Escrituras Aneconómicas. Revista de Pensamiento Contemporáneo Año II, N° 4, Santiago, 2013. Escrituras Alrededor del Golpe. ISSN: 0719-2487 http://escriturasaneconomicas.cl/
DE UN TONO REVOLUCIONARIO ADOPTADO EN CHILE EL 20111
AICHA LIVIANA MESSINA
Universidad Diego Portales. aicha.messina@yahoo.fr
Traducción de L. Felipe Alarcón.
Hace ya más de un año, la ciudad de Santiago vivía al ritmo de un movimiento que probablemente sorprendió hasta a sus propios actores: los universitarios y escolares que se manifestaron a favor de la educación pública, gratuita y laica. En sólo algunas semanas, los manifestantes llegaron a dar lugar a un verdadero movimiento: lo que circulaba en la ciudad ya no era el curso ordinario de las cosas. El tiempo se doblegaba a las exigencias dictadas, no ya por la economía del trabajo y de la producción, sino por los manifestantes y lo que ellos debían poner de manifiesto. Así, el jueves fue durante meses una jornada reservada a las manifestaciones estudiantiles, el domingo una jornada en la que se manifestaban las familias, mientras que los lunes y los viernes eran los días en que se leían los diarios para conocer los avances concretos del movimiento. Contrariamente a lo que decían los propios actores de este movimiento, éstos no solamente ocuparon espacios2: forjaron un tiempo, un ritmo y un cierto “nosotros” bastante indefinido. Cada noche, a partir de las 10, uno podía ponerse en la ventana, participar del concierto de cacerolazos, sentirse parte activa de un colectivo que sobre todo ponía de manifiesto un rumor: un ruido de superficie que entonces daba a creer o a pensar que algo inaudito estaba produciéndose, que una revolución estaba 1 El texto fue publicado por primera vez en la revista Outis. Journal of (post) European philosophy, n.3, 2013 2
De hecho, al movimiento se le caracterizó a menudo a través de la “toma”.
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en curso — palabra a la que algunos se arriesgaban riendo, otro con más firmeza y seriedad, y quizás no sin la conciencia de que para hacer la revolución, más que solo hablar, hace falta también revolucionar lo que la palabra revolución quiere decir, hace falta —porque ella lo quiere— crear su sentido más allá de sus viejos modelos y esquemas, hace falta, para retomar uno slogan que circuló bastante, “crear para creer”3. Ese habrá sido al menos el nombre dado a ese rumor que corría, y que correaún: las manifestaciones de 2011 (y que siguen aún hoy, aunque esporádicamente) no habrían sido sólo del orden de la revuelta sino de la revolución. Incluso cuando desde hace al menos diez años cada junio los estudiantes se manifestaban y ocupaban los espacios universitarios, el año 2011 fue sin precedentes: esta vez el movimiento no se interrumpió, se formó una bola de nieve, en todas partes se hablaba de él: la política se volvió verdaderamente un “asunto común”. Algo de hecho se produjo el 2011, un cierto “nosotros”: una toma de palabra que de pronto creó lo común. Un rumor (un ruido de fondo) que de pronto invitaba a la palabra. Pues para que haya un “nosotros”, un “nosotros” sin precedente, es preciso que las voces circulen —voces que, previamente, no se escuchaban entre ellas, y ni siquiera a ellas mismas— y para que las voces circulen, para que las palabras se comprometan, es preciso que algo se deje escuchar —aunque sólo sea un ruido— que lleve a los individuos a salirse de los límites a los que se restringen no hablando más que entre ellos, raramente con otros. Pero que la palabra revolución haya comenzado a sonar, que se haya hablado de ella y que se haya participado —en diferentes medidas— de ese rumor, que eso haya pasado, ¿esto acaso no define el círculo de la revolución que sólo comienza a existir realmente como rumor —como ruido de fondo del que no se puede conocer lo que presagia— pero que arriesga llegar a su fin cuando ese ruido se convierte en discurso, allí donde todo el sentido Sobre este asunto, ver el reciente discurso de Giorgio Jackson, uno de los principales líderes del movimiento. En ese discurso, Giorgio Jackson afirma “Entonces el desafío está en ser creativos y leer Chile más allá de Dictadura o No Dictadura, de Estado o Mercado. El desafío está en revolucionar todo lo necesario para lograr un Chile más justo, armónico, integrado e igualitario. De allí que repitamos, y sigamos repitiendo, que hay que “crearparacreer” (http://www.theclinic.cl/2012/09/08/el-discurso-en-el-que-giorgio-jackson-hace-pico-alsistema). 3
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parece lo suficientemente bien construido como para que un nuevo orden se produzca y se vuelva al punto cero: no en la nueva lengua de un mundo (y de relaciones humanas) transformado, sino al punto muerto, al punto donde no se puede cambiar realmente, porque no se puede decir nada nuevo (o viceversa)? Porque para que haya una revolución, para que cada cosa tenga un impacto de orden general, es preciso que se hable, pero hablar es también correr el riesgo de apropiarse inmediatamente del sentido de lo que sucede, es pretender ser sujeto del sentido y de la historia —allí donde el acontecimiento debería más bien manifestarse de manera invisible, invitándonos a hablar sin saber del todo de qué se habla, pero sabiendo que no se sabe, que las palabras no están a nuestra disposición y que exigen de nosotros el saber guardar un cierto silencio. Mirado desde arriba, podría decirse que el movimiento se produjo de manera ambivalente, incluso contradictoria (respecto a sus propias ambiciones). Si algunos líderes del movimiento lo han descrito en términos de revolución, su fuerza estuvo más bien en su poder de negociar con los políticos, lo que pudo hacer decir que por muy revolucionario que se crea, el movimiento sobre todo le hacía el juego a las instituciones. Por otra parte, si la revolución implica siempre la novedad, lo inaudito, nada era realmente inédito en las “ideas” sobre la educación que el movimiento parecía movilizar. Reivindicando una educación “pública, gratuita y laica”, el movimiento reivindicaba lo más justo, pero no hacía otra cosa que llevar a la escena pública las antiguas formas, que remiten a una historia y a una concepción del Estado que, al menos en Chile, están, de cierta manera, añejas (volveremos a ello). En fin, si asistimos a un movimiento “sin precedentes”, la manera en que ese “sin precedentes” estaba produciéndose, la lógica a la que parecía obedecer, no parecía totalmente nueva: visto desde arriba, se podría decir que la gramática de los acontecimientos encontraba su lógica en una concepción hegeliana de la historia, que procede por momentos, escisiones, relevos, y que encontrarían siempre soporte en un sujeto. Los mismos líderes del movimiento explicaban la efervescencia del movimiento por la nueva consciencia que se estaba adquiriendo en Chile: “hoy ya no creemos que el desarrollo sea un progreso”, “no se cree el cuento, se despertó porque ya no se cree el cuento”, y no solamente se está desencantado sino que, según los líderes, al
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fin “despiertos”4 o alertas, al fin conscientes. La escena sería entonces aquella en la que se desgarra lo que daba solidez y autonomía al mundo actual, lo que pasaba por verdadero aparece al fin como falso. Así los líderes del movimiento podían ser considerados héroes y los acontecimientos tomados en una lógica ideal, procediendo de la consciencia y de su progresión. Pero ver los acontecimientos desde arriba es, por una parte, pretender que ha pasado algo que puede ya circunscribirse o bien hacer como si uno pudiera sustraerse del movimiento —como si no se fuera una de las voces. Ahora bien, si este movimiento tuvo éxito (y, sin saber bien por qué, fue rápidamente en esos términos que el rumor sobre el movimiento se expandió: rápidamente no se leía ya ningún artículo que no comenzara por evocar el éxito del movimiento estudiantil), fue precisamente por ello que implicó hasta a los que pretendían distanciarse: se sintiera uno solidario o crítico del movimiento, el impacto del rumor fue tal que no se podía no tomar partido, que incluso el silencio de los que no se pronunciaban podía hacer ruido. Fue entonces en la medida en que el rumor se propagaba y que esa propagación no podía ya ser interrumpida que se comenzó a hablar de revolución. El éxito del movimiento ha consistido en aquello que se le escapaba a él mismo: no había centro, la prominencia de sus “líderes”, que ocuparon de golpe un puesto mediático importante (y eficaz), hacía sobre todo posible la prominencia de otras voces como las que, comprometidas y plurales (se podían leer tomas de posiciones de algunos rectores que parecían contradictorias pero que sin embargo reflejaban una reflexión coherente sobre los efectos del movimiento, la naturaleza de los problemas que eran planteados, la historia de las instituciones chilenas, las paradojas que debían ser afrontadas) de educadores, de ministros, de artistas, de rectores de Universidad. Se podía estar en desacuerdo con las reivindicaciones estudiantiles, no se podía no reconocer que el rumor que se estaba propagando había vuelto imposible que la cuestión de la educación, por compleja que sea en un país como Chile, se había planteado no sólo a nivel público (es decir bajo la forma del debate), sino sobre todo de tal manera que el debate público 4 Véase el discurso ya citado de Giorgio Jackson, donde afirma que la sociedad chilena “se despertó porque ya no se cree el cuento”.
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adquiría inmediatamente un impacto político y participaba del nuevo juego de fuerzas que el movimiento estudiantil tuvo la capacidad de provocar y mantener. Entonces, si por un lado el muy tentador discurso que podía proferirse sobre el aspecto revolucionario del movimiento arriesgaba no solamente banalizar su importancia sino contradecir sus pretensiones, promesas o esperanzas, por otro lado, es en la medida en que el movimiento se escapaba a sí mismo, y que un discurso llamaba ya a otro, que este movimiento ha sido fuerte sino de una posible revolución, al menos de un posible éxito. Pero el movimiento no consistió solamente en esa proliferación de palabras ni tampoco en la pura estratificación de diferentes niveles de palabras: en ciertos momentos, la cuestión del discurso pareció puesta en escena hasta sus límites. A los efectos políticos que iban a tener las tomas de palabras públicas (desde “cacerolazos” hasta artículos de prensa), y a los efectos públicos que iban a tener las tomas de palabras políticas (la negociación), se sumaron los efectos de otro tipo de discursos (o de no-discursos): los provocados por las huelgas de hambre sostenidas por numerosos estudiantes secundarios y de educación básica. Ahora bien, la huelga de hambre ¿pertenece aun al orden del discurso? Y si tal es el caso, ¿busca también la negociación? ¿O más bien puso en juego lo no-negociable e implicó entonces un giro en el movimiento, implicó otro tipo de juego de fuerzas? Hasta allí, se puede decir que la fuerza del movimiento estudiantil habría estado en la manera en que, a pesar de su cohesión, escapó a sí mismo, en la manera en que la unidad de su discurso volvía posible una pluralidad de voces. Si algunos portavoces del movimiento pudieron hacer pensar que el movimiento estaba demasiado auto-centrado, el desbordamiento y la pluralidad que la unidad misma del movimiento volvió posible, indica cómo, en la práctica, el movimiento tomó fuerza y amplitud no sólo porque sus principales actores tomaron la palabra, sino porque era también espontáneamente tomada en otras partes. Así, incluso cuando ha suscitado fuertes críticas en el seno del “medio” universitario, lo que el movimiento ha ganado es haber suscitado posiciones fuertes —haber hecho posible esa desmultiplicación de fuerzas en juego. En ese sentido, el éxito del movimiento ha residido más bien en sus efectos de “democratización” (es decir de pluralización de las voces) que en su pretendido alcance revolucionario. La huelga de hambre de cincuenta estudiantes secundarios provenientes de distintas ciudades de Chile, en cambio, tuvo un 10
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efecto casi adverso. Si la huelga de hambre es en general el medio para llamar la atención y hacer hablar de aquello de lo que no se habla, la huelga de hambre de los estudiantes secundarios
parece
haber
tenido
un
efecto
de despolitización inmediato. El
posicionamiento que suscitó no concernía al demos sino a la bios: la vida de los niños estaba en juego y, entonces, la responsabilidad de los padres. Se volvían culpables (¡porque irresponsables!), bajo una ley formalmente inexistente pero omnipresente y popular, mientras que, aparte de algunos raros focos aún atentos5, el acontecimiento que podía representar la huelga de hambre no tenía, en los efectos que producía, realmente nada de político. De pronto se era solidario o no, pero no había mucho que decir. Fuera de lo que puede tener de impresionante una huelga de hambre emprendida por al menos cincuenta estudiantes de colegios (de básica y media), algunos habiendo permanecido en huelga durante dos meses y habiendo dejado así mismo de ingerir líquidos, lo que ha sido impactante en este acto de resistencia, es que ya no se define ante todo bajo el plano político de la negociación: incluso si una huelga de hambre puede suscitar la negociación, lo que se declara a través de ella es ante todo la guerra. La huelga de hambre, sean quienes sean sus actores, es ante todo un tomar a la sociedad y sus políticos como rehenes: es un arma. Es cierto, el pathos que ha suscitado este fenómeno (desde el punto de vista de una cierta opinión pública) ha permitido también desviar la atención frente a lo que políticamente podía estar en juego. Pero se podría preguntar si en esas huelgas de hambre se trataba todavía de hacer hablar o si ellas no eran más bien el momento más “antidemocrático” del movimiento. Efectivamente, si una huelga de hambre tiene un objetivo preciso —hacer hablar— el arma puesta en juego para alcanzar el objetivo no implica, precisamente, un discurso. Hacer huelga de hambre es precisamente no hablar más. El efecto que debe tener una huelga de hambre es entonces la adhesión inmediata de la población. No hay allí una pluralidad de voces, sino ya sea un pathos unánime, ya sea un rechazo radical a ceder al chantaje, ya sea una sorda indiferencia. 5 Pienso en las conferencias públicas organizadas espontáneamente en los locales de la Universidad de Chile —universidad pública, pero no gratuita— sobre los acontecimientos en curso, y pienso en particular en la mesa redonda sobre la huelga de hambre organizada por el estudiante de doctorado Diego Fernández.
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Evidentemente no se trata de pronunciarse a favor o en contra de esta forma de resistencia de manera general, sino más bien de interrogar su impacto sobre el movimiento estudiantil de 2011. Ahora bien, en principio, puede señalarse que una huelga de hambre no es un movimiento. La huelga de hambre es, al contrario, el paradigma mismo de la huelga: es la huelga misma. No es sólo la interrupción de toda actividad, sino que es también, y sobre todo, la interrupción de aquello que es la fuente de toda actividad y de toda economía: el hambre. El hambre es, en efecto, aquello por lo que y para lo que hay actuar, es aquello por lo que y para lo que hay economía. El hambre es ya, en el origen, movimiento — movimiento de exteriorización, y entonces trabajo, y entonces economía. Ahora, como su nombre lo indica, una huelga de hambre no implica solamente la interrupción del comer, sino también (y más precisamente) la interrupción del “hambre” (de aquello por lo que, en el origen, una actividad para comer se desplegará). Desde que el alimentarse cesa, cesa también muy pronto el tener hambre. El efecto de una huelga de hambre sobre la sociedad no es entonces solo el tomarla como rehén e introducir una suerte de cuenta regresiva, sino también el poner en escena la interrupción del mecanismo por el cual un cuerpo social se constituye: el hambre, fuente de toda actividad. Al dejar de comer, el huelguista deja de tener hambre, se separa de lo que está a la base de todo actuar común. Se disocia así del cuerpo social. En cierto sentido, si el huelguista de hambre puede comprometer la simpatía de una comunidad, es apareciendo como disociado de esa comunidad: como un Santo, un ser separado, un ser puro de toda acción (pero seguramente no de toda violencia) —incluso como un mártir si el huelguista muere (pues murió por una causa, y retomará la economía interrumpida en el curso de la huelga). Si el objetivo de una huelga de hambre es llamar la atención sobre algo de lo que no se habla, y haciendo un llamado al cuerpo y no a la palabra (y al bios más que al demos), se ve sin embargo que la huelga de hambre no está desprovista de discurso (en cierto sentido, no es más que un discurso tácito en el que se deja entender lo que se está haciendo: si no cedes, si no reconoces la injusticia que cometes, si no das un paso hacia la causa que exijo que escuches, me matas como has matado y matas a otros que son invisibles porque te niegas a verlos)6. 6 Que la huelga de hambre vehicule ese “mensaje”, incluso ese chantaje, no basta para condenarla como acto de resistencia, o incluso como acto de guerra. Es importante decirlo: es para “hacer escuchar” una causa que no ha sido escuchada que una huelga de hambre es llevada a cabo, que la vida, su fragilidad, es así expuesta y arriesgada. En ese sentido, la huelga de hambre de esos alumnos es sintomática del hecho de que “algo” no fue
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Si la huelga acaba en la figura del mártir, se da como el discurso de los discursos: sus sujetos, sacrificiales, han sabido morir por ello. Capaces de sacrificios, fuertes de voluntad, revelan la verdad de su causa. No hay necesidad de discutir, de negociar: hay una sola verdad porque hay un solo sujeto de la voluntad, de la muerte, del sacrificio. En ese sentido, para insistir en ello una vez más, a pesar de lo que lo atravesaba en un sentido inverso (la interrupción de todo movimiento), ese “movimiento” (y ese “no-movimiento” en el movimiento), no era revolucionario en sus formas, sino que ha sido llevado a cabo por sujetos, firmes, voluntarios. Su perseverancia era también del orden del voluntarismo (es decir, todavía perteneciente a una metafísica). Ahora bien, ya se ha dicho, su perseverancia no pertenecía sólo al voluntarismo —o, por decirlo de otra forma, sus efectos no pertenecieron (y no pertenecen) sólo a la metafísica, a esa historia, a lo que hay de supuestamente ya conocido en esa historia. Lo no conocido o lo democrático de ese movimiento residía y reside quizás aun en la manera en que se desbordó a sí mismo. Así por ejemplo (y este ejemplo habría sido ejemplar), a pesar de la impresionante voluntad de los estudiantes de media y básica que emprendieron y sostuvieron largamente una huelga de hambre, si ésta no fue muy popular (e incluso si fue impopular), no es en razón de la causa que los estudiantes defendían sino por los efectos que un “acto” de resistencia como ese —incluso que una declaración de guerra como esa— producía en el movimiento: si las huelgas fueron impopulares, lo fueron porque no creaban un pueblo, un demos, una pluralidad democrática, sino que llamaban más bien a suficientemente escuchado respecto a la situación (catastrófica) de ciertos estudiantes. Pero es la oportunidad de recordar que ha habido en Chile otras huelgas de hambre importantes (en este mismo momento, una huelga de hambre que comenzó hace 34 días en apoyo a la causa de la comunidad mapuche, comunidad indígena del sur de Chile), entre las cuales está la de Patricia Troncoso (que apoyó, también, la causa de la comunidad mapuche) que duró 112 días y de la que apenas se ha hablado (en los diarios, pero tampoco en los espacios universitarios, es decir en los lugares de pensamiento). Si la emoción que suscita aun hoy el recuerdo de este tiempo (112 días que a su vez recuerdan un magnífico poema de Carmen Berenguer, publicado en Chile en 1983, en el que la huelga de hambre de Bobby Sands es descrita día a día) no basta para producir la atención esperada, es quizás porque ese grito dirigido a la humanidad no es lo que provocará que se produzcan los cambios políticos y una nueva configuración social. Al tenerse en el borde de la vida y la muerte, el huelguista de hambre se dirige a un “nosotros” fraternal. ¿Es ese “nosotros” fraternal el que puede escuchar y actuar y conducir las verdaderas transformaciones políticas (que permitirían escuchar una reivindicación venida de otra parte pero sin embargo cercana)?
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posiciones en bloque, provenientes del populismo. Pero hay (al menos) un último punto a analizar o poner a la luz en cuanto a la ambivalencia del movimiento, es decir, ahora lo podemos decir, en cuanto a su doble valencia, a la manera en que, desdoblándose, multiplicó sus amplitudes. Hasta aquí, hemos sobre todo disminuido (incluso rechazado) la dimensión “revolucionaria” del movimiento en beneficio de una dimensión más democrática, afirmando que su éxito ha residido en la proliferación de voces (y de voces inéditas) que ha hecho posible. De hecho, lo que los estudiantes han obtenido concretamente no es una transformación del sistema educativo sino (y se les puede felicitar por ello) un aumento del presupuesto reservado a la educación. De allí que pueda ser que el movimiento no haya hecho más que consolidar el sistema actual, o al menos le habría hecho el juego. En ese sentido, por revolucionario que haya querido ser, este movimiento no solo permaneció inmanente al sistema, sino que supo tan bien hablar el lenguaje (negociar), que se mostró fuerte en, y validado por, el sistema. Y eso, claro, habla también del sistema. No basta con decir que si el movimiento no llegó a transformar el sistema (a revolucionar entonces su orden, lo que lo ordenaba a él mismo, sus condiciones de posibilidad y su lógica), tuvo al menos abierto el debate sobre la cuestión de la educación. De hecho, no sólo es imposible transformar —de un día para otro— un sistema (en el caso chileno, eso equivaldría a cambiar de modelo — a cambiar el modelo neoliberal por el modelo republicano —ahora, no hay certeza de que existan, en el Chile actual, condiciones materiales
que
hagan
posible
que
se
adopte
tan
rápidamente otro modelo de organización política, además de económica y social —es decir de organización de lo que concierne a los modos de vida, de relación, a la relación con los espacios, con la historia, con el tiempo: las costumbres entonces), es sobre todo urgente, hoy, salir de la alternativa en la que el movimiento estudiantil está (lamentablemente o no, esa no es la cuestión) atrapado: la que opone el modelo liberal al modelo republicano, la educación privada —dependiente de los bancos, o de financistas varios: empresarios, Iglesia, etc.— al sistema público de enseñanza e investigación, dependiente del Estado. Es claro que ateniéndose a esta contradicción —a la forma de esta oposición— no se va hacia nada nuevo y no se obtendrá ni un poco más de justicia.7 7 El argumento tipo objetado a las reivindicaciones del movimiento es que la gratuidad exigida, y referida a la época previa a la dictadura, privilegiaría en realidad sólo a las élites. En otras palabras en un país como Chile,
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Pero el movimiento ha tenido otro impacto y este ha sido realmente revolucionario. Efectivamente los estudiantes no sólo obtuvieron un aumento del presupuesto reservado a la educación, lograron además hacer caer al ministro de educación y provocar otros importantes cambios ministeriales en el gobierno. Ganaron entonces la batalla de la palabra. Escuchados, los estudiantes fueron también respetados, reconocidos como interlocutores que pueden, también ellos, dar miedo. En ese sentido, los estudiantes han ganado autoridad. Esa quizás no sea la batalla en la que se creían comprometidos. En cualquier caso, es ganando autoridad que su lucha habrá tenido efectos revolucionarios. De hecho, más que tocar al modelo de funcionamiento económico y social (el modelo neoliberal), lo que el movimiento de los estudiantes ha quizás tocado es lo que estructura de manera mucho más invisible a la sociedad (hasta en sus costumbres): la correlación de autoridad (más que el autoritarismo político en tanto tal, que ya no es necesario cuando la sociedad civil no está ya organizada en función de la reivindicación de sus derechos): ese autoritarismo difuso que se comprueba en la importancia que se le da a las jerarquías; en la manera en que la palabra ni siquiera es rechazada, pues la mayor parte del tiempo no se la toma; en el silencio en el que se mantiene una sociedad enteramente definida por la segregación (eso a lo que en Chile se le llama “clasismo”). En fin, en la manera en que se espera de la autoridad que sea ella quien tenga la última palabra. Ahora bien, si no se ve cómo se puede revolucionar el modelo neoliberal haciendo un llamado a las antiguas formas de la organización política, por el contrario, mostrar los mecanismos sociales invisibles y estructurales, aunque sólo sea haciendo que se muevan a través de la toma de palabra, es quizás dar una posibilidad a la sociedad civil, dejar los gérmenes de posibles “procesos de subjetivaciones” y abrir, invisible y conscientemente, un campo para que la donde los medios están o estarían limitados, el modelo “republicano” no sería apto para las “masas”. Pero es también contra ese argumento —que se habría escuchado a lo largo de los veinte años que han seguido a la dictadura, durante los veinte años de “transición”— que los líderes del movimiento se alzaron, poniendo de relieve las nuevas condiciones económicas en las que Chile se encontraba. Además, la justicia exige algo distinto que las reivindicaciones de principios. Si no se plantea más claramente la cuestión de cómo toda una sociedad puede emanciparse a través de las “estructuras educativas” (así como a través de los institutos de investigación), se puede llegar a la situación en que se encuentran cierto países de América Latina, donde ciertamente la Universidad pública tiene importantes beneficios de financiamiento para desarrollar investigación y donde el acceso a estudios superiores es gratuito, pero donde no existe tal cosa en primaria y secundaria, lo que conduce a la aceptación pasiva de la segregación de la sociedad.
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historia —individual y colectiva— encuentre otros lugares de enunciación (más que querer, como afirma Giorgio Jackson, “reinventar la historia”—como si se pudiera y debiera contar con un “nosotros” capaz de esa re elaboración, y consciente además de lo que hace la historia). Pero que el movimiento de los estudiantes haya “sacudido” algo de la autoridad omnipresente en la sociedad chilena no quiere decir, como lo han sugerido algunos periodistas europeos que han observado el movimiento estudiantil con cierto romanticismo, o como lo habría hecho una parte de la opinión pública en Chile (también romántica), que hoy la nueva generación en Chile se haya desecho del miedo8, ese miedo que estructura aún a la sociedad chilena veinte años después de la dictadura. Es siempre peligroso creer que al fin se salió de la era del miedo. Eso lleva una vez más a hacer apología del sujeto (de la valentía, de la voluntad). Además, ¿se puede borrar el miedo de la constitución de lo común, de lo político? ¿no hay miedo desde que hay relación? ¿y no hay acaso diferentes maneras de vivir ese miedo? Lo más interesante, y que escapa a la mismidad de esa historia y a los peligros de esa metafísica (del sujeto, de la voluntad), no es que al fin en Chile la nueva generación no tenga miedo, que le haya ganado a la autoridad. Lo más interesante es que pudo hacer sentir miedo (sin que eso sea ni un fin ni un medio, lo que la aparejaría a lo que estaba desplazando: el autoritarismo político) y desplazar de esa forma el foco de autoridad, curvar el juego de fuerzas desmultiplicando sus focos. No se trata, ciertamente, de confundir así la eficacia del movimiento con el uso del terror, sino de subrayar el hecho de que, precisamente por la manera en que el movimiento hizo posible algunas tomas de palabra, no dejó la última palabra a la autoridad. Por otro lado, es quizás en el hecho mismo de que en realidad no hubo última palabra (ni del lado de las “autoridades” establecidas ni del lado del “movimiento” devenido social, ni del lado de las diversas palabras que han sido tomadas a propósito del tema de la educación) que los estudiantes han ganado cierta autoridad. Todo sigue en curso (tanto el “movimiento” como la reflexión), lo que quiere decir en realidad que ya nada está en su lugar, que una obra se ha abierto. Esta confrontación con la autoridad es, por otra parte, lo que menos emparenta al
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movimiento estudiantil chileno con las revueltas que han tenido lugar en Europa9. En Europa hay una tradición de la revuelta que se alimenta de una lectura de la Historia que pone a disposición un cierto número de “logros”, de “principios”. Y son éstos los que constituyen puntos de apoyo sólidos para lo colectivo. Estos logros estos principios, constituyen por sí mismo un acceso a la palabra política que da peso a ciertas reivindicaciones. En Chile, por el contrario, se experimenta un cierto espacio indefinido respecto a la cuestión de la Historia y a la manera en que se podría uno referir a ciertos principios o tomar la palabra en nombre de un pasado frente al cual seríamos deudores. Frente a la dictadura (el pasado más próximo), la sociedad actual no sólo permanece dividida (tanto así que aún hay una calle 11 de septiembre, que es además una de las avenidas más utilizadas) sino que ésta representa y constituye, sobre todo, una ruptura que separa el presente de lo que podría articularlo con un “antes”. Así, otra fractura se produce entre los que se refieren a un pasado como a un modelo posible (el modelo de la sociedad de Allende, por ejemplo) y aquellos para los que solamente el presente y la realidad presente ofrecen oportunidades para pensar. Si así, podemos entonces adelantar la hipótesis de que si en Chile raramente hay revueltas (y raramente de manera política, organizada, por la vía, por ejemplo, de reivindicaciones sindicales que pongan en primer plano el derecho de una colectividad de trabajadores), no es porque la dictadura hubiera dejado las huellas del terror por el que la sociedad actual estaría aun estructurada en el miedo10 (justamente el miedo jamás ha impedido reaccionar, todo lo contrario) sino sobre todo porque la dictadura, al destruir las estructuras sociales y políticas que la precedían (entre ellas el prestigio que tenían los establecimientos públicos de enseñanza en Chile), ha borrado un cierto pasado y, más precisamente, una cierta relación con el pasado, corto-circuitando así la posibilidad de articular, si no de manera viva, al menos reflexiva, la pasión o la necesidad de revuelta con una cierta herencia, con una cierta historia. De hecho, más que dejar huellas, se puede decir Ver el artículo de Richard Seymour del 30 de agosto de 2012, publicado en The guardian, “Chile, The country Pinochet terrorised, is no longer afraid” (http://www.guardian.co.uk/commentisfree/2012/aug/30/chilepinochet-no-longer-afraid). 9 Véase la entrevista a Toni Negri grabada con ocasión de su visita a Chile el 2011, donde afirma que el movimiento estudiantil en Chile es “absolutamente europeo”, “ligado al centro”: http://www.youtube.com/watch?v=RiE4p9zFjoQ 10 Ver nota 7 8
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que el trabajo de la dictadura habría sobre todo consistido en borrar las huellas11, es decir la posibilidad de tejer lazos, de reinventar historias. Lo que se vive en Chile, entonces, es una sociedad abandonada al presente, a necesidades puramente funcionales. En este contexto, lo que quizás se pueda decir, más de un año después del inicio del movimiento (que está siempre en curso), es que si hasta allí, hasta el año 2011 (es decir en el curso de los últimos veinte años que siguieron a la dictadura y que han sido también una fase de transición), las manifestaciones fracasaban porque sus puntos de referencia “pasados” (por ejemplo el prestigio del que gozaban las instituciones públicas de enseñanza) estaban en realidad vetustos, desprovistos de toda articulación viviente con el presente. En cambio, lo que ha caracterizado al movimiento de 2011, a pesar del discurso de sus propios portavoces, es que ni el presente ni el pasado ejercían ya autoridad. El que la ejercía era un cierto porvenir frágil pero a la vez muy concreto: el que hizo eclosión en lo que excedió al movimiento, al menos en su aspecto auto-centrado. Así, no se habría estado sometido ni a la evocación quizás idealizada del pasado ni a esa, fría y pretendidamente realista, del presente donde solo cuenta la eficacia, la ganancia, y donde solo lo que es visible, manipulable, directamente medible, tiene peso. De esta manera, más que explicar la envergadura del movimiento en términos de momentos históricos (y de tomas de conciencia), haría falta simplemente —y más humildemente— felicitarse de ese momento de encuentro —festivo, alegre— que han constituido las manifestaciones, rescribiendo no tanto la historia como la ciudad (una ciudad también desfigurada por el presente, destituida de toda historia, librada a sus promotores). En efecto, más que Grandes Relatos, lo que el movimiento ha producido son más bien fallas (en su propio mecanismo, por ejemplo). Lo que ha puesto a la luz son más bien las aporías que no permiten ya mantenerse sólidamente en los esquemas interpretativos y en los sistemas de valores asegurados. Así desestabilizado, el presente por un momento ofreció la ciudad a nuevas travesías, nuevos afectos, incluso (y sobre todo) no conquistados, no permitiendo sacar ninguna conclusión, ningún presagio. Más que pensar que una nueva era está Sobre este asunto, véase el documental de Patricio Guzmán, Nostalgia de la luz, que retrata la historia de mujeres buscando en el desierto de Atacama los restos de sus cercanos desaparecidos. Este film muestra cómo la borradura de las huellas ha hecho imposible, no el olvido, sino la historia, la posibilidad de establecer y de vivir una relación con el pasado, con lo que tuvo lugar, con el sufrimiento de los cercanos, y por lo mismo, si no decir adiós, al menos hacer un cierto duelo y así vivir. Esas mujeres, al buscar los restos de sus cercanos en el desierto, están libradas a una errancia sin fin. 11
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inaugurándose, habría que reconocer que lo común que emergió en la insurrección no antecede a esas tomas de palabras múltiples por las cuales las singularidades son expuestas. En este sentido, y para concluir, puede suponerse que otra particularidad del movimiento estudiantil en Chile es que la autoridad de la que ha hecho gala no habría tenido que ver con las llamadas “fuerzas débiles”, fuerzas directamente no subjetivadas que desplazarían los contextos desde una ausencia de sentido, de sujeto, ya abandonada de cierta manera (como una “debilidad” —que tiene una fuerza— con la cual podría siempre contarse porque no viene de ninguna parte, porque no viene de nadie). La fuerza de este movimiento habría sido más bien, quizás, una “fuerza humilde” que, a diferencia de la “fuerza débil”, se practica voluntariamente, subjetivamente y no se vuelve humilde sino en la acción, en la toma de palabra, encontrando así otras fuerzas allí donde una sola es desbordada y no maneja ya el campo de acción en su totalidad. No sé si se pueda caracterizar todo el movimiento en esos términos. En la medida en que éste “nos” ha sorprendido y “nos” ha implicado en su proyección, quizás no es deseable tratar de describir su complejidad de manera exhaustiva. Lo que al menos me parece, y lo que me ha abierto un nuevo (o primer) acceso a la dimensión política de la palabra pública es que, en el espacio de palabra que se abrió, no se trataba de estar a favor de la corriente o a contracorriente, absorbido por la efervescencia colectiva o replegado en una posición individual, optimista o escéptica. Los problemas que planteaban los estudiantes, y a los que hicieron frente en la efervescencia de sus movimientos, exigían bastante más que contentarse con una posición optimista o escéptica —lo que lleva además a no tener posición alguna—, pues o se estaba absorbido por el movimiento o se lo ignoraba. Al contrario, la “fuerza humilde” de este movimiento ha llamado a posicionamientos reflexionados y ha revelado que en un país donde el desmantelamiento de las instituciones públicas de enseñanza y la proliferación de considerablemente (si
no
destruido)
instituciones
privados
ha
debilitado
ciertas formas de solidaridad políticas 12 (y no
12 Recordemos por ejemplo durante la ocupación de los espacios universitarios, que se desarrolló durante todo un semestre, a algunos profesores (de universidad públicas) no se les pagó. Es en parte lo que debilitó el movimiento, pero el problema sin embargo no fue nunca planteado por un cuerpo de profesores a nivel nacional. Siendo las universidades, en su mayoría, instituciones privadas independientes las unas de las otras,
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Aïcha Liviana Messina
caritativas), lo que hace falta no es “reinventar la historia”, como si hubiera un pueblo que al fin ha alcanzado la revolución (y como si no estuviera allí lo peor que la revolución puede presagiar), sino más bien “salir del closet”, como se dice en Chile, es decir, salir de su confinamiento (del closet), allí donde lo que hace falta es precisamente construir un afuera.
no ha habido un “cuerpo” de profesores solidario (tal corporación no pudiendo existir, ni siquiera si discutió su posibilidad).
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