malagana 2 v19

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Contenido IX Bienal · 2 Varios

Statement · 12 Carlos Fernando Bravo

Steiner habla · 14 Erick Blandón

Rastros II · 34 Rolando Castellón Raúl Quintanilla Armijo Marta Traba Paulo Herkenhoff María Dolores Torres Marcos Agudelo

Poemas · 64 Natalia Hernández

Marcaccio · 70 Adrienne Samos

Tomasello y el Cortázar · 78 Raúl Quintanilla Armijo

Carmina priapea · 80 David Ocón

El Greco · 94 David Ocón

Créditos · 98



laIXbienal


El hombre que de su patria no exige un palmo de tierra para su sepultura, merece ser oído, y no sólo ser oído sino también creído.



‌En verdad que tu destino ha sido cruel, Ciudad. Tus despojos insepultos solamente han logrado multiplicar los zopilotes y los buitres.







y la mĂşsica repentinamente cortada por un rayo una chispa una pausa y el trueno el viento el polvo.





Algunas palabras con Omar López-Chahoud En muchos sentidos, esta bienal marcó una ruptura positiva frente a las ediciones anteriores. Para empezar, se contrató a un curador por primera vez. ¿Cuáles fueron las decisiones curatoriales más significativas que tomaste? Las decisiones curatoriales más significativas que tomé para esta bienal, antes que nada, fue la temática, reflejada en el título: "Reciclando la memoria: retomando la Ciudad Perdida". Esto creó un eje para unificar los proyectos tanto de los artistas locales como de los extranjeros. Otro aspecto fue su descentralización. Se llevaron a cabo y se expusieron proyectos en Managua, Granada y León, tanto en salas de exhibición como en espacios públicos. Además, se incluyeron performances y una muestra con referencias históricas a la ciudad de Managua. La invitación de artistas extranjeros que trabajaron en colaboración con artistas nicaragüensesposibilitaron fuertes diálogos artísticos. El aporte curatorial de Agustín Pérez Rubio y Oliver Martínez Kant también fue muy importante. Ellos participarán como jurado para seleccionar a los artistas nicaragüenses que participan en la próxima bienal centroamericana. Omar, la ausencia de un texto curatorial tuyo que acompañara la IX Bienal fue algo que sorprendió a muchos de los artistas participantes; como por ejemplo, a Ernesto Salmerón, quien ha declinado ser parte de la bienal centroamericana a pesar de ser uno de los artistas seleccionados, Salmerón cuestiona fuertemente: "la ausencia de un discurso curatorial por escrito para la IX BAVNIC, la alteración de mi ficha técnica en sala de exposición, y la creación arbitraria y sin consentimiento de mi parte, de la figura Salmerón/Quintanilla, por parte del equipo curatorial".

La ausencia de un texto mío fue a propósito. Me encanta la idea de cómo otra voz, desde adentro, interpreta mis ideas. En este caso le pasé esta autoridad a Juanita Bermúdez, que ha sido parte del proceso histórico de Nicaragua en los últimos años, y por lo cual aporta un punto de vista más claro al respecto (la temática de esta bienal habla por sí misma) .


Me sorprende que artistas y otros comentaron la falta de un texto mío. Me hubiera gustado responderles directamente el porqué. Quizás tienen una visión hasta cierto punto un poco conservadora y tradicional de lo que se espera de un curador. En lo referente a la "creación arbitraria" de la figura Salmerón/Quintanilla, esa fue una decisión de los curadores invitados, quienes seleccionaron el proyecto para la bienal centroamericana . En todo caso, se puede aclarar la forma como cada uno de los artistas desea ser representado. Partiendo de que la controversia, el diálogo y el debate son valiosos en el contexto de las artes visuales de la región, me gustaría señalar que el texto de Juanita es una visión personal y nostálgica de la historia de la ciudad, y como tal, podría ser un complemento al tu discurso curatorial. Este texto, sin embargo, no puede suplantar a la sustentación del curador. Me parece.

En tus tres visitas a Nicaragua has tenido la oportunidad de ver el trabajo de la mayoría de los artistas, de conversar con algunos y de ver las pocas colecciones de arte contemporáneo y moderno que existen en el país. ¿Cómo ves la situación del arte contemporáneo en Nicaragua, especialmente en relación al resto de la región centroamericana? Te lo pregunto porque parece que existe esta noción de un movimiento sólido y casi fraternal entre los artistas centroamericanos, y esto, claramente, no es así.


statement Todos, realmente todos (porque aquellos que no creemos somos demasiado pocos) asumen como verdad irrefutable que la fealdad de Managua es su máximo atributo indeleble. ¡Cuánta estupidez! La multitud de idiotas que reproducen esta afirmación me abruma, no sólo porque son tantos y cada vez hay más, también y sobre todo por la fidelidad que profesan al dogma. Tal vez podemos asumir como medianamente cierto que los Managua son la sumatoria de gente buscando algo que no tenían en el lugar donde crecieron. Exiliados por sus propias limitaciones e inhibiciones, empeñados en llevar a escala de ampliación la comodidad que dejaron cuando se subieron al bus. Acomplejada reunión de burgueses, tenderos, oficinistas y cofrades de la caricatura de país que empezábamos a ser, pero contentos según todos los registros plañideros, felices, orgullosos, saca pecho, satisfechos en su reproducción limpia y moderna de sus pueblos. El thriller comienza en el 72, cuando las hordas pueblerinas instaladas y las hordas pueblerinas nómadas perdieron sus referentes, se les quebró el espejo y no pudieron encontrar comodidad en lo que parió Managua la muerta. El terremoto fue un sprayaso de Baygon para ellos, quedaron desconcertados y frustrados cuando no pudieron seguir oliéndose el culo para encontrar el camino, empezó la satanización, la enjuiciaron y condenaron porque no entendieron.


Majaderos y caprichosos los Managuas se negaron a aceptar lo que tenían y reclaman hasta en las cartas al niño Dios que les regresen la avenida Roosvelt. Culpan a los inútiles funcionarios de gobierno por no poder travestir la ciudad para que se parezca a la vieja Managua, pero aquí siguen, nadie se va, todos quieren venir, aunque después escupan donde comen. Enumerar las cualidades y bondades es recurso obligado en una vela para honrar al difunto, para ellos ya no hay más Managua, y por eso tanto llanto, la sicosis y el anhelo por lo que era la ciudad. Yo llegué aquí en 1998, y después de acomodarme, tampoco quise regresar de donde vine. No voy a defender, ni a enumerar las ventajas de vivir aquí, no voy a justificarme, ni disculpar a Managua por no tener las aceras anchas y una cuadrícula perfecta, estaría colocándome en la misma línea de la estupidez de aquellos a los que estoy “atacando”. Esta ciudad es lo que es, una manifestación casi espontanea, caótica-funcional, pasivoagresiva, caliente, expansiva, estridente, absurdamente llena de contrastes violentos…es lo que somos, sin más. Es grotesca. . .la fealdad es una categoría gastada en la limitación de los mediocres para calificar aquello que no les encaja. Managua pone en evidencia lo primario que somos. Su desnudez nos incomoda, nos expone, y esa mayoría no ha sabido digerir ese tipo de pornografía. Ese cuerpo que al encontrar montuno no los excitó y tuvieron que justificar la falta de carácter para acostarse con ella, manchándola, ensuciándola, gritándole desordenada, FEA. . . y las feas son descartables. Managua va a seguir avanzado sola en su exuberancia desfigurada, recibiéndolos/contrariándolos.

Carlos F. Bravo


LA IRA DEL CORDERO

o La Revolución según Rolando Steiner

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I La noche que la radio clandestina dio la noticia de la formación del gobierno revolu-­‐ cionario se me olvidó que estábamos llama-­‐ dos a silenciar toda emoción o alegría que pudiera parecer sospechosa de simpatías con el movimiento armado; y desde mi cuarto le anuncié a mis padres que Ernesto Cardenal había sido nombrado ministro de la Junta de Gobierno de Reconstrucción Nacional. Mi papá llegó alumbrándose con un foco de baterías a amonestarme para que contuviera mis gritos de regocijo. Debíamos alegrarnos, pero sin alertar a las fuerzas del mal. En el rezo del Rosario, al contemplar los Misterios Gloriosos, mi papá meditaba que la derrota de Somoza sería nuestra resurrección; y mi mamá encomendaba a Ernesto y a todos los revolucionarios para que la Virgen les permitiera el gozo de ver a su pueblo, por el que habían expuesto sus vidas y comodidad, libre de la dictadura. Ese fue, entre el 4 de junio y el 19 de julio de 1979, mi vivir y el de millones de nicaragüenses que no estábamos en las líneas de fuego, sino en nuestros refugios esperando que las acciones bélicas llegaran al desenlace anhelado según fuera el bando para donde se inclinara la balanza de las simpatías de cada quien. Días y noches de carencia, hambre, tiniebla, zozobra, desesperación y miedo, mucho mie-­‐ do que tuvimos que pasar quienes constituí-­‐ amos el objetivo de lucha de ambos conten-­‐ dientes: el glorioso y heroico pueblo de Nicaragua, como lo llamaban en la radio. Un pueblo que, en su inmensa mayoría, no empuñó las armas; pero que en su nombre y defensa alegaban dispararlas la Guardia Nacional, por un lado, y la guerrilla revo-­‐ lucionaria por el otro. En mi casa todos simpatizábamos con las fuerzas rebeldes y con el gobierno de reconstrucción nacional, cuando se organizó en la sombra, y que asumiría el mando al triunfo de la insurrección. Mientras duró el bombardeo sobre la ciudad, mi papá, mi mamá y yo perma-­‐ necimos en nuestra casa blanqueada, de mu-­‐ ros altos y lóbregos patios, con portones y

canceles de hierro oxidado, que yo llamo “El Convento de la Rabia”, por la carga de amargura, represión y sinsabores que ha gravitado sobre ella. Mis padres, igual que ahora, llevaban el hábito pardo de la Orden Tercera, con el cordón de San Francisco de Asís que les ceñía las cinturas. Ellos rezaban el Rosario en la mañana, a mediodía y al atardecer. “Pongamos la esperanza en el Señor”, decía con calma mi papá, que era un veterano de los refugios antibombas; había venido a Nicaragua en 1944 huyendo de Europa a causa de la guerra y las huestes de Hitler. Sus palabras serenaban a mi mamá, quien confiaba que a la caída del gobierno recuperaría la imprenta que le confiscó la dictadura. Mi esposa y mi hija se habían ido, hacía tiempo, para España. Desde el día que se generalizó la insu-­‐ rrección, no volví a mi trabajo en la Junta Nacional de Asistencia y Previsión Social (JNAPS). Estábamos escasos de víveres y alimentos, pero a veces venía algún amigo o un vecino a dejarnos algo de comer, o yo salía a los alrededores a buscar comida, sin alejarme del vecindario; y cuando llegaba la noche sintonizaba la radio que transmitía desde la clandestinidad para saber cómo avanzaba la situación. El ansia y el hambre nos devoraban. Mis padres perdían peso, yo veía escuálida a mi mamá, él lucía ojeroso y mi abdomen, que antes era abultado, se había vuelto plano. La guerra me había hecho esbelto, al menos eso. Dándole para acá y para allá al dial, y acomodando la antena para volver a captar la señal cuando se interrum-­‐ pían las transmisiones, me daba la madrugada oyendo los partes revolucionarios entre himnos de guerra e interferencias, mientras mantenía el volumen muy bajo, por miedo a que un soplón somocista oyera y nos denunciara. En el día casi no ponía la radio para ahorrar pilas, que ya eran escasas en los expendios; además, no había mucho que oír sino las emisoras oficiales del régimen asegurando que las oficinas del gobierno habían vuelto a la normalidad, y exhortando a los empleados públicos para que nos presentáramos a trabajar. Mi mamá me decía, “vos no salís de aquí, a no ser que querrás que 2


yo me muera”. Los autobuses no circulaban por temor a que en los barrios los vecinos les prendieran fuego y casi no había calles por donde se pudiera pasar; el tránsito estaba interrumpido por las barricadas de adoquines que se alzaban en las calles y las autopistas. Además, había un pánico generalizado a que los agentes del régimen, sin razón alguna, te dispararan y aparecieras muerto en los cau-­‐ ces, a la orilla del lago o en un barranco, como les estaba ocurriendo a tantos. Ni pensarlo, si salía nadie podría asegurarme que regresaría. No podía dejar abandonados a mis dos viejos. Cuando alguien llegaba también traía noticias de los frentes o de la pérdida de algún amigo o conocido. A esas alturas había desaparecido de nuestras vidas la capacidad de asombrarnos. La gente moría a granel y no había tiempo de enterrar a nadie. Los dere-­‐ chos y las garantías estaban suspendidos. La dictadura asesinaba por quitá quiero pasar y los rebeldes pasaban por las armas a los enemigos que caían en sus manos. Con gasolina se rociaban los cadáveres y se les prendía fuego en las esquinas o en las cune-­‐ tas. Habíamos llegado a familiarizarnos con la muerte, como si se tratara de alguien cono-­‐ cido que pasa usualmente junto a nosotros. El rumor de que el régimen se resque-­‐ brajaba corría como reguero de pólvora, aunque nadie lo decía en voz alta porque el murmullo es un frente silencioso y deses-­‐ tabilizador que se escapa del control de quien ostenta el poder. Sabíamos que la caída de la dictadura era cuestión de días u horas, pero no si estaríamos vivos para entonces. Algo más, al horror del rugido de los aviones que vomitaban la furia de la bestia acorralada, y a los disparos de fusiles y metrallas, se sumaba la incertidumbre de que la cosa fracasara y de que, como en septiembre del 78, el ejército recuperara las ciudades y reiniciara la fatídica ‘operación limpieza’, ahora con más furia por la desobediencia civil generalizada y por la simpatía creciente hacia los alzados. El go-­‐ bierno de los Estados Unidos, que había congelado la ayuda militar a la dictadura, ejercía fuertes presiones internacionales para impedir un triunfo revolucionario, promo-­‐ viendo una salida negociada con Somoza, a quien le ofrecían dejar intactas sus fuerzas

armadas si se comprometía a traspasar el poder a personalidades políticas que gozaran de la confianza del Departamento de Estado. En mi casa Ernesto Cardenal había sido estimado como si fuera un miembro de la familia, desde que vivíamos en la calle Candelaria, adonde él y otros poetas e intelectuales, como Manolo Cuadra, Joaquín Pasos, Carlos Martínez Rivas, Juan Aburto y hasta Carlos Fonseca Amador, llegaban a menudo. Eso debe haber sido a principio de los años cincuenta, antes de que Ernesto se sintiera llamado por Dios a la vida contem-­‐ plativa y se fuera al monasterio de la Trapa en Kentucky. Era cuando José Coronel Urtecho, con su dedo índice alzado a la altura de la punta de la nariz, pontificaba entre los letrados, que con excepción de Manolo y Fonseca, quienes simpatizaban con el comu-­‐ nismo, eran en su mayoría de ideología reac-­‐ cionaria como él. En ese tiempo mi mamá, la poeta María Teresa Sánchez, tenía la imprenta y la editorial Nuevos Horizontes, que Somoza cerró y confiscó, dejándonos sin medios para vivir. Allí, desde posiciones conservadoras, se conspiraba contra el gobierno y se hablaba de literatura en las tertulias que se armaban. Luis Alberto Cabrales, que nunca abandonó las ideas fascistas de la Acción Francesa, me daba muchos consejos, casi como un padre a su hijo, y no faltó quien me dijera que realmente él era mi padre biológico, porque había un fuerte parecido entre nosotros dos y porque yo no tenía los rasgos físicos de mi papá, Pablito Steiner, que era húngaro. Como Cabrales, mis rasgos, más que europeos, se diría que son africanos, algo que él orgullo-­‐ samente había exaltado en su poema “Canto a los sombríos ancestros”, cuando aquí todo el mundo de la cultura negaba tener orígenes africanos o indígenas porque se decía que con el mestizaje la sangre bárbara de indios y negros había sido lavada por el torrente de sangre española. Aunque les dé risa, las más claras inteligencias han sostenido por años que en Nicaragua no hay indios, mucho menos negros, porque el mestizaje nos habría convertido a todos en españoles blancos. ¿Acaso no han oído a gente de color oscuro como el tizne proferir insultos contra indios y 3


negros? A propósito, una vez viajando por Europa, en el aeropuerto de Berlín el oficial que revisaba mi pasaporte me miró sor-­‐ prendido y me pidió en inglés que le dijera cuál era mi apellido. “Steiner”, respondí. Me quedó viendo de pies a cabeza y comentó “Steiner es un apellido germano”. Yo no supe qué responder; su asombro me dejó mudo. Se acomodó los anteojos sobre el puente de la nariz y estampó el sello de migración. “¡Steiner!”, masculló meneando la cabeza en un gesto de impotencia y sin dejar de mirarme fijamente. Me regresó el pasaporte y me dijo no sin cortesía: “Me sorprende ver cómo se deterioran las razas en esos países adonde inmigraron sus ancestros”. Déjenme decirles que muy temprano fui consciente de mi aspecto físico. Un domingo, tengo seis o siete años y visto mis mejores galas. Estoy con otros niños en el atrio de Nuestra Señora de Candelaria esperando que sea la hora de dar comienzo a la doctrina preparatoria para la Primera Comunión. “¡Qué muchachito más horrible es ese del corbatín rojo y las medias altas!”, dice una señora que me señala al pasar. En casa, al terminar de vestirme, mi madre, después de poner fragancia de lavanda detrás de mis orejas, me besa frente al espejo y proclama que su hijo es el niño más bello del mundo. En la editorial Nuevos Horizontes yo ayu-­‐ daba con los trabajos de edición, corregía pruebas, escribía las notas de las solapas y de las contracubiertas. También tuve a mi cargo la selección de poemas para una antología que publicó la revista El pez y la serpiente. En el suplemento cultural de La Prensa escribí, por mucho tiempo, una sección semanal de cine y teatro llamada “Espectáculos”, aunque por un tiempo apareció sólo con mis iniciales RS como logotipo. Ahí, el 6 de febrero de 1966, hice publicar una selección de textos de Rubén Darío dedicados al teatro. Eso fue para el cincuentenario de su fallecimiento, ocasión en que mi madre publicó su libro El poeta pregunta por Stella, una biografía de la primera esposa de Rubén Darío, Rafaela Contreras, muerta en plena juventud. En La Prensa yo colaboraba de muchas maneras; por ejemplo, a la columna editorial que Pablo Antonio Cuadra publicaba semanalmente, le

puse el nombre de “Escrito a máquina”, aunque él no mecanografiaba ni siquiera con un dedo porque sus artículos periodísticos los escribía a mano en el curso de varios días. La explicación de que ese nombre de la columna aludía a la urgencia de teclear los artículos para el diario, a prisa y sin mucha reflexión, fue ocurrencia posterior de Pablo Antonio, cuando publicó una selección de esos editoriales bajo el título de El nicaragüense. Son escritos para el periódico surgidos de la observación personal del poeta sobre la historia y la antropología cultural; digamos que Pablo los escribía sin ninguna pretensión filosófica o científica; pero, de repente, se llegó a considerar el libro como piedra ontológica sobre la que se sustentó la iden-­‐ tidad mestiza como única y fija. También introduje clandestinamente por la aduana los ejemplares de la edición de Poesía revolucionaria nicaragüense que, a principios de los sesenta, Cardenal publicó en México con Ernesto Mejía Sánchez. La colección de poemas antisomocistas, denunciaban la re-­‐ presión del régimen, y los hice circular desa-­‐ fiando a la censura y al terror dictatorial. Cuando Cardenal abandonó la Trapa para ingresar en un monasterio mexicano de los benedictinos, me pidió que recopilara sus Salmos dispersos en los periódicos y revistas de circulación local, y me hiciera cargo de publicarlos en un libro, que fue un gran éxito y le atrajo la atención mundial. Durante el proceso de búsqueda y edición mantuvimos una correspondencia muy fraterna y amis-­‐ tosa, en la que él invariablemente se despedía con un abrazo en Cristo. Dieciocho cartas, que guardo como un tesoro, me escribió dándome indicaciones, haciendo sugerencias, pidién-­‐ dome hacer esto o aquello, mandándome a que hablara con uno y con otro, hasta que todo estuvo listo para publicarse. Ernesto Cardenal también era de ideología conservadora, católico devoto del Sagrado Corazón de Jesús. Según él, gracias a los inescrutables designios de la Providencia, fue penetrado por el Espíritu Divino la mañana que oyó el aullido de la sirena que abría paso a la caravana de Anastasio Somoza García, cuando regresaba de apadrinar la boda de la muchacha rica que lo rechazó para des-­‐ 4


posarse con un magnate. Ese fue, cuenta Ernesto, el llamado de Dios a su vocación monástica, y a partir de entonces empezó a alistarse para ingresar a la Trapa, donde tuvo como maestro de novicios al monje pacifista y poeta norteamericano Thomas Merton. Al final no fue monje trapense ni benedictino, sino cura secular egresado del Seminario Cristo Sacerdote, ubicado en La Ceja, en Antioquía, Colombia.

Cuando volvió al país se fue a vivir a una de las islas del archipiélago de Solentiname en el Gran Lago y fundó una comunidad campesina de compromiso con el Evangelio. Después del Concilio Vaticano II, Cardenal evolucionó en su cristianismo hacia la teología de la libe-­‐ ración, llegando a convertirse, sin ser un teólogo, en una de sus figuras mundiales más visibles. Así que en un momento Ernesto adquirió fama en todo el mundo por poeta

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hispanoamericano fustigador de dictadores militares y sacerdote que favorecía a la revolución cubana, hasta llegar a ser el vocero internacional de la revolución nicaragüense, cuando su isla de Solentiname fue bom-­‐ bardeada por la aviación de Somoza en 1977, y destruido todo lo que él y su comunidad campesina habían levantado. Así, tuvo que salir de Nicaragua porque había orden de detenerlo vivo o muerto. A veces, antes de que saliera al exilio, yo lo veía en La Prensa si venía de tránsito por Managua, y una vez participé en unos retiros espirituales en los que habló del diálogo necesario entre marxistas y cristianos. Para mí, Ernesto era un místico al que la comprensión del dolor de los perseguidos había apartado de la contemplación, para convertirse en un activista político. Era mi héroe y padre espiritual, por muy lejos que se encontrara. Compartía su idea de que el anuncio del Reino pasaba necesariamente por la denuncia de la injusticia; pero nunca lo visité en Solentiname; él era muy selectivo con la gente a la que le permitía quedarse unos días en la isla, donde promovió la pintura primitiva de los isleños, que llegó a ser famosa, hasta convertirse en objeto de lujo para coleccionistas adinerados. En verdad, más de una vez pensé que Ernesto no me invitaba a Solentiname porque mi presencia podía resultar perturbadora a sus planes de meditación y aislamiento de la vida mundana, pero eso a mí no me quitaba el sueño pues nunca he sentido amor por las islas, a lo mejor por mi carácter extravertido; además, que se decía que había expulsado con malacrianza a más de uno que había ido a visitarlo. Al poeta Beltrán Morales, que tenía un humor corrosivo, lo echó con la misma cólera de Dios al expulsar a Adán del paraíso… Ahora me río, pero es que a Beltrán le encantaba hincar la yegua hasta que la ponía a brincar… Ustedes saben que la comunidad contem-­‐ plativa de Solentiname fue originalmente una idea de Merton, que también pensaba dejar La Trapa para radicarse en el Gran Lago de Nicaragua, lo cual no pudo ser porque la muerte le llegó en una de sus giras mundiales en las que daba conferencias sobre el peligro de una conflagración nuclear entre los

Estados Unidos y la Unión Soviética. Así, murió mientras enchufaba un ventilador eléctrico en Bangkok, adonde se hallaba de tránsito antes de venir a Nicaragua. Pues bien, todos sabemos que en béisbol un bateador al tercer strike se queda out o, como decimos nosotros, se poncha; pero si ese tercer strike el bateador lo hace agitando el aire en redondo con el bate, los narradores depor-­‐ tivos de la radio dicen que se ponchó abanicando. Entonces cuando Ernesto, muy compungido, contaba en Solentiname cómo había muerto su admirado maestro elec-­‐ trocutado con el abanico, Beltrán comentó como quien no quiebra un plato: “En otras palabras, poeta, podemos decir que Merton se ponchó abanicando” (carcajadas y ataque de tos). Y para qué quiso más Ernesto; ahí nomás lo sacó espeta perro, dio orden de que lo subieran a la primera lancha que pasara y ni tiempo de despedirse le dio. Tres días estuvo Beltrán en el puerto lacustre de San Miguelito esperando que llegara un barco de Granada para regresar a su casa en Managua (acceso de tos incontenible). Antes de que el tecolote cante dejemos la historia, por ahora, aquí. Ya saben que dicen que cuando el tecolote canta el indio muere.

II

Mi esposa volvió a España a raíz del terre-­‐ moto, regreso que en cierto sentido fue su alivio; pero que a mí me dejó desgarrado porque con ella se fue mi hija. Durante los cinco años que vivimos bajo el mismo techo se la pasó añorando a los suyos y lamentando el grave error de nuestro casamiento, que fue obra de mi mamá, pues ella dispuso que yo no podía permanecer soltero. Como católica creía que lo natural y mandado por Dios era que el hombre no estuviera solo y formara una familia, y como viera que yo no me interesaba en buscar novia, envió avisos clasificados a los periódicos españoles anun-­‐ ciando que un joven dramaturgo, guapo, con solvencia económica y, según ella, muy bien posicionado socialmente en Managua, busca-­‐ ba novia para comprometerse seriamente. Cuando recibió respuesta con fotografía de la 6


que llegó a ser mi mujer, ella le remitió una copia de mi retrato al óleo que pintara Omar d´León, en el que aparezco bastante mejora-­‐ do. Después ellas dos acordaron las fechas de la venida y de la boda. La condición era que la ceremonia se celebrara en la catedral de Managua y la fiesta en el exclusivo Club Terra-­‐ za, para lo cual mi mamá se enjaranó hasta la coronilla, pues nosotros no éramos gentes de posibilidades y siempre vivimos coyol quebra-­‐ do coyol comido. Ella escribió toda aquella correspondencia en mi nombre, y a mí sólo me informaba de los arreglos a los que iba llegando. En eso contó con la colaboración de sus amigos de renombre, que también eran conocidos en los círculos intelectuales de Madrid. A todas éstas, yo me había enamorado perdidamente de un economista que un atardecer hallé extraviado en la taberna La Espuela, que era el lugar favorito de la gente joven de los sesenta. Me fui con él al parque Las Piedrecitas, donde tuvimos nuestro único revolcón erótico, porque él, honestamente, me confesó que tenía una novia; pero yo muy pronto descubrí que era amante del director del Centro Cultural Nicaragüense Americano, con quien vivía. Yo sufrí apasionadamente por su indiferencia, lo perseguía en los autobuses, lo esperaba en la Explanada de Tiscapa, rondaba la acera del Armendáriz y las mesas del Múnich o el Gambrinus para encontrarme con él; pero sabía evadirme como si hubiera sido entrenado por el FBI para moverse por la ciudad sin ser visto por mí. Le escribí cartas ilimitadas que jamás respondió, lo llamaba a teléfonos que nadie contestaba. Entonces, cuando me emborrachaba me iba a llamarlo a gritos al penthouse donde vivía con su adinerado amante en el barrio Sajonia, y allí me quedaba rondando la esquina y dando voces hasta que llegaban los vigilantes y amenazaban con llamar a la policía. Lo perdí de vista, pero no me rendí. Creí que podría conquistarlo y llevarlo al castillo cursi de mis ilusiones… Todo eso, mientras mi madre con afán y esmero preparaba la llegada de mi prometida a Nicaragua. El economista des-­‐ pués se casó y se llenó de hijos, pero mantuvo la relación con su viejo amante.

A mi mamá le preocupaban mis maneras afeminadas y mi falta de interés por las mu-­‐ jeres. Sus amigos le dijeron que con el matrimonio se me quitaría lo raro. En conseguir ese objetivo se había empeñado desde que yo tenía catorce años. Fue cuando consultó a los médicos del hospital psi-­‐ quiátrico si lo mío era una enfermedad curable, y estos dijeron que con terapias y electrochoques podrían enderezarme hasta convertirme en hombrecito. Once meses estuve yendo a la consulta. La terapia con-­‐ sistía en hacerme hablar y hablar, para lo cual yo improvisaba fabulosas historias con doble sentido que al doctor le parecían muy entretenidas. Como la Sherezada de Las mil y una noches, con cada cuento postergaba mi muerte electroconvulsiva. Un domingo, el doctor nos invitó a mis padres y a mí a almorzar en el Club Inter-­‐ nacional Managua con su señora; luego fui-­‐ mos a su casa y mientras los adultos conver-­‐ saban en la sala yo me puse a armar un rompecabezas que estaba a medio hacer en una mesa del corredor. De repente, el médico me pidió que por favor fuera a abrirle el garaje para guardar el carro, y después de que metió el Ford y yo cerré los portones por dentro, vino hacia mí, que estaba terminando de poner el candado en la aldaba. Sentí su aliento aguardentoso. Me tomó la mano y la llevó directamente a su bragueta para que le palpara la verga erecta. En un abrir y cerrar de ojos se la sacó y me bajó el pantalón metiéndomela poco a poco, y diciéndome que para mí la única cura que había era dejar que me hicieran aquello que él me estaba haciendo. Terminó y salió después de mí, a despedir a mis padres que me esperaban en la puerta de la calle. Me fui caminando, cabiz-­‐ bajo, delante de mi papá y mi mamá hasta llegar a nuestra casa. No volví nunca más a la consulta. Pasado un tiempo, el doctor le dijo a mi madre que no veía necesario aplicarme un tratamiento de choques eléctricos porque lo mío tenía otros remedios. En mi interior yo sentía que mi vida era un desastre. En el colegio mis compañeros me hacían el vacío, se burlaban de mí, no querían jugar y a veces ni juntarse conmigo, porque decían que sus padres les prohibían tener 7


amigos mariquitas. Aborrecía salir de la casa porque cuando iba para el Colegio Peda-­‐ gógico, donde hice la primaria y secundaria, los muchachos en la calle me seguían y me gritaban maricón, me tocaban las nalgas, me golpeaban frente a la complacencia de la gente adulta, que reprobaba mi amane-­‐ ramiento. Ese viacrucis lo viví cuatro veces al día, de ida y vuelta a clases en la mañana y en la tarde. Pensé que cuando terminara el bachillerato me libraría del suplicio, yéndome a la universidad en una ciudad lejana, donde nadie me conociera. Para ese tiempo yo había escrito mis primeros dramas, los cuales ense-­‐ ñaba a los escritores que visitaban nuestra ca-­‐ sa, y ellos me alentaban a seguir formándome como dramaturgo, pero mi mamá había dispuesto que yo fuera abogado y me inscri-­‐ bió en la Facultad de Derecho, en León. Allí, por primera vez oí hablar de la historia de los amores homosexuales de Rigoberto López Pérez, el ejecutor del atentado en que murió el viejo Tacho Somoza, fundador de la dinastía, de lo cual se hablaba en voz muy baja porque sus admiradores consideraban que eso era una afrenta que manchaba su virilidad y dimensión heroica, como si en las grandes epopeyas de la historia clásica no hubiera habido amores entre los héroes del mismo sexo. ¿Acaso la furia de Aquiles en La Ilíada de Homero no es provocada por el dolor que le causa la muerte de su amigo amado Patroclo a manos de Héctor? Hay en la cultura maya de Guatemala, el drama danzario Rabinal Achí, basado en hechos históricos, que c u e n t a l a s diversas acu-­‐ saciones que se cargan contra el Varón de los Quiché, quien se supone que al ser apresado estuvo dispuesto a que lo sodomizara el jefe Rabinal. Los detractores de Rigoberto lo han descrito como un psicópata con trastornos de identidad sexual; pero hoy que se le valora como un héroe nacional, debería hablarse libremente de su sexualidad y no verla como un tabú incompatible con su heroísmo. El haber te-­‐ nido o no relaciones con otros hombres no le agrega o le resta nada a la audacia y temeridad con las que llegó al sacrifico de la propia vida en aras de su ideal de ver a Nicaragua libre del tirano. Para unos es un

héroe, para otros un villano. Yo opino que su sexualidad no debería ser piedra de escán-­‐ dalo. Otros, valientes como él, habrán tenido o tendrán experiencias sexuales parecidas. Siguiendo con lo de mi estadía en León, al mes de haber comenzado las clases se organizó el carnaval de estudiantes, y los compañeros de primer año de leyes me eligieron como su candidato para Rey Feo. Yo acepté porque me pareció divertido y porque vi la oportunidad de conocer nueva gente y pasar un rato de lo lindo. Me bautizaron con el nombre de Susto Primero, e hicieron carteles llamando a votar por mí. Apelaban a que nadie podía ser mejor Rey Feo que yo, por mi fealdad natural, al punto de que no se consideró necesario que llevara en el desfile bufo ningún disfraz. En mi carroza yo iba arriba de una plataforma elevada vistiendo nada más una calzoneta. Así, mi cuerpo endeble, mis nalgas metidas, mis hombros estrechos, mi pelo murruco, mi nariz curvada y mis ojos saltones quedaban expuestos a la vista de los que a mi paso coreaban, siguiendo a la comparsa: “Susto, Susto, Susto, Susto, Susto”. Fui el Rey Feo de ese año y bailé el primer vals con la Reina de los Estudiantes, la bellísima Indiana Orúe, que estudiaba odon-­‐ tología. Me divertí muchísimo y logré mi objetivo: ser popular y atraer la simpatía de la gente. Atrás dejaba el escarnio diario de los años de colegio. Ahora todos me saludaban sonriendo. En las ruedas de la facultad yo era omnipresente, haciendo reír a mis comp-­‐ añeros con mis chistes y mis bromas. La vida era una fiesta; pero pronto me volví divertimento para los chavalos de la calle, que me perseguían a donde iba, gritando a mi paso “Susto, Susto, Susto, Susto, Susto...” Los nervios se me alteraron y volví a sentir el horror de los tiempos de adolescente, al extremo de que dejé de salir y no volví a la facultad. Me parecía que aquellas hordas me espiaban para ir detrás de mí en séquito coral. Me enfermé. Pasé muchas noches sin dormir, temiendo que llegara el día siguiente, pero me hice de valor y salí de la casa, siempre con la cauda de muchachos gritándome, hasta que llegué a la estación, donde tomé el tren y me fui para Managua.

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Mi mamá me quiso forzar para que regresara a León, pero la amenacé con cortar-­‐ me los pulsos si me obligaba a ir a la universidad. El doctor del psiquiátrico la aconsejó, haciéndole ver que vocacional-­‐ mente yo no estaba inclinado a los estudios de leyes, que lo mío era el teatro y que mejor me dejara ser lo que yo quería, dramaturgo. Unos meses antes había terminado una pieza en la que actualizaba el mito de Antígona en el contexto de la represión somocista que siguió a la acción de Rigoberto contra Tacho Somoza, y la había mandado a un concurso de teatro escrito que patrocinó la misma univer-­‐ sidad. Luego, cuando a mi madre aún no se le pasaba el malestar por el abandono de mis estudios de Derecho, recibí un telegrama en el que me anunciaban que mi Antígona en el infierno había ganado el primer premio en el certamen. Con esa pieza obtuve alguna notoriedad entre los teatristas de la América Central y así mi padre terminó de convencer a mi mamá de que había que darme la oportunidad de que me dedicara a escribir. Estaba contento porque podría profundizar en mis investigaciones de la tragedia griega y leer y estudiar por mi cuenta para ponerme al día con el teatro contemporáneo sin caer en el positivismo de quienes optan por una profesión liberal porque piensan que es posible convertirse en artista o escritor y estudiar abogacía, medicina u otra cosa para ganarse el pan de cada día o tener una alternativa si fracasan como escritores. No… la literatura, el arte, el teatro o el cine exigen dedicación constante, práctica y estudio a tiempo completo, salidas en falso, ensayo y error. Nada que ver con la banalidad del éxito comercial y la fama. Sólo los mediocres creen que la excelencia se alcanza sin com-­‐ prometerse de manera radical con el oficio que uno elige. La llegada de mi esposa a Nicaragua y los entretelones de mi matrimonio fueron el sainete más patético que jamás hubiera podido haber escrito. Un trauma desde el primer instante en que nos vimos en el aeropuerto. La impresión que tuve fue la de que allí mismo se dio cuenta de que yo no era el apuesto caballero de radionovela que se había imaginado por las descripciones de mi

madre. Su rostro fue de estupor y descon-­‐ cierto por el aterrizaje doble; no sólo en un país extraño sino también en una realidad inesperada y opuesta a la que le habían prometido. Ustedes no se imaginan el horror que se le dibujó en la cara al verme: Feo, pobre y, para remate, cochón… Tampoco yo hice esfuerzo por esconder lo inocultable, aunque tuve compasión por ella. Pensé que no le sería fácil sobrellevar la realidad a una mujer joven y guapa, que sale de su país al encuentro con su prometido, lejos de su familia y de su entorno, y que al final del viaje la espera alguien no deseado. Lloraba la mayor parte del tiempo y, para consolarla, mi mamá que vivía en lo que diríamos la más absoluta de las negaciones contra una inobjetable evidencia, le decía que era normal su estado de ánimo, que con el tiempo mejoraría, cuando se le fuera pasando la nostalgia por los suyos y se adaptara a su nueva vida. Trataba de animarla hablándole de los preparativos de la boda y de la alegría de formar una nueva familia. Le decía que su próximo cambio de estado civil le ayudaría a dejar atrás la sensación de azoro y soledad que la afligía. Ella callaba. Jamás pensó regresar a aquella España congelada en el tiempo. Eso se daba por descontado. Era la época de la dictadura de Franco, cuando las mujeres españolas no tenían derecho a decidir por ellas. Estaban atadas a la tradición que las obligaba a depender de un hombre: el padre, un hermano o el esposo. Nadie hubiera visto con buenos ojos que una mujer, por sí y ante sí, cancelara una boda acordada formalmente por su familia con los padres del novio; mucho menos que se creyeran la historia de que volvía virgen. Eso hubiera sido un suicidio social, que habría merecido la condena de la Iglesia, el repudio oficial y la abominación de su parentela. Así que no le quedó más remedio que continuar con los planes del matrimonio. Mi mamá había previsto hasta el último detalle. El casamiento civil, las despedidas de soltera que para la novia organizaron las amigas nuestras, el vestido blanco bordado en hilos de seda en la casa de costura de Lola Vijil, la corona de azahares de donde las 9


Navarro, las tarjetas de lino, la boda en domingo durante la misa de once celebrada por el arzobispo en la catedral y frente a lo más granado de la sociedad de Managua, la fiesta en El Terraza con 500 invitados y la luna de miel en las isletas del Gran Lago. Yo no me enteraba de nada. Sudaba frío y los pelos se me erizaban de sólo imaginar aquel culebrón en el que iba a ser el hazmerreír de la gente. Dejé que las cosas se dieran sin poner ningún obstáculo y con resignación, pero en el fondo deseaba que del cielo o de la tierra surgiera un imprevisto que me pusiera a salvo del ridículo y la librara a ella del oprobio. No hubo milagro ni intervención divina que nos salvara a los dos de la catástrofe. Terminada la ceremonia religiosa y después del banquete llegó la hora de la verdad, la del viaje de luna de miel. Le supliqué a mi íntima amiga, la actriz de teatro Mimí Hammer, que no me abandonara, le imploraba que hiciera algo por mí con otros amigos cercanos. Bebí más champán que el debido para calmar los nervios. Ella me decía que debía armarme de valor y afrontar la realidad, pero yo le respondía que la única verdad era que yo no sabría qué hacer solo con una mujer en una cama. Le pedí que viajara con nosotros a la isleta para continuar la fiesta y dejar que las cosas pasaran. Ella con otras amigas finalmente accedieron a acompañarme, advir-­‐ tiéndome que en un momento determinado tendrían que dejarme con mi esposa. Me dijeron que irían con el pretexto de que la embarcación tenía que regresar al muelle de Granada ese mismo día. Así nos acompañó un grupo muy alegre y achispado por el licor y el champán, viajamos en caravana hasta el embarcadero. Ya en la lancha seguimos be-­‐ biendo y bromeando, y parecía que a mí se me había olvidado el motivo del viaje. Se quedaron hasta el día siguiente en las isletas y, sin que mi esposa oyera, me daban consejos entre risas y chascarrillos, de cómo hacer para ponerme en forma para aquello que yo veía venir como una tortura. Me angustiaba la idea de no lograr una erección. Los muchachos me aconsejaban que no me afligiera, que imaginara que era un hombre el que estaría conmigo en la cama y que re-­‐ cordara la experiencia más cachonda de mi

vida con un chico. ¡Como si la cosa fuera así nomás! Pero antes de que el tecolote se ponga a cantar dejémoslo aquí, y vayamos a des-­‐ cansar, que es necesario recuperar fuerzas para las nuevas jornadas.

III

El lunes por la mañana, cuando se pre-­‐ paraban para regresar, casi al borde del llanto les pedí que no se fueran, que me llevaran con ellos; pero fue inútil; insistieron en que yo tenía un deber que cumplir. Mimí, con su don militar de mando, me ordenó sostenerme en los pantalones, y me quedé a solas con mi esposa. Cuatro días después, por fin, se consumó el matrimonio. Ella quedó emba-­‐ razada y nunca más volvimos a tener contacto sexual con penetración, pero nos convertimos en grandes amigos, capaces de compartir las penas y las alegrías; y, sobre todo, el amor de la niña que nació de nuestra unión y que vino a ser para mí la razón de mi existencia. Mi muchachita linda que, aunque ustedes no me crean, es muy parecida a mí, como si hubiera venido con mis rasgos físicos redibujados en bonito: mi pelo murruco en su cabeza se transformó en hermosos colochos. Morenita, delgada y preciosa. El mejor regalo que pude haber dado a mis padres, una nieta que iluminaba sus vidas. En esa época yo era miembro del Teatro Experimental Managua, que ponía en escena piezas mías y de Alberto Ycaza. Éramos un grupo de artistas e intelectuales que mirá-­‐ bamos el teatro como un lugar de reflexión profunda, comprometido única-­‐mente con el arte y aspirábamos a una estética sin concesiones al facilismo declamatorio del radio teatro o a la socorrida comedia del disfraz y el pastelazo, que es lo que aquí algunos entendían como arte teatral. En el grupo había gente formada en Europa, América del Sur y los Estados Unidos, que había estado expuesta al teatro de van-­‐ guardia, de manera que experimen-­‐tábamos con obras del repertorio europeo, latinoa-­‐ mericano y estadunidense. En mí había hecho un gran impacto la obra de Tennessee 10


Williams, que devela las hondas fisuras de los individuos forzados a vivir una vida que no es la suya, sino la que les imponen las conven-­‐ ciones sociales y la tradición. Seres que aparentan relaciones conyugales felices, pero a quienes corroe la soledad que los atormenta y destruye. Yo imaginaba que el drama de un individuo puede ser el mismo de miles y millones, sólo que encarnado por diferentes

actores o actrices. Cuando veía a estos representar mis obras, notaba cómo eran capaces de olvidarse de sí mismos para convertirse en personajes aislados por la incomunicación del matrimonio forzoso; entonces comprendía que mi historia per-­‐ sonal no era particularmente trágica, porque compartía con otros los altibajos absurdos de la vida. 11


Escribí también sobre el deseo sexual como factor desencadenante de las grandes epo-­‐ peyas. Basado en el mito griego, pero par-­‐ tiendo de Las troyanas de Eurípides, ideé un áspero diálogo entre Helena y Casandra, quien enloquecida culpa, por puta, a Helena, de haber arrastrado a los pueblos aqueos y troyanos a la destrucción y de haber pro-­‐ vocado la muerte de sus hombres insignes. Es que, viéndolo bien, tenemos que considerar que las guerras no sólo son motivadas por factores políticos, económicos o sociales, sino que ocultos subyacen el deseo y la pasión de los seres humanos como el motor que mueve la historia. Deseo de posesión y dominio por los que el amor y la lujuria pasan. ¿O nunca se han puesto a pensar ustedes que el acto sexual es también político, una batalla cuerpo a cuerpo de dos que luchan por poseerse mutuamente? Cinco años viví con mi esposa, hasta que nos sacudió el terremoto de 1972. Ahí perdimos lo que teníamos; menos mal que nos quedó en pie el Convento de la Rabia, construido por mis padres a mediados de los sesenta, dentro del cual yo tengo mi propio apartamento, que es para mí un claustro desde que mi hija y su madre se fueron en un avión que vino de España, con ayuda humanitaria, a repatriar a los españoles damnificados. Así me quedé sin mi bebé, cuya ausencia no soy capaz de llenar con nada; aunque voy a visitarla año con año para Navidad y hablamos por teléfono una vez a la semana, su lejanía es para mí una inmensidad sin horizonte… Perdónenme las lágrimas, los que tienen la dicha de ser padres o madres y están lejos de sus hijos sabrán comprenderme. Además, quiero que sepan que en mi claustro trabajo en mis cosas literarias y teatrales, investigo, leo, escribo; y con frecuencia recibo a mis amigos, a quienes leyéndoles en voz alta les hago oír lo que estoy escribiendo, a veces con los reclamos de mi madre que desde afuera me reprueba cuando me oye decir algo que a ella le suena impropio. Mi mamá que, como les dije, es poeta y además pintora puede ser tan severa y rígida como una abadesa en su clausura. De modo que yo, imitando a sor Juana Inés de la Cruz, he hecho de la celda, que es mi claustro cercado por la vigilancia y la censura, el lugar

donde es posible ponerle alas a la imagina-­‐ ción. Después del terremoto y luego de una breve estancia en Costa Rica, fui a parar como empleado de la Junta Nacional de Asistencia y Previsión Social (JNAPS). Les cuento que fue para mí una sorpresa recibir un día una llamada en San José y oír al otro lado de la línea la voz grave de una mujer que me decía: “Buenas tardes, Rolando, te habla Hope de Somoza”; y yo, creyendo que alguien me estaba tomando el pelo, respondí: “Que fea es tu voz de hombre Hope, a mí únicamente me gustan las voces de sopranos”, y colgué el auricular. El timbre del teléfono sonó de nuevo, y la misma voz me pidió paciencia y me explicó que realmente era doña Hope, la esposa de Somoza, y que me llamaba porque quería que le ayudara a publicitar las obras de beneficio para los damnificados en la JNAPS, cuya presidenta era ella. Naturalmente no podía dar crédito a lo que estaba oyendo. La señora, a quien nunca había visto de cerca, me informó que conociendo mi trabajo de divulgador cultural en La Prensa pensó que yo sería la persona indicada para esa tarea, y que unos amigos del medio artístico le habían dado mi número y dirección en Costa Rica. Así, dos días después estaba de regreso en Managua con un trabajo asegurado. Mi función —el pomposo membrete de Director de Relaciones Públicas— consistía en redactar y distribuir los boletines que anunciaban la inauguración de obras de beneficencia en los hospitales, asilos de ancianos y orfelinatos. El sueldo apenas me daba para vivir, y si no hubiera sido porque la que fue mi esposa trabajaba en Madrid, yo jamás habría podido mantener solo a nuestra hija. Llegué a detestar aquella situación, en la que me movía entre serviles aduladores del régimen, chupasangres a los que me veía obligado a sonreír para salvar el empleo en el que ganaba mi manutención y la de mis enve-­‐ jecidos padres. Como otros miles, ponía mi esperanza en el triunfo de la revolución. Cuando anunciaron por la radio que Somoza había salido huyendo del país, más que la alegría nos ganó el desasosiego. Fueron verdaderos momentos de angustia. La situa-­‐ ción cambiaba incesantemente minuto a mi-­‐ 12


nuto. Nos enteramos de que las ciudades más importantes seguían cayendo en poder del movimiento revolucionario, que éste se hacía fuerte en Occidente y en el Norte; que en el Sur la Guardia Nacional había aban-­‐donado sus posiciones. La junta de gobierno se había instalado en León. Ernesto Cardenal volvía a su tierra. Los soldados de la Guardia, leales a Somoza, huían en desbandada, dejando regados tras sí los pertrechos y uniformes en las calles de Managua, cuando ya avanzaban los insurgentes victoriosos. De pronto se mencionó la posibilidad de una nueva inter-­‐ vención militar de los Estados Unidos en el país ante la derrota y el desbarajuste de la Guardia Nacional, fundada por los marines gringos a final de los años veinte para contener a las fuerzas nacionalistas de Sand-­‐ ino. Ahora, los antiguos adeptos al régimen se habían vuelto temerosos y cambiaban rápida-­‐ mente su casaca pasándose al bando de los vencedores. Ser señalado de somocista podía provocar la inmediata represalia de la justicia revolucionaria. Se anunció que la Junta y sus ministros llegarían en las próximas horas a la capital para reunirse con los jefes guerrilleros. En el Convento de la Rabia mis padres respiraron aliviados y se contentaron con la noticia de la victoria, dando gracias a Dios por el fin de la guerra. Yo estaba desesperado por salir del encierro para ir a ver qué pasaba afuera, más allá de mi vecindario. En las calles la gente iba y venía llena de regocijo por el fin de los bombardeos; unos y otros especulaban en torno a la hora en que llegarían a la Plaza de la República los comandos y la junta para celebrar la caída del régimen y la llegada de una nueva época de promisión. Todo era una tremenda algarabía. Recuerdo muy bien que yo me fui poniendo excitadísimo al ver alegre a la gente y empecé a recitar a voces, como un loco, aquellos versos del Romancero gitano de Lorca que dicen: “En las esquinas, banderas. Apaga tus verdes luces, que viene la benemérita”, y los recité una y otra vez, hasta que llegó Beltrán Morales, quien se bajó contentísimo de su Minicar amarillo diciéndome, “hermano, por fin es tiempo de abrazos” y nos estrechamos palmeándonos las espaldas muy efusivamen-­‐ te. Me dijo que ya la Junta estaba arribando a

Managua, y que venía a buscarme para que nos fuéramos al recibimiento en las calles. Estaba muy agitado porque tenía la esperanza de encontrar a su hermano Manuel, quien se había unido a la guerrilla nueve años atrás, y sólo había podido verlo clandestino una vez en 1977. Yo por supuesto le dije que sí y que seguramente también podríamos ver allí a Ernesto. Nos fuimos a celebrar el triunfo. Mi mamá me hizo mil recomendaciones para que tuvie-­‐ ra cuidado porque se rumoraba que había francotiradores somocistas camuflados dispa-­‐ rando a los simpatizantes del nuevo gobierno. Mi papá me pidió que no olvidara contarle a Ernesto, en el caso de que lo viéramos, las oraciones que habíamos hecho por él. En el trayecto hacia la plaza fuimos encontrando grupos de gente eufórica. Los conocidos que veíamos, delgados y ojerosos igual que nosotros, alzaban los puños y agitaban ban-­‐ deras. Había júbilo e ilusión en las miradas, se gritaban vivas y consignas victoriosas en medio del sonar de las bocinas de los automóviles y el ruido de los escapes de las motocicletas. Se hacía difícil transitar porque la multitud iba creciendo cada vez más en las calles. En las puertas y ventanas de las casas los que no podían salir hacían la V de la victoria con los dedos. Habíamos venido haciendo comentarios sobre los méritos de algunos de los conocidos que ocuparían diferentes carteras ministeriales cuando, apa-­‐ rentando la mayor gravedad del mundo dije, nada más por torear a Beltrán, que sabía de buena tinta que la nueva directora del Teatro Nacional iba a ser Socorro Bonilla Castellón. Él me respondió con gran seriedad: “Quién iba a decir que se necesitarían cincuenta mil nica-­‐ ragüenses muertos para que un día la Soco-­‐ rrito llegara a dirigir el Teatro Nacional Rubén Darío”. A mí me dio risa ver el falso asombro reflejado en su adusto rostro y enseguida le dije que era una broma; nos reímos bastante y ahí mismo nos pusimos de acuerdo en atribuirle su comentario a Pablo Antonio Cua-­‐ dra. En eso estábamos cuando nos dimos cuenta de que sería imposible acercarnos en el carro a la plaza. Cada vez se hacía más difícil avanzar.

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Nos detuvimos en la Casa del Obrero y caminamos con dirección al Palacio Nacional por las calles y avenidas desbordadas de gentes que aclamaban a los guerrilleros, quienes arriba de camiones y de toda clase de vehículos desembocaban en la plaza. En el aire atronaban disparos y ráfagas. Supimos que los miembros de la junta revolucionaria y los jefes —acompañados por el presidente de la Conferencia Episcopal y obispo de León, monseñor Manuel Salazar y Espinoza— ya habían descendido de la unidad de bomberos que los transportaba. Imposible llegar hasta donde se hallaba la tarima con los líderes. No se podía oír ni ver nada en el hervidero de personas de diferentes edades que no parecían sentir el sol ardiente del mediodía. Los discursos no los escuchamos, no sólo por el ruido de las ametralladoras y fusiles, sino porque estábamos bastante lejos de la plaza atrapa-­‐ dos en la multitud. Alguien que pa-­‐ saba en sentido contrario al nues-­‐ tro dijo que los oradores habían terminado de hablar y que sólo quedaban algunos altoparlantes con música de protesta, animando a los miles de gente que se encontraba en la plaza, abra-­‐ zándose unos a otros, entre lágrimas y risas, llorando por los caídos y felices por haber triunfado. Era un sentimiento indescriptible. Beltrán se esforzaba por reconocer a su hermano entre los barbudos en uniformes militares improvisados, pero no había señales de él. Oímos que la Junta de Gobierno se instalaría en el Hotel Camino Real, al otro extremo de Managua, y que allí harían oficial el nom-­‐ bramiento del nuevo gabinete. Beltrán me dijo que seguramente allí podríamos ver a Ernesto y saludarlo. Claro, su objetivo, más que ver a Ernesto, era abrazarse con Manuel, su hermano, y llevarle noticias suyas a su mamá. Nos dispusimos a viajar hacia allá; era difícil que pudiéramos acercarnos a los líderes, pero merecía la pena intentarlo. Sorteando a la multitud y de nuevo en el carrito, esquivamos los escombros y cruzamos el antiguo centro de Managua. Hicimos un viaje muy lento hacia la carretera, que estaba

atascada por los camiones en los que habían llegado los guerrilleros de la montaña y los llanos de las regiones del norte y el centro. Los vehículos circulaban muy lentos. Beltrán conducía escudriñando con la mirada hume-­‐ decida a cada uno de los milicianos que veía, pues no perdía la ilusión de al menos saludar de lejos a Manuel. Yo no hablaba; iba rumian-­‐ do para mis adentros la terrible posibilidad de que hubiera muerto, y me decía: y si no vuel-­‐ ve, y si alguien conocido le dijera que su hermano entrañable había caído en alguno de los frentes en las últimas horas. No quería ni imaginarme cómo lo habría de tomar Beltrán, que lo amaba de manera especial porque habían crecido y hecho planes juntos para cuando viniera el tiempo de la libertad sin la dictadura. Recién me había dicho, citando a Vallejo, que su hermano le hacía una falta sin fondo; y recordé que en 1973, cuando dieron la noticia de la muerte del poeta Ricardo Morales Avilés y otros guerrilleros, Beltrán silenciosamente se acercó a la redacción del diario La Prensa para ver, ansioso, una a una las fotografías de los cadáveres hasta que estuvo seguro de que realmente se trataba de Ricardo y no de Manuel Morales; lo angustiaba el temor de que hubiera una confusión por llevar ambos el mismo apellido; y ahora no querría volver a su casa con una noticia dolorosa para su madre que había pasado demasiados sufrimientos. Por aquí y por allá se veía a los periodistas de las cadenas extranjeras que hacían tomas con sus cámaras y hablaban a través de sus micrófonos transmitiendo al mundo el albo-­‐ rozo de esa tarde irrepetible. Al fin, sudando y ahogándonos por el calor, llegamos a las proximidades del Camino Real. Nos bajamos del Minicar que dejamos estacionado junto a un barranco. Con mucha dificultad nos fuimos andando, casi corriendo, al portal del hotel donde había la mayor cantidad de carabinas que he visto en mi vida. Jadeábamos. Se oían voces de mando que ordenaban o contra-­‐ ordenaban a unos y a otros. El color verde olivo invadía los sitios. Unos escoltas cerraban el paso mientras otros lo abrían a la gente que 14


solicitaba entrar. No hallamos rastros de Manuel, y Beltrán a ratos parecía deprimirse, lo cual me preocupaba mucho. Todos trata-­‐ ban de hacerse un lugar en medio de la nube inmensa de fotógrafos y camarógrafos que hablaban en diferentes lenguas. Periodistas de radio y televisión del mundo entero que luchaban por conseguir una exclusiva con cualquiera de los miembros de la Junta o con uno de los jefes barbudos, que a esas horas nadie podía identificar con certeza. No se sabía quién era quién. El más conocido y famoso, sin duda, era Ernesto Cardenal. Paremos de hablar. No sea que venga el tecolote a cantarnos y yo no pueda terminar mi historia.

IV

En medio de aquel tumulto Beltrán y yo caminamos hasta llegar al salón donde estaba la Junta en pleno en una conferencia de prensa frente a una batería de centenares o miles de periodistas que transmitían en directo a sus países las declaraciones y decretos del nuevo gobierno. “Allá está Ernesto”, me dijo Beltrán con la voz atropellada por la emoción. Yo, por mi baja estatura, no lo divisaba, a pesar de que trataba de mantener el equilibrio parado sobre las puntillas de los zapatos. Cuando se hizo una pausa y parecía que habían terminado las preguntas y respuestas, nos abrimos espacio entre los periodistas para acercamos más al punto donde se amon-­‐ tonaba la gente. El calor era insoportable. Los reflectores que producían una luz blanca y cegadora se multiplicaban desde diferentes ángulos hacia el punto donde nos encontrá-­‐ bamos ya, a pocos pasos del estrado. Entre los líderes vi a Ernesto meditabundo. Tenía la cabeza inclinada y el mentón contra el pecho; la barba entrecana y el pelo corto salpimen-­‐ tado habían dejado de ser oscuros. Ya no llevaba la sotana crema-­‐claro que le estilizaba la silueta. Vestía bluyines y cotona de manta blanca. Unas sandalias de cuero que dejaban ver sus pies desnudos remataban su figura. Lo vi íntegro en su humildad nazarena. Pensé que meditaba en los graves asuntos que como

una cruz, desde ese momento, tendría enci-­‐ ma. Yo lo saludaba con señas. Alzaba la mano mientras Beltrán lo llamaba a voces por su nombre, pero no parecía que escuchara. Sin embargo, cuando al fin levantó la vista, nos reconoció. Los periodistas que lo abrumaban notaron que no oía ni respondía sus preguntas porque tenía puesta la mirada en dirección hacia donde estábamos nosotros. Nos acercamos como a unos dos metros y le dije, haciéndome oír en el bullicio, con la voz temblorosa por la emoción: “Mi papá y mi mamá te mandan saludos y quieren que sepás que han estado rezando por vos”. Se hizo un silencio alrede-­‐ dor, los periodistas extranjeros, desconcer-­‐ tados, me miraban a mí y luego a él; a lo mejor trataban de indagar quién era aquel extraño que con tanta confianza hablaba de oraciones al héroe, al poeta, al sacerdote, al mito. Ernesto ahora lucía transfigurado. Parecía un cordero poseído por la ira. Me fulminó con los ojos y, al cabo de unos segundos, me señaló con el dedo índice, como si viera en mi frente la marca de la bestia aborrecida, o en mi mano derecha el número seis repetido tres veces. Iracundo, como un ángel de fuego, levantó la voz, y de su boca salió un grito enfurecido como una espada aguda: “Somocista”, me dijo. “Sos un empleado de la mujer de Somoza. Andate. Nada tenés que hacer aquí”. Una cascada de sudor frío se precipitó por mi nuca, helándome la columna vertebral en el centro de aquel bochorno. Las mandíbulas me traqueteaban y me atacó un temblor de la cabeza a los pies, los ojos se me nublaron. No sé si las lágrimas llegaron a correr. Sólo recuerdo que tenía un nudo en la garganta. Creo que me quería morir al sentir sobre mí, como si fueran cuchillos, los ojos de tanta gente que atestiguaba mi condenación. Aun-­‐ que no tenía duda de que la reacción furi-­‐ bunda de Ernesto tenía su origen en la homofobia aprendida en el Colegio Centro América de los Jesuitas y en su miedo cerval a la homosexualidad, llegué a pensar que en cualquier momento uno de los milicianos de los cientos que andaban armados por allí me expulsaría a empellones. Me quedé inmóvil esperando lo peor: que me llevaran preso e 15


incluso que terminara mi vida frente a un pelotón de fusilamiento. ¿Vos sabés lo que significaba en esos momentos de euforia bélica que te llamaran somocista, y más aún si quien te lo decía era Ernesto Cardenal, con todo su prestigio y autoridad revolucionaria? Menos mal que si algo me hubiera pasado, de alguna manera tendría que haber sido registrado por las cámaras de la prensa que se disparaban incesantemente. Beltrán me pasó la mano por el hombro y me empujó hacia la salida. “Esto es un despelote”, me parece que dijo, “nadie reconoce a nadie. Mejor vámonos de regreso que ya comienza a oscurecer”. Yo caminé como un sonámbulo que apesta, como echado fuera del templo con un azote de cuerdas, arrastrando los zapatos que sentía inmensos, igual que el pantalón y la camisa; y mientras me dirigía al carro traté de contener las lágrimas, pero no pude. Beltrán fingió no darse cuenta y me dijo, para consolarme: “Quién te iba a decir, poeta, que ibas a ver, como en tu drama, a Antígona levantar al pueblo en armas para derrotar al tirano en el infierno, y triunfar”. No pude articular una sola palabra, porque no tenía aire para hablar. Todo en mi aparato fonador era un amasijo hecho de materia dolorosa. Beltrán se entretuvo en las afueras del hotel con un grupo de periodistas extranjeros que preguntaban sobre la mejor manera de llegar a la ciudad de Masatepe, porque habían oído decir que Sergio Ramírez, uno de los miembros de la Junta de Gobierno, pasaría esa noche en casa de sus padres, y pensaban que esa sería la mejor ocasión de tener una exclusiva suya. Con mucha buena disposición Beltrán les dio las indicaciones de cómo llegar más rápido por la ruta alterna de Ticuantepe. Yo aproveché ese momento para quedarme solo, llorar a moco tendido y, después, tratar de tranquilizarme. Beltrán pidió a uno de los periodistas que le llevara un mensaje a su mujer que se había ido a refugiar con su hijita de cuatro años precisamente a Masatepe. Les aseguró que no tendrían problemas en dar con ella, que simplemente preguntaran por Marcia Ramírez en la casa de los padres de

Sergio, porque ellos son hermanos. Pidió papel y lápiz y garabateó unas líneas para informarle que él estaba bien y que iría por ellas al siguiente día. Marcia después me dijo que fue una de las cartas más románticas que le escribió su poeta, quien se había quedado incomunicado y entrampado con su papá y su mamá cuando estalló la insurrección, de modo que no pudo irse con ellas. Para mí, me decía Beltrán cuando salimos temprano esa mañana rumbo a la plaza, lo más duro de la guerra ha sido no tener noticia alguna de mi mujer y de mi hija. Después tuvieron un bebé que vino a completar la dicha de esos dos grandes amigos míos. La oscurana era completa en las calles de Managua, sin alumbrado público. Beltrán conducía despacio entre los obstáculos de gente y barricadas. Yo tenía comprimido el pecho, y la ruta de regreso se hizo interminable. No hablamos hasta llegar al portón del Convento de la Rabia; aunque humillado, iba rumiando mi ven-­‐ ganza y pensé en las cartas que conservaba de Ernesto, las cuales no sé por qué asocié con el libro de Pablo Neruda, que a todos nos ha enamorado alguna vez: Veinte poemas de amor y una canción desesperada. Sentí que por fin se me desataba el torozón de la garganta y que podía decir algo con claridad; y antes de bajar del auto le pedí a Beltrán que no revelara nada a mi papá o a mi mamá; que yo les iba a contar que cumplí con su encargo de saludar a Ernesto y qué les diría que él les mandaba su bendición. Ya afuera, después de cerrar la portezuela del Minicar, asomé la cabeza por la ventanilla, tragué un poco de saliva y después de un profundo suspiro, atiné a decir: “Ahora tengo que publicar la correspondencia de Cardenal bajo el título de 18 cartas de amor y un maricón desesperado”. Hubo un silencio breve, roto en el acto por la risa complaciente y nerviosa de Beltrán que, agarrado al volante, echó la cabeza hacia atrás, sin parar de reír. Yo estallé en una de mis sonoras carcajadas y me despedí desternillado. Mi madre vino a abrir el portón. Pensaría que la risotada era el origen de las lágrimas que me secaba, porque me dijo: “Bendito y alabado 16


sea Dios, que te premió con el galardón de la alegría”. No le respondí en ese momento, porque al carcajearme se me precipita siem-­‐ pre, además de las lágrimas, la tos de fuma-­‐ dor crónico, de la que escapo de ahogarme. Luego, ya retirado a mi habitación le di muchas vueltas al dolor que me había causado la andanada de insultos que recibí esa tarde y al cabo de unas horas resolví no guardar rencor; aunque no pude evitar que viniera a mi recuerdo la mañana lluviosa del 4 de junio de 1974, cuando la primera dama de la república iba a inaugurar un centro de

quién me había puesto a mí en primera fila, que yo no podía salir fotografiado cerca de la señora de Somoza, y sin dejarme hablar ni reaccionar, me agarró del cuello de la camisa y casi a rastras, como quien tira de un guiña-­‐ po, me llevó hasta el fondo, en medio de las dos filas de personas que hacían valla por donde iba a pasar la señora. Ese día, desde lo más profundo de mí, anhelé que el fin del régimen llegara cuánto antes. Pensándolo bien, a veces creo que a lo mejor fue ese galardón de la alegría que mencionó mi mamá, el que entre otras cosas

rehabilitación para niños con discapacidades auditivas. Yo me hallaba en la entrada junto a otros funcionarios de la JNAPS esperando a doña Hope; pero al acercarse la caravana de vehículos de altos funcionarios, el ministro del Trabajo que fungía como vicepresidente de la institución, se vino directamente hacia donde yo estaba y hablándome a gritos me dijo que

impidió que me hundiera para siempre en la depresión alcohólica en que caí durante un año, luego del fulminante encuentro con Ernesto. Me levanté cuando reflexioné que no podía estar nada bien si a los cuarenta años la gente me veía envejecido; y eso fue después de que, viajando en un autobús urbano de Managua, al pedir una parada, el chofer se 17


detuvo intempestivamente, abriendo y cerrando la puerta trasera tan rápidamente que no logré bajar y una de las piernas me quedó prensada, mientras la otra me colgaba fuera del autobús y los pasajeros gritaban: “Parate animal que vas a matar al pobre an-­‐ ciano que llevas prensado como en una rato-­‐ nera”, y voces furiosas de gente de más edad que yo exclamando: “El viejito, detenete bayunco, que el abuelo va estirando las pa-­‐ tas…” Ni la arrastrada, ni quedar prensado, ni los golpes en todo el cuerpo me dolieron tanto como la humillación de que me vieran anciano y decrépito. Ahí fue que dije: “No, él que la tiene que parar soy yo”, y así dejé de beber. Eh… pero espérense, si hasta he estado a punto de ser asesinado. Fue en un almuerzo. ¿Cómo? No, envene-­‐ nado no. Nos invitaron a un grupo de aproxi-­‐ madamente diez escritores a almorzar en el restaurante El Panorama, allá donde se bifu-­‐ rca la carretera sur, en Managua. Yo estoy sentado en la cabecera, de frente a un venta-­‐ nal desde el que se tiene una vista preciosa que da al Lago Xolotlán, por el sector de la península de Chiltepe donde la luz y el paisaje son espectaculares. A cada uno de mis lados están el poeta Mario Martínez y, a mi de-­‐ recha, un pasante de leyes que no llegó a hacer una escritura notarial, porque se metió a dramaturgo escribiendo bobadas, según él para niños, y a quien aquí llamaremos simple-­‐ mente Jarrito, en atención a su manía de llevar siempre una jarra de cerveza que pide se la llenen de lo que, según el evento, se esté sirviendo para beber. Uno de los meseros accidentalmente ha dejado caer al suelo un pichel de cristal transparente que se rompe en mil pedazos; yo estoy bebiendo agua con hielo, nada más; pero, como ya saben ustedes, cuando comienzo a hablar no hay quien me pare, realmente lo que hago es estar dando pequeños sorbos para hume-­‐ decerme los labios y la garganta, que se me resecan con el calor y el blablá. En una de esas, cuando me voy a llevar el vaso a la boca se abalanza sobre mí el poeta Mario, gritando: “No bebás, Rolando, que en tu vaso hay mu-­‐ chos vidrios rotos”. Todos nos quedamos mu-­‐ dos, viéndonos desconcertados unos a otros.

En eso, el salvadoreño crítico de cine, Roberto Zepeda, dice, “Cierto, yo vi a Jarrito que con disimulo recogió los vidrios rotos del suelo y los fue poniendo en el vaso, mientras Rolando hablaba”. Nadie podía creer aquello. Se hizo por un instante un pozo de silencio y la tensión del ambiente se volvió espesa, cuando alguien con gravedad judiciaria, a lo mejor Gloria Gabuardi, rompió el suspenso, exclamando: “Estamos ante un asesino frus-­‐ trado”. “Nada de asesino”, dije yo, “aquí sólo estamos frente a un artista frustrado. Jarrito tampoco pudo culminar ahora un hecho estético si, tal a De Quincey, consideramos el asesinato como una de las bellas artes”. Jarrito se puso lívido, dijo que él no sabía que yo estaba bebiendo de ese vaso y que si recogió los vidrios del suelo fue para evitarle trabajo al camarero. Al ver que nadie le dio crédito a su explicación, tomó su jarra y aban-­‐ donó el comedor seguido por Zepeda, que con aire teatral y gesto de horror cerró la puerta tras de él y dio, como en Macbeth después de la muerte de Duncan, tres golpes diciendo: “Jarrito ha muerto para este grupo”. El resto nos echamos a reír y la alegría volvió al ambiente. La cosa quedó ahí, con la evidencia de que los celos profesionales y la envidia pueden no tener límites. Lo cuento ahora para que vean cómo en la vida se puede andar, sin buscarlos, por valles de sombras, como dice el salmista. Gracias a Dios tuve siempre sobre mí la mirada misericordiosa de mi padre mientras vivió, cuya proverbial limpieza de corazón rescatara íntegra Carlos Martínez Rivas en su poema “Pasajero Pablito Steiner / Primer internacionalista”; además, nunca faltaron los amigos y amigas que me abrieron los brazos y me dieron la oportunidad de trabajar con ellos en la edición de libros, escribiendo guiones de cine, y obras de teatro. Con toda esa gente he compartido las tensiones, desafíos y temores de este tiempo de promesas y angustias que nos hacen vivir a todos en una vigilante espera, en el que parece que cuando todo está perdido siempre nos queda una pizca de optimismo y buen humor. Fue entonces que escribí una pieza trágica basada en la masacre de las coope-­‐ 18


rativas campesinas, que perpetró la Guardia Nacional en 1934, al día siguiente de asesinar a Sandino, la cual titulé “La noche de Wiwilí”, y con la que después hice un guion de cine; y adapté, también, de una obra de Simone de Beauvoir, el monólogo “La mujer desha-­‐ bitada”, que Mimí representó de un modo impecable en el Hotel Intercontinental dura-­‐ nte varias noches a sala completa. Con el tiempo he llegado a comprender, después de estudiar detenidamente a Fou-­‐ cault, que más que cualquier otra forma de lenguaje la literatura sigue siendo el discurso de la “infamia”, que a ella le corresponde decir lo más indecible, lo peor, lo más secreto, lo más intolerable, lo desvergonzado. Así, mientras salía de aquel hundimiento comenzó a rondar en mi cabeza la idea de que una sociedad sólo puede ser enteramente libre si cada individuo se libra antes de los demonios de la represión interna que le imponen la cultura y la tra-­‐ dición a través de la familia y el entorno en que uno crece, como la escuela y la religión. Tengamos en cuenta que mi adolescencia y juventud yo la viví en un ambiente represivo y conservador como fue el de los años cincuenta, cuando en plena modernidad campeaban los valores del conservadurismo colonial de las costumbres, que se impuso hasta en el arte y la literatura. Entendí que el amor de mi madre vio en mí una terrible falla de la que ella quería salvarme desespera-­‐ damente, y eso la llevó a buscarme alivio en la medicina que para entonces consideraba la condición homosexual como una enfermedad curable. Ahí fue que llegué a contemplar el abuso del doctor como una violación, de la cual nunca hablé antes a nadie para evitar que me culparan, porque yo crecí creyendo que la palabra de un menor de edad no valía nada frente a la de un adulto. La verdad es que entonces la pederastia no era vista como un delito, sino como la cochinada de un viejo con un niño por la cual los dos podían ser mal vistos. Y hubo una edad en que la pasión de un hombre adulto por un joven pudo inspirar grandes obras de la literatura universal, como los célebres sonetos de Shakespeare.

Fui consciente de que mi sufrimiento no era exclusivamente mío, que muchos otros tam-­‐ bién padecían acoso por la apariencia física, por la herencia racial o por no tener fortuna; que había individuos de grandes méritos y hazañas suprimidos de la historia por el simple hecho de no ser heterosexuales. Pensé en la tinta empapada de temores con que ha sido deformada la historiografía de Nicaragua en la que produce horror saber que un héroe o figura cultural pudo sentir atracción por otra persona de su mismo sexo; y llegué, por fin, a la conclusión de que la violencia social contra los homosexuales nace del miedo de ver reflejada en un espejo una imagen que horroriza y que por eso desesperadamente se intenta hacer añicos. Entendí que si el día que celebrábamos la victoria sobre la dictadura me tocó vivir mi propio aparta Señor de mi este cáliz, al sentirme rechazado por mi ami-­‐ go y padre espiritual, tam-­‐bién otros pudieron pasar por circuns-­‐ tancias similares; porque no siempre quienes suben al poder están dotados de la prudencia necesaria para ser fuertes en la cosa y suave en la manera, suaviter in modo, fortiter in re… como aconseja Quintiliano en sabia alocución latina que invocara el obispo Salazar y Espinoza al abandonar la Casa de Gobierno después de una reunión de la Conferencia Episcopal con la junta revolucionaria recién instalada. Así pude transformar la cólera que tuve los primeros días contra Ernesto y decidí aprovechar los espacios de libertad que nos permite la defensa de la revolución, para hablar sin miedo de lo que yo había vivido, en una época que espero quede para siempre en el pasado. Me convencí de que había llegado el tiempo en el que cada uno debía de exorcizar sus demonios para ser libres de verdad; es decir, que cada individuo debe conocer sus miedos y administrarlos de mane-­‐ ra consciente para contribuir con mayor efec-­‐ tividad a la liberación de otros. Nadie que es prisionero de sí mismo puede ser entera-­‐ mente libre, mucho menos que pueda condu-­‐ cir a otros a la verdadera libertad. Las ideas deben dejarse fluir sin cortapisas y estar 19


alerta contra la autocensura que por conve-­‐ niencias acalla la propia conciencia. Los hay que elevan la voz al cielo para condenar la censura de los Estados autoritarios; pero están prestos a reprimir y censurar en los mínimos espacios de poder que ostentan en la familia, la empresa o la comunidad. Esos pueden ser los sepulcros blanqueados que no toleran a quien los contradiga o no piense igual que ellos; y muchas veces, pretendiendo proteger la honra y el honor ajeno, con frecuencia terminan siendo cómplices o partícipes de los abusos. Estoy consciente de que los temas de los que estoy hablando no se tratan frecuente-­‐ mente en público; sólo les pido que piensen que a través de la historia, muchas veces la sociedad toma la delantera a sus caudillos e incluye en la agenda de cambios sociales asuntos que ellos ni siquiera han imaginado. Y sea cual fuera el desenlace de esta guerra contrarrevolucionaria financiada por poten-­‐ cias extranjeras, debemos estar preparados para enfrentar en nuevos escenarios al ene-­‐ migo represor que cada uno de nosotros lleva adentro; y tener presente, como ha dicho Daniel Guerin, que las diversas formas de la actividad sexual humana no son malignas, que el mal proviene de los sentimientos de culpabilidad, de vergüenza, de miedo, de remordimiento con que el puritanismo las reviste y envenena; cada quien debe ejercer el dominio sobre su propio cuerpo y no permitir que ninguna colectividad tenga el derecho de prescribirle lo que debe hacer o no hacer. Finalmente… ¿Ah…? Sí…, al regresar a la casa de sus padres en la Colonia Centro-­‐ américa, esa misma noche Beltrán halló a su hermano Manuel que de la plaza había corrido a ver a su mamá; y entonces pudieron abrazarse todos y celebrar con lágrimas y risas la dicha del retorno del hijo pródigo. Dicha que enturbió la muerte temprana de Beltrán, a los cuarenta años, a causa de una enfer-­‐ medad crónica. Esa pérdida para mí fue un golpe tremendo porque recién había muerto mi padre, y ahora perdía a mi fraternal camarada que poseía una inteligencia muy lúcida, toda llena de ingenio, y con quien solía reírme de los trances amargos de la vida.

Recuerdo que me tocó ver sus despojos expuestos sobre una mesa de disección en el Hospital Militar, adonde corrí tan pronto me avisaron que se nos había ido. Una impresión de la que no me repongo aun, porque desde que lo vi tendido sobre la loza fría donde le practicaron la autopsia, he pensado en esa imagen como si fuera una metáfora de la crueldad efímera de la existencia. Finalmente, les decía, quiero que sepan que me alisté voluntariamente en la Brigada Cul-­‐ tural “El arte con el sufrimiento armado”, para salir a compartir por unos días estas historias que veo que algunos están grabando para su memoria, o a lo mejor para los archivos de la seguridad del Estado (risa y tos continua). He venido a hablar con muchachos y muchachas como ustedes, que aquí en la frontera bajo el cielo estrellado de Teote-­‐ cacinte defienden sus posiciones; porque es-­‐ toy convencido de que si un pueblo hace una revolución deber ser para que todo el mundo entienda que no podemos ser idénticos los unos a los otros… Es decir, para que entendamos que somos diferentes y un día enaltezcamos esa diferencia individual que hace de la multitud un mosaico social en constante movimiento y cambio. Si no fuera así, qué otro sentido tendría tanto dolor, tanto sacrifico, tanta represión, tantas penas y tanta sangre. ¡Tanta mala leche! Aquí termino porque a lo lejos se oye al tecolote cantar su canto triste de muerte. ¿Me entienden? (Risa a carcajada que se prolonga y evanece ahogada en tos).

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Erick Blandón


Trazos II Rolando Castellon


El talismán en frente If I told him. Would he like it. Would he like it. If I told him.

En Nicaragua todo mundo se las da de misterioso. Los pintores más que nada. Los de la gran pequeña tradición post-Peñalba. Pero no hay tal. Pura pose. Son pocos, realmente, los misterios. La historia va así: Nada. Peñalba, Armando Morales, Praxis. Omar. El primitivismo. Nada otra vez. Esa es la historia oficial. La que se creen los bancos y los banqueros. O era. En los ochenta sucede un milagro. Los inicios de la nueva plástica hecha en Nicaragua. Una plástica que no tenía nada que ver con la historia oficial del arte y la cocina nicaragüense. Era la “generación del relevo” propuesta por la política cultural de la revolución. Pero realmente era una generación que no relevaba a nadie ni a nada. En 1994 se hizo la primera exposición internacional de arte centroamericano contemporáneo, organizada por el Harris Museum en Preston, Inglaterra, y curada por Joanne Bernstein. La muestra itinerante “Tierra de tempestades: arte nuevo de El Salvador, Guatemala y Nicaragua” acercó a toda una generación de artistas de la región. De repente nos percatamos de que había más en común con estos artistas centroamericanos que con la historia del arte nicaragüense oficial. En San José, Costa Rica, surge el Museo de Arte y Diseño Contemporáneo (MADC). El primer museo de arte actual en el istmo. La idea de un arte nuevo realizado en la región se reafirmaba desde dentro esta vez. “Mesótica: Centroamérica re-generación” fue solo el comienzo de un proyecto que trascendió vidas y fronteras. Desde una nueva perspectiva más amplia y centroamericana, curadores, artistas y gestores presentaban y discutían el arte de la región. Un arte marcado inevitablemente por su historia y su histeria colonial y poscolonial. Fue en el MADC, precisamente, donde conocí a Rolando Castellón, la figura mítica-mística de la plástica nicaragüense. Aparecía y desaparecía rápido. Ilustró un número de El pez y la serpiente a principios de los 1980 y allí, en aquella pequeña revista de Pablo Antonio Cuadra, descubrimos los talismanes del artista hechos de lodo, papel doblado, ramitas de árbol, tinta, tiza y asombro. Después desapareció nuevamente hasta que Jorge Eduardo Arellano publica el Boletín # 36, donde volvía a mencionar a aquel artista casi fantasmagórico para todos y para nosotros también.


En el MADC nos encontramos, pues, cara a cara con Castellón. Iba en tándem con Virginia Pérez-Ratton. Juntos constituían el cuerpo y alma de aquel proyecto cultural que trascendía Costa Rica. El sueño era Centroamérica, el Caribe, la región. Era un sueño expansionista y utópico. ¿Qué teníamos en común los centroamericanos realmente? Un sueño maravilloso y poco real. Semilla de Teor/éTica, el otro sueño inconcluso de la región. Qué capacidad de soñar la de Virginia y Rolando. Desnos se quedaba chiquito. Se pasaban siempre y era contagiosa la vaina. Soñamos juntos. Fue Virginia quien primero nos cuenta de la obra de Castellón. Primero en San Francisco, con el movimiento chicano, y a través de la Galería de la Raza. Luego, de su traslado a Costa Rica. De su encuentro casi fortuito con el nica. Nos habla y nos muestra el primer número de la revista Cenizas, que vamos a conocer. Es la revista/objeto, precursora de todas nuestras revistas de arte. Aquella semana, durante la inauguración de “Mesótica”, en medio de los inicios de la reinvención de una identidad centroamericana como artistas visuales, empezamos a tratar de conocer a Rolando Castellón. Quince años después seguimos en la misma. Seguimos descubriéndolo y conociéndolo un poco más. Seguimos haciendo la conexión que lleva y sigue llevando a la acción. En octubre de 2013 malagana inauguró una serie de cinco exposiciones de la obra de Rolando Castellón en Nicaragua. El artista retornaba a su país tras 40 años de ausencia. Los dibujos en la UCA. Los “Plegables” y una conferencia de Moyo Coyatzin en la UNI. Los collages en el Justo Rufino Garay, La revista Cenizas, completa, en el INCH. Y en Granada, en la Casa de los Tres Mundos, el nuevo mural realizado en situ por el artista. Al fin se tenía oportunidad de ver y estudiar la obra de aquel artista casi ausente de la historia del arte oficial nicaragüense. Su ausencia en colecciones de arte privadas o públicas en Nicaragua es inexplicable y sorprendente. Montando las exposiciones con Tere y Marcos, quedamos sorprendidos de cómo nuestros proyectos e investigaciones se originaron y colindaban con aquella obra tan nicaragüense y tan contemporánea a la vez. Corren, en paralelo a veces, se entroncan otras, se entrelazan la mayoría. El talismán estaba ahí, en frente.

Raúl Quintanilla Armijo


Retrato de Crus AlegrĂ­a. Foto: Marcos Agudelo.


Formas al l铆mite de la figuraci贸n


El caso de Rolando Castellón que, nacido en 1937, reside por fuera de Nicaragua, específicamente en San Francisco, USA, desde 1956, es muy singular. En 1965 hace su primer viaje a Nicaragua, en el momento de mayor actividad del grupo Praxis, donde expone, y luego la visita dos veces, en 1969, regresando de Europa definitivamente a los Estados Unidos; y en 1971, luego de recibir el premio nacional por Nicaragua en la Primera Bienal Centroamericana realizada en Costa Rica, 1971. Durante toda la década del 70, Castellón adelanta de una manera casi enteramente solitaria y desconocida por los demás, una de las mas bellas obras sobre papel que se hayan realizado en el continente. El Ídolo, carboncillo sobre papel, 1973: la energía de las formas prehispánicas se multiplica en un notable dibujo de extrema complejidad, donde un arabesco de líneas paralelas sirve de enlace. Las formas están en el límite de la figuración; pero, aun detenidas en esa frontera, pueden ser deidades, personajes mitológicos, animales inventados. La consistencia tejida del dibujo, será, a lo largo de la década, una de sus características más sobresalientes, y también placenteras. A partir del 75, el papel comienza a ser trabajado como un objeto. En los objetos desconocidos, los bordes del papel están quemados y cortados irregularmente. Imposible no vincular el encanto de estos objetos con los códices prehispánicos que han llegado hasta nosotros. Alas, 1975, carbón sobre papel, repite el tema con variaciones, esta vez haciendo una especie de dibujo negativo, en blanco sobre negro. La calidad de textos misteriosos que tiene toda la obra de este periodo, hace un alto en 1977, cuando trabaja los acrílicos sobre papel que

mostrara en la Galería Tagüe, de Managua, ese mismo año. Los acrílicos le dan un mayor margen al juego, al organizar relaciones de triángulos de papel doblado o pintado, dejando espacios libres con una mayor respiración y simetría de la composición; aunque algunos de ellos, como Fold IX (Doblez), vuelven a intrincarse a manera de trama. Estos acrílicos sobre papel —entre los cuales, en mi opinión, los mas logrados y sugerentes, volviendo a tener esa resonancia de elemento arcaico revitalizado, son las Pirámides de 1979— alternan a partir de esa fecha con objetos. La mayoría de estos objetos, ya concretos y tridimensionales, tienen la peculiar característica de partir de elementos pobres; ramas y palos, cuerda, trapo, restos de madera; que su intención es totémica, lo expresa claramente su titulo, en el caso de los Totemstick del 78, y también en los objetos rituales, 1977-79. Pero aun cuando la intención del artista no sea crear un fetiche, el tratamiento de los objetos indica sin duda alguna la necesidad de inventar cosas que carezcan de función y de utilidad dentro de un visión pragmática, pero que pertenezcan al servicio mayor de los exorcismos y la magia. La producción de estos objetos “pobres”, que entroncan con una cultura de raíz mágica como es la nicaragüense, culmina en 1979, con los Adobes (fragmentos), donde se exponen planchas de barro trenzado con palos y paja, reproduciendo así el material de construcción más pobre y popular de nuestros campesinos. De El pez y la serpiente, 1980

Marta Traba


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Rolando Castellón

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alquimista y creador de mitos

Rolando Castellón, artista visual y poeta de lo insólito, es el más invisible de todos los artistas nicaragüenses. Nacido en Nicaragua, donde vivió varios años, transita de un lado a otro (Costa Rica, San Francisco, Japón, Alemania, Italia, España…) para retornar nuevamente a sus orígenes. Personaje elusivo y solitario que rehúsa ser fotografiado, trabaja calladamente y tiene una obra tan extensa como extraordinaria, que abarca más de cuatro décadas. Sus cambios de nombre evidencian el mismo carácter huidizo y cambiante: desde Rolando Castellón Alegría, su nombre real, hasta otros alias como Crus Alegría y Moyo Coyatzin, sin que logremos saber con cuáles se siente más identificado. Desde 1977 no tuvo ninguna exposición individual en Nicaragua y sólo participó de manera esporádica en muestras colectivas. Ahora, 35 años después, tenemos su obra en tres lugares diferentes, para dar fe de que el artista existe y de que, en parte, es un acto de justicia dar a conocer un arte tan notable y tan elocuente como variado. Su obra se mueve entre el neodadaísmo y el arte povera, caracterizado por el uso de materiales pobres y objetos considerados

tradicionalmente como antiestéticos: alambres retorcidos, resortes, baratijas, objetos encontrados o producidos industrialmente, que incorpora a soportes igualmente humildes: cartones, papel arrugado, telas recicladas… Estos materiales, que no están considerados como artísticos sino más bien de reciclaje o desecho, sufren también un proceso de transmutación, como sucede con la alquimia. Como un auténtico alquimista, transforma en verdaderas obras de arte los collages más insólitos: semillas sobre hojas de cuaderno o las espinas como obra matérica, formando un todo. Lo mismo ocurre en sus series de “Hojas sueltas”, utilizando como soporte las páginas impresas de periódicos que llena de dibujos oníricos y fantásticos, los collages de facturas comerciales e, incluso, hasta la hoja de un income tax return (declaración de impuestos). Su meta se centra en la revaloración de todo aquello que con frecuencia se considera desechable para transmutarlo en algo distinto, como la obra Joyas de pobre”, con la que participó en la 54 Bienal de Venecia en el año 2011. Los materiales más humildes han perdido su significado original para transformarse en valiosas


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“joyas”, mediante la voluntad estética del artista, quien actúa como una suerte de demiurgo, es decir, como artífice, constructor y creador que confiere vida a lo inanimado. En la década de 1970, Rolando Castellón ya había demostrado que era un corredor de fondo, capaz de seguir ahondando con rigor en toda clase de técnicas y materiales. Los dibujos de esta época son de una maestría inigualable: miles de líneas se entrecruzan para configurar desde rostros, seres humanos y plantas, hasta abstracciones, mitologías prehispánicas, cruces y cortezas de árbol. Su colorido es parco, empleando tonalidades sepias, grises o simplemente negras. La serie de los “Folds”, papel doblado y coloreado con pintura acrílica, formando diferentes figuras geométricas, es testigo de esta etapa singular. El título “Folds”, en español “Dobleces” o “Pliegues”, es un término que cobija diferentes obras del pintor realizadas desde 1970, como si éstas constituyeran una serie y como si fueran partes de una sola obra, o bien, como si hubiera sido habitual en él pintar series de emociones hasta su agotamiento. El colorido es siempre austero pero radiante en sus tonalidades, con predominio de los tonos n e gro s,

azulados y violetas o la gama de ocres y sienas, que se entrecruzan hasta el infinito, complementando otro diseño lineal junto a los relieves geométricos de los pliegues o dobleces. Es, probablemente, la obra más pictoricista y contundente. Sin embargo, Rolando Castellón también indaga sobre las culturas desaparecidas y el mundo prehispánico: en sus trabajos retoma las incisiones que recuerdan las antiguas pictografías mayas e incorpora el barro y la arcilla de los alfareros, estableciendo un vínculo entre el presente y el pasado para crear nuevos mitos. Él sabe perfectamente que los objetos recons-truidos y encontrados, las semillas, las espinas, las ramas o los documentos de cualquier tipo, sirven para reconstruir una historia o unas situaciones existenciales, rescatadas de entre las brumas del recuerdo, y también sabe que cuando algo muere o se destruye, es para que otras cosas y otros seres vivan y crezcan, continuando procesos inacabables.

María Dolores G. Torres


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Marcos Agudelo


Muchos de varios Él es muchos. Más precisamente, es muchos de varias maneras, con varios nombres, con varias actividades artísticas, y ocupa varias posiciones en el sistema del arte. Es cada uno. Es todos. Uno no es todos, pues cada uno es un sujeto único. Siendo uno, es diferente de los demás. Independientemente de las estadísticas de producción y de la visibilidad pública, no es uno más que los otros. Él no es especialmente uno. “Mi padre era mujeriego, irresponsable con sus 35 hijos. Me decidí a castigarlo y retribuir su falta de amor. Adopté el nombre de mi bisabuelo, que siempre me protegió mucho. Hago un homenaje a mi bisabuelito y a mi madre”. Para multiplicarse, el artista adoptó once nombres y seudónimos: Ann García Urriola Goitía (la parte femenina), Crus Alegría, Chupisco Chumico, Formosa Adonis, Gorilla Beuys (una parodia a las Guerrilla Girls y al héroe del arte alemán), Kan Sin Kinque (Kan = perro, Sin = sin, Kinque = quinqué, que es una lámpara), Kijote de la Cruz (alusión al Quijote de la Mancha para definir “el soñador que se divierte con un personaje medio loco y medio historiador), Moyo Coyatzin (el que se inventa a sí mismo), Mundo Cheverón, O. Furioso (la sonoridad del nombre posee algo de Orlando Furioso: “Yo tengo mi temperamento”) y Rolando Castellón. Los individuos son moldeados existencialmente por el nombre. Aquí, los nombres moldean el diseño conceptual del arte de cada artista en un cuadro conceptual de aparente confusión y perplejidad. Cada uno de estos artistas es un ser singular. “No me gusta copiar de mí mismo”, dice enfáticamente ese yo multiplicado. Cada nombre es una persona con su propia oeuvre, firma, estructura afectiva, memoria, misión cultural, estrategia política o perfil profesional en el sistema del arte. Es un rompecabezas de individuos diferentes que actúan. El artista hace de todo con todos medios disponibles e inventados: dibujos, grabados, libros, revista, Merz, objetos, esculturas, poesía, conceptos, instalaciones, arquitectura, acciones sin nombre y mucho más. Crus Alegría hasta el 2006 solo hizo dibujos negros. Kan Sin Kinque es un perro sin luz y, por eso, es la metáfora del sujeto del no-saber. Después de eso, el hombre que se sentía crecer como un árbol, pasa a actuar, no obstante, como un rizoma de la subjetividad. El artista (o todos…) parece movido por una rara paradoja. “No se puede hacer arte haciendo arte”, el artista menciona a otro artista, de cuyo nombre no se acuerda, para inventarse cada vez que el campo de su acción artística se abre. Contradictoriamente, el arte emergería de una falta de intencionalidad estética. En ese modelo, el artista es el lector de los significados de la physis. En aquella proliferación de sujetos ya aludida, todos los agentes se confrontan con el modelo de un rizoma de autoría, que puede funcionar como un mecanismo táctico que conduce a la muerte del autor. Para el artista, el arte es también producción, no solo de objetos, en el sistema capitalista (o al margen de él) sino también de la producción de la propia muerte del autor. Para Barthes, el autor debe ceder su lugar al lector. Para Castellón, un artista comparte la autoría como sus operadores de la physis, asume sus límites en el no-saber, se disuelve en nombres y le da su lugar al Otro (con seudónimos a los demás que participan de sus actos). En sus assemblages siempre incluye obras de otros artistas. El artista que no es uno solo, es enfático en su estrategia de autor: “La idea es confundir todo para que nadie sepa la verdad, que todos sigan el misterio”, dice el artista que es muchos.

Paulo Herkenhoff



Corazón de árbol Pisaba descalzo el barro que roza el vientre de la serpiente. Regresó a Granada — dicen— a hacer reliquias con barro y los desechos de un basurero, animó insectos con cactus, hojas y ramitas secas; extrañas formas de vida resurgieron del cartón. Tiene el don de la ausencia presente, y es que uno no entiende cómo lo desconocido puede a veces resultar familiar. No hay nada que comprender. ¿No basta acaso con la fascinación y el encantamiento? Salió de una historia alucinada, hecho con la esencia dadá de Rose Sélavy y nuestra mística originaria mesoamericana mezclada con los ritos occidentales y la polución industrial. Dicen que el arte es igual a la vida y que también el arte puede sanar —en este caso, con barro y cenizas—. En su obra extrañamente también se ve el chingaste de lo que fuimos y quedamos siendo después de todo esto que él mismo denomina la “era poscolombina”. Al final somos post-­‐todo y aquí sobrevivimos, y seguimos pasando por el inmenso colador global. Rolando Castellón inauguró en 2013 un impresionante mural-­‐instalación doble en el portal de la Casa de los Tres Mundos de Granada y un segundo mural en el que combina instalación y fotografía en el auditorio de la misma institución. Ambas obras permanecerion un mes en exhibición como parte de su retrospectiva expuesta entre Granada y Managua. Sus murales son también una suerte de performance que se alarga con los días en un ritual en cuya construcción invita a participar a todos los asistentes —niños preferiblemente— diciendo luego que su participación ha sido como la de un fantasma director. Son obras que a pesar de lo grandioso transpiran humildad, no suficiencia y orgullo. Por su condición cabalística y el cambio de era en los calendarios azteca y maya, el 2013 fue un año muy importante para este artista prácticamente desconocido en su tierra. Contemporáneo de los primeros alumnos de Rodrigo Peñalba, apenas tuvo dos encuentros con el maestro: uno en el que Peñalba lo confundió con un ladrón en la Escuela Nacional de Bellas Artes y el segundo cuando Rolando en su juventud le mostrara sus obras sin recibir ningún comentario. Castellón ha sido una especie de “artista para artistas” e interesados en las artes plásticas en su Nicaragua natal, un extraño en esta su tierra que ahora también — con el pasar del tiempo— ya es extraña para él. Pero él es nuestro así como nosotros suyos. Migró a Costa Rica en su adolescencia y luego a San Francisco, California, donde se desarrolló plenamente, viviendo y siendo partícipe de una época intensa, con la aparición de movimientos sociales que reivindicaban los derechos de los grupos latinoamericanos, chicanos y afrodescendientes. Un problema de salud lo salvó de ser reclutado para la nefasta guerra de Vietnam. Fundó la Galería de la Raza y fue curador del afamado San Francisco Museum of Modern Art. Finalmente, en los noventa, regresa a San José de Costa Rica —donde actualmente reside— para ser parte medular en la creación y


funcionamiento de dos instituciones imprescindibles en el desarrollo de las artes regionales: el Museo de Arte y Diseño Contemporáneo MADC y TEORé/Tica, organismos a los que se les debe parte sustancial de todo lo que emergió en el arte centroamericano en los últimos años. Dicen que se ha vestido de CPF a sus exposiciones para confundirse con los espectadores; se hace llamar Crus Alegría, Moyo Coyatzin (el señor de las artes, el inventor de sí mismo) o simplemente Moyo, Crus Diablo Alegría. También lo llamaban “Película” en su infancia. Tal pareciera que al final, su alias es Xipe-­‐Tótec, el cambio de piel, algo que los nicas llevamos más dentro de nuestro ser de lo que pensamos. Cuando Squier pasó por Occidente, narró la antigua devoción que por el dios nahuatl se sentía en estas tierras del sol y del reptil. Nos queda algo del mundo prehispánico, aunque todo haya sido brutalmente arrasado. Nos queda la tierra, que al arañarla nos muestra vestigios, tiestos, objetos extraños. Nos queda la intuición, una forma de pensamiento aplastada con el colonialismo. Hay que obedecer siempre a la intuición y no a la razón. En la magia, en el misterio, en lo incierto está el arte. ¿Cuántas veces puede matarse uno a sí mismo para seguir siendo uno? Rolando es el ejemplo de un artista que supo renovarse siendo siempre él mismo. Rolando silencia ante todo a aquellos que afirman que el arte actual no encuentra soporte en el dibujo o la pintura, que las formas vigentes solo encuentran soporte en la tecnología o que la herencia prehispánica no llega al lenguaje contemporáneo de las artes visuales. Vulgares mentiras. ‘Arte contemporáneo’ es una trillada expresión de la que se han apropiado el márquetin y las instituciones, que caen cada vez más en la vacuidad de su uso repetido. Partamos de la idea de que cada arte fue contemporáneo en su tiempo, en sus búsquedas y registros. Ser contemporáneo es una cualidad intrínseca del arte. El reptil muda de piel en una acción dolorosa y prolija. La obra de Rolando se renueva constantemente, sobre todo en esta etapa donde lo más importante se centra en el proceso y no en la pieza terminada. Su obra tiene mucho que ver con la vida, pero por ello mismo también con la muerte, una realidad tan presente como la vida misma; rodeada de la misma belleza de la vida. La muerte es tan bella como la vida y ambas son parte de un proceso natural. La vida puede ser más sabia en presencia de la muerte. En nuestra cultura el acercamiento a la muerte no es bien visto; la muerte se oculta, se teme. A diferencia de las culturas prehispánicas, no vivimos con la presencia de la muerte como algo positivo. La vida en contacto con la muerte debería ser un elemento de empoderamiento, dualidad y oposición, como generador y organizador.


Si el mundo sueña, compartimos el sueño del mundo, si los animales y los árboles lo hacen, compartimos sus sueños. En los sueños, dicen los chamanes, hay una visión más profunda de la realidad y de ellos hay que traer el encanto hacia nuestras vidas. Las plantas tienen un espíritu. Este es un principio fundamental de la religión de los pueblos originarios de América: Tengo el corazón de árbol, y mi cuerpo tiene espinas como el pochote, como la ceiba, como el poró. No existe árbol sin tierra, no vive sin agua, sin aire. RC + dA De pronto hemos venido a levantarnos del sueño; sólo hemos venido a soñar, no es verdad, no es verdad que hemos venido a vivir en la tierra. Hierba de primavera hemos venido a hacernos; retoñar, reverdecer nuestro corazón; flores son nuestros cuerpos, algunas brotan, luego se marchitan. Cantares mexicanos

Marcos Agudelo


Los noventa se

acabaron Vintage A veces cuando me amarro los zapatos me tengo que hacer

.

Hay días que al levantarme, también me debo hacer doble nudo para poder vivirlos. Esos días de mentira, son sólo migajas de lo que al final digerimos como vida. Días que recordamos en blanco y negro, como personas sin rostro, en eternos paneos d e d e-r e-c h a

a

i z-q u i e r-d a, de

Al final nos desprendemos de todo, terminamos desnudos. Sin piel, sin huesos, sin carne... sin nada (o con nada).

i z-q u i e r-d a

a

d e-r e-c h a


Pupilas dilatadas Todo comienza por mis manos, la corriente eléctrica se transforma en calambres crónicos, fluidos de sangre con dolor o duda.

Tremendo nudo ligado a la garganta, pasa por los nervios, el cerebro aprueba... búsqueda insaciable de reconocimiento: Juventud.

La música penetra tus oídos afuera alguien siempre ve Sábado Gigante. ¡¡¡Internacionaaaaaaaal!!!

Quedaté en tu casa, sentite sólo... es bueno a veces dormitar despierto. Charly ayuda un poco.

Definitivamente me sofocan las luces parpadeantes, en especial las navideñas, titilantes y escandalosamente adolescentes. - Sharpness Mejor tu mesa de madera, sillas negras muebles solitarios y nidos de ratones: An Adams Family type of house.

Tus amigos te recordarán, por eso no te preocupés.

Buscaté un par de tragos por favor, brindemos

por

mi 2

ausencia.


Post historia Too much work and no play makes Jack a dull boy. The Shining

Canciones pálidas bajadas del Napster (q.e.p.d.) Mi memoria está inválida, todos los caracteres murieron en un accidente de tránsito –trágico episodio que no continuará–

Inesperado triunfo del equipo X ya no me da para aprenderme los cuadros sinópticos del mundial.

Imagine all the people. Imaginate mejor toda la mierda que se vive a diario con ese sin fin de actividades cotidianas-rutinarias-aliento de goma-canción de Westlife. Real TV, lo último, en boga, el mismo veneno con otro sabor.

Reaprendimos los códigos secretos para transformarlos en bits. Creamos un lenguaje pactando nuestra muerte ante la fonética. Disminuimos toda nuestra historia a las enciclopedias. Ahora queremos todo de vuelta pero, nos damos cuenta que ese monolito es la misma Odisea –con o si – la habilidad de caminar en dos pies.

3


Domingo naranja todos los cuartos emanaban naranja, disimulaba las tonalidades por temor a la inhibición de sus funciones psíquicas.

la pasividad intenta llorar por mis ojos, pero todo se mantiene en permanente espera, con el porro en una mano y el trago en otra.

consigo moldear cualquier situación en dependencia del grupo presente: con más o menos droga, conversaciones inteligentes o socialmente necesarias, vistas al mar, coca, ron, monte, sexo, risa, idioma, amor, todo.

Su pelo negro y liso se volvió desgastado y en desorden, las ojeras matutinas y el sabor de ceniza en su garganta la guiaban a clases, mismas que en algún momento extinguirían su imaginación.

nunca se había inundado con tanta despreocupación esperaba al menos ver un fantasma o un ovni, para no olvidar que aún vivía en un ridículo mundo lleno de mitos, como el amor. 4


Des-definiciones Si yo escribiera una canción para vos no sería amarilla (yellow). Sería de mi color, de mis cosas de mis shorts y mis piyamas que las necesito, que las tengo que me las llevo a la tumba como funeral egipcio o para que se vista mi alma o mi No-Alma de una persona amoral sin vergüenza sin valores metas o demostraciones anacrónicas de amor.

5


Asustada del caos, la noche, los cincuenta,

Blanco y Negro, danza, licor, drogas, muerte.

Luego los beats, malditos maricones, negro, negro nada más.

La corriente te llevó a eso, pero y tu poética adolescente de Rock Star argentino... ¿qué te ganó? ¿Una zambullida en el agua? ¿Ser un maldito símbolo cultural? ¿Una biografía en People & Arts?

A mí: pasividad, guerra, el parque, la tele naranja y unas cuantas filas...

Ahora reíte que los noventa se acabaron. No más camisas cuadriculadas por la cintura sin botas y vestido sin Four Non Blondes Así, solo así, consumiendo y defecando mierda igual es combustible. 6

Natalia Hernández

Who’s afraid of Virginia Woolf?


EL GRAN ENTROMETIDO

MARCACCIO EN CASA DAROS


… saber moverse entre las cosas, establecer una lógica del Y, derrocar a la ontología, acabar con fundaciones, anular finales y comienzos. Mil mesetas

La pintura se sigue reinventando y un culpable es Fabian Marcaccio. Mediante gran variedad de medios, se ha propuesto ampliar las fronteras sensoriales y el poder sociopolítico de la pintura misma, saboteando de paso toda noción sensata de unidad, formalismo y buen gusto. Sus lienzos son excesivos. Irrumpen —viscosos, ondulantes, virales— dentro y fuera de los espacios, envolviéndolos y anexándolos como territorios por reclamar. El más gigante hasta ahora, producido en el 2000, forma parte de la serie “Paintant Stories” (Historias pintantes) y pertenece a la Colección Daros Latinamerica. El artista siempre readapta esta inmensa pintura (de cuatro metros de alto por unos ochenta a cien metros de largo) no solo a las condiciones físicas de cada nuevo espacio expositivo, sino a sus investigaciones en curso. Así lo ha hecho, por cuarta vez, para las salas principales de Casa Daros en Río de Janeiro, donde la obra permanecerá exhibida hasta el 10 de agosto. En esta ocasión, el lienzo envuelve casi toda la primera sala; luego salta por la ventana y cruza suspendido, en forma de gran semicírculo, por el patio central de Casa Daros; penetra la tercera sala y sigue su trayecto delirante. Para crear el ‘puente pictórico’ externo, el artista produjo una sección adicional de catorce metros de ancho, pintada en ambos lados, uno de los cuales solo puede verse desde abajo en el patio.1 Mientras el lienzo sigue su trayecto por el exterior, la segunda sala exhibe un ‘laboratorio de pintura’ que expone tres aspectos concatenados de las indagaciones pictóricas de Marcaccio: dibujos de su repertorio personal de prototipos semiabstractos y biogenerativos, impresiones en 3-­‐D de formas evolutivas (una especie de cómics escultóricos) y ‘animaciones pintantes’. Marcaccio ha comentado que la “cuestión de diseccionar, la idea de animar un comic, que es prácticamente como la representación dibujística de un imposible, un diagrama, eso todavía está en mi pintura, en todos mis dibujos, todos mis trabajos sobre lo que yo llamo la alteración de la pintura o todas mis estrategias sobre cómo crear un espacio macromalista, paradójico de la pintura”.2 1

Un video de la fabricación de este nuevo tramo de lienzo puede verse en el catálogo en línea, accesible desde www.casadaros.net (o directamente en http://fabianmarcaccio.daros-­‐latinamerica.net). El micrositio incluye lúcidos ensayos de tres críticos, un enunciado del propio Marcaccio, imágenes, un recorrido por la instalación con el artista y el curador, Hans-­‐ Michael Herzog, y una larga conversación entre ambos. 2

“Hans-­‐Michael Herzog en conversación con Fabian Marcaccio” (en Fabian Marcaccio. Paintant Stories, Daros-­‐Latinamerica, Zurich, 2005, y http://fabianmarcaccio.daros-­‐latinamerica.net/?p=123&lang=es).


Las fotos que acompañan este texto son de Mario Grisolli/Casa Daros.


El enorme lienzo zigzagueante de "Paintant Stories" no está fijado a ninguna pared. Se mueve con una lógica escultural y cinematográfica. Una lógica muy distinta de la sobria y elegante geometría de Casa Daros. Al entrar al primer espacio donde está montada la obra, la sensación es de cierto desequilibrio. Las curvaturas del lienzo no solo involucran corporalmente al espectador sino también comprometen la solidez del edificio porque parecen entrar y salir de este a su antojo. Salvando las insalvables distancias, la instalación me recuerda las severas y monumentales torsiones de acero de Richard Serra, que psíquica y físicamente perturban nuestra experiencia del entorno. El lienzo de Marcaccio provoca una sensación afín por la razón opuesta: su barroca fragilidad. Después de todo, es apenas tela y pintura. A pesar de su tamaño, la obra de Marcaccio es antimonumental porque no compite con la edificación, sino que juega con ella. Logra crear ambientaciones dinámicas ("zonas pictóricas", como él las llama) aunque también apunta a bajarle a la arquitectura esos humos de autoridad y permanencia con que tradicionalmente la identificamos. Según el propio artista, dos influencias importantes para la génesis de su trabajo han sido el muralismo y los frescos renacentistas con sus grandes ciclos narrativos. Pero a diferencia de estos, a sus historias “pintantes” (neologismo del artista, que fusiona pintura + mutante + actuante) no las coarta el muro o el edificio. Otra referencia directa es la valla publicitaria, a la que da una perversa vuelta de tuerca: en lugar de la típica imagen ampliada y de fácil lectura, las telas de Marcaccio están compuestas por una alucinante legión de fotografías escaneadas del internet y deformadas, zurcidas o injertadas digitalmente. Aparecen imágenes de dispositivos, organismos y cuerpos auscultados, fragmentados o desmembrados; dibujos genéticos, fosas comunes, órganos abiertos, símbolos, escenas pornográficas y


políticas, micro y macrovisiones, textos, trazos y gruesos empastes de silicona multicolor que a menudo chorrean colgando fuera del borde. El efecto es ensordecedor y visceral. Abyecto y seductor. La risotada y la pesadilla. Los brochazos abstractos de pintura obstruyen, insolentes, las “historias” figuradas en el lienzo, manchándolo todo a su paso con estridente furor. La pintura como profanadora de la representación.

Operación paralela ejerce la cuadrícula, esa estructura racionalista tan medular para el arte moderno. Marcaccio contraviene el propósito de la clásica cuadrícula rígida, parodiándola en forma de soga que va cambiando de tamaño y espesor. Se ensucia, se deshilacha, se ahueca o se transforma en huesos carnosos, heridas cutáneas, alambres, frutas, celdas para fisgonear escenas porno, etc. Este entramado también parodia el lienzo mismo (ambos —soga y lienzo— son una amalgama de hilos) y desestabiliza el fondo pictórico. La soga también es piel, como la pintura es carne y secreción.3 Las escalas varían, obligando a enfocar la mirada desde múltiples ángulos y distancias. Podemos ver y sentir el fluir discontinuo de la conciencia, la energía de movimientos que impulsan procesos de mutación e hibridación, la conjunción atiborrada de técnicas, medios y sujetos. Podemos sentir el paso del tiempo… su pulsación espacial. 3

En las recientes “Rope Paintings” (Pinturas de soga) de Marcaccio, el mismo lienzo se ha convertido en una malla de soga real, materializando así lo que antes era virtual.


Paso horas recorriendo este lienzo imposible: de un lado al otro, acercándome y alejándome; espiando el comportamiento de visitantes incrédulos o apurados o divertidos o atentos; escudriñando el torrente de imágenes mutantes, brochazos virtuales, viscosidades reales y esa ubicua cuadrícula esquizofrénica… De la nada, me viene a la mente 4’33’’, la pieza de John Cage cuyo silencio absoluto exige al oyente concentrarse en los ruidos del entorno. Como si estuviera oyendo una versión en loop de 4’33’’, me concentro en la intromisión de Marcaccio en nuestros asuntos, es decir, en la incesante violencia a nuestros cuerpos y al cuerpo del mundo. Go figure. Versión editada del texto publicado en Art Nexus, No. 93, Junio-­‐ Agosto 2014.

Adrienne Samos





Luis Tomasello y el Museo Julio Cortázar Hace un par de días me llego una foto por el correo. La foto fue tomada en casa del comandante Tomas Borge probablemente a finales de los 80. Entre el grupo de artistas estaba Luis Tomasello. Se lo cuento a Rodrigo que es quien me envía la foto. Después me responde y me dice que el viejo ha muerto. Tomasello. Tomasello había venido a Nicaragua por Julio Cortázar. Cortázar amaba Nicaragua, la tan violentamente dulce. Claro el que lo invito fue Tomas. Tomas Borge trajo a Tomasello. Pero había sido Cortázar el que intereso a Tomasello en Nicaragua. Cortázar y Tomasello, dos argentinos en Paris, se hicieron amigos desde temprano en los 50. Tomasello que entonces era también pintor de brocha gorda llego un día a pintar la casa donde vivía Julio Cortázar. Años después diseñaría la tumba de Julio Cortázar y Carol Dunlap. Un largo trecho de amistad y complicidad. Se va a recordar siempre Un elogio del tres (1980) y Negro y el diez (1984) trabajos colaborativos entre el escritor y el artista plásticos. Antes en el 79, poco antes del triunfo de la Revolución Popular Sandinista, Carmen Waugh formo en Paris, junto con Ernesto Cardenal, lo que iba a ser la colección principal del Museo de la Solidaridad, residentes en Paris estuvieron entre los primeros en donar obra para el futuro museo que aún permanece allí en el futuro. Tomasello estuvo entre ellos. Así comenzó la relación del artista con Nicaragua. Una de sus Atmosferas Cromo-plásticas pertenece a la colección del Museo de Arte Contemporáneo Julio Cortázar. Cuando vino a Nicaragua posterior a la muerte de Julio Cortázar y supo de la existencia del Museo Julio Cortázar quiso conocerlo. Entonces, igual que ahora, el museo solo era una idea y estaba almacenado en su mayoría en las bodegas del Teatro Popular Rubén

Darío. Con el artista recorrimos la colección del Cortázar y quedo realmente impresionado, especialmente con la representación del movimiento cinético. Le Parc, Cruz-Diez, Ramírez Villamizar, etc. etc. Impresionado también estaba con la falta de un local digno de aquella colección. Rumbo a Matagalpa a ver el Museo Carlos Fonseca Amador, el cual se rehusaron a abrir, por ser lunes y a pesar de las invocaciones al otro Tomas, Tomasello menciono por primera vez la idea de hacer un proyecto para el museo Cortázar. Algo sencillo, que fuese creciendo con el tiempo y la disponibilidad de fondos. Todo había quedado en anécdota y solidaridad conceptual. Y sin embargo al año siguiente apareció Tomasello nuevamente. En ese viaje se tomó la foto del principio. Traía consigo los planos del futuro museo Cortázar y una muestra personal de su trabajo que se expondría en el Rubén Darío. Que tipo más bárbaro. El diseño del museo era básicamente una obra modular típica de Tomasello. Estaba basada en un módulo de cuatro unidades unidas por un jardínplaza. Estas se iban replicando, al suave, hasta formar un conglomerado geométrico en medio de una selva de árboles de Guanacaste (uno en cada jardín). Todos quedaron entusiasmados con el entusiasmo de Tomasello. Incluso Tomas, que hizo un almuerzo, y la compañera también. Aquel proyecto se podía realizar aun en la precariedad de la revolución y su lucha por sobrevivir. Se pensaron en varios terrenos posibles. Y de pronto se perdieron las elecciones y todo quedó en suspenso. En stand by me. Elecciones a quien se le ocurre? Es decir en medio de una guerra de baja intensidad yanqui. Sandino entrando nuevamente en la boca del lobo. Para ser nuevamente tragado y digerido.

Raul Quintanilla Armijo


Carmina priapea “IntroductioBrevis a Marcial” ¡Chole, Mito!, dice María Félix a su hijo en una novela de Carlos Fuentes. ¿Nunca segundas partes fueron buenas?, espero que no, porque ahora la máquina del tiempo nos remite a los primeros años del cristianismo. Con Marcial sus biógrafos se vuelven gallo gallinas y le echan una de cal y otra de arena, y no es para menos, el hombre era cepillo de los potentados y al mismo tiempo clavaba el dardo en el blanco con sarcasmo y filudo ingenio, pero no carguemos los dados, tampoco era raro que en Roma imperial los intelectuales escribieran elogiosos poemas a sus mecenas, era la moda, soltar la perorata edulcorante para obtener favores y sestercios. En una mañana de Agosto, antes que el sol de Roma pusiera las piedras a hervir como pailas encontré a Marcial, el poeta abogado iba con un cliente a defenderlo. Sus evidentes rasgos iberos resaltaban en la toga sencilla, parco en el vestir, no es que estuviera arráncame la vida, vivía con modestia y confort recibiendo los hermosos frutos del verano que le producía una finquita cercana en el Lacio. El hombre estaba harto del ruido y el desmadre urbano, clamaba por un poco de paz, anhelaba irse a vivir al campo sin ver a nadie y pasar tranquilo la jornada, quería como un personaje de Horacio disfrutar los bienes sin sustitutos de la campiña ponderados en las odas y las églogas.


Si los dos grandes afanes de los romanos eran el sexo y el poder, privativos de la condición humana en estado civilizado, ni corto ni perezoso Marcial les dijo: hay te va tu son Chabela, y el jodido cayó bien, a pesar de blandir en ristre un arsenal de palabras corto punzantes, el ibérico tenía duende, y más vale caer en gracia que ser gracioso. De sobra se conoce la vida sexual en Roma, motivo de atención de casi todos los poetas latinos, pero en agudeza como Marcial ninguno, capaz de hacer del epigrama un registro social como un flash periodístico o spot publicitario corto, contundente y definitivo, de primer impacto, y eso la posteridad lo reconoce. Viejo de sesenta y cuatro años pero no anciano, murió sin desearla ni temerla, como quiso, en el apacible retiro de su finca en su tierra natal Calatayud, por Tarragona, por Zaragoza, Cesaragusta, “Si vas a Calatayud” a como dice la canción, oyendo atronar a las chicharras y mugir a las vacas. Para hacerle más largo y duradero el nombre a Marco Valerio Marcial, le acompaña un retrato de perfil donde destaca su gran nariz recta, sus labios finos, el mentón ni hundido, ni prominente, en fin, un rostro sereno rematado por pelo corto. Pues sí, también nos metemos con los poetas latinos porque siguen vivos haciéndonos gozar, desplegando su gracia obscena desturcada o despapayada después de dos mil años, lo cual no es poco, por ello apropiar a Marcial “nicaraguanizándolo”, se torna un modo reverente de decir que es de los nuestros. Si bien las “Carmina Priapea”, los cantos al dios Príapo, los atribuyen a varios autores como Cátulo, Virgilio, etc, y a Marcial con seguridad solo una media docena, él puede asumirlos todos, ya que el dios turcudo calza perfecto con el espíritu destrampado y jodedor del poeta, los latinos necesitaban un diosecillo especial, viejo, feo y culiador, para burlarse y hacer chacota en el serio panteón de sus dioses, así la figura de leño, con la enorme verga parada en perpetua templazón se la pasa amenazando con metérsela a los ladrones que roban los frutos de su huerto, igual quiere hacerle rico a los muchachos y muchachas, darle para sus puros a la dorada juventud latina. Cabe remarcar que nos han caído las traducciones de eminentes latinistas catalanes, y nos damos el libretazo de adaptarlas en términos y sintaxis nica chapiollos, porque consideramos su pertenencia al patrimonio humano universal, especialmente en cuanto toca a lo jocoso. Traigo a colación, que en América, la cerámica inca, tiene bellísimas piezas, o cacharros de figuras con motivos fálicos, culto al instrumento que aparece en muchas culturas, si no, ¿qué son las cúpulas glandiformes y los minaretes de la arquitectura musulmana?. Vale.

David Ocón



CARMINA PRIAPEA

4 Lálague le ofrece al dios templado pinturas relajas que le copió a Elefantis de su pasquín; pedíle que consiga sus posiciones, como ejemplo.

Obscenasrigidodeotabellas Ducens ex Elephantidoslibellis DatdonumLalagerogatquetemptes Si pictasopusedat ad figuras.

5 Dicen que Príapo dictó una ley a un broder, que encontrás abajo escrita en dos versos: “Lo que hay en mi huerto podés tomarlo tranquilo, siempre que vos me des lo que tiene el tuyo”.

QuampueroferturlegemdixissePriapus, Versibushaec infra scriptaduobuserit: Quodmeushortushabet, sumasimpunelicebit, Si dederisnobisquodtuushortushabet

6 Aunque me veás Príapo de palo, con mi hoz y mi turca de leño,


te voy a agarrar y, bien agarrado, voy a metértela todita entera, más tiesa que la cuerda de una cítara, hasta la séptima costilla muy adentro.

Qui sum ligneus, ut vides, Priapus et falxlignea, ligneusquepenis, Prendam te tamen et teneboprensum Totamquehanc sine fraude, quantacumqueest, Tormento citharaquetensiorem Ad costam tibi septimamrecondam.

8 ¡Fuera de aquí, viejas majaderas, no es decente leer vulgaridades! Les da lo mismo y vienen bien arreadas: pues las señoras mucho aprecian las cosas ricas y mi gran verga admiran encantadas.

Matronaeproculhincabitecastae: Turpeestvoslegereimpudicaverba. Non assisfaciunteuntquerecta: Nimirumsapiuntvidentquemagnam Matronaequoquementulamlibenter. 10 ¿De qué te reís, chavala pendeja? Ni Praxíteles ni Escopa me hicieron, ni por la mano de Fidias fui esculpido; de un leño grueso me devastó un campeche. “Vos vas a ser un Príapo”, me dijo. ¿Y me seguís mirando burlona?


Seguro que te parece divertido, el garrote que elevo sobre mis ingles.

Insulsissima quid puellarides? Non me PraxitelesScopasvefecit, Non sum Phidiacamanupolitus; Sed lignumrudevillicusdolavit, Et dixit mihi 'tu Priapus esto'. Spectas me tamen et subinderides: Nimirum tibi salsaresvidetur Adstansinguinibuscolumnanostris.

11 Ojo que no te asuste. No voy a apalearte, ni a herirte con esta curva: con mi gran verga adentro, vas a quedar tan tieso, que pensarás: “Mi culo nunca tuvo arrugas”.

Ne prendare, cave. Prenso necfustenocebo, Saevanec incurva vulnera falcedabo: Traiectusconto sic extenderepedali, Ut culumrugam non habuisseputes.

13 Mirá que te enculo, prics, y a vos nena, te culeo: al ladrón barbudo le guardo otro castigo.

Perciderepuer, moneo, futuerepuella; Barbatumfuremtertiapoenamanet.


18 Mi turca presenta una gran ventaja: no existe mujer que me quede floja. Commoditashaecestinnostromaxima pene, Laxa quodessemihifeminanullapotest.

20 Jové es el señor del rayo, Neptuno el del tridente; si Marte es el de la espada, vos Minerva, sos la de la lanza; con una vara de parra Líber pelea; cuentan que la mano de Apolo, tira la flecha; Hércules invicto empuña un derechazo y lo clava: en cuanto a mí, se aculillan porque mi picha es bien parada.

Fulmina sub Iovesunt; Neptunifuscinatelum; EnsepotensMarsest; hasta, Minerva, tuaest; SubtilibusLibercommittitproeliathyrsis; FerturApollineamissasagittamanu; Herculisarmataest invicta dextera clava: At me terribilemmentulatentafacit.

22 Según me robe hembra, macho o jovencito, van a ofrecerme la boca, el bicho o el chiquito.

Feminasifurtumfacietmihivirvepuerve, Haeccunnum, caput hic praebeat, illenates.


23 Quien corte aquí violeta o rosa, o robe una verdura y una manzana, a falta de muchacho o puta sana, sufriendo la templazón que a mí me acosa, espero que la polla lo atraviese, mientras pulsa su ombligo inútilmente.

Quicumque hic violamrosamvecarpet Furtivumqueolusautinemptapoma, Defectuspueroquefeminaque Hactentiginequemvidetisin me Rumpatur, precor, usquementulaque Nequiquamsibipulsetumbilicum


26 Pronto Quírites, ha de haber un término, o por fin tendrás que cortarme el miembro, el que cada noche se clavan sin parar, mis vecinas rigiosas, más culiadoras que las gallinas cocorocas; o me van a romper y se acabará Príapo. Yo estoy bien jodido, ya me ves pálido, flaco y hecho mierda, quien pintado de rojo y empalmado antes me tiraba a los ladrones bien parado. Ahora me faltan fuerzas, toso, escupo mis gargajos insalubres en saliva.

Porro -namquiserit modus?- Quirites, Autpraeciditeseminalemembrum, Quod totis mihinoctibusfatigant Vicinae sine fine prurientes Vernispasseribussalaciores, Autrumpar, nechabebitisPriapum. Ipsicernitis, effututus ut sim Confectusquemacerquepallidusque, Quiquondamruber et valenssolebam Furescaederequamlibetvalentes. Defecitlatus et periculosam Cum tussimiserexspuosalivam.

28 Oí vos que no pensás bien y de mala gana te reprimís de robar en mi huerta, mi verga enorme te voy a zampar. Si castigo tan atroz no te ha bastado, te apuntaré a un lugar más elevado.


Tu, qui non bene cogitas et aegre Carpendo tibi temperas ab horto, Pedicaberefascinopedali. Quod si tamgravis et molesta poena Non profecerit, altioratangam.

31 Si tus manos no intentan tocar nada, podrás seguir más virgen aún que Vesta. Si no, voy a dejarte tan aguada, que cabrás por tu culo justa y presta.

Donecprotervanilmeimanucarpes, LicebitipsasispudiciorVesta. Sin, haecmei te ventrisarmalaxabunt, Exire ut ipsa de tuoqueasculo.

35 Te culiaré, ladrón, a la primera; si te cojo otra vez, vas a mamármela; pero si te atrevés a robar por tercera vez, para que probés bien la opción entera, te culiaré y, después, me la mamárás.

Pedicabere, fur, semel; sed idem Si praedatuseris bis, irrumabo; Et si tertiafurtamolieris, Ut poenampatiare et hanc et illam, Pedicaberisirrumaberisque.


38 Te voy a aclarar las cosas por su nombre, siempre me he jactado de ser directo: vos querés robar mis frutas, y yo te quiero culiar, dame lo que busco, y lo tuyo tendrás.

Simpliciter tibi me, quodcumqueest, dicereoportet, Natura estquoniamsemperapertamihi: Pedicarevolo, tu vis decerperepoma; Quod peto, si dederis, quodpetisaccipies.

39 Por la belleza, puede gustar Mercurio, por la belleza, Apolo se deja ver; también a Lieo lo describen bello; Cupido es el más bello de todos. Yo confieso que soy horrible, pero tengo una turca bien sabrosa: las muchachas la prefieren a los dioses, si no son babosas del mico. FormaMercuriuspotestplacere, FormaconspiciendusestApollo, FormosusquoquepingiturLyaeus, FormosissimusomniumestCupido. Me pulchrafateorcarereforma, Verummentulaluculentanostraest: Hancmavultsibiquamdeos priores, Si qua est non fatuipuellacunni.


49 Cualquiera que haya visto nuestro entorno encuentra poemas vulgares y relajos, que no se agueve por estos versos tan chanchos: porque mi aparato tampoco tiene fruncido el entrecejo.

Tu quicumquevides circa tectorianostra Non nimiumcasticarminaplenaioci, Versibusobscenisoffendi desine: non est Mentulasubductinostrasupercilii.

58 Del ladrón que evita mi presencia, sufra su culo maricón ardores; si es chica, la que roba imprudente la fruta, que no consiga culiadores.

Quicumquenostramfurfefelleritcuram, Effeminatoverminetproculculo; Quaeque hic protervacarpseritmanupoma Puella, nullumreperiatfututorem.

59 No podés negar que te han avisado: si entrás, ladrón, saldrás bien culiado.

Praedictum tibi ne negare possis: Si furveneris, impudicusexis.


66 Huís para no mirar mis atributos y eso exige la decencia: a menos que te asuste vislumbrar, lo que se meterá tu concupiscencia

Tu quaenevideasnotamvirilem Hincaverteris, ut decetpudicam: Nimirumnisiquod times videre Intraviscerahabereconcupiscis.

74 Mi verga irá al centro de los muchachos, y al centro de las chavalas, a los barbudos les apunta más arriba.

Per medios ibitpuerosmediasquepuellas Mentula, barbatis non nisisummapetet.

76 Aunque ya soy viejo y con mi barba también se vuelve mi pelo canoso, soy capaz de culiarme, si los agarro, a Titón, Príamo y Néstor.

Quod simiamseniormeumquecanis Cum barbacaputalbicetcapillis: Deprensos ego perforare possum TithonumPriamumqueNestoremque.



CLÉSINGER Y SU OBRA Recientemente he tenido la grata oportunidad—en la amable compañía de dos poetas argentinos, Ángel de Estrada y Leopoldo Díaz — de visitar, plaza Pereire, rué Guillaume Tell, el recinto en que se encuentra la obra, puede decirse completa, del gran escultor Clésinger. Debí la buena impresión de Arte a Mrne. Berthe de Courriére, sobrina y heredera del artista, a la cual tuve la honra de ser presentado por M. Remy de Gourmont, el querido maestro y buen amigo. Es difícil encontrar reunida toda la producción de un estatuario, de un pintor. De pintores sólo recuerdo a Wiertz y a Gustave Moreau; de estatuarios a Thorwaldsen. En este caso, la piadosa voluntad de Mrne. de Courriére ha librado de ser regadas aquí y allá las numerosas producciones de quien, con Rude y con Carpeaux, forma, como muy bien dice M. de Gourmont, la trinidad de los grandes últimos escultores franceses desaparecidos. Por otra parte, la decisión de la heredera está apoyada por el voto escrito de los más grandes nombres del arte francés contemporáneos, entre los cuales Puvis de Chavannes, Carriére, Rodin, para no citar otros, los cuales han dejado manifiesto su deseo de que no se venda separadamente la obra clésingeriana, que constituye por sí sola un museo especial y que en su unidad representa una vasta elección de belleza y es la manifestación de un momento en la historia de la escultura francesa. ¿De un momento? «En la historia de la escultura francesa en el siglo xix, dice el insigne escritor que he citado, Clésinger es un

hombre; y más: una fecha; y más aún: una época. El personifica, como tallador de mármol, el Arte románico. ¿Es el Víctor Hugo? Ningún estatuario del siglo fué un Hugo. ¿El Alexandre Dumas? Eso y algo más, pues con la perpetua fecundidad, Clésinger, tuvo el perpetuo estilo. Fué malo, a menudo, pero con fuga, con locura». Es que Clésinger tenía lo que significaba antes con una palabra hoy fuera de moda, tenía «inspiración.» Inspiración, esto es, la sinceridad irreflexiva, el pensamiento voluntario e impetuoso que explica y exhibe la libre alma. Romántico, tenía que serlo, por su tiempo y por su ambiente. El también, cuando el siglo tenía catorce años, nació en Besancon, «vieja villa española». No, no fué un Hugo; pero él también esculpió fragmentariamente una su leyenda de los siglos; él también se saturó de antigüedad; él también encarnó la Paz, la Libertad y la Fraternidad; él también hizo su labor en la historia y en la mitología; él también modeló una que otra «Oriental», él también formó su Esmeralda, su Zíngara, que es la Danseuse au tambourín; él también pagó tributo al Sátiro; y celebró en bronce y mármol a Carlomagno, a Francisco I, a Napoleón el Grande... y a la República. Su primera labor se ajusta a las tradiciones, sigue las ideas y enseñanzas de maestros imbuidos en el clasicismo. Se hace al oficio oficial, y no hay duda de que en ello aprende la gramática de la estatuaria, la indispensable regla, las normas académicas que sirven hasta a los más atrevidos,


cuando son atrevidos que tienen genio. Clésinger, si no era un genio, tenía genio. Su obra fecunda lo demuestra hasta en sus trabajos más defectuosos. Eslaba lejos de la chatura de muchos de sus contemporáneos patentados, y en ciertas creaciones suyas fué r puede decirse, un revolucionario, un «nuevo», y no sin razón tuvo la simpatía y el aplauso de Gauíier, y principalmente, en este caso, de Baudelaire. Clésinger tuvo una travagliala vita, como dice el admirable Benvenuío de la suya. Mas, como el mismo, bravo y estupendo artista, gozó, en días dichosos, de esplendores y de honores. Para mí es un espíritu igual al de aquellos soberbios

hombres del Renacimiento, de aquellos cinceladores, pintores, arquitectos, escritores, poetas, que sabían comprender el gozo de la vida y aprovechar para la propia exaltación de la existencia sus dones de superioridad mental, su potencia comprensiva y su vibrante hiperestesia. Clésinger tuvo una travagliata vifa, comió un tiempo el pan de miseria preciso a todo victorioso futuro, y cuyo seco y áspero gusto hace saborear mejor los champañas del triunfo. No sé si, como el autor del Perseo, tuvo la suerte de contemplar una salamandra entre las llamas y de tener la inmunidad contra los escorpiones; mas, sí, cuentan sus biógrafos y narran sus amigos que la enemistad y


la envidia no lo perdieron nunca de vista, ni aun cuando desapareció de la competencia por la puerta negra del sepulcro. El otro día, un joven escultor hispanoamericano, de fuerte talento, me contaba sus duras penas; y no hice sino leerle un fragmento de carta de Clésinger para que se fuese consolado. «Si me hubieseis visto, escribía a un amigo, estos días últimos, trabajando, sin fuego, en un desván, hubierais tenido compasión de mí; mi padre hubiera llorado al ver mi miseria y mi hambre, porque tenía hambre, y siempre esa palabra: nada, nada, me hacía trabajar más que dormir; en fin, después de haber concluido mi dibujo, lo he expuesto: un inglés lo ha encontrado de su gusto y me lo ha comprado por cincuenta francos (cincuenta francos, ¡qué fortuna!); haré otros». En las notas de Mme de Courriére, como en detallado y lujoso volumen de Esíinard, se hace resaltar esa época de sufrimiento y de capricho que forma la parte más interesante de la vida de Clésinger. Sufrimiento y capricho, ¿no aparecen siempre en toda existencia de intelectual? Es el whim del pensador anglosajón y la dolorosa y misteriosa venganza de las potencias ocultas que se sienten divisadas o rozadas. Este escultor buscó la libertad desde la adolescencia, combatió de cien maneras, y tuvo la pasión de Italia, y fué correspondido. Ella le enseñó el secreto de sus píerres de jadis, y si no le dio un León X, por culpa del tiempo, le ofreció un excelente Pío IX la amistad de grandes señores


descendientes de los protectores de Leonardo y de Miguel Ángel y la hospitalidad vaticana, al favor de la púrpura cardenalicia. Allí refino su paganismo; allí pudo soñar y evocar épocas de belleza libre y de mística resurrección. Allí aprende y comprende el arte cesáreo que debe crearle simpatías en la corte francesa del segundo Imperio, el que ha de hacerle rememorar en su estatua de Napoleón I al dorado caballero que está ante el Capitolio. Allí ama a Cleopatra. La milagrosa reina que, a la par de la de Saba, todavía hacer sentir al mundo el perfume de su voluptuosidad, tuvo en Clésinger un magnífico adorador. La Femme

piquee pour un serpent, quizá la más bella representación escultórica de la soberbia y sensual fascinadora. Me explico, cuando su aparición, el éxito, los ataques, la defensa del crítico Thoré y la tragedia de Delphine Gay, y después, ¡hasta la bacante de Moreau-Vautier, del Luxembourg! Carne admirable, forma vencedora, en la última palpitación, plasmada en mármol para la inmovilidad de las cosas eternas. Lo que apenas recordaba en una piedra grabada del museo Florentino un artista de la antigüedad, lo renovó espléndidamente el gran romántico deBesancon. Luego surgirá, hierática, su Clcopaíra del loío, la reina ante César, trabajo que se cuenta entre las obras maestras de todos los museos de la tierra. Luego, ¡la Cleopatra moribunda! Clésinger


dejó una armoniosa teoría de figuras llenas de gracia, musas, estaciones, danzarinas; pero no hay que olvidar que era un vigoroso, que era dueño de la fuerza, que era el maestro de los leones y de los búfalos. Domaba la soberbia leonina, poéticamente, colocando sobre los lomos de la bestia fiera amores o mujeres. El había comprendido la belleza délos países pastoriles, donde en los vastos llanos, en las inmensas pampas, se alza la orgullosa figura de la vaca, sagrada en la India; del toro, que se quedó con la soberbia de Júpiter. El sabía adornar los palacios, o las entradas de esas grandes fiestas pecuarias, de esas exposiciones que son el lujo de la ganadería inglesa, yanqui o argentina, y que saben contar los Whitman y los José Marti. Su «Toro romano», como el farnesio, dice la imperiosa salvajez de la bestia noble; sus búfalos tienen en su testuz la familiaridad

del huracán; son hermosos y monstruosos... Deformis scapulis torus eminet... dice en alguna parte Plinio. Mugen. Viven. Se les aplicaría el epigrama clásico a la vaca de Mirón. Otro lado en que se revela la impetuosidad del estatuario, es en su amor por la escultura militar, lo que él llamaba sus «hombres de hierro». «No tengo más confianza que en ellos, decía. Espero que esa& estatuas militares, Hoce, Kléber, Carnot, Marceau, me traerán buena suerte, a mí que no he dejado de ser nunca soldado y patriota». «En efecto, habia intentado, dice uno de sus biógrafos, hacer revivir a los generales de la Revolución y había logrado encontrar un acento muy personal para sus evocaciones militares. Su tarea quedó inacabada.»


Como muchos intelectuales irreflexivos no supo tener en cuenta la parte práctica de la vida. Fue siempre un joven, y esto fué una virtud y un defecto. El sol y la luna del país de Bohemia no se apagaron jamás para él. Pero era también, como él se complacía en decirlo, un soldado. Gustaba de las bellezas terribles de la guerra que hacen la gloria de los grandes «hombres de hierro». En el manejo de la línea, en la lucha con la expresión, en la creación de la forma soñada, encontró un campo de acción y de descanso la tempestad de sus nervios, la tempestad que lleva en su interior todo intuitivo, todo creador, todo poeta, todo artista. Sus retratos no revelan

el padecimiento, aunque la boca y los ojos digan más de una melancolía; la que tradujo en «Perseo y Andrómeda». Un día pasó la muerte, estúpidamente como a menudo, y se lo llevó. Dejó una larga herencia de mármoles, de bronces, de yesos, bustos, estatuas, obras monumentales. La política le fué fatal, pues se enterró al mismo tiempo que Gambetta, y, como a otros grandes artistas, la muchedumbre lo pospuso en su atención al tribuno. Luego, llegó el olvido; y hoy hay un despertamiento, el despertamiento que antecede, en los vedados ilustres, a la cierta resurrección en la gloria, en la posteridad.

Rubén Darío


aproximación a E l G r e c o Es cajonero, recurrente, remarcar que El Greco alargó sus figuras. ¿Y qué? ¿Cuál es el chiste de estirar como tallarín un cuerpo si no se pasa de afirmar que le valió madre el canon, las proporciones clásicas políticamente correctas, una cabeza multiplicada por siete dando el largo del cuerpo entero? Esta forma de ver la figura representada en Occidente fue el culmen de un proceso que tardó siglos, mas tuvo su ruptura en la iconografía bizantina y fue recuperada en el Renacimiento cuando la arqueología desenterró la estatuaria grecorromana. Pero bien, si Doméniko Theotokópoulos alongó, estiró la imagen corporal, suena extraño afirmar que padecía de astigmatismo. Sería una salida de toalla reducir la interpretación de la expresión formal en el arte a un mero problema oftalmológico; así, su historia, en vez de depender de críticos e historiadores, recurriría a los médicos. Es muy probable que, nacido griego, se fijaran en su memoria visual las primeras imágenes del iconostasio de los santos y pantocrátores, heréticos, rígidos, geométricos que le dejarían un vago referente. Pero aquí viene lo toral: Doméniko pinta en Toledo, la ciudad de las tres culturas, de las tres grandes religiones monoteístas: judía, cristiana y musulmana. Produce su obra en la España del siglo dieciséis, en pleno Siglo de Oro, en una época delirante y arrebatada, cuando un imperio es el dueño de la mitad del mundo y las utopías europeas todavía anhelan encontrar su lugar, “el topos”, en tierras americanas.



Época de grandes aventuras transcurriendo en la bipolaridad extrema de lo militar a lo espiritual, de la tierra al cielo, entre los dos polos del más acá y el más allá, en un espacio-tiempo de natural convivencia. Pocas veces se ha dado con tanta intensidad, pasión, fuerza y coherencia en los productos del arte y del intelecto tal arraigo y consecuencia con el medio histórico, político, social y económico. Como si el espíritu afirmativo y deseante de una época encontrara su exacto espejo desenterrado para reflejarse. Así, el expresionismo de El Greco es la imagen viva de la mística, del éxtasis, de la carne que se desborda hacia el infinito y se quiere descorporizar e inmaterializarse, tratando de rebasar sus límites en búsqueda de “la presencia”: “Quedéme y olvidéme/el rostro recliné sobre el amado/cesó todo y dejéme/dejando mi cuidado/entre las azucenas olvidado”. Este abandono y fusión del ser en el ser, en la “Noche oscura”, pasa del poema de San Juan de la Cruz a las figuras flamígeras de El Greco, pintadas como llamas alargadas, donde se ven las miradas perdidas o fijas en el vacío, los rostros que otean o tratan de oír el silencio, el gesto de mansedumbre a tono con el desapego, como las leves sonrisas de los budas sedentes; expresiones que pueden ser atribuidas al éxtasis orgásmico algunas y otras a la locura. Y precisamente aquí viene don Gregorio, el doctor Marañón, blandiendo su genio de endocrinólogo e historiador en pos de la demostración y la objetividad científica, aplicada a los personajes de El Greco. En el caso específico de los apóstoles, les vio caras de locos y en efecto, para los llamados “locos de Dios”, buscó su parangón en los orates de los sanatorios madrileños y ni corto ni perezoso se dio a la tarea de fotografiarlos con túnicas y mantos para revelar más el extraordinario parecido, si bien no tanto como una nalga se parece a la otra, algo de la delgadez extrema, de los pómulos resaltados, narices afiladas, pelo alborotado, así como los labios entreabiertos los asemejan. Pero hay que fijarse bien: hay una diferencia abismal que tuvo que alargar sus figuras para verlo mejor. El momento histórico es extraordinario porque en lo exógeno se tiene a los conquistadores derramando sangre a correntadas y fundando ciudades, y en lo endógeno a los místicos y poetas conectados con lo intemporal y eterno; todos en acción, cabalgando sus sueños como su coterráneo don Quijote. Ese es el paisaje que rodeaba a El Greco y por el que tuvo que alargar sus figuras para verlo mejor.



“Genio y figura” “La calumnia, relación humana”, cito el título del libro de la antropóloga Margaret Randall ya que algo tiene que ver en este escrito sobre la homosexualidad de El Greco, para chotear el afán de algunos eruditos avergonzados de la condición del genio y desvelados por taparle el ojo al macho a mitad del siglo pasado. Hemingway, típico machazo yankee dado a ver vigas en el ojo ajeno, lo dedujo a partir del predominio de las figuras masculinas en su pintura, especialmente por sus características andróginas. Por supuesto que no es nexo de causa efecto la intención estética de exaltar la belleza en la figura masculina y derivar por ello su origen en desviaciones de la norma o el standard en la conducta varonil socialmente instituida, políticamente correcta. En general, ateniéndonos a documentos la vida sexual de los artistas, se ha respetado y para bien, en la historia del arte poco importa la sexualidad de los creadores por cuanto sus obras rebasan los límites o condicionamientos biológicos, históricos y sociales. Pero el pelo en la sopa lo constituye el prurito, la picazón por ocultar o negar la opción sexual de Doménico Teotekópoulos, como si ella fuera un baldón para menoscabar su grandeza artística y humana, su calidad excepcional que hizo a Andy Warhol elevarlo a la estratósfera del arte y considerarlo el mejor pintor del mundo. Continuando la tradición de la pintura sacra occidental la imagen de San Sebastián semidesnuda que irradia gran carga erótica desde Mantegna, tradición procedente del helenismo, de la estatuaria griega clásica, en el martirio del santo tiene su principal icono o su Apolo, el paradigma de la imaginería cristiana, el Greco entre sus versiones toma de modelo a un adolescente precioso y alza su cabeza con el rostro sereno en expresión de sufrimiento casi placentero por las saetas hundidas en la carne, algo así se revela en el poema de Santa Teresa de Ávila cuando es traspasada por la flecha del ángel en su éxtasis místico, el cuerpo del muchacho es fornido, el de un hombrón con proporciones de gigante que refleja un alto contraste entre las partes donde el personaje atado de las muñecas y reclinado a un árbol sigue el movimiento sinusoide de otras representaciones con la luz suave difusa sobre el torso y los miembros subrayando las ondulaciones de sus contornos. Igualmente en los santos vestidos con ropajes que colman más de las tres cuartas partes del volumen, resalta la androginia en los rostros y las manos, los rasgos femeninos y masculinos se fusionan sumando un producto único que excede a sus géneros, este tratamiento singular pleno de delicadeza fue común en Botticelli, Leonardo, Rafael, Andrea del Sarto, el Broncino y el Pontormo, pero es notable que el Greco lo implantó con más pasión, ansia y deseo carnal. Entre tantos artistas con aportes estéticos similares, ¿qué podemos argüir?, sería torpe afirmar por ello que todos eran gay, y fuéranlo o no,


lo homo o lo hetero, en nada disminuye ni aumenta la belleza plasmada en sus imágenes, la intensidad de su impacto y el poder del eros. Lo que sí vale la pena destacar es la habilidad del Greco para convivir con su amigo, asistente, secretario y administrador gran parte de su vida, capeándose de la inquisición que por igual hacía chicharrón a herejes y sodomitas, estratégicamente se casó, dicen que con una cortesana de la zona roja, además crió un hijo en adopción, dándole nietos que alegraron su vejez, el hombre muy inteligente se las ingenió para vivir la vida a plenitud, trabajando duro, gozando sus logros y legándonos una obra que no dejará de asombrar. En fin los tiempos cambian, el camino baja para el que viene y sube para el que va, según Juan Rulfo en “Pedro Páramo”, el Tajo con sus aguas heladas que tiemplan el mejor acero de las espadas, ha pasado mucho líquido bajo los puentes de Toledo, hoy hay otra manera de ver y mostrar, los futbolistas más agraciados posan modelando calzoncillos Calvin Klein y sus fotos en micro segundos le dan vuelta al planeta. La tierra es un balón y la vida un partido de fut. Managua 25 de junio de 2014. David Ocón.


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