Escrituras Aneconómicas
Año I, N° 1: 2012, 81-104
Revista de pensamiento contemporáneo.
Teatro, filosofía y presencia1
Alejandro Fielbaum S. Universidad de Chile afielbaums@gmail.com Resumen
Tras abordar la temática de la representación, el ensayo indaga el singular estatuto del texto y el cuerpo del actor en la representación teatral, como uno de los motivos que genera cierto malestar en la metafísica respecto a dicha práctica. Esta duplicidad será incluso confesada por distintos filósofos que han incursionado en la escritura teatral. Pues la posibilidad del teatro se halla en la de un montaje que no se basta a sí mismo, cuya incerteza genera desconfianzas por el carácter ilusorio del cuerpo cuando actúa. Desde allí se considerará, para concluir, la insistencia en el rechazo platónico del teatro como apertura de una larga historia de desencuentros entre el teatro y la filosofía.
Palabras clave: Teatro, representación, filosofía.
1
El presente artículo corresponde a buena parte del segundo capítulo y el comienzo del tercer capítulo de la primera sección de la tesis presentada al Instituto de Filosofía de la Pontificia Universidad Católica para obtener el grado de licenciado en Filosofía, durante el primer semestre del 2009. La tesis completa puede hallarse en la Biblioteca de la misma casa de estudios, bajo el título “La última escena: Reflexiones sobre teatro y comunidad en torno a la filosofía de Jacques Derrida”. Lo aquí presentado, busca preparar la interpretación de las distintas lecturas del teatro realizadas en la historia de la filosofía. Una versión inacabada del ensayo fue leída por Gonzalo Montenegro en las III Jornadas Iberoamericanas de Estudiantes de Filosofía, llevadas a cabo en Bogotá durante marzo del 2009.
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En virtud de la transitoriedad con que penetra transparente en la escena y la vuelve a abandonar, el presente se hace eterno. Esa es la justificación de la ilusión teatral que, como deseo, no puede ser expulsada de los teatros (Adorno, 1969: 23)
Una lectura atenta a la historia de los discursos sobre el arte permite notar que, desde sus inicios, ha existido cierta práctica de montaje establecida desde la promesa y la necesidad del desdoblarse. A saber, el teatro. Su representación habría sido, siempre, reproducción sin una presencia que tributar. No sólo no deja dejaría resto alguno de su efectividad fuera de su momento de exposición, sino tampoco posibilidad de un autor que pueda regir de antemano toda su puesta en obra. Tan fugaz como repetible, monta tanto un tiempo de extraña duración que transcurre sin comienzo ni fin, como un heterótopico lugar real que yuxtapone espacios varios (Foucault, 1997). Incluso su contexto de inscripción se revela, así, como un montaje que pudiera ordenarse de otra forma. Pues revela su contingencia al desordenar tiempo y espacio, mediante una clasificación de la sensibilidad radicalmente distinta a la desplegada en la vida social (Genet, 1997: 162). Bien describe un joven Lukács la extrañeza de tal vivencia. Se trataría de una retención de todo tiempo en un presente que despedaza como unidad o realidad:
No sólo se desgarra su sucesión empírico–real y se confunde –pues el presente se convierte en irrealidad secundaria, el pasado en lo peligroso y amenazados, el futuro en una vivencia conocida de antigua, aunque vivida inconscientemente–, sino que, además, la sucesión de esos momentos deja de ser una sucesión temporal (1975: 252).
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Y es claro que, tras la obra, su tiempo no se torna lineal. Al contrario, se trataría de volver eternamente a una obra sin unidades que permitan pensar en cierta sucesión que culminase con una obra ya realizada. Si las otras artes, incluso erigiéndose desde el paradigma de la representación, se constituyen presentando singularmente la representación montada, el teatro debe repetir la representación creada, una y otra vez (Badiou, 1994: 52).
El teatro alojaría, entonces, la repetición en cualquiera de sus pretensiones de unidad. Extemporáneo,
sin
embargo,
resultaría
señalar
que
el
teatro
siempre
fue
reproductibilidad técnica. Puesto que aquello, para Benjamin2, remite a cierto desarrollo de los modos de producción y representación, harto posteriores a los comienzos de la práctica teatral. Pero sí podemos señalar que constitutivo en sus técnicas ha sido la posibilidad de repetirse, desde su necesidad de presentarse una y otra vez sin acontecimiento en su obrar que pudiese erigirse como origen, ni resto del cual recomenzar. Por perecedero, Benjamin lo elogiará como infantil (1989: 105). Claro está,
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No parece casual que quien haya descrito la reproductibilidad técnica haya reflexionado anteriormente – en sus dos trabajos concluidos más extensos– sobre momentos artísticos en los cuales el teatro y la discusión sobre éste se torna central. Claro está, nos referimos al barroco y al romanticismo –y no casualmente, al lugar allí desplegado por el drama y la crítica de arte, respectivamente. Resulta importante para la historia que intentamos trazar una breve mención al segundo de aquellos libros. La pasión por la infinita ironía de la obra cuya deseo de unidad difícilmente podrá cumplirse en la reunión de lo común que generar su espacio en una sociedad que, para Benjamin, se verá totalmente atravesada por procesos de tecnificación, en el cual la continuidad con la tradición sólo podrá realizarse desde la cita que rescata lo borrado en aquella transmisión que ha resultado interrumpida, sin por ello dejar de ser trazada por los vencedores. El socavamiento romántico de la obra como ley interna de la obra, como cuestionamiento del modelo sobre el artista y la obra antes descrito, termina por restituirlo en la promesa de la progresiva poesía universal como infinita poiesis (Lacoue–Labarthe & Nancy, 1988) cuyo progreso es el de los medios para posibilitar la expresión de la imposibilidad de la obra. No resulta casual que dentro de esta corriente surja una discusión sobre el teatro de inédita importancia en la historia del arte, pues como veremos en aquella práctica parece cifrarse con particular intensidad aquel socavamiento del cual el genial artista no sólo será consciente, sino que le permitirá constituirse como tal. En efecto, recuerda Benjamin, para los románticos “de entre todas, es la forma dramática la que puede ser ironizada en más alta medida y de la
manera más profunda y eficaz puesto que contiene la más alta medida de fuerza de ilusión y, merced a ello, puede absorber un elevado grado de ironía sin disolverse completamente” (1995: 124)
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el estreno de una obra puede destacarse por la posibilidad de mostrar antes lo que acontecerá en posteriores funciones, pero difícilmente podría pensarse que en el estreno se representa algo distinto –o que las posteriores funciones imitarán la primera función, y no la obra cuyo trabajo de preparación le permitirá ser montada nuevamente. En efecto, el afán comercial de reauratizar el estreno parece ligarse principalmente a lo selecto del público que allí asiste antes que a lo mostrado. El que se pueda destacarse la presencia de celebridades pareciese ratificar el argumento que hasta aquí hemos trazado, sobre la imposibilidad de fetichizar alguna de sus presencias como original.
Resulta interesante enmarcar tal cuestión a partir del estatuto contemporáneo de las distintas artes. Reflexionando sobre el devenir del arte en el siglo XX, Badiou ha notado la tensión existente en los proyectos de vanguardia. Pues estos surgirían del deseo de establecer, permanentemente, el arte como pura e intensa presencia inmediata capaz de abolir toda separación. No podemos sino ejemplificar con el hapenning. Éste se establece como deseo de limitar la obra a su estreno para asegurar una presencia única e irrepetible, incapaz de ser reapropiada por el capitalismo que decía combatir. Se intenta, en ello, reestablecer la obra y la claridad de su mensaje, su presencia y su radical diferencia con la industria cultural. La ingenuidad de este intento de sustracción a la repetición, no hace sino sintomatizar la escasa fortuna de la herencia benjaminiana. En lo que aquí refiere, en los principales soportes teóricos de aquellos movimientos, claro está, nos referimos particularmente a Marcuse. En tal práctica se expondría patentemente el privilegio del acto sobre la obra, lo que exige una paradójica norma del comenzar bien descrita por Badiou: “Si comenzar es un imperativo, ¿cómo puede
distinguirse del recomenzar? ¿Cómo puede hacerse la vida del arte en una especie de eterno amanecer sin, asimismo, restaurar la repetición?” (2006: 36). Antes que los grupos de vanguardia intentasen enmendar aquel insoluble problema, la naciente industria
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cultural ya había reiniciado sus comenzares como tal, impidiendo la pureza de cualquiera de sus transgresiones. El giro irónico del arte contemporáneo hacia la inoperancia artística e impotencia política de sus recursos dentro de la reproductibilidad técnica pareciesen, señala Badiou, haberse teatralizado para asumirse dentro de la nueva era. El teatro brinda aquí la imagen de la retirada de la pasión por lo real en el arte, hacia una estética mínima de menores expectativas en lo que a sus posibilidades remite. Así, de forma nada casual, describirá –desde su político y filosófico descontento– el estado contemporáneo de la cuestión señalando que “todo conspira a orientar
artísticamente hacia una especie de teatralidad, aún cuando el teatro ha asumido su propio estatuto de un arte precario, un oficio ligado a innumerables contingencias públicas” (2006: 157). En la era de la impensable realidad plena en el arte, las otras prácticas artísticas se orientan hacia la imagen del teatro para persistir en esa amenazante estrategia.3 Si aquella precariedad ha amenazado, siguiendo las apocalípticas modas del anunciamiento del fin de cuanto ha existido (al punto que no resultaría ingrato un fin de todas aquellas, tan apresuradas, declaraciones del fin), con finalizar el arte, el museo, la pintura y cuanta cuestión se halle asociado al respecto, resulta interesante que el teatro no jamás se haya declarado conclusivamente por muerto durante siglos de una historia mantenida desde aquella fragilidad que hoy pareciese afectar, amenazante, a las distintas formas tradicionales de arte. Y es que acaso su supervivencia se ha montado desde el saber sobre lo ilusorio de toda, plena, realidad, dado su sometimiento a la criba de la representación.
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Nada tendría esto que ver con pensar una presente buena salud en el teatro. No sólo porque ha debido, por lo antes descrito, reespecificarse hacia líneas varias. Asimismo, como ya expondremos, porque el estatuto del teatro tampoco se mantiene impasible en el proceso que hemos trazado. A lo que habría que añadir, largamente, factores socioculturales varios que podrían recién comenzar una explicación sobre el éxito o fracaso de las distintas tentativas en las últimas décadas. Simplemente, nos interesa aquí destacar que las nuevas estrategias hayan sido pensadas desde la analogía del teatro –lo que no implica, lo repetimos, que hayan pasado a ser efectivamente teatro, ni que el teatro goce actualmente de mayor centralidad entre las prácticas artísticas.
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En efecto, son varios los autores que identifican el teatro con la representación (Cfr. Badiou, 2005: 72; Gouhier, 2002: 14; Hayat, 2005).4 Es por ello que este último concepto requiere ser pensado desde cierta distancia, ante una eventual lectura simple de su operar como la instalación de una presencia previa. Nancy ha señalado que la historia occidental de la representación, desde sus múltiples dimensiones, se halla atravesada por la división entre la ausencia de la cosa y la ausencia en la cosa. La primera se liga al problema de la reproducción de la válida presencia original, por parte de cierta lógica de la subjetividad; La segunda, a la cuestión de la representación de cierta realidad constitutivamente ausente e inobjetivable, propia de la lógica de una presencia real (2006: 36). Lo interesante es que en el teatro aquella distinción se torna peligrosamente inestable. Pues la obra de teatro no sólo carece de presencia positiva antes de su puesta en acto, sino que reproduce esa previa inexistencia impúdicamente. Así, reproduce una cosa ausente que reproduce lo ya ausente en ella. La representación allí montada no puede simplemente derivarse secundariamente de fenómeno u objetividad alguna. Este carácter, simultáneamente derivado y positivo, ha sido pensado con precisión por Louis Marin. La representación opera substituyendo la ausencia de lo representado por otra que pasa a ser “como si” fuese esta, desde aquel efecto de presencia que resulta el primer efecto de la representación (2005: 72). Pero ésta adquiere una singular consistencia. La representación no es ni original ni copia, sino que se sitúa confusamente entre ambas chances, con su propio éxito:
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Valga señalar, desde ya, Heidegger se sitúa como una excepción, al separar tragedia y representación –y, en ello, la poesía antigua de la ciencia moderna: “En la tragedia no se muestra ni se representa nada, sino que en ella se lucha la batalla de los nuevos contra los antiguos dioses ” (1995: 35). Sólo así podrá conciliar su rescate filosófico de la tragedia y su cuestionamiento de la representación, y así señalar que “ el último
poeta de la Grecia inicial, el “Edipo en Colono” de Sófocles, concluye con una palabra que se dirige a la historia oculta de ese pueblo de una manera que jamás se podrá volver a pensar, guardándole la entrada a la desconocida verdad del ser” (2002b: 258), o “Las tragedias de Sófocles encierras en su decir el ethos de modo más inicial que las lecciones sobre “ética” de Aristóteles ” (2002a: 289).
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Representar significa, antes que nada, sustituir algo presente por algo ausente... Este tipo de sustitución está gobernada por una economía mimética: se halla autorizada por una postulada similitud entre la cosa presente y la ausente. Pero, por otro lado, representar significa mostrar, exhibir algo presente. En este caso, el acto de presentar construye la identidad de lo representado, identifica lo representado como tal. Por un lado, entonces, la operación mimética entre presente y ausencia permite a la entidad presente funcionar en el lugar de la ausente. Por el otro, una operación espectacular, una presentación de sí, constituye una identidad y propiedad al darle a la representación su legítimo valor (2001: 352).
Es desde tal tensión que debe repensarse el teatro. Para Mallarmé, éste muestra sólo una representación destinada a quienes no pudieron ver las cosas por sí mismas (1998: 149). Pero su efectividad se juega en la posibilidad de ser, en su aparición, igualmente digno de ser visto dada su fidelidad a lo representado. La presencia establecida se autoriza como tal representando a otra, tomando su valor precisamente de presentar autónomamente su heterónoma condición. Es decir, de no necesitar de la presencia de lo que representa para llevar a cabo dicha representación. Es claro que tan singular movimiento sólo podría ser salvado, por la metafísica que allí se aqueja, desde una clara distinción entre el adentro y el afuera de tan problemática forma de operar. Así, todo el proceso de producción teatral, comprendido desde el logocentrismo, se orienta hacia una representación escénica que deberá borrar la referencia a cualquier exterioridad. La tarea es la de presentar, allí, su prestada presencia sin el texto que la encuadra – representándose a sí mismo sin citas, variaciones o menciones al dramaturgo que lo ha escrito (Szondi, 1994: 20). Debe presentar su total autonomía. Ningún fruto del trabajo surge antes de su escenificación. Recién sobre el escenario se cifra, por tanto, la denominada paradoja de la representación: La de confirmar la ausencia de lo representado al presentar su representación (Enadeau, 2000: 27). El texto, por tanto,
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gustaría de ocultarse. Herder es claro al respecto: “una obra de teatro debe ser vista, no
leída; dado que, si es lo que debe ser, todo está ordenado con vistas a la representación” (2004: 317). Así, todo texto teatral nacería desde la futura necesidad de ser expuesta como un presente. Su escritura no puede sino hacia allí orientarse. He ahí, para Goethe, lo que separa al poeta dramático del épico, quien expone el hecho como pasado (2004: 435). Su existencia será siempre la de un futuro anterior. La obra de teatro se erige, entonces, desde un constitutivo desdoblamiento del texto hacia la puesta en escena. Incluso recientes tentativas desde la filosofía analítica de definir claramente el teatro no han podido replegar tal duplicidad para referir el concepto a una presencia simple:
¿Qué es el drama? El drama es una forma artística de dos niveles, una forma artística compuesta de dos tipos de obras de arte: creaciones, por un lado, y performances, por el otro. El drama, en efecto, es un paradigma de arte performativo, en el cual el arte performativo está marcado precisamente por esta especie de dualidad (Carroll, 2006: 112).
La distinción entre la escritura y la presentación ya se halla en Aristóteles, quien considera posible el efecto trágico sin una función pública. Así, considera la puesta en escena como un problema de los escenógrafos antes que de los poetas (Poética, 1450: b15). La verdad del teatro residiría en el texto. La escena, por lo tanto, se hace prescindible (della Volpe, 1992: 47. Aquello parece pensable por la descripción que realiza del origen de la tragedia. Allí, autor y actor se habrían identificado (Retórica, 1403b). Mas, tras la distinción tajante entre ambos roles, ambas dimensiones parecen constituir cualquier posibilidad de escena teatral. Más aún, la dialéctica hegeliana invertirá tal primacía. Con breve lucidez, tematiza la particularidad doblez del drama, dando cuenta de una tensión que ninguna operación dialéctica podrá sintetizar. Aquella se debe a la exigencia de aparecer como una apariencia viva, para ser representada
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perfectamente. Mientras no se represente, el drama está muerto. Su apariencia de vida, por tanto, se restituye ante cada nueva y repetida, viva y perecedera, puesta en escena. La inmortalidad del drama se juega en la posibilidad de que actores puedan darle cuerpo al punto que, si no se representase, la obra debiese ser pensada como pasadamente representada. Sólo así podría ser realmente valorada. Es el caso de las tragedias griegas – posibilidad de rescate que nada menor para Hegel, si consideramos el importante papel que le entrega como manifestación de la incansable marcha del espíritu. Su supervivencia se posibilita por la persistencia de sus textos, los cuales sólo actualizará una obra que los trasciende pero que no puede dejar de recurrir a la lectura en aquella operación: “no las vemos ya, en verdad, en el teatro; pero cuando se las considera con
atención, se ve que si continúan satisfaciéndonos plenamente, es porque en su tiempo fueron expresamente compuestas para la escena” (1954: 547).
En esta precisa necesidad se juega, en efecto, la posibilidad del efecto trágico que el texto permite y amenaza. En efecto, la hegemonía textual en la moderna recepción la habría desvirtuado. Si los modernos no saben apreciar la grandeza de la tragedia –tema recurrente en las discusiones en torno a las cuales se sitúa el texto en cuestión y que llegará, al menos, hasta los primeros textos de Nietzsche- sería porque no comprenderían que la escritura dramática debe orientarse, desde su origen, fuera de sí. Se constituye desde la promesa de la representación futura que posibilita retirándose. El drama no sólo debe parecer verosímil, sino que debe aparecer como tal. Esto es, dotar de vida a una escritura que es pura muerte, y toda posibilidad de la vida. La verdadera condición dramática del poeta, por tanto, se sitúa en la posibilidad de una representación viva de los personajes, como acción real y presente. Lo que obliga a montar un reparto que es también de las técnicas de representación, el cual no carece de una dimensión reflexiva sobre los propios soportes de aquella. Las ausencias, tanto de
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cuerpos como de técnicas, deben hallarse tan calculadas como las presencias que se presentarán, antes de efectuar la representación. Pues no sólo los asistentes –director, escritor y quienes fuesen pertinente parte del proceso que permite el obrar– deberán esconderse para sellar la efectividad de la obra teatral como tal. También el texto correrá aquel destino:
Ninguna obra teatral, propiamente dicha, debería ser impresa, sino, próximamente como entre los antiguos, pertenecer como manuscrito al repertorio del teatro y no obtener más que una circulación enteramente insignificante (1954: 589).
Esta limitada mantención del soporte textual no sólo ahuyenta la posibilidad de la imaginación de una distinta puesta en escena por parte del potencial lector, sino también la de que los actores varíen la interpretación por descuido, error u olvido del texto que representan. Singular economía resulta aquella en la cual se actualiza con absoluto conocimiento lo que, para el espectador, debe ser un secreto total. Pues la identidad de la obra se juega en su fidelidad al representar lo que la obra promete. El texto debe naturalizarse como el referente de lo representado, al punto de que puede hablarse de la misma obra sin perjuicio de la variedad de actualizaciones que suscite. De ahí que, para Barthes, la representación teatral se establezca contra el texto (1997: 69). De lo contrario, no podría referirse a la unidad de la obra. Su posibilidad se jugaría en una repetición sin diferencia alguna que pueda alterar la sustantiva identidad de lo representado: “El prefijo RE– en la palabra representación significa la forma conceptual
de lo idéntico que se subordina a las diferencias” (Deleuze, 1998: 118). El poeta debe destinar, entonces, el sentido de la obra sin que la concreta representación interfiera su transparencia. Más radicalmente, para Adorno ya tal representación viene sellada en la propia obra, incluso si ésta no se encarnase. Ésta exige una imitación que siga su rastro.
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Aún cuando les fuese indiferente ser representadas, su propia experiencia interna las imita y otorga su registro a quien la expondrá: “Y al no imitar las obras más que a sí
mismas, nadie puede entenderlas más que el que la imita. Y sólo de esta forma, y no como conjunto de indicaciones para los actores o los maestros, hay que entender los textos dramáticos o musicales” (1971: 168). Allí se guarda su verdad, imposible de ser puramente afirmada en lo que la ha posibilitado.
De más está indicar que no describimos tales presupuestos para defender su posibilidad o vigencia. Antes bien, nos interesa pensar el teatro como práctica que, constitutivamente, ha requerido de la reproductibilidad y la imposible demanda de una fidelidad pura, sin interpretación alguna, para pensar sus tensiones con los presupuestos fundantes de toda metafísica de la presencia. Para salvar el valor de este último vocablo, habrá de pensarse en un texto que suplante al presente, recurriendo precisamente a lo que imposibilita la seguridad de la presencia. La propia historia de la figura del autor en el teatro pareciera demostrarlo. Raymond Williams, en efecto, ha demostrado las históricas dificultades de construir la figura del autor en el teatro (1982: 105). Quien escriba, monte o actúe la obra puede reclamar, siempre parcialmente, tal autoridad. No es necesaria la radicalidad filosófica de la deconstrucción para asumirlo. Badiou, dramaturgo, no puede sino reconocerlo: “los autores de teatro querrían escribir, no
solamente una obra sino su representación. Aunque comprensible, este deseo es vano. El teatro, que exige el escrito, no deja de escribirse. De la misma manera que la obra, el autor es siempre representado” (1994: 27). El testimonio de otros pensadores que también han escrito obras teatro pareciese confirmar lo anterior. Cixous reconoce la imposibilidad de imprimir un claro sello a los personajes desde la diferencia sexual que tanta importancia posee en sus distintos escritos. Allí, pareciera que ninguna identidad clara pareciera poder transmitirse a quien actuará: “Siempre digo que en mis textos
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ficticios yo escribo con el cuerpo de una mujer y no puedo ponerme en el cuerpo de un hombre... En el teatro no tengo este problema” (1997: 139). Marcel, por su parte, señala que sus personajes no le pertenecen. Y que incluso podrían sorprenderlo, como si cobrasen vida. Así, estas creaciones que tomarán vida durante su escenificación pareciesen trascender cualquier prescripción posible. Incluso en lo que refiere a su parlamento. Así, confiesa el pensador francés que sus personajes “fueron más allá de lo
que pudiese haber dicho sobre ellos, e incluso de cualquier cosa que los hubiese hecho decir” (1988: xvii).
La promesa de la presencia plena en el teatro no deja de aparecer como un calculado montaje previo a cualquier plenitud, sustentado en un texto que no aparece ni deja de aparecer. Tal presencia surge de duplicaciones que imitan su ausente realidad, de forma tal que debe convertir su ilusión en cierta presencia convincente (Bozal, 1987: 71). Todo su trabajo se establece en vistas a la producción de este presente, por prestado, impuro. La obra cobra su existencia mediante un autor al que traicionará. Pues ninguna mediación puede seguirse, literalmente, de la letra. Mas el cuerpo del actor podría pensarse al margen de aquella artificiosa serialización. Allí podría resguardarse, en efecto, cierto realismo. Pues su presencia pareciera resistir a la inminente artificialidad de los elementos de la obra –a diferencia, por ejemplo, del uso de títeres. Así se ha dicho, por ejemplo, que “en el cine hay imágenes, pero en el teatro hay presencias” (Savater, 2005). Este asunto retoma particular importancia en la era de la reproductibilidad técnica. Pues la cercanía del cuerpo y la voz es su ventaja comparativa ante la posibilidad cinematográfica de exhibir –con mayor rentabilidad y potencial técnico– diversos cuerpos ausentes en la misma obra. El cuerpo humano en el teatro debe, entonces, revelarse como algo más que un mero signo. Si la cifra de la fotografía es que lo mostrado allí estuvo, la resistencia que puede ofrecer el teatro es el valor que lo
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otorga cierto “allí está” cifrado en la inminencia de la presencia actoral. Por ello, Benjamin señala que la pérdida de la función sagrada de la escena hace que la atención se sitúe inéditamente sobre lo que acontece en ella, antes que sobre el drama o sus contenidos (1998: 17). La crisis parece tal que para Benjamin ya la transmisión de la voz socava la posibilidad teatral. Así, describe en 1932 que la escena clásica del teatro comienza a ser suplantada por su representación radial. Ante esta doble amenaza, el teatro sólo puede recuperar su legitimidad por aquella particularidad que le otorga la disposición de personas en la representación: “¿Qué puede ofrecer el teatro? El uso de
personas vivas –y, fuera de esto, nada. El futuro desarrollo de la crisis del teatro bien podrá tomar su camino desde este hecho: ¿Qué significa el uso de personas vivas?” (1999: 584).
Esta cuestión podría revalorarse como recurso fundamental una vez que la actuación –gracias al cine– puede reproducirse sin la presencia del actor en el lugar de exposición. Mas acontece lo contrario. Y acaso lo que aquello revela en el momento en que se diluye la identidad de la obra es que en el teatro también el sujeto se produce como una presencia incompleta cuya cercanía nada asegura. La carne de quien actúa vale menos que la de lo que aparece en la pantalla, aún cuando esto carezca de vida. Bien testimonia Vertov –influencia tan cara como olvidada en las ideas benjaminianas antes trazadas– el entusiasmo otorgado por las inéditas posibilidades otorgadas por el cine, ofreciéndolas precisamente en lugar del teatro, la música y todo lo antes conocido como arte (1974: 25). Pero sólo para el teatro tal declive parece lapidario. Pues el actor parece poseer un carácter tan dudoso como su obra. Al punto que décadas después –contra cualquier pronóstico cifrado en la veracidad garantizada por la cercanía del actor– Sontag ha descrito la tendencia general de contraponer la fiabilidad del cine al teatro como disfraz, simulación y embuste (1985: 113). La misma ensayista ha vinculado la extensión de la
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teatralidad de la experiencia a exponer su presencia, como todo lo presentable en el teatro, como puro artificio (1988: 316). Pues algo extraño pareciera acontecer, a la presencia humana, en el teatro. Su exterioridad no le deja de advenir desde sí misma, contra toda posibilidad del sujeto y su certeza. No debiera así sorprender que, junto a la fe en la posibilidad de la operante representación teatral, haya surgido el insistente rechazo de tal forma de operar en la metafísica de la presencia.
La relación entre teatro y filosofía, por ello, suele eludirse. De cuando en cuando, los textos filosóficos se valen de analogías teatrales –e incluso, existe cierta tentativa de ordenación de la historia de la filosofía en términos teatrales (Burke, 1969). Pero tales figuras, al escribirse más cuidadosamente, suelen utilizarse para denostar lo descrito. La utilización del término actor resulta un claro ejemplo de ambas estrategias. Bien se ha dicho que sólo las metáforas teatrales –en contraposición con aquellas tomadas desde otras prácticas artísticas– poseen connotaciones negativas (Barish, 1981: 3). Quizás habría que especificar, para ser justos con jergas contemporáneas5, que al menos en filosofía aquello no pareciera haber cambiado. Puesto que el teatro, al establecerse como una de las alteridades del pensamiento filosófico (Gasché, 2007: 189) se ha considerado, un espacio que la amenaza que amenaza a la metafísica desde sus inicios. Pues en el teatro ninguna certeza pareciera poder haber:
no sólo un lugar de disimulación e ilusión sino, peor aún, disimulación de sí e ilusión de sí. Una prisión, ciertamente, pero una que confina a través del asentimiento y el consenso antes que mediante coacción y opresión. El teatro, en breve, es lo que desafía el sí mismo de la presencia de sí mismo y la identidad de sí
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Por ejemplo, resulta difícil dirimir si hoy la analogía de una persona –utilizada por Barish, en contraposición a la máscara– con una pintura la favorece o no. Claro está, habría que considerar la historia de la técnica para pensar el que aquel antiguo piropo haya perdido su previa identidad.
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mismo al reduplicarlo en un movimiento seductor que nunca pareciera completarse como círculo (Weber, 2004: 8).
La historia de esta relación aún está por escribirse. El silencio imperante sobre el teatro en filosofía lo es también sobre su relación con el teatro. En efecto, siglos antes de que Bacon se refiriese a la idolatría teatral como uno de los obstáculos de la ciencia (2004), ya Platón lo había situado como un exterior constitutivo que no se subsume conceptualmente a la bullada expulsión de la poesía. Cuestión nada menor, si partimos de la base de que aquella escisión fundamenta el saber filosófico en cuanto tal:
la filosofía (propiamente dicha) se decide, en el sentido más amplio, a partir de este corte con la poesía que es, por lo demás –nunca se insiste lo suficiente sobre esto– corte con el teatro (la poesía dramática) y con esa forma de enunciación demoníaca que era, primitivamente la mimesis (Lacoue-Labarthe, 2007: 38).
La cuestión del diálogo en los inicios de la filosofía, por tanto, ha debido ser interrogada por quienes intentan pesar su saber desde una relación con la literatura que no puede dejar de ser esquiva. Así, Oyarzún describe el diálogo socrático como conjunta superación de la tragedia y la comedia (1996: 131). Para aspirar a ello, deberá desmarcarse irreversiblemente de ambas prácticas. Sólo así su contenido de verdad pueda expresarse mediante esa forma de disponer y resolver la discusión, tradicionalmente asociada al teatro. Benjamin ha notado, allí, el recurso a la forma de lo combatido como cuestión inherente al combate mismo:
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Esa misma guerra que el racionalismo de Sócrates había declarado al arte trágico, la obra de Platón también la emprende contra la tragedia, aunque con una actitud de superioridad que acaba atacando más al atacante que al objeto de sus ataques. Pues esta lucha no se llevaba a cabo en nombre del espíritu racional de Sócrates, sino conforme al espíritu del diálogo mismo (1990: 107).
Platón deberá separar totalmente la filosofía del teatro para que el saber de la primera práctica pueda darse mediante la forma de la segunda, sin que de ello se siga confusión alguna. Que sus textos no sólo escriban el rechazo de la escritura sino que también escenifiquen el rechazo de la escena pareciese ratificar que Platón consideró con total seriedad la amenaza constituida por la teatralidad para el régimen metafísico, acaso como el caso más radical de la informe imagen sin semejanza cuyo conjuro atraviesa toda su preocupación filosófica (Deleuze, 1989: 259). Ya Ion deja entrever la cercanía entre el poeta y el actor (532E). Desde su ignorancia, este último imita, poseído, la imitación –ya falsa– del primero. Posteriormente, asumirá que el actor ni siquiera requiere de la poesía para comenzar su transformación del cuerpo en otro y comenzar a actuar. Su técnica de imitar todas las técnicas resulta, preocupantemente, el juego más divertido (El sofista, 234b). Y es que pareciera, al no deber seguir siquiera el ya falso referente textual ni producir cuerpo alguno, carecer de posibilidad de seriedad alguna.
La diferenciación entre el saber del actor y del poeta pareciera, de hecho, ser más tajante para Platón. Formalmente, describe una distinción entre la técnica imitativa figurativa y la simulativa. Mientras la primera produce imágenes desproporcionadas, la segunda no produce imágenes, sino apariencias. Quien actúa resulta aún más deleznable que quien presenta cierta falsedad, pues produce sólo incerteza sobre aquella posible
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presencia, mientras que la imagen falsa al menos puede indicarse. En términos de contenido, la diferencia se da entre la narración simple, la íntegramente imitativa y su mezcla –lo que corresponde a la poesía, el teatro y la épica, respectivamente. Mientras el recital poético posee una variación pequeña y armónica, el teatro mezclaría todo, al punto que pareciera destruir toda chance de unidad: “todas las armonías y todos los
ritmos, si es que ha de recitarse del modo que es propio, ya que cuenta con variedades de toda forma” (República, 397c). Es decir, la forma de representar la tragedia y la comedia –que equipara al nombrar, tanto como formas cuanto como metáforas de la vida (Filebo, 50b), acaso dando a entender que lo que importa es el estatuto de lo montado antes que su contenido narrativo– es un caos surgido de esa falta de simplicidad o linealidad que impide la ordenada reunión. Se trata de pura variación, de hacer simultáneo mediante dudosas pirotecnias lo naturalmente disjunto. El teatro estaría marcado entonces por un exceso desfigurante. Para llevarlo a cabo es necesaria una estética anárquica, que desde cualquier otro saber resultaría tan ridículo como caprichoso.
Asimismo, Platón establece una distinción moral. El poeta, en caso de que lo imitado resulte repulsivo, intercalará la toma del papel que le avergüenza con descripciones: “y
de todos modos se avergonzará, en parte por carecer de práctica en la imitación de tales personajes, en parte por sentir repulsión hacia el amoldarse él mismo y adaptarse a los tipos de baja ralea; desdeñará esas cosas, excepto como pasatiempo” (República, 396e). Logra distinguir lo que considera verdadero de lo falso, buscando transmitir lo primero. Al menos, logra discriminar, atenuar su rechazo con injertos de orden gracias a la narrativa, otorgar cierta pausa de cordura que suspende el desenfreno teatral y le permite dejar de rebajarse a su decadencia. Así, el poeta logra mantener algo de su identidad de mentiroso y separarse de aquello que no quiera simular ser. A menos que estuviese jugando. El problema del actor es que se toma totalmente en serio el juego
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atribuido, haciendo de él su oficio al punto que puede rebajarse a “ser” cualquier rol que éste pudiese otorgarle. Carece de cualquier límite que pudiese frenar su seducido cuerpo, adopta cualquier imagen posible, sin limitación o pudor alguno. Ni siquiera posee la vergüenza de destrozar su figura humana o animal, articulando una narrativa que aleja tanto la lógica como la oralidad:
preferirá imitar todo y no considerará nada indigno de él, de modo que tratará de imitar seriamente y ante muchos todo lo que acabamos de mencionar: truenos, ruidos de vientos y granizo, de ejes de ruedas y poleas, trompetas, flautas y sonidos de todos los instrumentos, así como voces de perros, ovejas y pájaros. Y así todo su relato estará formado por imitaciones de sonidos y gestos, y muy poco de narración (República, 396e).
Tan deshumanizante guturalidad resulta tan grotesca que resultaría difícil dirimir entre el actor y el espectador quien se ríe más del otro durante la puesta en escena. Ni siquiera la animalidad representada remite a la unidad de una especie en la desatada locura del actor. Harto dista su sinrazón de la del poeta. Pues este último se limita a decir falsedades sin devenir, tan corporalmente, parte de ellas. Si bien no parece pertinente establecer un parangón entre dos prácticas ya bastante denostadas para concluir sobre una aparentemente peor condición del actor que del poeta6, al menos podemos afirmar que para Platón es ciertamente un enemigo del reparto que establece en la ciudad y la metafísica. Y de tremendo peligro. Son tan seductoras sus simulaciones que el propio Platón no logra esconder su admiración por aquellas confusas artes que deben ser extirpadas del orden que instaura la filosofía:
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Aquello requeriría, de partida, un largo rodeo por lo pensado platónicamente –como imposible concepto– como escritura y poesía. Valga indicar, no obstante, que Lacoue–Labarthe ha considerado que el rechazo de Platón se dirige con más fuerza contra el teatro antes que la poesía (2003: 59)
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Si arribara a nuestro Estado un hombre cuya destreza lo capacitara para asumir las más variadas formas y para imitar todas las cosas y se propusiera hacer una exhibición de sus poemas, creo que nos consternaríamos ante él como ante alguien digno de culto, maravilloso y encantador, pero le diríamos que en nuestro Estado no hay hombre alguno como él ni está permitido que llegue a haberlo, y lo mandaríamos a otro Estado, tras derramar mirra sobre su cabeza y haberla coronado con cintillas de lana (República, 398b).
La larga historia de discursos que atraviesan la relación entre teatro y filosofía –de la cual, aquí, no podemos más que otorgar ciertos indicios– es particularmente compleja por la constante elusión de la pregunta por la esencia de lo preguntado. Pablo Oyarzún lee, en la mimesis aristotélica, un concepto ontológico, en tanto producción de un ente que se pone a la presencia (Inédito). Mas tal sugerente tentativa rápidamente se perderá. Pues tras Aristóteles, se evita sistemáticamente la pregunta por qué es el teatro para centrarse en sus efectos (Szondi, 1992: 42) –o bien, en sus técnicas de montaje. Acaso aquello resulte un síntoma de lo problemática que resulta aquella práctica para el pensamiento filosófico y aquella forma constitutiva de su preguntar. Ya el estagirita señalaba que el dramaturgo debe recordar ante sus ojos lo representado en la medida de lo posible7, estableciendo la imposibilidad de una representación a la altura de las verdades de la ciencia o la metafísica. Pues el teatro, incluso en su buena manifestación, jamás igualaría su verdad a la de la ciencia o la filosofía. Hasta donde el teatro representa la mayor de las alturas –a través de la reflexión de Schelling sobre la tragedia–, no deja de pensarse desde un carácter ilusorio (Courtine, 1990: 93). Puesto que el extraño estatuto de realidad de aquella ficción que acontece, y del carácter que deben tomar 7
Sintomático es que incluso Zola asuma que el teatro no puede ser naturalista. Así, aunque puede reflejar la realidad objetivamente, aquella objetividad resulta algo extraña según deja entrever su ejemplo de que puede mostrar lo acontecido en 15 días durante tres horas (1961: 12)
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actores y espectadores, amenaza con confundir las claras distinciones desde las cuales se erige el saber metafísico. La preponderancia de la discusión sobre cuestiones acotadas a la técnica representativa para asegurar la efectividad de su verosimilitud, o bien sobre el significado filosófico de la tragedia, ha soslayado la potencial pregunta por la particular verdad o realidad del teatro mismo. Bien indica Marchant, por tanto, que gestos, cuerpos o escenas serían nombres de lo impensable para la filosofía (2000: 35).
Es claro que aquí no podemos datar más escenas de tal desencuentro. Deberá bastarnos, pues, con terminar con un breve indicio proveniente de Brecht, quien deberá pensar tal relación en sentido inverso, pensando el escozor allí existente en torno a la cuestión de cierto ser. En la forma del diálogo, a diferencia de la mayoría de los textos donde ha afrontado temas teóricos, narra cierto reproche del actor al filósofo por su interés en el teatro limitado a lo auténtico y carente de imitación. El filósofo, bien graficado, aclara que no puede más que no entender el teatro, al plantease desde su entendimiento. Pues bien describe el actor los límite que allí padece toda metafísica de la presencia, y no sólo ante su actuación: “Cuando yo me desangro el corazón en el “Ser
o no ser”, veo sus ojos de pescado clavados en mi peluca; cuando el bosque de Dumsanine avanza sobre mí, lo veo tratando de adivinar de qué materialidad se han hecho las ramas” (1971: 137).
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