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Escrituras Aneconómicas. Revista de Pensamiento Contemporáneo Año I, N° 2, 2012. Crisis y problematización de las hegemonías contemporáneas ISSN: 0719-2487 http://escriturasaneconomicas.cl/

¿LA EXPRESIÓN SUBLIME? SOBRE LA IMPOSIBILIDAD DEL ARTE COMO EXPRESIÓN EN LA FILOSOFÍA DE LEVINAS1. Fernando Escobar D. Universidad Diego Portales. fernando.escobard@mail.udp.cl

Resumen: El presente trabajo buscará dejar de manifiesto ciertas trazas de lo sublime en la

filosofía de Levinas. Si nuestro filósofo afirma a lo largo de su obra que el rostro desnudo es expresión, y por lo tanto inicio de diálogo ¿no está pensando -acaso- en el hecho de que este “origen del lenguaje” se da ahí donde la totalidad entra en crisis ante la alteridad radical de este rostro? ¿No es acaso esta primera palabra la manifestación de un “fuera de sí” del concepto? ¿Acaso el Otro no es la puesta en cuestión de la idea?. Como sea, las preguntas recién enunciadas serán abordadas desde un supuesto, y que ya fue formulado por Pseudo-Longino en De lo sublime. El supuesto: la palabra dice menos de lo que enuncia. Palabras Clave: Sublime – Pseudo-Longino – Levinas - Arte – Expresión - Rostro

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El plan a seguir. El presente trabajo se dividirá en tres momentos: Primeramente, se buscará dejar en evidencia –de manera sucinta, y ayudados de Pablo Oyarzún (2010)– que lo sublime retórico, desarrollado por Pseudo-Longino, siempre será la Agradezco a la profesora Dra. María del Rosario Acosta por las correcciones formales y teóricas de este artículo. Hago extensiva esta nota a Javier Pavez. 1


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interrupción –e irrupción– en el discurso de un fuera de sí de la palabra misma. De este modo se asentará la base desde donde se intentará rastrear una posible traza de lo sublime en Levinas. En un segundo momento, expondré el argumento de Levinas sobre el arte, para de este modo dejar en evidencia que la obra no es para él expresión. Pues, al sustituir a la realidad por su imagen, esta imagen permanece en un entretiempo eterno, que no dice más que su presencia absoluta. Por lo tanto, la obra de arte sólo deja de manifiesto un carácter exótico de la realidad, pero no es interrumpido, ni interrumpe nada. Se agota, la imagen, en ella misma; puro presente muerto, me atrevo a decir. Por lo tanto, identificar una posible huella de lo sublime en el arte desde los desarrollos levinasianos es un esfuerzo un tanto estéril. Finalmente, pretendo dejar en evidencia que en la relación cara-a-cara podríamos encontrar cierta huella de lo sublime. Pues esta relación cara-a-cara es discurso, en cuanto el rostro es la primera palabra –el rostro habla–, ante lo cual no queda más que responder. Ahora bien, ¿en qué sentido puede ser este diálogo sublime?. En el hecho siguiente: El rostro es la expresión de una alteridad radical que pone en cuestión a la “totalidad del sentido”, perturbación de la ontología hegemónica2. Este intento, de una mismidad por apropiarse siempre de lo exterior, conlleva siempre una prohibición que consiste en lo siguiente: en el lenguaje queda de manifiesto siempre la presencia trascendente de un Otro que cuestiona mi identidad. El lenguaje, al ser originado por Otro conlleva siempre –y da testimonio de– una dimensión de resistencia que no permite la consumación de esta totalización hegemónica. Por lo tanto lo sublime, al parecer, se manifiesta donde hay discurso, y este último sólo se da de frente al rostro. I ¿Qué sabemos de lo sublime? Pues nada. Esta respuesta quizás no dice mucho respecto al tema planteado, pero lo que sí se puede afirmar es lo siguiente: Cada vez que nos vemos obligados a hablar de lo sublime, necesariamente

Originalmente, este artículo no contemplaba el uso de la palabra hegemonía. Para efectos de la actual convocatoria he decidido utilizar –en determinados momentos- este concepto, y salvar el diálogo con los textos que conforman esta publicación. 2


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nos quedamos sin palabras. ¿Será acaso este fenómeno un fenómeno decisivo para hablar de nuestro tema? Es más claro aún, si nos remontamos al primer tratado sobre lo sublime, escrito y atribuido a un tal Pseudo-Longino, y que data del siglo I d. C. se logra experimentar en la lectura la dificultad de reducir a la conceptualización algo que parece que no se mueve en esta dimensión epistemológica. Es así como el tratado De lo sublime jamás deja su afán ensayístico para abordar el problema.3 Si buscamos, pues, una definición de lo sublime en este texto estaremos de antemano condenados al fracaso, y es esa imposibilidad de la definición su principal riqueza. Esta ausencia de una “pretensión de definición” de lo sublime queda de manifiesto cuando, al comienzo del tratado –según Oyarzún-, se deja en evidencia “las propiedades, el efecto, el modo de operación y la calidad literaria de lo sublime” (2010: 18-19). Cito a Longino: I,3. Y puesto que escribo para ti, queridísimo amigo, conocedor y culto, casi estoy eximido de sentar por anticipado, largamente que lo sublime es como cierta cima y excelencia del discurso, y que los más grandes poetas y escritores sólo por este medio alcanzaron la primacía y la inmortalidad de su renombre. 4. En efecto, no es a la persuasión de los auditores, sino al éxtasis que lleva lo prodigioso; lo asombroso, junto a lo que arrebata, siempre prevalece por doquier sobre lo persuasivo y gracioso, pues lo persuasivo depende mayormente de nosotros, y en cambio aquellos ejercen un poder y una violencia irresistibles, sobrepujando al auditor completamente. La pericia de la invención y el orden y economía de las materias no se revelan por uno o dos pasajes: los vemos manifestarse arduamente a través de toda la trama del discurso; pero lo sublime, al irrumpir en el momento oportuno, despedaza todas las cosas como un rayo y muestra al punto la íntegra potencia del orador (2007: 20-21. El énfasis es nuestro)

Respecto a las propiedades de lo sublime, estas se acusan por lo “prodigioso”; el efecto, por “el éxtasis” y no por la persuasión; su operación es “la irrupción”; y finalmente la calidad literaria: “la inmortalidad del renombre del poeta que entrega un discurso sublime”. Todas estas categorías “En vano se buscará un concepto de lo sublime en el texto de Pseudo-Longino. Los comentaristas apuntan acertadamente que, si bien el escrito tiene pretensiones científicas fomentadas por la teoría del discurso y del estilo de la retórica antigua, y se presenta revestido de la forma del tratado, la consideración de lo sublime como tal se mantiene, por decir así, en el plan del ensayo, intentando su explicación a través de aproximaciones intermitentes que dan cuenta de aquella dificultad y suelen asumir la índole de la alusión a algo que, en sí mismo, parece reacio a la determinación conceptual” (Oyarzún, 2010: 16-17) 3


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presentes al inicio del tratado de Longino, y que Oyarzún expone sucinta y claramente, dejan en evidencia las condiciones de posibilidad para que un discurso sea sublime. Por lo tanto, la pregunta rectora del tratado no es ¿qué es lo sublime? Más bien, se intenta abordar el problema desde la siguiente formulación: ¿qué es verdaderamente sublime?4 Lo sublime se revela como un quiebre, una ruptura en el discurso mismo, estructurado persuasivamente en su orden y continuidad (Oyarzún: 2010, 20), pero posibilitado por el discurso mismo, pues en la irrupción sublime se da una tensión entre lo afirmado por el discurso y aquello que lo excede. Por lo tanto, se presenta en la presencia misma del discurso: “lo sublime se abre (se presenta) en el límite sobre el cual y por el cual la totalidad se manifiesta como tal”. (Oyarzún: 2010, 23). La cita recién enunciada afirma que lo sublime sólo es posible si lo comprendemos como totalidad, es decir, como el todo que se presenta en el discurso; esa totalidad que el discurso calla en su afán de nominación y relato. Ahora bien, esa totalidad sublime encontraría su correlato en el pensamiento, es decir, lo sublime solamente se manifiesta en el hombre. XXXV, 2. […] La naturaleza no nos ha determinado a nosotros, al hombre, como un viviente bajo e innoble, sino que nos ha traído a la vida y al mundo en su totalidad como a unos grandes juegos, para ser los espectadores de todo ello; desde un principio hizo brotar en nuestras almas un anhelo invencible por todo lo que es siempre grande y por aquello que es más divino en relación a nosotros […] (Pseudo-Longino, 2007, 83. Cfr., Oyarzún, 2010: 22. El énfasis es nuestro)

En esta cita queda de manifiesto que existe una relación entre alma y totalidad ¿Qué se juega en esta relación? Básicamente una tensión entre “lenguaje y pensamiento”, creo que aquí se encuentra una clave de lectura desde donde podemos comprender esta posibilidad de lo sublime en el discurso, porque si lo sublime es la irrupción de la totalidad en el espacio retórico, siendo este espacio de por sí una toma de posición en la totalidad misma, entonces debemos aceptar – 4

En la primera pregunta se exige una definición de lo interrogado, en la segunda –en cambio– dar cuenta de cómo se

da lo interrogado. Pues si se acepta la condición operativa de lo sublime, condición que opera como irrupción que despedaza todas las cosas como un rayo… ¿No demuestra esto último que es imposible dar con una definición de lo sublime?


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asumiendo el supuesto expuesto en la última cita de Longino, aquella que dice que la naturaleza nos ha hecho espectadores de la totalidad– que lo sublime produce el “gran pensamiento”, aquello que no ha sido dicho en el discurso pero que sin embargo aparece en el pensamiento. Debo decir lo siguiente, a riesgo de estar muy equivocado: ¿no es acaso el discurso sublime el momento en el que se pretende hacer escuchar una totalidad? No es el discurso ¿el momento en que las palabras significan más de lo que pueden decir?... Volvamos al análisis del “gran pensamiento”. Cito a Oyarzún: Ahora bien: puede decirse que, por definición, la grandeza del gran pensamiento excede la acuñación verbal de lo sublime, pero de manera tal que este exceso es significado por esa misma acuñación. Complejamente lo enuncia el apotegma propio que evoca Pseudo-Longino: “lo sublime es el eco de la grandeza de pensamiento” […] (2010: 23)

Lo sublime suscita un gran sentir, es el eco de un gran sentir. Para abordar dicha sentencia Longino da dos ejemplos, y que reflejan la relación entre pensamiento y lenguaje de dos modos: la palabra humana y la palabra divina. El primer modo está enunciado en el ejemplo del “silencio de Áyax”, y que por lo demás es bastante oscuro, pues el autor no da mayores luces sobre el uso específico de este ejemplo, es más, le sigue inmediatamente una laguna en el texto. Cito este ejemplo: “el silencio de Áyax en la Conjura de los muertos [muestra que] todo discurso es grande y más sublime que todo discurso” (Pesudo-Longino, 2007: 35; Oyarzún, 2010: 24) El segundo modo, es el que hace referencia al fiat lux del Génesis en la Torá: Así también el legislador de los judíos, que no era un hombre cualquiera, puesto que concibió y expresó dignamente la potencia de la divinidad, cuando escribía justo al inicio de sus leyes: “Dios dijo”, dice, ¿qué?: “Que se haga la luz, y la luz se hizo; que se haga la tierra, y la tierra se hizo (Pseudo-Longino, 2007: 39)

El primer caso, el silencio es la manifestación sublime de la palabra humana. Humanamente, lo sublime se presenta en la inhibición misma, aquello que calla y no es dicho, pero expresándose en el discurso. En el segundo ejemplo, hay una referencia a una “sobreabundancia generatriz” (Oyarzún: 2010, 24), pues en la palabra adviene la divinidad del creador


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y, por lo tanto, la totalidad sublime antes dicha. En ambos casos, lo sublime tiene lugar en la diferencia que existe entre “pensamiento y lenguaje”, entre lo que se presenta en el lenguaje, y aquello que éste suscita. Esta diferencia queda mejor expuesta en la siguiente cita: “ni el silencio ni la creación son hechos o eventos nombrados (representados) por el discurso, sino ‘presentados’ por él: no tienen realidad fuera del lenguaje que los dice” (Oyarzún: 2010, 24). Por lo tanto, y he aquí la hipótesis sobre lo sublime que trabajaré en este artículo, y que se puede enunciar de la siguiente forma: El lenguaje comporta en sí mismo la posibilidad de su exceso. La palabra siempre dice más de lo que enuncia. Oyarzún hace una afirmación que me parece capital, asigna el éxtasis de lo sublime no sólo al ámbito de la sensación producida en el espectador, sino también da cuenta del origen de este éxtasis en el éxtasis de las palabras mismas. El discurso siempre presenta su “fuera de sí”, y este fuera de sí es una inminencia: El éxtasis anímico que la expresión sublime provoca en el receptor es inseparable del éxtasis del lenguaje respecto de sí mismo […] podría decirse que la plenitud de lo sublime, la grandeza por sobre toda medida, la absoluta elevación, son, en el lenguaje que las expresa, pura inminencia. El éxtasis sería el efecto de dicha inminencia. (2010: 25)

Por lo tanto –y para finalizar este primer apartado– el gran pensamiento, aquello suscitado por lo sublime no tiene contenido. Lo sublime es sin contenido, en cuanto es pura apertura a la totalidad. Y en cuanto apertura es, en clave moderna, ruptura de –e irrupción en– la representación por un silencio que excede lo decible. II En el articulo del año 48, que lleva por nombre La realidad y su sombra, Levinas enuncia de entrada el siguiente “supuesto” histórico a la hora de responder a la pregunta por el arte –y del cual intentará desmarcarse: “Se admite generalmente como un dogma que la función del Arte consiste en expresar y que la expresión artística reposa sobre un conocimiento (…) Allí donde el lenguaje común abdica, el poema o el cuadro hablan.” (Levinas, 2001: 43) De este modo, desde este mismo supuesto, también definirá la función primordial de la crítica: explicar y hacer hablar a este conocimiento que comporta la obra. Entendida así, la existencia de la crítica es la prédica de este dogma histórico que comprende al arte, el dogma de la verdad contenida en la obra. Sobre esto último Levinas es


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muy severo, y endureciendo su pluma nos dice que la crítica de arte lleva “una existencia de parásito” (Levinas, 2001: 44) que se nutre de análisis biográficos, psicológicos, de caracteres, de ambientes, etc. Sin embargo, la existencia de la crítica no se debe sólo a la obra, también el espectador tiene mucho que decir: la crítica responde a un “clamor popular”, pues ahí donde la imagen calla, el público quiere hablar de la obra, deseo de hablar y no solamente de “absorberse en el goce estético”, deseo violento de hacer hablar a la obra (Levinas, 2001: 44), como quien –desesperada e impotentemente– golpea el pecho del muerto, no aceptando la partida. Partida que, en el caso de la obra de arte, no se dirige a otro lugar, pues es impotencia ante lo “impotente” de expresión. ¿De qué modo entonces se debe responder a la pregunta por el arte, si Levinas cuestiona la forma en la que la obra de arte se ha comprendido históricamente –haciendo de la obra el lugar de una verdad? Primeramente, debemos asumir que “el procedimiento más elemental del arte consiste en sustituir un objeto por su imagen” (Levinas, 2001: 47). Para que esta afirmación sea esclarecida, necesariamente nos conduciremos a la diferencia entre “imagen y concepto”. Para este último, el movimiento que lo funda siempre será un movimiento de apropiación del objeto al que está referido, convirtiéndolo en inteligible: “mantenemos con el objeto real una relación viva, lo captamos, lo concebimos” (Levinas, 2001: 47). En cambio, la imagen mantiene otro tipo de relación con su objeto, y que constantemente en el texto es enunciado de manera negativa: la imagen no es “esta relación real, pues la neutraliza; la imagen no engendra una concepción de la objetividad” (Levinas, 2001: 47). Por lo tanto, la relación resultante que podemos tener con la imagen es rítmica y sensitiva. Me explico, si por medio del concepto se deja de manifiesto una dinámica activa de posesión, de asir el objeto, con la imagen sólo se manifiesta una especie de relación pasiva, pues el sujeto es “asido y llevado” (Levinas, 2001: 48) por el ritmo de la propia representación de la imagen. De este modo, en la relación rítmica con la imagen entra en cuestión la idea de libertad del sujeto, pues es sobrepasado y sobrellevado por este ritmo ¿cómo entender esta última cuestión? Básicamente debemos pensar lo siguiente: si el arte sustituye el ser por la imagen, entonces “el elemento estético es la sensación”. (Levinas, 2001: 50) De esta forma, el ritmo es la manifestación de una relación sin


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conceptos, es decir, de una relación musical, sonora. En el oír no hay aprensión, pues la escucha siempre será una relación sin aprehensión con la pura sensación. De este modo, la imagen estará emparentada con el sonido: “El ser-en-el-mundo, como se dice hoy día5, es una existencia con conceptos. La sensibilidad se presenta como un acontecimiento ontológico distinto, pero no se realiza más que a través de la imaginación” (Levinas, 2001: 50) Hasta ahora se ha hablado mucho de la relación “imagen-arte”, sin embargo, esta no ha sido esclarecida del todo –y acaso deberíamos de hacerlo en un trabajo que pretende hablar sobre lo sublime; a esta tentativa se consagra el tercer apartado de este texto temprano de Levinas. El apartado titulado “Semejanza e imagen” presenta una distinción clave entre imagen y “símbolo o signo”. La diferencia entre ambos radica en la “semejanza” que tiene la imagen con su objeto. Para el signo, la relación se da de manera transparente; así, el signo siempre significa algo, debe su poder ser a lo significado. Por otra parte, la imagen es pura opacidad, no se agota en señalar su objeto. La condición de “semejanza” de esta imagen se da ahí, donde la realidad se desdobla en su sombra. La semejanza, para Levinas, no se debe entender en relación al binomio original/copia sino más bien como “el movimiento mismo que engendra la imagen” (2001: 52). La semejanza no es resultado, sino un “doble” de la realidad misma, que en sí tiene la condición de desdoblarse en su sombra. La realidad no sólo es aquello que es, no sólo es el desvelamiento de su verdad, sino también es su imagen. Por un lado, cuando hablamos de “semejanza” nos referimos a la condición de posibilidad de captar lo que algo (se) muestra. Todo ser conlleva su caricatura, o su alegoría, pues el hecho de tener una nariz quebrada no es determinante de una revelación de la verdad absoluta sobre ella. Por otro lado, cuando hablamos de un movimiento de “copia” hacemos referencia a la pertenencia de una presencia con su origen. El origen estaría contenido en su copia, acontece en ella. La semejanza no denota una pertenencia como la recién nombrada. A modo de salvataje, dejemos que Levinas nos de luces más claras sobre esto:

No puedo pasar por alto la siguiente cuestión de estilo. Noto una cierta ironía en relación a la gran influencia que Heidegger, específicamente Ser y Tiempo, tiene en la época del 48. Es más, toda esta filosofía temprana de Levinas no deja de ser un diálogo crítico con esta obra heideggeriana. Para comprender de manera más profunda uno de los tantos planteamientos teóricos centrales de la crítica de Levinas a Heidegger, Cfr. Franck (2001). De este modo podemos comprender, cada vez más, las diferencias teóricas profundas, que el pensador lituano-francés ve en la ontología fundamental de Heidegger, para no quedarnos sólo con el imperdonable “silencio” de Heidegger en 1933. 5


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[…] pero sus cualidades, su color, su forma, su posición quedan a la vez como detrás de su ser, como “guiñapos” de un alma que se ha retirado de esa cosa, como una “naturaleza muerta”. Y, sin embargo, todo ello es la persona, es la cosa. Hay, pues, en esta persona, en esta cosa una dualidad, una dualidad en su ser. Es lo que es y es extranjera a sí-misma y hay una relación entre estos dos momentos. Diremos que la cosa es ella-misma y es su imagen. Y que esta relación entra en la cosa y su imaginación es la semejanza. (2001: 53)

Cuando contemplamos una imagen, sólo contemplamos la imagen y tenemos conciencia de que el objeto no está ahí; he aquí una fenomenología del cuadro. El cuadro nos conduce a un “más acá” del ser, y no nos trasciende. En la imagen opera una neutralización de la posición en la imagen. De este modo se revelará en el argumento levinasiano la temporalidad misma de la obra de arte. En la obra, en cuanto imagen de lo real, que nos sitúa “más acá” del ser, se experimenta un entretiempo. La temporalidad de la obra es la del “intervalo vertical”. No hay una diacronía que irrumpe en la totalidad del mundo, más bien, y utilizando los ejemplos que da el propio Levinas, se trata de un gesto de porvenir, pero que se mantiene en sí mismo sin referencia a un pasado ni a un futuro; no se inicia ni se cumple: eternamente sonreirá la Gioconda; eternamente la sonrisa de la Gioconda, a punto de abrirse eternamente como “el porvenir que se anuncia en los músculos tensos de Laocoonte no sabrá hacerse presente” (Levinas, 2001: 57). El entretiempo es el tiempo de lo eterno jamás acabado, lo que Levinas llama “algo inhumano y monstruoso” (62)6 De este modo, podemos afirmar lo siguiente, la obra de arte sustituye el mundo por su sombra. No es casualidad que Levinas recurra a la tradición para explicar este fenómeno, pues la sombra es opuesta a la categoría de la luz, cuya significación está ligada a la comprensión, al ver clara y distintamente los fundamentos y la verdad del ser. La sombra no es más que el oscurecimiento del ser del mundo, es la afirmación del ídolo y su recíproco goce estético7. En estas últimas afirmaciones sobre el “entretiempo” es posible comprender la lectura de Levinas sobre el arte. La imagen nos hace experimentar lo inhumano y lo monstruoso; una imagen sin porvenir en su infinito acabamiento. El tiempo de la obra es el tiempo de la muerte del ídolo. La muerte que es pura presencia en sí misma es la que sustenta el interdicto bíblico en contra de la adoración de las imágenes. 7 No en vano Levinas dice: “que existen épocas en las que se puede tener vergüenza de él –del arte-, como hacer festejos en plena peste” (2001: 64); 6


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Detengámonos un momento en dos tópicos recién expuestos: el “entretiempo” y “el más acá” de la imagen. Sin lugar a dudas, en el plano temporal, la obra se mantiene en sí misma en semejanza con el objeto real, este objeto real se retira tras la imagen. Aquello que contemplamos en la obra es la imagen misma, pero no su fundamento. El ser pierde su identidad y su cualidad, pues el arte es el momento de una salida del mundo. Entendiendo, por un lado, que el mundo es la relación con lo dado, con los objetos dados a la percepción y a la intención; dados a la luz; la imagen del arte –por otro lado– hace del mundo, de las cosas del mundo, algo exterior; los devuelve al elemento impersonal de ser anónimamente, no se presentan a la determinación, ni se muestran como son. En la imagen nos detenemos más acá de ella, por lo tanto no hay trascendencia ni salida del ser anónimo. Para comprender esta última afirmación conviene detenernos un momento en lo que Levinas llamará Il y a: Imaginemos la vuelta a la nada de todos los seres: cosas y personas. Resulta imposible situar esa vuelta a la nada fuera de todo acontecimiento. Pero ¿y esa nada misma? Algo pasa, aunque no sea más que la noche y el silencio de la nada. La indeterminación de ese algo pasa no es la indeterminación del sujeto, no se refiere a un sustantivo (…) Esa consumación impersonal, anónima, pero inextinguible del ser, esa que murmura en el fondo de la nada misma, la fijamos mediante el término hay [Il y a]. El hay, en su rehusarse a tomar una forma personal, es el ser en general. (Levinas, 2007: 69)

He aquí uno de los conceptos centrales de la obra levinisiana, pues el hay manifiesta la forma original que Levinas tiene a la hora de comprender el ser. El problema ontológico para él, me atrevo a decir, es el problema que se preocupa de lo más estéril que el pensamiento puede aprehender, pues la neutralidad del hay es el elemento donde el existente está sumergido y que no tiene la facultad de producir nada por –y desde– sí mismo. Símil de la experiencia del hay; como estar en la habitación en medio de la noche. Si pudiéramos hacer la abstracción de todos los objetos sólo quedaría el susurro del ser, o el ser como susurro.


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En fin, la obra de arte devuelve a los objetos a su existencia impersonal, revelando el carácter de alteridad de estos. La obra de arte no dice nada, no comporta nada, sólo se agota en ella misma y devuelve al ser al status de elemento. ¿Se comprende ahora la imposibilidad de trascendencia en el arte?. La obra no me arranca del ser anónimo, al contrario, me entrega el anonimato en el goce estético. Ya no tenemos una supremacía ante los objetos, es más, los objetos dejan de serlo, pues el arte revela el carácter exótico de la realidad. Resumiremos la explicación recién planteada, y de manera más lúcida citando a Levinas: Esa manera de interponer entre nosotros y la cosa una imagen de la cosa tiene como efecto separar la cosa de la perspectiva del mundo […] pero el hecho de que nos relacionemos indirectamente con ellos –con la cosa–, por la interposición del cuadro y del relato, les aporta una modificación esencial. Ésta no depende de la iluminación y de la composición del cuadro, de la tendencia y del acomodo del narrador, sino ya de la relación indirecta que mantenemos con ellos –a su exotismo, en el sentido etimológico del término. (2007: 63)

Ahora bien, cabe hacernos la siguiente pregunta ¿Cuál es el problema del arte para Levinas? Que no nos arranca del ser, de la “fijeza de la identidad”8 ni del “ser anónimo” que horroriza –aquello que anteriormente mencionamos como lo inhumano y monstruoso. Pero cualquier lector del filósofo de Totalidad e Infinito nos podría decir lo siguiente: el arte revela la alteridad de los objetos, la alteridad del mundo9. Sí, pero la posibilidad del arte sólo se agota en la imagen misma, y en la revelación de la ausencia de la cosa. Sólo contemplamos la obra sin ser ella Me imagino que, para Levinas, la consumación del discurso de la filosofía del ser conlleva el intento de negación de toda alteridad. L`autrui es violentado en [la filosofía] lo que tiene de irreductible. El texto temprano de 1947, De la existencia al existente, es quizás la primera gran obra de Levinas, en cuanto prepara el camino para el posterior proyecto levinasiano. Este texto sirve de base, en cuanto deja de manifiesto la necesidad de salir del Ser, de ser arrancado de las categorías de Ser. A la vez, es quizás el texto más crítico con la ontología fundamental de Heidegger: esta crítica la podemos enunciar así: Si Heidegger inaugura la diferencia ontológica, conviene ahora preguntarnos ¿cómo, y por qué esa diferencia es posible? Por lo tanto, como lo plantea F.D. Sebbah (2001), en L`épreuve de la limite. París: PUF, 2001., la filosofía de Levinas es una filosofía del nacimiento. Sin embargo, esta necesaria salida del ser sólo es posible ante el Otro, un nacimiento que es pura salida de ser, he ahí la subjetivación del sujeto. El movimiento presente en De la existencia al existente es el siguiente: Estamos situados, incorporados, bañados en el ser impersonal; por la conciencia me sustraigo a mis posibilidades. Me hago cargo de mis acciones y posibilidades, me experimento como existente. Este es el momento de la hipóstasis, del sujeto. En un tercer momento me experimento encerrado en mi ser, en cuanto hipóstasis, afirmación de la primera persona como una estatua; afirmando lo que soy y negando la diferencia. Para en un cuarto momento, ser interrumpidos e interpelados por el Otro que exige respuesta. Todo este movimiento sintetiza lo que se denomina excedencia originaria. ¿Podemos afirmar que Levinas ve en Auschwitz la afirmación de la hipóstasis en su plenitud? 9 Como si la referencia a lo otro fuese en sí mismo una categoría positiva sin más. En la excedencia del mundo no encontramos el l`autrui ¿hay que preguntarse de que otro se habla? 8


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significación concreta a su origen. En la obra no se consuma la excedencia originaria, pues es sólo acontecimiento estético. Pura sensación sin poder. El arte nos devuelve una realidad impersonal, que no irrumpe ni fractura un nuevo comienzo (des)de la obra. Por lo tanto, el articulo del año 48 termina devolviéndole la importancia a la filosofía, pues es esta última la que debe cumplir la función crítica de la obra, analizarla desde el contexto que acontece. La exégesis filosófica es la encargada de darle movimiento al “instante eterno” de la materialidad del “acontecimiento estético” (Muñoz, 2003: 138), hay que hacer hablar a la estatua, pues esta no dice nada, en su calidad de entretiempo no es expresión, ni se da como un inicio de diálogo (Levinas, 2001: 45), está saturada de sí misma. III Enuncio las siguientes interrogantes, y que servirán de supuestos desde donde se dará inicio al argumento de esta tercera sección: ¿Por qué la obra –para Levinas– no es inicio de diálogo? Pues no habla el lenguaje ético. ¿En qué consiste este lenguaje? En el habla del Rostro. ¿Cómo es posible este habla? De frente. En la relación cara-a-cara, trabajada detalladamente en la primera de sus dos obras mayores, Totalidad e Infinito (1961), ¿es posible pensar “algo así” como una irrupción sublime?. Vamos por parte. ¿Por qué Levinas afirma durante todo su pensar que el Rostro habla? Al comienzo de Totalidad e Infinito, Levinas ve en la metafísica, específicamente en el deseo metafísico, un deseo de más allá. Recuperando su significación más clásica10, este deseo será un Deseo11 de otro modo, pues la concepción de sentido común nos indicará siempre que deseo es deseo de aquello que falta y que, como los alimentos, puede ser saciado. El Deseo metafísico –en cambio– no es un deseo que parte desde el yo, más bien es un Deseo que le llega de la ausencia, y que hace del mismo tener la necesidad de nutrirse de su propia hambre (Levinas, 1995: 58). Pero este Deseo comporta una evidencia: que hay separación, y por lo tanto relación. Esta relación, que

La metafísica como un estar dirigidos “más-allá”. De ahora en adelante, cada vez que se mencione este Deseo metafísico, será escrito con mayúscula; en cambio, cuando se use desde la acepción común, sólo será “deseo”. 10 11


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suscita el Deseo en el Yo, es lo Deseado de lo invisible. Esto quiere decir que es una relación sin ideas, y por lo tanto sin satisfacción ni reducción. La condición concreta –y no abstracta– de esta separación se da en la relación que hay entre un Yo y un mundo; siendo esta relación una relación de estancia (Levinas, 1995: 61), de un Mismo en su morada. Cabe hacer una precisión, se ha notado que la relación de estancia se da en un Mismo y no en un Yo, esto porque en el morar se da una identificación que existe “en lo de sí”. El Mismo es el Yo que se identifica con lo que posee y con lo que puede hacer, estamos en el ámbito de la identidad. El habitar el mundo bajo la experiencia del morar significa estar en “lo de sí”, siendo esta significancia un estar donde puedo. Este poder será la condición de posibilidad “del poseer” en el mundo; puedo poseer el mundo, es decir, borrar su condición de alteridad. Entonces, ¿qué pasa con este Otro que anima el Deseo metafísico? Podemos apropiarnos de las cosas del mundo, de los útiles; sin embargo, el Otro12 metafísico, este real más allá es “una alteridad anterior a toda iniciativa, a todo imperialismo del Mismo” (Levinas, 1995: 62) Por lo tanto, l`Autrui deviene extranjero en lo que a mi morada se refiere, él no comparte el mismo suelo con el Mismo, él viene de afuera, escapando al dominio que aquel pueda tener sobre este: “Sobre él no puedo poder” (Levinas, 1995: 63) Así, l`Autrui no pertenece a un concepto común con el Mismo, por lo tanto, el modo en que el Mismo se relaciona con el extranjero es a través del diálogo. Al parecer, en Levinas no hay otra manera, pues el diálogo es la relación que no borra la trascendencia de l`Autrui y donde “el Mismo, resumido en su ipseidad de “yo”-de ente particular único y autóctono- sale de sí” (Levinas, 1995: 63). Debemos hacer hincapié, que en esta relación la reducción de ambos a un solo pensamiento es imposible. Pues, la relación discursiva con l`Autrui, justamente mantiene esta alteridad extranjera; este discurso no es un discurso hegemónico totalizante, donde se busca doblegar a l`Autrui y hacerlo advenir como un Autre reducido a la mismidad. Lo irreductible no pasa por la relación discursiva, ni por un perdón del Mismo, es l`Autrui mismo la irreductibilidad, y por lo tanto ruptura de la totalidad. Sólo hay totalidad ahí donde se somete al mundo a un Que de ahora en adelante lo escribiré en su lengua, Autrui. Como el otro irreductible, el extranjero. En cambio, autre hará referencia a lo otro que no soy yo simplemente, como la taza de café que tengo al lado del computador. 12


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pensamiento hegemónico, se valora y se le apropia a través del sentido. El Mundo deviene totalizado, en cuanto es lo dado (Levinas, 2007: 53) a una intencionalidad. Es por eso que el acceso al diálogo sólo se da siempre de frente, cara-a-cara, pues de este modo l`Autrui adviene en su expresión más desnuda,

posibilitando la ruptura de la totalidad. El rostro –expresión más

desnuda– es un desbordamiento absoluto del ser, que deja de manifiesto lo infinito en la totalidad. Sin embargo, no es un infinito representado geométricamente, es decir espacialmente, pues no acepta ninguna representación. Es, por eso mismo, infinito. No tiene fin, no se acaba en la idea de un yo comprensor, infinito “que excede el ideatum en el que es pensado, pensado como más de lo que puedo pensar”. (Derrida, 1989: 133) Ahora bien, se ha dicho que la relación entre el Mismo y l`Autrui sólo es posible como discurso, en cuanto en esta relación se deja de manifiesto la trascendencia de l´Autrui, entonces debemos afirmar lo siguiente: “el rostro habla”. Y ¿por qué habla?, porque es la pura expresión de sí antes de toda determinación, pura exposición, es una pobreza esencial, no-fenoménica, pura desnudez que interpela una respuesta. Por lo tanto, la expresión pura de un rostro, irreductible a la tematización, habla porque es origen de discurso. Cito a Levinas: “Cierto, Rostro y discurso están ligados. El rostro habla, habla en la medida en que es él el que hace posible y comienza todo discurso” (2000: 73) Debemos deducir lo siguiente. La primera palabra viene de afuera, de l`Autrui y nos interpela en la respuesta, “la dimensión de lo divino se abre a partir del rostro humano. Una relación con lo Trascendente […] Aquí lo Trascendente, infinitamente Otro, nos solicita y nos llama” (Levinas, 1995: 101). Porque hay una primera palabra, pura expresión, es que el lenguaje y la escritura tienen sentido, pero es una palabra que es desarraigo (Levinas, 2000: 164) de sí, pues el sujeto es interpelado desde afuera. Ahora bien, ¿qué relación tienen estos análisis con la categoría retórica de lo sublime? Mucho, y a la vez nada, pues en los análisis levinasianos sobre el lenguaje este es en su origen la irrupción de un Rostro que no se deja totalizar. Una Vuelta más. Hemos dicho que el Rostro es la desnudez misma. En De la existencia al Existente (1947), podemos encontrar luces –


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juveniles, hay que decirlo– respecto a la relación que existe entre “rostro y violencia”, y que puede ser muy esclarecedor para los fines de la pregunta enunciada hace un momento. La simple desnudez del cuerpo con que podemos encontrarnos no cambia en nada la universalidad [el énfasis es nuestro] del vestido. Ahí la desnudez pierde su significación. Los seres humanos en el Consejo de revisión son tratados como material humano. Son revestidos con una forma […] La forma es aquello por lo que un ser está vuelto hacia el sol –aquello por lo que tiene una cara […] La forma esconde la desnudez dentro de la cual el ser desvestido se retira del mundo” (Levinas, 2007: 46-47) Este simple párrafo deja de manifiesto el modo en que Levinas comprende la relación entre la desnudez y la violencia. Esta violencia siempre será la negación de esa exposición que es la desnudez. Cabe mencionar que este texto es del año 47, y por lo tanto la “categoría” de rostro no ha sido madurada aún, pero esta noción de desnudez basta para aproximarnos a la idea siguiente: La violencia siempre va a ser violencia formal; ahí donde no vemos rostro, vemos una cara. Por un lado, en esta última se presentan cualidades y características, por otro lado, el rostro es la presencia primera no-fenoménica en la cara. Qué otra cosa puede ser la forma, que no sea un límite con pretensión universal –y objetiva, por qué no decirlo– que posibilita la irrupción de este primer mandato del rostro, y que levinasianamente se enuncia bajo el primado del ¡No matarás!. Para matar el rostro hay que vestirlo: Hay en el rostro una pobreza esencial. Prueba de ello es que intentamos enmascarar esa pobreza dándonos poses, conteniéndonos. El rostro está expuesto, amenazado, como invitándonos a un acto de violencia. Al mismo tiempo, el rostro es lo que nos prohíbe matar. (Levinas, 2000: 72)

Miremos nuevamente con detención la cita recién expuesta. Nuevamente aparece una evocación a la tradición del concepto de forma. Es necesario contenernos, tener contornos, límite, contener una pose. Posar, permanecer de una determinada manera ante un pintor, guardar la permanencia, puro presente. Sin embargo, el rostro nos prohíbe matar, nos prohíbe dar la forma a la desnudez. ¿No resuenan aquí ecos de lo sublime?


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Volvamos de nuevo a la relación ética del lenguaje. Si el rostro es inicio de discurso, pues es la primera expresión que demanda respuesta, responsabilidad ineludible para el yo interpelado, entonces –por una incapacidad de sustracción a esta primera expresión– es que la primera palabra es un mandato; un mandato que dice ¡No! a la violencia de la forma y de la apropiación del sujeto. Este mandato da sentido a la comunicación del lenguaje oral –creo que aquí radica el sentido del titulo de este trabajo. Ahora bien, en todo diálogo se revela el Decir de la relación que comporta un tema Dicho, en todo diálogo se revela la diacronía de la exposición del rostro. El rostro, como inicio de diálogo en su mandato primero manifiesta su irreductibilidad. Este mandato exige justicia con su alteridad. Entonces, ¿en qué consiste esta relación discursiva con el Otro? Básicamente en una relación entre lo Dicho, aquello que el lenguaje tematiza, y el Decir la significación de lo Dicho. Decir y Dicho13. Debemos comprender en esta doble manifestación del lenguaje lo que comporta y lo que consuma, pues entender el lenguaje sólo como herramienta comunicativa es afirmar sólo el contenido del mensaje, pero olvidando su dimensión ética. La posibilidad de la comunicación radica en el hecho de que todo discurso es discurso de Otro y para Otro. Pues he ahí su origen. Si el Otro es desnudez y pura exposición, entonces esta exposición pura se da como ausencia, como una no-fenomenalidad, el rostro es la manifestación que ninguna categoría del entendimiento, ninguna conciencia puede dar cuenta sin violentarla. Por lo tanto, habrá que asumir que el lenguaje comporta, en su origen, una sustracción que es pura expresión. Hasta ahora, se ha hablado mucho sobre el lenguaje en la filosofía de Levinas, pero ¿cómo se piensa la escritura en estos mismo planteamientos? Sin lugar a dudas, Levinas –en este sentido– deviene muy tradicional. La escritura es segunda respecto a la oralidad, la primera palabra es el rostro, es la aproximación y el encuentro mismo. Porque hay Decir hay escritura, y porque hay escritura es que encuentra esta su significación en el rostro, la palabra está afirmada en la palabra originaria misma (Derrida, 1989: 138). La escritura es segunda porque comporta un Decir, liberarla de este Decir es negar a la escritura su condición más propia, perdiendo su estatus de escritura para devenir sólo formulación de forma que –como dice Derrida– deviene gramática.

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Conceptos desarrollados en De otro modo que ser o más allá de la esencia.


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Si la escritura es segunda, es porque encuentra sustento en la palabra originaria y de este modo: “nada, sin embargo, tiene lugar antes de ella” (1989: 138). La escritura es en sí misma portadora de lo ausente, de un rostro que se sustrae a la mirada, de este modo debemos aceptar que toda palabra –ya sea escrita u oral– comporta la expresión ética del rostro, y que debe ser “dicho de otro modo”: Lo “de otro modo dicho” viene a significar que todo lenguaje sigue siendo insinuación y comporta siempre una reducción de lo que se acaba de afirmar; y no debido únicamente a alguna falta de firmeza en quien habla, sino a que hay una parte de inefable en lo dicho, la cual, en un lenguaje que se torsiona sobre sí mismo, se comunica a pesar de todo. (Levinas, 1996: 48)

Finalmente, cabe hacerse la siguiente pregunta: Si existen trazas de lo sublime retórico – pienso en Longino, por ejemplo– en la filosofía de Levinas ¿es el arte el lugar de esta irrupción, “como un rayo” diría el anónimo, de aquello que se sustrae a la obra? ¿El mandato o tarea, con el cual termina La realidad y su sombra, que asigna a la filosofía el papel de un futuro rol crítico para con la obra, atender a la perspectiva del Otro para con ella, y en relación a su producción para sacarla de su status de no comportar nada –en cuanto imagen– no es acaso la afirmación del hecho de que el arte no es expresión porque no tiene rostro? Si la obra no tiene rostro, entonces ¿puede expresar la ausencia? Si la obra no tiene rostro, si permanece en el entretiempo eternamente ¿puede ser la abertura por donde lo sublime irrumpe? Me temo que estas son preguntas que permiten un desarrollo mucho más detenido, pero a modo de tentativa me atrevo a decir, desde una intuición todavía, que si existe algo así como lo sublime, esta se daría en la relación ética, ahí donde la palabra y el discurso encuentran su sentido primero, ahí donde el lenguaje siempre desborda a la ontología, ahí donde toda ausencia nos interpela más allá de nuestra intencionalidad, ahí donde estamos ofrecidos a nuestro pesar.


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Siempre detrás de sus signos y de sus obras, en su interioridad secreta y discreta por siempre, interrumpiendo por su libertad de palabra todas las totalidades de la historia, el rostro no es “del mundo”. Es su origen (Derrida, 1989: 139) Bibliografía. Derrida, Jacques. (1989) “violencia y metafísica”. La escritura y la diferencia. Barcelona: Anthropos. Franck, Didier. (2001) “le corps de la différence” en Dramatique des phénomenes. Paris: Puf. Levinas. Emmanuel. (1995) De otro modo que ser o más allá de la esencia. Salamanca: Sígueme. __________. (2007) De la existencia al existente. Madrid: Arena libros. __________. (2000) Ética e infinito. Madrid: a. machado libros s.a. __________. (1995) Totalidad e infinito. Salamanca: Sígueme. trad. d. guillot. __________. (1996) Trascendencia e inteligibilidad. Madrid: encuentro. trad. j. maría ayuso díez. __________. (2001) La realidad y su sombra. Madrid: trotta. trad. a. domínguez rey. Muñoz, Enoc. (2003) hacia un pensamiento del afuera. aproximación al pensamiento del joven levinas. santiago: cuarto propio. Nancy, Jean-Luc. (2002) “La ofrenda sublime”. Un pensamiento finito. Barcelona: Anthropos. Oyarzún, Pablo. (2010) “Celada verdad: el recurso de la mimesis en pseudo-longino”. Razón del éxtasis. Santiago: Editorial Universitaria. Pseudo-Longino. (2007) De lo sublime. Santiago: Metales Pesados.


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