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Resignificar la Ciudad // Victor Barrera Enderle
(Un recuerdo literario de Jorge Cantú de la Garza)
Literatura y ciudad: una relación intensa que cobra fuerza a medida que ambas crecen y se desarrollan. La ciudad se transforma, no sólo como el escenario o el tema de obras de diverso género, sino como el espacio donde se concreta la escritura. A su vez, la literatura encuentra en la urbe el sitio idóneo para profundizar en los asuntos de su importancia: la experiencia humana, sus contradicciones; en suma: su complejidad. En el caso de Monterrey, el tardío arribo de la imprenta y la postergada creación de escuelas profesionales de corte liberal, “retrasaron” el desarrollo de las letras. Las primeras manifestaciones artísticas estaban vinculadas con el contexto político y social. La literatura era el vehículo para expresar ideas y proyectos políticos de corte liberal.
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La vida literaria, ese repertorio de conductas públicas vinculadas con la manufactura y consumo de obras impresas, ha sido desde entonces una actividad casi clandestina en la urbe regiomontana. Escritores, editores, lectores: cofradía que sobrevive a la adversidad y a los periódicos embates de la industrialización y el pragmatismo de la era actual. Sabemos de algunos autores y tenemos noticia de obras pretéritas, pero casi nada sabemos de la manera en que vivían los escritores: ¿cómo se enfrentaban a la cotidianeidad? “No toleran los gremios citadinos / tu oficio de escriba…”, reza un verso de Guillermo Meléndez. Hay algunas leyendas o recuerdos que nos permiten intuirlo: como la de la “moral disipada” de Felipe Guerra Castro o el divagar noctámbulo de Pedro Garfias: entre el fragor de las fábricas, las avenidas congestionadas y el calor o el frío intensos, los creadores nadan a contracorriente para dotar de densidad poética al espacio urbano y hacerlo un lugar más habitable.
Los artistas transitan por las estrechas calles del centro de la ciudad y le otorgan su propio sentido. Unos experimentan su imparable transformación, otros la marginalidad que dichos procesos modernizadores llevan consigo: “No le temo a los perros que me saludan / en el fondo de la noche / como niños hambrientos de luna, / con aullidos de alucinante sombra / y viento extraviado en las esquinas…”, le canta Samuel Noyola a la otrora elegante y ahora decadente Calzada Madero.
En la estela poética de estos artistas errabundos podemos ubicar la obra de Jorge Cantú de la Garza (Monterrey 1937; Monterrey, 1998). Poeta de profundos registros prosaicos y a la vez líricos, de intensos ritmos urbanos e imágenes móviles y vertiginosas. Desde la aparición de El desertor en 1959, Cantú de la Garza fue elaborando su voz poética a contracorriente de las buenas conciencias regiomontanas. El poema “De vida irregular”, escrito en los últimos años de su vida, lo define de manera nítida: No fuimos personas comunes y corrientes. / Durante muchos años tuvimos / diecinueve años. / Propensos a la disidencia y el / escándalo / ejercimos el desdén hasta la / indiferencia. / Hoy, maduros, ya, mas nunca viejos, / seguimos siendo gente rara.”
Muy pronto, Cantú de la Garza buscó la concreción de su vocación en la ciudad de México, donde fue becario del Centro Mexicano de Escritores. Fiel a su conducta heterodoxa, regresó a la ciudad para abrir espacios de enunciación. En los años ochenta creó el ahora mítico suplemento cultural Aquí vamos del periódico El Porvenir, y el Centro de Escritores de Nuevo León, que continúa vigente.
El breve ensayo que presentamos, “Adiós a todo esto”, fue escrito en 1983, cuando se llevaban a cabo las labores de construcción de la Macroplaza en el centro de Monterrey. El viejo centro de la ciudad fue destruido para dar paso a otro “nuevo fragrante” proceso de modernización. La ciudad se destruía para volver a construirse, tal como había venido haciéndolo a lo largo de casi un siglo (y aquí aparecen, en vertiginoso desfile de imágenes, las demoliciones del templo de San Francisco, del antiguo Hospital González, de la Penitenciaría, y de un largo y nostálgico etcétera). Una cruel ironía ha hecho de la sensación de pérdida urbana una tradición para las diversas generaciones de regiomontanos: todos tenemos un Monterrey que se ha perdido entre el escombro.
Adiós a todo esto [1]
JORGE CANTÚ DE LA GARZA
Adiós a todo esto es el título del libro autobiográfico del poeta inglés Robert Graves. Lo tomo para este in memoriam porque me parece el más adecuado y no habría podido imaginar uno mejor, ya que no tengo más remedio que decir adiós a todo esto, a todo ese centro de Monterrey donde viví parte de mi juventud y donde ocurrieron algunas de las cosas más notables de mi vida. Pienso que como yo me siento ahora —como nos sentimos muchos regiomontanos ante la ruina de lo que fue parte de nuestro mundo— deben haberse sentido los habitantes de las ciudades europeas devastadas durante la Segunda Guerra Mundial. Tal vez por esta tendencia a la permanencia los polacos reconstruyeron el centro de Varsovia tal como fue antes de su total destrucción.
Debo confesar que me conmovió hasta las lágrimas la fotografía que publicó el domingo pasado el suplemento dominical “El Volantín” en sus páginas centrales: el interior del cine “Elizondo” en ruinas poco antes de su destrucción total. Pienso que los “remodeladores” (de alguna manera hay que llamarlos) de ciudades debieran pensar que una ciudad es algo orgánico, vivo, palpitante, que forma parte de la vida de sus habitantes, y que mutilarla equivale a mutilarnos a todos un poco. Tal vez esto sea demasiado pedir cuando todo se hace en “aras del progreso”.
Adiós, pues, a todo eso. Adiós al cine “Elizondo”, oscura cueva de las maravillas donde tantas caricias tuvieron lugar, donde tantas lágrimas se derramaron y en cuyo tercer piso besé por primera vez a una niña de dieciséis años.
Adiós al local de Matamoros y Zuazua y Doctor Coss donde estudié el primer año de preparatoria y donde conocí a Manuel Morales, profesor de filosofía y prefecto de escuela, quien una tarde me invitaría un café a “La Miniatura”, al lado del cine “Rex” hoy cine “Olimpia”, para que yo leyera ahí “El retorno maléfico”, de López Velarde que él me iba iluminando con sabiduría, pasión y “una íntima tristeza reaccionaria”. Adiós al regreso por esas mismas calles cuando yo, después de la revelación del poeta zacatecano, ya no era el mismo que una hora antes ni lo volvería a ser jamás.
Adiós al bar donde una noche de 1957 —acababa de morir Pedro Infante— me fue presentado mi amigo de toda la vida, Andrés Huerta. Compañero en el aprendizaje de la poesía y del riesgo.
Adiós también a la cantina de Doctor Coss y Quince de Mayo donde Poncho Reyes y yo culminamos una borrachera presidida por Manuel José Othón y en la que hablamos de astronautas que serían poetas y de un mundo mejor que nosotros íbamos a construir sabiendo que si nosotros no cambiábamos algo cambiaría.
Adiós a Sears, donde también tomábamos café y visitábamos a Andrés Huertas, que trabajaba en el departamento de pollitos. Adiós a esa otra casa de la calle de Zaragoza donde una noche de verano fui feliz con alguien que jamás leerá estás líneas.
Adiós al “Fornos” donde Arturo Cantú y yo creímos descifrar la clave de la poesía una noche en que, como pocas veces, llovía a cántaros.
Aún ahora, cuando todavía se puede circular por calles que pronto no existirán, recuerdo a Bernardo Flores Flores, a José Rodolfo Puente, a César Garza Hernández o a Nervilo Salazar, caminando y discutiendo siempre éste o aquel tema.
Adiós. Nunca más, nunca más. Adiós. Adiós.
Bibliografía
[1] Texto tomado de Una ciudad para vivir. Variaciones sobre un mismo tema, compilación, prólogo y notas de Alfonso Rangel Guerra, Monterrey: Fondo Editorial Nuevo León, 1991, pp. 239-241.