Centro de Comprensi贸n de Lectur a
Cuentos cortos Para comprensión de lectura Niños, jóvenes y adultos
¡Evalúe su nivel de comprensión! www.exedrabooks.com/comprension
Cuentos cortos Para comprensión de lectura Niños, jóvenes y adultos
Distribución gratuita
Cortesía de Editorial Exedra Teléfono: 507-264-4252 www.exedrabooks.com Panamá, República de Panamá Diseño y diagramación: Editorial Exedra Ilustraciones: Fernando Peña Morán
Impreso en Colombia por Cargraphics, S.A.
Dedicado a todos los panameños que aspiran a superarse y, así, forjar un Panamá mejor.
Las Hadas Charles Perrault
É
rase una viuda que tenía dos hijas; la mayor se le parecía tanto en el carácter y en el físico, que quien veía a la hija, le parecía ver a la madre. Ambas eran tan desagradables y orgullosas que no se podía vivir con ellas. La menor, verdadero retrato de su padre por su dulzura y suavidad, era además de una extrema belleza. Como por naturaleza amamos a quien se nos parece, esta madre tenía locura por su hija mayor y a la vez sentía una aversión atroz por la menor. La hacía comer en la cocina y trabajar sin cesar. Entre otras cosas, esta pobre niña tenía que ir dos veces al día a buscar agua a una media legua de la casa, y volver con una enorme jarra llena. Un día que estaba en la fuente, se le acercó una pobre mujer rogándole que le diese de beber. —Como no, mi buena señora —dijo la hermosa niña. Y enjuagando de inmediato su jarra, sacó agua del mejor lugar de la fuente y se la ofreció, sosteniendo siempre la jarra para que bebiera más có10
modamente. La buena mujer, después de beber, le dijo: —Eres tan bella, tan buena y tan amable, que no puedo dejar de hacerte un don -pues era un hada que había tomado la forma de una pobre aldeana para ver hasta dónde llegaría la gentileza de la joven—. Te concedo el don —prosiguió el hada— de que por cada palabra que pronuncies saldrá de tu boca una flor o una piedra preciosa. Cuando la hermosa joven llegó a casa, su madre la reprendió por regresar tan tarde de la fuente. —Perdón, madre mía —dijo la pobre muchacha- por haberme demorado—; y al decir estas palabras, le salieron de la boca dos rosas, dos perlas y dos grandes diamantes. —¡Qué estoy viendo! —dijo su madre, llena de asombro—; ¡parece que de la boca te salen perlas y diamantes! ¿Cómo es eso, hija mía? Era la primera vez que le decía hija. La pobre niña le contó ingenuamente todo lo que le había pasado, no sin botar una infinidad de diamantes. 11
—Verdaderamente —dijo la madre— tengo que mandar a mi hija; mira, Fanchon, mira lo que sale de la boca de tu hermana cuando habla; ¿no te gustaría tener un don semejante? Bastará con que vayas a buscar agua a la fuente, y cuando una pobre mujer te pida de beber, ofrecerle muy gentilmente. —¡No faltaba más! —respondió groseramente la joven— ¡ir a la fuente! —Deseo que vayas —repuso la madre— ¡y de inmediato! Ella fue, pero siempre refunfuñando. Tomó el más hermoso jarro de plata de la casa. No hizo más que llegar a la fuente y vio salir del bosque a una dama magníficamente ataviada que vino a pedirle de beber: era la misma hada que se había aparecido a su hermana, pero que se presentaba bajo el aspecto y con las ropas de una princesa, para ver hasta dónde llegaba la maldad de esta niña. —¿Habré venido acaso —le dijo esta grosera mal criada— para darte de beber? ¡Justamente he traído un jarro de plata nada más que para dar de beber a su señoría! De acuerdo, bebe directamente, si quieres. 12
—No eres nada amable —repuso el hada, sin irritarse—; ¡está bien! ya que eres tan poco atenta, te otorgo el don de que a cada palabra que pronuncies, te salga de la boca una serpiente o un sapo. La madre no hizo más que divisarla y le gritó: —¡Y bien, hija mía? —¡Y bien, madre mía! —respondió la malvada, echando dos víboras y dos sapos. —¡Cielos! —exclamó la madre— ¿qué estoy viendo? ¡Tu hermana tiene la culpa, me las pagará! —y corrió a pegarle. La pobre niña arrancó y fue a refugiarse en el bosque cercano. El hijo del rey, que regresaba de la caza, la encontró y viéndola tan hermosa le preguntó qué hacía allí sola y por qué lloraba. —¡Ay!, señor, es mi madre que me ha echado de la casa. El hijo del rey, que vio salir de su boca cinco o seis perlas y otros tantos diamantes, le rogó que le dijera de dónde le venía aquello. Ella le contó toda su aventura.
13
El hijo del rey se enamoró de ella, y considerando que semejante don valía más que todo lo que se pudiera ofrecer al otro en matrimonio, la llevó con él al palacio de su padre, donde se casaron. En cuanto a la hermana, se fue haciendo tan odiable, que su propia madre la echó de la casa; y la infeliz, después de haber ido de una parte a otra sin que nadie quisiera recibirla, se fue a morir al fondo del bosque.
Evalúe su nivel de comprensión de este cuento en:
www.exedrabooks.com/comprension
14
La Tortuga Gigante Horacio Quiroga
H
abía una vez un hombre que vivía en Buenos Aires, y estaba muy contento porque era un hombre sano y trabajador. Pero un día se enfermó, y los médicos le dijeron que solamente yéndose al campo podría curarse. Él no quería ir, porque tenía hermanos chicos a quienes daba de comer; y se enfermaba cada día más. Hasta que un amigo suyo, que era director del Zoológico, le dijo un día: —Usted es amigo mío, y es un hombre bueno y trabajador. Por eso quiero que se vaya a vivir al monte, a hacer mucho ejercicio al aire libre para curarse.Y como usted tiene mucha puntería con la escopeta, cace bichos del monte para traerme los cueros, y yo le daré plata adelantada para que sus hermanitos puedan comer bien. El hombre enfermo aceptó, y se fue a vivir al monte, lejos, más lejos que Misiones todavía. Hacía allá mucho calor, y eso le hacía bien. Vivía solo en el bosque, y él mismo se cocina-
16
ba. Comía pájaros y bichos del monte, que cazaba con la escopeta, y después comía frutos. Dormía bajo los árboles, y cuando hacía mal tiempo construía en cinco minutos una ramada con hojas de palmera, y allí pasaba sentado y fumando, muy contento en medio del bosque que bramaba con el viento y la lluvia. Había hecho un atado con los cueros de los animales, y lo llevaba al hombro. Había también agarrado vivas muchas víboras venenosas, y las llevaba dentro de un gran mate, porque allá hay mates tan grandes como una lata de kerosene. El hombre tenía otra vez buen color, estaba fuerte y con apetito. Precisamente un día que tenía mucha hambre, porque hacía dos días que no cazaba nada, vio a la orilla de una gran laguna un tigre enorme que quería comerse una tortuga, y la ponía parada de canto para meter dentro una pata y sacar la carne con las uñas. Al ver al hombre el tigre lanzó un rugido espantoso y se lanzó de un salto sobre él. Pero el cazador, que tenía una gran puntería, le apuntó entre los dos ojos, y le rompió la cabeza. Después le sacó el cuero, tan grande que él solo podría servir de alfombra para un cuarto.
17
—Ahora —se dijo el hombre—, voy a comer tortuga, que es una carne muy rica. Pero cuando se acercó a la tortuga, vio que estaba ya herida, y tenía la cabeza casi separada del cuello, y la cabeza colgaba casi de dos o tres hilos de carne. A pesar del hambre que sentía, el hombre tuvo lástima de la pobre tortuga, y la llevó arrastrando con una soga hasta su ramada y le vendó la cabeza con tiras de género que sacó de su camisa, porque no tenía más que una sola camisa, y no tenía trapos. La había llevado arrastrando porque la tortuga era inmensa, tan alta como una silla, y pesaba como un hombre. La tortuga quedó arrimada a un rincón, y allí pasó días y días sin moverse. El hombre la curaba todos los días, y después le daba golpecitos con la mano sobre el lomo. La tortuga sanó por fin. Pero entonces fue el hombre quien se enfermó. Tuvo fiebre, y le dolía todo el cuerpo. Después no pudo levantarse más. La fiebre aumentaba siempre, y la garganta le quemaba de tan18
ta sed. El hombre comprendió entonces que estaba gravemente enfermo, y habló en voz alta, aunque estaba solo, porque tenía mucha fiebre. —Voy a morir —dijo el hombre—. Estoy solo, ya no puedo levantarme más, y no tengo quien me dé agua, siquiera.Voy a morir aquí de hambre y de sed. Y al poco rato la fiebre subió más aún, y perdió el conocimiento. Pero la tortuga lo había oído, y entendió lo que el cazador decía.Y ella pensó entonces: —El hombre no me comió la otra vez, aunque tenía mucha hambre, y me curó.Yo le voy a curar a él ahora. Fue entonces a la laguna, buscó una cáscara de tortuga chiquita, y después de limpiarla bien con arena y ceniza la llenó de agua y le dio de beber al hombre, que estaba tendido sobre su manta y se moría de sed. Se puso a buscar enseguida raíces ricas y yuyitos tiernos, que le llevó al hombre para que comiera. El hombre comía sin darse cuenta de quién le daba la comida, porque tenía delirio con la fiebre y no conocía a nadie.
19
Todas las mañanas, la tortuga recorría el monte buscando raíces cada vez más ricas para darle al hombre, y sentía no poder subirse a los árboles para llevarle frutas. El cazador comió así días y días sin saber quién le daba la comida, y un día recobró el conocimiento. Miró a todos lados, y vio que estaba solo, pues allí no había más que él y la tortuga, que era un animal.Y dijo otra vez en voz alta: —Estoy solo en el bosque, la fiebre va a volver de nuevo, y voy a morir aquí, porque solamente en Buenos Aires hay remedios para curarme. Pero nunca podré ir, y voy a morir aquí. Pero también esta vez la tortuga lo había oído, y se dijo: —Si se queda aquí en el monte se va a morir, porque no hay remedios, y tengo que llevarlo a Buenos Aires. Dicho esto, cortó enredaderas finas y fuertes, que son como piolas, acostó con mucho cuidado al hombre encima de su lomo, y lo sujetó bien con las enredaderas para que no se cayese. Hizo muchas pruebas para acomodar bien la escopeta, los cueros y el mate con víboras, y al fin consiguió 20
lo que quería, sin molestar al cazador, y emprendió entonces el viaje. La tortuga, cargada así, caminó, caminó y caminó de día y de noche. Atravesó montes, campos, cruzó a nado ríos de una legua de ancho, y atravesó pantanos en que quedaba casi enterrada, siempre con el hombre moribundo encima. Después de ocho o diez horas de caminar, se detenía, deshacía los nudos, y acostaba al hombre con mucho cuidado, en un lugar donde hubiera pasto bien seco. Iba entonces a buscar agua y raíces tiernas, y le daba al hombre enfermo. Ella comía también, aunque estaba tan cansada que prefería dormir. A veces tenía que caminar al sol; y como era verano, el cazador tenía tanta fiebre que deliraba y se moría de sed. Gritaba: ¡agua!, ¡agua!, a cada rato. Y cada vez la tortuga tenía que darle de beber. Así anduvo días y días, semana tras semana. Cada vez estaban más cerca de Buenos Aires, pero también cada día la tortuga se iba debilitando, cada día tenía menos fuerza, aunque ella no se quejaba. A veces se quedaba tendida completamente, sin fuerzas, y el hombre recobraba a medias el conocimiento.Y decía, en voz alta: 21
—Voy a morir, estoy cada vez más enfermo, y sólo en Buenos Aires me podría curar. Pero voy a morir aquí, solo, en el monte. Él creía que estaba siempre en la ramada, porque no se daba cuenta de nada. La tortuga se levantaba entonces, y emprendía de nuevo el camino. Pero llegó un día, un atardecer, en que la pobre tortuga no pudo más. Había llegado al límite de sus fuerzas, y no podía más. No había comido desde hacía una semana para llegar más pronto. No tenía más fuerza para nada. Cuando cayó del todo la noche, vio una luz lejana en el horizonte, un resplandor que iluminaba el cielo, y no supo qué era. Se sentía cada vez más débil, y cerró entonces los ojos para morir junto con el cazador, pensando con tristeza que no había podido salvar al hombre que había sido bueno con ella. Y sin embargo, estaba ya en Buenos Aires, y ella no lo sabía. Aquella luz que veía en el cielo era el resplandor de la ciudad, e iba a morir cuando estaba ya al fin de su heroico viaje. Pero un ratón de la ciudad —posiblemente el
22
ratoncito Pérez— encontró a los dos viajeros moribundos. —¡Qué tortuga! —dijo el ratón—. Nunca he visto una tortuga tan grande. ¿Y eso que llevas en el lomo, qué es? ¿Es leña? —No —le respondió con tristeza la tortuga—. Es un hombre. —¿Y adónde vas con ese hombre? —añadió el curioso ratón. —Voy... voy... Quería ir a Buenos Aires —respondió la pobre tortuga en una voz tan baja que apenas se oía—. Pero vamos a morir aquí, porque nunca llegaré... —¡Ah, zonza, zonza! —dijo riendo el ratoncito—. ¡Nunca vi una tortuga más zonza! ¡Si ya has llegado a Buenos Aires! Esa luz que ves allá, es Buenos Aires. Al oír esto, la tortuga se sintió con una fuerza inmensa, porque aún tenía tiempo de salvar al cazador, y emprendió la marcha. Y cuando era de madrugada todavía, el director del Jardín Zoológico vio llegar a una tortuga embarrada y sumamente flaca, que traía acostado 23
en su lomo y atado con enredaderas, para que no se cayera, a un hombre que se estaba muriendo. El director reconoció a su amigo, y él mismo fue corriendo a buscar remedios, con los que el cazador se curó enseguida. Cuando el cazador supo cómo lo había salvado la tortuga, cómo había hecho un viaje de trescientas leguas para que tomara remedios, no quiso separarse más de ella. Y como él no podía tenerla en su casa, que era muy chica, el director del Zoológico se comprometió a tenerla en el Jardín, y a cuidarla como si fuera su propia hija. Y así pasó. La tortuga, feliz y contenta con el cariño que le tienen, pasea por todo el jardín, y es la misma gran tortuga que vemos todos los días comiendo el pastito alrededor de las jaulas de los monos.
Evalúe su nivel de comprensión de este cuento en:
www.exedrabooks.com/comprension
24
Los Alacranes Manuel Ferrer ValdĂŠs
L
a pobre mujer hacinó en el balde la ropa recién lavada. Restaba todavía una larga tarea, aunque desde el amanecer, el añil y el agua cuarteaban sus manos. En el fondo oscuro del cuarto, su hijo —un niño de tres meses— comenzó a llorar de manera desesperada, con llanto diferente al de todos los días, súbito, desgarrado, de herida fresca. La mujer acudió alarmada al llamado de su hijo. Adentro todo era oscuro. La cama, las prietas tablas, la negra ropa de luto colgada en la pared. Alzó temblorosa al niño para llevarlo al patio, en donde la luz de la mañana se colaba por las hojas del zinc y el barro quebrado de las viejas paredes. Ahora el niño no respiraba; y como si todo el llanto se hubiera vertido, quedó seco, roja la cara, con las manos tiesas y apretadas junto al pecho. —¡Dios mío! ¡Se muere mi hijo! —gritó loca de dolor. En los cuartos vecinos el grito fue llenando de nuevos ruidos la madrugada. Comenzaron a salir de los pequeños cuartos un número
26
insospechado de personas, sorprendidas y un poco ajadas, como si hubieran dormido una encima de la otra; grasientas y sucias fichas de un dominó humano extendido de pronto sobre el patio. —¡Se muere mi hijo! —El grito, cada vez más desgarrador, era una profecía. Los vecinos se acercaron a examinar al niño. En el brazo se veían dos puntos rojos sobre un halo blanquecino. La mujer que atendía a los partos y que parecía la más sabia del grupo, dijo secamente: —A este niño lo ha picado un alacrán. —Como la madre tendida en el suelo seguía llorando desconsoladamente, se dispuso, entre ellos llevar el niño al hospital. Por el camino comenzó a hincharse tanto, que a su final estaba lleno de manchas rojas que invadían el cuerpo. Fue cosa dura y dolorosa decirle a la pobre mujer que su hijo había muerto. Tendida en la cama, aniquilada, oyó la noticia que le traían los vecinos. No tenía dinero para el entierro. La bondadosa gente compró una caja sin pintar, de tablas mal ajustadas, por las que se veía el pequeño cuerpo lleno de livideces, con los puñitos agarrotados en el pecho. Cuando todo hubo terminado, el patio se fue quedando solo, y
27
la mujer se encerró en el cuarto, con una decisión insospechada para su débil naturaleza. Horas después llamaron a la puerta unos hombres de la Sanidad. Luego de interrogar repetidamente a la mujer, procedieron a fumigar el cuarto. Ella, indiferente, los dejó escudriñar por todas las rendijas. Cuando se fueron, quedó en el patio una atmósfera agria de vinagre viejo. En la tarde se presentó el casero. Los pantalones caídos y la camisa rota, parecía el más pobre de los inquilinos. No perdió tiempo en hablar. —Señora —dijo, respetuosamente— la Sanidad me amenaza condenar el edificio. Es verdad que la casa es vieja, pero si los vecinos fueran cuidadosos no dejarían que las cañerías se taparan, ni que las cucarachas y alacranes abundaran como ahora. Usted es una mujer sola que no tiene tiempo para estas cosas. Además me debe dos meses de alquiler.Yo sé de un cuarto en el que podría vivir junto a otra persona que está en circunstancias parecidas a las suyas. La mujer se le quedó mirando idiotizada: —¿Otra persona...?
28
—Bueno, está bien —acabó el casero—. Yo me encargo de arreglarlo todo para el otro mes. —Y se fue. En la noche, decidió terminar la faena inconclusa. La amarillez de un bombillo colgaba en medio del cuarto, como una fruta pasada. En un rincón estaba el otro balde desbordado por la ropa sucia. Hundió la mano, con gesto ritual y mecánico y sintió un alfilerazo, apenas doloroso al principio, después como calcinante llamarada del brazo al corazón. Horrorizada, gritó de nuevo; ahora como una loca, entregada abiertamente a su infortunio. El nuevo espanto del día produjo consternación. Agrupadas junto al balde las lámparas de kerosene, trataban de adivinar entre los ocultos pliegues al enemigo terrible y desconocido. Nadie se atrevió a tomar una decisión. Algunos sugirieron prender fuego a todo aquello. Al fin se decidió echar agua hirviendo mientras los hombres, con escobas y piedras, esperaban la inminente salida del agresor. Los momentos fueron angustiosos. El pequeño animal se fue agigantando en la imaginación de todos y su negro y encorvado cuerpo
29
se hizo ubicuo habitante del aire y de la sombra, huésped de todos los zapatos, prófugo de las rendijas, para esconderse en el único lugar seguro: el oculto rincón del pensamiento donde vive el miedo a lo desconocido e inevitable. El balde quedó en medio del patio, intocado, como redondo y plateado ataúd, donde probablemente yacía el cuerpo quemado y retorcido del animal asesino. Aun así, alacranes de jabón trepaban los brazos de las lavanderas. La mujer, con el brazo paralizado y ardiente, aniquilada por la fatiga y el dolor, decidió acostarse al fin y se fue quedando dormida dulcemente. Soñó con un mundo grato y sereno, en el que la gente hablaba en voz baja.Allá, muy lejos, la voz del radio anunciaba los números de la lotería. Extraña alegría, colmada esperanza, seguir adelante sin hacer caso de nada, sintiendo que las aguas muertas del desaliento se avenan por las calles. En la puerta la esperaba la señora, con una sonrisa cordial. Con ella estaba el boticario de la esquina, oloroso a ruibarbo y valeriana, tratando de mirar con una lupa las hojas de una enorme enredadera que tapaba el frontispicio. La señora estaba inusitadamente ama-
30
ble y repetía su nombre “Cristina, Cristina”, por cualquier motivo. —Cristina —le dijo— yo espero que no me guarde rencor por haberle descontado de su sueldo la camisa que quemó. Usted es una buena mujer y pienso ayudarla. —Sí —intervino el boticario—, es una buena mujer. Cuando su hijo estaba enfermo, se quedaba sin comer por comprar medicinas. Yo la he ayudado bastante. Lo único desagradable era la voz de la radio diciendo monótonamente los números de la lotería. Entonces apareció el casero. Venía vestido de limpio, imponente, con el uniforme de los empleados de la Sanidad. La mujer tembló. El casero le dio un beso a la señora y comenzó a repartir fragmentos de una gran tira de billetes de lotería. —Yo no cobro las aproximaciones. Prefiero regalárselas a mis amigos. —La señora sacó entonces de su seno una cajita y entregándosela a la mujer le dijo: —Tome Cristina, esto se lo regalo yo. Era un alacrán de carey con dos esmeraldas 31
por ojos. La mujer lo tomó, sorprendida. Sucedió entonces algo terrible. El alacrán arqueó la cola y echó a caminar sobre su brazo. La mujer, paralizada por el terror, lo vio perderse entre los pliegues de la manga. Despertó bruscamente. Sólo quedaba un nuevo ardor, más intenso que los otros, con su roja huella clara y nítidamente marcada sobre el brazo. Encendió la luz. En su cara había la determinación ciega, casi feroz, de quien hará un acto inaplazable. Armada con un hierro viejo y una piedra que a tientas logró encontrar en la oscuridad del patio, comenzó a levantar paciente, inflexiblemente, las tablas del piso. La amarilla luz temblaba iluminando trágicamente la figura desesperada, que alzaba clavos y partía las astillas bajo la urgencia terrible del encuentro final con el enemigo. La faena fue larga y extenuante. El alba comenzaba a subir por las paredillas. La última tabla crujió bajo el hierro y al fin apareció ante sus ojos el espectáculo ignoto y presentido. Encorvado en un rincón, negro e inmortal como la pobreza, mirándola desafiante y sin moverse, estaba el alacrán. Pegados a su cuerpo buscando amparo, los hijos formaban una oscura flor de tiernos aguijones. Inmóvil con la piedra en alto, la mujer lo contempló durante largo tiempo, 32
en tanto que pasaban por su pensamiento confusas ideas de odio y de piedad. Después, su cara se iluminó, como si la verdad se hubiera mostrado de repente, y dándole la espalda a su enemigo, comenzó a clavar resignadamente las tablas del piso.
Evalúe su nivel de comprensión de este cuento en:
www.exedrabooks.com/comprension
33
A la deriva Horacio Quiroga
E
l hombre pisó algo blanduzco, y en seguida sintió la mordedura en el pie. Saltó adelante, y al volverse con un juramento vio una yararacusú que arrollada sobre sí misma esperaba otro ataque. El hombre echó una veloz ojeada a su pie, donde dos gotitas de sangre engrosaban dificultosamente, y sacó el machete de la cintura. La víbora vio la amenaza, y hundió más la cabeza en el centro mismo de su espiral; pero el machete cayó de lomo, dislocándole las vértebras. El hombre se bajó hasta la mordedura, quitó las gotitas de sangre, y durante un instante contempló. Un dolor agudo nacía de los dos puntitos violetas, y comenzaba a invadir todo el pie. Apresuradamente se ligó el tobillo con su pañuelo y siguió por la picada hacia su rancho. El dolor en el pie aumentaba, con sensación de tirante abultamiento, y de pronto el hombre sintió dos o tres fulgurantes puntadas que como
35
relámpagos habían irradiado desde la herida hasta la mitad de la pantorrilla. Movía la pierna con dificultad; una metálica sequedad de garganta, seguida de sed quemante, le arrancó un nuevo juramento. Llegó por fin al rancho, y se echó de brazos sobre la rueda de un trapiche. Los dos puntitos violeta desaparecían ahora en la monstruosa hinchazón del pie entero. La piel parecía adelgazada y a punto de ceder, de tensa. Quiso llamar a su mujer, y la voz se quebró en un ronco arrastre de garganta reseca. La sed lo devoraba. —¡Dorotea! —alcanzó a lanzar en un estertor—. ¡Dame caña! Su mujer corrió con un vaso lleno, que el hombre sorbió en tres tragos. Pero no había sentido gusto alguno. —¡Te pedí caña, no agua! —rugió de nuevo—. ¡Dame caña! —¡Pero es caña, Paulino! —protestó la mujer espantada. —¡No, me diste agua! ¡Quiero caña, te digo! La mujer corrió otra vez, volviendo con la damajuana. El hombre tragó uno tras otro dos vasos, 36
pero no sintió nada en la garganta. —Bueno; esto se pone feo —murmuró entonces, mirando su pie lívido y ya con lustre gangrenoso. Sobre la honda ligadura del pañuelo, la carne desbordaba como una monstruosa morcilla. Los dolores fulgurantes se sucedían en continuos relampagueos, y llegaban ahora a la ingle. La atroz sequedad de garganta que el aliento parecía caldear más, aumentaba a la par. Cuando pretendió incorporarse, un fulminante vómito lo mantuvo medio minuto con la frente apoyada en la rueda de palo. Pero el hombre no quería morir, y descendiendo hasta la costa subió a su canoa. Sentóse en la popa y comenzó a palear hasta el centro del Paraná. Allí la corriente del río, que en las inmediaciones del Iguazú corre seis millas, lo llevaría antes de cinco horas a Tacurú-Pucú. El hombre, con sombría energía, pudo efectivamente llegar hasta el medio del río; pero allí sus manos dormidas dejaron caer la pala en la canoa, y tras un nuevo vómito —de sangre esta vez—dirigió una mirada al sol que ya trasponía el monte.
37
La pierna entera, hasta medio muslo, era ya un bloque deforme y durísimo que reventaba la ropa. El hombre cortó la ligadura y abrió el pantalón con su cuchillo: el bajo vientre desbordó hinchado, con grandes manchas lívidas y terriblemente doloroso. El hombre pensó que no podría jamás llegar él solo a Tacurú-Pucú, y se decidió a pedir ayuda a su compadre Alves, aunque hacía mucho tiempo que estaban disgustados. La corriente del río se precipitaba ahora hacia la costa brasileña, y el hombre pudo fácilmente atracar. Se arrastró por la picada en cuesta arriba, pero a los veinte metros, exhausto, quedó tendido de pecho. —¡Alves! —gritó con cuanta fuerza pudo; y prestó oído en vano. —¡Compadre Alves! ¡No me niegue este favor! —clamó de nuevo, alzando la cabeza del suelo. En el silencio de la selva no se oyó un solo rumor. El hombre tuvo aún valor para llegar hasta su canoa, y la corriente, cogiéndola de nuevo, la llevó velozmente a la deriva. El Paraná corre allí en el fondo de una inmensa hoya, cuyas paredes, altas de cien metros, 38
encajonan fúnebremente el río. Desde las orillas bordeadas de negros bloques de basalto, asciende el bosque, negro también. Adelante, a los costados, detrás, la eterna muralla lúgubre, en cuyo fondo el río arremolinado se precipita en incesantes borbollones de agua fangosa. El paisaje es agresivo, y reina en él un silencio de muerte. Al atardecer, sin embargo, su belleza sombría y calma cobra una majestad única. El sol había caído ya cuando el hombre, semitendido en el fondo de la canoa, tuvo un violento escalofrío.Y de pronto, con asombro, enderezó pesadamente la cabeza: se sentía mejor. La pierna le dolía apenas, la sed disminuía, y su pecho, libre ya, se abría en lenta inspiración. El veneno comenzaba a irse, no había duda. Se hallaba casi bien, y aunque no tenía fuerzas para mover la mano, contaba con la caída del rocío para reponerse del todo. Calculó que antes de tres horas estaría en Tacurú-Pucú. El bienestar avanzaba, y con él una somnolencia llena de recuerdos. No sentía ya nada ni en la pierna ni en el vientre. ¿Viviría aún su compadre Gaona en Tacurú-Pucú? Acaso viera también a su 39
ex patrón mister Dougald, y al recibidor del obraje. ¿Llegaría pronto? El cielo, al poniente, se abría ahora en pantalla de oro, y el río se había coloreado también. Desde la costa paraguaya, ya entenebrecida, el monte dejaba caer sobre el río su frescura crepuscular, en penetrantes efluvios de azahar y miel silvestre. Una pareja de guacamayos cruzó muy alto y en silencio hacia el Paraguay. Allá abajo, sobre el río de oro, la canoa derivaba velozmente, girando a ratos sobre sí misma ante el borbollón de un remolino. El hombre que iba en ella se sentía cada vez mejor, y pensaba entretanto en el tiempo justo que había pasado sin ver a su ex patrón Dougald. ¿Tres años? Tal vez no, no tanto. ¿Dos años y nueve meses? Acaso. ¿Ocho meses y medio? Eso sí, seguramente. De pronto sintió que estaba helado hasta el pecho. ¿Qué sería? Y la respiración también... Al recibidor de maderas de mister Dougald, Lorenzo Cubilla, lo había conocido en Puerto Esperanza un viernes santo... ¿Viernes? Sí, o jueves...
40
El hombre estiró lentamente los dedos de la mano. —Un jueves... Y cesó de respirar.
41
Unidos por la lectura haremos de PanamĂĄ un mejor paĂs.