Matera 5: Tenemos Dinero

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MATERA Issn: 2145-9746

Tenemos Dinero

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$7.000




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Juan MejĂ­a 3


Huesos Juan David Correa

Raymond se dio cuenta de que no tenía plata demasiado tarde. Había madrugado para ir a dar su clase de siete de la mañana en el otro extremo de la ciudad. Como siempre, había salido casi en silencio del apartamento donde a esa temprana hora aún dormían sus dos hijas gemelas y su esposa. Se duchó tratando de apagar el sonido del agua contra la baldosa blanca interponiendo su cuerpo como barrera. Sintió un breve estallido gélido contra su piel y después un quemón. Salió hacia el cuarto y se vistió cuidándose de no hacer ruido con la hebilla de su cinturón. Si las gemelas despertaban tan temprano dormirían más de la cuenta durante el día y su noche sería un infierno. Después de vestirse, giró el pomo de la puerta con sumo cuidado. No se oyó ni un ruido en el silencio de un amanecer que aún se resistía a aparecer. Alcanzó la cocina en medias, sosteniendo los zapatos en una de sus manos. Se sirvió un jugo de naranja, se lavó los dientes con el cepillo que se había cuidado de guardar en el bolsillo posterior del pantalón, se puso su chaqueta y salió, como invariablemente lo hacía, cerrando la puerta meticulosamente, a la calle. Allí tomó el taxi que lo habría de llevar hasta la universidad. La ciudad estaba aún vacía y solo en algunas esquinas se apeñuscaban algunos madrugadores buscando residuos de huesos en las canecas. Cuando el taxi por fin se detuvo, media hora después, Raymond supo que había cometido el peor error de su vida. En esa época, se advertía en todas partes, los taxistas habían conformado una terrible sociedad del crimen y ninguno de los ciudadanos de bien debía tomar uno en las calles. Los únicos autorizados, los que no eran parte del sindicato temible, eran los asociados a un conmutador. Pero Raymond era terco y le gustaba salir de madrugada contradiciendo todo el orden lógico de su imperturbable vida. Era una acción temeraria en medio de una rutina casi estática. Porque Raymond era un hombre metódico, organizado, neurótico; uno de esos hombres capaces, aún después de adulto, de organizar su ropa desde el día anterior; de comer a la misma e invariable hora; 4


de dormirse justo a las nueve y treinta de la noche todos los días de la semana, después de haber acostado a sus dos gemelas de dos años, un acto que también se repetía con enfermiza puntualidad. Raymond revisaba todos los días su billetera, contaba al ojo si el dinero le alcanzaba, debido a que los otrora prácticos cajeros automáticos, por la inverosímil violencia que se cernía en las calles, habían sido clausurados desde hacía una década. Para poder obtener efectivo era necesario ir hasta la sucursal y obtener los billetes de un cajero, fuertemente custodiado por dos hombres de un tamaño descomunal. Sin embargo, la noche anterior Raymond olvidó, y eso jamás se lo iba a perdonar, como tampoco sus dos hijas y su esposa, revisar su billetera de cuero de ovejo adornada con una perla incrustada. Ahora lo sabía. Estaba en problemas. Raymond era un tipo serio en su trabajo, pero terriblemente nervioso con las situaciones adversas que le proponía la vida. No había sido un muchacho especialmente osado. De hecho, jamás había corrido riesgos. Era hijo de un psiquiatra infantil y de una abogada que lo cuidaron del mundo hasta que se hizo grande. Sus padres lo protegieron tanto que Raymond no aprendió a cometer errores. Estudió Administración de Empresas, hizo una maestría en Matemáticas y un Doctorado en Finanzas. Se casó con una compañera. Tuvo dos hijas a quienes les estaba terminantemente prohibido salir a la calle y que eran atendidas por una nana venida de un país vecino, cuyas costumbres eran más sanas que las de los habitantes de esa ciudad. Su esposa tampoco salía. Las compras se pedían a domicilio, y aunque ella trabajaba haciendo balances financieros para multinacionales, la red le permitía mantenerse enclaustrada en aquel apartamento enorme que contaba con jardín, piscina, sala de juegos, y un espacio para la instrucción de las pequeñas. Con todo, Raymond jamás había estado en una situación parecida. Sentía miedo y las piernas comenzaron a temblarle cuando imaginó, en apenas una fracción de segundo, qué le diría al gordo muchachote que conducía el carro, ataviado con una chaqueta tan reluciente como sintética, con la cremallera frontal abierta hasta el pecho. De repente, cuando tuvo la cara del gordo sobre la suya, pensó que no se 5


había dado cuenta de que era mueco. Una risa le sobrevino e intentó contenerse. ¿Qué le pasa?– dijo el taxista, evidentemente contrariado ante la cara de idiota de Raymond que, en ese momento, había desviado la mirada hacia un corazón de Jesús colgado sobre el espejo retrovisor. Usted me va a perdonar – comenzó Raymond a decir como si recitara la letra de una canción– pero es que olvidé sacar el dinero. ¿Dinero? ¿De qué me habla? No tengo cómo pagarle la carrera –dudó Raymond, mientras pensaba en las múltiples soluciones al problema que ahora tenía delante de sus narices–. Hmm –gimió– ¿Será que al señor le molesta si le doy mi celular y me llama en unas dos horas? Yo le juro que voy al banco cuando abran. Le mando el dinero hasta donde usted me diga… Raymond no sintió nada. O tal vez percibió un garrotazo en plena sien, pero no puede recordarlo porque, de repente, cayó tendido en la silla trasera del taxista. Cuando despertó sintió mucho calor. Estaba desnudo, y las gotas de sudor le resbalaban sobre la piel. Abrió mucho los ojos, pues sus pestañas estaban también llenas de agua y vio lo que parecía un enorme garaje industrial, casi vacío, donde apenas se advertían unas cuantas máquinas cuyo funcionamiento Raymond desconocía. El calor provenía de una inmensa olla hirviente que, bajo sus pies, iba a recibirlo en algún momento. Raymond estaba parado en una reja metálica de malla, atado de brazos y piernas. Supuso que la malla era una trampa que se descolgaría cuando alguien activara un mecanismo de poleas que ahora veía. Raymond sabía de qué se trataba: no era imbécil como para no comprender que los restos humanos se vendían a muy buen precio en esa ciudad sitiada por el horror. Los huesos habían alcanzado un valor de cambio muy superior al de los viejos metales que, un siglo atrás, eran el signo inequívoco de la riqueza. Pero como el mundo había terminado por agotar todos sus recursos, salvo el papel, el único valor de cambio por encima de los billetes mundiales, era el hueso. Un kilo de huesos podía hacer a un hombre feliz por unos cuantos días. Cien kilos podían hacerlo rico por un tiempo. Los millonarios se contaban con los dedos de una 6


mano, valga la ironía, pues eran grandes aniquiladores de poblaciones enteras de vastas regiones del planeta. Entonces esto es lo que soy, pensó Raymond cuando la trampa bajó y su piel sintió algo parecido a aquella mañana bajo la ducha pero con mucha más intensidad: un puñado de huesos. Sus hijas gemelas jamás supieron de su destino. Su esposa tampoco. Pero en todo caso, no lo perdonaron. Él tampoco, claro.

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Dow Sky

Milena Bonilla 8


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Gematría Javier Moreno

Lo que me incomoda es la existencia del valor, su amenaza. La idea de que desde su nacimiento un nodo deba recibir un valor aritmétrico que se actualiza con cada nanociclo y que pretende medir multidimensionalmente no sólo su potencial de intercambio y adquisición de servicios sino incluso su posible prescindibilidad a ojos de La Estructura. Soy consciente de que la existencia o no del valor es algo que está por fuera de mi alcance y el de cualquier otro nodo, no importa su nivel de ejecución. Sé que es sólo un índice que facilita los cálculos que permiten que todo funcione como debe funcionar de acuerdo a los parámetros pactados en El Concilio. Sé también que el control del valor, su desarrollo en el tiempo y variabilidad, depende de criptoalgoritmos inescrutables y por ende en la práctica no hay gran cosa que pueda hacer para afectarlo de una manera precisa. Pero saber todo eso no calma mi inquietud. Pienso en el valor de mi hijo. Ese es el detonante de mi crisis actual. Reviso con compulsión el índice en la plataforma de valoración instantánea a la que tendré acceso hasta que consolide su nivel de autonomía. Hago todo lo que debo hacer. Intento detectar patrones. Construyo modelos simples que me permitan aislar supuestos nichos de estabilidad local. Adquiero rutinas para sostener crecimientos que le aseguren un futuro cuando ya no esté y luego entro en pánico cuando la rutina no surte el efecto deseado y mi hijo vale menos que antes o menos de lo que debería valer para mí. Preguntas: Menos que quién. Cuántos niños valen menos que mi hijo. Cuántos niños valen más. Qué es el valor de mi hijo para mí. Qué dice el valor de mi hijo sobre mí. Para qué mi amor. La Monojerarquía es cuidadosa e impide que las instancias de decisión donde la valoración importa sean públicas. Todo, de nuevo, protegido por problemas computacionalmente irresolubles dentro del dogma que asegura que la consciencia explícita de las reglas pervierte el funcionamiento adecuado de La Estructura. En teoría el número es sólo una presencia fantasma. Algo por fuera de nuestro alcance que nos mide, categoriza y, en algunos casos, predice. En la práctica, sin embargo, el número 10


es una cuantificación directa del vértigo de verlo caer. El número no me consuela ni me alivia. Tampoco me motiva. No siento que su valor me integre a lo que me rodea, no importa lo que La Monojerarquía predique. Al contrario, si algo nos integra es la certeza de que nunca valdremos lo suficiente y por tanto nadie alcanzará jamás la Permanencia. Creo que todos lo sabemos aunque en público sea inaceptable reconocerlo. Lo siento en los demás. Lo veo en las miradas de desconfianza o incomprensión súbitas en el tren. En la revisión nerviosa de la mano para asegurarse que que todo esté en orden, de que todo sea como corresponde dentro de la idealización personal de lo que el número iridiscente que fluctúa sobre la piel quiere decir sobre lo que somos y nos pasa. Me resigno y me valoro a través del número como si lo entendiera plenamente. Es desde esa comprensión fingida que miro a mi hijo y su número y me pregunto qué puedo hacer, qué puedo darle, qué puedo enseñarle, para que su vida no se reduzca a la larga a mirar su muñeca y esperar por un ascenso definitivo que jamás llega, como la mía. No quiero que herede mi terror. A treinta y cinco mil ciclos de distancia de mi inicialización recorro mi registro de experiencia consciente y me pregunto qué he aprendido sobre mí y mi valor. No lo sé. Huelo a mi hijo: flota junto a mí en el tren, ajeno a todo esto, feliz. Lo huelo y lo abrazo, lo siento suspirar. Miro una vez más el número en su mano diminuta. Lo comparo con el mío: por primera vez en su vida me supera. Confío en su sentido secreto aunque me evada. Encuentro alivio temporal en esa fe renovada. Agradezco en silencio a La Totalidad Infinita. Le pido aceptación y templanza.

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¿Anti–becas? Sylvie Boutiq

A mí siempre me ha parecido que uno debe pagar para hacer arte y no al revés. Eso de las becas no lo entiendo, ¿cómo así que pagarle a uno para que haga lo que quiere o lo que le gusta? ¿Entonces, por qué no becas para ir de paseo a nadar a un río, o becas para ir al cine, o para comprar películas piratas? Yo pedí una beca para hacer una fiesta de 30, y me miraron feo. Ahora, claro, si uno hace una pintura y le quedó bien bonita, pues se puede vender; ¿por qué no? Pero en cambio, que uno le diga a alguien (galerista o como se llame) “déme $50.000 pesos para hacer una instalación”, eso sí es mear fuera del tiesto. Es como lo de las películas, los gringos quieren hacer cine, pero sufren porque necesitan cientos de millones de dólares para hacerlas; en cambio, los uruguayos hacen películas con solo miles de dólares. ¿Y por qué? Porque una buena idea sencilla no necesita de mucha plata y quedan mejor con el público. Lo mismo pasa con la instalación, el ready-made, el performance, etc… Entre menos plata cueste mejor, mucho mejor. 12


Andrés Felipe Uribe Cárdenas 13


Una uña arrancada Samuel Butler

Henry Hoare [un amigo de la universidad], cuando era un joven de unos 25 años, se arrancó un día su uña totalmente –es decir, separó la uña de la parte carnuda del dedo– y esto le recordó que muchos años antes, cuando era aún un niño, le había pasado lo mismo. Ahí se puso a pensar en ese momento que le quedó grabado en la memoria en parte porque había un gran revuelo en la casa por la pérdida de un billete de cinco libras y en parte porque sucedió cuando él sufría de fiebre escarlata. Siguiendo los pensamientos despertados por su uña, se preguntó cómo se la había arrancado y tras un rato recordó que había estado postrado en cama a los siete años donde una tía que vivía en Hertfordshire. A menudo sus brazos colgaban de la cama y al recorrer el marco de madera con sus manos, encontró un agujero donde podía meter sus dedos. Un día, tratando de meter un pedazo de papel en este agujero, lo empujó tan profundo y tan apretado que se arrancó la uña. Todo esto volvió a él vívidamente y, aunque llevaba casi 20 años sin pensar en eso, pudo ver la habitación en la casa de su tía y recordar que su tía solía sentarse a su lado escribiendo en una pequeña mesa de donde cogió el pedazo de papel que había metido en el agujero. Hasta ahí, muy bien. Luego se le vino a la mente una idea no tan agradable. Es decir, comenzó a pensar con una fuerza irresistible que ese pedazo de papel que había metido en el agujero del marco de la cama era el billete de cinco libras que tanto revuelo había causado. En esa época era tan joven que un billete de cinco libras no era más que un pedazo de papel para él; cuando oyó que el dinero se había perdido, pensó que eran cinco monedas, o quizás estaba demasiado enfermo para pensar nada o para que le preguntaran; no recuerdo qué me dijo al respecto, Tomado y traducido de The Notebooks of Samuel Butler. Editado en 1912. 14


en todo caso no tenía idea del valor del papel que había metido en el agujero. Pero ahora que había recordado todo el asunto, estaba tan seguro de que había sido el billete que de inmediato bajó a Hertfordshire, donde su tía aún vivía y pidió, para sorpresa de todos, que le permitieran lavarse las manos en la habitación que había ocupado en su infancia. Le dijeron que había amigos quedándose en esa habitación, pero él respondió que tenía un motivo y al rogar especialmente que le permitieran quedarse solo un rato en la habitación, lo llevaron arriba y lo dejaron ahí. Fue a la cama, levantó el forro con el que habían cubierto el marco y encontró el agujero, su viejo amigo. Lo habían tapado con un trozo de madera y ya no podía meter el dedo. Hizo sonar la campana y cuando llegó un sirviente le pidió una herramienta para destaparlo. Con todo esto se estaba ganando rápidamente una reputación de lunático en toda la casa, pero trajeron la herramienta y, con ella, logró destapar el agujero. Al hacerlo encontró, hurgando con una navaja y cómo lo esperaba, el billete perdido de cinco libras. Mira cómo el retorno de un presente dado trae de vuelta los regalos con los que se le ha asociado. 15


Dinero Philip Larkin

Trimestralmente, creo, el dinero me regaña: ‘¿por qué me dejas acá, sin ganar nada? Soy lo que nunca tuviste de sexo y bienes. Y aún podrías tenerlos escribiendo unos cheques’. Entonces miro a otros, lo que hacen con el de ellos Seguro no lo tienen arriba, metido entre el techo. A estas alturas ya tienen segunda casa y auto y querida: Claramente el dinero se relaciona con la vida. –De hecho, tienen mucho en común, mira con atención: No puedes aplazar tu juventud hasta la jubilación, Y no importa cómo guardes lo que ganas, la plata ahorrada Al final te comprará apenas una afeitada. Escucho al dinero cantando. Es como ver desde arriba, A través de largas ventanas francesas, un pueblo de provincia, Los tugurios, el canal, las iglesias ornamentadas y chifladas Bajo el sol de la tarde, está de tristeza cargada.

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Money Philip Larkin

Quarterly, is it, money reproaches me: ‘Why do you let me lie here wastefully? I am all you never had of goods and sex. You could get them still by writing a few cheques.’ So I look at others, what they do with theirs: They certainly don’t keep it upstairs. By now they’ve a second house and car and wife: Clearly money has something to do with life —In fact, they’ve a lot in common, if you enquire: You can’t put off being young until you retire, And however you bank your screw, the money you save Won’t in the end buy you more than a shave. I listen to money singing. It’s like looking down From long french windows at a provincial town, The slums, the canal, the churches ornate and mad In the evening sun. It is intensely sad.

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Un peso oro Mauricio Rico

El maravilloso grabado numismático que acompaña este texto nos revela tres de los más sorprendentes tesoros de nuestro pintoresco país. Natura, en su afán de deslumbrar nuestra alma, alguna vez nos ha concedido su visión de inconmensurable belleza. Estos relatos cuentan los recuerdos vividos por este pobre mortal criollo conmovido frente a su majestuosidad. Datado 1964, el billete dicta el umbral de una avasallante modernidad progresista empecinada en la deplorable destrucción de sus hitos naturales. La Gran Vía Más o menos cada seis meses bajábamos con mi familia en la camioneta Ford 54 de mi papá a recoger naranja agria para la mermelada. Un amigo de él se la regalaba y como la finca quedaba por Mesitas del Colegio (qué nombre más curioso para una población) por un lugar llamado La Gran Vía, era ineludible pasar por el Salto del Tequendama. Descendíamos por la cicratiz esgrimida por Bochica al filo de la sabana mareados por el espantoso olor de TODA la mierda capitalina condensada en las espumosas aguas putrefactas del río de Bogotá que serpenteaban hacia su inminente fin. A veces cegado por una implacable pantalla luminosa de niebla o magro por el verano, el salto nunca dejó de ser un espectáculo. Apenas se empezaba a olvidar la urbe, de súpito, aparecía detrás de una curva. Abríase la cordillera a un vertiginoso cañón marcado por filos suicidas revelando caudales que dibujaban rizos como los de una anciana que se estallaban contra el vacío infinito decorándolo con descomunales nubes de vapor. Circundábamoslo y parábamos en el mirador del misterioso hotel con vista al salto que colgaba del abismo, cual novela de Agatha Christie, cual película de Hitchcock. Mi papá nos contaba que en épocas de invierno mis abuelos lo solían llevar en tren a almorzar al elegante restaurante, a apreciar las aguas del salto, otrora copiosas, amari-

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llentas y traslúcidas. Terminada la vista, seguíamos entre carreteras destapadas, niebla espesísima y abismos dantescos. La Ford atravesaba el bosque húmedo antediluviano, infestado de tarántulas y arañas pollas, hacia La Gran Vía, qué nombre más paradójico, donde nos esperaba una jugosa cosecha de naranjas. Yo ví el condor Dios hecho ave, Kun-tur, así lo llamaban las tribus de la Patagonia. El costeño, con una ligera vanidad espiritual, había tratado de desencantarme de mi corazonada al decirme que aquellos punticos que veíamos volando en lo alto desde nuestra base en Tierra Amarilla no eran más que chulos. La mañana siguiente partí con mi amigo Arún con el ánimo de visitar los balcones de Bellavista, lugar de entrada a las lagunas de la Sierra Nevada de Santa Marta, una gran tentación para dos sadhakas caminantes que no se resistieron al clamor de los nevados. Justo cuando la cumbre se ponía penosa, en un descanso, ¡pudieron ver mis ojos lo que mi corazón tanto anhelaba! Tres colosales cóndores, dos grandes y el otro más pequeño, aparecieron justo detrás del cerro en espirales ascendentes. No queriendo cometer la ridiculez de confundirlos con chulos, ni con rey de los zopilotes, saqué mis binóculos para asegurarme y ahí estaban –zurcando los cielos azules matinales, su vuelo fluído, imperturbable. Sus giros revelaban las nieves de sus alas. El ave más grande del mundo se alzaba frente a nuestros ojos lagrimientos; nuestro corazón henchido por la visión más grande; nuestra alma libre, al fin. Bien supieron mantener nuestro éxtasis hasta que el tiempo retomó su andar. El avistamiento partía la escencia en dos: en una mano está la vida, en la otra, el ver el cóndor al vuelo. La abuela Cuca La Peugeot 84 azul pálido avanzaba por no sé qué carretera tolimense bordeando el Magdalena. La abuela Cuca, matrona de armas tomar, siempre empecinada en hacer de sus nietos y sus amigos unos recios machitos, repartía generosamente bananos que arrancaba de un racimo recién comprado a orillas de la carretera. En una de esas los 20


demás niños me raparon un banano que me había acabado de dar y me quejé. Furiosa, me clavó una bofetada por mi niñería y, en seguida, me entregó un plátano, como queriéndome decir que para todos había alimento. Nunca he podido con esa educación antediluviana, les confieso, soy artista. El ocaso nublado coloreaba la atmósfera con matices suaves y opacos. De repente apareció… el Nevado del Tolima, pulcro, se alzaba suavemente como una lingam silenciosa desde nuestro nivel hasta sus nieves perpetuas. Sus faldas dibujaban su estampa colosal y solemne. Su presencia imprimió en mi alma un profundo sentido de lo sacro y lo magno que no he podido olvidar. Estaba impresionado de que pudiese contemplar algo tan grande sin ningún esfuerzo. Casi lo podía asir con mi mano. Tampoco me cabía en la cabeza cómo era posible ver nieve desde las orillas del Rio Magdalena, desde “tierra caliente”. Lo había visto a lo lejos desde la cordillera oriental pero nunca tan de cerca. Debo rendirle homenaje con una pintura, como lo hizo Church –en sus correrías por la Nueva Granada quedó tan impresionado de su visión, que cuando regresó a Estados Unidos hizo su pintura “La Vista del Río Magdalena”, sin necesidad del natural, con tan solo unos apuntes. Este contraste entre jungla y nevados impresionó a los neoyorquinos. Nunca habían visto algo igual. Tampoco yo.

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El sudor de su frente “Acorde con las costumbres de la época, el doctor Cuervo era poseedor de varios esclavos, comprados, como la finca de Boyero, con el sudor de su frente”. Enrique Santos Molano hablando del padre de Rufino José Cuervo en su biografía.

INTERIOR DIA. Un almacén de esclavos a comienzos del siglo XIX. Digamos que se llame Surtiesclavos. O Surtiesclavos de la Sabana, puede ser . Ahí los dueños de esclavos pueden encontrar no sólo esclavos de distintas edades y tonos de piel, sino todos los suministros que necesitan para mantenerlos en buen estado y productivos. Detrás del mostrador hay un hombre bien vestido, de anteojos y con poco pelo, ojeando un periódico conservador. Entra el doctor Rufino Cuervo, quien años más tarde sería el padre de Rufino José. - Buenos Días. - Buenos días, doctor Cuervo, ¿cómo ha estado? - Bien gracias. Con dolor en las articulaciones, pero bien. Vine a preguntar a cómo es que venden los esclavos. - Depende del esclavo, doctor. Pero el más económico vale tres litros de sudor. - ¡Qué carestía! - Sí, doctor Cuervo, y ni siquiera es lo que yo llamaría un buen esclavo, le cuento. Un esclavo que le salga bueno-bueno le está costando cuatro y medio o cinco litros. - Vaya. Y el sudor tiene que ser de la frente… - Sí, doctor Cuervo, sólo aceptamos sudor de la frente.

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- Porque he estado recolectando sudor, pero no sabía que tenía que ser de la frente. En las botellas también incluí de la espalda y las axilas. Del pecho también, aunque no tanto. - No, doctor Cuervo, ese no sirve. - Y ¿tiene que ser de una sola persona? - No, en eso somos flexibles, puede ser de varios. - Pero eso es injusto. Porque la gente que ya tiene esclavos los pone a trabajar bajo el sol de la tarde, a arar la tierra y a cortar caña, les recoge el sudor y en un par de semanas tiene para comprarse otro esclavo; otros dos, tres. - No, pero es que, obviamente, no aceptamos el sudor de la frente de los esclavos. - Bueno, al menos. Si ganan los liberales seguro los obligan a aceptarlo y ¿dónde terminaríamos entonces? - No sé, doctor Cuervo. En un infierno. - Y dígame, ¿de casualidad sabe cuánto sudor piden por un pedacito de tierra? Vi una finquita en Boyero que me pareció encantadora. Ideal para que la señora y los hijos tengan contacto con la naturaleza y para tener a los esclavos que eventualmente logre comprar con el sudor de la frente, cuando acumule suficiente. - ¿En Boyero? Eso no debe ser caro, aunque depende de lo que haya. Pero diría que por ahí cinco litros la hectárea. El alto precio de los esclavos y de la tierra no desanimó al doctor Cuervo. Como lo dice Santos Molano, eventualmente logró sudar suficiente para comprar su casa en Boyero y algunos esclavos que sudaran junto a él para mantenerla en buen estado (aunque el sudor de los esclavos, como ya se dijo, no tenía poder adquisitivo). Pero no todo es color de rosa. Uno de esos esclavos, llamado José María, tuvo la osadía de fugarse. Y su propietario se vio obligado a poner un aviso en La Gaceta de Colombia de 1830 ofreciendo una recompensa por su devolución. Eso nos indica una cosa: ya desde esa época había quienes no respetaban lo que otros conseguían con el sudor de su frente. M.K.G 23


Banco chino Javier Fabregas 24


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Dinero por nada Salomón Kalmanovitz

Los rockeros famosos ganan mucho. Solo tienen que tocar la guitarra en MTV y ahí “reciben dinero por hacer nada y viejas gratis”, como lo canta Mark Knopfler del grupo Dire Straits que se puede traducir como “situación desesperada”. Entran al mundo de los consumos exclusivos: cocinas hechas a la medida, jets privados como el que tiene “un marica pequeño con peluquín y arete”, pero se les puede irritar el dedito con que tocan la guitarra o el dedo gordo con que tocan el bajo. Hay también resentimiento. Bob Dylan se lamenta de que “hombres de negocios, ellos se toman mi vino”, como si no los hubiera invitado a su casa para hacer plata con su música. “Los obreros excavan en mi tierra, ninguno sabe a lo largo del camino lo que es valioso”, dice en la canción All Along the Watchtower. The Flying Lizards o Los lagartos voladores tienen una canción que titulan Dinero (eso es lo que quiero) , en la que la cantante le dice al pretendiente que aunque las mejores cosas en la vida son gratis, “se las puedes dar a los pájaros y a las abejas”, porque “tu amor, siendo estremecedor, no paga mis cuentas” y fulmina: “I want money, THAT’S WHAT I WANT”. Ahí está expresado el individualismo extremo que estará a la base del credo de Reagan, los Bush y del Tea Party. Los Beatles son ambivalentes “tú nunca me das de tu dinero y si acaso lo haces es con billetes de mentiras”, de la canción You Never Give me Your Money. Más contundente es Pink Floyd que no quiere dinero pero sí “consigue un buen puesto con buena paga y es una delicia” (it’s a gas). “El dinero es un crimen, distribúyelo justamente, pero no toques mi parte”, de la canción Money. El régimen de la señora Thatcher produce la herida final, The Final Cut, que es el título de su álbum más directamente político de 1983, al reventar el estado de bienestar que frenaba el enriquecimiento de los dueños de las empresas y de los financistas y que le sirvió de modelo a Ronald Reagan para hacer lo mismo en los Estados Unidos.

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Los vallenatos tienden a ser pobres, como sucede en las sociedades feudales, excepto Diomedes Díaz, quien lleva un diamante incrustado en un colmillo y Silvestre Dangond, cuya canción Indiferencia registra más de 2.550.000 hits en Youtube. Es que la música de masas, como en el Rock, produce millonarios en todas partes, hasta en Valledupar. Los títulos de las canciones de nuestros trovadores son reveladores: en Ser pobre es un delito de Enrique Díaz se lamenta de que todo lo que hace el pobre está mal, mientras que al rico todo se le acepta, como lo había descrito el Arcipreste de Hita hace 700 años en los versos a los que les puso música Paco Ibáñez: Hace mucho el dinero, mucho se le ha de amar al torpe hace discreto y hombre de respetar hace correr al cojo y al mudo le hace hablar quien no tiene dinero no es de sí señor. “La pobreza aleja a la familia, a los amigos, nos anula” dice Díaz en su vallenato; le pide entonces a Dios, con total falta de ambición: “no me haga rico sólo deme los medios para vivir la vida”. En Señora de Otto Serge, sin embargo, el vallenato se enorgullece de que la esposa del terrateniente está embarazada de él y este es feliz en su ignorancia. Agrega que lo canta para que sólo ella lo entienda, lo que no es para nada obvio; espera además que no se ofenda. Se trata de una venganza improbable del pobre contra el rico, más no imposible como resultó para Rafael Orozco del Binomio de Oro, quien fuera asesinado por un narco a cuya mantenida había seducido.

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Jhonny Casilimas

Hotei (Buda Colombiano) 28


El dinero siempre serรก tentador 29


El pescador de académicos Andrés Roldán

De la portería le dijeron que un hombre lo buscaba a la entrada de la universidad para una consulta, se lo pasaron al teléfono. Maestro, mire, yo vengo de lejos, no soy de la capital, leí su entrevista en el periódico sobre su nuevo libro, es muy interesante, sus respuestas me hicieron pensar muchas cosas, su crítica es muy valiosa y le da luces a alguien como yo, me vine con una hija enferma de cáncer, la traje en bus para una sesión de quimioterapía, ella está muy débil y la quiero mandar en avión, yo me devuelvo por carretera, tal vez usted que conoce el país sabe de donde vengo. El hombre mencionó un lugar cercano a un centro vacacional, el académico afirmó conocerlo. Cuando usted vaya por allá pregunta por mí y yo lo atiendo, será un gusto, sobre todo por su altura, alguien que tiene el valor para hacer cuestionamientos tan grandes, valientes, que le cabe el país en la cabeza, me da pena molestarlo, pasé por una agencia de viajes cercana, me dicen que me faltan solo $40.000 pesos para el pasaje de avión, si los pago antes del medio día mi hija puede viajar mañana en la mañana cuando salga del hospital, y yo pensé, mientras lo leía en el periódico, tal vez usted me pueda ayudar, sobre todo por su ética y trabajo en una universidad tan comprometida con el país. El académico miró su billetera, bajo a la portería y le entregó el dinero a un hombre flaco, de piel oscura y ropa barata, nueva, tal vez comprada de afán para viajar de un clima a otro. La conversación telefónica se volvió a repetir. Se despidieron. Usted debería dedicarse a la política, yo votaría por usted. El académico sonrió. Días después, en la noche, en el cóctel de lanzamiento de un sesudo estudio sobre la realidad nacional, un colega contó una anécdota idéntica a la suya, solo variaba en que el hombre no había leído el periódico sino que había asistido a una conferencia en una biblioteca pública, y no le faltaban cuarenta sino cincuenta mil pesos. El cuento finalizó con una moraleja reconfortante, paternalista: las ideas trascienden los ámbitos de la academia y le llegan al hombre de la calle. 30


El académico calló, pasó de analista de la vida a analizado, recordó las investigaciones, los libros publicados, los artículos en revistas indexadas, las clases una tras otra: cosas que se dicen y publican porque eso es lo que hay que hacer (“publicar o perecer”, dicen por ahí). Y cuando al fin aparece una voz entre la multitud, un desinteresado lector con interés, es pura ilusión, no es más que un astuto pescador de académicos que se acerca a la pecera universitaria con la vanidad como anzuelo.

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Lina Caro 32


Tira c贸mica sobre un diamante y el sol Camilo Calvetti

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$ Ana Conda Montes

Yo sé esto: el tiempo es oro, polvo grávido, dueño de sí. Corre, como Dios y la abundancia, no como nosotros, no. Y el tiempo vuela, como el oro, como Dios. Otra cosa: los billetes sí crecen en los árboles, árboles metafóricos y eternos, de cosecha impredecible y caprichosa. Árboles que nos mantienen diligentes y solícitos, y que nadie sabe bien cómo cuidar. Bajo la frondosa sombra de ese bosque juego a que doy lo que recibo, y entrego a manos llenas mi riqueza: mi tiempo, mi oro, mi amor y mi Dios.

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Sara RamĂ­rez Guerra

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Ideas sueltas sobre el dinero Luisa Roa

Existen muchas historias alrededor del dinero: algunas son sobre gente que no tenía nada y de repente recibieron una herencia o se hicieron millonarios con un negocio exitoso. Otras sobre personas que siempre fueron muy pobres, el dinero les era esquivo y nunca tuvieron lujos ni propiedades. También me gustan las que hablan acerca de familias que eran millonarias y luego cayeron en desgracia. El dinero también determina un estado sentimental, si uno tiene suficiente dinero se siente contento, por lo menos a mí me pasa y puede decir en un restaurante o un bar: pidan que yo invito. La autoestima en esos momentos es muy fuerte y uno se siente pleno, como dice Snoop Dogg: I am the boss. Es como si una generosa cuenta bancaria fuera determinante en el momento en que uno decide tomar las riendas del propio destino, o en casos desafortunados, del destino de otros. Los videos de raperos también me gustan. Me gustan porque se ufanan del dinero que pueden gastar en cosas innecesarias y exageradas, pareciera que siempre se estuvieran divirtiendo comprando carros, joyas, mansiones, helicópteros, jets privados y cosas así. Yo no tengo tanta imaginación para gastar dinero, hay que ser muy ingenioso para despilfarrarlo. Llegué a esa conclusión el día que me preguntaron en qué me gastaría el baloto si me lo ganaba. Yo no supe qué decir, el simple hecho de pensar en esa cifra me intimidaba, se proyectaba ante mí como algo infinito. Era demasiado abstracta para poder contenerla en algo. Traté de hacer un símil: pensé en un océano hecho de billetes y yo en la mitad en una canoa pequeñita sin saber para dónde coger. La primera dificultad que veo en gastar una suma extraordinaria es que no conozco gente millonaria, así que aparte de los conteos de E-Entertaiment no se me ocurre cuáles serían los lugares más apropiados para gastar mi fortuna.

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El otro día veía un programa sobre los vendedores de finca raíz de la gente millonaria, ellos se movían en círculos muy específicos, sólo podían ser contactados por jeques árabes y gente famosa. Así que ser millonaria podría ser una complicación para mí, porque yo no sabría a dónde ir o cuál estilo de vida asumir. Otro asunto que me gusta pensar sobre el dinero es lo relativo que resulta, cuando yo era niña había un señor en mi barrio al que los vecinos le atribuían tener mucho dinero, así que nuestro parámetro de riqueza y opulencia era el señor Torres quien vivía en al esquina de mi cuadra. Para mí era extraordinaria su fortuna, porque era la única persona en el barrio que tenía televisión en su casa, una tostadora y un equipo de sonido con casetera, tornamesa y parlantes grandes. Después mis parámetros al respecto cambiaron; cerca de mi casa se veía un cerro pequeñito con una casa en la cima. La niña que vivía allí entró a mi colegio y con ella mi noción de la riqueza se amplió un poco más. Su papá era dueño del cerro, tenía un televisor, una cocina muy grande, tostadora, equipo de sonido, dos grabadoras, un horno microondas y diez perros. Me sorprendió muchísimo que existiera alguien más opulento que el señor Torres, lo que me hizo pensar que era muy probable que existiera alguien todavía más opulento que el señor de la casa en el cerro. El dinero también desata pasiones, hay hombres horribles que le resultan atractivos a las mujeres por su dinero, además cumple un papel decisivo en su virilidad. En otros casos la gente asesina por dinero, así que son usuales las historias de gente que mata a su cónyuge para quedarse con una suma de dinero. Mi tía conoció a la viuda de un esmeraldero cuyo amante, mucho más joven que ella, empezó a envenenarla. Georg Simmel decía que nada se equipararía a la velocidad del dinero, y por lo tanto determinaría la vida humana. Yo creo que casi todas las historias tienen que ver con el dinero, ya sea desde la opulencia o desde el rechazo que puede producir.

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Nicolรกs Consuegra 41


Billete falso que recibimos en un lanzamiento de Matera. 42


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Valeria Giraldo

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Odio Trabajar Juaquín Gómez

A los doce fui a una fiesta de cumpleaños y me dieron de sorpresa una calcomanía que decía “odio trabajar”, con un smiley haciendo mala cara al lado del odio; la pegué en la puerta de mi closet y ahí se quedó por años. Siempre he tenido un tema con el dinero, y es que se me dificulta muchísimo conseguirlo: he sido un vaciado toda la vida. Además, siempre comienzo algo y me aburro luego de un rato, dejándolo de lado sin darle la oportunidad de dar sus frutos. Desisto antes de tiempo. Así, he cambiado de profesión en muchas ocasiones y acabo haciendo un poco de todo mediocremente. En el 2004 entré a estudiar cocina a la CUN, y uno de los requisitos para el grado era que teníamos que asistir a unos talleres con el rector todo un fin de semana. Ahora que todo se explica a partir de la cibernética, desde teorías psicoanalíticas de alto nivel como la teoría lacaniana hasta otras nueva era y de psicología barata que tienen mucho de autoayuda y superación personal como la programación neurolingüística, no se me hizo raro que la conferencia-taller hiciera énfasis en lo segundo. Según el rector de la CUN, uno se ha programado para ser pobre desde siempre y tiene que reprogramarse nuevamente. Entre los ejercicios que nos puso a hacer era gritar lo más duro que pudiéramos “¡soy millonario!”. Decía que el grito es fundamental para que el inconsciente note que hay una nueva disposición o algo así, es como un despertar a la prosperidad, decía , que tiene que comenzar desde un cambio en la programación diaria. Nos dio luego unas tarjeticas para que al levantarnos todos los días las leyéramos antes de realizar cualquier otra actividad, decían cosas como “ soy optimista”, “ soy fundamental”, “soy millonario”, etc. Y otras vacías las cuales teníamos que ir llenando a medida que se nos fueran cumpliendo las metas que debíamos ponernos a corto, mediano y largo plazo. Yo obviamente no hice nada de lo que nos transmitió, pero un día que estaba como embobado en mi cuarto, caí en cuenta de que estaba mirando la calcomanía de odio trabajar y pensé que en realidad nunca

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he durado en un trabajo más de seis meses porque me he estado programando a diario para esta situación, así que fui y la despegué. Tuve una novia que me hablaba del tema de la programación pero del agua. Según ella, hay un japonés que descontaminó un río programando el agua. Hay fotos del agua con mensajes negativos y de otra agua con mensajes positivos. Y algo pasa en el agua según el mensaje que la programe; como somos agua en un 70%, entonces hay que programarla llenando un vaso con agua antes de acostarse para tomárselo al levantarse, lo cual debe, después de un tiempo, generar cambios. El cuento de ella es más poético que el del rector de la CUN pero sin duda comparten el mismo principio. Empecé a programarme con ella y los vasos de agua pero me sentía algo raro realizando este ritual de poner un papelito escrito con lo que uno quería conseguir debajo del vaso y lo abandoné al cabo de un par de días. Yo nunca fui de la costumbre de tomar agua de la mesa de noche, mi abuela sí. Pero encontré una forma de hacerlo sin sentirme avergonzado y al mismo tiempo obligándome a hacerlo con mucha regularidad. Hoy me programo todos los días mediante mi clave del facebook y del e-mail; pongo algo que quiero conseguir y no la cambio hasta que lo consigo. Tuve una que era conmoto y tuve moto. Luego la dejé botada en una carretera con las llaves puestas durante una crisis psicótica, pero hace poco volví a ponerla de clave en mis correos y ya dentro de poco me la vuelvo a comprar.

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Javier Fabregas

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económicas Alexander Ríos

ahorras céntimo tras céntimo y al final del mes se daña la lavadora. engranajes desgastados. 210.000 pesos. $ como cuando un mendigo descuida la herida que le da de comer. $ pagarle a un niño por tener sexo y al final darle un poco más de lo acordado para poder ver las nubes desde el avión con la conciencia tranquila. $ te meten un billete falso y vas a la tienda de la anciana que ya no ve bien. $ una moneda que se cae del bolsillo de un hombre que lo acaban de apuñalear para robarle sus pertenencias. $ y de repente se dio cuenta que había estado siguiendo un billete que un niño había atado a una cuerda. $ pague lo que debe o le partimos los dientes. última advertencia. $ hacer cuentas una quinta vez. el dinero se escapa como un cardumen de peces.

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$ en un paĂ­s nĂłrdico una botella de agua cuesta un niĂąo africano. $ leer esta frase y decidir comprar la revista. cueste lo que cueste. $ si desea apoyar mi trabajo como escritor se reciben donaciones a la cuenta # 0071 0067 1051 de davivienda. gracias.

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Carlos Alfonso

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Estar sin plata Francisco Barrios

Uno se propone estar sin plata para demostrarse a sí mismo que no solo vive de pan, que puede aguantar lo que sea. También lo hace para evadir situaciones, para escaparse sin tener que dar negativas. La excusa “es que estoy sin plata” es inexpugnable; anula cualquier posibilidad de diálogo. Claro, siempre hay un amigo generoso que le dice a uno “fresco, yo le presto”, pero no la hará siempre, y entonces uno se sale con la suya. ¿El paseo al que me daba mamera ir? Perfecto. No fui, pero fue por falta de plata. ¿El regalo que no quería dar? Pues no lo di porque, ¿con qué? Se puede vivir sin plata. Yo viví así durante varios años. A duras penas tenía lo del arriendo y los servicios, y para comprar medias, calzoncillos, productos de aseo y hacer “la compra”: café, leche, pan, lo del sándwich, y pasta, mucha pasta con atún de lata y Coca Cola. Y para los cigarrillos, claro. Tabaco de liar, que en España es el más barato. Los problemas empiezan cuando uno se da cuenta de que tampoco tiene dinero para hacer cosas que sí quiere hacer. Empiezan cuando la falta de plata se vuelve un problema para los demás y uno tiene que decirle a su compañera de apartamento que hay que esperar unos días para pagar los servicios porque “es que no tengo plata”. Es un problema cuando uno no le puede comprar un regalo a la mujer con la que está saliendo o no la puede invitar a comer. Claro, esas situaciones son manejables. Uno le pide a su compañera de apartamento que pague la totalidad de las cuentas y “después hacemos cuentas”. Invita a la chica a una cena en la casa y, en ese caso, en vez de atún en lata compra un filete de atún. Pero llega un día en el que a fuerza de vivir a salto de mata, de saber exactamente cómo va a ser cada día, cada semana, cada mes, uno se cansa y termina por reconocer lo que siempre supo: que el problema no era la plata. El problema era que uno quería sustraerse de experiencias que dependían del dinero. Entonces uno empieza a buscar esas experiencias (nada “fuerte”; hacer un viaje, ir a un res54


taurante, comerse un chocolate que no sea de la marca genérica del supermercado), y es la necesidad de tenerlas –no el deseo– lo que lo lleva a conseguir plata y a aprender a manejarla. Estar sin plata es comer mierda, y aunque el dinero no huela, la mierda sí. Y comer mierda sólo sirve para aprender a comer mierda. No sirve para nada más. Estar sin plata no le enseña a uno nada. No le enseña sobre la carencia porque ésta se vuelve una condición y no un estado. No le enseña sobre la abundancia porque el deseo se anula. Tampoco le enseña a valorar las cosas, porque éstas se valoran cuando uno paga por ellas. Y, sobre todo, no lo hace a uno virtuoso, porque estar sin plata es una conducta autodestructiva que altera la percepción de la realidad. Lo único que recuerdo como interesante de esos años es la habilidad que desarrollé –y después perdí, claro– para detectar el dinero. Solía encontrarme plata tirada en la calle. Me fijaba en los bolsillos de la gente y sabía en cuál de ellos llevaban la billetera. Casi que podía intuir si alguien traía plata o no. Aprendí también a hacer cálculos milimétricos: estos 1453 que tengo hoy, lunes en la mañana, tienen que alcanzarme hasta después del almuerzo del viernes, cuando me entrarán 2317 que me tienen que durar catorce días y medio.

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Inti Guevara (Malchico Brujerizmo)


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Cinco centavitos Alain de Beaufort

1 No hay que darle limosna al anciano mueco, todo lo que gana se lo da a la mafia gitana que lo embute en una bodega con otros ancianos hasta por la mañana. No hay que darle limosna a la niñita malnutrida, el papá le quita la moneda y se compra un buñuelo. No hay que darle limosna al campesino desplazado, tiene su salud y debería estar buscando empleo. No hay que darle limosna a la ñera embarazada, en vez de comprar una mogolla, se va a la olla a comprar bazuco. No hay que darle limosna al mocho cojo porque huele hediondo y debería bañarse. No hay que darle limosna al pordiosero dormido, no lo bendice a uno a cambio. No hay que darle limosna al que perdió todo en un deslizamiento, algo habrá hecho en otra vida que la está pagando en esta. No hay que dar limosna sino enseñar a pescar, pero hay que esperar a que limpien el río Bogota. 58


2 “Quihubo Don Floro. ¿Me fía una Frunas?” Don Floro le apunta con un kilométrico que tiene en la mano a un afiche pegado a la pared que dice: “Hoy no fío, mañana sí”. “Pero hoy ya es mañana, Don Floro”, le dice Ramoncito, el hijo de la empleada de la casa de los Benavides. “Coja oficio, sardino, que estoy ocupado haciendo cuentas”. Ramoncito suspira. “¿Don Floro? Le hago un trueque, una piquis por unas Frunas”. Don Floro no dice nada. “¿Una mara?”. Don Floro sigue sin decir nada. “¿Una pota?”. Don Floro suelta un gruñido y mete la mano al mostrador. Agarra unas Frunas y se las lanza a Ramoncito pegándole en el pecho. “¡Gracias, Don Floro!”, le dice recogiéndolas del suelo. “¿Y la pota?”. “Se la doy mañana,” le dice Ramoncito y sale corriendo.

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3 Las tres amigas compartían una jarra de cerveza en un bar de la zona rosa. Una de ellas, Connie, estaba despechada. “…Y el muy HP me debe quinientos mil pesos que le presté para unos audífonos”, dijo. Pato, o Patricia, le agarró la mano y se la apretó. “Créeme que él es el que está perdiendo”, le dijo. Luz María prendió un Kool Light, aspiró profundamente y exhaló hacia la calle. “Por eso es que yo con Gabriel todo es miti-miti”, dijo ella. “Tenemos cuentas separadas y todo lo partimos por la mitad: el arriendo, los servicios, el mercado, las salidas a restaurantes, las vacaciones y todo”. 60


Connie tomó un sorbo de su cerveza y miro a Pato. “No sé, Luz María. No te ofendas, pero eso me suena un poco frío”, dijo Connie. “No estés tan convencida. Nunca he tenido mejor sexo que con Gabriel. Si él me da un masaje, yo le doy un masaje y así en adelante”. Pato le soltó la mano a Connie y tomó la mano de Luz María. “Luz María, Gabriel es un perro”, le dijo Pato. “Más de una vez me ha hecho proposiciones indecentes. No te lo dije antes, pero es que anoche llamó a Connie aprovechando que estaba vulnerable”. “Es verdad”, dijo Connie. Luz María tomó la mano de Pato y apagó su cigarrillo sobre ella. “¡Maldita perra! ¿Estás loca?”, le preguntó. “Mira, te devuelvo el favor”. Pato agarró la jarra de cerveza llena hasta la mitad y se la echó encima a Luz María. En ese momento el mesero agarró a Pato de los brazos y uno de los comensales, un inglés llamado Harry, agarró a Luz María que se le abalanzaba a Pato con las uñas retraídas. Diez minutos después las tres amigas iban en un taxi Daewoo por la once. “Qué pena contigo, Luz Ma”, dijo Pato. “No, mi vida, la apenada soy yo”, dijo Luz María. “He sabido de Gabriel hace rato, pero no he querido enfrentarlo por miedo a quedarme sola”. “Nunca estarás sola porque siempre nos vas a tener a tu lado”, dijo Pato. Connie mientras tanto miraba por la ventana. En su mano tenía el número del inglés llamado Harry. Se preguntaba cómo y cuándo llamarlo sin boletearse.

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4 El Sr. Cajilla decidió poner su propio club campestre después de que rechazaran sus aplicaciones al Club del Country y el Club de los Lagartos. Compró un terreno junto a la autopista a Medellín e instaló canchas de tejo electrónicas, una gallera con pantallas de LCD que mostraban las peleas desde todos lo ángulos, y toda clase de amenidades con las que había crecido, pero engalladas. Al comienzo, la gente venía, pasaba el día y no volvía. “¡Qué lobería!”, escuchó a una pareja decir un día. El Sr. Cajilla estaba a punto de botar la toalla cuando llegó un alemán llamado Klaus en una moto antigua Triumph. “Este lugar es mágico”, dijo Klaus. “Gracias”, le dijo el Sr. Cajilla. “Siga y se toma un masato”. Se sentaron en la sala de recepción en unos sofás de cuero gris. Un mesero vestido de smoking blanco llegó cargando una bandeja de plata con dos copas de cristal llenas de masato. “¿A qué se dedica Don Klaus?”, le preguntó el Sr. Cajilla. “Tengo una galería en Berlín y represento a varios artistas colombianos”, dijo tomando un sorbo. “Quizás haya escuchado de uno de ellos, Manuela Kalasanz”. “No, ni idea”. “Me sorprende, porque vendí una de sus esculturas por seis millones de dólares la semana pasada. Salió en todos los periódicos”. El Sr. Cajilla se rascó la cabeza. “No sé mucho de arte, es más, no tuve mucha educación, pero mi Dios me dio el don de hacer dinero y por eso no cultivo papa como mi taita. Pero, el dinero no es todo y he querido imitar a los que lo han tenido por mucho tiempo, con algunos desaciertos, como ve”. Klaus abrió los ojos y alzó sus cejas. “No sé a qué se refiere. Este lugar es realmente auténtico. Manuela también viene de orígenes humildes. En este momento ella no tiene donde pasar sus escasos ratos de ocio. Todos los aristócratas de la ciudad la invitan a cuanta fiesta, pero ella prefiere quedarse en casa viendo telenovelas. Mañana mismo vuelvo con ella y otros amigos”.

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“¡Excelente!”, dijo el Sr. Cajilla. “Mañana tenemos planeada una becerrada”. Cuando Manuela vio el lugar quedó flechada y, en un mes, ella y sus amigos artistas prestantes habían comprado acciones del club. Poco después se inauguró un jardín de esculturas que atrajo las revistas europeas más exclusivas.

5 Ricardo Cinisterra, un ejecutivo de Colpatria, se enamoró de una prostituta que conoció en una despedida de soltero. Todas las noches iba al burdel donde ella bailaba y atendía y le imploraba que se fuera a vivir con él. “No, lindo”, le decía ella. “Yo no estoy esperando a ningún príncipe azul. A mí me gusta lo que hago y como tú muy bien sabes, soy la mejor”. “Pero, Canela”, le decía él. “Podrías ser cualquier otra cosa”. “Esto es lo que quiero hacer y cuando me ponga fea, tengo mis ahorros en Colpatria y pondré un chuzo en la playa”. Un día los de seguridad no lo dejaron entrar. Estaba incomodando a la demás clientela. Él les ofreció dinero, pero ellos dijeron que estaban bajo ordenes del Capi, el dueño. 63


“Déjenme hablar con el Capi”, les dijo. Uno de los de seguridad mandó un texto por su teléfono, al ratito recibió uno de vuelta y le dijo: “¿Ve ese Ford Bronco parqueado al otro lado de la calle? Ahí esta el Capi esperándolo”. Ricardo se acercó y el chofer se bajó para abrirle la puerta trasera. “Súbase”, le dijo una voz desde adentro. El Capi era un hombre calvo vestido con overoles azules de construcción. “Mire pelado”, le dijo. “Usted ha gastado buena plata en mi negocio y por eso lo quiero tratar con respeto. Le voy a regalar una noche con Cindy. Canela no le llega ni a los tobillos a ella. Si así no se le quita la tusa, pues le recomiendo que no se aparezca mas por acá, porque podría salir lastimado”. Esa noche Cindy llegó en un taxi a su apartamento en Chapinero Alto. Era una rubia teñida con un barro en el cuello. “Bueno, papito”, le dijo mascando chicle con sabor a banano. “Pon a sonar este disco de tecno merengue que te voy a bailar”. Ricardo le dio doscientos mil pesos para que se fuera.

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Natalia Sorzano

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Fotonovela

Voy a empacar todo nuestro dinero y nos vamos de acá.

Pero… ¿Cómo así? ¿Y la ropa? ¡Qué denso eres! Con dinero no necesitamos nada. Piénsalo. Con dinero podemos comprar ropa. O podemos ir a un sitio de nudistas, no sé. Todo es posible.

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Con dinero el único límites es la imaginación. Es tremendo, te permite ver qué clase de persona eres.

Bueno. Pero yo soy la clase de persona que no quiere andar con maletas llenas de dinero. Quiero andar tranquilo, con tarjetas bancarias y ya… Está bien, como quieras, vamos a un banco. Pero déjame decirte que el efectivo es más emocionante.

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La muerte de Pablo por Fernando Francisco Toquica

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Dinero Matera Catalina Renjifo

Con el Dinero Matera usted puede adquirir un dibujo adicional para su ejemplar de Matera Dinero. Gaste todo su Dinero Matera Envíe todo el Dinero Matera de las páginas anteriores (escaneado o físicamente) y reciba el dibujo impreso que completa este ejemplar de Matera Dinero. Gaste la mitad del Dinero Matera Si envía escaneado o físicamente la mitad del valor total de su Dinero Matera recibirá un archivo digital de baja resolución con la imagen del dibujo, que podrá imprimir en casa. Gaste una pizca de Dinero Matera Usando solo una unidad de Dinero Matera obtendrá la imagen a baja resolución y borrosa del dibujo que completa su ejemplar de Matera Dinero.

Envíe el Dinero Matera que desee a la dirección Matera que encontrará al final de la revista y adjunte el correo electrónico donde quiere recibir la imagen. Si manda físicamente el Dinero Matera, envíe también la dirección postal a donde quiere recibir el dibujo. Y recuerde: Si compra más Matera Dinero, ¡tendrá más Dinero Matera! 71


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Carlos Alfonso

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Mil pesos Pilar Gutiérrez Llano

¿Qué es eso?, preguntó uno. Un papel, contestó otro. No lo toquen, dijo el de allá. Otros en coro gritaron: que lo quemen. Y otro, menos pasional, se abrió camino lentamente entre la multitud y con pinzas cogió el papel, lo miró detenidamente y dijo: es un billete, es el último, lo estudiaré, lo miraré, durante dos días y dos noches, y el viernes, alrededor del fuego, les contaré lo que vi. Nadie impidió que este hombre emprendiera su tarea. Nunca habían asistido tantos y tan temprano a la reunión de los viernes. Sin pronunciar palabra, se sentaron a esperar al hombre que les contaría la historia del billete. Más lento aún llegó, se sentó como todos, y de su morral, de nuevo con las pinzas, sacó el papel. Con un palo largo abrió un pequeño hueco en la arena, rectangular, de la misma medida del billete, no muy hondo y allí lo depositó. No terminé mi estudio, fueron sus primeras palabras, ni lo quiero terminar. Vi huellas de infinitos dedos, se sobreponían confundiéndose, hombres, mujeres, niños, viejos. Luego de una pausa comenzó a llorar. Parecía incapaz de continuar, pero fijó su mirada en el fuego por unos minutos y retomó la palabra, mirándonos a todos: Por este papel muchos trabajaron horas interminables en medio del tedio y el aburrimiento, otros sacrificaron vidas, familias, amigos. Con los billetes se adquirían cosas y la gente creía que con ellos se adquiría todo. Algunos lo alcanzaron a tener como un valor y pensaban que la mejor persona, la más importante, era aquella que tenía muchos de ellos. Algunas veces estos papeles estaban acompañados de monedas, hermosas, de poco valor; valían menos que los billetes y se regalaban a los llamados pobres, a los que en la calle mendigaban, a los desadaptados que no encajaban en el sistema de producción de billetes, de muchos billetes. Algunos artistas hicieron collares con las monedas y otros, origami con los billetes. Las monedas alcanzaban para pocas cosas pero si las acumulabas podías tener un pan a cambio, un jugo, incluso una fruta. Las mone74


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das se movían más, sí, porque eran redondas, hasta los niños jugaban con ellas, mientras los billetes, rectangulares, estaban destinados por su forma a estar ahí, quietos, a acumularse. Sí, eran más fáciles de guardar que las monedas, se organizaban en cerros y así se aprovechaba mejor el espacio. En cambio las monedas, redondas, eternas, sin principio ni fin, estaban destinadas a circular. Las monedas fueron reemplazadas por los billetes, que por el peso de estas, decían. Pero es que algunos, avaros, insistían en guardarlas, en atesorarlas, cuando ellas se querían mover. Este billete que tengo es de mil pesos, así lo llamaban, es decir, representaba mil unidades de valor, mil. Y mientras decía esto, el hombre abría los ojos y de nuevo nos miraba a todos. Se quedaba en silencio y alimentaba con madera el fuego. De nuevo tomaba la palabra y moviendo las manos, casi con indignación, continuaba: Se imaginan ustedes mil flores, mil árboles, mil libélulas… pero mil pesos no eran nada, con eso ni siquiera podías saciar tu sed. Y lo último que vi, antes de interrumpir mi estudio, fue a un niño descalzo en la calle, con hambre, tocando insistentemente las puertas de los carros para que le dieran, por amor de Dios, una limosna, un billete. Y ahora yo, por amor de Dios les digo: enmarquemos este papel, dejémoslo allí, en el museo de la memoria, para que no se nos olvide que existió, para que no se repita.

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Billete de tres mil Los billetes de tres mil pesos que se ven en las dos páginas siguientes los hace Antonio Díez. Los vende a tres mil pesos, o sea que gana mil quinientos pesos con cada transacción (porque con un billete de dos mil y otro de mil hace dos de tres mil). Es un mal falsificador, porque no pretende que le acepten sus billetes en cualquier parte. Trate usted de pagar unos buñuelos con uno de sus billetes, o de montar en bus o ponerle gasolina a su auto, o de dejarlos de propina en un almorzadero y verá. No es buen falsificador, pero sí es un buen “cambista anarquista”, como se tituló su exposición del 2009 en El Bodegón, porque trae un poquito de caos a la legalidad que rodea al dinero impreso. Los billetes de Díez son, en el sentido más obvio, un collage: reorganiza cosas que ya existen para crear así algo nuevo. Un pedazo de un billete con un pedazo de otro, empatados con una cinta brillante. Al juntar estos fragmentos, Díez nos obliga a verlos de nuevo. Y también a ver de nuevo el dinero. A pensar en lo que cambiamos por estos pedacitos de papel, las horas trabajadas, los proyectos aplazados, los momentos de alegría o esparcimiento que podemos financiar con ellos. También nos recuerda que el dinero es, al fin y al cabo, algo arbitrario: una convención social que tiene valor mientras quien lo dé y lo reciba estén de acuerdo en que vale lo que dice valer. Los billetes de tres mil no son la única denominación que ha hecho y puede hacerlos por encargo. Tiende a hacerlos de cifras redondas (tres mil, 70 mil, 30 mil), pero también podría hacerlos de otras cifras más esotéricas, de 51 o 52 o 55 mil, o de 21 o 22 o 25 mil. Si alguna de esas cifras les llama la atención podrían hablar con él. Si los lectores quiere cambiar estos billetes impresos en la revista por los que hace Antonio (pagando además tres mil pesos, claro), pueden escribirle a antoniodiez@hotmail.com o llamarlo al celular 314 722 0853. Como buen cambista anarquista, Díez comparte con gusto el pequeño caos que crea en su casa. 78


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Y, ahora, de dos mil Manuel Kalmanovitz G.

Cuando se estableció que esta revista iba a ser sobre dinero, tenía un billete de dos mil pesos en la mano. No me la paso con billetes de dos mil pesos en la mano; en general los guardo en mi bolsillo, con otros billetes y monedas. Pero lo llevaba en la mano y me dije y le dije al billete también: “billete de dos mil, ¿qué puedes decirme sobre tus hermanos billetes y sobre todo eso que existe alrededor de ustedes?”. El billete me contestó: “escriba sobre cómo funcionan las cosas, sobre el recorrido que hacen los billetes en su persona. Eso es interesante porque cada quién tiene su manera, se lo digo yo, pobre billete de dos mil, que he pasado por cientos y miles de bolsillos y manos y frentes y hasta orejas”. Era un billete ingenioso el que llevaba en la mano. Y aunque noté que me trataba de usted cuando yo lo tuteaba, fui dócil y empecé a hacerle caso y a poner por escrito ese pasaje: Llegan los billetes a mí del banco o del cajero del banco. Los pongo en la billetera. Luego, cuando los gasto, se van al bolsillo delantero. Luego se transforman en billetes cada vez más pequeños. En esa etapa viven una orgía democrática de baja denominación que dura hasta que se van a otros bolsillos o a cajas registradoras o se convierten en monedas que guardo en una ollita de cobre. “Pero eso es muy aburrido”, me dijo el billete, un poco decepcionado del dueño que le tocó. “Y el dinero es emocionante, vibrante, lleno de posibilidades. ¿Para qué hacernos parecer como unas cosas que van del banco a bolsillo trasero, a bolsillo delantero, para terminar luego en una ollita de cobre? Si el dinero es mucho más”. Yo asentí. Sí, era más, pero ¿qué más? Ahí estaba la dificultad. Porque el dinero no es nada. Es la posibilidad de algo más no el algo mismo. Mis ingeniosos dos mil pesos podrían comprarme un par de chocorramos y una gaseosa. O un pedazo de pizza. O una empanada. O una camiseta ligeramente usada en un mercado de las pulgas. 81


También podría comprarme un lápiz de color con el que podría hacer un dibujo hermoso. Quizás un dibujo del mismo billete de dos mil, sólo que más hermoso, por ser un dibujo. Al mismo tiempo, esos dos mil pesos también podrían comprarme un paquete de curitas para tapar una herida. O un jarabe para la diarrea. O algo para el dolor de cabeza o la indigestión. También podrían pagarme un pasaje en bus para ir a ver a un amigo o a un familiar. Podrían salvarme la vida. Si me fueran a asaltar y se los diera a los criminales, podrían decidir no matarme. Quizás, en su decepción por recibir un billete de tan baja denominación, igual me acuchillarían, pero tendrían cuidado de hacerlo sólo en un punto no vital (después de todo, sí les había dado dinero). Así, alcanzaría a llegar al hospital antes de desangrarme. Entonces podría salvarme la vida. El billete de dos mil sonreía mientras yo le decía esto, porque ya sabía todo. Por eso hacía sus preguntas con esa mezcla de arrogancia y humildad que tienen las cosas (y personas) que saben exactamente cuánto valen. En cambio, las personas y cosas que no están seguros de su valor, que pueden ser más caros que el oro o más baratos que un puñado de mugre, preguntan las cosas de otra manera, más incierta y dudosa. Porque viven el mundo de otra manera. Quienes no saben su valor reciben todo lo que les den como una bendición del cielo. Para ellos ningún pago es justo. Les pagan más de lo que merecen o menos, porque nunca están seguros de lo que merecen. Hablan con colegas para ver cuánto es lo que paga el mercado y están contentos con recibir eso. Pero no es porque sepan que ese es el valor de lo que hacen, no. El dinero es para ellos una prueba tangible de que existen en el mundo. Porque los que no saben su valor corren siempre el riesgo de sentirse afuera del mundo. Si lo que hacen no tiene precio, ¿tiene valor? En este punto de nuestra conversación, mi billete de dos mil, a pesar de su ingenio y sagacidad, comenzaba a quedarse dormido. Pero no se lo reproché. El interés de los billetes por los pensamientos ajenos sólo llega hasta cierto punto, eso está claro. 82


Galaxias Carolina Sanín

Esto es sobre una persona que sufre enormemente. No sufre siempre, sino en días señalados y separados entre sí por varios días. Pero cuando lo está haciendo, lo hace enormemente. Lo hace en redondo, aunque redondo no sea la palabra apropiada para ese sufrimiento erizado de picos y puños. Y palos sobre palos. O quizás sí sea apropiado decir redondo, si es por vía de la figura de un planeta. Pues esa pena es como un planeta sin sol y solo. Tan moliente es, y tan inmotivada, 83


que se puede decir, como acabo yo de hacer, que sufrir es algo que la persona hace y no sólo que sufre. Ella no padece porque le haya sucedido una desdicha: porque haya desaparecido quien la quería, o porque se haya quedado sin trabajo, y ni siquiera por una falta como la de haber perdido de vista qué sabores le gustan más que otros o haber perdido la imagen mental de un paisaje bonito, visto desde arriba. Padece más que eso, y sin objeto, y casi con el deseo de un objeto por el que penar, o de su ausencia. En su pena, la persona está vivísima. Da vueltas sobre sí: como un motor, como un planeta. Está vaciada de imaginación. Colmada de pasión sin imaginación. Hasta el borde y sin poder acabar de rebosarse. Su sufrimiento es imposibilidad de verse en otro lugar. Llega con el día y es un derrumbe de la aceptación. Ella se revoluciona. Y como no tiene fuente, el sufrimiento sufre también su propia vergüenza de ser por nada. Rabia y vergüenza, pues, mordientes y centrífugas. La persona siente, en sus días de pena, que hay algo que se le oculta. Le parece que eso que se le oculta no es otra cosa que su realidad y su destino. Su destino y realidad verdaderos y en lo oscuro son lo opuesto de cuanto ella, en los demás días, ha querido creer que son. Sufrir así es sentir la realidad innegable de la ocultación de la propia vida. En uno de esos días de pena, la persona intenta hacer algo adicional a penar. No puede imaginar una casa, una compañía, una orilla a donde transportar su corazón. Resuelve pensar en dinero, en mucho dinero. En cantidades de dinero que no podría decir. Números que no sabría leer. Cantidades de algo que no tendría que imaginar, que no podría imaginar, pero en lo que puede fijar la atención. Solamente una gran cantidad. Ha empezado a pensar en todo ese dinero cuando se detiene a preguntarse por qué está recurriendo a él: si acaso el dinero es tranquilo y más presente o más ausente que cualquier otra cosa; si el dinero aliviará su sufrimiento por tener su oro el color del sol o por ser su sonido el de una campana. Pero se responde que no es un contraste lo que quiere ver. Se pregunta si la multiplicación del dinero aspira a la plenitud, y si esa plenitud es el contrario de su sufrimiento; si no 84


será que éste es pobreza. Pero sabe que su pena no se siente como poco sino como confusa llenura. Y, nuevamente, no es compensación lo que busca. No quiere contrarrestar, quiere sumar más y más. Busca concebir todo el dinero del mundo, porque el dinero unido y solo, y que no se convierte en nada, se acerca a lo que siente. No espera, entonces, que el dinero pensado la detenga, ni siquiera que la interrumpa. No va a esperar. Propone entretenerse pensando que todo el dinero que cabe en el mundo, es decir, que no cabe (toda esa inmaterialidad material, ese espíritu opuesto al espíritu) es la representación de su vida y su destino sustraídos, verdaderos. Se propone la ilusión de ver su pena en la figura de todo el dinero posible, al tiempo que no puede imaginar nada. Se propone hacer dinero en la mente no para deshacer su sufrimiento sino para pasar por él, para pasar el tiempo de él. Se detiene en este desvío de preguntarse para qué va a pensar lo que ha resuelto pensar, y toma el camino de regreso que la lleva al inicio del ensayo de pensar en dinero. Hace poco vio la frase “Mi padre es muy rico”. O quizás fue “Mi papá tiene mucha plata”. Recuerda que la frase la incomodó. No conoce a la persona que la escribió (fue un corresponsal que le envió una carta en la que se le presentaba). Puede mirar la frase y preguntarse si constituye un desafío o una confidencia. Puede preguntarse qué lleva a alguien a hacer una afirmación así. Puede formular todas las preguntas que puede, pero no puede siquiera intentar responder una, pues, para hacerlo, tendría que asumir el lugar de quien ha escrito la frase, y ponerse en otro lugar es algo que, en días de sufrimiento, se le escapa. Se repite, entonces, la frase una y otra vez, tratando de distinguir sus partes y cambiando unas por otras. Así pasa un rato, en oración descentrada. Y regresa otra vez al lugar inicial: a la propuesta de pensar en mucho, mucho, mucho dinero para pasar por donde está. Recuerda que cuando vivía en otro país tenía miedo de morirse. Temía estar gastándose. No hace la reminiscencia de ese sentimiento, pues no puede ponerse en otro tiempo. No puede reproducir la sensación, sino sólo recordar que la advirtió, y recordar también que creyó darse 85


cuenta de que si sus vecinos le temían tanto a la muerte, esto se debía a que usaban tarjetas de crédito. Recuerda que pensó que sus vecinos se endeudaban y con ello prometían sobrevivir hasta pagar, que es una promesa que nadie puede cumplir. El precio de prometer mentiras era ese miedo. Ahora, en cambio, en este día sufrido, siente que no tiene vecinos. Lo siente como si lo supiera. Ha pasado un minuto pensando en eso, cuando el pensamiento de dinero se convierte en uno de fuegos artificiales. Es el último día del año y hay explosiones en el aire. La persona que sufre piensa en todo el dinero del mundo, que es como los destellos de la pólvora. No ve la pólvora, sólo oye el estallido, y decide que el número de chispas de la celebración, el número de fuegos momentáneos, es equivalente al número de unidades de dinero que existen. Cada chispa equivale a cada dinero. O, mejor, el dinero se cuenta en chispas. 1000000000000000000000000000000000000000000000000 000000000000000000000000000000000000000000000000000 00000000000000000000000000 chispas es el dinero que cabría en el mundo. Un número redondo, como un planeta, que no sabría leer: no sabe leer el fuego ni sabe leer la riqueza del mundo, la gran riqueza del padre ajeno. En caso de que probara, tendría que leerlo así: uno cero cero cero cero cero cero cero cero cero …. chispa por chispa, ninguna chispa por ninguna chispa. En eso se consume otro minuto. La persona entra en Internet a la página del banco donde tiene una cuenta, y entra en su cuenta y mira la lista de sus movimientos bancarios: los retiros por cajero electrónico, la consignación de su salario, las deducciones impositivas, las transferencias de intereses. Lee el saldo, que ha aumentado y decrecido como un satélite, y ve que puede leer la columna de cifras sin repetirse las letras en la cabeza, como siguiendo una columna de humo. Piensa que tiene un padre rico. Pero no lo imagina. ¿Lo supone, lo cree, lo miente sin imaginarlo? Lo nombra, se lo declara a sí misma: Mi padre no es mi padre. Mi padre verdadero, que no existe, posee una gran fortuna. Y sigue mirando las cifras, que le calman la ansiedad de no poder ponerse en otro lugar, de no poder ver nada que no tenga delante, ni siquiera a su nuevo padre. A través de la cantidad habla 86


con él. Es como si hablara con él. (Decir “como sí” no equivale a imaginar. Hacer de cuenta no es lo mismo que concebir una imagen). No sabe de qué conversa con su padre, sólo hay cuentas, dinero por aquí, dinero por allá, que si existe no se ve y si no existe tampoco, pues está en el banco y es para siempre la forma cambiante de un número. Se le ocurre definir más la presunción (que no es imagen y no está en la imaginación) y resuelve (no imagina: dice) que con ese dinero su padre, que es también cliente del banco, ha hecho unas inversiones y se ha hecho riquísimo. Después ha muerto y le ha dejado a ella toda su fortuna. Ella, que nunca ha sido rica y que tampoco ha sido lo contrario, sabe ahora (no lo ha imaginado; lo ha encontrado) cuál es la mejor manera de ponerse en otro lugar: recibir una herencia de alguien a quien no se ha conocido. Recibir lo propio: no un regalo sino un relevo. Entonces suspira, respira largo, hace que entre en sus pulmones un poquito más de aire que en una aspiración normal. Deja atrás el ensueño del padre y levanta los ojos de la pantalla bancaria. La pena no ha pasado. Parecería que no ha acabado de pasar un minuto desde que empezó a pensar en dinero. El tiempo, como siempre, ha ganado. O el tiempo, como siempre, ha perdido. O no ha sido un combate entre tiempo y dinero sino una operación financiera nula lo que ella ha hecho con su día de sufrimiento. Es la noche de año nuevo, de año viejo. No celebra con gente el 31 de diciembre pues siente ganas de llorar al ver que las personas se desean unas a otras un buen año de cosechas; prosperidad, más dinero. Quiere llorar cada año, aunque la última fecha no caiga en día de sufrimiento. Piensa en el tiempo que pasa, pero no sabe qué pensar. Se le ocurren las galaxias. No las recuerda exactamente, ni las imagina, precisamente. Se pone a hacer galaxias, con los ojos cerrados, y aunque en eso tampoco pasa el sufrimiento, siente —como al hacer dinero y al hacerse un padre— que ha encontrado algo para hacer sentada, para hacer tiempo mientras se siente en aquel planeta sin sol y mientras sabe que sólo se detendrá su pena cuando acabe el día, que por esta vez es también el año. 87


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Luis Fernando Roldรกn

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Investigación de un diario de gastos Catalina Holguín

Me encuentro una libretita cuadrada, de hojas verde lima, con anotaciones sistemáticas de gastos diarios de dos periodos del año 2011 entre agosto y octubre que suman un total de 40 días. El viernes 23 de septiembre, el mismo día en que cayeron a la tierra los restos de un satélite no operativo de la NASA, en que se registró un temblor de 4.9 grados en la escala de Richter en Veracruz, México, en que la Lotería de Medellín cayó en el número 4014 de la serie 221, ese día el dueño del cuadernito registró los siguientes consumos: 23 de Septiembre Vivienda Comida Transporte Entretenimiento Transporte Transporte

Cera para pisos Almuerzo Taxi 63 con 13 Cerveza Taxi Rosales Taxi Macarena

$5,500 $40,000 $5,400 $12,000 $4,000 $8,000

Subtotal

$74,900

El promedio de gasto diario durante el periodo registrado asciende a $82.431 pesos, pues aunque algunos días el gasto es breve, otros días, la cuenta suma casi un salario mínimo mensual. 3 de Octubre Otros Transporte Transporte Comida Comida Comunicaciones Entretenimiento Entretenimiento Entretenimiento Entretenimiento 90

Médico Ojos Bus Taxi centro Almuerzo Av. Jiménez Café Juan Valdez Impresiones Regalo Rafa Ron Libros Tapas y vino Subtotal

$170,000 $1,400 $12,000 $21,300 $5,000 $6,000 $35,000 $40,000 $69,000 $60,000 $419,700


No está anotado el costo del arriendo, de la salud y las pensiones, ni el cargo fijo del celular. Sólo el vaivén diario de ir a un sitio, almorzar en otro, una cerveza en algún lugar, y volver a un apartamento en el centro de la ciudad. Un resumen rápido indica mucho taxi, mucho restaurante, lácteos (yogurt y queso), cerveza y whisky. Aparte de unos cuantos libros, un gasto exorbitante en droguerías y un abono de $300.000 a una tarjeta de crédito, ninguna cifra sobresale particularmente. Acá el resumen de gastos de los cinco rubros principales del gasto: vivienda, comida, transporte, entretenimiento y un misterioso “otros”: $830,850 $63,200 $705,000 $882,300 $473,000

Comida Comunicaciones Entretenimiento Otros Transporte

$341,000

Vivienda

El registro cesa un viernes 7 de octubre, día en que la libretita pasó a mis manos. Es increíble cómo un listado en apariencia frío y objetivo es más parecido, y quizá más cercano, a un diario íntimo. Miremos este día, por ejemplo: 21 de Septiembre Transporte Transporte Comida Transporte Comunicaciones Entretenimiento Entretenimiento Transporte

Taxi Javeriana Taxi Ricaurte Aromáticas Taxi Calle 85 Impresiones Libro Zambra Whisky BBC Taxi Macarena Subtotal

$4,500 $9,000 $2,200 $10,000 $6,000 $49,000 $80,000 $3,000 $157,700

Imagino que el dueño de la libreta se llama Juan. Veo a un Juan seguro de sí mismo, ejecutivo, confiado. No teme tomar taxis en Bogotá. Al revés, parece disfrutar del poder que le dan para moverse, 91


sin pestañear, del Ricaurte a El Retiro. Juan parece vivir en la Macarena (el destino más recurrente), y se mueve por la ciudad como si fuera un visitador médico. Va a la Javeriana (inmediaciones de la calle 45), luego retorna a la entraña obrera del Centro y de ahí a la entraña comercial de la clase elegante: la calle 85. Pero Juan, que es muy diligente con su diario de gastos, reporta una aromática. Probablemente tenía una cita en alguna panadería del Ricaurte con una persona. Debió ser una reunión rápida, una reunión en la que se transaron negocios o se pactaron arreglos rápidamente y sin mucho drama: tomándose una agüita de hierbabuena. El regreso de Juan al norte muestra un cambio dramático en sus consumos: un libro y una cuenta jugosa en el Bogota Beer Company (quizás el de la 85 con 13). ¿Acaso Juan fue a algún cumpleaños y llevó un libro de regalo? ¿O salió muy temprano del Centro y se compró un libro en el Norte mientras esperaba a que iniciara el convite nocturno en la BBC? ¿Por qué el taxi a la Macarena es tan barato? ¿Compartió el taxi esa noche? Es posible, pues el cargo mínimo nocturno en Bogotá es de $4.900 pesos. Pero si Juan fuera, por ejemplo, un detective privado y estas anotaciones del 21 de septiembre fueran un registro de gastos laborales, este mismo día se transformaría en otra cosa. Los desplazamientos sin lógica geográfica podrían explicarse si imaginamos a Juan en proceso de seguir a alguien, cosa que no es tan fácil de hacer desde un bus. Sus aromáticas no serían el acompañamiento de una breve transacción de negocios sino la excusa para esperar en una tienda del barrio, un pretexto para hacer tiempo y luego volver a salir rápidamente al Norte. No en Transmilenio (es importante recordar que hay una estación sobre la Carrera 30 con calle 9) sino en taxi, a una zona a la que fácilmente una persona sin afanes podría llegar en el metro tercermundista cachaco. El libro podría ser una excusa para entrar a una librería, o un accesorio para disimular la espera en una banca de un parque, y el gasto en la BBC una invitación. ¿Acaso una invitación a un soplón de estrato seis? ¿O un desliz de última hora que Juan, deshonestamente, anotó como gasto laboral? ¿Por qué, entonces, olvidó disfrazar el costo del taxi compartido a La Macarena? ¿Qué clase de detective mediocre es Juan? 92


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Índice Carátula: Kevin Mancera. Sin título (Juan Mejía) 2–3 Huesos (Juan David Correa) 4–7 Dow Sky (Milena Bonilla) 8-9 Gematría (Javier Moreno) 10-11 Anti-becas (Silvie Boutiq) 12 Sin título (Andrés Felipe Uribe Cárdenas) 13 Uña arrancada (Samuel Butler) 14–15 Dinero (Philip Larkin) 16-17 Un peso oro (Mauricio Rico) 18–21 El sudor de su frente (MKG) 22-23 Banco chino (Javier Fabregas) 24–25 Dinero por nada (Salomón Kalmanovitz) 26–27 Sin título (Jhonny Casilimas) 28–29 El pescador de académicos (Andrés Roldán) 30-31 Millonaria (Lina Caro) 32 Tira cómica sobre un diamante y el sol (Camilo Calvetti) 33-35 $ (Ana Conda Montes) 36 Sin título (Sara Ramírez Guerra) 37 Ideas sueltas sobre el dinero (Luisa Roa) 38-39 Sin título (Nicolás Consuegra) 40-41 El capital (Martín Duque) 43-44

Breakdance Dollar (Valeria Giraldo) 45 Odio trabajar (Joaquín Gómez) 46-48 Sin título (Javier Fabregas) 49 económicas (Alexander Ríos) 50–51 Sin título (Carlos Alfonso) 52-53 Estar sin plata (Francisco Barrios) 54-55 Sin título (Inti Guevara) 56–57 Cinco centavitos (Alain de Beaufort) 58-64 Sin título (Natalia Sorzano) 65 Fotonovela 66–67 La muerte de Pablo por Fernando (Francisco Toquica) 68 Dinero Matera (Catalina Renjifo) 69-71 El dinero sucio se lava en casa (Carlos Alfonso) 72–73 Mil pesos (Pilar Gutiérrez Llano) 74-76 Sin título (Paola Gaviria) 77 Billete de tres mil (Antonio Díez) 78–80 Y, ahora, de dos mil (Manuel Kalmanovitz G.) 81–82 Galaxias (Carolina Sanín) 83-87 Sin título (Luis Fernando Roldán) 88-89 Investigación de un diario de gastos (Catalina Holguín) 90-93 Rodrigo D (2:34) (Humberto Junca) 94 Contracarátula: Sebastián Mejía.

Revista Matera. No. 5. II semestre 2011. Issn: 2145-9746 Matera se publica en Bogotá, Colombia, dos veces al año. Su director y diagramador es Manuel Kalmanovitz. 96

Escríbanos a la calle 62 #9-23 o al email revistamatera@gmail.com.




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