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Escrituras Aneconómicas

Año I, N° 1: 2012, 6-35

Revista de pensamiento contemporáneo.

Misantropologías políticas: la asunción del interés en Hobbes y Locke

Nicole Darat Guerra Universidad de Valladolid nicole_darat@yahoo.es

1 Hobbes presenta un concepto del hombre que no cesa de diferenciar respecto del pensamiento de “los libros y los viejos filósofos moralistas”, rompiendo así el nexo con la filosofía política tradicional, que rendía tributo a la Política de Aristóteles y al Codex como sus únicas fuentes. De estas nuevas fuentes de saber a las que apela Hobbes, cabe destacar dos cuya presencia es notoria en las líneas del Leviatán (1651). La primera de ellas la encontramos al inicio del texto, donde Hobbes apela al conocimiento que de sí mismos tienen los hombres; encontramos ahí una exhortación a la búsqueda interior como método heurístico. En segundo lugar cabe señalar la innegable influencia de la física del movimiento de Galileo, reflejada en la definición hobbesiana de la vida como un continuo movimiento que tiende necesariamente a su preservación, a no ser que algo lo obstaculice. Es esta pretensión de racionalidad que extrae su rigor de las ciencias naturales la que nos permite considerar a De Cive, cuya primera edición data de 1642, como el primer estudio racional de derecho público. Si seguimos en este punto a Bobbio, es precisamente la racionalidad el principal rasgo del iusnaturalismo y aquello que lo diferenciará de la filosofía política anterior. Un buen ejemplo de ello lo ofrece, por su parte, la Ethica more geométrico demonstrata (1677) de Spinoza. La racionalidad científica, tal como era entendida en el siglo XVII, y como la asumieron Hobbes y Spinoza, implicaba la prescindencia de aquellas fuentes a las cuales habían recurrido sus

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predecesores; Hobbes no presta mayor atención a la lección de la historia, tan valiosa para Maquiavelo; tampoco vacila en refutar en reiteradas ocasiones las palabras de Aristóteles. Su famosa hipótesis del homo homini lupus viene a contraponerse directamente a aquella otra enunciada por Aristóteles más de veinte siglos antes, que definía al hombre como zoon politikón y que se ha constituido en un lugar común en las teorías comunitaristas. Es en esta precisa frase donde se concentra lo que podríamos calificar como su pensamiento misantropológico.

Por misantropología quiero entender aquí algo bien distinto de lo que suele conocerse en teoría política como pesimismo antropológico, una calificación psicológica que apunta más a un factor subjetivo del autor en cuestión que a un rasgo de la teoría misma, más precisamente, el concepto de pesimismo antropológico oculta la vinculación entre, para decirlo con Carl Schmitt, los pensamientos teológicos sobre la bondad o maldad del hombre, y la teoría política misma. Mientras el pesimismo puede siempre ser achacado a la mala fe del autor, o incluso a un paso necesario para plantear una salida normativa o pedagógica –Kant por ejemplo afirmaba que “a partir de una madera tan retorcida como de la que está hecho el hombre no puede tallarse nada enteramente recto” (Kant, 2006: 12) y sin embargo dejaba a la conciencia de cada individuo decidir sobre lo que ha de ser el bien de la humanidad y sobre todo, confiaba en el progreso moral a lo largo de la historia de la especie–, la misantropología constituye la base antropológica de una teoría que buscará fundamentar así una determinada organización de la soberanía y una determinada concepción de la política. Mientras en Kant, que pese los reparos que las circunstancias actuales le ocasionaran, confiaba finalmente en la naturaleza humana, la política queda superada por el derecho (y con él, por la moral), en autores como Maquiavelo, el derecho siempre puede ser puesto en entredicho por la necesidad política. La misantropología política está caracterizada por una preeminencia de la política sobre el derecho y sobre la moral y esto precisamente porque aquellos

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pensadores que damos en reconocer como misántropos1 conciben a los seres humanos como entes dinámicos, complejos y abiertos a la experimentación consigo mismos, cuestión que siempre entraña peligro,2 y que es rechazada por quienes prefieren vivir seguros. El derecho, pensado siempre para ajustar la particularidad a la regla, es incapaz de captar esta dynamis propia de lo humano, la política por el contrario, estaría asentada precisamente en ella. De acuerdo con Schmitt:

Teóricos de la política como Maquiavelo, Hobbes, frecuentemente también Fichte, lo único que hacen con su “pesimismo” es presuponer la realidad o posibilidad real de la distinción amigo y enemigo. En este sentido hay que entender en Hobbes, pensador político grande y sistemático donde los haya, en primer lugar la concepción “pesimista” del hombre; en segundo lugar, su correcta compresión de que lo que desencadena las más terribles hostilidades es justamente el que cada una de las partes está convencida de poseer la verdad, la bondad y la justicia; y finalmente, en tercer lugar, que el bellum de todos contra todos no es un engendro de una fantasía obcecada y cruel, ni tampoco una mera filosofía de una sociedad burguesa que se está construyendo sobre la base de la libre “competencia” (…), sino que se trata de presupuestos elementales de un sistema de ideas específicamente político (Schmitt, 1991: 93-94). 1

Siguiendo una vez más en este punto a Carl Schmitt, cabría distinguir entre ellos a Hobbes, Maquiavelo, Fichte y en muchos aspectos, también a Hegel. 2 Es interesante ver cómo se plasma este retrato del individuo, completamente integrado en la sociedad civil burguesa, en el relato de Robert Louis Stevenson, El extraño caso de Doctor Jekyll y Mr. Hyde. El Doctor Jekyll lleva el deseo de experimentación al límite, llegando al extremo de usar su propio cuerpo, dándose cuenta de que el hombre es una simple comunidad organizada de personalidades independientes, contradictorias y variadas. Jekyll logra, con su experimento, darle a estas personalidades existencias separadas. Hyde, a diferencia de cualquier humano atravesado inevitablemente por la dualidad entre deseos buenos, socialmente aceptados y deseos malos, ocultos; era maldad en estado puro. Su pequeña estatura y cuerpo frágil contrastaban con su juventud y agilidad producto de su poco ejercicio y por lo mismo de su poco desgaste. Jekyll, en cambio, como todo hombre que ha devenido un individuo por medio del pacto social, había renunciado a robustecer su lado brutal y cruel, fortaleciendo, en cambio, sus pasiones compensadoras: su amor por la seguridad y las comodidades de la vida en sociedad.

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Estos pensadores mantendrían siempre presente la posibilidad de identificar un enemigo y es la presencia, aún eventual de éste, incluso en tiempos de paz, la que provoca temor en las personas necesitadas de seguridad. Si lo que define el concepto de lo político es la posibilidad de distinguir entre amigo y enemigo, el "optimismo" antropológico, eliminaría, con su concepción de la naturaleza humana como esencialmente buena, la posibilidad de la existencia misma de un enemigo y con ella toda consecuencia específicamente política.3

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El hombre es retratado en el Leviatán como una máquina cuyo fin es perpetuar su propio movimiento marcado por las tensiones del deseo y la aversión. La motivación del hombre-máquina hobbesiano, hace de éste un digno objeto de ciencia y su “movimiento”, predictible por el cálculo que la razón científica es capaz de operar. Todas las acciones del hombre están determinadas por sus apetitos y aversiones, por ello, todo lo que el hombre haga puede ser interpretado desde la búsqueda de satisfacción de sus apetitos, o más exactamente, a partir del cálculo de las consecuencias probables de sus acciones para la satisfacción de sus deseos. Siendo todas las máquinas semejantes, basta mirarnos a nosotros mismos para comprender cómo actúa este mecanismo.

Las máquinas hobbesianas registran la información de los objetos de su deseo o aversión como buenos o malos según la experiencia que de ellos tenga, desde ahí perseguirán su propio bien y huirán de aquello que les causa su mal. Es este impulso a alejarse de aquello que le provoca aversión lo que hará que la máquina egoísta abandone el estado de su aislamiento natural y entre en la sociedad civil. Dicho de otro modo, será 3

“Claro está que en un mundo bueno habitado por hombres buenos gobernarían la paz, la seguridad y la armonía de todos con todos; en él los curas y teólogos harían tan poca falta como los políticos y estadistas.” Op. Cit. Pág. 94

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a partir de la ponderación de sus pasiones que el hombre-máquina acepte disminuir el espectro de realización de sus deseos mediante la delimitación del ámbito de su movimiento vital, pero no se trata de un abandono del deseo, no tener deseos es para Hobbes, equivalente a estar muerto, sino de un aseguramiento de su satisfacción por otros medios, medios que le asegurarán en suma, la satisfacción de su impulso más básico, condición de todo apetito: la perpetuación del movimiento, la conservación de la vida.

Norberto Bobbio analiza el pensamiento de Hobbes dentro del contexto más amplio del ‘modelo iusnaturalista’ (cfr. Bobbio, 1986). El iusntauralismo propio del contractualismo moderno, constituye un modelo en tanto es una construcción hipotética y no un relato histórico del surgimiento del Estado moderno.

Hablando de modelo quiero dar a entender inmediatamente que en la realidad histórica un proceso de formación de la sociedad civil como el ideado por los iusnaturalistas jamás ha tenido lugar; en la evolución de las instituciones de las que ha nacido el Estado moderno se ha dado el paso del estado feudal, al Estado estamental, del Estado estamental a la monarquía absoluta, de la monarquía absoluta al Estado representativo ; pero el Estado como un producto de la voluntad racional, como es al que se refiere Hobbes y sus seguidores, es una pura idea del intelecto (Bobbio, 1986: 53).

Hobbes es sumamente claro al admitir el estado de naturaleza como un constructo puramente hipotético, destinado, más que a mostrar la génesis efectiva de la sociedad civil y del Estado, a mostrarle a sus contemporáneos, sobre sólidas bases científicas, la necesidad de un poder soberano “capaz de atemorizarlos a todos”, pues aquellas máquinas cuyo único objetivo es la perpetuación de su movimiento vital, en un estado

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en el que no existan frenos a sus pretensiones, no vacilarán en obstruir el movimiento de las otras máquinas. Esta obstrucción mutua, mientras los hombres se hallen en el estado de naturaleza, es infinita y torna la existencia “solitaria, pobre, tosca, embrutecida y breve”. La violencia e inseguridad que definen al estado de naturaleza hobbesiano, al punto de que sea descrito como un estado de “guerra de todos contra todos” proviene de la igual expectativa de todos los hombres de alcanzar los objetos de sus deseos, esta igualdad procede a su vez de la igualdad natural de los hombres, la que será explicada por Hobbes en los siguientes términos: todos son igualmente vulnerables ante la agresión del otro (Hobbes 1992, p. 100). Y más adelante precisará las consecuencias de esta igualdad natural entre los hombres:

De esta igualdad en cuanto a capacidad se deriva la igualdad de esperanza respecto a la consecución de nuestros fines. Esta es la causa de que si dos hombres desean la misma cosa y en modo alguno pueden disfrutarla ambos se vuelven enemigos, y en el camino que conduce al fin, que es principalmente su propia conservación (y a veces su delectación tan sólo) tratan de aniquilarse o sojuzgarse uno a otro (Hobbes, 1992: 101).

Mientras los hombres en el estado de naturaleza puedan tener irrestrictas pretensiones sobre idénticos objetos, cuya posesión es excluyente; es difícil imaginar cómo puedan salir de él. Pues siguiendo el curso del razonamiento hobbesiano, de la igualdad natural procede la desconfianza en que los otros puedan invadir lo que se posee, incluida la propia vida, de la desconfianza mutua surge el deseo de anticiparse a la invasión del otro dominándole por aquellos medios en que uno puede hacerlo dada la igualdad fundamental entre los hombres. De estos esfuerzos de mutua dominación deviene la guerra que caracteriza al estado de naturaleza, y ni siquiera aquellos hombres que no desean más que conservar lo que ya tienen, sin ambición de ampliar su

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propiedad, pueden escapar a esta vorágine, pues incluso la simple conservación de lo que ya se tiene implica, en el estado de naturaleza, entrar en la lucha con los demás para no ser expoliado. Y todo esto, claro está, sin cometer injusticia alguna, pues donde no hay poder común no hay ley, y donde no hay ley no hay justicia.

De esta confrontación incesante de fuerzas que es el estado de naturaleza, surgen las tres causas que Hobbes señala como provocadoras de la discordia entre los hombres: la competencia, la desconfianza y la gloria. Nos centraremos en las dos primeras, la competencia y la desconfianza, pues una supone a la otra y ambas a la vez, actúan como engranaje de la teoría. La competencia concebida como una de las causas de la discordia, que es precisamente este afán de dominio anclado ineludiblemente a la naturaleza humana, sirve de fundamento a tesis como la expuesta por C.B Macpherson en La teoría

política del individualismo posesivo (1970), donde el mercado actúa como purga de las pasiones destructivas humanas, de modo que estas puedan persistir aún en la sociedad civil. La desconfianza, por su parte, es justificada por Hobbes en tanto que consecuencia de la competencia, pues si no podemos renegar de nuestra calidad de competidores, no podemos sino vernos a nosotros mismos frente a los demás como potenciales invasores e invadidos. Aquí se resume buena parte de la misantropología hobbesiana, cuya valoración no se origina en ninguna ficción pesimista o misántropa, sino en la observación atenta de las acciones de los hombres, en considerarlos desde su dynamis propia. Hobbes, encarnando este espíritu científico que busca imprimirle a la teoría política, somete sus supuestos a la prueba de la experiencia:

A quien no pondere estas cosas puede parecerle extraño que la Naturaleza venga a disociar y haga a los hombres aptos para invadir y destruirse mutuamente; y puede ocurrir que no confiando en esta inferencia basada en las pasiones, desee, acaso, verla confirmada por la experiencia. Haced, pues, que se considere a sí mismo;

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cuando emprende una jornada, se procura armas y trata de ir bien acompañado; cuando va a dormir cierra las puertas; cuando se halla en su propia casa, echa la llave a sus arcas; y todo eso aún sabiendo que existen leyes y funcionarios públicos armados para vengar todos los daños que le hagan (…) ¿No significa esto acusar a la humanidad con sus actos como yo lo hago con mis palabras? Ahora bien, ninguno de nosotros acusa con ello a la naturaleza humana (Hobbes 1992: 103).

Hobbes busca describir a los individuos, tal como son, sin ficciones consoladoras y es la falta de ellas la que nos hace aparecer su descripción como abiertamente pesimista. Para Schmitt se trataría de una antropología política realista, la única compatible con un pensamiento propiamente político. Nosotros, por el contrario, hemos dado en llamarla aquí misantropología política, por partir de un conjunto de apreciaciones negativas sobre la naturaleza humana desde las cuales la posibilidad misma de la política es pensada.

La idea de un pacto mediante el cual los hombres así entendidos convengan renunciar a su derecho natural a todas las cosas y delegar su poder a un tercero, exhibe los rasgos distintivos

del modelo iusnaturalista, que son el contractualismo como

paradigma para la interpretación de las relaciones sociales y el libre consentimiento como canon de toda legitimidad. Hobbes dirá incluso que en todo acto de sumisión está implicada la voluntad. ¿Pero qué ha de determinar a esta voluntad a salir del estado de naturaleza, que aunque penoso le hacía titular de un derecho ilimitado sobre todas las cosas? Serán las mismas pasiones del hombre las que lo inclinen hacia un alto al fuego: el temor a la muerte, coherente con el impulso más básico de conservación del movimiento, el deseo de las cosas que son necesarias para una vida confortable y la esperanza de obtenerlas mediante el trabajo. El hombre hobbesiano alberga ya, desde un estado pre-civil, las expectativas que son propias de la burguesía. Lo que Hobbes busca,

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lejos de explicar el origen de la sociedad civil, es mostrar cuán necesaria es la existencia del Estado para que los individuos como de hecho son, puedan conservar la forma de vida, que de hecho tienen. Probando así que, sólo la existencia de un poder capaz de someterlos a todos y de usar la espada que le dé fuerza a la ley, que de otro modo no es más que “palabras y aliento”, les dará seguridad a estas expectativas que los hombres albergan ya desde el aislamiento que supone el estado de mera naturaleza.

Esta compensación de las pasiones destructivas con aquellas otras que podríamos llamar pacíficas, sólo puede ser producida a través de un cálculo entre “costos” y “beneficios”, para decirlo en el lenguaje de la elección racional, cálculo que sólo puede ser hecho por un cierto uso de la razón, el único que Hobbes reconoce por lo demás. Esta idea de racionalidad pre-social contrasta con la descripción que Bobbio hace del estado de naturaleza hobbesiano en términos de un estado puramente irracional, o en el cual la razón permanece impotente ante las pasiones, los instintos o los intereses. Para Bobbio la racionalidad es exclusiva de la sociedad civil, y aún más en ella sólo es posible la realización de una vida de acuerdo a la razón, es decir, la superación de la

irracionalidad inicial. Su exposición del “modelo” hobbesiano como un esquema polar, en el que estado de naturaleza y sociedad civil se hallan en una relación de contraposición, es expresiva de su interpretación de la irracionalidad en el estado presocial, la vida de acuerdo a la razón que es propia del estado civil, es precisamente la antítesis o el antídoto a la rudeza del estado inicial (Cfr., Bobbio, 1986: 54 ss.)

Sin embargo, en las mismas líneas del Leviatán encontramos pruebas suficientes para poner en duda, en primer lugar que el estado de naturaleza sea un estado en que la razón esté ausente o que éste sea un estado francamente irracional, y en segundo lugar que la pasión sea relevada sin residuos por la racionalidad en la sociedad civil. Ambos aspectos podemos resumirlos en uno y que es central para nuestra hipótesis de trabajo

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en este punto: el concepto de interés que Bobbio sitúa del lado de la irracionalidad, hemos de considerarlo como el producto de un uso calculador de la razón, que ya estaría presente en el estado de naturaleza y que es propio de la misántropologia hobbesiana.

De acuerdo con Peter Berkowitz (cfr. 2001), incluso es posible rastrear una apelación a la virtud en el relato hobbesiano del tránsito desde el estado de naturaleza a la sociedad civil. Resulta curiosa, por decir lo menos, una apelación a la virtud cuando se parte de una concepción tan negativa de los seres humanos. La misantropología hobbesiana, arraigada en su teoría mecanicista del movimiento, no deja lugar alguno para el uso práctico de la razón, ni para la reordenación de las preferencias de acuerdo a deseos de segundo orden; dicho más claramente, si los seres humanos se mueven únicamente de acuerdo a apetitos y aversiones y todas las acciones pueden ser reducidas a y explicadas por éstos en último término, no hay sitio alguno para modificar, sobre la base de la reflexión, lo que deseo, con vistas a lo que debería desear. Si la posibilidad de hacer un uso práctico de la razón es indispensable para considerar virtuosa una conducta, la apelación a la virtud en este contexto, estaría condenada al fracaso. Sin embargo, y contra todo pronóstico, Hobbes invoca la virtud en las mismas leyes de naturaleza, que, no siendo dictadas por un soberano y careciendo, por ende, de un poder que vele por su ejecución, no son propiamente leyes. ¿De dónde les adviene, entonces, su fuerza normativa? Las leyes de naturaleza son dictados de la razón que sólo impropiamente pueden ser llamados leyes, son teoremas que conducen a la

conservación y defensa de los seres humanos. Entre estos dictados que apelan a la razón (una prueba más de que el estado de naturaleza no es un estado irracional) Hobbes señala la gratitud, la modestia, la equidad y la misericordia; claramente se trata de cualidades de la mente y el carácter que él mismo calificará como virtudes morales, como las verdaderas virtudes morales, orientadas no ya a la perfección, sino a la autoconservación. Será la causa y no el grado de su ejercicio, lo que defina estas

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actitudes como virtudes. Una vez más Hobbes rompe con la tradición aristotélica. Se trata de una virtud meramente instrumental, originada en el miedo y orientada, como todo lo demás, a la conservación de la propia vida.

El miedo, que motiva finalmente la salida del precario estado de naturaleza, no se opone a la razón, pues no se trata de un terror paralizante que clausure toda posibilidad de acción, por el contrario, es un miedo que actúa como motivación política primigenia. De acuerdo con Espósito,

(…) el miedo -al menos potencialmente- tiene una carga no sólo destructiva, sino también constructiva. No determina únicamente fuga y aislamiento, sino también relación y unión. No se limita a bloquear e inmovilizar, sino que, por el contrario, impulsa a reflexionar y a neutralizar el peligro: no está del lado de lo irracional, sino del lado de la razón. Es una potencia productiva. Políticamente productiva: productiva de política (Espósito, 2003: 57- 58).

La política normal, no la despótica ni la de la excepción, surge del miedo. Pero el miedo no es superado con el pacto, sino que se conserva, bajo otra forma, en la sociedad civil. El miedo se vuelve predecible pues está orientado a un solo individuo: El soberano. El miedo mutuo se vuelve miedo común a un objeto común. En tanto que motivación capaz de generar las virtudes necesarias para abandonar el estado de naturaleza, es el miedo que mutuamente se tienen humanos en el estado de naturaleza, el miedo constante al daño al que están expuestos. La promesa de la entrada en la sociedad civil, es la promesa de la inmunización y es en ella donde los simples humanos temerosos y expuestos mutuamente al daño, devienen individuos.

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Para Espósito, la “inmunización” sería la categoría capaz de explicar todo el paradigma moderno, precisamente porque no sólo exhibe la separación respecto del antecedente premoderno, sino porque es la negación que se contrapone directamente a la comunidad (communitas/immunitas).

Los individuos modernos llegan a ser verdaderamente tales -Es decir, perfectamente individuos, individuos «absolutos», rodeados por unos límites que a la vez los aíslan y los protegen- sólo habiéndose liberado preventivamente de la «deuda» que los vincula mutuamente. En cuanto exentos, exonerados, dispensados de ese contacto que amenaza su identidad exponiéndolos al posible conflicto con su vecino. Al contagio de la relación (Espósito, 2003: 39-40).

Toda misantropología política, si no ha de pretender acabar completamente con la descarriada raza humana, necesita de un antídoto, de una inmunización frente a aquello que origina el mal. Si las causas que originan la discordia entre los hombres son la competencia, la desconfianza y la gloria, está claro que es la presencia del otro y la pugna frente a bienes que parecen escasos lo que los dispone a la guerra. El antídoto es devenir individuo, aislarse del contagio al que la proximidad a los otros nos expone. Pero como todo antídoto, no elimina la hostilidad, sino que la incorpora de un modo tal que la convivencia con ella es posible y se normaliza.

Esto significa que el mecanismo de la inmunidad presupone la existencia del mal que debe enfrentar. Y esto no sólo en el sentido de que deriva de aquel su propia necesidad –es el riesgo de infección lo que justifica la medida profiláctica-, sino también en el sentido, más comprometido, de que funciona precisamente mediante su uso. Reproduce en forma controlada el mal del que debe proteger. (…) mediante la protección inmunitaria la vida combate lo que la niega, pero según una ley que no es la de la contraposición frontal, sino la del rodeo y la neutralización. El mal

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debe enfrentarse, pero sin alejarlo de los propios confines. Al contrario, incluyéndolo dentro de estos (Espósito, 2005: 17-18).

La inmunización como negación del munus, de la deuda compartida que constituye la comunidad, con la secularización propia de la modernidad puede ser entendida también como compensación. Se da compensación cuando se determina el contrapeso de una falta, de una deuda. ¿Pero cuál es el contrapeso de esa deuda que caracteriza la comunidad misma? Siguiendo el hilo del razonamiento de Esposito apoyado en la antropología filosófica alemana (de Herder a Gehlen), lo que caracteriza al ser humano es su debilidad, su precaria constitución natural. La emancipación respecto del instinto es lo único que podría compensar su retraso morfológico. La compensación aparece como una forma de inmunización respecto del peligro al que los humanos se hallan expuestos en virtud de su mera existencia.

Pero la liberación del instinto no es la única compensación que inmuniza. La modernidad apeló a la necesidad de un mecanismo de compensación aún más pregnante y que resultaba imprescindible para la forma económica que comenzaba a gestarse junto con la emergencia de un individuo liberado de todas sus deudas y compromisos comunitarios. La compensación de las pasiones disolventes con el miedo que infunde la vida en el estado de naturaleza es indispensable para que salir de él.

En el ya famoso trabajo de Albert Hirschman (cfr. Hirschman, 1978), la inmunización aparece bajo la forma de las pasiones compensadoras. De acuerdo con el economista alemán, el interés aparece en Hobbes como el resultado de compensación de las pasiones: el miedo a la muerte violenta es capaz de neutralizar el apetito por todas las cosas. El hombre interesado es, de acuerdo con el análisis de Hirschman, capaz de un cálculo racional aún en el estado de naturaleza. Pero el miedo a la muerte violenta,

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coincidente con el principio de inspiración física sobre la tendencia del movimiento hacia su propia conservación, no es la única pasión compensadora que inclina la balanza del lado de la civilidad, sino que también el ya muy civilizado deseo de las comodidades de una vida que es inconcebible en el estado de naturaleza. De ahí que la descripción hobbesiana del estado de naturaleza se asemeje a un elogio de la vida burguesa.

(…) En una situación semejante no existe oportunidad para la industria, ya que su fruto es incierto; por consiguiente, no hay uso de la tierra ni navegación, ni uso de los artículos que pueden ser importados por mar, ni construcciones confortables, ni instrumentos para mover y remover las cosas que requieren mucha fuerza, ni conocimiento de la faz de la tierra, ni cómputo del tiempo, ni artes, ni letras, ni sociedad, y lo que es peor de todo, existe continuo temor y peligro de muerte violenta y la vida del hombre es solitaria, pobre, tosca, embrutecida y breve (Hobbes, 1992: 103).

Esta descripción es claramente misantropológica: existe un concepto del hombre como un ser naturalmente orientado a entrar en conflicto violento con los demás y la necesidad de un antídoto, de una neutralización de sus características violentas. El sistema político completo aparece para el pensamiento misantropológico, como un antídoto, pero tal como operan las vacunas, el antídoto no es posible sin inocular una pequeña dosis de aquel mismo mal que se pretende prevenir. Si el miedo a la muerte violenta actúa como antídoto o como pasión compensadora, incluso como motivación virtuosa si se quiere forzar tanto el término como Berkowitz lo hace, la muerte permanece presente siempre bajo la forma de amenaza, pues el soberano siempre puede dar muerte al súbdito, sin que ello implique injusticia alguna.

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Los seres humanos en el estado de naturaleza devienen individuos que buscan el goce privado y por ende renuncian a la política. En un estado absoluto no tienen derecho a participar activamente en ella más que prestando su obediencia, es decir, como súbditos. El enemigo aislado de las filas de los conversos individuos, se expulsa fuera de la sociedad erigida en el pacto entre quienes han acordado deponer el uso de la violencia. La política, donde el enemigo puede ser identificado, corresponde a la política exterior, donde éste está representado por la constante amenaza de invasión extranjera. Pese la preeminencia de la política del misantropólogo Hobbes, ésta es desplazada por la economía como arena del antagonismo en la sociedad civil, que deviene así, una sociedad privada; compuesta por individuos que buscan la paz, la seguridad y el goce de los frutos de su trabajo. La complejidad con que el ser humano es entendido entonces, es lo que define a la política. El individuo burgués que busca las comodidades que el derecho privado asegura, huye de la política, huye de la complejidad que le es propia. Pero tal como los deseos destructivos del Dr. Jekyll en la novela de Stevenson, permanecen aún ahí en sus más amenas veladas al calor de los salones burgueses, el individuo retiene siempre su derecho de resistencia. El derecho de resistencia, que es cuando el individuo se pone a sí mismo fuera de la ley, se declara enemigo del estado y al mismo tiempo, declara al estado su enemigo. Tal como Hobbes lo describe, la resistencia, ese derecho inalienable que asiste a todo ser humano, es la vuelta al estado de naturaleza, donde el individuo, que renuncia realmente a los beneficios de tal condición, puede ser eliminado por cualquiera, sin que se cometa injusticia.

Hobbes, a diferencia de Locke no reconoció distinciones de clase en ese deseo de seguridad, ni mucho menos la existencia de una clase que estaría siempre en pie de guerra, para la que la sociedad civil no es otra cosa que la enajenación de su derecho a todas las cosas a cambio de nada. Se trataría, si seguimos a Schmitt, de una clase que no renuncia a lo político y que puede, por ello, identificar claramente a su enemigo.

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Introducimos el “modelo” iusnaturalista hobbesiano junto con el de John Locke, en este relato de la asunción del interés, por tratarse, en ambos casos, de un modelo que en franca ruptura con la tradición, y de la mano de una teoría física que impregna toda su base antropológica, elaboran un esquema de legitimación del poder fundado precisamente en la superación de la pasión disolvente por una pasión pacificadora,

dulce: la conservación de la vida, el deseo de comodidad y de goce de los frutos del propio trabajo. Todas estas pasiones preceden al surgimiento de la sociedad civil, es decir, están ya presentes en el mismo estado de naturaleza. Así como la propensión a la paz está contenida ya en la guerra de todos contra todos, los impulsos egoístas del hombre-máquina no son relevados completamente en la vida racional que impone la sociedad civil. Ninguna de las tres causas de la discordia entre los hombres es anulada por la fuerza de la espada del soberano tras su institución, antes bien, las leyes civiles meramente trazarán los límites dentro de los cuales estas causas produzcan efectos controlados y predecibles.

Nada de lo que pertenece al estado de naturaleza, ni el miedo a la muerte ni la inminente discordia, quedan completamente asilados con la entrada en la sociedad civil, muy por el contrario, se vuelven predecibles e incluso favorables en cuanto permiten solventar antropológicamente el intercambio económico basado en el mercado. Una antropología que partiera de otros supuestos sobre la naturaleza humana, no podría justificar las motivaciones necesarias para que los individuos actuaran dentro de esta lógica. El enemigo cuya identificación hacía posible la política, deviene competidor en

el mercado. Una lucha tanto o más encarnizada que aquella que se libraba en el estado

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de naturaleza, salvo que esta tiene como contendores individuos: inmunizados y despolitizados.

La hipótesis contractualista supone hombres libres y racionales capaces de realizar un cálculo tal que de la ecuación entre el derecho natural ilimitado y la protección de la vida y las comodidades que se esperan tener de ella, resulte siempre la cesión de la potencia a un soberano y la sumisión a él. Una idea de razón impotente en el estado de naturaleza hace parecer el pacto como un suceso meramente azaroso o como una

generatio ex nihilo, y no como una deliberación tras la evaluación de las consecuencias que puede este tener para la satisfacción de las pasiones de hombres caracterizados por un apetito constante. Dejar de desear equivale a estar muerto.

La obediencia a este poder irresistible capaz de garantizar una existencia pacífica a hombres movidos por sus pasiones, encuentra su fundamento en ellas mismas, pues en el acto de nuestra sumisión siempre van implicadas tanto la obligación como la libertad y esto en tanto los hombres son –dirá Hobbes- por naturaleza, libres. Un hombre libre que en calidad de tal pacta su sumisión sólo lo hace porque espera un bien mayor a aquel al cual está renunciando, esa porción de libertad que se entrega se le tornaba ya inútil al encontrarse continuamente en peligro de ser invadido expoliado o asesinado en el estado de mera naturaleza. El derecho que se reservan los súbditos a resistir, es una muestra de que la obediencia dura lo que dure la conveniencia, y que el interés superior de la sociedad sólo es perseguido en función del propio. Ninguna abnegación, ningún heroísmo tiene cabida aquí. Esta condicionalidad de la obligación que comparte con Locke, es reafirmada hacia el final del Capítulo XXI del Leviatán cuando Hobbes sostiene sobre esta obligación “que no ha de durar más ni menos que lo que dure el poder mediante el cual tiene capacidad para protegerlos” (Hobbes, 1992: 119). Es entonces cuando este armisticio temporal, esta abdicación de la guerra a favor del

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mercado, y por ende, de la política, se retoma. La política es fundamentalmente entendida como excepcionalidad.

El pacto de cada hombre aislado y autosuficiente, es decir, de cada individuo con todos los demás, que está obligado a observar por las leyes de la naturaleza las cuales son reglas para la paz sugeridas por la razón, instituye a una persona o asamblea de personas como autor de sus actos. Esto implica que quien ha sido instituido como tal, puede utilizar el poder y la fortaleza por cuyo terror es capaz de aunar las voluntades dispersas de todos en beneficio de la sociedad. Este beneficio no puede sino coincidir con el de cada uno de los que por el pacto pasan a llamarse súbditos, pues la paz interna que da la obediencia, asegura la unidad necesaria para enfrentar un enemigo externo y la conservación del orden social frente a ataques internos. La armonía entre el interés de cada individuo y el interés de la sociedad, no es explicada a partir de ningún proceso de

mano invisible como más tarde lo hicieran Mandeville y Adam Smith y siglos después de ellos, Hayek. El modelo de pacto social, si bien es sólo una hipótesis, explica la armonización entre lo particular y lo general a partir de las pasiones que motivaron el pacto, pasiones que son comunes a todos los individuos en virtud de su constitución natural, y de las cuales el individuo nunca abdicará.

La fundamentación de la obligación política es para Hobbes el interés egoísta que supone en el hombre , tal como es observado en la experiencia, y por ello lo que hace aquí es deducir el deber implicado en la obligación política, del hecho observado en la experiencia. La entrada en la sociedad civil conserva las causas de la discordia que provocaban la guerra de todos contra todos, mas, tras la entrada en vigencia de las leyes civiles aparecen las categorías de “lo bueno”, “lo malo”, “lo justo” y “lo injusto”, antes completamente ausentes. Las pasiones humanas, inevitablemente tendientes a la discordia, no han desaparecido, sino que simplemente han quedado sometidas al juicio

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de la ley. De acuerdo a C. B Macpherson (cfr. Macpherson, 1970), este espacio en que la competencia y la desconfianza pueden subsistir paralelamente a la sociedad civil, sólo puede ser garantizado por un modelo de sociedad capaz de resistir el ataque y la invasión continua de unos a otros sin que esto sea causa de discordia ni de reanudación de la guerra. La disposición bélica de los hombres sólo puede hallar su medio de realización pacífica en aquello que Macpherson denomina “sociedad de mercado pleno” o “sociedad posesiva de mercado”4, que supone un conjunto de condiciones sociales y principalmente económicas que no habrían tenido lugar hasta entonces en la historia:

Por sociedad posesiva de mercado entiendo una sociedad en la que, a diferencia de la basada en la costumbre y en la posición social, no existe una asignación autoritaria del trabajo o de compensaciones y en la que, a diferencia de una sociedad de productores independientes que solamente intercambian sus productos en el mercado, hay un mercado de trabajo además de un mercado de productos. Si se desea un criterio único para la sociedad posesiva de mercado, es que el trabajo del hombre es una mercancía, esto es que la energía y la pericia de un hombre son propiedad suya; que no se consideran como partes integrantes de su personalidad, sino como posesiones, cuyo uso y disposición es libre de ceder a otros a cambio de un precio (Macpherson, 1970: 51).

La interpretación que hace Macpherson de la teoría hobbesiana en base a lo que este tipo de sociedad donde el trabajo se vuelve una mercancía más, parte del supuesto antropológico que opera en Hobbes, de que todos los hombres que viven en sociedad han de buscar siempre más poder sobre los demás, cuyo asidero fisiológico se encontraría en el deseo innato de todos los hombres de tener un poder ilimitado sobre

4

La tesis de Macpherson se opone radicalmente a la de Schmitt, quien rechaza identificar el “pesimismo” hobbesiano con la fundamentación filosófica de la sociedad burguesa que se está constituyendo sobre la base de la competencia.

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los otros. Para hacer compatible la estabilidad social con este supuesto sobre la naturaleza humana, la sociedad debe posibilitar la invasión pacífica continua de cada uno por parte de todos los demás, debe institucionalizar la lucha de todos contra todos por medio del derecho.

A la igual condición natural que Hobbes reconoce a los hombres, que desaparece con la sociedad civil, Macpherson le añade una que, derivada de esta, emerge bajo las condiciones de civilidad: la igual sumisión a las leyes del mercado, a la determinación del meum y el tuum, de lo rentable y de lo no rentable. Sólo este sería un fundamento de la obligación política igualmente vinculante tras la introducción de la desigualdad entre los súbditos, pues si bien Hobbes piensa que el nivel de temor que existe en los individuos frente a otros individuos y el nivel de protección que reciben en cuanto súbditos de un soberano son iguales más allá de las diferencias en riqueza, un examen más detenido no puede sino revelar lo contrario: quienes poseen más bienes son un blanco más deseado para la invasión, pero poseen a su vez más y mejores medios para defenderse ante estos. Ellos, y no quienes no poseen riqueza serán los más beneficiados con la protección que el Estado pueda brindar a los frutos del trabajo. Evidentemente Hobbes no le concedió mayor importancia a la existencia de diferentes clases sociales, aunque no la ignoró. Para él, el sujeto de la lucha económica en la sociedad civil, era el individuo.

4

Tampoco Locke logró tematizar el peso que las desigualdades sociales pudieran tener sobre el fundamento de la obligación política contenido en el pacto social. Aquel cálculo de intereses entre la potencia del derecho natural y la protección que otorga el Estado a través de las leyes civiles, le parecía a él, tanto como a Hobbes, indudablemente

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conducente a la sumisión legítima. El beneficio que se desprende de esta obediencia es el “goce de la vida” para Hobbes y la “consolidación” de la propiedad para Locke. Cuestiones con las cuales todos los hombres resultan ampliamente recompensados por la renuncia a la utilización de la violencia en forma privada. Si atendemos a la reserva ética que media entre los súbditos y el soberano: el derecho de resistencia que es la reanudación de la guerra (y de la política), podemos afirmar que la masa desposeída siempre se halló en tal situación, nunca dejaron de ser expoliados y maltratados, nunca su existencia dejó de ser embrutecida y breve. Para Macpherson no sería correcto hablar de una omisión culposa en ninguno de los dos autores, pues estas consideraciones eran completamente lejanas al pensamiento de su época, son los supuestos sociales desde cuya base ambos pensaron, y los que Marx se encargará de denunciar como ideológicos en tanto constituyentes de legitimidad del Estado burgués.

Sin embargo las diferencias en las conclusiones políticas a las que llegan tanto Hobbes como Locke estarán en gran parte, sino totalmente, relacionadas con el trasfondo antropológico que opera en cada una de ellas. La desconfianza de Hobbes en la naturaleza humana, o al menos su constatación de ésta como una naturaleza egoísta e inconstante, lo llevó a la conclusión de que la única forma de garantizar el orden social y la protección de los súbditos era mediante un poder capaz de perpetuarse a sí mismo. Hobbes, de acuerdo a la tesis de Macpherson, habría sido incapaz de reconocer el interés de clase que estaba implicado en la conservación de la sociedad civil y que haría innecesaria esta autoperpetuación del soberano en el poder. De acuerdo con el filósofo español Francisco Colom, está conclusión se produce por la confusión, por parte de Hobbes, de dos niveles contractuales analíticamente distintos. El primero, el nivel constitutivo, es aquel en que los individuos deben renunciar a sus potencias naturales con el fin de instituir la sociedad civil, el segundo en tanto, es el delegativo, en el cual los integrantes de esta sociedad ya constituida, acceden a delegar a favor de un cuerpo

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representativo el derecho a tomar decisiones políticas. Sin embargo Locke no compartió el error de su compatriota pues gracias a una concepción “menos desesperada de la naturaleza humana” pudo prever que los cambios en la autoridad soberana, no implican necesariamente la disolución de la autoridad política misma. Esta concepción de la naturaleza humana, se ve reflejada ya desde la descripción que Locke da del estado de naturaleza como un estado armónico, el completo opuesto de la bélica escena pintada por Hobbes. Locke puebla su estado de naturaleza de seres humanos que son ya individuos, capaces de conformarse naturalmente a los dictámenes de la razón muy distintos a las máquinas egoístas hobbesianas. Sin egoísmo y competencia, no hay caldo de cultivo para las causas de la discordia, por lo que parecería hacer injustificable la institución del Estado por medio del pacto voluntario. ¿Quién en su sano juicio querría abandonar este idílico estado de naturaleza, delegando toda su potencia en manos de un representante?

La descripción del estado de guerra, como sustancialmente diferente al estado de naturaleza la encontramos en el capítulo 3 del Segundo Tratado del Gobierno Civil (1689):

Aquí tenemos la clara diferencia entre estado de naturaleza y estado de guerra; y a pesar de que algunos lo han confundido se diferencian mucho el uno del otro. Pues el primero es un estado de paz, buena voluntad, asistencia mutua y conservación, mientras que el segundo es un estado de enemistad, malicia, violencia y mutua destrucción. Propiamente hablando, el estado de naturaleza es aquel en el que los hombres viven juntos conforme a la razón, sin un poder terrenal, común y superior a todos, con autoridad para juzgarlos. Pero la fuerza, o una intención declarada de utilizar la fuerza sobre la persona de otro individuo allí donde no hay un poder superior y común al que recurrir para encontrar en él alivio, es el estado de guerra;

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y es la falta de oportunidad de apelar lo que le da al hombre el derecho de hacer la guerra a un agresor, incluso aunque éste viva en sociedad y sea un conciudadano (Locke, 1998: 48).

Hasta aquí no parece haber motivo para que hombres de buena voluntad, que viven en un estado de paz decidan constituir un poder común. Parece improbable que individuos orientados a la productividad pacífica puedan necesitar de un tercero imparcial para dirimir controversias. Si seguimos a MacPherson, las controversias sólo podrían surgir entre individuos de distinta clase, es decir, entre los productores pacíficos y aquellos individuos que no comparten su ethos: aquellos que por no formar parte de esa sociedad de productores, quedan fuera de la comunidad misma de los hombres racionales.

En el estado de naturaleza, y en virtud de la igualdad natural que se les reconoce a los hombres, todos tienen el derecho, y aún más, el deber de velar por el cumplimiento de la ley natural de la razón que ordena perseguir la paz y la preservación del género humano; sumado esto a la inexistencia de un juez común, resulta entonces que esta armonía inicial se ve perturbada por la misma parcialidad de los individuos al momento de juzgar sobre los asuntos en que se hallan involucrados. Sin la existencia de un poder superior y común, es decir, sin un juez que sea reconocido por ambas partes como tal, las querellas podrían ser infinitas y no habría quien dirimiera finalmente el asunto en cuestión. Sin embargo, esto no acaba de explicar la necesidad de abandonar un estado de naturaleza que no sólo es de plena libertad, pues en esto coincidió también Hobbes, sino de armonía y ayuda mutua. Es preciso, pues, explicar cómo surge en primer lugar el objeto de las mutuas querellas, cómo se produce esta desviación de la recta razón. En el capítulo 2 del Tratado, Locke señala al respecto:

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Al transgredir la ley de naturaleza, el que realiza una ofensa está declarando que

vive guiándose por reglas diferentes de las que manda la razón y la equidad común, las cuales son las normas que Dios ha establecido para regular las acciones de los hombres en beneficio de su seguridad mutua. Y así, el transgresor es un peligro para la humanidad; pues las ataduras que impedían a los hombres herirse y hacerse violencia unos a otros, han sido por él cortadas y rotas. Lo cual, al constituir una

transgresión contra toda la especie y contra la paz y la seguridad que estaban garantizadas por la ley de naturaleza, permitirá que cada hombre, en virtud del derecho que tiene de preservar el género humano en general, pueda contener o, si es necesario, destruir aquellas cosas que le sean nocivas, y castigar así a quien haya transgredido esa ley haciendo de este modo que se arrepienta de haberlo hecho (Locke, 1998: 39-40).5

La introducción del concepto de “transgresión” irá acercando cada vez más el pensamiento de Locke al de Hobbes, al punto de que al justificar la existencia de la sociedad civil a partir de los fines para los cuales fue concebida, a saber, la protección de la propiedad en sentido amplio (vida, libertades y posesiones), describirá el estado que precede al pacto mediante el cual se instituye el poder común en términos ya bien distantes de su optimismo inicial. El transgresor se pone a sí mismo como el enemigo, como aquel que, transgrediendo las leyes que la razón y que el mismo Dios dictan, es incapaz de vivir en armonía con los demás individuos. El transgresor no puede ser objeto de tolerancia alguna.6

5

El subrayado es nuestro. Del mismo modo que el hereje no puede tampoco ser objeto de la tolerancia. Esta sólo es posible entre creyentes que divergen en la interpretación de las Escrituras y en el culto. En su Carta sobre la tolerancia, Locke dirá “Por mucho que la división entre las sectas obstaculice la salvación de las almas, no puede negarse, sin embargo, que el adulterio, la fornicación, la impureza, la lascivia, la idolatría y otras cosas semejantes son obras de la carne, sobre las cuales el Apóstol ha declarado expresamente que ‘aquellos que las hagan no heredarán el reino de Dios.’(Gál., 5). Por lo tanto, quienquiera que desee sinceramente alcanzar el reino de Dios y piense que es su deber tratar de extenderlo entre los hombres debe dedicarse a 6

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La incertidumbre y la amenaza que se encontraban presentes en Hobbes, aparecen en el modelo lockeano luego de la afirmación de la existencia de individuos que transgreden la ley natural, que se desvían del sabio dictamen de la razón que era el garante de la paz en el estado de naturaleza. El mismo texto nos muestra que no se trata de casos aislados, de marginales que se apartan de la norma, sino de “la mayor parte” de los hombres. ¿A qué se debe pues, este cambio de enfoque? ¿Qué hace que la mayoría se aleje de la recta razón? Y aún más ¿quiénes son esa minoría aún capaz de obedecer el designio de la ley natural? El razonamiento mediante el cual Locke introduce la propiedad privada, ya en el estado de naturaleza, puede ser la clave para responder estas preguntas.

Sabemos que el estado de naturaleza que Locke presenta es bastante más complejo que el de Hobbes, pues aquel concibe no sólo la armonía entre los hombres, sino incluso la posibilidad de la propiedad como tal y no como una mera apropiación vulnerable a la expropiación de todos los demás, desde antes de la existencia de un poder superior. Locke fundamenta la propiedad privada a partir de la propiedad del cuerpo y del trabajo que éste es capaz de realizar. El trabajo, como resultado del movimiento del propio cuerpo, es también algo propio, que, al unirlo a algo que está en la naturaleza común a todos, lo hago mío. La acumulación de bienes así adquiridos está en un primer momento limitada por la ley natural de la razón, esta indica que sólo podemos tomar aquello que habremos de consumir y no más que eso. A fin de evitar que el excedente se arruine pues todo desperdicio es contrario a la razón. Sin embargo Locke irá más allá de la apropiación limitada y será por medio de la inserción del dinero, hecho de un material durable, capaz de ser almacenado sin que se corrompa, que se levante la restricción a la acumulación material sin por ello repugnar a la razón. Mediante este gesto, Locke no desarraigar estas inmoralidades con no menos cuidado e industria que la erradicación de las sectas.” (1999: 64)

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sólo elimina la limitación de la inutilización, sino también la de la suficiencia (“que quede tanto y tan bueno para los demás”). Para Locke una cantidad de hectáreas sustraídas a la posesión común, y entregadas a la producción privada, entregan, más que sustraen, sus beneficios a la humanidad. La inversión privada, más allá de ser un enriquecimiento particular, es productiva para toda la sociedad. Todos los individuos se benefician de que algunos tomen para sí lo que pertenece a todos y que, de otro modo, se desperdiciaría. Todo esto, en el escenario del estado de naturaleza y curiosamente sigue siendo el mantra del liberalismo aún en la sociedad civil.

Para Macpherson la transgresión en el estado de naturaleza aparecería con la introducción del dinero en el régimen de la propiedad y la consiguiente desaparición de la restricción inicial que recaía sobre la apropiación. Con la introducción del dinero aún en el estado de naturaleza, Locke admite también el surgimiento de la desigualdad entre hombres que por naturaleza eran iguales, permitiéndoles a unos adquirir justamente toda la tierra, mientras que a los otros no les deja más que vender la disposición de su trabajo, al punto en que “La igualdad inicial de derechos naturales, consistente en que nadie tenía jurisdicción sobre nadie, no puede subsistir tras la diferenciación de propiedad” (Macpherson, 1970: 198-199)

La aparente inconsistencia entre las dos visiones del estado de naturaleza en el modelo lockeano queda así explicada por el artificio del dinero en tanto que suprime las restricciones iniciales sobre la propiedad. Esta segunda fase del estado de naturaleza, que comienza con la aparición del dinero se corresponde ya directamente con el concepto de sociedad burgués, en el que hay una diferenciación en las clases de racionalidad coincidente con la desigualdad en las posesiones. La racionalidad será entendida en este contexto como el apego a las normas del código moral burgués: apropiación y acumulación. Así las cosas, es evidente que el no propietario será representado como un

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desviado. Se trata pues de una diferencia de clases en racionalidad y moralidad, cuyo origen se sitúa ya en el estado de naturaleza y que, por ende, es un presupuesto para la sociedad civil burguesa.

En suma, tras la diferenciación en la racionalidad atribuida en un primer momento a todos los individuos, el estado de naturaleza se vuelve inseguro, y por lo tanto se tornan imprescindibles medidas para mantener en orden a los individuos así enfrentados, sanciones legales por un lado, y religiosas por otro. La visión “menos desesperada” de la naturaleza humana que hizo a Locke concebir hombres tan racionales que eran capaces de mantener la estabilidad de la sociedad, sin la necesidad de un poder absoluto y perpetuo que los subyugara, no era pues un relato sobre la humanidad en general, sino solamente uno que contaba cómo el interés privado de la clase propietaria, capaz de modificar las restricciones de la ley natural para aumentar sus posesiones, podía articularse de tal modo, que buscando protegerlas, pactaba su asociación con otros intereses análogos instituyendo la sociedad civil y consolidando, de esta forma, la mera propiedad en propiedad privada. Sólo el poder común que surge con la sociedad civil puede garantizar la persistencia de la armonía, aún después de que la desigualdad haya provocado la transgresión.

Sabemos ahora pues, que quienes transgreden la ley natural de la apropiación industriosa, y que son la mayor parte de los hombres, son precisamente los no propietarios, que se ven obligados a vender su fuerza de trabajo como único medio de subsistencia. Hay entonces en la naturaleza humana causas de la discordia, pero para Locke, de acuerdo a la lectura de Macpherson, esta desviación está encarnada en una clase a la cual se le reconoce una racionalidad inferior, una pertenencia distinta a la sociedad civil, un nivel distinto de la obligación política: la clase no propietaria, sólo será objeto de las decisiones políticas, mas no sujeto de ellas.

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¿Se trata acaso de una misántropologia de clase la de Locke? Si seguimos las reflexiones de Macpherson como lo hemos hecho aquí, la respuesta parece ser afirmativa. La asunción del interés como fundamento de la obligación política, es la asunción del interés de una clase que se verá sí misma como el sujeto de la historia. Para la sociedad civil burguesa el vínculo entre el espacio público constituido por los propietarios y el estado policial, y los fines de la vida representados en los intereses de clase, eran evidentes, a tal punto que su sujeción a las leyes, sólo podrá asegurarse mediante la contraprestación del Estado, es decir, la garantía de las condiciones formales para la preservación de su status de dominio.

La crítica posterior evidenció la inexistencia de una noción universal del interés y la imposibilidad de fundamentar la obligación política en él tal como lo hicieran Locke y Hobbes. Los intereses opuestos en la sociedad no logran armonizarse espontáneamente, el doux commerce no conduce a la pacificación de la sociedad. El crecimiento de las capas proletarias hará estallar la esfera pública burguesa y su estado de derecho legitimado a la medida de los sujetos privados. El interés general es una mera ficción, el industrioso egoísmo de la burguesía, motor del capitalismo, marcha de espaldas al interés del proletariado. A partir de este punto, la sociedad no puede ser entendida como una comunidad de seres racionales, sino como un enfrentamiento que no ha de resolverse en un interés supremo, sino en la radicalización del antagonismo en la lucha de clases.

En definitiva, pensamos que el enfoque misantropológico de ambos autores nos permite entender la política como lo que emerge de la tensión polémica, tensión que en el cuadro perfecto de la sociedad civil es encarnada por la clase no propietaria, aquella que transgrede la razón burguesa. Esta clase se constituye a sí misma en el enemigo de aquellos que, renunciando a su derecho sobre todas las cosas, han constituido una

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sociedad civil y han delegado su poder, han delegado su capacidad de hacer la política. El intolerable, el que disiente, es aquel que no acaba nunca de cerrarse sobre sí mismo como un individuo, aquel que nunca renuncia del todo a la posibilidad de la política.

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