Escrituras Aneconómicas. Revista de Pensamiento Contemporáneo Año II, N° 3, Santiago, 2013. Democracia: aneconomía, partición y acto político ISSN: 0719-2487 http://escriturasaneconomicas.cl/
UN SIGNO DE DEMOCRACIA. NOTAS SOBRE EL LENGUAJE DE LA DEMOCRACIA FELIPE TORRES
felipe.torresnavarro@gmail.com Centro de Análisis de Investigación Política (CAIP) Resumen: La presente reflexión tiene por objeto plantear preguntas en torno a la democracia. En cuanto se reconoce cierta imposibilidad de concebir una culminación de la democracia -como realidad acabada, consumada-, surge la pregunta por su concepción en términos fenoménicos, como aprehensión perceptiva, como realidad de facto. En esos términos se vuelve relevante reflexionar sí, con mayor justicia, no es posible pensarla como una imagen de aquello que, se pretende, «es» la democracia. Nos preguntaremos si la palabra es 21
algo más que una obligación a la existencia y, por lo mismo, si requiere necesariamente la experiencia (sensible) de lo que denota(ría) el «demos»-«kratos». Algunas oscilaciones por el análisis del lenguaje nos ayudarán a recordar que éste no se agota en la referencia objetual, sino, innumerablemente, al modo de un signo. 1 Palabras clave: Democracia – Signo – Lenguaje – Derrida – Différance
¿Cómo es posible una palabra sensata cuando no hay signo que indique el sentido que se debe pronunciar? ¿Qué podemos decir cuando el silencio es absoluto tanto en nosotros como fuera de nosotros? J.F. Lyotard, ¿Por qué filosofar? 1
El presente escrito es resultado de las discusiones generadas a raíz de una comunicación en el Congreso “Walter Benjamin y Jacques Derrida. Violencia, política y representación” realizado en la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile en octubre de 2012.
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I.
A propósito del Lenguaje
¿Y si la democracia no fuera algo más que un signo? ¿Algo que media entre la presencia y la ausencia? (signo como un diferir entre lo traído a presencia y su ausencia) Un signo, definido habitualmente, es algo que significa, que otorga significado a otro algo que por sí solo parece carecerlo. El signo no sólo trae a presencia una ausencia, sino también otorga la posibilidad de que lo que se presenta se presente de un modo y no de otro. Ahora bien, ¿de qué podría ser signo la democracia y en qué forma presentaría lo que presenta? Cuesta dar respuesta a estas interrogantes en la medida que tengamos en mente una teoría del lenguaje representacional. Esto es así ya que si la democracia es un signo (y no realidad pasada, presente o futura) es justamente de un modo distinto a como puede ser concebida la relación entre un signo y lo que él representa. La concepción realista o representacional del lenguaje asume que el lenguaje remite o refiere a entidades externas que son denotadas por las palabras 2. Esta es la forma tradicional de pensar los problemas epistemológicos, a saber, asumiendo una correlación entre lo que se dice y lo que es dicho. Esta es la manera en que se percibió la función del lenguaje desde Agustín, pasando por Locke y hasta Frege. Fue Bertrand Russell quien hizo conocido el argumento de los existenciales negativos [negative existentials] para rebatir esta concepción (Cfr., Russel: 1965). Aún cuando el propio Russell volviese a una especie de realismo depurado después de criticar esta vertiente ingenua de representacionalismo, sin embargo, más allá de este giro en el pensamiento russelliano, su propuesta inicial nos interesa porque nos entrega una serie de herramientas analíticas para comprender de un mejor modo las alusiones a una democracia que sin ser una realidad sensible puede ser entendida como signo a partir de las reflexiones de Derrida. Para Russell existen dos formas en las que el lenguaje puede manifestarse como relación a un “algo”: una directa y otra indirecta. El conocimiento directo en la denominación viene dado por un acceso privilegiado a lo que se pretende referir. Este es el caso de las percepciones, quienes muestran de facto la realidad de una proposición. El otro caso que Russell define tiene que ver con una forma denotativa de presentación en el lenguaje. Este es el modo que nos interesa. Perfectamente podemos hablar del avión que en estos momentos se Esto exceptúa a los conectores del lenguaje, por ejemplo, pues estos no suponen objeto de referencia sino más bien giros o tonalidades para una comprensión lógica de un texto: antes, pero, y, aparte de, a la vez, sin embargo, por eso, aún, etc. 2
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dirige desde Varsovia a Berlín y de ello desprender un conjunto de proposiciones significativas en torno a él 3; sin embargo, no poseemos conocimiento directo –sensible– de aquella entidad, sino sólo por vía descriptiva. Según Russell la distinción entre conocimiento directo e indirecto –o acerca de– apunta básicamente a que el conocer directo se origina en una base representativa, mientras que el conocimiento indirecto se adquiere por medio de expresiones denotativas (Russell, 1965: 54). Para Russell “no poseemos necesariamente un conocimiento directo de los objetos denotados por expresiones compuestas de palabras cuyos significados conocemos directamente” (1965: 55). En otras palabras, no por comprender y formarnos una imagen de aquello que se comprende se está en contacto directo con la entidad denotada, pues una descripción no garantiza una referencia real. Siguiendo la línea ejemplificativa de Russell podríamos decir que no parece existir razón alguna para creer que tengamos conocimiento directo del amor de otras personas, dado que éste no es percibido directamente por nosotros, sino sólo descriptivamente. Declaraciones tales como “yo te amo”, “siento amor por ti”, “existe un amor de mí hacia ti”, etc. sólo remiten a descripciones; incluso manifestaciones de éste sentimiento tales como actos en los cuales un ser humano se esfuerza por otro, o acoge, o cuida, o tolera a otro, siguen manteniéndose en el plano de lo demostrativo y no de lo 23
sensitivo; estos serían sólo manifestaciones del amor y no el amor mismo, el sentimiento mismo, tal como el cálculo de una ecuación es manifestación de una psiquis, pero no el conocimiento directo de la psiquis, o tal como la fuerza se manifiesta a través de «muestras de fuerza», ya sea humana, mecánica o natural. Por tanto, cuanto conozcamos acerca de estos asuntos lo haremos denotativamente. De todo lo anterior se desprende que el principio fundamental de la teoría de la denotación propuesta por Russell remite a que las expresiones denotativas nunca poseen significado alguno consideradas en sí mismas, pero que, no obstante, toda proposición en cuya expresión verbal intervienen aquéllas posee un significado (1965: 56). Esto apoya el hecho que una denotación, al ser significativa, no requiere de modo necesario una referencia directa, sensitiva. Para el caso de la democracia y el modo en que Derrida propone representárnosla el argumento podría entenderse como una expresión denotativa en la medida que su comprensión viene dada por una significación, por la adjudicación de significado a través del signo a una entidad
Tales como: “el avión es rápido”, “el avión es cómodo”, “el vuelo arribará a las 14.45 hrs. en el Flughafen Berlin-Schönefeld”, etc. 3
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no sensible o no posibilitada de ser algo así como una presencia directa –en este caso la democracia. Volvamos a Russell. Para depurar el análisis de la denotatividad, Russell propone reemplazar una serie de formulaciones en las que intervienen expresiones denotativas por un conjunto de fórmulas en las cuales se trabaje con un lenguaje cuasi-formal, no interviniendo tales expresiones denotativas. En este punto Russell introduce la refutación a una teoría que supone a las expresiones denotativas como auténticos elementos constitutivos de las proposiciones en cuya formulación verbal intervienen. Esta es justamente la postura de Alexius Meinong, quien “considera que toda expresión denotativa gramaticalmente correcta representa un objeto.” (Russell, 1965: 59). De esta manera “cíclope”, “minotauro”, “unicornio”, serían entendidos como auténticos objetos. Aún cuando tales objetos no subsistan, se sobreentendería que son objetos. Para Russell una teoría de este tipo infringe decididamente el principio de contradicción pues por un lado se afirma su insubsistencia y por otro se les adjudica objetualidad. Dicha pretensión resultaría intolerable (Ídem). En este punto, por tanto, se detecta una suerte de imposibilidad de los existenciales negativos (Entiéndase: “cíclope”, “minotauro”, “unicornio”, etc.) para consideraciones lógicas del lenguaje. Así, como la propuesta meinongniana no es confortable, Russell busca en Frege una solución más acabada al problema de la denotación. Efectivamente para Russell la teoría de Frege evita la infracción cometida por Meinong en relación al principio de contradicción. La distinción de Frege permite incorporar la categoría de significado como complemento de la categoría de denotación. De esta manera, Frege ofrece la ventaja de permitir otorgar sentido al enunciado de una entidad. Al decir, por ejemplo, “El presidente de Chile”, estaremos al mismo tiempo enunciando una identidad de denotación junto con una diferencia de significado. Sin embargo, Russell detecta que esta distinción, que opera muy bien para el caso de un referente directo, nuevamente flaquea cuando se considera el problema de aquellos casos en que aparentemente no hay denotación alguna. Si decimos “El zar de Chile es bajo”, la estructura lógica del enunciado no corre peligro pues es satisfecha, pero tal consideración esconde la carencia de una estructura representacional, es decir, el correlato denotativo. Por más que “El zar de Chile” no carezca de significado, está ciertamente privado de denotación desde cualquier punto de vista. No por ello, sin embargo, es una proposición sinsentido, sino “lisa y llanamente falsa” (Russell, 1965: 61). De este modo Russell establece la falsedad de una proposición con significación y sin denotación, en contra de lo planteado por Frege para quien la referencia –en
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este caso homologado al concepto de denotación russelliano- no prueba la significación de un enunciado, sino su sentido correspondiente (Frege, 1995: 26). Por ejemplo, en la proposición “El cerro san Cristóbal tiene menos de 1000 metros de altura” será el significado “cerro san Cristóbal” y no el cerro real, lo que intervenga como elemento constitutivo del significado de la proposición. Así entonces, para Russell la solución al conflicto de la denotación se vislumbra de dos maneras: por un lado estipulando una denotación en los casos en que esta falte a primera vista, o bien abandonando la tesis de que sea la denotación lo que entra en juego en las proposiciones que contienen expresiones denotativas. Justamente esta última opción es la que adopta Russell (1965: 62). Tanto la postura de Meinong como la de Frege caerían bajo la primera opción, cada cual a su manera. Mientras Meinong opta por admitir objetos que no subsisten, es decir, que no obedecen al principio de no contradicción, Frege establece “una denotación puramente convencional para todos aquellos casos en los que, de otro modo, no la habría (Ibíd). Aún cuando la propuesta fregeana no conduzca a ningún error lógico, Russell señala que es un procedimiento netamente artificial, no facilitando un análisis riguroso del problema denotativo en cuestión: al admitir que las expresiones denotativas poseen en general 25
la doble propiedad de significar y denotar, aquellos casos en los que no parezca haber denotación plantearán dificultades tanto si de hecho existe como si no. Estas consideraciones permiten mostrar cómo la representacionalidad del signo no supone de manera necesaria una referencia directa –sensible. Esto es lo que ocurriría con el caso de la democracia como signo. Profundicemos más en ello. II. A propósito del signo Aún cuando asumamos una teoría no representacional del lenguaje nos queda por clarificar de manera elemental a qué remite la noción de signo cuando la utilizamos para denotar la democracia. Sin entrar en una exposición exhaustiva sobre el signo, baste con decir que se trata de la posibilidad de un diferir, es decir, de un traspaso, de un cierto viaje en el tiempo por medio del cual lo ausente se torna presente –como, también, se aplaza. Ahora bien, la inscripción del signo no está exenta de vaivenes en la escritura de Derrida. Es posible encontrar proposiciones que, sin el cuidado de ser situadas en un adecuado contexto, pueden ser percibidas como contradictorias. En efecto al comienzo de De la gramatología, Derrida
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presenta el juego que introduce el reposicionamiento de la escritura tradicionalmente supeditada a la voz; esta vuelta da lugar a lo siguiente: No hay significado que escape, para caer eventualmente en él, al juego de referencias significantes que constituye el lenguaje. El advenimiento de la escritura es el advenimiento del juego: actualmente el juego va hacia sí mismo borrando el límite desde el que se creyó poder ordenar la circulación de los signos, arrastrando consigo todos los significados tranquilizadores, reduciendo todas las fortalezas, todos los refugios fuera-de-juego que vigilaban el campo del lenguaje. Esto equivale, con todo rigor, a destruir el concepto de "signo" y toda su lógica. (Derrida, 2008: 12. La cursiva es nuestra)
Y esta sospecha se anidaría en el parentesco del signo con lo que más adelante se denuncia como logocentrismo: La noción de signo implica siempre en sí misma la distinción del significado y del significante, aun cuando de acuerdo con Saussure sea en última instancia, como las dos caras de una única y misma hoja. Dicha noción permanece por lo tanto en la descendencia de ese logocentrísmo que es también un fonocentrismo proximidad absoluta de la voz y del ser, de la voz y del sentido del ser, de la voz y de la idealidad del sentido. (2008: 18)
Incluso más, en La Différance es el propio signo quien ya no puede ser en tendido como el operador de lo diferente-diferido: Al tratar de poner en tela de juicio este carácter de secundariedad provisional del sustituto, sin duda veríamos anunciarse algo como una diferancia [différance] originaria, pero no se podrá siquiera llamarla originaria o final, en la medida en que los valores de origen, de arkhé, de telos, de ekhatos etc., siempre han denotado la presencia-ousia, parousia, etc. Cuestionar el carácter secundario y provisional del signo, oponerle una diferencia «originaria», tendría, pues, como consecuencias: 1. que ya no se podría comprender la diferancia [différance] bajo el concepto de «signo» que siempre ha querido decir representación de una presencia y se ha constituido en un sistema (pensamiento o lengua) regulado a partir y a la vista de la presencia. (Derrida, 1989: 45)
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Unas líneas antes la situación del signo se expone a partir de la tradición en la que se enmarca: El signo, se suele decir, se pone en lugar de la cosa misma, de la cosa presente, «cosa» vale aquí tanto por el sentido como por el referente. El signo representa lo presente en su ausencia. Tiene lugar en ello. Cuando no podemos tomar o mostrar la cosa, digamos lo presente, el ser-presente, cuando lo presente no se presenta, significamos, pasamos por el rodeo del signo. Tomamos o damos un signo. Hacemos signo. El signo sería, pues, la presencia diferida […] la circulación de los signos difiere el momento en el que podríamos encontrarnos con la cosa misma, adueñarnos de ella, consumirla o guardarla, tocarla, verla, tener la intuición presente. Lo que yo describo aquí para definir, en la banalidad de sus trazos, la significación como diferancia [différance] de temporización, es la estructura clásicamente determinada del signo: presupone que el signo, difiriendo la presencia, sólo es pensable a partir de la presencia que difiere y a la vista de la presencia diferida que pretende reapropiarse.” (Ibíd.) [Cursivas propias]
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Luego, el punto clave parecería estar en la crítica a una concepción reducida del signo como difiriendo la presencia y, en ese sentido, presa de la presencia (“sólo es pensable a partir de la presencia que difiere y a la vista de la presencia diferida que pretende reapropiarse”). Es por ello que la concepción de la sustitución deviene un carácter secundario: Siguiendo esta semiología clásica, la sustitución del signo por la cosa misma es a la vez segunda y provisional: segunda desde una presencia original y perdida de la que el signo vendría a derivar; provisional con respecto a esta presencia final y ausente en vista de la cual el signo sería un movimiento de mediación. (Ibíd. La cursiva es nuestra)
Lo destacable, lo enfatizable, no sería la presencia (de la sustitución y de lo sustituido) sino lo diferente-diferido. Solo así podría entenderse el signo como différance. Aún queda por responder la siguiente pregunta: si la democracia se piensa como signo debe ser signo de algo, por tanto ¿de qué?, o dicho más precisamente: diferendo ¿desde dónde? ¿hasta dónde? Aún cuando esta pregunta no pueda esquivarse no podemos asegurar que el signo que pretendemos ligar a «democracia» pueda ser trazado. No se trataría simplemente, en tanto
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différance, de democracia como signo de una presencia diferida. En parte, esto tendría que ser así, pero el simplemente de la frase “No se trataría…” advierte que aún cuando todo signo es significación de un algo no presente, la democracia como signo y como signo de una différance no puede ser sólo una permuta de lo que no está presente por un sucedáneo. El signo de una différance, si lo entendemos bien, debe necesariamente remitir, como hemos visto, no a la actualidad de lo ausente, sino a su autodonación y negación en el diferendo. No es neutro como una representación, sino un partición, cierto espaciamiento 4 del sentido, una ruptura con aquello que se percibe meramente (¡!) como ente. De tal suerte lo que se obtiene no es la presencia directa de lo que ya no está, sino la presencia-invención de una nueva figura. El signo, en este registro, trastoca la literalidad del fenómeno para bautizarlo arbitrariamente 5. Esta arbitrariedad unida a la invención o creación no suponen, desde un punto de vista fenomenológico, la posibilidad de un signo sin presencia fenoménica previa. La cosa, la sustancia del mundo, es la condición previa de la significación, más no por ello la significación puede reducirse a su referencia. En innumerables ocasiones lo que se significa por medio del signo no requiere un correlato empírico –ya lo veíamos con los existenciales negativos de Russell– lo cual hace ver cuán compleja, incluso insostenible, se vuelve la suposición del signo como mera representación. la escritura llamada fonética no puede […] funcionar si no es admitiendo en ella misma ‘signos’ no fonéticos (puntuación, espacios etc.) de los que se dará cuenta enseguida, al examinar la estructura y la necesidad, que toleran muy mal el concepto de signo. Mejor, el juego de la diferencia del que Saussure sólo ha recordado que es la condición de posibilidad y de funcionamiento de todo signo, este juego es en sí mismo silencioso. (Derrida, 1989: 41)
El desafío estaría ahora en hacer que el juego hable. De vuelta a la democracia como signo, y ya reconociendo que el signo no siempre remite a una entidad previa a la manifestación misma del signo, queda aún por pensar su referencia. En este punto parece adecuado incorporar la noción de democracia «por venir». El propio Derrida pone en evidencia la poca claridad que entrega el agregado «por venir» a democracia. Esta visión de la democracia se “… la divisibilidad de una partición, es decir, la separación o la huella de un espaciamiento.” (Derrida 2005: 64 ) “Toda cultura se instituye por la imposición unilateral de alguna “política” de la lengua. La dominación, es sabido, comienza por el poder de nombrar, de imponer y de legitimar los apelativos.” (Derrida 1997: 57) 4 5
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torna confusa cuando se piensa el «por venir» como el anuncio de un futuro anterior en el que lo que ya es se hace presente 6, como si hubiese una dimensión de espera: Democracia «por venir»: esto, así, no anuncia nada. No. ¿Qué hacen entonces estas tres palabras? ¿Cuál es el status modal de este sintagma que, en general, nombra la democracia por venir sin construir una frase ni, sobre todo, una proposición del estilo: la democracia está por venir? Si bien me ha ocurrido escribir que ésta «queda» por venir, semejante restancia, como siempre en mis textos, por lo menos desde Glas, semejante democracia en restancia o en suspenso se sustrae a su dependencia ontológica. No constituye la modificación de un “es”, de una cópula ontológica que marca el presente de la esencia, de la existencia, incluso de la sustancia sustancial o subjetiva. (Derrida, 2005: 115)
Esto demostraría que no se trata meramente de un algo que «no es aún aquí, pero sí en otro lugar [el futuro]». No. Sólo podría tener un sentido en la medida que el signo «democracia» interpelase una nueva formación discursiva. Por supuesto que «democracia» ya significa. Tiene una trayectoria como concepto que alude a una serie de imágenes más o menos conocidas. 29
Eso, no obstante, no puede anular la consideración de su falta de «entidad»: la democracia no es un fenómeno a partir del cual se genera una imagen, un signo, sino un signo a partir del cual se genera una representación. Como lo entendemos, la democracia es un signo al cual le falta un correlato empírico pleno, más no por ello se vuelve ficción pura. Más bien es la configuración que se desarrolla a partir de conceptualizaciones «a la mano». Zuhandenheit es la definición que Heidegger propone en Ser y Tiempo (1997: § 18) para una de las modalidades por las cuales se da el ser del ente. Esto supone que una de las modalidades constitutivas de lo ente es su estar a la mano. Este «estar a la mano» no privilegia algo así como el mundo sensible en detrimento de lo no-sensible. Más bien incorpora en la categoría de fenómeno todo aquello que permite una concepción. Lo «a la mano», como fenómeno, se refiere entonces a lo que hace posible la emergencia, lo que torna posible una inteligibilidad. De ahí que, aplicado a la democracia, su falta de correlato objetual se compense con la articulación de lo «a la mano»: lo que otorga significación a la democracia, por tanto, no es la suposición de un «ente democracia» pasado, presente o futuro, sino la condensación de un cúmulo de significados anclados temporalmente En este punto habría que enfatizar lo que quizás con falta de fuerza se viene insinuando: “…no algo que llegará seguramente mañana, no la democracia (nacional e internacional, estatal o transestatal) futura, sino una democracia que debe tener la estructura de la promesa –y, por consiguiente, la memoria de aquello que lleva el porvenir aquí ahora.” (Derrida, 2005: 110) 6
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que luego se ponen en relación con otras conceptualizaciones en el tiempo. En el pasado como origen, en el futuro como expectativa y en el presente como intento. De tal suerte, el signo que se piensa como un volver presente lo ausente y que escapa a una referencia objetual –pasada o presente- observa en el futuro una posibilidad de nueva articulación. El «por venir» de la democracia que Derrida no anuncia, podría remitir entonces, sin problema, a una democracia adecuada, hecha adecuar, a los vaivenes de la historia, haciéndose, y en cuyo transcurso resulta plena y no plena a la vez. III. Experiencia, différance , democracia «por venir» La consideración de la democracia como signo nos conduce, a la vez, a una nueva búsqueda: ese signo ¿cómo se adquiere? ¿Adviene o se crea? ¿Puede adquirirse bajo los términos de una experiencia? ¿Es la experiencia una concepción adecuada para profundizar en la democracia como signo? Si es así ¿Cómo debemos entender experiencia? Sin demasiadas especulaciones podemos adentrarnos en el pensar la experiencia como algo que interpela una suerte de «externalidad» en lo que se experimenta. Cuando Derrida escribe “la democracia se protege y se mantiene limitándose y amenazándose ella misma” (2005: 55), está mostrando su experiencia con/de la democracia. No pretende hacer un juicio neutral sobre la democracia sino, a la vez, un mostrarla y un limitarla, un establecer una imagen. Es así como entendemos esta otra sentencia: “La democracia por venir no compete ni a lo constitutivo (de lo paradigmático, diría Platón) ni a lo regulador (en el sentido en que Kant habla de Idea reguladora)” (2002: 56). Ni constitutiva ni reguladora, la experiencia que Derrida comunica de la democracia «por venir» supone un estar fuera de sí para aprehenderla. Se puede establecer una cierta conexión entre la experiencia de la democracia que plantea Derrida y los estratos del tiempo en que ella se asienta. Para esto un buen ejercicio es sopesar lo que se puede suponer de la experiencia como un salir de sí. Según el filósofo/historiador alemán Reinhart Koselleck, en primer término, la experiencia es posible como sorpresa, puesto que sólo cuando existe una capacidad de sorprenderse se hace posible alojar una experiencia. De esta manera la experiencia originaria se constituiría como sorpresa en la medida que sin la posibilidad de verse sobrepasado, abrumado y perplejo frente al acontecer, ninguna biografía e historia sería posible (Koselleck, 2001: 50). Esta centralidad de la sorpresa en la posibilidad de la experiencia deja en evidencia la apertura hacia la cual debe estar dispuesto todo acto
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experimentado. Lo que se experimenta solo puede adquirir su condición externa –es decir, no dependiente del, en lenguaje metafísico, «sujeto» – en la medida que es el propio «sujeto» quien se dispone a vivir una experiencia en que se deja sorprender por ella. La democracia como signo y, ahora, a través de la experiencia como sorpresa, puede pensarse como un aún no, pero ya sí y como un estar abierto en/a lo inesperado. Un «aún no pero ya sí» en la medida que, en tanto signo, supone un diferimiento entre estar presente dentro de una ausencia; y un «estar abierto en/a lo inesperado» en los términos de una experiencia de la democracia que, en tanto experiencia, recibe y actúa a la propia democracia como un acontecimiento inesperado, sorprendente. Esta falta de espera y fermento para el asombro dan cuenta de la contingencia de la democracia, a saber, como acontecimiento que pudo no emerger, aún cuando puede nunca emerger o, incluso, nunca haber sido. Y esta experiencia no se entrega a cualquiera y no porque ella «escoja» a quien darse, sino por la necesidad de una disposición peculiar hacia la sorpresa, hacia la posibilidad de sorprenderse: Hace una experiencia quien está en condiciones de dejarse sorprender… Por eso toda experiencia contiene in nuce su propia historia. Esa historia está contenida en la
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adquisición de conocimiento ocasionada por una sorpresa en aquella diferencia temporal mínima entre el antes y el después o entre el demasiado pronto y el demasiado tarde que constituyen retrospectivamente la historia de una experiencia (Koselleck, 2001: 50)
La complejidad de la pregunta por la democracia pasada, presente, futura y «por venir» hace que nos volvamos hacia una observación de la categoría de tiempo que manejamos. Y esto no lo hacemos solo por el interés que nos despierta el tiempo en el tiempo que pueda adjudicarse a la democracia, sino porque aquella tematización de la différance realizada por Derrida en 1967 ayuda a resaltar aspectos antes no precisados de la democracia en su temporización. Ya lo veíamos en la noción de experiencia: la experiencia se vive «históricamente», se decodifica en esquemas de inteligibilidad históricos, se «encarna» en su «tiempo». Esta misma «encarnación» hace imposible el tratamiento de algo así como una democracia suprahistórica. Toda alusión a la democracia establecerá una delimitación que pondrá en juego las categorías conceptuales «a la mano» de que se disponga. Esto en ningún caso niega la posibilidad de que lo «a la mano» remita a la consideración de concepciones, si se admite el término, originarias. Lo «a la mano» puede remitirse a variados tiempos y con ello, a diálogos conceptuales
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enriquecidos. No es eso lo principal. El punto trata más bien cómo la diferencia temporal entre el antes y el después, lo pronto o lo tardío, constituyen el marco bajo el cual se despliega la experiencia. Con esto aventuramos que la propia experiencia se difiere. La experiencia se adquiere y en su hacerse explícita a sí misma se torna otra. El cedazo del concepto no la deja incólume. Y esto ocurre en un proceso diferido: un antes y un después. En lenguaje metafísico: la intuición y la percepción. Lo intuido es hecho percepción. En este proceso las operaciones del lenguaje ejercen su influjo. Y un círculo se vislumbra: la historia se entiende nuevamente como horizonte de la experiencia. La temporización de lo que difiere no puede obviarse: entre lo intuido y lo percibido, entre lo inmediato y lo mediato, se advierte un abismo. Esta observación de la temporización va de la mano con la concepción heideggeriana del tiempo como horizonte trascendental del ser: Señalaré solamente que entre la diferencia como temporización-temporalización, que ya no se puede pensar en el horizonte del presente, y lo que dice Heidegger en El ser y el tiempo de la temporalización como horizonte transcendental de la cuestión del ser, que es preciso liberar de la dominación tradicional y metafísica por el presente o el ahora, la comunicación es estrecha, incluso si no es exhaustiva e irreductiblemente necesaria. (Derrida, 1989: 45-46)
En el sistema de la lengua no hay más que diferencias temporalizadas: “Si la palabra «historia» no comportara en sí misma el motivo de una represión final de la diferencia, se podría decir que únicamente las diferencias pueden ser de entrada y totalmente «históricas».” (1989: 47). Esto puede conectarse con la observación de Koselleck en relación a que la historia no es más que una experiencia, la cual, a su vez, siguiendo a Derrida, podría definirse como una diferencia: por una parte, estas diferencias actúan: en la lengua, en el habla también y en el intercambio entre lengua y habla. Por otra parte, estas diferencias son en sí mismas efectos (Íbid). Las diferencias entonces actúan y efectúan. No es trivial el punto pues las diferencias, como partes de la différance, no sólo delimitan para separar –para mostrar las diferencias– sino que en su ponerse en actividad intervienen lo que diferencian, dando pie a un despliegue que genera efectos, anulando cualquier atisbo de neutralidad. Las diferencias que se establecen intervienen el estado de cosas dado, abriendo, instaurando nuevos espacios de comprensión. Estas diferencias que componen la différance serán ahora objeto de nuestra escritura.
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Si la democracia puede entenderse en los términos de una différance, sólo puede hacerlo bajo las características que de algún modo escapan a todo intento de caracterización como delimitación o fijación que Derrida expone para dicha différance: la différance es una especie de memoria antropomórfica en el lenguaje, memoria del proceso de producción de sentido en que todo es signo de otro signo, una différance que señala cómo el significado es un producto de diferencias diferenciado en el tiempo: “La diferancia [différance] es lo que hace que el movimiento de la significación no sea posible más que si cada elemento llamado «presente», que aparece en la escena de la presencia, se relaciona con otra cosa, guardando en sí la marca [marque] del elemento pasado y dejándose ya hundir por la marca de su relación con el elemento futuro, no relacionándose la marca [trace] menos con lo que se llama el futuro que con lo que se llama el pasado, y constituyendo lo que se llama el presente por esta misma relación con lo que no es él: no es absolutamente, es decir, ni siquiera un pasado o un futuro como presentes modificados. Es preciso que le separe un intervalo de lo que no es él para que sea él mismo, pero este intervalo que lo constituye en presente debe también a la vez decidir el presente en sí mismo, compartiendo así, con el presente, todo lo que se puede
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pensar a partir de él, es decir, todo existente7, en nuestra lengua metafísica, singularmente la sustancia o el sujeto. Constituyéndose este intervalo, decidiéndose dinámicamente, es lo que podemos llamar espaciamiento, devenir-espacio del tiempo o devenir-tiempo del espacio (temporalización). Y es esta constitución del presente, como síntesis «originaria» e irreductiblemente no-simple, pues, estricto sensu, no-originaria, de marcas [marques], de rastros [traces] de retenciones y de protenciones (para reproducir aquí, analógicamente y de manera provisional, un lenguaje fenomenológico y transcendental que se revelará enseguida inadecuado) que yo propongo llamar archi-escritura [archi-écriture], archirastro [archi-trace] o diferancia [différance]. Esta (es) (a la vez) espaciamiento (y) temporización.” (Derrida, 1989: 48-49)
Luego, en Canallas, Derrida hace explícita la conexión entre la noción de différance y democracia como différance: En el original, la palabra que Derrida utiliza para “existente” es “étant” la cual, si creemos al Dictionnaire de l'Académie française, refiere al presente del verbo ser [Du verbe être: (conjuguer) étant est un participe présent] lo cual hace un tanto diferente la idea original de lo que ha sido traducido al español: étant como ente o existente. Nos da la impresión que más bien Derrida se referiría a un compartir en el presente “todo lo que se puede pensar a partir de él, es decir, todo (el) ser”, lo cual podría implicar pensar el presente desde el ser (siendo) y no meramente desde el existente [“tout ce qu'on peut penser à partir de lui, c'est-à-dire tout étant”] (Derrida, 1989: 48 / Cfr., 1972: 13) 7
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“…ese reenvío de la democracia todavía compete a la différance. Si lo prefieren ustedes, esta democracia como envío del reenvío, reenvía a la différance. Pero no sólo a la différance como prórroga y rodeo del rodeo, vía desviada, aplazamiento, en la economía de lo mismo. Pues se trata también […] de la différance como reenvío a lo otro, es decir, como experiencia irrefutable –subrayo: irrefutable– de la alteridad de lo otro, de lo heterogéneo, de lo singular, de lo no-mismo, de lo diferente, de la disimetría, de la heteronomía […] La democracia no es lo que es sino en la différance, en virtud de la cual aquélla se difiere y difiere de sí misma; no es lo que es sino espaciándose más allá del ser e incluso de la diferencia ontológica; es (sin ser) igual a sí misma y propia consigo misma solamente en tanto que es inadecuada e impropia, a la vez con retraso y con adelanto respecto de ella misma, de lo Mismo y de lo Uno de ella misma, interminable en su inacabamiento allende todos los inacabamientos determinados, todas las limitaciones en ámbitos tan diferentes como el derecho al voto (por ejemplo para las mujeres -¿a partir de cuándo?-, para los menores -¿a partir de qué edad?-, para los extranjeros -¿cuáles y en qué territorio?- para acumular desordenadamente algunas muestras ejemplares de miles y miles de problemas semejantes), la libertad de prensa, el fin de las desigualdades sociales en el mundo entero, el derecho al trabajo, tal o cual nuevo derecho, en suma, toda la historia de un derecho (nacional o internacional) siempre desigual a la justicia, puesto que la democracia no busca su lugar sino en la frontera inestable e inencontrable entre el derecho y la justicia, es decir, asimismo entre lo político y lo ultra-político. Por eso, una vez más, no es seguro que democracia sea un concepto de arriba abajo político. (Dejo aquí abierto el lugar para una discusión sin fin sobre Schmitt y con Schmitt.)” (Derrida, 2005: 57-58)
Nos saltaremos el problema que implica adentrarse intensamente en la justificación de Schmitt para señalar la democracia como un concepto político y la duda que Derrida plantea sobre la posibilidad de que eso sea así in toto. Huelga decir, sin embargo, que Derrida homologa différance a democracia en el momento que la différance se identifica con el «reenvío de lo otro», como experiencia –subraya– irrefutable de la alteridad de lo otro, de lo singular, de lo diferente, de lo no mismo, etc. Si la democracia no puede perder identificación con lo otro es porque posicionarla separado de ello sería traicionarla. Y esto puede tener que ver con el nombre «democracia», que conduce a la pregunta por el número de los otros, de los que son amigos. Justamente esto es lo que se apunta en Políticas de la amistad. (cfr., Derrida, 1998: 123124). Y esto porque parece no haber democracia –al menos en los términos que lo
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entendemos– sin la aprobación del gran número. Pero aún cuando esto sea así, la invitación de Derrida a pensar lo olvidado, lo ignorado, lo reprimido o impensado del concepto hasta ahora habido de democracia es lo verdaderamente relevante. Lo que nos atañe en particular son las posibilidades que el concepto ha dejado abiertas y desde ellas, junto con ellas, pensar nuevamente la democracia «por venir». Posludio Una alternativa de comprensión para abordar Canallas [Voyous] es la situación mundial post 11 de septiembre de 2001, en la cual Derrida inserta su reflexión. En reiteradas alusiones a hechos que sin ser del todo explícitos el autor señala como paradigmáticos de quien ostenta la categoría de voyou, se despliega una caracterología que no hace menos que evocar involuntariamente la política se seguridad –apoyada por gran parte de la ciudadanía– efectuada por EE.UU. en Medio Oriente. En cualquier caso, quedarse con esta impresión y de allí concluir prematuramente que la democracia en los términos que Derrida propone pensarla es un asunto problemático que se asienta sólo desde una perspectiva occidental –y, 35
fundamentalmente, de sus potencias político-económicas– resulta precipitado. Se debe tener cuidado con estirar demasiado el argumento, pues aún cuando efectivamente se pueda generar una conexión posible entre democracia y actualidad –sobre todo en el capítulo 3: Lo otro de la democracia, el por turno–, siendo incisivos habría que reconocer que, tal como el propio Derrida lo señala, la democracia y el problema de lo político no se reduce a su actualidad aún cuando ya esté siendo patente en ella. El hecho de que existan excusas empíricas para ejemplificar el problema de la democracia en la actualidad, no debe desviar la atención de un elemento crucial de la deconstrucción de la democracia que aquí se propone. Que lo político no se reduzca a su actualidad, que la democracia tampoco lo haga, advierten que la delimitación a que debe estar sujeta la concepción de «democracia por venir» no puede suponer una mirada teleológica, deudora del advenimiento de una perfectibilidad: “De-limitación no sólo en nombre de una idea regulativa y de una perfectibilidad indefinida, sino cada vez en la urgencia singular de un aquí y ahora.” (Derrida, 1998: 128) Nuestra estrategia de abordaje a la tematización de la democracia ha pretendido privilegiar una mirada que distingue desde el lenguaje. Este se presenta como el motor de todo pensamiento sobre la democracia –¿sería necesario agregar “de todo pensamiento en
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general”?–. No obstante, es oportuno tener presente la crítica que Derrida impone a la utilización snob de la palabra: “todo aquello que, por el crédito que se le concede denuncia la cobardía del vocabulario, la tentación de seducir sin esfuerzo, el pasivo abandono a la moda, la conciencia de vanguardia, vale decir la ignorancia. Esta inflación del signo “lenguaje” es la inflación del signo mismo, la inflación absoluta, la inflación como tal.” (Derrida, 2008: 11). Este como tal implora un abordaje del signo «lenguaje» de un modo cuidadoso. No se trata de traer a presencia su carga conceptual por lo atractivo que pueda «sonar» su alusión, sino porque en todo lo que podamos decir sobre democracia existe una real necesidad de hurgar en el lenguaje. El lenguaje es el plano sobre el cual se concibe la democracia, ya que, como hemos visto, éste establece sus diferencias, sus condicionantes para una experiencia de la democracia. En tanto no existe algo así como una experiencia «pura» de la democracia, el lenguaje por el cual esta sea dicha será tanto su posibilidad como su límite. El espacio de la experiencia como percepción «significada» a que dará lugar la tríada lenguaje-experiencia-historia dará forma a cualquier postulado sobre algo así como una democracia. Derrida direcciona el pensamiento de la democracia hacia una instancia posterior que sin embargo es presente de un modo que no será en su «futuro», puesto que la manera de mencionar un «por venir» depende de imaginarios actuales que hacen de esa democracia ahora pensada y proyectada una distorsión de su posibilidad. Esta «distorsión», no obstante, no es una traición a lo que viene, sino su ya hacerse presente, aún cuando de un modo distinto e incompleto. Lo relevante en este juicio es que la democracia «por venir», así como la democracia «siendo», confieren sentido, cuerpo, a la idea de una experiencia democrática como signo, como una presencia a partir de su diferir la ausencia. El signo, la experiencia, la différance son articulaciones rizomáticas (Cfr, DeleuzeGuattari, 2002: 9-32) de la democracia. Cada una de ellas puede afectar o incidir con peso propio cualquier pensamiento de la democracia. Acá hemos intentado proponerlas como líneas de lectura y, de paso, articularlas entre sí a partir de la democracia como excusa, pero indudablemente pueden ser propias de éste e innumerables otros acontecimientos. Sólo restaría agregar que su trazo, tal como el de cualquier otro autor, supone una indicación no tanto arbitraria como sí deliberada: su puesta en escena indica un camino que tal como ha sido dirigido en este caso, lo es para el caso de la democracia: una figura, un concepto que ha sido trazado, borrado y vuelto a posicionar infinitamente y que, por lo mismo, merece un tratamiento de su complejidad a esa altura.
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La democracia «por venir» será, sería, lo que no anuncia una democracia futura, aún cuando abre su posibilidad, no tanto para el futuro mismo, sino, según como entendemos, para lo que pueda concebirse de ella en el aquí-ahora. La presencia de la democracia adquiere un modo aunque ese modo no pueda entenderse a la manera de una esencia- que permite formular aquella misma presencia. Esta formulación de la democracia no puede hacerse al modo de sentencias, aún cuando todo lo que pueda decirse de algo adquiera de alguna manera la forma de una sentencia. Pero sentenciar es poco preciso ya que lo que se percibe como sentencia remite a un juicio definitivo y lo que menos podemos hacer en torno a la democracia es, después de todos los divagues anteriores, sentenciar. No. Más bien el modo se nos aparece como posibilidad, menos pretenciosamente, la democracia como algo «posible», pero que, al ser vuelca su aparecer. No nos cansaremos de decirlo: la democracia por venir como promesa 8 sin más, no es suficiente, ni como alteridad futura, presente o pasada. En primer lugar porque no se presenta y en segundo porque la promesa es no-suficiente: El porvenir no significa sólo la promesa sino también que la democracia no existirá nunca, en el sentido de la existencia presente: no porque será diferida sino porque seguirá
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siendo siempre aporética en su estructura (fuerza sin fuerza, singularidad incalculable e igualdad calculable, conmensurabilidad e inconmensurabilidad, heteronomía y autonomía, soberanía indivisible y divisible o compartible, nombre vacío, mesianicidad desesperada o desesperante, etcétera.) (Derrida 2005: 111)
Y esto de la mano con la posibilidad inventiva, con una fórmula de creación democrática: “digo inventar porque el por-venir apunta no sólo hacia la venida del otro sino hacia la invención –no del acontecimiento- sino por medio del acontecimiento” (Ibíd.). Más arriba: Esto implica otro pensamiento del acontecimiento (único, imprevisible, sin horizonte, que ninguna ipseidad, ni ninguna performatividad convencional y, por ende, consensual puede dominar), el cual se marca en un «por venir» que, más allá del futuro (puesto que la exigencia democrática no espera), nombra la venida de aquello que llega y de aquel que llega (Ibíd.) Dejamos abierto aquí un debate que podría resultar muy fructífero entorno al vínculo existente entre democracia por venir como promesa e idea regulador Una pista: “…la locución “democracia por venir” no debería significar de ningún modo, a saber, una simple Idea reguladora en el sentido kantiano, pero también, lo que ella seguía siendo y no podía dejar de ser, a saber, la herencia de una promesa” (Derrida 2005: 106) 8
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Baste con decir que la democracia por venir forma parte de lo que puede ser. 9 Y más allá de eso nos es imposible afirmar. Frente a eso indefinible de la democracia y de la democracia como «por venir» resulta imposible pronunciarse. Eso no implica no poder pronunciar la imposibilidad, sino sólo -¡¿sólo?!- remitirse a mostrar lo no-posible y junto a ello, comenzar a hacer patente parte de su aporía.
BIBLIOGRAFÍA Deleuze, Gilles & Guattari, Félix. (2002) Mil Mesetas. Capitalismo y esquizofrenia. Valencia: Pretextos. Derrida, Jacques. (1972) Marges de la philosophie. París : Les Éditions de Minuit, París _____________. (1989) Márgenes de la filosofía. Madrid: Cátedra _____________. (1997) El Monolingüismo del Otro o la prótesis de origen. Buenos Aires, Manantial _____________. (1998) Políticas de la amistad. Madrid: Trotta _____________. (2005) Canallas. Dos ensayos sobre la razón. Madrid: Trotta _____________. (2008) De la Gramatología. México D. F. : Siglo XXI, México Ferraris, Maurizio. (2006) Introducción a Derrida. Buenos Aires: Amorrortu Frege, Gottlob. (1995) “Sobre Sentido y Referencia” en Valdés Villanueva, Luis (Ed.) La búsqueda del Significado. Lecturas de Filosofía del Lenguaje. Madrid: Tecnos Heidegger, Martin. (1997) Ser y tiempo. Santiago: Editorial Universitaria Koselleck, Reinhart. (2001) Los estratos del Tiempo: estudios sobre la historia. Barcelona: Paidós Russell, Bertrand. (1965) Lógica y Conocimiento. Madrid: Taurus.
Y si seguimos la interpretación de Ferraris, deberíamos creer que Derrida adscribía a la idea de que el poder ser conduce irremediablmente a un deber ser (Ferraris 2006: 95) 9
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