Sueños de verano

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© 2018, Libros y Literatura, S.L. www.librosyliteratura.es contacto@librosyliteratura.es Editora literaria: Ana Segarra Maquetación y cubierta: dimeloengrafico.es Primera edición: Noviembre de 2018 P.V.P.: 19€ (con IVA) La reproducción total o parcial de este libro no autorizada vulnera derechos reservados. Cualquier utilización debe ser preferentemente concertada. Impreso en España - UNIÓN EUROPEA




Índice de contenido Ganador y Accésit.....................................................................11 Finalistas.....................................................................................21 Relatos seleccionados...............................................................41 Índice alfabético de autores y obras.................................... 451



Ganador y AccĂŠsit



Divergencias Ana Martínez Benlliure

Sueño con detener el tren para que subas. Cada viernes te veo sola en el andén. Creo que vas a la playa. A tumbarte en la arena para que las olas te salpiquen. Fantaseo con llevarte un helado de vainilla con trocitos de chocolate. Quizá tus gustos no sean los mismos que cuando teníamos doce años y sumábamos las monedas justas para compartir el enorme cucurucho que vendía el Viejo. Supe que se jubiló y traspasó el negocio. Ahora hay una frutería abierta a todas horas. Se pueden comprar helados pero no sabrían igual, no sabrían a ti. Aminoro la marcha del tren más de lo exigido. La estación es pequeña y los vehículos de alta velocidad no se detienen en los pueblos. Me gusta verte apoyada en la maleta grande rodeada de otros bultos. Tu familia debe ser numerosa. ¿Por qué cada semana trasladas tanto equipaje? Quizá no tienes vacaciones y tus niños se quedan en el apartamento con los abuelos. Es probable que veraneéis en un piso coqueto primera línea de playa. Seguro que los sábados te levantas al amanecer y caminas descalza por la orilla para saludar al sol. Casi puedo verte en la arena desplegándote despacio siguiendo la rutina yóguica que esculpió tu cuerpo en la adolescencia cuando no me cansaba de mirarte aunque fingía ignorar tus insinuaciones. 13


Rozo el freno. Sería fácil detener el convoy, abrir la puerta y plantarme como un príncipe rescatador, subirte a mi corcel de hierro y en volandas llevarte a la costa. Pero si lo hiciera los pasajeros se asustarían por la parada imprevista, me ganaría una sanción disciplinaria y tú levantarías apenas los ojos de la pantalla del móvil, me mirarías con desdén, acercarías un cigarrillo a los labios y enviarías una nube de humo a mi rostro. Fingirías pedirme disculpas y agarrarías la mano de un marido alto y fornido. Él te estrecharía entre sus brazos y me devolvería al tren con un simple movimiento de los dedos. Así que acelero mientras la estación empequeñece y se torna un punto oscuro y arrugado hasta que el tren vira a la derecha y lo oculta como si no existiera. ***

Es fácil hacer el equipaje. La ropa cabe en una maleta grande, casi abulta más que yo. El neceser, los libros y los papeles los meto en mochilas y bolsas de viaje. Reúno mi vida en seis bultos. La semana pasada fueron siete. Cada vez rebajo un poco mi carga. Lo embuto en el maletero del viejo Ibiza. Me gusta su color azul mar. Finjo que huele a sal y a humedad, imagino aire fresco para atravesar la masa caliente de verano que me corta el paso. Si pudiera recorrería en él los trescientos kilómetros hasta la costa. Pero me quedaría tirada y ni siquiera el seguro está a mi nombre. Espero en el andén el tren de las ocho. Llegaría a la costa a media noche. Antes siempre hay un aviso de que un tren de alta velocidad va a pasar sin detenerse. Me estremece el aire que despide. Sería sencillo dejarme arrastrar por su prisa. Ojalá me atreviera. Pero me quedo quieta y ni siquiera 14


me muevo cuando el regional se detiene. Mantengo fija la vista en la pantalla en negro del móvil hasta que se pone en marcha. Entonces vuelvo al coche. Tengo el tiempo justo de subir las maletas por la escalera empinada, vaciarlas y esconderlas bajo la cama y mientras cuelgo la última prenda en el armario le oigo dar un portazo vocear mi nombre exigir otra cerveza. Rompo en trozos diminutos el billete sin usar. La semana que viene ― sueño― la semana que viene cojo el tren

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Sísifo playero Joan Baqués Arús

Ella le ve por primera vez y le odia de inmediato. A través de ambos parabrisas puede adivinar que lleva gafas de sol baratas, una gorra del revés y barba de tres días. La cara morena y unos treinta veranos a sus espaldas. Por la radio suena estúpida una canción que habla de llevarse la mano a la cintura. El aire acondicionado pasó a mejor vida la semana pasada y aunque lleva las ventanillas bajadas no hay ni un triste asomo de brisa marina que la pueda convencer de que aquello merece la pena. La humedad estival casi se puede tocar. La mayor, en el asiento trasero, agarra la muñeca de su hermana pequeña. Llanto. Devuélvele la muñeca. Yo la tenía primero. Me da igual, ¡devuélvesela! Vale, luego me compras un helado. Ya veremos. Ella vuelve a fijarse en el treintañero. Parado en el STOP de enfrente. Con la primera a punto, seguro. No paran de cruzar coches y peatones y ninguno de los dos puede avanzar. A unos escasos treinta metros un todoterreno acaba de dejar una plaza de aparcamiento vacío. Ella solo necesita que dejen de pasar vehículos personas y perros. Embragar, poner primera, soltar el freno, intermitente, giro a la izquierda. Llegar primero que él.

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Gotas de sudor insisten en invadir su frente. Nota cómo una de ellas resbala insolente hacia la punta de la nariz. Nerviosa mira a la familia que cruza por el paso de peatones. Por vuestros muertos ¡espabilad! El padre lleva un carrito sin bebé. En su lugar, una nevera de camping azul. Detrás la madre con el crío a cuestas. Luego el mediano con el flotador de cocodrilo. La última una preadolescente arrastrando una sombrilla naranja con cara de asco. En dirección contraria cruza una pareja joven. Ya han tenido suficiente playa por hoy y buscan el camino más rápido para volver a casa o al hotel o al apartamento o al camping a solucionar los asuntos que han quedado pendientes debajo de la minúscula ropa de baño. Al otro lado del cruce parece que él tampoco puede moverse: un grupo de manteros pasa por delante de su coche con parsimonia mientras cargan grandes bolsas blancas de tela llenas de zapatillas de imitación y gorras para los chavales del trap. La mayor quiere bajarse ya. La menor sigue llorando, vete a saber ahora por qué. Otra gota de sudor en la punta de la nariz. El sol de mediodía implacable tiene la intención de fundir lentamente el plástico del salpicadero. Y por fin, de repente, vía libre. No más peatones cruzando, solo él en el otro lado del cruce con sus gafas de sol y su gorra de macarra. Pero ella está dispuesta a todo. Después de casi una hora de búsqueda se lo ha ganado. Frunce el ceño. Mete primera. Suelta el embrague. Da gas... Frenazo.

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Una abuela con un tacatá se acaba de meter en el paso de cebra. ¿De dónde coño ha salido? Por un momento valora la posibilidad del atropello. Pero se visualiza a sí misma en prisión y decide que será mejor que no. Ve cómo él arranca con suavidad. Gira lentamente. Maniobra con facilidad. Aparca. Y ella de nuevo se ve sumida en su peor pesadilla veraniega. La mayor llora. La pequeña no quiere ser menos. No hay una maldita plaza de aparcamiento. Pero hay que ir a la playa como sea.

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Finalistas



69 cosas que hacer en verano Carlos Torrero Saiz

Querida hija, recuerda que el verano es para visitar la tumba de tus bisabuelos muertos. O para mojarte el culo en ríos helados. O para comerse helados con sabor a río. O para vestir camisas hawaianas a cuatrocientos kilómetros del mar. O para hacerse autorretratos ridículos. O para enterrar los dientes en sandía. O para jartarse de chin chin y brindar por las viejas mecedoras. O para jartarse de chan chan «De Alto Cedro voy para Marcané». O para darse crema en las corvas. O para dejarse vencer por las curvas. O para correr menos y arrastrarse más. O para leer más y escribir menos. Nunca es tarde para aprender a distinguir un violín de un gato. O para rebobinar islas. O para escuchar la frecuencia modulada de los grillos. O para escapar de uno mismo y no estorbarse. O para olvidar que las estrellas ya están muertas. O para contemplar la salvaje asimetría de los rostros. O para destruir todos los relojes y subirnos a ese tren. O para bajar de una bicicleta y abrazarse el césped. O para contar ovejas ibicencas. O para contar indios donde antes vaqueros. O para contar historias sin giros. Sin nudos. Sin mapas. O para girar el cuello y quebrar su sombra. Querida hija, el verano es también para recordar los tejados de Verona. O para 23


enrolarse en un barco sin génova. O rozarse con algodón egipcio. O estudiar la geografía de Moscú. O para boxear contra la estúpida conducta de las moscas. O para pintar un corazón de tiza en la pared. O para perderse en los bosques de entretiempo. O para encontrarse en la rebeca de un bebé. O para decir «Fransuá Trufó» con la garganta llena de arena. O para discernir entre rendición y derrota. O para talar con hacha los rencores. O para mendigar a tu padre «por fa, por fa, diez euros más». O para querer rimar magnolios con hortensias. O para delirar con cielos que escupen balones de Nivea. O paracaidistas si gustas más. O pollo frito de Kentucky. Así es querida. ¿El verano? Para hacer el amor bajo los sauces. O para copular con conjunciones disyuntivas. O para admirar la extrema vida del vencejo. O para revolcar todas tus pecas por el fango. O para nadar entre los peces más brillantes. O para regar la flor azul de las piscinas. O alegrar los tristes ojos de los bares. O para beberte soles rojos como Trotsky. O para hacer de la prosa otra cosa como Paco. O para tumbarte en el umbral de la tormenta y sucumbir ante las zetas de un relámpago. O para desoír los salmos viejos de la noche. O construir un techo propio con tus manos. O para cambiar el cepillo de dientes. O cambiar las sábanas. O cambiar de novio. Cambiar. Querida hija, aunque luego nada pase, el verano es la única estación en la que uno puede soñar, soñar, soñar y volver a soñar. Así que, por lo que más quieras, querida hija, no hagas como tu padre. Insisto. Apaga el ordenador. El verano es para escribir postales. No tanto post.

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El verano en el que empezaron a morirse las cosas Marina Solís de Ovando Donoso

—Nada, no es ninguna molestia —afirmé mientras agarraba el abultado carro de la compra que aquel hombre bajito había llevado con gran esfuerzo durante el primer tramo de la escalera del metro y le ayudaba a subirlo. Agradecí que el carrito fuera incómodo pero no pesado, de tal forma que yo pudiera acarrearlo aun con mi violín a la espalda. El caballero enfundado en una camisa negra que absorbía toda la ferocidad de agosto me rogó: —Por favor, tenga cuidado. Dentro está mi marioneta. —¡Oh! Por supuesto, no se preocupe… Entonces escuché un sollozo. Ya en la cima de la escalera, no sin cierta alarma, deposité el carrito en el suelo y descubrí que el hombrecito lloraba prácticamente en silencio. —Perdone —se disculpó—. Es que hoy se ha muerto mi marioneta. —¿Cómo? —no pareció importarle mi desconcierto. Siguió hablando—. Yo trabajo en la calle con una marioneta. Llevo años haciendo lo mismo. Salgo muy pronto, tomo

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el metro y llego hasta el centro de la ciudad. Allí, en la calle Fuencarral, me siento en un taburete y sostengo la marioneta sobre mis rodillas; nos quedamos ahí todo el día. Yo le cuento mis aventuras a la marioneta: mis luchas contra las facturas, mis vueltas por los distintos países que he habitado. Le hablo sobre Goethe, le cuento mi episodio favorito del Quijote y a veces incluso le canto. Y miro cómo la marioneta me escucha y me presta atención. Le explico sus pensamientos a la gente que pasa hablando como si fuera ella porque muy pocas personas pueden comprender el misterioso lenguaje de las marionetas. Y así pasamos juntos el calor porque en verano con estos cuarenta grados que no paran a ninguna hora en esta ciudad del demonio, señorita, el trabajo es más duro pero la gente se distrae con nosotros viéndonos conversar y reírnos del mundo. Esta mañana me he levantado como todos los días. He llegado al centro como siempre, he puesto mi taburete en el lugar de siempre. Y al sacar mi marioneta del carrito le he hablado como todos los días… pero de pronto me he dado cuenta de que no podía oírme. He intentado de todo, contarle una historia nueva, he cantado… Pero todo ha sido inútil. He entendido que se me había muerto por la noche, que se había marchado para siempre. Entonces he huido de la calle Fuencarral conteniéndome para que nadie supiera de la suerte de mi pobre marioneta. Ahora temo cruzar la puerta de mi casa y enfrentarme con esta verdad tan horrible. Porque todos sabemos qué ha de hacerse cuando muere una persona. Pero ¿qué se hace cuando se mueren las cosas? ¿Sabe usted qué debo hacer yo ahora que estoy solo y se ha muerto mi única marioneta?

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No hallé consuelo para aquel hombre que vertía lágrimas sobre el cuello de su oscura camisa. Pero de pronto tuve miedo. Descolgué el violín de mi espalda y me abracé a la funda. Sentí cómo el hombre bajito se aferraba también a su carro dejando que su abrazo envolviera el cuerpo sin vida de su vieja compañera. No sé cuánto rato pasó. No sé cuándo se fue él ni cuándo logré recomponerme y tomar por fin el metro. Tampoco sé si mi violín pudo oírme. Pero desde ese día cada vez que llega el verano le suplico que no me abandone en este tiempo extraño en el que también las cosas se nos están muriendo, que resista ahora que el verano en Madrid se ha vuelto asesino, ahora que ni las marionetas ni los violines pueden saberse a salvo de la muerte, que no es otra cosa que nuestro peor invento.

Sueño de verano Bernardo Álvarez-Villar

Queridísimo doctor Freud: ¿No se aburre usted en Estados Unidos? ¿No es aquel país un caos imposible, una ciénaga que marchita los frutos del espíritu humano? Por la prensa he sabido que pasará el verano en Nueva York dictando conferencias sobre sus 27


últimas investigaciones. Permítame decirle, estimado doctor, que dudo que una ciudad hecha de rascacielos, atascos y hamburgueserías esté en condiciones de comprender su obra. Le escribo aturdido y taquicárdico, legañoso todavía tras lanzarme al escritorio desde la cama, temeroso de que se esfumasen las imágenes que han acompañado mi sueño las últimas horas. Viena vive estos días bajo un calor pringoso y tenaz envuelta en un aire cuajado y casi nutricio que ayuda a fermentar las pesadillas en conciencias neuróticas como la mía y la de muchos de sus pacientes. Ha de volver a Austria de inmediato si no quiere que sus enfermos se cuelguen antes de que termine el mes. O lo que sería aún peor y debería usted cargar en su conciencia para los restos: docenas de lunáticos arrasando la avenida Ringstrasse saqueando las boutiques y las bibliotecas y dándose un festín con la sangre hirviendo de sus colegas de la Sociedad Psicoanalítica. Todos coléricos y desquiciados por un torrente onírico que solamente usted sabría aplacar. Reserve para mí su primera sesión de terapia en cuanto pise Viena. Le contaré lo que vengo soñando para que repare en la gravedad de mi dolencia. Tengo entendido que son varios días de viaje los que le separan de Europa y podrá aprovechar ese tiempo para meditar hondamente sobre las visiones que me asaltan cuando duermo. ¿Recuerda usted, doctor Freud, aquellos sueños de mi infancia que le confié en nuestra primera sesión hace ya seis años? Tengo la sensación de que idénticos delirios son los aparecen ahora en mis pesadillas solo que insinuados en ciertos símbolos (la cruz vuelta del revés) y objetos (los pen28


dientes de mi hermana, el abrecartas de mi padre) que aparecen reiteradamente. Como un sueño dentro de otro sueño un escabroso laberinto de significados que tal vez encierre la médula de mi malestar psíquico. No sé si conoce algún caso parecido pero vengo retomando mi sueño exactamente donde lo dejé la noche anterior. Estoy siempre en el salón de casa de mis padres, siempre con las puertas cerradas, las cortinas echadas y una luz escuálida y ambarina. Estoy siempre solo pero sé que el tiempo pasa y lo sé porque en el sueño escribo la historia de mi familia y voy avanzando: ya casi he llegado a la adolescencia de mi hermana. De pronto la pluma se convierte en abrecartas y rasgo el papel y he de volver a empezar. Otras veces voy a sentarme y el peluche de la butaca se ha convertido en una malla de pendientes que se me clavan en los muslos y en la espalda. He de acabar el libro para salir del cuarto pero hay algo que me boicotea como si mi padre y mi hermana no quisiesen que continúe. En este último sueño el salón empezó a recalentarse y me quedé paralizado en mi sitio. Colgando de la lámpara un amasijo de pendientes y abrecartas se derrite y toma forma de cruz puesta del revés. Sobre mi cabeza van cayendo goterones de plata ardiente hasta calcinarme el cerebro. Para asegurarme de que no pase nada he maniatado a mi hermana y la he encerrado en el desván hasta que usted pueda aclararme el significado de todo esto. Le ruego vuelva pronto. Siempre suyo Klauss Bauer En Viena a 17 de agosto de 1909 29


La mano de Meryl Streep María Jesús Guerrero Guerra

¿Me puedes bajar la maleta pequeña del altillo? Sí, esa… No pongas esa cara, ni me voy tan lejos ni por mucho tiempo y mejor que no preguntes el sitio exacto, me lo guardo para mí. No te preocupes tanto, soy lo bastante mayor para cuidarme yo sola… Ah esa es la cuestión, piensas que estoy ya muy mayor. No te engañes por dentro, soy tan joven como tú. Ya sé muy bien lo que pensará tú padre pero hace ya tiempo que me importa poco lo que piense. ¿Sabes? Una parte de mí le tiene envidia, tuvo el valor de hacer lo que quiso. Si quieres dile eso, que al final yo también me atreví, lo entenderá. No, no me duele que digas eso, no soy una vieja chocha que va en busca de su amante, no me merezco esa definición ni él la otra. No lo fue. Ojalá lo hubiese sido. No hables de lo que no sabes, me haces daño. ¿Que te cuente entonces? ¿Cambiaría eso algo? Fue hace mucho tiempo, más de 20 años. Álvaro y tú fuisteis de campamento ¿recuerdas? Aquel año que volviste en septiembre tan rara y llorabas por lo rincones. Al final tu hermano me confesó que habías conocido a un chico y que te habías enamorado. Recuerdo los besos y abrazos que te daba para consolarte ¡te entendía tan bien! Yo también me enamoré ese verano. Sí, yo cuando ya tenía mi vida hecha, cuando ya creía que todo seguiría igual, que los días se deslizarían poco a poco faltos de sorpresas y llenos de rutina. 30


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