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La ciudad a retazos Paco Olvera

La ciudad a retazos

Paco Olvera

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En uno de sus libros José Emilio Pacheco incluyó un

poema que se llama “No me preguntes como pasa el tiempo”, que en su momento le dediqué a Conchita cuando éramos novios. Esta es una pregunta difícil de responder, y en ocasiones no sólo me pregunto cómo, sino cuándo pasa el tiempo. Estos días he estado utilizando el Metrobús como medio de transporte, y poco antes de llegar a la estación Campeche, que recibe el nombre del cruce de la calle homónima con la avenida Insurgentes, me percaté sorprendido de una tremenda modificación en el mapa de mis recuerdos, pues el edificio de apartamentos donde vivió mi compadre Gonzalo en nuestros tiempos de estudiantes universitarios, desapareció, dejando unas paredes desnudas y la vista al estacionamiento que estaba a lado, donde el poderoso Datsun (no Nissan) de mi compadre, era estacionado. Aún en shock, al avanzar el convoy, vi que la fachada del “Mr. Kelly”, con sus tréboles irlandeses aún subsiste, aunque no sé si siga operando. Igualmente, el Woolworth mantiene su gran letrero al frente. Esto confirmaba que no estaba alucinando, el edificio entero ha sido borrado del paisaje urbano.

Con una mezcla de sentimientos mi cabeza se sacudió como una martinera: nostalgia, indefensión, desidia (nunca tomé una foto), alegría incrustada en remembranzas, tristeza, pero, sobre todo, la impotencia ante el implacable y arrollador paso del tiempo. La ferretería que estaba en la planta baja, entiendo fue una de las que donó todos sus picos, carretillas, palas y guantes de carnaza a inesperados voluntarios que se presentaron a ayudar en el sismo de septiembre 19 de 2017. Cuenta la leyenda urbana que, al paso de las semanas, algunos de los usuarios se presentaron a pagar alguna parte de estos materiales e implementos. Treinta y dos años antes, el destructivo temblor del 85 marcó a los habitantes de la Roma como a muchos otros en toda la ciudad: Chalo fue uno de ellos. Recuerdo que algunos de sus paisanos perdieron su morada e incluso alguno falleció, igual que “Rockdrigo” por un pasón de cemento. Para su familia fue duro, pues Carlos su hermano y Daisy su cuñada habían vivido en el depto antes que él, y cuando escucharon las noticias en La Paz de que la colonia Roma estaba muy afectada, sabían que algo trágico podría haber acontecido.

Según sé, doña Luz, su mamá, se estaba organizando para venir a averiguar qué pasaba con su hijo, pues no “salían o entraban” llamadas fuera de la ciudad (ni a Tulancingo, mucho menos hasta Bolivia). Cuando al fin Chalo se pudo comunicar en una de las casetas públicas habilitadas para hacer llamadas de larga distancia, generó alivio en la familia por allá por los Andes, pero su mamá le pedía volver, aunque fuera sin un título universitario. Seis meses después, el 30 de abril del 86 hubo otro fuerte temblor que sacudió la ciudad. En nuestro departamento, conocido como “Cabo Candelaria” (pues allí despegaban los “cuetes”), estábamos reunidos varios compañeros estudiando para el examen final de “Teoría de Autómatas”; se sintió la sacudida y bajamos al patio unos minutos, donde el show estuvo a cargo de una joven y guapa vecina que sólo usaba pantaletas, hasta que su mamá le llevó una cobija. atrevimiento propio de la ignorancia: se “nos hacía chico el mar para echarse un buche de agua”. Desde sus ventanas atestiguamos los desfiles de autos en busca de compañía sexual, en una acera se sabía que había chicas y en la otra, chicos, para que se atendieran los más variados gustos. En particular recuerdo que allí completamos un largo cuestionario para aprobar Teleinformática. Creo que todos copiamos parte o todas las respuestas a Chalo y a Lalo, excepto un compañero, que decidió “pasarse” de decente y las leyó, pero las respondió “con sus propias palabras”. Creo que fue el único que no aprobó la materia.

Al subir, le llamamos a Chalo y le preguntamos si quería que fuéramos por él. La respuesta fue un “sí” inmediato, que nos llevó a recorrer las calles de la ciudad en la “Caribe” de Fede desde la Candelaria hasta la Roma. Llegamos por él y nos regresamos a casa, a seguir estudiando, pero en un ambiente de jolgorio, incluidas cervezas y chistes.

Varias veces nos reunimos en el depto de la Roma a estudiar, a beber, pero en general a vivir, con esa candidez, desinterés e inconsecuencia con la que muchas veces vive uno cuando es adolescente o un jovencísimo adulto, que además de ser inconsciente de la enorme carga que la adultez implica, teníamos un Desde allí conocí la geografía gastronómica de la Roma alimentándonos de las muestras gratis del Woolworth y cuando comenzamos a tener un peso adicional en los bolsillos, para ir a “El Califa” a los de pastor o a los picantísimos tacos de morita de “El Jarocho”, o las mencionadas hamburguesas del “Mr. Kelly”, con sus saladísimas papas y su decoración cincuentera orientada a los devotos de San Patricio: tréboles y Gnomos. También alguna rara ocasión, fuimos al Sanborns de Aguascalientes, donde estaba la tienda de música clásica donde mi compadre trató de enmendar mis gustos: allí compré “Los Planetas” de Holst, luego de varias semanas de ahorro. La gasolinera de la esquina de enfrente permanece ahora de la marca “Hidrosina”, y de reojo me pareció que la librería de textos científicos que estaba sobre la calle de Campeche aún subsiste, allí me compré un libro de teoría de filtros al que todos nos referíamos con

reverencia como “el Johnson”, tal y como indicaba la etiqueta de la época: mencionando el apellido debías saber de qué texto estabas hablando, sobre todo si te considerabas conocedor o de la cofradía de electrónicos. De esa forma todos sabían del “Van Valkenburgh” (circuitos eléctricos), del “Millman” (microelectrónica), o del Shilling (mejor conocido como el “Chilling” por nuestro querido y sinaloense amigo Guillermo Montoya). Vale la pena mencionar que en la tribu ampliada de ingenieros el “Leithold” de cálculo, el “Resnick” de física o el “Mahan” de química eran reverenciados y nomenclaturados bajo la misma convención.

Entre varias borracheras, no puedo decir que recuerdo, porque como mis amigos saben, cuando tomo, tomo de la dormilona, pero tengo imágenes disociadas de una ocasión en que de la gran cantidad

de alcohol consumida, no puede salir del cuarto que Chalo compartía con Diego, y que de repente estaba yo orinando tantísima cerveza y escuché el grito “¡cabrón hubieras salido al baño!”, sólo fue hasta ese momento en el que me percaté que estaba yo ejerciendo el acto de micción en el cesto de papeles a los pies de la cama. Recuerdo cuando Beto fue por vez primera al depto, y que una paisana boliviana preguntó por “el chico buen mozo” que recién había entrado al apartamento (sabíamos del “pegue” de Beto, pero la expresión tan apropiada y castiza nos daba risa).

¿Y de dónde viene esta avalancha de recuerdos? Si, de la Roma, lugar donde aterrizó Chalo, siguiendo los pasos de su hermano y su cuñada que vinieron a estudiar de su natal Bolivia a México. Si ya Cuarón había tocado mi corazón y mi nostalgia con su gran película, esta ausencia y esta transformación inexorable del paisaje urbano me recuerda lo efímero de los objetos aparentemente inamovibles de nuestras vidas, y le confiere valor adicional a documentos como esta visión fantasmagórica en la pantalla de plata que retrata un México que dejo de existir en la realidad y comienzan a desvanecerse en nuestros recuerdos. Con la misma carga de nostalgia que Chava Flores entona “Mi México de ayer”, la ciudad se nos sigue transformando, y nos queda recordarla, compartir nuestras memorias para hacerla renacer, aunque sea tan sólo por unos breves momentos cada día

Paco Olvera

Julio del 2019

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