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Escrituras Aneconómicas. Revista de Pensamiento Contemporáneo Año II, N° 3, Santiago, 2013. Democracia: aneconomía, partición y acto político ISSN: 0719-2487 http://escriturasaneconomicas. cl/

DEMOCRACIA: EL TÉMINO APROPIADO HUGO ORTEGA GÓMEZ

hugo.ortegagomez@gmail.com Universidad de Valparaíso Resumen: A partir de la lectura de los textos de Jacques Derrida Canallas. Dos ensayos sobre la razón y Espectros de Marx. El Estado de la deuda, el trabajo del duelo y la nueva Internacional, se plantea una discusión acerca de los usos (y abusos) del término «democracia» en el ámbito de lo político. Se exponen algunos elementos vinculados al origen griego del concepto y su mundialatinización, en tiempos más recientes, amparada por el «orden mundial» posterior a la II Guerra Mundial. Se mencionan los aportes derridianos de «democracia por venir» y su relación con la «mesianicidad», a la vez que se intenta enlazar dichas propuestas con la situación de los últimos decenios, marcada por diversas crisis geopolíticas y económicas (tanto nacionales como internacionales) y por el surgimiento, en diversas partes del orbe, de movimientos que intentan legitimarse y visibilizar sus 39

particulares formas de organización política. Palabras claves: Democracia – Democracia por venir – Mundialatinización – Derrida

«… puesto que —repito siempre este adagio de Austin— una palabra jamás tiene sentido: una frase es la única que tiene sentido.» (Derrida, 2005: 93)

I.

En el principio, el término.

Con «democracia» ocurre como con otras palabras, términos o conceptos: su uso en el habla se ha vuelto tan cotidiano, que prácticamente todos creemos saber de qué hablamos cuando hablamos de democracia, al punto que está prácticamente vedado llegar a plantear dudas acerca de su sentido o significado, y menos aún aspirar a cuestionar la vigencia o pertinencia de su uso. A pesar del demos


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que la conforma, pareciera ser que el término mismo de «democracia» se encuentra de alguna manera enajenado respecto a quienes debieran ser sus naturales reguladores. El «habla cotidiano», a la vez que sus sujetos, se encuentran con un concepto que debiera serles propio, pero que sin embargo es regulado desde un discurso tecno-político, lugar donde la supuesta certeza de su sentido y semántica resiste con más fuerza las suspicacias que se puedan llegar a insinuar. Tal vez no es extremismo plantear que el término «democracia» ha sido apropiado, tanto en el sentido de ser adecuado como de ser confiscado (aunque más en este último sentido), por quienes ostentan la fuerza que determina la forma de organizar a este demos, haciéndole creer que el ejercicio regular y periódico del sufragio es señal inequívoca de su libertad para elegir a quien quiera para representarle. Por cierto, un quienquiera de entre los que cumplen ciertos requisitos, predefinidos por quienes ostentan la fuerza en esta «democracia». II. La Promesa que vino de Grecia ¿Existe algo así como una definición de democracia, «palabra cuya semántica está tan abundantemente sobrecargada (tanto más sobredeterminada, lo hemos comprobado, cuanto que oscila entre el exceso y el defecto de sentido)»? (Derrida, 2005: 94). Por una parte, y siempre en busca de una elusiva univocidad, se podría apelar a la etimología de sus raíces griegas, con el riesgo inminente de caer en la simpleza de reducir el sentido de un término o concepto a su significado originario, que desde el extremo más remoto de una cadena de significantes ha pasado sucesivamente de una lengua a otra adaptándose a otra fonética, a otra escritura, a otra comprensión de la organización social, a otro territorio que tal vez nunca conoció de polis ni de ágora. Ante esta posibilidad de comprensión, Derrida plantea sus dudas: «no podemos seriamente tener la garantía de ninguna continuidad dentro de la filiación filológica, semántica o etimológica a través de la historia de lo político y de las mutaciones que han afectado desde hace más de veinticinco siglos, en Europa y fuera de Europa, al paradigma sin paradigma de cierta democracia griega o ateniense». (Derrida, 2005: 95) En esta especie de denominación de origen de la democracia, su simiente griega es planteada por Derrida de la siguiente manera: “una fuerza (kratos), una fuerza determinada como autoridad soberana (kyrios o kyros, poder de decidir, de zanjar, de prevalecer, de dar-cuenta-de y de otorgar fuerza de ley, kyroo), por consiguiente, el poder y la ipseidad del pueblo (demos)” (Derrida, 2005: 30). No obstante, pareciera ser que una indagatoria en el origen tampoco esclarece lo suficiente: “Platón

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[en La República] anuncia ya que «democracia», en el fondo, no es ni el nombre de un régimen ni el nombre de una constitución. No es una forma constitucional entre otras”. (Derrida, 2005: 44) Término olvidado (o al menos convenientemente alejado por quienes ostentaban la fuerza) desde la época helénica hasta prácticamente los albores de la Ilustración, momento en que reaparece en boca y pluma de unos pocos, en asociación con términos como justicia, libertad, igualdad, derechos ciudadanos e incluso revolución. Tal vez es posible plantear que sólo a partir de los últimos decenios se vuelve un término de uso popular. El «orden mundial», desde la segunda mitad del siglo XX en adelante, se gesta en una Europa arrasada por la guerra, con fronteras vulneradas y vueltas a emplazar, con masivos desplazamientos humanos a otros territorios (tanto mundanos como espectrales), con un frágil equilibrio que en su momento se conoció como «Guerra Fría». Los Estados «amantes de la paz» se organizan para irradiar la reencontrada luz de la razón y el entendimiento, renacen los “Derechos del Hombre” (que de paso borran al Ciudadano) y, progresivamente, la democracia es acuñada como un «valor universal» interdependiente con otros conceptos igualmente ambiguos como el desarrollo, las libertades y los derechos individuales, asemejándose extrañamente (por su designación como «valor», aunque no sólo por eso) a un «equivalente general» que permitirá, legitimará y garantizará el 41

intercambio entre las naciones. (Naciones Unidas) Tal como plantea Llevadot, “las democracias actuales, aún siendo incapaces de encontrar soluciones democráticas a sus problemas, no dudan en exportar su retórica y su conceptualidad como si se tratase de un Universal aplicable a cualquier contexto” (Llevadot, 2012: 100). Esta universalización del término, por sí sola, no asegura que su comprensión o sentido sea compartido, menos aún unívoco. Y, por lo tanto, su puesta en práctica difícilmente podría estar lo suficientemente arraigada como para quedar a salvo de dudas o sospechas, provengan éstas de quienes ostentan la fuerza o de quienes debieran (por el solo hecho de ser demos) ostentarla. Derrida apunta que hemos conocido, […] muchos regímenes modernos presuntamente democráticos. Al menos ellos se presentan como democráticos, con el nombre y en nombre, siempre griego —no lo olvidemos nunca—, de la democracia: democracia a la vez monárquica (monarquía así llamada constitucional) y parlamentaria (un gran número de Estados-naciones de Europa), democracia popular, democracia directa o indirecta, democracia parlamentaria (presidencial o no), democracia liberal, democracia cristiana, social-democracia, democracia militar o autoritaria, etcétera. (Derrida, 2005: 44-45)


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III. La propuesta derridiana ¿Cómo, entonces, aprehender este elusivo término, precisarle una semántica que permita una comprensión al menos amplia de él, y esto a pesar de esa supuesta universalidad que se le atribuye? Aunque sepamos poco de lo que debería querer decir «democracia», es preciso pese a todo, debido a cierta pre-comprensión, que algo sepamos de ello. […] Ya tenemos cierta «idea» de lo que «democracia» debería querer decir, ya habrá querido decir —y la idea, el ideal, el eidos o la idea designa asimismo el ruedo de un contorno, el límite que rodea una forma visible. Si no tuviésemos una idea de la democracia, no nos inquietaría su indeterminación. No trataríamos de dilucidar su sentido, ni de reclamar su advenimiento. (Derrida, 2005: 35)

Cerca de 25 siglos de existencia del concepto no necesariamente facilitan un esclarecimiento desde una mirada histórica, como se ha intentado exponer en los párrafos precedentes. Ante esta dificultad, la mirada de Derrida no va tanto hacia el pasado como hacia el porv enir, lo que le permite, precisamente, acuñar el concepto de «democracia por venir». Para llegar a esta propuesta deconstruye el concepto actual que se tiene de democracia, y los intentos hechos en y a su nombre por exportarlo como modelo de organización política, conceptualizado como «valor universal»: «En los alrededores de la oportunidad, es decir, del incalculable quizá; hacia lo incalculable de otro pensamiento de la vida, de lo vivo de la vida, es donde y hacia donde me gustaría arriesgarme aquí con e l viejo nombre todavía muy nuevo y quizá impensado de ‹democracia›.» (Derrida, 2005: 21). La suspicacia derridiana apunta a diferenciar su propuesta con respecto a lo que sería un «ideal» de democracia, una aspiración de perfectibilidad deseada o cierta posibilidad alcanzable, entendida a la manera de una Idea reguladora kantiana. 1 Al plantearse como un por venir, y por lo tanto fuera de un horizonte de espera, alejada de las certezas cognoscibles, la democracia muestra atributos mesiánicos (o de mesianicidad), queda abierta a la llegada del o de lo otro, al arribo del acontecimiento desde una apertura radical. Esta apertura debiera sostenerse, aún a sabiendas que lo que puede llegar sea desemejante, amenazante, irruptor sobre lo conocido. La espera así entendida se asocia a la promesa, originalmente propia del mesianismo, pero aquí desprovista de sus aspectos metafísico-religioso. Como promesa, y para ser considerada como tal, «debe prometer ser cumplida, es decir, no limitarse sólo a ser «espiritual» o 1

Sobre la diferenciación con la Idea reguladora kantiana, Cfr.: Llevadot, 2012: 99-103.

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«abstracta», sino producir acontecimientos, nuevas formas de acción, de práctica, de organización, etc.». (Derrida, 1995: 103) IV. Democracia, una exportación no tradicional La mundialatinización planteada por Derrida puede adquirir diferentes formas, pero sin duda una de ellas es cierta exportación (desde Europa Central) del término «democracia». A modo de ejemplo, muchos Estados durante los últimos decenios (con posterioridad a su descolonización, guerra civil o proceso separatista) han decidido nombrarse o renombrarse incluyendo el término «República Democrática»: la desaparecida Alemania del Este, Corea del Norte, Laos, Congo, Argelia, Sri Lanka, Santo Tomé y Príncipe, Timor Oriental, Etiopía, Nepal (todos los existentes son actualmente Estados miembros de Naciones Unidas). Por el contrario, ningún país europeo ostenta actualmente dicho término, coexistiendo en dicho continente una mayoría de Repúblicas con prácticamente una cuarta parte de Reinos y sus derivados. 2 Discusión aparte es si estas o aquellas naciones son, en la práctica, consideradas democráticas por la comunidad internacional, o si dicho término figura en su Carta Fundamental; ya el hecho de que algunas decidan nombrase «Democráticas» señala la adopción 43

tácita de cierto paradigma político que, históricamente, les resulta ajeno (e incluso, respecto al origen del término, anacrónico). Sin embargo, existen aún territorios que se resisten (de diversas maneras) a esta particular forma de mundialatinización: “los únicos y muy escasos regímenes que no se presentan como democráticos son regímenes de gobierno teocrático musulmán. […] El Islam, cierto Islam sería pues la única cultura religiosa o teocrática que todavía puede, de hecho y de derecho, inspirar y declarar una resistencia a la democracia” (Derrida, 2005: 47-48). Resulta innecesario detallar cómo muchos de esos países han pasado a conformar, durante el último decenio, el llamado «eje del mal», y cómo han sido objeto de intervenciones humanitario-militares o, definitivamente, convertidos en campo de batalla. Por supuesto, sería ingenuo plantear que dicho movimiento de intervención se debe exclusivamente a que no se declaran como «democracias»: se argumentan violaciones a los Derechos Humanos y libertades individuales, amenazas a la seguridad internacional, desarrollo de armas de destrucción masiva y/o químico-biológicas, etc. Sin embargo, para las Naciones Unidas todos estos elementos se presentan imbricados: “La democracia es uno de los valores y principios básicos universales e indivisibles […] Reinos de Bélgica, Dinamarca, España, Holanda, Noruega, Reino Unido, Suecia; Principados de Andorra y Mónaco; Gran Ducado de Luxemburgo. (Fuente: National Geographic Society, World Atlas HD, versión 2.2.1, aplicación para iOS) 2


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Se basa en la voluntad libremente expresada por el pueblo y está estrechamente vinculada al imperio de la ley y al ejercicio de los derechos humanos y las libertades fundamentales” (Naciones Unidas). Organismo internacional que aspira a la universalidad, pero en el cual sus normas, su Carta, la definición de su misión dependen de determinada cultura histórica. No se las puede disociar de determinados conceptos filosóficos europeos […]. [Y por otra parte] ese derecho internacional y pretendidamente universal sigue estando ampliamente dominado, en su aplicación, por Estados-nación particulares. […] la hegemonía de ciertos Estados en base a la potencia militar al servicio del derecho internacional. (Derrida, 1995: 97-98)

Poder de veto, poder militar, acusación más o menos fundamentada que a su vez se usa para justificar una intervención. Democracia defendida (y difundida) en la totalidad del mundo, pero ausente en la práctica en el seno mismo de la institucionalidad que se presenta, universalmente, como su mayor garante: el Sancta Santorum de las Naciones Unidas, denominado «Consejo de Seguridad», tiene poder de decisión y supremacía práctica sobre todas las decisiones tomadas «democráticamente» por los Estados miembros. Alianzas económicas y estratégicas, más geopol íticas que estrictamente políticas, determinan qué países serán considerados amigables o «canallas»; por tanto, susceptibles de acuerdos y convenios o, por el contrario, objeto de restricciones y bloqueos. Porque, no lo pasemos por alto, desde hace tiempo el término «democracia» lleva implícitamente adosado un adjetivo que, en su sentido históricamente estricto, remite a lo económico, tal y como lo expresa Derrida al citar El fin de la historia y el último hombre de Fukuyama: “«la» democracia liberal resulta la única aspiración política coherente que vincula diferentes regiones y culturas sobre toda la tierra” (Derrida, 1995: 71). ¿Podría conceptualizarse esta democracia como una especie híbrida de «equivalente general» en un modelo capitalista que ha trasla dado su foco hacia lo financiero relegando a la mercancía? Incluso el documento ya citado de las Naciones Unidas establece cierto vínculo en este sentido: «Los derechos consagrados en el

acto nternacional de Derechos

Economicos, Sociales y Culturales […] son igualmente esenciales para la democracia habida cuenta de que garantizan la distribucion equitativa de la riqueza…». (Naciones Unidas) V. La reaparición de parajáraxis En simultaneidad con esta supuesta universalización del término «democracia» hacia territorios distantes cultural y geográficamente (pero súbitamente contiguos por obra y gracia de las tecnologías

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de la comunicación), en el interior mismo de los países que se ofrecen como modelo a seguir surgen movimientos que cuestionan lo que «democracia» debiera querer decir (o se pretende que quiera decir). Cristalizan en agrupaciones como «¡Democracia real YA!» 3 (u otras de nombre similar), y uno de los elementos que desencadenan su aparición es, precisamente, la precariedad económica de las mayorías ante la permanente amenaza de profundización de la «crisis» (en otro tiempo llamada, menos eufemísticamente, depresión o recesión económica). Resulta llamativo que la gran mayoría de estos grupos se definan como «ciudadanos»; hasta hace algunos decenios atrás, los «movimientos populares» se constituían como la cara visible del descontento político-económico, pero gradualmente se ha observado un desplazamiento que, pasando por los «movimientos sociales», culmina en los hoy llamados «movimientos ciudadanos». No se debiera olvidar que, antaño, la clase popular o «pueblo» no tenía derecho a voto, 4 mientras que en la actualidad uno de los «derechos ciudadanos» más socorridos es, precisamente, el de sufragio. La actitud general de estos grupos, por lo general irrumpiendo en el espacio público, aparece como «indignación», una suerte de estado emocional y afectivo que, en ningún caso, garantiza la existencia de lo que tradicionalmente se ha conocido como «programa» o «proyecto político». A pesar de eso, en muchos lugares abogan por boicotear los procesos electorales mediante anulación o 45

abstención, por implementar modificaciones constitucionales mayores o, directamente, por generar una «asamblea constituyente». Las acusaciones que reciben desde sectores políticos vi nculados a los poderes económicos establecidos intentan invalidar su descontento atribuyéndoles, muchas veces, un mero afán de desestabilizar el «sistema democrático» instaurado. La supuesta «soberanía popular» sólo podrá ser aceptable en la medida en que esté alineada con las políticas gubernamentales del poder de turno, paradójicamente «representante» de los ciudadanos que ocupan plazas y calles. De allí a rotularlos como grupos que amenazan el orden y seguridad interior hay un breve paso. Para Derrida, las acusaciones dirigidas contra ellos no debieran tener sustento: “La democracia es el único sistema, el único paradigma constitucional en el que, en principio, se tiene o se arroga uno el derecho a criticarlo todo públicamente, incluida la idea de democracia, su concepto, su historia y su nombre. Incluidas la idea del paradigma constitucional y la autoridad absoluta del derecho” (Derrida, 2005: 111 ) Cuyo manifiesto y actividades pueden ser consultados en http://www.democraciarealya.es/ En el caso de Chile, la Constitución de 1833 (Art. 8º) condicionaba el derecho a sufragio a saber leer y escribir, poseer una propiedad inmueble o un capital invertido (con valores especificados por ley), o percibir ingresos que resultaren proporcionales al valor especificado previamente. La Constitución de 1925 (Art. 7º) elimina estas condiciones. No obstante, en ambos casos, el derecho es exclusivo de los hombres. (Los textos de ambas Constituciones pueden ser consultados en http://www.leychile.cl/). 3 4


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Crisis económica y cambio de ordenamiento socio-político. Pareciera ser que la antigua expresión griega parajáraxis (que puede significar tanto falsificar monedas como cambiar la costumbre política de la ciudad), vinculada por la tradición a Diógenes de Sínope, cobrara una nueva pero aún difusa vigencia. A los cínicos se les atribuye un desprecio por las convenciones y el ordenamiento vigentes, una apelación a la igualdad social, una vida alejada de las riquezas materiales (muchas veces mendicante), un retorno a la naturaleza (Ferrater Mora, 1965). Características compartidas por los grupos que en los últimos años han decidido visibilizarse ocupando masivamente las plazas públicas, incluso algunos de ellos convirtiéndolas en su espacio cotidiano al acampar y realizar sus asambleas allí. ¿Debieran ser considerados como la irrupción del otro, como el arribo de cierto acontecimiento? ¿Serán estos grupos los herederos de quienes, hace casi 20 años atrás, Derrida consideraba como nueva Internacional? una alianza sin institución entre aquellos que […] continúan inspirándose en uno, al menos, de los espíritus de Marx o del marxismo (saben, de aquí en adelante, que hay más de uno) y para aliarse, de un modo nuevo, concreto, real, aunque esta alianza no revista ya la forma del partido o de la internacional obrera sino la de una especie de contra-conjuración, en la crítica (teórica y práctica) del estado del derecho internacional, de los conceptos de Estado y de nación, etc.: para renovar esta crítica y, sobre todo, para radicalizarla? (Derrida, 1995: 100)

A la vez, movimientos en los márgenes de la «tradición democrática», como los campesinos o indígenas de algunos países latinoamericanos, buscan legitimar sus modos ancestrales de organización comunitaria e insertarse en la política institucionalizada. En algunos casos, ya amparados por nuevos ordenamientos constitucionales (como en Bolivia) 5; en otros, buscando la forma de organización que les permita dicha validación (como en México). En ambos, no obstante, se presentan apelando a la expresión «democracia comunitaria», borrando tal vez la denominación que debiera reflejar lo propio de su matriz cultural originaria, de su léxico ancestral y legítimo, y acuñándose en concordancia con el patrón universal que (al menos en teoría) les garantizará el libre intercambio.

En el caso de Bolivia, el Art. 11 de la Constitución olítica del Estado señala: «[…] . La democracia se ejerce de las siguientes formas […] 3. Comunitaria, por medio de la elección, designación o nominación de autoridades y representantes por normas y procedimientos propios de las naciones y pueblos indígena originario campesinos, entre otros, conforme a Ley». (Consultado el 5 de enero de 2013 en http://www.gacetaoficialdebolivia.gob.bo/normas/listadonordes). 5

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VI. Hacia el término: conclusiones (sin conclusión) Vano resultaría, después de exponer algunas de las ideas de Derrida sobre lo que es, podría ser o pudiera entenderse por «democracia», después de haber esbozado algunas apreciaciones vinculadas a estas ideas y después de aventurar algunos planteamientos propios, pretender alguna conclusión. Si la democracia, como concepto, carece de una especificidad que nos permita una adecuada comprensión de lo que hablamos cuando hablamos de democracia; y si, más aún, se concuerda con Derrida y se acepta que “a fin de cuentas, si intentamos retornar al origen, no sabemos todavía lo que habrá querido decir democracia, ni lo que es la democracia. Pues la democracia no se presenta, no se ha presentado todavía, pero va a venir” (Derrida, 2005: 26), el término siempre habrá sido (un) imposible. Si se adhiere a la estrategia deconstructiva y su permanente reinicio de la tarea emprendida, la ilusión del “término apropiado” se desvanece como aquello que nunca fue, en realidad, más que una experiencia solipsística que se creyó compartida. Al igual que aquellos reunidos en una fría noche, se espera la aparición del fantasma del Rey Hamlet para confirmar su presencia a partir de una 47

experiencia colectiva, cuando en realidad ninguno de los convocados está en condiciones de dar pruebas de la identidad (y por lo tanto de la autenticidad) del reaparecido. La «democracia por venir» convoca a esta espera interminable, con la tarea permanente de cuestionar su veracidad ante nosotros mismos y ante los demás. BIBLIOGRAFÍA. Derrida, Jacques. (1995) Espectros de Marx. El Estado de la deuda, el trabajo del duelo y la nueva Internacional. Madrid: Trotta. _____________. (2005) Canallas. Dos ensayos sobre la razón. Madrid: Trotta. Ferrater Mora, José. (1965) Diccionario de Filosofía. Tomo I. Entrada Cínicos (pp. 290-291). Buenos Aires: Sudamericana. Llevadot, Laura. (2012) “Democracia y mesianicidad: consideraciones en torno a lo poli tico en el pensamiento de Derrida”, Enrahonar. Quaderns de Filosofia Nº 48, 95-109. Naciones Unidas. (s.f.) La democracia y las Naciones Unidas. Consultado el 17 de diciembre de 2012 en http://www.un.org/es/events/democracyday/pdf/presskit.pdf


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