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NIETO
La vida sigue. Hasta que ya no. Sidney Pollack en Ojos bien cerrados (S. Kubrick, 1999)
Se dice mucho, por suerte, acerca del comienzo de la escritura. Es un tema que interesa a todas las personas que aspiran a escribir, y que en su mayoría son jóvenes. Hay manuales y ensayos. Hay incontables grupos y talleres de escritura al estilo antiguo y también con formas modernas, que toman elementos de terapia, trabajo de cuidados y organización comunal horizontal.
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Por suerte también, ya no está tan extendida la idea de que la escritura es una disciplina que solo debe aprenderse si se va a vivir de ella: hay personas que acompañan sus ocupaciones principales, sean las que sean, con la escritura, igual que la acompañarían practicando un deporte, tocando un instrumento o atendiendo un albergue para animales. Si más gente abordara la escritura (y su reverso, la lectura) de esa manera no estrictamente utilitaria, nos iría mucho mejor como sociedades en el occidente y en el mundo.
Y, desde luego, también se dice mucho (en el mundo pequeñito donde se dicen estas cosas) acerca de la maduración y la plenitud de la escritura. Grandes mitos de los autores del canon tienen que ver con: a) el proverbial broche de oro, el texto que resume y cierra una carrera triunfal (Los hermanos Karamazov de Dostoievsky, por ejemplo); b) el texto final o póstumo que quedó inconcluso, que siempre apuntará a lo que todavía se intentaba decir (como El rey pálido de David Foster Wallace); o c) el texto que hace de “testamento literario” (la carta suicida de Virginia Woolf, digamos) incluso si quien lo escribió no se lo proponía así.
Las obras de estos tres tipos son leídas, o al menos consideradas, con fascinación y sentimentalismo porque se ajustan a dos ideas más o menos aceptables de la extinción o la muerte: la de quien ya “logró todo” y la que llega “sin avisar”, sin disminución aparente de facultades, ambiciones o esperanzas.
Lo que no se discute tanto, me parece, es lo que sucede en la mayoría de los casos, cuando quien escribe simplemente envejece y empieza a llegar el estancamiento. Como individuos y sociedades, somos pésimos para afrontar los estragos de la edad: creemos que la juventud y el triunfo son virtudes (o por lo menos mercancías) y que mientras menos se vean los ancianos y los frustrados, mientras menos volumen ocupen en el espacio y menos tiempo haya que pensar en ellos, mejor. Únicamente cuando empezamos a ser ancianos, a sentirnos vencidos, llegamos a cambiar de opinión, y entonces, por supuesto, es demasiado tarde.
Cuando la habilidad con el lenguaje decae, habrá quienes abandonen sin mucho sufrir una distracción que ya no pueden mantener. Pero otros no lo conseguirán. El límite entre el pasatiempo y la vocación es
[lA mAteriA no existe]
¥ ALBERTO CHIMAL
OBSERVACIONES PARA LA CUESTA ABAJO
más difícil de distinguir en la escritura que en otras disciplinas. Se puede escribir en la vejez, con numerosos achaques encima y un cuerpo como el de Maradona en sus últimos tiempos. Se puede creer que hay un gran futuro, un valor enorme en lo que se hace, a pesar de una vida entera de evidencias de lo contrario. Y estos tiempos de precariedad laboral pueden ser muy crueles y agregar complicaciones sin fin a cualquier biografía. En el último año he sabido de los casos de un editor en etapa pésima, que se dedicaba a conducir un Uber y murió de COVID, y de un crítico literario, ya pasados los setenta años, que no encontraba roomie para compartir departamento, como se cree que le debe pasar a alguien de un tercio de su edad.
Y sí, es verdad que hay éxitos tardíos, aunque pocos y espaciados: el de Cortázar, que empezó en serio después de los 40, o el de Bolaño, que a dos años de su muerte logró la hazaña de convertir una carrera subterránea en un ejemplo perdurable de rebeldía juvenil.
Con todo, y para el o la colega a quien pudiera servir, lo que sigue son algunas ideas acerca del tiempo que se agota para un struggling writer, es decir, uno como casi todos nosotros, que desea(ba) otra cosa, pero ya está viendo que no tiene más en el futuro que seguir escribiendo, día tras día, hasta lo último. O, dicho de otro modo, que solo podrá encontrar sentido en la compañía de la escritura.
Estas observaciones están pensadas desde el cuidado y (aun si no parece) desde la compasión.
1. Ya no hay tiempo para hacerlo todo. (En realidad nunca lo hubo, pero a estas alturas el hecho ya no puede ignorarse ni negarse.) 2. Si se ha publicado, todos los errores cometidos en los textos seguirán allí hasta que estos se olviden. Y eso ocurrirá –salvo excepciones– después de la muerte física de quien los cometió. Por lo tanto, más vale creer que no hay reparación posible. 3. Y más vale, también, aceptar que algunos reveses son culpa de uno/a y de nadie más, pero igual debe haber habido injusticias, accidentes, azares desafortunados. Porque siempre los hay. 4. Incluso, es posible que haya habido injusticias, accidentes y azares de los que uno/a mismo no se enteró siquiera. Pero no tiene caso torturarse pensando en ellos. 5. Algo más que es útil: la convicción de que ya se logró todo lo que iba a lograrse. Casi con seguridad así es. Y si se logra creer en esto, cualquier alegría inesperada será mayor. 6. La posteridad no existe. O, por lo menos, no existe para casi nadie. Al consuelo de que ninguna obra perdura para siempre hay que contraponer el hecho de que nadie sobrevive a su propia muerte para observar, “desde otro lado”, la gloria futura, la vindicación póstuma, la vergüenza o el olvido de quienes envidiábamos. 7. Es importante no confundir el propio declive con el del mundo. El fin individual nunca es tan grande. Solo está más cerca, y parece ser más cruel, más absurdo, porque se vive desde adentro.
8. El único sentido que se puede encontrar en la vida humana está en el lenguaje: en la invención de historias que nos justifican. No hay más. 9. Pero se debe leer esto una segunda vez. El único sentido que se puede encontrar en la vida humana está en el lenguaje. La persona que escribe, y que ha estado tanto tiempo cerca del lenguaje, lo tiene de su parte. Al menos por un tiempo, su compañía amortigua los dolores.
Lo único que no puede arrebatarse nunca a quien escribe es el tiempo de la escritura: la experiencia y el recuerdo de lo que sucede entonces, y que es una conversación con alguien más, con nuestro propio interior, y con otra cosa, que no puede describirse porque es distinta para cada persona. Solo la pérdida catastrófica de la memoria –que a veces llega– puede borrarlo. Y si la memoria se pierde, ¿qué importa cualquier otra cosa?
En sus últimos años, el gran Terry Jones –actor, escritor, académico, miembro del grupo Monty Pyhton– padeció una enfermedad degenerativa que fue arrebatándole la capacidad de hablar y de entender a otros. Se cuenta que, en las etapas intermedias de su mal, salía a caminar por los alrededores de su casa en Londres, hablándole a quienes se cruzaban en su camino (“Estoy loco”, les decía) pero siempre avanzando deprisa, pisando con fuerza, tan rápido como podía.
Ese es nuestro emblema: igual vamos hacia quién sabe dónde, a toda prisa, aferrados a unas pocas palabras.
[PlumAs Al vuelo]
La escritura-serpiente
¥ JESSICA NIETO
Para Miranda
Una vez que aprendemos a escribir y asumimos esta acción como algo automático y cotidiano, nos resulta muy natural que el sentido de la escritura, me refiero a su direccionalidad, sea hacia la derecha y, por ende, el sentido de nuestra lectura, también. Que las letras se vayan acomodando una frente a la otra formando palabras, oraciones, párrafos, textos que se extienden de arriba hacia abajo, de izquierda a derecha, una y otra vez, es lo habitual para nosotros escribanos y escribanas occidentales, usuarios de un alfabeto también tendiente hacia ese lado de la realidad. Pero sabemos que existen otros sentidos, otras direcciones de la escritura –y de la lectura, claro. Pensemos en el alfabeto y la escritura hebreas; en los alfabetos y escrituras japonesas, el árabe, o cualquier otra escritura y alfabeto oriental –como los alfabetos bráhmicos– que no solo están compuestos de letras cuyas formas y sonidos parecieran salidos de un universo maravilloso y mágico, sino que son escrituras que van hacia otro lado –¿o es nuestra escritura la que va hacia otro lado?, supongo depende de a quién se le pregunte–: van de derecha a izquierda.
Por supuesto que la orientación de las escrituras y de los alfabetos tiene sus fundamentos de tipo histórico, geográfico, social, político, etc., y el sentido de su sentido es mucho más complejo de lo que yo pudiera expresar en estas pocas líneas. Pero además de familiarizarnos con una dirección hacia la cual tenderemos a escribir (me detengo un poco en este gesto de “tender” la escritura, porque ya lo usé dos veces: me parece que esta acción describe muy bien lo que hacemos cuando escribimos: desplegamos caracteres, los extendemos sobre una superficie, un soporte –la hoja, por ejemplo–; alargamos palabras y frases esperando alcanzar al otro, al lector), nos familiarizamos con una forma de ver lo escrito. Margaret Meck, académica reconocida por sus trabajos sobre la adquisición y el uso de la escritura, menciona en su libro En torno a la cultura escrita que “dado que aprendimos
LA ESCRITURA ES UN CÓDIGO QUE ABARCA INCLUSO LO QUE NO SE DICE HABLANDO Y REPRESENTA IDEAS CUYA LEGIBILIDAD RADICA NO SOLO EN RELACIONAR CIERTOS SONIDOS CON CIERTAS FORMAS –QUE ES LA FORMA TRADICIONAL EN LA QUE SE NOS ENSEÑA A LEER–, SINO EN RELACIONAR ESOS SONIDOS Y ESAS FORMAS CON UNA REALIDAD Y UN CONTEXTO ESPECÍFICOS.
a leer desde que éramos muy pequeños y que vivimos rodeados de letras impresas, nos parece difícil imaginarnos un tiempo en el que no existía la posibilidad de ver el lenguaje”. Porque, claro, suena a obviedad, la escritura vuelve visible los sonidos del lenguaje que hablamos; pero no solo hace eso, porque si pensamos en los carteles publicitarios o los señalamientos, la escritura es un código que abarca incluso lo que no se dice hablando y representa ideas cuya legibilidad radica no solo en relacionar ciertos sonidos con ciertas formas –que es la forma tradicional en la que se nos enseña a leer–, sino en relacionar esos sonidos y esas formas con una realidad y un contexto específicos, con un momento y un estar en el mundo.
Como dice Meck, nacimos en un mundo plagado de letras. Aunque de bebés o de niños pequeños no sabemos leer, eventualmente sabemos reconocer esas figuras que intuimos algo deben decir. Sabemos que son letras. Además, los adultos se encargan –nos encargamos– de dejar eso claro desde el principio: estas formas son las formas de tu lenguaje. Pero hay algo que no suele dejarse claro desde el principio, y es precisamente la dirección, el sentido en el que esas formas se irán desdoblando tanto en el papel como en el entendimiento. Ahora soy adulta y no recuerdo cómo habrán sido mis primeras intenciones escriturales, pero observo en mis hijas y en otros niños, la intuición de un sentido. Y esto que sigue también lo escribo desde lo que yo intuyo de esa intuición: más o menos a los dos años o antes, depende, cuando los niños comienzan a desarrollar su motricidad fina y empiezan a sostener colores, lápices, pinceles, y empiezan a hacer trazos, rayas, manchas, una de las cosas que intentan emular es la escritura. Mi hija mayor, Julieta, hacía trazos rizados, primero hacia todas direcciones. Una vez, encontré en un muro uno de estos trazos rizados que yo ya reconocía como su protoescritura, y al verlo noté que lo había dibujado de arriba hacia abajo, le pregunté el porqué de esta dirección y me respondió: “es una cabellera escritura”, porque caía, como una cabellera. Luego, y sin que alguien se lo indicara, ella sola comenzó a hacer estos trazos combinados con otros, pero en el sentido en el que solemos escribir, de izquierda a derecha, y de arriba hacia abajo, una línea seguida de otra. Cualquiera diría que fue así porque mi hija me veía escribir o porque siempre ha estado rodeada de libros, que entendió por sí misma hacia qué dirección dirigir los trazos, pero yo pienso que no. Pienso esto: que más que entender, los niños primero intuyen hacia dónde tiende la lectura del mundo que los rodea. Y esa intuición es la que orienta el trazo una vez que comienzan a dibujar escritos.
Todo esto que yo también intuyo –no soy una experta como Meck, pero igual me fascina la adquisición de la escritura–, empezó a resonarme no en ese momento sino hasta hace un año, cuando mi hija menor, Miranda, comenzó también a “escribir”. Como Julieta, empezó trazando hacia todas direcciones, pero esta vez, como tenía el ejemplo de su hermana mayor, de inmediato tomó una libreta y un lápiz, reconociéndolos como los instrumentos para escribir (Meck también menciona que “mantenemos la historia de la escritura en nuestras manos cuando usamos punzones, lápices o bolígrafos”), a diferencia de Julieta que comenzó haciéndolo en los muros. Y un día, también sin previo aviso, pasó de trazos