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Una cuestión de identidad Alex Hernández
Mi Roma
Alex Hernández
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Ya antes, en esta misma revista, he mencionado que las
encarnaciones del cine que me resultan más relevantes son aquellas que se convierten en una especie de proyector que va de la pantalla a la mente de cada espectador y luego de regreso, dando como efecto que cada espectador proyecte su propia película y se convierta de hecho en el cineasta.
Así, ese artefacto extraño conocido como película crea una ficción extraordinaria: no es una historia contada de forma objetiva, sino que son tantas historias como espectadores encuentra.
Hay que decir que ese raro encontrar estos artefactos. Una buena cantidad de las películas que vemos son simple entretenimiento, lo cual está muy bien.
Pero cuando encontramos uno de esos raros casos en los que el proyector da vida a la película y la película da vida a otra película única y personal, es necesario celebrarlo.
Celebremos que Roma es uno de esos raros objetos. Mi experiencia como espectador fue la de revivir detalles de ambientes y situaciones muy concretos, como el automóvil lanchón entrando en un garage reducido; en mis recuerdos la escena proyectada era el Chevrolet Caprice de mi abuelo entrando en el minúsculo garage de su casa en Lindavista. O el panorama de la zona de Ciudad Nezahualcóyotl donde se veían los cerros con las siglas pintadas del candidato del PRI en turno, y sus calles sin pavimentar. La escena derivó en una remembranza de mis primos, mi hermano y yo en excursiones a los cerros vecinos, improvisando trincheras en las calles son pavimentar combatiendo fuerzas enemigas. O la escena de los disparos en el arroyo antes del incendio convertida en el recuerdo vívido de mi papá y mis tíos cazando gallaretas a las orillas del lago de Chapala, etcétera...
Estas reminiscencias forman el anclaje primario que permite que la proyección de Roma se empalme con la proyección de mi propia película. Pero la segunda capa de ensamble entre ambas proyecciones se encuentra en algo menos evidente pero más profundos.
Se revela en la omnipresencia de un poder absoluto y amenazante y simultáneamente la existencia de una corriente de hartazgo manifestada como rebeldía. También en la creencia de una inocencia e ingenuidad de las que surge un heroísmo en estado puro, es decir, capaz del sacrificio. Ya no se trata sólo de una superposición de escenas, sino de una película con una trama personal, paralela a la narración original.
Como telón de fondo, la consolidación de una megalópolis monstruosa que crea cientos de escenarios con una personalidad coherente.
No se trata de una recuperación de una falsa belle age, no es un redescubrimiento de una Arcadia añorada. Es un lugar donde cruzan pesadillas siniestras y sueños luminosos.
Tal como es hoy.
Y que le es dado a cada uno en la medida que le corresponde.