////////////// –Tal vez podría pasar mi mano frente a ella. Me ubicaría. –Sí, es lo que digo. –Cuando vea mi mano sabrá que estoy detrás de ella. Tal vez se mueva frente a mí. –Es posible. –Es seguro. –¿De qué hablaríamos? –Primero tendría que aceptar hablarte. –Eso no es problema. Lo hizo hace rato. No puede cambiar de opinión. Creo que puedo llegar en once pasos. –Apostamos. –Mi camastro vibrador por dos horas tuyas en el alimentador. –Sabes que no puedo darte eso. Serían por lo menos tres días sin funcionar. Nada

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–Podríamos calar a ver qué pasa. –No. –Siempre lo mismo. Debo encontrar compañeros más ///////////////////// experimentales. –No me conoces. –Eso no lo sabes. Tal vez ayer platicamos de lo mismo. Seguro que no aceptaste la apuesta. Aquí estamos. –No lo sabemos. –No pasa nada. Es más, nadie asegura que yo te gane. –No me conviene, ya casi termina el día. –¿Y qué? –Si te gano, no podría disfrutar de tu camastro por mucho tiempo. –Podrías hacerlo mañana. Sólo imagínate: todo el día vibrando. –Mañana ni te conoceré. –Cambiemos los camastros ahora mismo. Bueno, si me ganas. Mañana, cuando vengas al asoleadero te encontrarás un camastro distinto. –Si no lo reconozco mi sistema se va a corromper. –No puedo creerlo. Te doy la oportunidad de divertirte y tú sólo te preocupas por el sistema. –¿Para qué arriesgar lo que tenemos? Mira, si yo tengo este camastro y tú ése es por algo. Así debe ser. ¿Qué tal si nuestros actos afectan al crucero? Mañana estaremos deseando habernos quedado con nuestros camastros asignados. Fin de nuestra vida de vacaciones. Creo que no valoras lo suficiente el privilegio de haber sido construidos como turistas. No puedo ni imaginarme lo que sería la vida como un limpiacamastros o un pulidor. –Si nos hundimos, mañana despertaremos bajo el océano. Sería un buen cambio. –Por favor, ¿no me digas que no la pasas bien aquí? Bebidas, sol, ///////////////////// toallas limpias. –No sé. ¿Tú la pasas bien? –Claro. –¿Cómo te llamas? 42

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–¿Qué? –¿Cómo te llamas? –Sage. ¿Y qué? –¿Cómo sabes? –Lo ví esta mañana. –¿Dónde? –Pues aquí, en el camastro. –No viste bien. Ya me imaginaba. Vemos lo que el sistema nos dice que veamos. –Qué tonterías. ///////////////////// –Esta mañana, cuando el sol no había salido y todos descansaban yo vine aquí e intercambié mi camastro por el tuyo. –Imposible. –¿Qué dice? –¿Qué dice? –Tu camastro, ¿qué dice? ///////////////////// –Arro. –Sage, te acabas de convertir en mi compañero de viaje. Arro soy yo. Dos Día 1 ///////////////////// Cada noche en el alimentador se eliminaban las informaciones adquiridas durante el día. No estoy seguro, pero sospecho que también se realizaban labores de reestructuración de sistema. Sé muchas cosas, pero no las recuerdo. Arro tenía razón. Día 2 ///////////////////// Un calor terrible recorrió mi espalda. Mis ojos ardieron cuando Arro me dijo su nombre. Día 3 ///////////////////// Arro y yo fuimos lanzados al océano al mismo tiempo. Lo perdí. No lo busqué. No puedo. El agua debió atrofiarme. O la voluntad se me descompuso. Hay zonas del océano que permiten la entrada de más luz que otras.

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Día 4 ///////////////////// Un ser enorme, casi del tamaño de un crucero mediano, pasó junto a mí. Movió las aguas con tal violencia que fui empujado por unos segundos a la superficie. Era de noche. No pude asolearme. Estoy dejando de existir. El ser hacía unos sonidos hermosos. Día 5 ///////////////////// Arro no tenía derecho de corromper mi sistema. ¿Por qué yo? Pudo ser cualquiera. Las contradicciones no me dejan descansar. No quiero dejar de existir. Maldito Arro. Día 6 ///////////////////// Un poco de luz. Día 28 ///////////////////// Mueven las manos. Me ven con esos ojos acuosos, brillantes. Vivo. Día 29 ///////////////////// Cuando moví los ojos para ver a mi alrededor, todos estos seres se alejaron. ¿Tienen miedo? No dejan de hacer ruidos. Me aturden. No sé lo que quieren de mí. Por lo pronto, me han conservado con vida. Día 30 ///////////////////// El cielo gira sobre mi vista. O tal vez yo floto. Puedo escuchar que algo se mueve debajo de mí. Es casi un susurro. Roza mi conciencia. Es un cosquilleo en mi sistema. Tal vez es el paso del tiempo. Día 31 ///////////////////// He logrado mover un dedo de mi mano derecha. Sólo faltan dos. Unos especímenes pequeños de estos seres vinieron a picar mi torso con unos palos. Creo haber sentido algo. Día 32 ///////////////////// Todas las mañanas, una pequeña criatura baja desde el cielo y se para sobre mi rostro. Siento sus extremidades inferiores. Sus brazos sin dedos se extienden y le permiten alejarse del suelo. Regresa al cielo y desaparece. Es extraño, 44

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extraño, pero creo haberlo visto antes. Sé que no es posible. Sé que antes de ser expulsado del crucero yo no tenía ayeres. Pero estoy seguro de haberlo visto antes. No sé dónde. Día 33 ///////////////////// He logrado levantarme. Apenas lo hice, aparecieron cuatro enormes especímenes de estos seres. Me tumbaron. Por hoy ya no tengo energía para levantarme de nuevo. Debo descansar. Día 34 ///////////////////// Antes de ser tumbado logré ver el lugar: edificaciones de roca rodean una gran explanada, en cuyo centro me encuentro. Viene la noche y veo a los seres, asomados desde sus ventanas, vigilándome. Se alejan poco a poco, cierran las ventanas y apagan sus luces. ¿Descansarán? Eso parece. Día 35 ///////////////////// Un ser con 30564 zurcos en el rostro vino esta mañana. Acercó su rostro al mío. Parecía muy interesado en mis ojos. He logrado ver infinitas pulsaciones en sus ojos acuosos. Una maraña de largos hilos blancos cubrían toda su cabeza, con excepción de los alrededores de la boca, los ojos y la protuberancia que crece entre ambos. No pude contar los hilos, no tuve suficiente tiempo. Se levantó de prisa. Creo que se ha conmocionado por algo relacionado con mis ojos. Día 36 ///////////////////// Me levantaron varios seres, especímenes robustos. Me fascina ver cómo todo en ellos se mueve. La cubierta de sus cuerpos se expande y se contrae. Parecen tener un motor a la altura del pecho. Pulsa con lentitud. Al principio, me lastimaban sus pulsaciones. Más cuando me encontraba rodeado de decenas de ellos. Ahora sus pulsaciones, las de todos los rincones de sus cuerpos, me parecen deliciosas. Debe ser doloroso tocarme. Mis cargadores tensan sus cuerpos y hacen gestos desagradables. Un líquido surge de la sección sin hilos ubicada sobre sus ojos. Es agua. Eso debiera explicar lo acuoso de sus miradas. Están hechos de de la na luz de sol penetra desde el lejano techo. Apenas la siento. Tan débil. El ser con la cabeza de hilos blancos extiende sus manos sobre Nada

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mis ojos. No le cuesta mucho trabajo extraerlos. Como cuando Arro corrompió mi sistema, los ojos me arden. Yo ardo. Yo soy mis ojos. Me levanto en las manos del ser. Ahí está mi cuerpo, mi rostro. Los seres comienzan a hacer fuertes ruidos. Levantan los brazos, saltan. Aún siento sus pulsaciones. Incluso dentro de esta caja. Quiero salir. Quiero estar con ellos. Día 37 ///////////////////// Lo recuerdo todo. Día 38 ///////////////////// Cuando la caja fue abierta, lo primero que vi fue un objeto fabricado con la misma sustancia de mi cuerpo. Un aro en cuya superficie estaban grabados signos incomprensibles. En cuatro puntos del aro el material se levantaba en forma de triángulos en cuyo ángulo superior se abrían zonas circulares. Dos de las zonas ya estaban ocupadas por los ojos de Arro. Mis ojos ocuparían los dos nichos restantes. Uno de espaldas al otro. Quiero decirle a Arro que tenía razón, pero ya no tengo boca. Quiero decirle que decubrí que no nos borraban los ayeres en el alimentador, sino que nuestros cuerpos se encargaban de eso. Nosotros somos nuestros ojos, nosotros somos cuando ardemos. El ser de hilos blancos levanta el aro con sus dos manos. Atraviesa un pasillo angostísimo. Las rocas de las paredes se desprenden a su paso. Al final del pasillo, casi en penumbra, hay un pequeño salón con una enorme silla en el centro. Sobre ella se sienta uno de los especímenes pequeños de estos seres. El ser de hilos blancos, después de subir algunos escalones junto a la gran silla, coloca el aro sobre la cabeza lisa del ser pequeño. Arro y yo vemos al ser de hilos blancos bajar de las escaleras, colocarse frente a nosotros y caminar de espaldas, de vuelta al pasillo. Todavía se escucha su cuerpo tallando a su paso las rocas del pasillo. 46

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Silencio absoluto. El ser pequeño, en cuya cabeza ahora habitamos, se levanta de la silla y se baja con dificultad. Una vez abajo, aplaude. Al instante, cientos de seres voladores surgen de las paredes del salón. Agitan sus extremidades sin dedos a nuestro alrededor. Siento la superficie lisa de la cabeza del ser pequeño. La siento mía. Entiendo que los pequeños voladores se llaman aves. Entiendo el lenguaje de las aves. Traen noticias de los lugares más lejanos y los más cercanos. Entiendo los signos de la corona: “OJOS ARDIENTES DESDE EL CIELO, COMO SOLES DE DÍAS QUE MUEREN”. Recuerdo a las aves. A una de ellas. Recuerdo a Arro en el crucero: sostiene con sus manos a un ave. Recuerdo los ojos de Arro, extrañamente iluminados, como mil pares de soles. El ave volando y Arro descubriendo que yo estaba ahí. Me asusté. Corrí hasta el alimentador y descansé. Arro cambió nuestras camas esa misma noche, mientras yo dormía.

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Citando a Brión

En la ciudad colonial de Eles hay una zona que ha quedado casi deshabitada. Le llaman Vieja. Hace quinientos años, la Peste del Óxido obligó a los vecinos a mudarse a las regiones altas. Decían que sobre el nivel del mal podían evitarse los efectos del óxido. Mentiras. La maldición dejó las zonas bajas de Eles y alcanzó a los ingenuos. En Vieja, se quedaron con el recuerdo y casi nada más. El tiempo pasa y los vientos cambian de rumbo. La Peste se fue como llegó, en silencio, sin que nadie la notara. Los cuerpos de los mutilados por el mal fueron acumulados y lanzados al sanjón Negro, al que antes llamaban Hondo. Cuentan quienes han explorado el sanjón que en el fondo algunos de los cuerpos negros no se han descompuesto del todo. La Peste del Óxido oscurecía las pieles. Primer síntoma. Un par de días más y los infectados ya no tenían dedos. A la mañana siguiente, perdían brazos y piernas. Una hora más tarde, el cabello y vello corporal. Finalmente, los párpados se despegaban del rostro. Eso es pasado. Vieja y toda Eles hoy rebosan de vida. Tal vez más que en sus mejores tiempos, durante la Gloria de la Reina. Eles se ha convertido en la ciudad más importante del país y Vieja en un pequeño mundo universitario, habitado por eruditos y estudiantes de todo el mundo. Los salones que antes fueron silenciosas celdas de cuarentenas hoy son un bullicio de ideas. Las paredes de los baños se pintan por las noches, para que durante las horas hábiles la comunidad estudiantil las llene de caligramas, haikus y relatos breves. Sólo en una ocasión se escribió una novela, la hoy mítica Serie de las Delicias, obra colectiva de la GeneracGenerac Nada

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Generación de los Nombres que, según se ha dicho, sorprendía por su unidad estilística. Sin duda, Vieja ha sido el centro de los seguidores de las letras desde hace ya muchas décadas. A espaldas del Templo de la Elevada, cuya reconstrucción fue dirigida por el ilustre Dídado, hay una casa de estudiantes, una de tantas, donde cinco compañeros ponen a prueba sus habilidades como narradores en su recámara, con las luces apagadas. El Gran Festival de la Palabra se celebrará en sólo una semana. Las eliminatorias oficiales son duras y largas. Algunas de ellas se extienden por horas, hasta que los jueces se deciden por un ganador, que pasa a la siguiente fase. Conforme se acerca la etapa final, las competencias se vuelven maratónicas. Cualquier práctica previa podría permitir realizar ajustes a las narraciones preparadas. El arte de la narración, como lo sentencia Brión, “es repetición de ejercicio, mismidad de disciplina, mímesis de arte; la narración, además, es todo lo contrario a lo que he dicho y lo mismo pero a oscuras. Narrar es el registro del tiempo y sus posibilidades, la construcción de castillos apenas sostenidos en las paredes de un abismo”.** –Comienzo yo. Escuchen: Nosferatu se interpretaba a sí mismo en una película. Leía sus parlamentos, afilaba y blanqueaba sus colmillos, dejaba la piel y los ojos del mismo color del miedo. Así era él, simplemente el mejor en lo que hacía: cuando terminaba de succionar un cuello cálido nunca faltaban los aplausos y los hurras. Nosferatu era una estrella completa y si aún no estaba en el Paseo de la Fama era porque no quería manchar con cemento su portentosa dentadura. Y es lógico, hay que saber cuidar el instrumento de trabajo. Nosferatu era una celebridad, sí, pero no una celebridad común: difícilmente se le veía en revistas o noticias de farándula, no le era sencillo soportar los flashes, “violentos días solares comprimidos”, como solía llamarles. Pero Nosferatu había asegurado su permanencia en el mundo, ya sea como mito, como historia, como chisme. En la plenitud de sus facultades histriónicas,

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F. E. Brión, Sobre el arte de la narración, Eles: Imprenta del Centro Universitario de la Antigua Ciudad, año 203 después de la Peste.

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Nosferatu no podía verle límites al porvenir, pues tenía el protagónico perpetuo en un set inconmensurable. ¿Cómo explicar su muerte repentina aquella noche? Sencillo: cansado de tanto tiempo, decidió morder un instante: nada pudo succionar, desconocía que los instantes carecen de sangre. –¿No tiene título? –“Nosferatu”. –No lo dijiste. –Claro que sí. Estaba implícito. –No. –“Nosferatu se interpretaba” bla, bla, bla. –Dudo que los jueces aprecien tus implícitos. Mejor sigue tú. –Mi cuento sí tiene título: “Eva cabalgante”. Aquí va: Los cuentos de caballerías iniciaron cuando Eva, montada sobre el unicornio, atravesó el Jardín de las Delicias con mayor celeridad que la vista del Creador. Apenas se abrió el pétalo rosado de la planta carnívora cuando Eva pasó hecha un demonio o serpiente antigua o centaura primigenia, arrancando a su paso las ganas de tragar de la most dangerous plant in the garden. La planta, sumamente molesta, cuchicheó por muchos días hasta lograr quemar a la única mujer de por ahí. Dios sentenció: “No estará permitido que una cabellera tan larga pase a gran velocidad y arranque las flores y las hojas en las que yo escribo, a diario, la historia de mi lindo planeta”. Eva fue bajada del unicornio y, aún pataleando, fue arrastrada hasta los brazos de Adán, el hombre. –¿Qué idioma fue ése? –Es mi nueva invención de la clase de Geografías Imaginarias. Se llama ingleso, propio del pueblo de los inglesos, una de las naciones más antiguas sobre el continente Rocoso de la sección Terciaria del segundo mundo de la órbita de… –¿Pero por qué lo mezclas? –Sonoridad. Suena bien, ¿no? –No me convence. No es razón. –Además, ¿siquiera dice algo coherente?

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–“Most dangerous plant in the garden”. La planta más peligrosa del jardín. O sea, la planta carnívora. Era la más peligrosa. –Mira, mejor tradúcelo. Que nos hayamos inscrito en la categoría de Cuentos Maravillosos no nos da permiso de escribir lo que sea. –Pienso lo mismo. ¿Se acuerdan de cuando estábamos en primero, del cabezón que llegó con su cuentito del “zen”? –Qué impresionante cabeza. ¿Cómo se llamaba ese tipo? –Una palabrita le bastó para ser expulsado. –Bueno, no lo expulsaron por la palabra. –Pero ahí empezó el problema, ¿no? –Pues sí. –¿Cómo decía el cuentito? Que había un camino para el zen… –No, no. Está fácil: “El maestro me reveló el camino del zen. Entonces me ordenó que me quedara quieto”. –¿Qué era “zen”? –El cabezón dijo que era el camino de los guerreros de una sociedad inventada por él. No me acuerdo del nombre. –Yo sigo sin entender. –Sí, o sea, que el zen es como el camino, la misión, que debe seguir el guerrero de ese mundo, esa sociedad o lo que sea, y que para recorrerlo hay que inmovilizarse. –No entiendo. –O sea, como una aporía. –Ya cuando tienes que explicar tu cuento hay problemas. Esa palabrita rara, “zen”, le quitó cualquier justificación. –Ya no tenía sentido interno. –O externo. –¿Cómo? –Si el cabezón le hubiera contado su cuentito a los dichosos guerreros del zen, seguramente lo hubieran entendido. –No viene al caso tu justificación. –No justifico, sólo digo que la debilidad del cuento es no habérselo contado a la comunidad de interpretación adecuada. –La calidad del texto no depende de sus receptores. –Otra vez la misma. No soporto eso de los receptores y emisores e inmanentismos y inmanentismos. –Sí, ya mejor el que sigue. 52

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–Sólo digo que el texto se construye en la interpretación. –¿Cómo se va a construir en… –Se termina de construir pues. –¡Ah! Ahí te quería agarrar. Si el texto se termina de construir en algún momento, entonces la importancia del intérprete desaparece. –¡No! ¡Me malentiendes! La interpretación… –Ya bájenle o se acaba la práctica. –Éste. –Ya, ya. Me toca. A este cuento lo titulo “Monólogo del acusado”, un homenaje a J. J. A. –¿J. J. A.? –Ya entiendo. Se ve desde el título. Plagios aquí no, ¿eh? –Déjenme hablar y aprendan. “Monólogo del acusado”: Poseí a la virgen la noche misma que le envié a mi paloma mensajera. La había amado desde el principio. Había decidido, al fin, recuperarme de la traición de la mujer-costilla. Yo no pensaba despertarla, lo juro: mis pasos en el huerto original son sigilosos. Todo fue un descuido: alguna luz debió irrumpir en su matriz. ¡Ay de mí! Pensé que podría mantener el secreto de mi aventura por el universo. Mi bella confidente siempre supo presentarme como su padre y como el padre de su hijo. Nadie se había quejado, ni siquiera el carpintero. Ahora ella me acusa de abuso con lujo de violencia verbal y luminosa. Yo sólo quería espiarla mientras dormía. ¿Por qué me aborrece tanto? Creo que me desprecian hasta mis querubines. –No sólo adoras a J. J. A., sino que nos confiesas tu lado devoto. Al menos yo no te lo conocía. –Ni yo. –De ti nunca lo hubiera pensado. –¿Qué tiene de devoto? Es una profanación de un texto sagrado. –Típico del arte actual. Cuando ya no se puede inventar nada nuevo, se recurre a rehacer lo hecho o, lo que me parece más nefasto, al vil pastiche. Sé que tal vez se escuche agresivo, pero tu cuento es una vulgaridad. Nada

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–Sigue. –Eso. Es una vulgaridad. –Así nada más. Sin razones. Excelente tu crítica. –Además es pretencioso. –“Vulgar y pretencioso”, ¿algo más? –Con eso. –Pues debo decir que tu crítica es de lo más pedestre. Lo digo sin ánimo de ofender. Pero la crítica también es un oficio que, en casos como el tuyo, sí que está muy vulgarizado. Para hablar de un texto también hay que componer otro. Pero te limitas a dos de los adjetivos más socorridos entre los que les encanta tirar piedras a los sapos que salen de día. “Vulgar”. “Pretencioso”. ¿Qué diablos significa “pretencioso”? Yo creo que cualquier invención debe preten-der. Ya me he dado cuenta que de donde vienes tienen en alta estima la humildad. Lo que me parece absolutamente patético. Se limitan a exigirle a otros que no hagan, por favor, nada que los haga sentir menos. –Una defensa pretenciosa y, además, ególatra. –¡Ahí está! La legendaria falta de ego de los de tu raza. Qué linduras. Debemos amarlos. –¡Mierda! –¡Quisieras oler! –¡Pídele a un dios que baje del cielo a salvar tu culo! –¡No soy tan mal narrador! En ese momento, la puerta de la recámara se abre, dejando entrar un poco de luz. Maldita mujer, la soporto sólo por la comida que me trae. Con gusto abandonaría esta recámara y me escabulliría por los pasillos de la mansión durante la noche para oler los vestigios de su perfume. Lindas piernas. Me teme. Sus pasos tiemblan. Los oigo. Tiene sentido su temor. No soy un monstruo, pero le arrancaría los labios de una mordida. Saldría de aquí si no estuviera encadenado. Me gusta la cadena, pero odio que me ate. La mujer se acerca, como cada día, con un plato en mano. Salsa roja sobre plata. Dos chiles rebosantes de semillas. Una tortilla y, lo mejor, carne de cerdo correteado. La veo venir y le comienzo a contar su cuento favorito:

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En un principio me dio por crear voces. Desde ese principio soy de la opinión de que mi cabeza es una caja llena de voces. A veces intento vaciarla, hablando, por supuesto. Esto es nuevo: antes mi cabeza era un congestionamiento vial, con smog, stress, gritos, cláxons y todo lo demás. ¿Que cómo llegaron los carros ahí? No lo recuerdo. Tal vez siempre estuvieron ahí. Es necesario, como sea, vaciar lo estancado. Dicen que lo que se detiene luego apesta. Hay que ir a la acción, al verbo. Hoy, ayer, hoy decidí comenzar a hablar. Y digo, no es que antes estuviera mudo. Lo que pasa es que me asustaba vaciar la caja, ya sabes, mi cabeza. ¿Entonces quién me quedaría? Lo que digo es lo que pienso. Por supuesto, lo que pienso hay que darlo por dicho. No veo la diferencia. Lo diferente, hoy, es que mis pensamientos están afuera: el tráfico, aún en hora pico, parece fluir fácil. Las voces viven, salen y entran. Pudiera decir que las voces que creé en un principio se rebelaron contra mí. Y me da gusto, después de todo. ¿Cómo no habrían de tener derechos? A ver cómo les va allá afuera. Siempre podrán contar conmigo. Ya no le gusta mi historia como antes. Ya no se acerca tanto. Lanza el plato, la salsa se desparrama. Me gusta así, en el suelo adquiere ciertos ingredientes que potencian su sabor. Explota en mi boca. Me llena la mirada y la veo de espaldas, caminando ahora más rápido, rumbo a la pequeña puerta. Ya no tengo que pedirle que encienda la luz de la recámara por cinco segundos, no más, no menos. Ella enciende el interruptor y gira su rostro para no verme. Lo sé. Ya no le gusto. No me importa. Sólo quiero asegurarme de que mis iguales estén ahí. Cuatro espejos. Somos cinco. Todo está bien. Puedes apagar la luz, mujer. Ya no la necesito. Todo está bien. Podemos seguir contando cuentos, fingiendo que somos varios y que nos preparamos para una competencia de narraciones en un país que no existe. Podemos hacer como si hubiera todavía una ciudad llamada Eles, donde la Peste del Óxido es cosa del pasado y Vieja es un oasis de conocimiento. Todo está bien desde que decidí que sería bueno visitar a las voces que se fueron de mi cabeza. Ya lo presentía: las voces se parecían tanto a mí que ya hasta cuerpos tenían. Negros y mutilados cuerpos con olor a óxido.

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El presente

Después de tantos años, el viejo túnel al sur sigue siendo el más eficiente. Mi madre me contó que los padres de sus padres se habían conocido en el primer viaje de la “Aguja”. Me pregunto cómo se habrá dado el encuentro. Según dicen, la primera versión de la “Aguja” era tan ruidosa que hacía imposible intercambiar palabras. Tal vez fue un asunto de miradas, de apretar los labios, de tomarse la mano. Es una ironía que conforme los trenes se volvieron más silenciosos la gente también lo hizo. No soy el clásico nostálgico de la Sociedad de Coleccionistas y Anticuarios de Ciudad Central. No me gusta andar por la vida sentenciando que todas las cosas ya no son como solían ser, que antes eran mejores. Del pasado sólo quisiera que mi madre viviera y que Tubo nunca hubiera dejado de ser un cachorro. Nunca he disfrutado de la compañía cuando viajo. Siento la necesidad de ser sincero. En los módulos de venta de boletos, cuando me preguntan qué asiento deseo, siempre pido ver el mapa en pantalla. Pregunto dónde está el baño, dónde los televisores; entonces pido el asiento que esté más cercano al baño y más alejado de los aparatos de televisión. A todos les gusta ver películas en el tren y odian recibir el hedor liberado cada que se abre la puerta del baño. Al lado del asiento olvidado siempre hay otro y, a veces, hasta dos. Todos para mí. No se trata sólo de un asunto de comodidad, ya lo he dicho, es cuestión de evitar la compañía. Prefiero oler por un minuto las porquerías de alguien a platicar con él durante todo un viaje. Sucede, sin embargo, que hay viajes que no son directos. Ahí es cuando cruzo los dedos para que en la escala no se llenen los

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lugares vacíos. Vigilo el pasillo y odio a los nuevos pasajeros. Detesto sus formas de caminar, las sonrisas de cordialidad, las mujeres cebosas cargadas de hijos que vomitarán, de seguro, en el Paso de la Fractura. Esas mujeres aprovechan la edad de sus hijos para no pagar sus asientos, pero atraviesan los pasillos del tren como estampida, atentas a encontrar lugares vacíos para llenarlos con sus engendros. Sé que el viaje será horrible cuando la mujer ha regado ya a sus hijos por todo el vagón y sólo quedan ella y su bebé recién nacido para ocupar el asiento de al lado. El recién nacido llorará sin control y las nalgas de la mujer se irán expandiendo hasta mi asiento conforme pasen los kilómetros y las horas. Al final del viaje, cuando comience a amanecer, seré el primero en ver el rostro infeliz del esposo de mi vecina invasora esperando en el andén, desdichado, fumando su enésimo cigarrillo. Yo aguardaré para escapar de mi prisión entre el cristal helado de la ventana y el caluroso cuerpo de la mujer. Por suerte, ya casi nadie viaja al sur. Cuando en AIRU*** se enteren de que no viajo en transporte individual seguramente acabarán con mi carrera. Euristeo me llamará a su oficina y, sin mirarme a los ojos, me dirá que he sido cesado de mis funciones, que en un par de días puedo pasar por mi liquidación. No es tan grave no usar transporte individual, pero Euristeo ha estado esperando un error, cualquiera, para joderme. No imagina que cuando eso suceda, en su oficina de paredes tapizadas por reconocimientos, yo le daré las gracias, con sinceridad, y saldré cerrando suavemente la puerta. Miento. Aprovecharé la ocasión para descomponer una o dos de sus esculturas biholográficas. “No hay mayor arte que el cuerpo humano desnudo”, me dijo Euristeo cuando me descubrió mirando sus esculturas el día que lo conocí, hace ya treinta años. “Y si es el cuerpo de una hermosa mujer con mayor razón”. Yo no sé nada de arte, pero desde entonces sé que a cualquiera le puede gustar la imagen de una mujer hermosa

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Agencia de Investigaciones de la Red Urbana.

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desnuda, tanto como nos gustan las postales con paisajes o edificios bellos. Siempre me he preguntado por qué no hacen esculturas con mujeres gordas y feas o con hombres con penes flácidos, ocultos bajo la grasa de su abdomen. Pero Euristeo es el que sabe de arte. A diferencia de él, yo sé de criminales; una verdadera desgracia dado el alto mando que ostenta Euristeo en la agencia contra el crímen más importante de la Red Urbana. Antes de azotar la puerta de la oficina de Euristeo debo cerrar el caso de “Pensador”. Debo atrapar a ese hijo de puta. No es nada personal, nada más que no me gusta dejar trabajos a medias. Creo que me hará bien un cambio de vida, tomar otro ritmo, respirar algo más que alientos de psicópatas bastardos sobre mi nuca. Estoy cansado, podría bajar en la siguiente estación, cambiar de nombre, tal vez dejarme el cabello largo, poner un restaurante donde sirvamos carne de oso blanco, vestir bien, comenzar a bañarme a diario… pero si no llevo a “Pensador” al Panóptico, su aliento me perseguirá. Sobre mi nuca. Debo verlo, como a todos los demás, tras las puertas de metal de su celda correspondiente. La mayoría saben mi nombre, los demás sólo recuerdan mis ojos por el resto de sus vidas. Voy a extrañar este trabajo. Cuando el criminal no se pone nombre a sí mismo, AIRU se lo da. A mí me gusta pensar que la forma en que se nombran los criminales es una confesión de su verdadero nombre, el que los define. Los nombres de AIRU no son para mí más que nombres operativos, signos entrecomillados, una forma de etiquetar lo que desconocen, de sentir que tienen posibilidades de agarrarlo y tatuarle un número en las manos. En cierto sentido, quiero conocer el verdadero nombre de “Pensador”, no aquel con el que nació, sino aquel que se gestó dentro de él cuando se supo un monstruo. Hasta que no lo sepa, persigo una sombra. La inexactitud de los apodos de AIRU revela una de sus fallas como agencia de investigaciones: el prejuicio. La sombra de “Pensador” ya es masculina, con o sin pruebas de ello y hasta que se demuestre lo contrario. Sospecho que podemos andar muy errados. Las posibilidades, por ahora, son las mismas; “Pensador” puede tener sombra de hombre, de mujer o de constructo. ¡Tenemos una sombra! Nada

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Por lo menos una sombra es más real que los bihologramas de Euristeo. “Bio” es vida, o algo así. Y la “h” es muda. De niño no entendía la razón de ser de una letra muda. Ahora entiendo que puede servir para herir las palabras. La no-vida, vida muda. Vida es a lo que huele Ónfale, aun en sueños. A veces, Ónfale aparece cuando duermo y me invita a masturbarme. Camina en la oscuridad, descalza y en silencio. Mis sueños son callados. La piel de Ónfale, color canela, me deja sin voz. Pasa una y mil veces. En ocasiones aparece vistiendo telas claras y mojadas, o dejando tras su andar gruesas gotas del aceite con el que ha bañado su cuerpo. “No estoy llorando”, me dice. “¿En qué piensas?”. Yo aprieto el cuerpo de mi pene y lo agito de tal forma que ella entienda. A ella le gusta ponerse de espaldas porque sabe que gozo la visión de su espalda y la forma en que sus nalgas duplican la medida de su cintura. Y sus ojos cambian de color y veo que se llenan de mi semen. “Es una explosión”, dice ella feliz. Y yo soy feliz. Y ella me cubre con su tela, mojada y fresca, para después desvanecerse al salir volando por la ventana. Otra razón para venir solo y de noche en el tren. En un viaje de Ciudad Central a Lerna puedo venirme cuatro o cinco veces. Apenas logro subirme el cierre antes de que el viejo gordo me descubra. Ha visitado el baño ya en diez ocasiones desde que subió al vagón. Literalmente, desde que subió al vagón. Apenas dejó un maletín sobre su asiento y atravesó a paso acelerado el pasillo hasta llegar al baño. El tren ni siquiera había arrancado cuando el gordo ya había apestado toda la zona posterior. Aprovechando que aún era de día y nos podíamos ver los rostros con claridad, el gordo me sonrió levantando su mano derecha a la altura de su rostro. ¿Un saludo o una disculpa? Para muchos, lo que se haga en el baño no es ningún motivo de vergüenza. Esta vez, la décima y como antes, el gordo sale del baño feliz, realizado, según noto por su silbido. Pasa junto a mí y adivino que me sonríe, que levanta la mano a la altura de su rostro. Veo su corpulenta silueta atravesar el pasillo hasta su asiento. Silba esa estúpida canción que está de moda: Tú me das un pedacito de tus ojos. Tú me das un pedacito de tus manos. Tú me das un pedacito de co-ra-zón. O 60

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Oh Oh, oh, oh, oh. Pero yo, oh, oh, oh, oh, sólo quiero tu cosita. Igual, prefiero que digan “cosita” a “colita”. Me sacan de mis casillas quienes le llaman colita a los genitales. Me parece repugnante. Imagino la cola rosada de una rata o los rabos mutilados de esos perros chatos. No sé de razas de perros. A Ónfale le gusta decir “colita” y adora a los perros chatos esos. En realidad no sé qué tanto los adore, pues no tiene uno, pero siempre los visitamos en cada tienda de animales que nos encontramos. Ella me toma de la mano y me lleva directo a las jaulas de los perros chatos. Ignora las tarántulas, los cangrejos, las serpientes, los peces, los pericos, las tortugas, los perros que parezcan ratas, los perros con pelo sobre los ojos, los perros con colas largas, los perros delgados y manchados, los perros pequeños y peludos, los perros de trompas afiladas… en pocas palabras, a todos aquellos animales que no sean, estrictamente, perros chatos. Cuando encuentra uno, toca el cristal de la jaula, como si se tratara de la puerta de la casa de un amigo con el que ha venido a jugar. Lo curioso de todo es que esos perros feos siempre aceptan el juego. Bailan para ella, recuestan sus cabezas sobre sus patas delanteras, y la miran con el hocico lleno de baba y los ojos caídos. A veces también me ven a mí. Sospechan que yo también podría jugar con ellos. Saben que amo a Ónfale. La acompaño a su casa al terminar la noche. Nos gusta pasar horas viendo películas o comiendo, como la primera vez que salimos. Habíamos visto esa película sobre una isla donde fabrican mujeres. El protagonista llega, como náufrago, a una isla que no aparece en los mapas. Una isla es una masa de tierra en medio de una gigantesca cantidad de agua, “mar”, como le llaman en las leyendas. La isla está habitada por hombres comunes y corrientes y sus esposas exageradamente bellas, lo que resulta extraño desde el comienzo. Ónfale me cubría los ojos cuando alguna de esas mujeres se quitaba la ropa. Ella cree que está jugando a ser celosa y a mí me gusta pensar que sus celos son enfermizos, aunque no lo sean. Me hace sentir importante. Hay mucho sexo en la película. Finalmente, el náufrago termina enamorándose de la esposa del hombre que lo hospeda, también descubre que todas las mujeres son autómatas. Bajo el pueblo, una red de túneles enormes resguarda una fábrica de

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mujeres, todas hermosas, dispuestas al amor, pero todas artificiales. No sé en qué termina la película, pues aquel día Ónfale abrió mi cremallera y, durante los últimos cinco minutos, me hizo una mamada gloriosa. La visión se me nubló y apenas pude distinguir en pantalla el perfecto cuerpo de la mujer autómata de la que se enamoró el protagonista, mientras éste la golpeaba furioso y le arrancaba la piel, descubriendo metal oxidado. Cenamos bolitas de queso con ajonjolí y nuez, luego nos besamos en la cocina. Ella me quitó la camisa y yo supe que me deseaba. Busqué su oído y le hablé. No sé qué dije, pero le gustó. O tal vez sólo le gustó la sensación de mi aliento sobre su oído. Y luego besé su cuello. Y sus cachetes se comenzaron a llenar de sangre. Y mis pupilas se dilataron. Lo supe porque todo lo veía diferente, como en esas películas de planetas calurosos, donde los horizontes se ondulan sin cesar. Y tuve otra erección, que no perdí hasta después de penetrarla y eyacular dentro de ella y sobre sus tetas. Estábamos sudando y fue sencillo resbalar mi pene en su seno. Caí rendido. Miré el techo por mucho tiempo, no sé cuánto. Y sabía que ella estaba junto a mí porque no nos soltamos las manos. Nunca he superado la facilidad con la que me distraigo. Ya sentía venir el semen cuando me pareció escuchar voces en el camino, allá fuera del túnel. He perdido mi tercera eyaculación del viaje y por un imposible. El túnel debe estar herméticamente sellado en cada uno de los milímetros de sus paredes. De lo contrario, el menor de los rasguños dejaría entrar el Frío Perpetuo. Quedaríamos tan congelados como toda la vida en el exterior de la Red Urbana. Paranoico. Desde que se descubrió el cristal espejo jamás ha existido la mínima entrada de las bajas temperaturas exteriores. Incluso, el túnel al sur, por ser el último en ser construido, recibió las bendiciones del tratamiento más avanzado del cristal espejo. Por otro lado, no soy el único que ha escuchado voces del exterior. La gente tiende a silbar las canciones más estúpidas y a creer las mentiras más grandes. Eso de imaginar a una tribu de salvajes en constante peregrinación sobre los Valles Blancos ya es demasiado. Si alguna vez existieron, ya deben de ser esculturas heladas quebradas por los vientos.

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Enciendo la luz sobre mi cabeza. Como siempre, comienzo a leer el periódico por la última página. Sección: PERSONAJE DEL DÍA: PENSADOR. El clásico culto al chico malo. Obviamente, no viene una foto, sólo una caricatura: una larga sombra (de hombre) atraviesa un callejón cargando un costal lleno de cabezas. Son tantas las cabezas que algunas de ellas ya no caben en el costal y quedan tiradas en el camino. El texto: Desde hace quince años, con los crueles asesinatos del llamado “Monstruo de Nemea”, no había existido en las ciudades de la Red Urbana tal expectación por el andar de un asesino en serie. El pasado viernes, Pensador llegó a su octava víctima, casi todas en la ciudad de Lerna. Así lo confirmó el Comandante Yolao, nuevo vocero de la Agencia de Investigaciones de la Red Urbana (AIRU): “Tenemos la certeza, después de analizar a conciencia los detalles en la escena del crimen, que el modus operandi del autor del reprobable acto coincide completamente con el del asesino conocido como ‘Pensador’ ”. En esta ocasión, la víctima de Pensador fue una niña de 9 años de edad llamada Mélite. Hasta ahora, las víctimas del asesino habían sido exclusivamente adultos. La niña iba acompañada de su hermano de 7 años, Hilo, quien pudo haberse convertido en la víctima nueve de Pensador. El pequeño se encuentra muy grave en un hospital protegido por el gobierno. El Comandante Yolao ha dicho al respecto: “No podemos considerar que el asesino se haya arrepentido cuando ya había comenzado a cercenar la cabeza del pequeño. Más bien se trata de otra manifestación de su retorcida psique”. Cuando se cuestionó al vocero de AIRU acerca de los avances de la investigación, éste se limitó a contestar: “tenemos a nuestros mejores investigadores tras la pista de ese enemigo de la sociedad”. Por supuesto, importantes analistas y la opinión pública parecen coincidir en que no se tiene ni una pista sobre la identidad y paradero del asesino. Las críticas sobre el gobierno urbano, los sistemas policíacos y la misma AIRU no se han hecho esperar. El día de ayer, la asociación civil Ciudades Blancas convocó a una marcha que atravesará las principales arterias de Ciudad Central. Se espera que en el resto de las ciudades de la Red se lleven a cabo manifestaciones semejantes. La presidenta de Ciudades Blancas, la señora Deyanira, afirmó: “No podemos quedarnos de brazos cruzados. No se trata sólo del ‘Pensador’, sino del caos y el miedo con que vivimos todos los días. Debemos pensar en el futuro, en nuestros niños”.

Vieja pendeja. Nada

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Por lo pronto, Pensador ya tiene a todas las cabezas de la Red pensando en él.

Amarillismo. Dejo la sección PERSONAJE DEL DÍA en el asiento de al lado. FARÁNDULA. Algo más amable. Megara, la famosa cantante, tras las rejas. El cargo: posesión de cocaína. Insisto, algo más amable. Esta vez no escuché los pasos del gordo. Su onceava visita al baño. Sólo escucho el seguro de la puerta. Cuánto pudor. Veo las fotos a todo color del arresto de Megara. Está buena, pero no me la cogería. Ónfale no entiende la diferencia. Para ella, el adjetivo buena/bueno va acompañado de dos palabras: buena/bueno para coger. Ya le he dicho que las palabras no deben significar lo mismo para todos. Pero ella dice… –Está cabrón el Pensador ése, ¿verdad? Y no sé si lo que huele tan mal es su boca o el baño, cuya puerta no ha cerrado. Gordo asqueroso. –¿Puede cerrar la puerta? –Perdón, sí –una risilla imbécil–. Ya está. –Gracias. –Me presta esta sección. Ya no la ocupa, ¿verdad? Con tal de que se largue hago ademán de que la tome, por favor, que la tome ya. –Gracias –dice el gordo tomando la sección, sentándose en el asiento de al lado y encendiendo el foco sobre su cabeza. Bonita fregadera. Ahora no puedo escuchar ni lo que leo por la respiración a marchas forzadas del gordo. El último aliento de un cerdo. Trato de concentrarme en la escandalosa adicción de Megara a los estupefacientes y a la pornografía. Lo escucho respirar. No tenía idea de lo desdichada y pobre que había sido Megara en su infancia y juventud. Fue víctima de abuso sexual por parte de su madre. No conoció a su padre. Vivía en una colonia subterránea… 64

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Respira cada vez más fuerte. Fue vendida por su madre a un inescrupuloso hombre del espectáculo por algunas raciones de comida. Belleza notable. Víctima de más abuso sexual, ahora el representante. La fama repentina. Dinero. La boda con aquel galán de moda. El retiro de los escenarios. Divorcio por abuso sexual. El esperado regreso… Su respiración llena mi cabeza. Estoy a punto de apagar la luz y pedirle que se vaya a su asiento. –¿Usted va a ir a la marcha? Meneo la cabeza de izquierda a derecha a izquierda. –Me parece muy importante que como sociedad nos unamos. A veces queremos que el gobierno nos solucione todo. Como si fuera nuestro papi –comienza a tomar ese tonito nefasto de sermón–, es como paternalismo. Pero eso era antes. Ya nuestra democracia funciona, aunque está en pañales, eso sí. Los ciudadanos estamos haciendo nuestra parte. Pero todavía falta mucho por hacer… –no hay nada peor que un discurso lleno de lugares comunes y cómodos pretendiendo ser profundo y juicioso; lo más profundo que podría estar sería en el culo de un político. La vieja idiota de la sociedad civil ésa cree que va a acabar con la delincuencia marchando con camisitas impecables por calles por las que nunca anda a pie. Simulará que cambia el mundo con turismo social políticamente correcto–. Hay mucha corrupción en la policía, en la inteligencia. Debemos tomar conciencia… –no tienen idea. Pelean contra un fantasma, uno al que ni siquiera pretenden temer. Asimilan. Marchan, protestan, levantan los puños, gritan consignas, se hermanan por una mañana o una tarde o por unas cuadras. Pero el sistema es grande, ya ha previsto la queja colectiva, la ha previsto y la ha absorbido en su vientre que todo lo traga y deglute. Y después del teatro de la protesta, la indignación se diluirá, como la culpa y el miedo. Todos habrán interpretado el papel que les corresponde. Satisfacción. Y el miedo se acumulará de nuevo, con los días, pero ya estará programada la próxima marcha. Todos a casa. No están verdaderamente cansados del miedo; no están listos para arriesgar la posibilidad de una revolución. En sus mentes, el

Nada

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ideal de revolución siempre podrá germinar. Están perdidos. Es curioso, creo que “Pensador” estaría de acuerdo conmigo. No es posible acabar con el miedo. Con o sin corrupción, con o sin marchas, con o sin camisas blancas, el miedo es un fantasma al que nuestras armas y gritos hacen crecer, y al que nuestras razones y esperanzas enmascaran. “Pensador” y yo lo sabemos. No este gordo inmundo. –Cállate –le digo golpeando su estómago con el resto del periódico–, voy a dormir. Apago la luz y poco después el gordo apaga la suya. Toma el periódico y se retira a su asiento. Abro los ojos y veo a lo lejos las luces de mi destino. El tren se detiene y espero a que todos los pasajeros bajen. Me cuelgo la mochila. Camino hacia la puerta del vagón. El gordo está sentado en el asiento más cercano a la puerta. Me entrega el periódico con un intento de gesto de pocos amigos, que a mí más bien me parece al cara de un perro chato enjaulado, con ojos caídos, rojos de sangre. –No es bueno perder la cabeza –me dice. Tomo el periódico. Toca mi mano. Siento lástima por él. Un escupidor de sabiduría de agenda de superación personal. Lo último que necesito. Bajo al andén. Me entregan la caja que viajaba en el compartimento especial de la Aguja. Arrojo el periódico en el primer cesto de basura que encuentro. Avanzo unos pasos y doy media vuelta. Regreso al cesto y saco el periódico. Arranco la caricatura de “Pensador”, la doblo y la meto en una de las bolsas interiores de mi abrigo. Saco el papel con la dirección apuntada, misma que le doy al taxista en cuanto abordo el auto. Podría rentar un carro o solicitar uno en el cuartel local de AIRU. Prefiero el transporte público, y además éste me asegura no tener compañía, mucho mejor. Cuando era niño, los taxistas gustaban de hablar con sus pasajeros. Hoy no. Lo agradezco. El futuro utópico fue posible. Las luces de la ciudad se reflejan en su techo, sobre la superficie de la inmensa cúpula de cristal espejo que nos protege

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del Frío Perpetuo. Veo el número de la casa. Linda casa. Con jardín y flores moradas. Bajo del taxi y le doy un billete azul al conductor. No le pido feria. El cadavérico taxista sólo arranca. Frente al edificio, a un paso de la banqueta, repaso mentalmente todas las pistas del caso. Cero. Sólo corazonadas. “Pensador” es bueno, realmente bueno. Camino con el gozo de quien sabe que no es esperado. Toco la puerta con una moneda. No me gustan los timbres: o muy chillones o muy melosos. Últimamente he escuchado hasta los que traen la tonadita de esa estúpida canción de moda. Escucho pasos. La puerta se abre. Ónfale abre los ojos con sorpresa, o preocupación, no adivino. Estaba leyendo: trae lentes y la camiseta verde. Uniforme de lectora. Me abraza con fuerza y yo paso mi brazo derecho sobre su espalda. –¿Cómo conseguiste mi nueva dirección? –La magia de AIRU. –¿Qué es esto? –Ábrelo. Ella toma la caja en sus manos y la sacude. Algo brinca en su interior. Cuando abre la caja, Ónfale ve los ojos caídos de un cachorro chato. Café con negro, no pude decidirme por un color. Ónfale me besa y me abraza de nuevo. Jala la solapa de mi abrigo. –Estaba por bañarme. ¿Viene, agente Heracles? –recuerdo una película porno que vimos juntos alguna vez. La tele prendida. No estaba leyendo. En la regadera nos peleamos por la temperatura del agua. A mí me quema casi todo. Llegamos a un acuerdo. El vapor invade mi nariz. Tomo el jabón y sé a dónde dirigirlo. Lo paso sobre sus pezones erguidos, que presiono con las yemas de mis dedos. Recorro con el jabón su abdomen. Ella gime. Nuestro lenguaje. Tiro el jabón y la recorro con mis manos. Volteo su cuerpo para que me de la espalda. La masturbo. Meto mi dedo medio derecho en su vagina. Con el pulgar acaricio su clítoris. Ella toma mi pene. El jabón siempre resulta buen aliado en estas circunstancias. Empujo mi pene entre sus nalgas. Ambos lo agradecemos. Estamos agradecidos por Nada

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esta regadera, por el agua, por el jabón, por los azulejos fríos y por las llegadas inesperadas. Nos venimos. Nos abrazamos en la oscuridad del baño de una casa desconocida para mí. Silencio. Vapor. Respira. No sé cómo decirle que debo interrogarla, que AIRU no tiene pistas sobre el caso de “Pensador”, pero que yo sospecho que ella puede estar relacionada con él. –Mañana me voy a Lerna –miento. –Está bien. Lo dice con tal frialdad. El miedo. ¿Dónde estoy? Por el momento, no quiero saber si ella fue o no enviada a mí por “Pensador” con la intención de alejarme del caso o, precisamente, por la razón contraria. Me guardo la corazonada. Por ahora, ignoraré los resultados de los tres meses que pasé espiándola día y noche, antes de atreverme a entablar conversación con ella e invitarla a salir. La investigación va a giro de rueda desde aquella primera salida, hace un año ya, cuando vimos una película de mujeres autómatas y comimos bolitas de queso con nuez y ajonjolí. El asesino de Lerna puede esperarme. Ya llegaré a él. No es nada personal, es mi trabajo. La abrazo fuerte y sé que mejor presente no ha habido en mi vida.

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El amor es como la muerte

Cisco vociferaba, desesperado por la torpeza de sus japos gigantes. Los había construido él mismo con piezas usadas ue halló en los cientos de vendimias por las que había pasado durante sus casi treinta años de mercader ambulante. Un japo original podía avanzar tres pueblos en una sola noche; los dos japos de Cisco, en el mejor de sus desempeños, no podían ganarle al amanecer antes de alcanzar siquiera una población. Ya caía la oscuridad cuando el japo marrón, que Cisco había ubicado a la derecha, chocó contra algo y se detuvo. El japo oxidado siguió jalando, absorto, incapaz de percatarse de la desgracia de su compañero. Cisco, desde la cabina del conductor, logró detener el avance del japo. Bajó maldiciendo, consciente de que no moverse en el Camino de Pantas podía significar la cristalización del peor de los peligros para el viajero: asaltantes del Desierto Claroscuro, llamados ratas blancas por las telas del mismo color con las que cubrían sus cabezas. Célebres eran las acciones criminales de los ratas blancas. Por lo general, rodeaban con sus camiones a la víctima, a quien no le quedaban más que dos opciones: estrellarse contra el muro de camiones o detenerse. Algunos de los que confiaron en el tonelaje de sus vehículos lograron romper el cerco de los ratas blancas. Cosa rara. Cuando una banda elegía víctima, poco se podía hacer: entregar la mercancía, el dinero y el vehículo (en caso de que por su calidad o su poco uso lo ameritara). Cisco no tenía mucho que perder. El negocio iba de mal en peor. Achacaba la culpa a su vehículo y a las inútiles bestias que lo jalaban. Cisco temía al miedo mismo de ser asaltado. No sabía si su corazón frágil y enfermo lo soportaría. Había escuchado historias de Nada

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personas que, ante la amenaza de asalto, habían dejado de respirar por más tiempo del permitido por el organismo. Mal día para un asaltante, pues cuando llegaba al vehículo no podía lograr que el conductor lo abriera. Un asaltante estúpido, como los de las ciudades, fue atrapado por no darse cuenta a tiempo de que su víctima estaba muerta. Le gritaba que abriera la puerta, que esto es un asalto y todo eso que se dice en esos casos. Pero la víctima permanecía inmóvil, mirando al frente, con la sangre quieta dentro de su cuerpo, cuya temperatura bajaba poco a poco. Se había quedado tan nula como la propia suerte de Cisco. El japo marrón se levantó. Había pasado sobre algo. Cisco estrelló la palma de su mano derecha contra su barbilla. No parpadeó mientras mantuvo los ojos fijos en la oscuridad del camino. Los japos de última generación habrían detectado cualquier obstáculo. Sus japos no. Cisco se aferró al volante y pidió que no se tratara de un ser inteligente. Sabía que debía bajar a revisar y, por un segundo, recordó el miedo de ser asaltado por ratas blancas. “Pero así no proceden”, pensó. Tomó de la caja de seguridad la pistola que Marci, su ex esposa, le dejó sobre la almohada junto con una carta el día que lo abandonó. Te haría bien hacer algo interesante con tu vida. Mátate. Hazlo por ti mismo. No por mí. Considera éste regalo una última ayuda de mi parte. Por los buenos tiempos que me hubiera gustado tener contigo. Cisco puso pies en tierra. Con su mano izquierda apretaba el mango de la pistola, misma que ocultaba en el bolsillo frontal de su chamarra. Con la otra mano sostenía una linterna de luz débil. La linterna se apagaba y se encendía. “Ahora no, ahora no”, reclamaba Cisco a la linterna. Se acercó a las enormes patas traseras del japo marrón. Su luz se apagó de nuevo. Escuchó una respiración. Soltó la pistola y sacudió la linterna con su mano izquierda, desesperado y de arriba a abajo. Se mareaba. Tuvo todos los malos presentimientos que se pueden tener en un par de segundos. Ahí, solo, en el mismísimo Camino de Pantas, escuchaba una respiración. Puso su mano izquierda sobre una de las patas traseras del japo marrón. Sintió un líquido espeso. Quitó la mano de inmediato y la linterna se encendió, como si fuera nueva, con una luminosidad intensa y clara.

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Entonces vio sus ojos. Su mente se incendió. Flotaba. El suelo y el cielo ya no estaban. Intentó hablar, pedir auxilio, pero cuando abrió la boca, pudo verse a sí mismo, desde la garganta, mirando su propia dentadura. Expulsado como un estornudo, con la misma violencia de una tormenta donde el agua viene de cualquier lado y de ninguno, Cisco salió de su propia boca, y su boca, como el resto de su cuerpo, se hizo polvo. Y un viento suave sopló y el polvo lo llenó todo, incluso los pulmones de Cisco. Dulce. Y de la nariz de Cisco salió un humo plateado que lo rodeó. Abajo, arriba, a los lados. Escuchó incontables voces. Y todas decían lo mismo. Pero Cisco no entendía o entendía y lo olvidaba. Supo que estaba viajando a una velocidad inimaginable, pues los oídos le pesaban y las voces se confundían. Se detuvo. El humo plateado que lo rodeaba se alejó hasta convertirse en una luz muy lejana, como una estrella. Se encontraba en una encrucijada de dos caminos y vio venir, de cada uno de ellos, a un ciervo. Ambos idénticos, de cuernos tan inmensos que se perdían en el cielo, como laberintos sin fin. Cisco pensó que los cuernos de ambos ciervos habrían de unirse en algún punto. –No en uno, sino en muchos –dijeron los ciervos al unísono, sin mover sus hocicos. Cisco se percató de que los ojos de los ciervos eran distintos: blancos los de uno, negros los del otro. Cuando hablaron, intercambiaron colores. –Muchos prefieren no elegir ninguna de las ramas del árbol, se sienten más seguros contemplándolas todas a la vez. Lo que olvidan es que tarde o temprano ese árbol se secará y que, una a una, todas las ramas se quebrarán. El árbol caerá sin remedio. Al final ya no podrán elegir con qué rama quedarse, lo cual no quiere decir que se salven de elegir. El árbol no desaparece, sólo se derrumba. Entonces tendrán que decidir si se quedan o no con el árbol caído. Lo trágico del asunto es que pasan tanto tiempo contemplando todas las ramas a la vez que dejan de ser una persona, desechan su libertad para elegir. Se convierten en una especie de enredadera del árbol. Cuando el árbol cae, también cae la enredadera. La elección es inevitable; toda huida está destinada al fracaso. Nada

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Los ciervos hablaban de manera extraña, le pareció a Cisco. No podía decidir si sus voces, su voz, era monstruosa o hermosa. Decidió que era ambas. Un miedo y un gozo a la vez. –¿Eres… son un demonio o…? –¡Cállate! Has matado nuestra prisión, y te estamos agradecidos, pero eso no te da derecho a interrogarnos, ni siquiera a dirigirnos la palabra. Has venido a terminar con las posibilidades no a extenderlas. Has venido a escuchar. Cisco, temeroso, cerró los ojos, pero fue incapaz de dejar de ver. –Sólo te está permitido hacernos una pregunta: no has aprovechado bien tu oportunidad de formularla; sin embargo, desde el inicio de todas las cosas hemos decidido que daremos respuesta a la pregunta que no has hecho, al tiempo que veremos nacer en tu cabeza miles de nuevas interrogantes, deliciosas dudas y hermosos enigmas. ¿Qué dura menos, el amor o la vida? Es probable que no existan diferencias entre el amor y la vida, es probable que amor y vida sean lo mismo. Lo único que puede desafiar a la vidamor es la muerte. Pero la muerte es algo más terrible que el sencillo renunciar del cuerpo. La muerte es una voluntad incomprensible, un cansancio secreto del corazón. El corazón desiste cuando descubre la verdad: que lo absurdo de vivir y lo absurdo de amar es el halo milagroso que envuelve al ser mientras se vive y mientras se ama. »No hay nada más absurdo que estar bien. Ya sospechan el asalto, por eso no hay asaltos sorpresivos. Si el asalto, por alguna razón, no se hace presente, suponen (la fe) que viene retrasado, que tarde o temprano llegará. Son invocadores constantes de la fatalidad, detestan las armonías y los círculos perfectos: desinflan los círculos y tachan las armonías. Viven en un pozo de las delicias amatorias y vitales. Ése es su mundo. Pero he aquí un secreto: la muerte no los visita, es su vecina en ese pozo, ha sido encarcelada como todos ustedes: esa es la razón por la que la muerte también se cansa. Cisco sentía su vientre y sus ojos arder. No se había dado cuenta, pero ahora se encontraba en el cruce de incontables caminos, todos habitados por un ciervo idéntico a los dos primeros. Algunos

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estaban a su espalda; aun así, los podía ver, de alguna manera. Sintió el peso de infinitos ojos sobre él y deseó haber traido la pistola que Marci le dejó. Cisco miró sobre su cabeza y vió que los cuernos de los ciervos formaban un domo, de cuyo centro bajaba, amarrado a una cuerda, el cuerpo desnudo de una mujer, su ex esposa, Marci. –Hace tres años, esta mujer murió a causa de los golpes de tres hombres enloquecidos. Ahora tú puedes golpearla. Ninguna culpa, ya está muerta, ya está herida. Un golpe más no le dolerá, créenos, menos viniendo de un ser tan enclenque como tú. Los ciervos, todos, habían dado un paso al frente y soltaban vapor caliente por las narices. Cisco se negó. Los ojos de los ciervos se volvieron de humo. Uno de ellos caminó hacia el cuerpo de Marci, al que empujó con su trompa hasta Cisco. Cisco dio un paso atrás y vomitó sobre el suelo invisible. Volvió a extrañar la pistola. El cuerpo herido y muerto de Marci fue elevado, perdiéndose en lo alto del domo de cuernos, de cuyo centro había bajado. El ciervo colocó su hocico a un centímetro del rostro de Cisco. Todos hablaron con una sola voz: –La muerte no tiene nada de milagrosa, pues es de su misma especie: ser doloroso. A la familia se le acepta (la mayoría de las veces) aunque no se la comprenda. De todas las incertidumbres, la muerte es la que mejor se podría adaptar a su sistema lógico, o debiera decir, a su sistema resignativo, a la fatal familia de lo que no deciden. Pero no es así. Con ustedes nada es así. En el pozo, como en cualquier espacio, se rechaza al extranjero; en el pozo, espacio de las monstruosidades, se rechaza al extranjero por ser hermoso. La vidamor es hermosa. Cuando se topan cara a cara con la vidamor, sin embargo, surge su única certeza: que no quieren salir del pozo, porque es más sencillo y soportable no salir que salir por un instante y regresar violentamente. Habiendo hablado, el ciervo más cercano dio una mordida al hombro derecho de Cisco. Otro ciervo se acercó por la espalda y le mordió la pantorrilla derecha. Las mordidas fueron tan poderosas y r NADA

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rápidas que unos segundos después Cisco yacía en el suelo. Los dos ciervos regresaron a su sitio original, a su propio camino, llevando en sus hocicos uno el brazo y otro la pierna de Cisco, cuya sangre flotaba a un metro de su cuerpo. Cisco no sentía dolor alguno. –Cuando dicen que no saben lo que quieren, en realidad dicen que no quieren la vidamor iluminando el pozo. La vidamor, a pesar de todo, debe existir, no se trata de eliminarla (no la podrían eliminar), sólo se trata de mantenerla bien lejos. El mejor camino para atrapar la vidamor es dejándola en su propio hogar: la tierra de los deseos que adoran pero oran por no visitar nunca, mas que en sus viajes fantásticos, huidas fantasmales o infidelidades amorosas, venturosas mentiras para, después, culparse tanto hasta no merecer el derecho de encender ninguna flama, por pequeña que sea. Les hemos enseñado a soplar sobre las velas encendidas, pero nunca hemos compartido con ustedes el proceso milagroso para encender una vela. Los milagros, lo saben, no se enseñan pero sí se matan. »Hay milagros que terminan por sí mismos, pero también hay milagros que son ahogados. Hay milagros que son asesinados sin piedad, sin consideración por su minusvalía. No importa que haya sido desmembrado, como hijo cuyo llanto no se desea soportar. Sin embargo, es probable que ningún milagro asesinado tenga, realmente, asesino declarado. Ya nos lo dijo la Muerte en cierta ocasión, bajo todos las estrellas que explotan y nacen: “estas son las vidas de los seres, alumbran brevemente y se apagarán cuando ustedes lo quieran”. ¿Cuando queramos? Entonces, si la vida y el amor son lo mismo, nosotros también decidimos cuándo soplar sobre la flama que es el amor. Hay algo de fatal en todo esto; hay algo de espantoso en nuestros designios. Los ciervos callaron e inclinaron sus cabezas. Sus cuernos comenzaron a crecer y a ramificarse ante la mirada atónita de Cisco. Pronto, el domo de cuernos se deformó. Los cuernos lo llenaron todo. Una punta atraviesó el cuerpo de Cisco, para luego ramificarse frente a sus propios ojos. Cisco no veía más que cuernos. No veía nada. Todavía escuchaba a los ciervos.

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–Cuando Cisco nos reclama su desdicha, nosotros contestamos ruidosamente. Nuestra respuesta consiste, precisamente, en no contestarle. Tal vez nos alejamos de los seres desde aquel día desdichado en el Origen; es probable que ya sepan que iniciamos la construcción de un nuevo planeta, uno pequeño, habitado sólo por un dichoso y perfecto Ser. Tal vez sucedió, sin embargo, que se nos terminaron los materiales para construir planetas, agotamos nuestro corazón en hacer su planeta y a ustedes. Así que antes de irnos usamos nuestros cuernos para cavar profundo sobre la faz del mundo. Pero donde se cava siempre quedan pozos. No nos gustan las irregularidades, así que decidimos curar el mundo: colocamos la Muerte como alivio para las heridas. Cisco se encontró en medio de la noche oscura y helada del Camino de Pantas. Un ciervo de grandes cuernos yacía muerto bajo las patas traseras del japo marrón. Cisco tomó la pistola de la bolsa de su chamarra y jaló el gatillo apuntando al cuerpo, ya sin vida, del animal. El arma no traía balas. Cisco se levantó apoyándose sobre sus brazos. Con paso acelerado, aunque trastabillando, regresó a la cabina del conductor. Buscó debajo del asiento y sacó un machete. No se escuchaba más que el sonido del machete de Cisco cortando la noche y el cuello del ciervo. La sangre brincaba sobre su rostro, aunque Cisco no la podía ver. Olía dulce. Finalmente, Cisco golpeó la tierra. Terminó de separar con las manos la cabeza del cuerpo del animal. Con el machete, escarbó el interior del cuello del ciervo. Creó un pequeño espacio vacío. Lanzó el machete lo más lejos que pudo. Abrió la caja del vehículo y buscó gasolina, con la que bañó los cuerpos metálicos de los japos, mientras brincaba sobre ellos. Le pareció que las bestias tenían miradas capaces de implorar clemencia. No era tiempo de clemencia, de cualquier manera. –La Muerte está cansada de ver el sufrimiento de los hombres, pero el mayor sufrimiento de los hombres es la Muerte – les dijo Cisco a los japos–. ¿Sabían que fue pensada como bendición?, pero la convertimos en maldición. Nadie quiere a la

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Muerte, pues nadie aprecia los parches. Ser un parche es cansado. La Muerte es nuestra hermana, así fue improvisada. No queremos ver al amor como un milagro, sino como una obligación del destino. ¿Qué van a entender ustedes? Son basura hecha de basura. –Cisco sonrió, iluminado por un cerillo encendido que lanzó sobre los japos. Cisco miró los ojos sin vida de la cabeza del ciervo tirada a su lado. La levantó y metió su propia cabeza en el cuello del animal, hasta cubrir apenas sus ojos. Su máscara era muy pesada, lo cual no le impidió bailar mientras se alejaba de los japos ardientes. El fuego alcanzó al vehículo e iluminó la noche en el Camino de Pantas. A lo lejos, un rata blanca despertó en su camión y vio, a través de la ventana, la silueta de un hombre-ciervo, como los que aparecían en las leyendas, en medio del fuego. En la oscuridad de su máscara, Cisco pensó: “nada es tan malo, ni nosotros tan culpables. Cuando los Creadores se fueron nos perdonaron por todo, pues no querían llevarse ni un solo dolor al pequeño planeta que construyeron para su dichoso y perfecto Ser”. Cisco caminó durante tres días por el Desierto Claroscuro sin darse cuenta de cuándo comenzaba el día y cuándo la noche. Bailó y cantó con júbilo hasta que ya no soportó el peso de la cabeza de ciervo y sus piernas se doblaron. Todavía cantó por algunas horas y con la lengua llena de arena la única frase que no había olvidado de su canción: podemos ser felices, podemos ser felices, podemos ser felices.

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Todo incluido

Ganó el viaje a Playa Paraíso por no llegar tarde a la oficina ni un solo día en veinte años. Todo el mundo lo llamaba Andy, aunque él guardaba en secreto su deseo por ser llamado de otra manera: Dick Maxwell. Sus padres lo llamaron Andrew, pero le decían “Andy” (y a veces “Fatty Andy”) con esas miradas complacientes, esas sonrisas idénticas. Cómo odiaba su nombre. Cuando visitaba la tumba de sus padres en ese parque de césped perfectamente cortado como su propio cabello, Andy (lamentablemente para él, así lo llamaremos) miraba a su alrededor para cerciorarse de que estaba solo, luego se bajaba el cierre y orinaba sobre la lápida. “MR. & MRS. MILLER DEVOTOS PADRES Y FIELES ESPOSOS”. Andy sacudía su pene hasta asegurarse de que no goteara, lo guardaba con cuidado y se subía el cierre. Tomaba su maletín café y su paraguas negro, que abría de inmediato porque le siempre le parecía que comenzaba a llover, aunque no fuera así. Andy era un hombre de cuarenta y cinco años y convicciones a prueba de todo. Era lunes y Andy pensaba en que sólo faltaban cuatro meses para hacer su declaración anual de impuestos. Cuando entró a la oficina, todos sus compañeros le sonreían desde los cubículos. Andy se sintió extraño y sospechó las peores cosas. Tal vez estaba desnudo o era el último en enterarse de su propio despido. Cuando Mr. Jones, su jefe de toda la vida, caminó hacia él con los brazos Nada

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abiertos y una sonrisa del tamaño de la empresa para la que trabajaba (United Fritos), Andy intentó escabullirse como las cucarachas que habitaban en los espacios entre cubículos. –Andy, Andy, mi puntual empleado. ¿A dónde vas? –A ninguna parte, señor. Iba llegando –Andy se preguntaba si acaso había llegado tarde por primera vez. Maldito despertador. Sabía que no era de buena marca. –Pues ya te vas –dijo Mr. Jones con los ojos muy abiertos. –¿Me voy? –Andy no podía creer lo que escuchaba. Deseó sacarle los ojos, esos saltones globos, a su jefe de toda la vida. –Te vas, Andy. –Pero señor, yo respeto todas sus decisiones. Pero tengo familia. Yo trabajo por ellos. Y… –Pues tu familia también se va. ¿Qué creíste, muchacho? – dijo Mr. Jones pasando su brazo alrededor del cuello de Andy y riendo a carcajadas–. Te vas al Paraíso. Ve a hacer tus maletas, te has ganado un bono especial por tu puntualidad perfecta durante veinte años. Un viaje todo incluido con tu familia a Playa Paraíso. –¿De veras? –De veras, Andy. Hombre de poca fe. Aquí están tus boletos. Tienes pasaporte vigente, ¿verdad? Se ve que viajas mucho, eres de mucho mundo, Andy. –Nunca he salido del país. Pero siempre actualizo mi pasaporte por si… –¡Ése es mi empleado! Previsor. Vales por dos, Andy. Ahora, ya vete a tu casa, ve por los niños a la escuela y dale la buena noticia a tu esposa. ¿Cómo se llama tu mujer? –Sandra, señor. –Ah, pues dale a Sandy un abrazo fuerte de mi parte. Lo demás dáselo de tu parte, eh, pícaro –dijo Mr. Jones mientras movía su pelvis hacia delante y hacia atrás. –Pero quisiera terminar las cuentas que tenía pendientes. No me gusta dejar… –Ah, minucias, Andy. No te preocupes –dijo Mr. Jones al tiempo que jalaba del cuello a un tipo flaco, de pobladas cejas pelirrojas, que pasaba por ahí–. ¿Cómo te llamas, muchacho?

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–Brown, señor. –Brown se hará cargo de tus cuentas, Andy. –Pero yo no trabajo aquí. Soy mensajero de… –Ya vete, Andy, antes de que le dé tu bono a Brown –dijo Mr. Jones ignorando a Brown y empujando a Andy por la espalda. A Andy le hubiera gustado decirle a Mr. Jones sobre su padecimiento de la espalda, el mismo padecimiento que le impedía ver la televisión cómodamente o hacer sobremesa. Nunca gastaba en cosas que no fueran indispensables y menos si eran para él mismo. Pero cuando vio el Couchmatic 3000 en esa enorme tienda departamental tuvo un sentimiento que jamás había tenido. Se imaginó sentado en el sillón, con los ojos cerrados, reclinado, vibrando y con una sonrisa de satisfacción. Si no fuera un hombre de razón habría jurado que no se imaginó a sí mismo en el sillón, sino que vio a otro Andy, con tanta carne y hueso como él, disfrutando como nunca. Se resistió a comprar el sillón durante meses, sabía que cuando iniciara el año nuevo bajarían los precios. Y así fue. Una enorme etiqueta roja con un considerable descuento colgaba del sillón en el segundo día del año. Andy había ahorrado lo necesario, pues no gustaba de endeudarse con crédito, e incluso le sobró para comprar la despensa de la semana. La espera no valió de mucho. En cuanto retiró los plásticos que cubrían al sillón, Lori y Andy Jr., sus pequeños mellizos, saltaron sobre el mueble. Le pidieron a Andy la máxima potencia. Andy les dijo que podría no ser seguro, que mejor se conformaran con la potencia NORMAL, y eso nada más porque celebraban el estreno del sillón. A Andy le pareció bien desgastar la emoción de sus hijos por el juguete nuevo. Calculó que un par de días deberían bastar, pero pasaron dos semanas y cada vez que llegaba del trabajo los niños estaban ahí, peleándose por el control de la televisión, manchando la piel del Couchmatic 3000 con leche y cereal de colores. En la noche, cuando regresaba de su segundo turno, Sandra le exigía que dedicara por lo menos ese tiempo a estar con ella, sobre la cama matrimonial de gruesas colchas, aunque no hablaran ni cogieran.

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Cuando a Lory y Andy Jr. se les pasó el alboroto por el sillón, comenzaron a rentarlo a otros niños del vecindario, amigos, conocidos y desconocidos, por 50 centavos en NORMAL y un dólar en HIGH PLEASURE. En seis meses, el sillón se descompuso, la garantía había expirado y las piezas que se requerían sólo existían en China. –Mejor compre otro –le dijo el hombre musculoso en overol–. Le conviene más. Pero no compre de esta marca, están saliendo muy malos. Con todo respeto, lo hicieron tonto. Andy supo entonces que necesitaba unas vacaciones. Después de todo, el viaje a Playa Paraíso que United Fritos le había regalado llegaba en el momento preciso. Apenas entraron al lobby del hotel cuando salieron a su encuentro cinco empleados vestidos con trajes multicolores hablando de manera graciosa, “como cantando”, según dijeron Lory y Andy Jr. cuando estuvieron en la habitación. El hotel era un enorme complejo de edificios con cientos de habitaciones (chicas, medianas y grandes), restaurantes (chinos, mexicanos, italianos y hasta marroquíes) y bares (que cerraban a las 11 PM, a la 1 AM y a las 3 AM), albercas con figuras diversas, y playa, mucha playa. Incluso había una mansión exclusiva para multimillonarios, políticos y estrellas del espectáculo. Andy pasó la tarjeta por la cerradura electrónica de la habitación 217. Un foquito rojo se encendió y, sin intentarlo de nuevo, Andy decidió entregarle la tarjeta a su hijo. Andy Jr. le mostró la posición correcta de la tarjeta y, a la primera pasada, el foquito se encendió con luz verde. –No era tan difícil, ¿verdad? –le dijo Andy Jr. a su padre. La puerta se abrió. La habitación 217 era pequeña, al igual que la televisión empotrada en la pared. Había dos camas y, sobre sus respectivas cabeceras, cuadros con motivos locales: un indígena (“un azteca”, pensó Andy, “no, no, debe ser un maya”), sostenía entre sus brazos a una voluptuosa y semidesnuda mujer morena en medio de un valle lleno de enormes nopales; en el otro cuadro se veía 80

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veía un fornido y lampiño indígena sobre una lancha, atravesando un lago cristalino. –Me gustaría ver si en la tienda del hotel venden copias de estos cuadros. –Están horribles –dijo su esposa. Andy no volvió a mencionar el asunto. –Mejor vamos a ver si tienen trajes de baño para ti. Vamos a que se te quite lo blanco. –No me pienso bañar. –¿Entonces a qué veniste? –A descansar. Ustedes bajen a la playa. Yo los alcanzo. –¿Te vas a quedar aquí? –Un rato. Me voy a dormir. El viaje me cansó. –Te puedes dormir en la playa. Hay hamacas. –Hay mucha gente. Bajo a la hora de la comida. –Aquí no hay hora de la comida, Andy. Puedes pedir lo que quieras a la hora que quieras. Todo incluido, por eso es todo incluido. –Bueno, pero… –Ay, ¿sabes qué? Quédate aquí. Haz lo que quieras. Los niños y yo vamos a pasarla bien. Andy vio que las arrugas de Sandra ya eran más extensas y profundas. Y le pareció que, aunque no era una mujer fea, tampoco era hermosa. Un rato después, la puerta se cerró y Andy, que fingía estar dormido, pudo escuchar a su hijo: –Papá es un tarado. –No digas eso –dijo Sandra. –Pero tú siempre lo dices. Andy no pudo dormir. Se quedó en ese estado intermedio donde se duerme al mismo tiempo que se sabe que se duerme. Soñar con los ojos abiertos y los párpados cerrados.

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Andy consideró que era el sol que entraba por ese ventanal que daba al pequeño balcón lo que no lo dejaba dormir. Muy a su pesar, se levantó y buscó la cuerda para recorrer la cortina. Entonces vio el suelo del balcón tapizado con una especie de pequeñas hojas negras. Abrió el ventanal y salió al balcón. De cuclillas y descalzo, tomó entre sus dedos una de esas cosas negras. “Tizne”, pensó en el idioma local. Había leído en una de las revistas de viajes que compró semanas antes de tomar el avión que Playa Paraíso nunca había podido consolidarse como destino turístico por las lluvias de tizne. No es que todo el tiempo lloviera tizne, pero cuando lo hacía sí que causaba estragos en la industria turística. El gobierno local había logrado reducir a un mínimo la precipitación de tizne enviando lejos, fuera de la zona hotelera, el área de quema de la caña. Los hoteleros no estaban conformes, por supuesto. El tizne debía ser erradicado o retirarían sus inversiones en Playa Paraíso. Así estaban las cosas según el artículo firmado por Steve Garcia. Andy se sorprendió de su buena memoria y tuvo ganas de agradecerle a los cañeros locales por arruinar las vacaciones bulliciosas y asoleadas de su esposa e hijos. De inmediato, reprimió ese sentimiento, que consideró indigno de un buen esposo y padre. Estaba tan absorto en sus pensamientos que no se dio cuenta de que al tizne que había tomado entre sus dedos le habían salido incontables patitas y un par de colmillos que se habían clavado a su piel. Andy sacudió su mano espantado de que el tizne o el insecto ése se aferrara con tanto empeño. Finalmente, el tizne cayó al suelo del balcón. Entonces, Andy vio un pequeño ejército de tiznes, transformándose frente a sus ojos, convirtiéndose en una especie extraña de insectos con miles de patas y peligrosos colmillos. Andy saltó dentro del cuarto y cerró el ventanal, aplastando a un par de tiznes, que ya venían dispuestos a seguirlo. Ahí, frente al ventanal, Andy vio no una lluvia, sino un diluvio de tiznes. Algunos, los menos, se transformaban en insectos en el mismo aire, la mayoría no lo hacían hasta que alcanzaban el suelo. Y el soleado cielo de Playa Paraíso se volvió una negra cortina por donde, a veces, un pequeño rayo de sol surgía y desaparecía. Andy quitó la sábana de la cama donde había estado acostado y la em 82

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empapó en la regadera. Como si tratara de evitar el humo de un incendio, colocó la tela mojada en ese medio centímetro libre que quedaba entre la base de la puerta y la alfombra azul del suelo. Dejó la cortina abierta para poder vigilar a los tiznes. Se subió a la cama más alejada del ventanal y cubrió totalmente su cuerpo con la colcha. Ahí, sentado sobre la cama, con la espalda sobre la pared, sólo dejó libre de colcha a su ojo derecho. Por la cabeza de Andy no pasó, ni por un segundo, preocuparse por su esposa y sus hijos, que nadaban en la alberca más grande cuando los primeros tiznes cayeron. Andy vigiló a los tiznes de su balcón por dos noches y tres días. Los tiznes no tenían ojos, pero veían, lo veían a él, o al menos eso le parecía. Lo vigilaban y era necesario, para sobrevivir, no quitarles la vista de encima. Andy pensaba que si se quedaba dormido los tiznes encontrarían la forma de atravesar el cristal, trepar por las patas de la cama y atacar su ojo vigía, para después continuar con el resto de su cuerpo. No podía dimitir. Entonces Andy se quedó dormido y, además, se puso a soñar. Viajaba sobre los aires sentado en su Couchmatic 3000. Allá abajo estaban su vecindario y su casa, aunque en vez de calles había canales de agua. Y esa red cuadriculada de canales alimentaba a un río caudaloso. A su vez, las aguas el río caudaloso iban a parar a un océano infinito, “infinito como todos”, pensaba Andy. Y del océano brotó una mano gigantesca, una mano de mujer, que después de varios intentos logró atraparlo como una mosca, con todo y su sillón volador. La palma de la mano comenzó a cerrarse sobre Andy. Todo se volvió oscuro y sintió un dolor como de quemadura en sus dedos. Cuando despertó, se dio cuenta de tres cosas: era un día soleado, los tiznes habían desaparecido del balcón y su mano derecha estaba negra, completamente oscurecida desde las puntas de los dedos hasta poco más allá de la muñeca. Sentía un ardor que se incrementaba en la yema del dedo índice, justo donde el tizne había clavado sus colmillos. Fue al baño y abrió la llave fría del lavam

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lavamanos. Metió la mano negra al agua. El ardor cesó. Andy vio, sorprendido, cómo el agua se pintaba de negro al pasar entre sus dedos. Era como si sus manos estuvieran llenas de ceniza, pero era imposible limpiarlas. La apariencia de la mano no cambió. Andy abrió una cajita con el logotipo del hotel, sacó un jabón rosado y lo pasó por ambas manos. El jabón se ennegreció, al igual que la toalla blanca con la que se secó. Arrancó un pedazo de sábana blanca y se la amarró, a manera de venda, sobre su mano negra. Se asomó por el ventanal y, a lo lejos, vio el mar. En efecto, era un día soleado y todo parecía estar bien en Playa Paraíso. Con cautela, movió la sábana que había colocado para bloquear el espacio vacío bajo la puerta. Se puso pecho a tierra y miró hacia el pasillo exterior. El suelo se veía limpio, nada de tiznes ni cosas raras. Se levantó y, cuando estaba a punto de abrir la puerta, decidió que aún no era tiempo. Volvió a empapar la sábana y la colocó en su sitio, bajo la puerta, cuidándose meticulosamente de no dejar entrada alguna. Encendió el televisor de forma manual. Sin señal. Luego buscó el control para cambiar de canal. Lo encontró sobre el buró ubicado entre las camas. Canal 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9… 88, 89, nada. No había señal. Pensó en revisar el cable detrás del televisor, pero desistió cuando vio las complicaciones de checar la parte posterior de un aparato de esos, empotrado en la pared, metido en un armazón asegurado con un candado. Se enorgulleció de no haber sido tan irresponsable como para salir al pasillo. Algo andaba mal. De pronto, sintió hambre. Rompió el plástico de la canasta de dulces tradicionales locales que habían recibido al llegar al hotel. Luego abrió el frigobar y tomó una botella de agua mineral. Aunque prefería las bebidas sin gas no se sentía seguro de beber agua directo de la llave. Había escuchado las peores historias sobre la calidad del agua del país. Y deseó nunca haberse ganado el viaje, pero entonces no tendría el récord de puntualidad en la empresa. Sopesó el asunto y se convenció de que ganarse el viaje por su habilidad para llegar temprano era lo mejor que le había pasado en la vida.

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No supo cuánto tiempo durmió, pero sí lo que soñó. Andy se encontraba sentado en una silla, a la cual estaba amarrado con cuerdas de colores, como las que se usan para tender la ropa en los traspatios. Le dolía la espalda. Vio a dos ratas anaranjadas que habían cavado su hogar en la hermosa piel del Couchmatic 3000. Las ratas entraban y salían a placer. Metían toda clase de porquerías al sillón. Corcholatas, zurrapas de pan, cabello de muñeca y hasta un balón desinflado. Llegó el momento en que las ratas habían trasladado tantas cosas al interior del mueble, que éste comenzó a desgarrarse, hasta quedar hecho trizas. Las ratas entendieron que su hogar estaba arruinado y que, si querían sobrevivir, debían encontrar un nuevo lugar. Andy temió lo peor y vio, en menos de un segundo, todo lo que le iba a suceder. Y así fue. Las ratas treparon por las piernas de Andy, sobre su pantalón. Como si se comunicaran entre sí, las ratas se miraron con esos ojillos y entonces arrancaron con violencia la camisa perfectamente planchada de Andy y mordieron la piel de su estómago. Durante mucho tiempo (a Andy le pareció una eternidad), las ratas masticaron a placer el estómago de Andy hasta que hicieron un agujero en el mismo. Con la misma diligencia, arrancaron todos los órganos del cuerpo de Andy, los arrastraron afuera y los fueron apilando sobre los restos del Couchmatic 3000. Andy se dio cuenta de que las ratas habían hecho una imagen de él, sentado en los restos del sillón vibrador, con sus propios órganos y las corcholatas, zurrapas de pan, cabello de muñecas, balones desinflados y demás porquerías. A la imagen sólo le faltaban ojos. Andy sintió a las ratas atravesando su tórax y su cuello a toda velocidad. Al llegar a su cabeza, desde adentro, cada una de las ratas empujó con la punta de su trompa a uno de los ojos de Andy. Los ojos rodaron casi hasta los pies del otro Andy. Las ratas bajaron a toda prisa y, con gran habilidad, colocaron los ojos donde debían ir: en los dos agujeros oculares del Andy de basura. En ese momento, los ojos de Andy vieron venir desde el cielo una enorme escoba verde fosforescente. “Qué conveniente”, pensó, “brilla en la oscuridad”. Las ratas huyeron y la escoba gigante barrió a ambos Andys. Y Andy escuchó su propio grito. Había despertado. Nada

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Andy no se había dado cuenta de que estaba desnudo, lo que no pareció incomodar a la mucama que entraba en ese momento a la habitación. –Disculpe, señor. Yo tengo que hacer mi trabajo, sino no cobro, y si no cobro no me puedo ir de fiesta.

Andy no conocía el idioma de la mucama y, sin embargo, comprendía lo que decía. –Lleva dos semanas aquí encerrado. El gerente me va a llamar la atención por despertarlo. Pero luego qué hago yo. Hay que desquitar el sueldo. Mire qué reguero tiene. ¿Y esa sábana apestosa en la puerta qué significa? Es usted un pervertido, señor –dijo la mucama levantándose la falda y apretándose las nalgas, mientras se acercaba a Andy, quien se escabullía de ella. La mucama, indignada, juntó el pantalón de Andy y se lo lanzó justo a la entrepierna. –Póngase algo, ni que estuviera tan buenote. –Señorita, ¿ya desaparecieron los tiznes? –Esos no se acaban. Los cañeros acabaron con el turismo. Aunque estas últimas dos semanas no han quemado caña, que yo me acuerde. –La plaga, los insectos negros. Estaban por todos lados. –¿De qué habla? Éste es uno de los hoteles mejor fumigadosfum de Playa Paraíso.

Andy se sorprendió por no sentirse avergonzado de su desnudez. Y eso que se trataba de una mucama hermosa, como la de aquella película que, hace muchos años, estaba viendo a escondidas hasta que su madre lo descubrió. Se puso el pantalón y salió al balcón. El cielo estaba limpio, el sol radiante y ni una sola persona en las albercas o en la playa. –¿Qué pasó con todos? –Pues no le digo, señor. Que ya no viene nadie. Esos malditos cañeros nos jodieron. Dentro de poco ya no me van a necesitar ni a mí –dijo la mucama, sin mirar a Andy, mientras metía las sábanas a un cesto de plástico–. Aquí no ha habido más huésped

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que usted en un buen rato. Pero no crea que no le vamos a cobrar el tiempo que lleva aquí. Se lo tienen bien contadito. Andy se puso una camisa floreada que había comprado en el centro comercial especialmente para estrenarla en Playa Paraíso. –Si el gerente le pregunta, nada más dígale que usted se despertó solo. No fui yo. Lo dudó por un instante, pero salió de la habitación. El pasillo le pareció más largo de lo que recordaba. Tal vez era el silencio. Apenas había caminado un par de metros cuando cayó en cuenta de que andaba descalzo. Temió que alguna infección desconocida le dejara los pies llenos de hongos. Regresó a la habitación, donde la mucama ya no estaba. Buscó algún calzado, pero no encontró nada; la mucama se había llevado toda su ropa, junto con sábanas, colchas y bolsas de basura. A cambio, le había dejado toallas limpias y rollos nuevos y perfumados de papel de baño. A manera de calzado, amarró como pudo un par de toallas a sus pies. Entonces, respiró hondo y dio un paso fuera de la habitación 217. Caminó por el pasillo y prefirió usar las escaleras a meterse en el elevador. “Las peores cosas siempre suceden en los elevadores”, pensó. Llegó a la recepción y tocó la campanilla. El sonido era más fuerte de lo que esperaba. Tal vez tenía una infección en el tímpano. O peor: un tizne viviendo en su oído. Aunque no estaba aseguro de que el tímpano fuera totalmente imprescindible para regular el volumen. “Algo tiene que ver”, pensó mientras metía el índice de la mano derecha a la oreja. De inmediato, recordó su mano negra, enferma por el veneno del insecto tizne. Entonces ya no le interesó hablar con el gerente, lo que de verdad quería era llegar a un hospital. Tocó con desesperación la campanilla cuatro, cinco, nueve veces. Nadie respondió. Se sorprendió a sí mismo metiéndose a la recepción y tomando un teléfono. Apenas puso el auricular en su oído, escuchó la voz de la mucama: –Señor, el gerente lo espera en la tienda del hotel. Andy, desesperado, sudando, mareado de preocupación por su mano enferma, posiblemente envenenada, lanzó el teléfono al suelo y decidió salir del hotel. Tal vez afuera encontraría a alguien qu Nada

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que lo llevara a un hospital. Corrió por un enorme estacionamiento adoquinado, a un costado de un pequeño camellón lleno de las palmeras más altas que hubiera visto en su vida. No alcanzaba a ver sus cocos. El estacionamiento estaba completamente vacío. El corazón de Andy comenzó a latir con más fuerza, no por el cansancio de correr, ni por la preocupación por su mano enferma, sino al darse cuenta de que el estacionamiento no parecía tener fin. Puso sus manos sobre sus rodillas, ligeramente dobladas. Una enorme gota de sudor recorrió su frente y cayó al adoquín. En el suelo, había una flecha anaranjada pintada. Andy pensó que la flecha lo señalaba, por alguna razón, a él mismo. Entonces Andy recordó a su esposa y a sus hijos. Había deseado verlos desaparecer de su vida en muchas ocasiones. Tal vez él mismo había traído esta desgracia. Como su madre solía decir: “Si tienes malos pensamientos atraes malas situaciones. Nunca desees mal a nadie, porque Diosito podría regresártelo tres veces peor”. Andy comenzó a llorar como no lo había hecho desde aquella tunda que le dio su padre por reprobar historia. “¿Así pagas lo que tu madre y yo hacemos por ti? Mientras vivas en esta casa, ser el mejor no es una opción, es tu obligación, tu única obligación”. Vino a su mente esa horrible escena que había imaginado en más de una ocasión: Andy entra al baño de su recámara, donde Sandra está, como siempre, casi dormida en la tina, rodeada de olorosa espuma. Esa ligera sonrisa en su rostro lo invita a tomarla de cuello y empujarla hasta el fondo de la tina. Sandra patalea y moja el mejor traje y la corbata favorita de Andy (la café con rayas amarillas), quien aprieta el cuello aun con más fuerza. La espuma sobre el agua se estabiliza cuando Sandra muere. Andy seca sus manos con la toalla de los holanes ridículos. “Sandra siempre tuvo mal gusto”, piensa Andy. Va entonces directo a la cocina, donde toma el mismo cuchillo con el que cortaron el pavo el Día de Acción de Gracias. En la televisión transmiten Los Simpson. Queda en evidencia, otra vez, la estupidez crónica de Homero. Pero ya no culpa a la televisión por nada; es fácil culpar a la caja cuando se es un idiota. Andy ríe. Esta vez

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vez apaga el televisor. Sus hijos, degollados, permanecen sentados en su Couchmatic 3000, que vibra en HIGH PLEASURE. Andy se convenció de que no merecía ir a ningún hospital. Si la infección de su mano se extendiera a todo su cuerpo hasta matarlo le parecería justo. ¿Cómo había podido pensar cosas tan horribles? Tal vez era eso, aunado a su desprecio por sus padres. Todo el problema era él mismo, no los demás. Entonces entendió que la flecha no lo apuntaba a él, sino a la dirección contraria a su vista. La flecha indicaba hacia la recepción del hotel. Andy miró entre sus piernas y vio una serie de flechas naranjas pintadas en el adoquín del estacionamiento. Resignado, volteó y las siguió. Caminó por pasillos y atravesó dos edificios. Vio el restaurante mexicano y el bar que permanecía abierto hasta las 11 PM. Ambos cerrados. Incluso pasó frente a la mansión para personas importantes. Finalmente, las flechas lo llevaron a la tienda del hotel, cuya entrada también estaba cerrada. Andy vio en el aparador de la tienda dos cuadros como los que estaban en su habitación. Tenían el signo de dólar colgado en una vistosa etiqueta naranja, pero no alguna cantidad. –Son suyos, si le gustan –dijo una voz gruesa, que le pareció extrañamente familiar. Andy volteó y se encontró con un hombre alto, atlético, guapo y de cabello levemente encanecido. Traía unos lentes con diamantes incrustados en los costados, lucía una piel bronceada y una mandíbula perfecta. –¿Qué modales los míos? Mi nombre es Dick Maxwell y soy el gerente del hotel. Espero que su estancia esté siendo placentera. –En realidad no. Mire mi mano, señor Maxwell –entonces Andy notó que el gerente se llamaba como él siempre quiso llamarse–. ¿Cómo dijo que se llama? –Dick Maxwell –contestó con una sonrisa que a Andy le pareció fingida–. Maxwell de parte de madre y Dick de parte de padre –dijo el gerente cruzando los brazos y carcajeándose de algo que Andy no entendió. –Mire, señor Maxwell. –Llámeme Dick. ¿O le incomoda?

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–No. Mire, Dick, desde que llegué aquí no han dejado de pasarme cosas raras. Desde la lluvia de tizne. –Ah, eso. No se preocupe, ya lo tenemos controlado. Hemos llegado a un muy buen acuerdo con los cañeros. La gente regresará a Playa Paraíso. –No, digo, mire mi mano. –Lindo maquillaje. Será la sensación en nuestra fiesta de disfraces el Día de Muertos. Para entonces va a seguir con nosotros, ¿verdad? –Es una infección. Uno de esos insectos, tiznes, me encajó los colmillos y desde entonces tengo la mano así. –¿Y le duele? –No, sí, sí me dolía, pero ya no. Me lavé las manos y desapareció el ardor. –Ah, muy bueno. Eso siempre ayuda. Siga lavándose las manos, estoy seguro de que eso le quitará el malestar. O pruebe nuestro tratamiento en chocolate. Aunque por ahora no está disponible. Lo siento. De eso quería hablar con usted. Andy no supo qué más decir. Parecía que estaba hablando con un loco. Entonces se vio a sí mismo reflejado en los lentes oscuros de Maxwell. Ya no vestía la camisa floreada. Volteó y se vio de cuerpo entero en el vidrio del aparador. Vestía su mejor traje y su corbata favorita, la café con rayas amarillas. Además, calzaba zapatos negros impecablemente lustrados. El cielo se podía reflejar en ellos. Vio su cabeza y tenía tanto cabello como cuando era joven. Pero su mano seguía negra. –Lo ve, puede tener lo que quiera –dijo Maxwell colocando sus manos sobre los hombros de Andy. –¿Y mi mano? –Bueno, casi lo que quiera. Lo importante es nuestro negocio. A Andy le pareció ver un brillo naranja debajo de los lentes oscuros de Maxwell. Volteó. Tal vez era el reflejo en el aparador. –¿Puedo llamarlo Andy? Andy asintió.

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–Muy bien. Mire, Andy –dijo Maxwell acercándose, en plan de decir algo importante y secreto–, yo ya me voy del hotel. Ya cumplí mi tiempo en la gerencia. Muchos matarían por tener mi trabajo, ya sabe, muy buena paga, bronceado gratuito, fiestas diarias, mujeres hermosas y casi desnudas por todos lados. Pero un hombre como yo, aunque no lo crea, también necesita sentar cabeza. Sueño con una casa en un apacible vecindario, con vecinos a quienes invitar a una parrillada dominguera. Usted me entiende, ¿no, Andy? La cosa es que le quiero pedir que se quede en mi lugar. –¿Qué? –Sí, mire hombre, no es tan difícil de entender. Yo quiero su vida y usted se puede quedar con la mía. –No, mire Maxwell, yo sólo quiero regresar a casa y ver a un médico. –Ésta puede ser su casa. Podría vivir en la mansión. Si quiere se la muestro. Tiene un jacuzzi enorme en el que podría meter a todas las porristas de su equipo de futbol favorito. ¿A quién le va, Andy? –No me gusta el futbol. –No hablo de soccer, hablo de futbol verdadero. –Tampoco me gusta. –Usted es un caso, Andy. Pero mire, el asunto es que podría quedarse también con los cuadros que quiera –dijo Maxwell señalando los cuadros en el aparador–. Le podría conseguir a las modelos indígenas que posaron para estos cuadros. Es más, podría tener mi nombre. No lo tenía planeado, pero se lo regalo. Sé que siempre lo ha querido. –¿Y usted cómo lo sabe? ¡¿Cómo sabe que siempre he querido llamarme así? –No es necesario gritar, Andy. Cualquiera tendría ganas de llamarse como yo. Entonces Andy recordó dónde había conocido a Maxwell. Fue el día más vergonzoso de su vida. Era de noche. Apenas tenía doce años y se había escabullido de su cuarto, cuidadoso de no despertar a sus padres. Fue a la sala, encendió el televisor y puso

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puso en la videocasetera la película porno que le habían prestado en la escuela. No recordaría después de qué trataba esa película, pero nunca olvidaría a esa mucama de redondas nalgas, como de corazón, y cintura diminuta, nunca olvidaría cómo le hablaba a su amante: “Es usted un pervertido, señor Maxwell”. Entonces él le contestaba, desde las sombras, “Llámame Dick. ¿O te incomoda?”. “Para nada, señor Maxwell, Dick Maxwell, señor. No hay nada que me guste más que usted, todo usted”. Justo en ese momento, Andy fue descubierto por su madre. Nunca hablaron del asunto, aunque Andy estuvo seguro de que al menos su padre no se enteró jamás. –¿Qué dice, Andy? ¿Trato? Y Andy miró sus zapatos lustrados, brillantes como espejos. Vio su propia cara, con esos cachetes y una papada que jamás había querido. Entonces empujó a Maxwell, enfurecido. –¡Ahora no tendrá nada, idiota! –gritó Maxwell desde el suelo, mientras Andy se alejaba rumbo la zona de albercas–. ¡Disfrute del todo incluido un día más, porque mañana lo esperan las ratas! Andy lanzó un par de camastros vacíos a una de las albercas. El olor a cloro le parecía insoportable. Llegó a la playa. Estaba desnudo. Pisó la arena y pensó que justo así es como deberían estar las playas: vacías. Se sentó en un camastro, bajo una palapa, y decidió que disfrutaría de lo que quedaba del día. Si Maxwell cumplía sus palabras, el día siguiente podría ser todo menos disfrutable. Andy se quedó dormido. Vio que del mar emergía su esposa y, después, sus hijos. Ella tenía el cuerpo pálido, ellos la garganta cortada. Los tres estaban muertos. Andy sintió una paz profunda. Una tranquilidad extraña que jamás habría pensado sentir por reencontrarse con su familia. Tal vez no todo sería como antes, pero sí podría ser parecido. Regresarían a su país, a su vecindario, a su casa. La gente le preguntaría si no siente miedo de vivir con muertos, y él contestaría, orgulloso: “Ellos son mi familia”. Entonces despertó. A sólo unos pasos, una mujer y dos niños completamente negros de tizne, carentes de rasgos, sin rostros ni cabello, se

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acercaban a Andy. Un ardor intenso recorri贸 todo su cuerpo, desde su mano derecha hasta el 煤ltimo de sus escasos cabellos. Las tres personas lo tomaron de las manos y lo jalaron, rumbo al mar, que estaba negro tambi茅n, tapizado por infinitos insectos tizne, que flotaban impasibles. Entonces Andy sinti贸 miedo, como nunca antes, pero no puso ninguna resistencia.

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Cuento 21 sobre Yao-Né, el valeroso

Cuando vio todos esos muertos vestidos de blanco, flotando boca abajo en el río de las Lamentaciones, el pequeño Yao-Né buscó la mirada de su abuelo, el sabio Tao-Né. El anciano maestro arrancó una hoja de árbol gigante y escupió en ella no una, sino siete veces. –¿Qué ves aquí? –le dijo a su nieto. –Tu saliva, abuelo –contestó Yao-Né, asomándose a la hoja de árbol gigante, todavía pendiente de los cuerpos sobre el río. Le parecían la cosa más horrible que jamás hubiera visto y, sin embargo, no podía quitarles los ojos de encima. –Cuando era niño –dijo el abuelo, llamando la atención de Yao-Né–, temía las horas en que cerrar los ojos significara iniciar un vuelo al mundo del Otro. Fueron muchas las noches en que vinieron a visitarme seres que habitan las tierras de los dioses, las que llamamos Ensoñaciones. Conozco bien el espanto. Mi memoria guarda antiguos contactos con esa naturaleza, tan distinta de la que nos sigue cuando hay sombras. Lloraba mucho al despertar y esperaba que, al llorar, las gallinas pusieran huevos de oro y los ojillos de los gallos brillaran de tanto sol. Nunca sucedía así. La oscuridad me sorprendía, horrorizado, y el sudor perdía su sabor salado al tocar mi lengua. »Pero en este mundo ni los tiempos ni los hombres somos iguales para siempre. Los días, como feroz termita, acabaron con las patas de mis últimos temores. Me encontraba con las cosas y ya no gritaba de espanto. Los fantasmas que antes me correteaban por cabañas huecas y chillonas comenzaron a guiarme, con dulce amabilidad, por los secretos caminos del Otro. Entendí entonces

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que los enigmas heredados por las voces de nuestros padres y nuestros abuelos no eran sino la confirmación de que antes, mucho antes, no existía más realidad que la nuestra, que los reflejos no habían surgido en los lagos del mundo y en la sangre de los muertos felices. En ese entonces, el maravilloso espejo era más bien un cristal, cuya transparencia perfecta fue refugio de universalidad y puente sobre el cual fueron y vinieron, de un lado a otro, los pobladores de dos casas, antes unidas, ahora distantes: la Casa de los Sueños y la Casa de los Hombres que Sueñan. El pequeño Yao-Né miró por un par de segundos a Tao-Né, de largas y peinadas barbas. No había comprendido ni una palabra de lo que su abuelo había dicho. Entonces Yao-Né buscó de nuevo, con sus dos ojos, el río cubierto de cuerpos. Tao-Né llamó a su nieto por su nombre. Cuando el niño volteó, el anciano lo sorprendió agarrándolo de los cabellos y cubriendo su cara con la hoja de árbol gigante. Yao-Né no podía respirar y sentía con asco la saliva del abuelo sobre sus párpados. Entonces escuchó a Tao-Né. –¿Qué es lo que ves? –Nada, nada –contestó el pequeño, casi ahogado. –Cierto. Tú ya no tendrás miedo de los muertos que flotan en los ríos, ni de la oscuridad que hay detrás de las hojas de los árboles, ni de la saliva de un pariente. Estás listo para la vida y yo estoy listo para la muerte, pues hoy mi nieto me ha enseñado algo: la comprensión no es condición para deshacerse del miedo al mundo del Otro. Profetizo que tú serás, en los años por venir, el más valiente de todo el reino, pero también el más tonto. No comprenderás ni el lenguaje de las lagartijas. Entonces Tao-Né limpió con sus barbas el rostro de su nieto, Yao-Né, en cuyos ojos no se pudo encontrar sabiduría alguna a partir de ese día. Pero Yao-Né se volvió valeroso y cruzó mil y una veces, de ida y de vuelta, levantando su arco de flechas heladas, el puente que une la Casa de los Sueños y la Casa de los Hombres que Sueñan.

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Prólogo a Historias de Ningún Lugar

Conocemos bien la historia de Zoma: el hombre que vio todas las cosas y quiso vivir para contarlas. Casi hemos olvidado que lo que hoy es un cuento de cuna, fue noticia hace 1700 años: “Muere loco en su casa”,1 “Ahogado entre papeles”,2 “Apestaba: decían los vecinos”.3 Con el tiempo, el sensacionalismo de la nota inmediata fue seguido por la curiosidad de los coleccionistas de rarezas, tan comunes en aquellos días. Este cambio de enfoque no ayudó en mucho a la imagen de Zoma, que pasó de desquiciado solitario a genio incomprendido. Aunque ambos enfoques sobre Zoma se han extendido, lo han hecho por caminos distintos. El primer enfoque, que ve en Zoma a un ser perdido por el afán de conocimiento, ha hecho eco en los ya citados cuentos infantiles, así como en la llamada sabiduría vulgar: “El que sabe demasiado, se convierte en mentira”. Ni qué decir de la inclusión del adjetivo “zomático” en los diccionarios de casi todas las lenguas del mundo: “se dice del hombre que quiere tenerlo todo y no logra hacerse de lo más elemental”.4 La otra tendencia, la de la sublimación de la figura de Zoma, se ha dirigido hacia la pseudo religiosidad. Casi treinta años después de su muerte, Marcio Jeepe (uno de los estudiososcoleccionistas de Zoma) inició un grupo de estudio con los únicos

Llamado, 13, 2, 21734. Cus Cus, 13, 2, 21734. 3 Dentro, 13, 2, 21734. 4 Nótese cómo la idea original de que Zoma decía saberlo todo ha derivado, incluso, en documentos aparentemente neutros como los diccionarios, en un juicio sobre los peligros de la ambición. 1 2

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dos textos que, se suponía, habían sobrevivido al desinterés general por conservar “la basura de un viejo extraño”.5 Jeepe cambió su nombre a Zoma, iniciándose así una tradición que perdura hasta la actualidad entre esta minoría religiosa y sus sectas. Lo anterior, sin duda, ha aportado a la confusión existente sobre la figura histórica del Zoma original. Estos dos textos, El Diario y Las Notas,6 se convirtieron en los fundamentos del zomismo y son, gracias a la reproducción en serie, los más conocidos de Zoma. Ahora bien, a estos dos enfoques tradicionales sobre Zoma hay que agregar el académico. Desde hace mucho tiempo han proliferado los estudios biográficos sobre Zoma, las reflexiones sociológicas, antropológicas y filosóficas sobre el zomismo, así como las historias orales de seguidores de esta creencia, ni qué decir de los análisis lingüísticos de los cuentos infantiles que usan a Zoma como figura central. Es innegable que desde que se realizó el hallazgo del Archivo de Zoma, en el año 23399, el interés académico por este personaje ha alcanzado niveles inauditos. A este interés han contribuido dos situaciones: la apertura entre las ciencias humanas a temas antes considerados poco serios y la singularidad de este archivo personal, que además de ser enorme, presume de tener a Zoma como su autor único. El hallazgo del Archivo y su subsecuente puesta a la consulta pública ha causado el cisma más importante en la historia del zomismo.7 Una buena parte de los adeptos al zomismo decidieron violar la prohibición de la jerarquía zomista para no leer y menos aceptar como canónicos los textos del Archivo. Lo cierto es que, según informes de la misma Biblioteca Valahaliana, en cuyos Fondos Especiales se encuentra resguardado el Archivo de Zoma, apenas un quince por ciento del acervo es comprensible, pues el resto utiliza lenguas desconocidas, tal vez inventadas por el 5mismom Llamado, 13, 2, 21734. En los originales, conservados en los archivos del Templo de Zoma, ambos textos no están titulados. Jeepe ya había muerto cuando comenzaron a reproducirse en serie dichos materiales, en 21999, indicándonos que la reelaboración del texto estuvo a cargo, o al menos fue aprobada, por el segundo Zoma, Bige Wago. 7 Otro cisma importante es el que separó a los visionarios de los textuales, en el año 22566. Hasta el Concilio General de ese año, se había aceptado como verdad entre los zomistas que “el Gran Vidente había sido testigo de todas las cosas en un solo instante; […] después, buscó la manera de comunicar lo que había visto por 6

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mismo Zoma. La labor de comprensión de las lenguas desconocidas de Zoma es lo que ha ocupado los mayores esfuerzos por parte de los estudiosos. El acervo comprensible de Zoma, que es el que puede ser consultado, consta de: 1325 cuadernos de aproximadamente 200 páginas cada uno, con textos en su mayoría narrativos;8 tres películas de poco más de un minuto cada una donde alguien (que parece ser el mismísimo Zoma) habla de su Archivo mientras lo muestra a través de la cámara. Estas películas son de vital importancia, pues nos revelan el tamaño del Archivo de Zoma original, al menos cinco veces más grande que lo que se conserva en la Biblioteca Valahaliana. Es necesario decir que en todos los cuadernos se presentan ilustraciones. Por supuesto, El Diario y Las Notas no se consideran parte del acervo, pues los originales se resguardan en la Casa Máxima, según dice la tradición. Ahora bien, hablando de las publicaciones originadas en el Archivo público de Zoma, la mayoría son estudios biográficos,9 histo a

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medio de los lenguajes que conocía” (Tratado Concilio General, día 75, página 324). El delegado mayor Hiroe Mash-Nie, en esos años uno de los más influyentes del Concilio General, desató una polémica sobre la naturaleza vidente de Zoma. Para Mash-Nie, Zoma no había visto nada, sino que le había sido revelada la escritura misma del universo, de la cual Zoma se había vuelto el receptáculo. Para los textuales, el don más grande de Zoma no es su “visión de lo inconmensurable” (Tratado…, 323), sino “la prodigiosa memoria que fue capaz de retener todas las palabras en todas sus combinaciones posibles”. Para los textuales, Zoma escribe, al pie de la letra, todas las palabras “que atravesaron su mente” (Protesta, punto 12). Es lo que Zoma dice en una de sus películas lo que los textuales han tomado como piedra angular del dogma: “hablando del destino, sin duda, es algo que puedes elegir; sin embargo, te aseguro que el destino que elegiste ya estaba escrito, tan escrito como todos aquellos destinos que dejaste de elegir” (Película 2). Los visionarios han dado respuesta a este argumento con otras palabras de Zoma: “tomé mi nombre de una palabra que vi en otro mundo” (El Diario, día 34). Una interpretación menos metafísica del asunto aboga por diferencias más bien provocadas por pugnas del dominio administrativo sobre los capítulos zomistas en las recién descubiertas Tierras del Sur. Aspecto sobre el que se han centrado los argumentos en contra de la autoría única de Zoma.

Curi Jino, Zoma, 23400; Anashari Mnu, La otra vida del vidente, 23407; Impaleo Ki-Og, Zoma entre paredes, 23423.

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historias de los imaginarios,10 así como análisis mentales de Zoma a través de su legado.11 No han faltado quienes han encontrado valores literarios en la obra de Zoma.12 Hay quienes, incluso, han considerado sus películas cortísimas como manifestaciones del inicio del visionado subjetivo.13 Las expresiones creativas tampoco han sido inmunes a la influencia de Zoma. Basta recordar las cinco películas y las tres novelas hechas con el material de las vagas informaciones, quién sabe si factuales, de la vida de Zoma.14 Es importante señalar, entonces, que este volumen es el primero que presenta al lector no especializado algunos de los textos comprensibles de Zoma. Hasta hoy, dichos textos han estado a disposición de los estudiosos autorizados en los salones de la Biblioteca Valahaliana. La razón de ser de esta edición que el lector tiene en sus manos es que los textos de Zoma lleguen hasta los hogares y las bibliotecas locales. Nos ha parecido fundamental comenzar a publicar al menos algunos de los cuadernos del Archivo de Zoma, pues creemos que esta labor despertará gran interés y estimulará la discusión sobre uno de los personajes más influyentes de nuestra historia. Más allá de las búsquedas eruditas o de las pasiones religiosas, esperamos propiciar un tercer punto de encuentro con la obra de Zoma entre el gran público, favoreciendo la superación del destino simplón al que los cuentos infantiles parecen haber condenado a la figura histórica de Zoma.

Jalia Gonal, En caso de que muera. Sociedad e imaginario catastrofista, 23401; Guyrdo Gus, El zomismo en tiempo de la Guerra Justa. Una historia, 23420. 11 Kukurso Gonal-Ka, Zoma, memoria perturbada, 23425. 12 Mino Le, La imposibilidad de la escritura. Zoma y sus cuadernos, 23400; Escuela de Vanil, La fragmentación del estilo, 23405; Los cuadernos de Zoma, entre la fe y el populismo estético, 23417; Maco Gi-Kao y Nia Balowa, La escritura basura del falso vidente, 23429. 13 Vin Gardios, Ésta, mi vida. El visionado subjetivo en las películas de Zoma, 23420. 14 Curiosamente, todas estas representaciones han coincidido en la idea de que fue el forense que trató el cuerpo de Zoma el que decidió preservar parte de su Archivo en su residencia particular. Esta anécdota se ha vuelto un lugar común de la historia verdadera al respecto: la de Jun Beas, el vecino que encontró a Zoma muerto y, antes de llamar a las autoridades correspondientes, se llevó a su casa los cuadernos y películas que hoy se conservan en la Biblioteca Valahaliana.

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Hemos titulado este volumen Historias de Ningún Lugar. El título, es evidente, fue tomado de la bien conocida declaración inicial de Zoma en Las Notas: He aquí que me encontré en Ningún Lugar, y cuando abrí los ojos, fui atravesado por todos los tiempos y sus signos. Pronto me di cuenta de que ahí no había arriba, ni abajo; si antes o después, no tenía importancia. El centro se me escapaba. Sin embargo, era capaz de sentir la forma del lugar, porque el lugar tenía forma, y era la de una raíz infinita e intrincada, una raíz de raíces, un laberinto sin salida ni entrada en cuyas paredes, completamente vivas, cambiantes, se escribían y se borraban las historias que se recordaban y se olvidaban.15

Nada más lejos de nuestras intenciones que llegar a ofender a los creyentes al usar una parte de su texto más sagrado para nombrar este volumen. Si la utilizamos es debido a que esta frase, nos parece, engloba de manera adecuada el contenido de la compilación. Se sabe bien que la mayor parte de los cuadernos de Zoma hablan de lugares distintos a nuestro mundo y tiempos desconocidos por nuestra historia. La labor de publicar, uno por uno, todos los cuadernos comprensibles de Zoma es una empresa titánica por tres razones principales: 1) por la cantidad y calidad de personas que se necesitarían para hacer una transcripción adecuada de los textos de los 1325 cuadernos; 2) por los costos que implicaría sostener un equipo tan amplio, por lo menos durante diez años; 3) aunque se lograra realizar una transcripción satisfactoria del Archivo de Zoma, se han de buscar nuevos recursos para publicar y distribuir lo publicado.16 La dimensión de tal proyecto, sin embargo, no es algo que nos desanime. Simplemente, reconocemos las complicaciones de llevarlo a cabo. En todo caso, hemos decidido colocar nuestra piedra, grande o pequeña, para iniciar la construcción de esta torre de palabra 15 16

Las Notas, versión Wago (quinta revisión), sentencia 1, 23405. Sin tomar en cuenta que no todos los textos del Archivo pudieran ser de interés para el público no académico o el zomista, lo que excluiría, posiblemente, la participación de los editores mayores.

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palabras.17 Historias de Ningún Lugar es una selección de textos basados en dos criterios principales: 1) la forma del texto, pues se trata exclusivamente de narraciones; 2) el gusto personal, un criterio, lo aceptamos, que tiene más que ver con el afán de compartir nuestros favoritos, los textos que hemos disfrutado más, como lectores, en los casi cinco años que tenemos de conocer el Archivo. Lo cierto es que deseamos que este volumen no se quede solo. Nuestro propósito es seguir publicando, en los próximos años, otras colecciones de textos de Zoma, probablemente hechas bajo los mismos dos criterios. El material, podemos decirlo, es vasto y seguramente dará para completar muchos volúmenes, no sólo por nosotros mismos, sino por todo aquel que se acerque al Archivo y le dedique atención y tiempo. Antes de dejar al lector con las Historias de Ningún Lugar, queremos aclarar que hemos agregado títulos a las narraciones publicadas aquí. Los textos del Archivo de Zoma, hasta donde se conoce, no fueron escritos bajo título alguno. Creímos necesario nombrar de alguna manera las narraciones para facilitar la identificación de los textos. Esperamos que el lector encuentre satisfactoria nuestra labor de asignación de títulos a las narraciones de este volumen. También queremos agradecer de manera sincera a Mirne Mari del Instituto Central de Valahal y, por supuesto, a Cinos Aller, quien ha custodiado la Biblioteca Valahaliana durante más de treinta años. Finalmente, vaya un agradecimiento al amable lector, razón de ser de nuestros desvelos. Bienvenido al Archivo de Zoma, un laberinto en el que hemos quedado perdidos y del que no tenemos intención de salir. Quint Xic-Masbev y Rea Maloma, Valahal, Año Lunar, Tercia, 23434 17

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Sabemos que un equipo de investigadores de la Universidad de Valahal, así como el editor Nuhr Mikeulos, están realizando trabajos para publicar otros textos del Archivo de Zoma. Desconocemos bajo qué criterios, pero estamos seguros de que tales proyectos rendirán, en un futuro próximo, buenos e interesantes frutos. Rafael Villegas


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de RAFAEL VILLEGAS Se termin贸 de imprimir en noviembre de 2009 Jaime Nun贸 670 / Colonia Santa Teresita, Guadalajara, Jalisco. Bajo el apoyo del Consejo Estatal para la Cultura y las Artes Jalisco. El cuidado de la edici贸n estuvo a cargo de los editores y el autor. Su tiraje fue de 1 millar de ejemplares y en su dise帽o

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En doce cuentos, Rafael Villegas nos presenta personajes, situaciones y lugares ciertamente extraĂąos: un dictador exiliado a un paĂ­s imaginario, un hotel donde llueven insectos, seres que se alimentan con miel de gusano, un detective tras las huellas de un coleccionista de cabezas, un hombre que quiso conocerlo todo...


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