La niña de la laguna Cynthia Ramírez Pérez Escuela Normal de San Felipe del Progreso
Nuestra historia comienza cuando los mares dejaron de ser uno, cuando la bóveda del cielo y la Tierra se crearon y en ella habitaba un grupo de guerreros poderosos llamados aztecas, a quienes en sueños les fue revelada la señal de su poderío: tendrían que empacar sus sueños, ilusiones y esperanzas para ir hacia la tierra prometida, donde un águila devoraba una serpiente. Guerreros, mujeres y niños pisaban suavemente la tierra que iban dejando atrás; sus pies no dejaban de moverse y el ánimo e ímpetu se notaban en la delicadeza y firmeza de sus pasos. —¡Vaya que hemos caminado mucho! —exclamó un niño que llevaba en su cuello un dije de obsidiana. A lo lejos se divisaba una ciudad imponente, cubierta de oro y piedras preciosas; se podía ver la silueta de Quetzalcóatl bajando por sus muros y a lo lejos se escuchaba el canto tierno del cenzontle. El niño corrió, agitaba sus manos y se preguntaba: —¿Es aquí? ¿Ésta es la tierra prometida? Poco a poco, los demás integrantes de la comarca se acercaron y un viejo sabio contestó las preguntas que revoloteaban en la cabeza de todos. —No. Esta ciudad ha sido construida por los dioses. Debemos dejarla intacta y preservarla como prenda de nuestros elogios hacia ellos. Así que nuestros guerreros siguieron su camino hasta llegar a Tenochtitlán, donde encontraron la señal de su poderío: un águila devorando una serpiente. Los años pasaron y los aztecas fueron creciendo en talento, sabiduría y poder. Nuestro niño había dejado de serlo y su nombre se pronunciaba alto y fuerte por todos los rincones del imperio: Cuauhtémoc. Un día, mientras el cielo se tornaba de rojo, el frío resoplaba y las flores parecían
octubre-diciembre 2020 | Magisterio
51