13 minute read
Vos sos Feliz? José Iván Dávalos Saravia
Entre 1983 y 1988, se trasladó a Alemania del Este, (extinta RDA), para estudiar ingeniería civil en la Escuela Superior del Transporte "Friedrich List", ahora adscrita a la Universidad Técnica de Dresde, completando un diploma en diseño y construcción de carreteras. Nacido el 23 de enero de 1963, casado, con dos hijas y un hijo.
No se había aún disipado el humo en el jardín del suntuoso hotel “Kabul-Serena” por causa de las bombas caseras que habían lanzado los rebeldes del Talibán, cuando estábamos descansando en su comedor impersonal, Marco dejó de hablar por teléfono tranquilizando a su hijo sobre el bombardeo y el ataque complejo que acababa de ocurrir y, sin mediar siquiera una sonrisa me espetó; - loco!... vos sos feliz??, lo miré algo ingenuo y le respondí sin reflexionar que en ese momento; no, pero que luchaba por serlo; cuando iba a argumentar mi duda y defender mi estamento, reiniciaron los disparos de forma seca y contundente, cabezas. Algo más de un mes atrás me había trasladado a vivir al lujoso hotel, después de que nos había sugerido la seguridad de Naciones Unidas de dejar mi pequeño departamento en un barrio tranquilo de Kabul, donde vivía desde mi llegada en septiembre del 2008, lugar que, a decir de algunos colegas, más parecía un campamento de desplazados que una morada. Ante este nuevo incidente, corrimos confundidos hacia la cocina más siguiendo nuestro instinto de supervivencia y sentido común, antes que siguiendo la guía de los más confundidos todavía soldados de las fuerzas internacionales que atropelladamente nos condujeron al bunker en el sótano del hotel, el cual era hasta entonces la cocina de trabajadores y personal de servicio; después, el lugar sería adecuado como refugio para enfrentar los periódicos ataques complejos que llevaban a cabo “los talibanes”, quienes entre otras reivindicaciones exigían la salida de las tropas internacionales de ocupación en el devastado país, en guerra y conflicto, desde hacían casi 30 años. Para entrar al curioso refugio, era menester someterse a una búsqueda y revisión por parte de asustados y
Advertisement
con estruendos que parecían retumbar sobre nuestras agresivos soldados de las tropas de ocupación de las llamadas Fuerzas Internacionales de Apoyo para Afganistán; jovenzuelos pertenecientes a tropas de más de 20 países que no tenían mayor idea del conflicto en el que estaban inmersos, menos comprendían lo que sus jefes sobradamente si lo hacían; se enfrentaban a un movimiento nacional cuyo combatientes estaban curtidos por el hambre, la miseria e incontables años de lucha, que los había convertido en verdaderas fieras y para quienes el morir era una honra y un sacrificio heroico para su Dios. Estos noveles combatientes que eran enviados a resguardar lugares donde difícilmente serían atacados, supuestamente debían garantizar nuestra seguridad, sin embargo y por su marcada inexperiencia, veían en nosotros potenciales terroristas; así, fuimos obligados a acostarnos en el suelo boca abajo, a la entrada del refugio, con las manos sobre la cabeza, con un arma larga rozando nuestra nuca y pasibles a que metan las manos y nos revisen hasta el ano; ahí yo para pensar en otra cosa que no fuera mi humillante posición, recordaba aun la imprecación frívola de Marco sobre si era feliz y me respondía a mí mismo que, sin dudas, había vivido momentos mejores. Ya sentados en el bunker, sentí la necesidad imperiosa de llamar por teléfono a mi flaca, para contarle sobre todo que estaba bien, que en la madrugada había ocurrido un ataque al hotel donde vivía pero que tuvimos tiempo de ponernos a buen recaudo en los sótanos del hotel y que la llamaría después con más calma. Salí del bunker con el pretexto de buscar una señal para mi teléfono celular, aunque a decir verdad, salí más preocupado por encontrar un baño ya que mi
estómago, autónomo por antonomasia, había decidido pronunciarse de urgente manera. Apenas había salido al pasillo donde circulaban desordenadamente mozos cómo buscando atender a los flamantes comensales del bunker, cuando de pronto se escuchó a alguien que pedía permiso a gritos en el pasillo y la gente que circulaba abría el paso desordenada y rápidamente; era un soldado de la policía afgana que iba por delante de una camilla que apurados llevaban otros seis soldados, dejando entrever dos cuerpos tapados con una frazada, de la cual manaba incesante sangre; eran dos víctimas mortales que acababan de ser bajadas de la terraza donde se daban crudos enfrentamientos entre tropas del Taliban y el ejercito afgano; vi pasar la improvisada comitiva con los muertos a cuestas; en ese momento más preocupado por encontrar el baño que por evitar la sangre fresca que corría sobre el piso de cemento. Entré al baño guiado por un mozo risueño que aparentemente sabía cuál iba a ser mi sorpresa en el lugar donde no existían inodoros como estaba acostumbrado y mucho menos papel higiénico; se trataba de una fila de agujeros en el suelo forrados en porcelana con un olor y suciedad indecibles, donde uno tenía que sentarse de cuclillas como en la tundra a hacer sus necesidades; así, y en esas condiciones, resultaba difícil por no decir imposible, tener motivación alguna hasta para defecar. Admito que con el tiempo me acostumbré a hacerlo, diríase inclusive, hasta con cierta familiaridad. Salí rápidamente del curioso recinto, habiendo dado el uso previsto al hoyo aquel. De retorno al bunker, me fijé recién con cierta atención, como limpiaban la sangre numerosa que no se había disipado aun y continuaba tiñendo el cemento con un reguero de rojo intenso. No recuerdo cuanto tiempo quedamos varados, sentados, sin poder movernos en aquel lugar mal llamado Bunker, mientras yo contemplaba el vacío, sin dejarme interrumpir por el murmullo y los comentarios de otros huéspedes del inhóspito lugar; algunos empezarían, tal vez, a hacer ciertas confesiones o a echar de menos sus enseres o tesoros que habían dejado en las habitaciones, como el gallego aquel que confesó sobrecogido que había dejado en su habitación una botella de whisky “Johny Walker” etiqueta negra y su reloj Rolex que muy probablemente, según él, no los volvería a encontrar. Después supimos que aparecería el reloj Rolex intacto; no así la botella de whisky que fue encontrada abierta rellenada con té negro; seguramente los furtivos bebedores abrigaban la peregrina idea de que el gallego no notaria aquella picardía de los encargados de la limpieza de la habitación que se bebieron el whisky en su ausencia. Salimos del bunker casi al anochecer, el tiroteo había cesado un par de horas atrás y solo se percibía un fuerte olor a pólvora y las grandes ventanas del salón del comedor aun dejaban entrever el humo y una gran cantidad de soldados afganos armados hasta los dientes, -siempre me pregunté si sabían usar algunos de tales implementos-; nos miraban con cierta envidia, pues mientras ellos se exponían de forma temeraria, los casuales rehenes salíamos del bunker como zorros de sus madrigueras, y encima, creyéndonos héroes. Fui casi corriendo al lobby del hotel para llamar por teléfono a mi flaca, quien había estado tratando de comunicarse conmigo en las horas previas después de haber acompañado en las cadenas internacionales de televisión, casi en tiempo real, el ataque que marcaba como siempre la noticia de impacto del día. Al oírme se tranquilizó y sólo pude decirle que estaba bien, que la amaba, que les diga a mis hijas e hijo que estaba bien, que no se preocupe y que en ese momento me iría a dormir a otra parte, ya que no podía quedarme en el hotel que estaba prácticamente ocupado por las fuerzas militares y de seguridad. Tímidamente argüí que el ataque no era contra nosotros, sino contra todo lo que significábamos; no se si entendió el argumento la pobre flaca que denotaba una serenidad pétrea pero por dentro, como yo, se estaba derrumbando; yo dominaba mi emoción, porque no podía admitir que me estaba muriendo de la ansiedad, ni siquiera de miedo, pues la ansiedad es más dura que el miedo, generalmente uno le tiene miedo a algo concreto, no así, uno siente ansiedad por algo que puede llegar a ocurrir y que nadie puede preverlo; o
sea, uno tiene como única certeza que no se está seguro en lugar alguno. Seguía cavilando, pensando que era muy difícil convencer a alguien o a los mismos rebeldes afganos, que en nuestro trabajo y misión no éramos parte de la intervención, ni del problema, pero en ese momento esta postura conceptual a nadie le interesaba; solo a mí y mis convicciones. Subimos a nuestras habitaciones por las escaleras ya que apenas teníamos 10 minutos para tomar lo que consideráramos imprescindible y salir de nuevo. El hotel estaba sin luces y la penumbra apenas alcanzaba para percibir donde uno a tientas caminaba. Por un momento me encontré sentado en mi habitación con la puerta abierta, pensando que no tenía donde ir a dormir al menos esa noche. Busqué a Marco y salimos juntos sonriendo nerviosos de forma cómplice, pero como parias, sin saber dónde ir. Ya afuera del hotel, Marco se tomó su tiempo, -como lo hacía siempre-, para fumarse con pasmosa tranquilidad un par de cigarrillos mientras me recordaba en voz alta y a ratos entre risas sonoras, algunas interioridades de nuestra reciente aventura en el bunker, señalándome socarronamente de nuevo que no le había respondido si era feliz. Encontramos a nuestro chofer en medio del inmenso parqueo del hotel; el pobre Besmil estaba muy preocupado por nosotros y sin saber bien que hacer; le pedimos que nos lleve a la oficina, el único lugar donde a nuestro ingenuo criterio podíamos estar seguros. El fiel Besmil nos ofreció su casa para pasar la noche, algo que muy a pesar nuestro rechazamos, no porque desconfiáramos de la hospitalidad de éste amigo quien inútilmente insistía, sino que, por razones de seguridad, visitar las casas de la población local era algo vetado por Naciones Unidas; de ocurrir alguna emergencia con nosotros en la casa de un afgano, no podrían reclamarse ni nuestros cuerpos; así al menos lo había afirmado todo orondo en nuestro primer encuentro con la seguridad de la oficina, el asesor terreno; un expolicía australiano de mirada lasciva que pensaba en su próxima conquista antes que en preservarnos seguros. Recorrimos Kabul en medio de la penumbra, adivinando donde estábamos y parando cada 500 metros en puestos de control que se regaban por toda la ciudad, en los cuales había que dar cuenta de quienes éramos; por suerte no nos obligaron a bajar del vehículo, sino que éramos sometidos a un escrutinio a través de las ventanas, mientras el vehículo era revisado con un curioso aparato semi artesanal, con un espejo en la parte inferior con el que supuestamente se identificarían bombas debajo en el chasis; con la lumbre que emitían estos aparatos difícilmente se podía detectar algo; creo que todo este ejercicio lo hacían, los soldados afganos, más por curiosidad o interés de obtener algo de comer a cambio, que por sospecha de encontrar alguna bomba o explosivo y menos en el tipo de vehículos que teníamos con placa internacional. Finalmente, luego de observar rápidamente los documentos que por cierto no los entendían porque estaban en inglés, nos dejaron pasar, no sin antes hacer alguna broma en idioma farsi con él conductor. Llegamos a la histórica plaza de Shari-Naw donde estaba el edificio de nuestras oficinas; lo vi hasta con alivio y reconocimiento, como cuando uno llega a su casa después de haber estado de parranda y ahí, cansado y nuevamente con ganas de entrar al baño, esta vez un baño católico, fui en busca de mi puesto de trabajo en el segundo piso de una vetusta casa que hace 50 años pudo haber sido una mansión y ahí, detrás de mi escritorio, envuelto en una alfombra persa alrededor de mi cuerpo para evitar el frio que ya arreciaba en noviembre, con el fulminante cansancio y estrés que no me permitían ni pensar de forma racional, me tendí a dormir en el suelo habiendo tardando apenas unos instantes en quedar tan profundamente dormido que empecé a soñar que estaba despierto y distendido, correteando en nuestra casita de la playa cerquita de Managua, confirmando fehaciente a mi flaca y mis hijos que era un tipo feliz. A las cinco de la mañana del día siguiente, me despertó el rezo diario del Corán, que precedía muchas veces al
estallido de una bomba que te obligaba a levantarte rápidamente, buscar tu casco y tu chaleco antibalas para salir corriendo al refugio de la oficina, no sin antes despertar a los que quedaban dormidos. Han pasado más de 11 años de todo aquello y aun cada mañana me despierto a las 5:00 am, a veces asustado, esperando el rezo del Corán y después la bomba, sin embargo, soy feliz, aunque a veces no haya a quien confirmarle el testimonio de mi fe.
El placer y el sufrimiento de posponer las cosas
Pedro Flores
Dos casos de la literatura
I Se dice que en el verano de 1830, el escritor Víctor Hugo se encontraba frente a una tarea imposible: al finalizar ese año debía entregarle terminada a su editor una novela titulada Notre-Dame de Paris. Doce meses antes se había comprometido a escribir el libro. Pero, en lugar de dedicarse a ello, su atención se había orientado a otros proyectos y actividades, posponiendo el trabajo una y otra vez. Gosselin, el editor, como seguramente le pasaría a todos los editores, estaba frustrado y molesto por la tardanza, así que le impuso al escritor la fecha límite de febrero de 1831, poco menos de seis meses. Para evitar la tentación de apartarse de su trabajo, Víctor Hugo tomó todas sus ropas y las guardó bajo llave quedándose sólo con un chal grande. Así no podría abandonar la casa y distraerse. Trabajó sin descanso desde septiembre y pudo cumplir con la tarea titánica. La novela se publicó el 14 de enero de 1831. Aunque el esfuerzo le trajo un enorme agotamiento físico, valió la pena; la obra fue muy bien recibida por los críticos y tuvo gran éxito entre los lectores, lo que le redituó además un alivio económico.
II José Emilio Pacheco narró en una de sus entregas de la columna semanal Inventario cómo se convirtió en amanuense de Juan José Arreola, con lo cual rescató al jalisciense de un problema como el que enfrentó Víctor Hugo, pero a la mexicana. Juan José Arreola era un erudito autodidacta en artes, destacadamente literatura. Fue un hombre extraordinario en el dominio de la palabra y en su generosidad para guiar jóvenes talentosos en su inicio en la literatura. Es bien conocida su fama de sibarita, a pesar de que nunca tuvo un ingreso siquiera decente. Pacheco lo dice con elegancia: la ciencia, ya no digamos de acumular, sino de retener el dinero no le fue dada a Juan José Arreola. Además gustaba de hacer multitud de regalos a sus amigos y a los jóvenes discípulos que recibía en su casa los agasajaba con vinos y quesos franceses. Este ritmo de vida bohemia se mantenía gracias a los escasos ingresos por derecho de libros y una beca que de repente se vio interrumpida. Ya no hubo dinero para los vinos y quesos; la familia y los discípulos terminaron comiendo lo que la esposa de Arreola improvisaba de manera prodigiosa. En esa precariedad Henrique González Casanova, en ese entonces Director General de Publicaciones de la UNAM, le ofreció ayuda adelantándole el pago de un libro futuro que se titularía Punta de Plata, por tratarse de la técnica de grabado que el ilustrador Héctor Xavier usaría para representar las descripciones de animales que compilaría el libro. El dinero del pago duró poco y del libro ni una línea. Los plazos de entrega se fueron agotando y la angustia de Arreola y sus amigos crecía pesadamente. El bloqueo del escritor es una carga enorme que se vuelve una espiral asfixiante. A mayor urgencia de entregar un texto, más imposible se vuelve sentarse a escribirlo. Estando a punto de ser demandado por los abogados de la UNAM para que devolviera el pago recibido por anticipado, los amigos y discípulos de Arreola compartían su angustia. El plazo fatal era el 15 de diciembre de 1958. Entonces, José Emilio se presentó el día 8 de diciembre en la casa del maestro y casi lo obligó a recostarse en un catre y le ordenó: Me dicta o me dicta. Curiosamente, el bloqueo del escritor no es la