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Andrés Cárdenas Matute Director Ana María Pozo Editora General Vladimir Stoikov Pablo Jarrín Andrés Cárdenas Matute Ana María Pozo Consejo editorial María José Rodríguez Ilustraciones Sara Belén Cevallos TheSa Design Diseño y diagramación Patricio Cárdenas Diseño web
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Colaboraciones: Pablo Torres Aguayo Estudió Comunicación y Literatura. Colabora en varias publicaciones culturales. Bajo un pseudónimo, mantiene con regularidad variable un blog sobre crítica literaria. Dennise Carrera Estudiante universitaria de la Universidad de los Hemisferios (Quito-Ecuador). Andrés Cárdenas Matute Estudiante universitario, columnista y editor. Ana María Pozo Licenciada en Filología Hispánica por la Universidad de Navarra. Profesora universitaria e investigadora de la Asociación de Academias de la Lengua.
Braulio Fernández Biggs Profesor de Literatura. Doctor en Literatura por la Pontificia Universidad Católica de Chile. Director del Centro de Estudios Generales de la Universidad de los Andes. (Santiago-Chile). Christian Arteaga Profesor e investigador universitario. Publicó el poemario El destierro nunca será el mismo (2005) y varios artículos dentro y fuera del país. Sus textos aparecen en diversas antologías. Carlos Andrés Vera Director de cine y editor de la revista SoHo en Ecuador. María Laura Holguín Estudiante universitaria de la Universidad de los Hemisferios (Quito-Ecuador). Diego Alejandro Jaramillo Decano de la Facultad de Artes y Humanidades de la Universidad de los Hemisferios. Máster en Literatura Latinoamericana por la Universidad de Massachusetts y Doctor en Historia del Arte por la Universidad de Harvard. Autor de varias novelas. Fernanda Bruna Estudiante universitaria de la Universidad de los Andes (Santiago-Chile). Daniel López Jiménez Decano de la Facultad de Comunicación de la Universidad de los Hemisferios. Doctorando en Sociedad de la Información y Sociedad del Conocimiento en la Universidad Oberta de Cataluña. Ha publicado numerosos artículos científicos y coautor de dos libros sobre comunicación. Juan José Rivera Estudiante universitario de la Universidad de los Hemisferios (Quito-Ecuador). María Belén Gaibor Estudiante universitaria de la Universidad de los Hemisferios (Quito-Ecuador).
EDITORIAL
Ache
no es una revista de crítica literaria o cinematográfica. Está lejos de ser una revista académica con colaboradores enviando sus textos desde despachos de bibliotecas de universidades gringas y europeas –aunque los haya-. Tampoco es un blog con muchos administradores en el cual se derrama cualquier bilis o limosna. No es una revista de especialistas destinada a profesores y estudiantes pacientes que ya hayan ojeado libros de guión o de teoría literaria de mil páginas. Pero Ache tampoco es una de esas revistas cuyos artículos combinan perfectamente la reseña de Wikipedia con la primera impresión que una obra trajo a la cabeza o a los sentidos. Ache no usa palabras como diegético, ayámbico y semiosis. A lo mucho nos atrevemos con poética. No roba fotos de Google ni publica siempre al mismo viejo de barba, boina y mirada grave. Ache ni siquiera es el nombre de la octava letra del abecedario, pues los académicos han apostado por uno más ilustre: hache. Es la letra apócrifa que se perdió de la grafía académica: es el silencio de aquella letra que perdió su sonido como tantas otras cosas se han perdido a lo largo de la historia. Es el sonido generalmente ausente en las palabras ahogado, exhausto, alhaja, inherente. Es también el ejemplo común de los profesores de tercero de básica para ilustrar la mudez y se vuelve el círculo rojo con el que corrigen los desaciertos de tantos estudiantes en nombre de la ortografía. Ache, h, es la silla desde donde escribimos. Es el elemento imprescindible para escribir historia, construir hitos y hacer tropezar a héroes. Si algo queda de lo que no es y de lo que es, eso es Ache. Ache es esto. Punto.
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LA ESCRITURA HOSPITALARIA
SECCIÓN TEMÁTICA
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DE JULIO CORTÁZAR: Pablo Torres Aguayo
El
arte y el nosocomio
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n los bolsillos siempre l evaba un cordel, que luego se convertía en juguete. Julio Cortázar nació bajo el signo de quien se queda al margen de la consecución de fines útiles, de la costumbre, viviendo la realidad desde el otro lado. Nunca se rigió por las leyes, prefería las excepciones. Enfermizo empedernido, le atacaban el asma y las roturas de huesos. Era frágil como una paloma. Eso le hizo pasar mucho tiempo en cama: la lectura y la escritura fueron sus grandes descubrimientos, y así dio vuelta a la página. Julio recuerda en el programa A fondo, conducido por Joaquín Serrano, que había empezado a escribir
una novela a los ocho o nueve años. Esto le contó su madre, y ella la “guarda celosamente a pesar de mis desesperadas tentativas por quemarla”. Leía tanto que algún médico l egó a recomendarle leer menos durante cinco o seis meses y salir a tomar un poco más de sol. Pero para él escribir era divertirse, y leer era organizar la vida. Poco a poco, el niño que fue víctima, de grande pasó de largo las enfermedades y los miramientos. De ahí nacieron héroes inestables como Johnny Carter, el perseguidor, Horacio Oliveira, el memorable intelectual decadente de Rayuela, y una serie de personajes de segundo orden que adornaron sus numerosos cuentos, como Pablito, el enfermo que se enamora de la enfermera Cora, o el mismo Lucas, en los relatos autobiográficos del libro que l eva su nombre. Sin embargo, el personaje principal, cuando se trata de hospitales, es el mismo Cortázar, y lo registró en Un tal Lucas, li-
sillón y otros muebles donde pondrá una margarita, flor de la que se deshace al final del relato porque no es de su agrado. En el segundo texto, Lucas se adentra en un viaje en la ciudad para encontrar algunos enseres necesarios que solicita Sandra, l amada también Osita. bro que contiene dos relatos hospitalarios. En el primero, el enfermo es Lucas, que se divierte exigiendo a las enfermeras la colocación de un
Osita, asombrosa coincidencia o no, en Los autonautas de la cosmopista, es Carol Dunlop, la tercera esposa de Cortázar, quien también sufriría los estragos de la mala salud. Ella murió apenas unos meses después de haber terminado el viaje de 33 días que hizo la pareja desde París a Marsella, obligando a Cortázar a terminar el libro por su cuenta. Jorge Enrique Adoum, en Desencuentros con Julio, relata que en septiembre de 1982 una universidad en España quiso rendirle un homenaje a Cortázar entregándole una medalla, pero “Julio no pudo asistir atado como estaba a la cama del hospital de su mujer”. De esos días, Cortázar complementa la historia diciendo que la “Osita empezó a declinar, víctima de un mal que creímos pasajero porque en ella la voluntad de la vida 3
era más fuerte que todos los pronósticos, y yo compartía su coraje como siempre compartí su luz, su sonrisa, su enamorada vivencia del sol, del mar y de la esperanza en un futuro más hermoso”. Lamuerte de Carol solo es la punta del ovillo que desataría una polémica internacional. Dos años después Julio Cortázar murió de leucemia. Esa es la versión oficial. En el libro de Los autonautas, la Osita escribe: “Contrariamente a la mayoría de los animales de la especie, el Lobo blanco presenta una brecha en sus defensas inmunológicas, por la cual pasa el mundo”. Cristina Peri Rossi dice que esa brecha se debe a que Cortázar murió de sida. Pero eso ya no importa, porque no cambiará en nada el curso de la historia. El último round del escritor. Eso sucedió un 12 de febrero. Dos meses antes Cortázar fue un huésped semanal de los hospitales. Estaba “malhumorado harto de venir arrastrando tres años de alergias y seis meses de leucemia y otros trastornos”. Adoum le preguntó cómo estaba, Julio respondió “mal como de costumbre”. Ese día de febrero, a las 5 de la mañana inició su regreso solitario a la nada. Desde esa hora estuvo muriéndose hasta que al mediodía un doctor le inyectó un veneno para que no siga sufriendo.
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La estadía de Cortázar en el hospital recuerda la de Pablito, en el cuento “La señorita Cora”. El detalle de los proced-
imientos, la descripción de los síntomas y el proceder de las enfermeras, permiten entrever que el narrador es muy versado en asuntos hospitalarios. En ese tiempo Cortázar no sospechaba ni de su larga enfermedad ni de su dolorosa agonía. Solo se dedicaba a escribir con seriedad sobre juegos de niños. Por eso, Vargas Llosa dice que no es coincidencia que su novela más ambiciosa l evara como título Rayuela. En este libro nuevamente aparece el escritor con sus manías, sus miedos y sus debilidades. Cortázar escribió el desenlace durante varias semanas en un estado febril, casi alucinado, sin saber siquiera si era de día o de noche, l evando al límite su cordura. En el final de Rayuela aparece el laberinto de cuerdas que confinó a Horacio Oliveira en un refugio mental por la inseguridad que representaba el mundo. Los mismos piolines que el escritor coleccionaba para hacer juguetes, esta vez se transformaron en las armas secretas para l egar al cielo. Cortázar ya sabía el precio, y no dudó en cambiar de página para convertirse en su obra maestra.
Dennise Carrera
Una
L
falta
a enfermedad, vista como un desorden de carácter netamente patológico, puede presentarse en sus más amplias formas y tocar la puerta de quienes muy probablemente no la l aman. La locura, como tal, actúa de la misma manera. La insania mental, por sus posibles consecuencias negativas dentro de la sociedad, requiere la internación del paciente en un instituto que cumpla con determinadas características para la recuperación parcial o total de la persona. Según un estudio realizado por Erving Goffman, sociólogo y escritor norteamericano, todas las personas internadas en institutos psiquiátricos, a los que él denomina instituciones totales, sufren un proceso de asimilación a una nueva cultura: la cultura del internado o del enfermo, en donde este es despojado de sus pertenencias, de su privacidad y, finalmente, de su rol e identidad en la sociedad, lo que le obliga a adaptarse y a entregarse de l eno a la cultura definida por la institución total.
de ortografía
PARANOIA:
LA
Desde esta perspectiva, Torcuato Luca de Tena logra representar en su obra literaria Los Renglones Torcidos de Dios la vida de un grupo de internos con deficiencias mentales. Esta novela de suspenso presenta una historia que gira en torno a la incertidumbre de la sanidad mental de Alice Gould. La protagonista del libro se interna voluntariamente en un hospital psiquiátrico para resolver un caso de homicidio. Sin embargo, ella padece de la enfermedad que se conoce en el área de la psicología como paranoia. Es un trastorno delirante que provoca la creación de una realidad paralela, lo cual le l eva a pensar que es una 5
gran detective. Durante su estancia en el hospital psiquiátrico, Alice Gould conoce a los demás internos, a quienes se les denomina como “las faltas de ortografía de Dios”. La narración de Luca de Tena presenta, sobre todo, ese rasgo de humanidad e inocencia en los pacientes con disturbios mentales, quienes tienen que sufrir maltratos físicos y psicológicos por parte de los doctores o enfermeros. Este aspecto está ligado a las explicaciones de Goffman sobre las instituciones totales, pues él explica que dentro de los establecimientos psiquiátricos se figura la necesidad de una jerarquización entre el personal y los internos, otorgando así el poder de dominación y de sometimiento a las personas encargadas del cumplimiento de normas, que en este caso serían los personajes con categorías superiores a los enfermos. Es importante tomar en cuenta el proceso de aceptación de la enfermedad que sobrelleva la protagonista. Cuando esa frontera entre la cordura y la locura es finalmente cruzada por Alice Gould, el lector puede captar, casi al instante, la dependencia creada entre la protagonista y el instituto psiquiátrico. De acuerdo a las afirmaciones de Goffman, el cumplir un periodo determinado de tiempo dentro de estas instituciones totales hace que el interno se deslinde de su papel en la sociedad y lo l eva a refugiarse en aquello que le resulta familiar, conocido y, paradójicamente, acogedor. 6
Al tratar un tema que se repite tantas veces dentro de la literatura surgen algunas preguntas. ¿Por qué el tema de la enfermedad y, específicamente la enfermedad mental, atrae el interés de las personas? ¿Por qué hacerla herramienta para una narración literaria o para una adaptación cinematográfica? Porque conmueve, sí. Porque impacta, sí. Porque entretiene, evidentemente también. Sin embargo, tal vez la respuesta más acertada sea porque identifica. Cuando el lector logra palpar lo que significa este mundo de la enfermedad, logra identificarse con lo que no padece, con lo que no es. Porque el sentido de humanidad prevalece, porque se l ega a comprender que la enfermedad nunca quita al hombre su condición de ser humano y porque abre una puerta a la posibilidad de poseer una perspectiva comprensiva y contemplativa de una realidad, muchas veces, ajena. Torcuato Luca de Tena consigue transformar la desesperanza de la enfermedad en una obra de arte genuina y humana. Hace que lector viva de carca el mundo imaginario de la protagonista y l egue, incluso, a desear un final favorable para Alice Gould. La obra es producto de una fantasía sobre lo inexistente que encuentra un punto convergente con la realidad, en donde la humanidad del enfermo se aúna con el mayor sentido de aceptación.
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el guardián entre el centeno
“Hizo como si se estuviera concentrando en el juego y de pronto cayó sobre el tablero una lágrima. En una de las casillas rojas. ¡Jo! ¡Aún me parece que la estoy viendo! Ella la secó con el dedo”.
J.D. Salinger
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ASESINA, CONSTRUCTORA DE PERSONAJES Y ESCRITORES Andrés Cárdenas Matute
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s una asesina secreta, muda, perversa. Mató al tipo más inteligente que había conocido. Mató a las tías que vivían conmigo y me regalaban galletas de animalitos. Le jode a mi mamá desde que tengo conciencia de que sufre, y mis abuelos se dedican las 24 horas a huir de ella. Después de tantos años de vida se han dado cuenta de lo único que vale: combatirla. ¿Por qué no nos dejas en paz? ¿Por qué no te cansas? ¿Qué ha hecho esa gente que ha logrado convivir contigo, sonriendo en medio de tus acosos? Eso se ha preguntado el género humano desde que notó que sus fuerzas no eran suficientes. Desde que se dio cuenta de que la enfermedad y los desastres naturales escapaban a su esfera de poder. Por más explicaciones biológicas que demos al origen de los virus, bacterias, bichos y anomalías celulares, la enfermedad siempre será un misterio. Y más en épocas en las que nos acostumbramos a tener las
riendas de una vida programada y a no querer despertar nunca. “Para mí la literatura empieza donde están los enigmas”, piensa Javier Vásconez, uno de los escritores ecuatorianos más reconocidos. Si la enfermedad no fuera enigmática, no estaría en la literatura. La literatura que condensa los anhelos y procupaciones últimas del ser humano. Por eso la peste que asola al campamento griego por haber capturado a la hija del sacerdote de Apolo desencadena la ira de Aquiles. Por eso una epidemia en el pueblo de Edipo lo obliga a autocastigarse al tratar de aplacar la ira de las divinidades. Y pasando por todas las enfermedades de la Biblia l egamos a las enfermedades en Isaacs, Camus, Poe, Solzhenitsyn, Luca de Tena, Delibes, Hesse, Mann, etc. Y es que la enfermedad en un personaje no funciona solamente como un recurso de caracterización que nos ofrece un cuadro sintomático estable con el cual trabajar. O 9
que nos proporciona un enemigo interno con el cual luchar y que origina una subtrama, un obstáculo y una angustia en el lector. No. La enfermedad es un misterio. Un misterio que, como todos, podemos encararlo y tratar de encontrar su razón de ser –si es que todo lo tiene – o esquivarlo, odiarlo, y desesperarse. Para las dos cosas sirve la literatura. Para vivir y para morir. La última novela de Vásconez, La piel del miedo, tiene como personaje principal a un epiléptico. Un niño, Jorge Villamar, que tuvo su primer ataque a los diez años al oír los disparos de su padre alcoholizado, envuelto en odio por ser víctima de una persecución política. Y es él, ya adulto, quien nos narra los recuerdos de su vida, marcados por el miedo y las crisis epilépticas. Una enfermedad incontrolada que no le permitió entablar amistades sanas, que le atacaba cuando quería y que desataba pavor en los que le rodeaban. Enfermedad que lo l evó a esconderse en tugurios y a dedicarse a una vida superficial y sin sentido. Un misterio del cual el Dr. Kronz, mítico personaje de Vásconez, no pudo sacarlo: “Toda enfermedad oculta el origen de otra enfermedad. Por eso cada enfermedad es un laberinto. Son enigmas que no logramos controlar”. El autor padeció epilepsia, y cree que esta ha sido determinante en su vida como escritor. Así describe las sensaciones de los ataques en los puntos cumbres del libro: ese sentimiento de otra persona en su interior que quiere decir algo que él no es capaz, esa desacreditación de las palabras después de una crisis, esa íntima relación de su enfermedad con el miedo de todo lo que le rodeaba. “Algunos pensamientos se atropellaron en mi cabeza y los objetos se alejaron hacia el extremo de la habitación, y me deslicé a ciegas por el túnel hasta caer
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fulminado, mordiéndome la lengua con el sabor dulce de la sangre”. “Cuando estoy bien, las palabras fluyen normalmente, pero cuando me da el ataque, me quedo vacío por dentro. Es como si dejara de verme en el espejo”. Pero Vásconez no ha sido el único escritor epiléptico. De hecho, Dostoievski es famoso por eso. Sufrió su primer ataque a los nueve años, uno antes que el protagonista de La piel del miedo. Y después ocurrieron esporádicamente en su vida, siendo las bases para describir las crisis del príncipe Myshkin en El idiota y de Smerdiákov en Los hermanos Karamázov. Dice Nietzsche que encontraba en las novelas de Dostoievski a “seres enfermos, conmovedores, poseedores de rasgos de sublime extrañeza”. Es que, como dije, la enfermedad no es solo una técnica de caracterización de personajes. Es una oportunidad, literaria y personal. “No hay peor soledad ni peor traición a la vida que una enfermedad”, dice Jorge Villamar. Pero hay otros que no se han subyugado a la amargura y disminución física que conlleva una enfermedad. Eso es notable. Hay casos de gente que convive con ese enemigo que corre por su sangre sin relajar la sonrisa de su rostro. Gente que suele poner su esperanza en realidades metafísicas. Claro, porque ahí no hay mutaciones incontroladas de células malignas ni ataques epilépticos de ausencia. Y esos casos también son un misterio. Pero el misterio de ganarle a la enfermedad. De pactar con esa asesina.
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LA LOCURA Y EL LENGUAJE COMO SÍNTOMA Ana María Pozo
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scribo un texto sobre Bartleby el escribiente de Herman Melville y quiero caer en el lugar común: preferiría no hacerlo. ¿Acaso se puede decir algo sobre un hombre que no hace nada, dice nada, y termina siendo nada? La figura de Bartleby, un amanuense pálido y pulcro que copia silenciosa y mecánicamente los manuscritos de un abogado neoyorkino, ha inspirado numerosos textos que buscan desentrañar el enigma que encierran aquellas palabras que repite continuamente, como las voces sagradas de los antiguos coros griegos: “Preferiría no hacerlo”. Frente a todos los requerimientos de su jefe, un abogado que se considera ante todo un hombre seguro y compasivo –una auténtica promesa del hombre nuevo norteamericano–, Bartleby, con ligeras variaciones, responde de la misma manera: “Preferiría no hacerlo”. Fórmula misteriosa e indeterminada: pálida y pulcra como el propio Bartleby.
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es normal –absolutamente normal, si se quiere– que sus compañeros de trabajo lo empiecen a calificar como una persona de “conducta extraña” a la que “le falta un tornillo”, “víctima de un mal innato e incurable”; es decir: un loco. La figura del copista, entonces, se inserta dentro de toda una constelación de homo loquens que en la palabra o en su postura más radical –sí, el silencio– han imprimido las huellas de su enfermedad.
Podemos recordar al loco más querido de la tradición literaria, Don Quijote. En una acción paralela aunque contraria a la de Bartleby, él estructura su discurso – arcaico y forzosamente literario– mediante la profusión desmesurada de palabras que desean imitar el discurso fantástico de los héroes de caballería. Frente al mundo medieval que se desmorona, Don Quijote prefiere el engaño de ser literatura. Asume las palabras, los sueños que componen su A través de estas palabras, Bartleby se biblioteca, como un signo identitario y cree construye como un personaje-límite, y que las palabras pueden transmutarse en
otro edificio. Bartleby no defiende la semejanza de las palabras con las cosas porque en su vida ni siquiera cabe la posibilidad del delirio. Entonces, ¿cuál es la anomalía que afecta a Bartleby?, ¿por qué sus pa labras de renuncia a cualquier obligación no son palabras contestatarias, sino palabras vida. No distingue la diferencia entre ficción y deshumanizadas, cosificadas en su definitiva realidad. Don Quijote cree en la semejanza y e irresoluble enunciación? A fin de cuentas, ¿cuál es el mundo perverso desde el que él es lo que ha leído. habla y del que nos habla? Por ello, su locura tiene un rasgo que va más allá de su propia imaginación des- Deleuze, en su análisis de la fórmula, ha quiciada y nos plantea también una refle señalado que esta no es una afirmación, xión acerca del lenguaje. El lenguaje, como pero tampoco una negación. En Bartleby constructo literario, no transparenta la reali- las palabras han perdido su función re dad. Ya no se puede creer en lo que se ferencial, la función primaria del lenguaje, lee y la literatura moderna nace como un porque ya no designan objetos o estados signo de interrogación. Por eso las simili- del mundo, sino que designan la ausencia tudes que Don Quijote busca y ve, en la de la voluntad de ser del propio lenguaje. precaria realidad de la España barroca, no Cuando el lánguido copista prefiere no son más que un delirio grotesco y risible realizar una acción determinada, pero no la de lo que defiende: la unidad entre las pa- rechaza ni la acepta, lo único que plantea labras y las cosas, perdida para siempre, es la posibilidad de preferir la nada, lo que no es. En realidad, Bartleby profiere la nada. no es más que objeto de burla. A través de la semejanza, Don Quijote busca Inmerso en la vida utilitaria del capital en la ser palabra. Y a veces nosotros nos reímos. que el lenguaje es también una transacción –después de todo trabaja en un edificio La experiencia de Bartleby supone el ex- de Wall Street cerca de la Bolsa–, cree en tremo de esta misma experiencia sobre el la diferencia hasta el punto que su lengua se lenguaje. Se podría pensar que la locura acerca al silencio. Dicho de otro modo, si la verbal de Don Quijote se ha adelgazado a locura de Don Quijote consistía en encontrar través de la historia: el viajante que versa la semejanza entre un rebaño de ovejas y sobre el mundo fantástico de las palabras las huestes de un ejército, Bartleby, con una se ha convertido en el oficinista inmóvil insistencia estoica, estira la diferencia entre y lánguido, petrificado en un asiento, cuya una realidad y otra, entre leer el manuscrito mirada se pierde en el muro de ladrillos de que ha copiado y empezar a copiar uno 13
aruc
Lo nuevo, hasta el punto en que las dos se pierden en un espacio ambiguo en el que son la misma cosa. Bartleby se enajena en la diferencia y deja de reconocerla y en ese momento se instala en el impertérrito espacio de la nada, en el dintel de creación de cualquier lenguaje, donde todo existe en potencia pero no en palabra: en el caos sobre el que el espíritu de Dios aleteaba, en el silencio. La locura de Bartleby, entonces, se presenta, sobre todo, como una patología del lenguaje, como una neurosis ne gativa del habla porque través de esta no se expresa, ni siquiera, el inconsciente del copista. Nunca supimos nada de él y mientras la historia se desarrolla dejamos de saber cada vez menos hasta que lo único que queda es su fórmula, “Preferiría no hacerlo”; un cuerpo tirado al pie del muro de la cárcel y un rumor: que alguna vez el copista había trabajado de subalterno en la Oficina de Cartas Muertas de Washington, echando al fuego las cartas – de hombres muertos – que nunca l egaron a su remitente. He aquí la semejanza. Bartleby también se convirtió en que aquello que había leído. La voz de un lenguaje- muerte, la muerte del lenguaje, la muerte.
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SPAM
QUÉ LEER?
¿POR Braulio Fernández Biggs
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a literatura no ocupa un lugar importante en el tiempo que dedicamos a cosas distintas del trabajo académico. ¿Por qué? Precisamente el tiempo no parece ser el problema: los deportes, el cine y el teatro, la música o las salidas a pasear o a co mer, son todas actividades de cierto aliento. Tampoco sufrimos carencias de acceso u oferta: cada día se abren más librerías mientras la red nos naufraga en posibilidades casi infinitas. ¿Y el dinero? Salir a comer hoy a un lugar razonablemente accesible puede costar el equivalente a cuatro, cinco o tal vez seis novelas. Un CD de música vale al menos dos. Y en los deportes,
la sofisticación personal (o la vanidad) pueden l egar a gastar el equivalente a una apreciable biblioteca personal. Así las cosas, pienso que el problema tiene causas más profundas. Una de ellas, creo, es que se ha despojado a la literatura de su utilidad esencial: la de permitirnos conocer otras vidas para saber cómo vivir la propia. En efecto, en toda obra de arte –en toda buena novela o poema—subyace una visión del hombre y del mundo. Tras toda construcción, bajo todo el intrincado hilo de una trama, hundido en el miasma de los paisajes más extravagantes o los perso najes más fantásticos, existe y está, por así decir, una manera de ver al hombre y al mundo que le rodea, y que es a la vez una definición o una esperanza. Desde luego, porque ningún autor escribe desde la nada, sino desde su propia y singular pro blemática de ser en el tiempo (aunque la disfrace, por así decir, de diversos modos 15
ción, donde se nos aclarará todo. Más aún: donde habrá definitivamente un sentido –o no—a todo lo que formó parte de nuestro cuento. El éxito del cine contemporáneo tal vez se explique por estas mismas claves: cono cemos historias, otras vidas, cuyo sentido pleno se nos devela solo al final, en la última escena. Nada está completamente resuelto hasta ese momento. Todo puede cambiar.
y grados). Y porque escribe para lectores cuya vida misma es una narración: comenzamos y transcurrimos, y hemos heredado un inevitable punto final. Nuestra vida es una narración, sí, un cuento: tal vez una novela o un poema. Hemingway decía que toda buena historia termina con la muerte. Y así lo hará la nuestra: algún día se nos pondrá un punto final. Y será precisamente all í, como en un relato de fic16
Sin embargo, el cine avanza rápido: no así la lectura. Y aunque en ambos géneros, a diferencia de la vida real, solo se contiene lo esencial de una historia (solo lo que vale la pena contar, lo radicalmente importante), la literatura nos da un respiro que se acerca más a nuestro propio y verdadero relato. Con todo, ¿nuestra vida está constituida solo por lo esencial? ¿Solo por algunas claves o momentos particularmente significativos? ¿Y los detalles? ¿Y las infinitas minucias de cada día, mes o año? Sin duda, y con una mirada puesta en el fin, nuestra vida de 60, 70 u 80 años adquirirá sentido no más que gracias a un año, algunos meses o tal vez diez segundos. ¿Pero estaría-
mos dispuestos a renunciar a vivir esos 60, 70 u 80 años a cambio de aquellos segundos esenciales? ¿Una vida, por así decir, directa al grano o reducida a las escenas clave? Tal vez el desafío esté en convertir cada pequeño y aparentemente irrelevante momento de la existencia en parte de una gran historia, aunque eso ya es otro tema. Con todo, se trata de imaginar la épica de la vida diaria, como tantos y tantos autores lo han hecho. La literatura, decían los antiguos, es espejo de humanidad, espejo de la vida. Deberíamos volver a ella con calma y sin miedo, con cierta curiosidad chismosa de saber lo que ha ocurrido a otros (aunque no hayan existido), como con calma y sin miedo intentamos vivir la novela propia. E intentar curiosear también, y rebuscar y escudriñar: a fin de cuentas, mi personaje favorito debería ser yo mismo.
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¿POR QUÉ ESCRIBIR?:
Breve acercamiento (in)definición
a una posible
Christian Arteaga
de escribir en literatura
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scribir ha sido catalogado como un abono metafísico. Una suerte de vaho determinado para seres extraordinarios de sensibilidad única, mirada ampulosa y no repetida, ideas cuasi heredadas por alguna deidad, imágenes particulares y patrimonializadas por el que escribe. Por tal razón, la literatura por cierto
tiempo –en especial desde los siglos XV hasta el XIX- fue mirada como un embeleso divino del productor que en base a la prestidigitación de su creación escritural podía adjudicar mundos distintos al real, o escudriñar las realidades que debían transformarse en otra cosa. De hecho, nunca fue tomado como un oficio en el sentido de su término, si bien la revolución industrial lo catapultó como forma de trabajo y ge neración de mercancía a escala serial –por ejemplo, diarios y novelas por entrega-, tampoco fue distinguido como manera de 18
obstante, tampoco esto quiere decir que a más mundo mejor escritor o viceversa. Es el mundo interpretado e incluido, excluido y compartimentado, lo que en base a los intereses posibilita construir un texto. Y un texto es todo, incluso el vacío, el silencio. Así, el silencio es el mejor acercamiento a la poesía. La poesía únicamente existe puente entre los posibles contubernios en el silencio, no pervive en el marasmo entre quien escribe y quien lee. de la palabra atiborrada. El poeta Severo Por tal razón, escribir se convirtió en ofi- Sarduy –discrimino para este escrito sus cio de encantadores. La escritura o el acto aportes para pensar lo neobarroco- inscribe mismo de escribir tiene, si se quiere, una en un texto: “Escrito el poema/ la página suerte de metodología, es decir: escribir en blanco”. Es decir, la poesía habita en no es el acto de consignar una opinión el silencio, mientras que la narrativa habita en la hoja en blanco. Eso sería instrumental en lo no sugerido, en el detalle. El Ulises de y poco creativo. Tzvetan Todorov refería James Joyce es el ejemplo: hay diálogos en Crítica de la Crítica que ante la escri- de cucharas, lenguajes inventados por el tura estaba la categoría de ecrivance (no autor, un largo capítulo destinado a la cochay traducción para esta categoría en es- ción de un hígado. pañol), que vendría hacer no solo el acto Como se puede ver, se escribe porque de escribir, sino de configurar el sentido se quiere y cuando se puede se conde la imagen, de lo que se quiere, antes figura una técnica –ni remotamente perde poner en marcha la acción misma de sonal u original- de ritmos y esfuerzos. las palabras. De ese modo, escribir no es Cuando digo esfuerzo, me refiero a la apuntar en un lugar del horizonte, sino es lectura, porque escritura y lectura van a registrar todo el horizonte, pues se parte la par. Cuando más se lee, se puede esdesde el signo en sí mismo. Por tanto, escribir. Y para cerrar esta breve inferencia cribir es ya un todo que no se limita a he de decir, con Blanchot, escribir para no la mera experiencia sensible habilitada por morir. extrañas fuerzas sobrehumanas. ¿Por qué se escribe? Pregunta exorbitante, de lugar común, pero de una validez más que conmensurable, pues no hay una sola respuesta sino que habrá múltiples acercamientos de acuerdo a todo el bagaje del mundo que se cargue en las espaldas. No
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¿POR QUÉ VER CINE? Carlos Andrés Vera
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uentan que la primera vez que una imagen en movimiento se presentó ante un público comercial, esta no pudo contener el pánico y huyó ante la proyección de un tren que se dirigía a cámara. Era 1895, un 28 de Diciembre en el Indien del Grand Café, de París. El cinematógrafo (máquina que servía igual de cámara que de proyector), inventado por los hermanos Lumière, proyectaba una imagen que hoy sería considerada de mala calidad y en blanco y negro. Aun así, logró que la audiencia crea, aunque sea por un segundo, que el tren era real. Ningún otro invento había logrado algo similar. Es por eso que la magia del cine no consiste en ver cómo 24 fotogramas por segundo crean la ilusión de movimiento. La magia es que bastan 24 fotos proyectadas en un segundo para que pensemos y, sobre todo, sintamos, que lo que vemos es real. Han pasado 116 años y lo esencial no ha cambiado: el cine no es un espectáculo. Es una experiencia.
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Como ningún otro arte, el cine logra que el público pueda l egar a creer que su vida es la del protagonista de una película con enormes dosis de intensidad y realidad. Esa cualidad se debe a tres cosas: imagen, sonido y edición. Cuando esos elementos se proyectan en una pantalla y se apaga la luz para enfocar nuestra concentración, el cerebro no distingue la experiencia real de la virtual. Si
nos sumergimos en una historia que l ega y conmueve, vivimos, en la realidad, la experiencia que nos deja esa historia. No hablo de lecciones o moralejas. Hablo de emociones reales: amor, odio, tristeza, inspiración, algarabía. Las mismas emociones que nos genera la vida, las puede ge nerar una película. En solo una hora, podemos aprender alguna lección que por otros medios nos tomaría años. Sí, también lo hacen los libros o la música. Pero ninguno con esa dosis de realidad. En palabras simples: una buena película puede ser una experiencia de vida y lograr que uno aprenda, cambie y evolucione, luego de verla.
de crecer y vivir, veo películas. Y porque quiero cambiar el mundo, las hago. Si el cine, desde su génesis, ha servido para reflejar nuestra pequeñez y grandeza, es la herramienta más poderosa que existe para hacernos más humanos. El cine nos confronta con nosotros mismos y de esa batalla emerge la sabiduría. Y sabiduría es la claridad y la conciencia para hacer de todo algo mejor. Sí, el cine puede cambiar a las personas. Y de persona en persona, a 24 fotogramas por segundo, va cam biando el mundo.
Por eso, porque nunca quiero dejar 21
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A TUS ESPALDAS María Laura Holguín
¿
Es acaso la novelería de la gente por ver una película ecuatoriana en cartelera la que logra que una sala se l ene? No encuentro otra explicación coherente para que se hayan agotado las entradas de A tus espaladas. A lo largo del filme no hay un desarrollo de la trama ni de los personajes ni de nada. Antes de escribir un guión es fundamental definir bien un tema, pero en este caso, el director y guionista Víctor Jara desarrolló por lo menos tres sin concluir ninguno. Podría decir que, de las películas ecuatorianas que he visto, está entre las peores.
motivo, tiene un cambio psicológico que no tiene justificación alguna, puesto que no ha sufrido nada durante el largometraje para que tome la decisión de robar. No entiendo por qué Víctor Jara no se mantuvo con la idea principal: la dolencia social en Quito.
La historia carece de emoción. Los personajes deberían cambiar a lo largo de la película pero “Jordi, la Mota Cisneros”, no sufre ninguno. Por lo único que podría sufrir es por su mala actuación. Es, sin duda alguna, un personaje completamente plano. No se sabe lo que el personaje quiere ni lo que necesita. No se sabe si quiere a la modLa primera parte de la película no es tan elo o la necesita, pero lo que es aún peor, mala: un niño es abandonado por su papá no se sabe si él quiere ser una persona por problemas de alcoholismo y luego que no es o necesita serlo. La ambigüedad por su madre que se va de migrante a puede convertirse en un recurso cuando España. Gracias al dinero que le manda, es intencional, pero este no es el caso. Y poco a poco Jordi va subiendo de clase el final ratifica el problema. El personaje reeconómica hasta l egar a negar sus raíces. cuerda toda su vida y, sin que el público Nada mal. Hasta que Jordi se enamora, entienda muy bien por qué, decide huir con ella le corresponde, y, pum, arte de magia, la el dinero: acción totalmente injustificada. historia toma otra dirección. Jordi, sin ningún 22
El flashback es un recurso utilizado con frecuencia en el cine. Sin embargo, en el momento en que existen ciertas incoherencias en el desarrollo de la trama, se convierte en una herramienta barata para poder explicar con palabras lo que no se pudo decir en imágenes. Un guión es una historia contada en imágenes, pero en este caso, se les olvidó y tuvieron que meter voces en off, monólogos, flashbacks y flashsforwards, para ver si así se podía explicar mejor la película. El monólogo innecesario de Jordi es uno de los más grandes errores. Es una especie de reclamo por las distintas clases sociales, sumamente forzado: parece que hasta el actor tiene incomodidad de hablar. Por otra parte, el monólogo no tiene sentido con lo que ha sucedido antes: Jordi, por penas de amor, se va a tomar en el Panecillo, “habla con la virgen”, reclama el asunto social que se presenta en el Ecuador, y se olvida la razón por la que decidió tomar ahí: la modelo. A tus espaldas es un título que podía haber sido explotado de una forma más sencilla, basándose en la denuncia social. Es cierto que este tema es recurrentemente explotado en las películas ecuatorianas, pero aun así creo que hubiera tenido un mejor resultado. Hablar de cómo la Virgen del Panecillo divide al sur del norte, dando la espalda al primero, podría l egar a interesar a la mayoría de quiteños: por qué se decidió poner a la virgen en esa posición, si tuvo algún propósito o, simplemente, nunca existió ningún tipo de intención. Lastimosamente no fue así. La película decepcionó. Y mucho.
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EL ESTUDIANTE Diego Alejandro Jaramillo Hay cosas que no deberían cambiar… (Chano)
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os que trabajamos con jóvenes, a fuerza de escuchar frases que van desalentando el paso de los años, con frecuencia comenzamos a sentir que la vida es una especie de árbol que se deshoja, un descenso triste hacia la muerte en el que paulatinamente vamos perdiendo las facultades intelectuales, nos limitan las cosas que podemos hacer y el amor se convierte en un sentimiento relegado a los jóvenes. Algunos se sienten más afectados que otros y comienzan a dedicarse a cosas de viejitos, a vestirse como ellos y a pensar como ellos; otros luchan de manera desesperada por mantener la lozanía de la juventud, y usan frases modernas, se visten como muchachos y gastan horas y dinero en el quirófano: “Me ven viejo”, le dice Chano a su esposa. “¿Y cómo quieres que te vean?”, responde ella. Pero en realidad la vejez es un estado en el que seguimos viviendo, descubriendo, amando y sobre todo: sirviendo. 24
Una exaltación extraordinaria a la dignidad y a los valores es la película mejicana El Estudiante, una historia original de Gastón Pavlovich y dirigida por Roberto Girault. Chano, el personaje principal, un hombre de 70 años, decide ingresar a la universidad aprovechando la jubilación, y comienza a formar parte del grupo de jóvenes estudiantes que lo reciben como uno más: eso es el amor, hacer lo que tengamos que hacer para ser dignos del ser amado. Una obra de teatro sirve de eje central para otras historias. “Háganme el favor de ponerse sus máscaras y sean lo que quieran ser”: el embarazo prematuro y la nube negra con la posibilidad de un aborto; el amor puro y limpio de otra pareja que a pesar de su juventud logra encontrar la manera de edificar la relación; uno de los ancianos que tiene a su esposa en estado terminal y prepara para ella una sonata y, por supuesto, Chano y su esposa, que trazando un paralelo con El Quijote de la Mancha (Chano tiene un gran parecido físico,
además refleja la imagen del soñador, cruzando esa frágil línea con la locura) representan lo sublime del amor, una vida l ena de desafíos y contrariedades que han ido resolviendo juntos y la alegría de los hijos que con diferentes perso nalidades y defectos lograrán darle al matrimonio ese toque final que convierte a la vida en un camino simple de felicidad: “Siempre mi consuelo, siempre mi columna, siempre mi esperanza”, (Chano refiriéndose a su esposa). Sin caer en el facilismo holliwoodense y creando una relación directa entre el amor y la ternura, el matrimonio y la com pinchería, la dignidad y la vida, El Estudiante se convierte en uno de los mejores guiones que se ha l evado al cine en América Latina, una película para ver en casa, en clase y en pareja, una apología del verdadero amor: -¿Te imaginas así en cuarenta años? -¿Así de viejo? -No, así de enamorado.
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LA CARRETERA Fernanda Bruna
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l mundo parece sumido en una oscuridad impensada. El panorama se ve difuso para los hombres. ¿Se tratará del fin de los tiempos para la raza humana? ¿Existirá alguna luz de esperanza? La novela La Carretera de Cormac Mc Carthy relata a través de un padre y su hijo la lucha constante en la búsqueda de alimentos y artefactos para sobrevivir. Su objetivo es l egar al sur, paso marcado por una carretera en medio de una tierra desolada y devastada. Todo a su alrededor carece de vida. Pueblos abandonados, ríos sucios y paisajes calcinados. Las cenizas cubren restos humanos y al mismo tiempo matan la esperanza. Se auguran días grises y anónimos para aquellos que han sobrevivido. El trasfondo de la obra está en directa relación con la decadencia humana. En una tierra destripada, erosionada y árida, el objetivo es solo uno: sobrevivir. El ser humano se vuelve caníbal, básico y no escatima en el exterminio de los suyos para asegurar su estabilidad. No hay nada certero. La muerte es inminente. El personaje del padre, hombre sobreprotector, sufre constantemente por mantener con vida a su pequeño hijo. Por mantenerlo alerta y no rendirse frente a este mundo letal. Sin embargo, él parece un alma en pena. “No podía avivar en el corazón del niño lo que en el suyo propio eran cenizas”. La carretera por la que 26
deben caminar a diario, símbolo de la humanidad decadente, es lo único sólido que se mantiene en pie. “Los días se sucedían penosamente sin cuenta ni calendario (…). Diez mil sueños encerrados en el sepulcro de sus reconocidos corazones”. Lo que evidencian en su camino es grotesco y real. All í en medio de todo este festín de negrura, el pequeño inculca en su padre un espíritu de bondad que conmueve. El niño, que se tilda de los buenos, muestra una luz de esperanza. La posibilidad de que este futuro incierto tenga un final imaginable. Dios está presente dentro de sus corazones y es recurrente en esta relación padre-hijo. Se expresa a través del fuego, símbolo de la bondad.
El niño intentaba ayudar a todo necesitado. Veía potenciales buenas almas en medio de la soledad y de la miseria. Cuando al final de la o bra parece todo perdido, el autor nos muestra un giro digno. Un final no predestinado, pero que pone en jaque la interrogante de si realmente esta película de oscuridad y calamidades se traducirá en el fin de los tiempos para la raza humana.
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INCEPTION Daniel López Jiménez
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asta los sueños tienen límite. No porque el género de ciencia ficción del cine permita explorar la imaginación –para aquellos desprevenidos, ilimitada– es posible crear películas del todo verosímiles hasta el punto, no solamente de convencer al público, sino de confundirlo, como es el caso de la película del director y guionista Christopher Nolan, Inception. Para los espectadores comunes, la película Inception o su arbitraria traducción El Origen puede ser no más que otra muy buena película de ciencia ficción o una increíble producción nominada a los Óscares; pero para los críticos que se ufanan de su agudeza mental es inconcebible que no pase de eso. He revisado críticas realizadas en algunos diarios norteamericanos y europeos, y todas coinciden, más o menos, en las posibilidades que ofrece la cinta de entretenimiento sin escenas de sexo, de los cambios de movimiento y ritmo en la narrativa audiovisual, del reparto y el excelente trabajo de los autores. Sin duda, están en lo cierto. Pero considero que la labor del crítico debe ir más allá de lo aparente. Debe realmente acercarse a la intención del guionista, en este caso el mismo director. 28
Debe tratar de comprobar o comprender qué quiso expresar su creador. ¿Inception tiene algo que ver con la película Matrix? Desde luego que sí. Ambas tratan de explorar el mundo de Descartes. El mundo de los sueños donde el genio maligno de su Primera Meditación trata de engañarnos. Y por algunos momentos, durante el sueño, hace que vivamos una realidad imposible de refutar. Es decir, creemos que estamos viviendo ese hecho, pero al final el genio no puede vencernos porque el sueño no puede superar la realidad. En Inception, el mundo de los sueños es prefabricado: nada más irreal. Si algo hasta el momento es incontrolable, es precisamente el sueño. Tanto en Inception como en Matrix se plantea esa posibilidad: la programación del sueño. En ambos casos programando el cerebro, reviviendo el experimento del cerebro en una cubeta. Y nada más perverso que programar el cerebro. No se trata de aplaudir la imaginación ilimitada y artística de Christopher Nolan, se trata de evidenciar los peligros a los que estamos siendo conducidos. Los guiones no son historias traídas de los cabellos, son ideas que se transforman desde la realidad. Y todos, sin excepción, parten de hechos reales. La imaginación, en efecto, parte de la realidad, de los cuatro estados de la materia que limitan el conocimiento humano. No se nos permite más. ¿Acaso podemos comprender o al menos imaginar los límites del Universo? Programar el cerebro para que viva realidades no naturales es uno de los peligros más aterradores de nuestro futuro; personas sin identidad, sin cuerpo, sin esencia, ajenas y desprovistas de su propia naturaleza. 29
GALERÍA
EL TETRAGRÁMATON
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ientras se hacía los gales recordaba cosas que ya había olvidado hace tiempos o tal vez que siempre supo pero que nunca se hacían realmente presentes, hasta ese momento. Eran recuerdos sin imágenes ni palabras, fugaces y muy antiguos, de los tiempos en que su conciencia vagaba en el cosmos dispersa e inmaculada, muy cerca
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Juan José Rivera
del vetado tetragramaton, que lamentablemente era siempre inalcanzable. Cuando se daba cuenta de esto tenía una sensación fuertísima de nostalgia que le atacaba casi literalmente, como un baldazo de agua fría en la cara mezclado con un escalofrío intenso. Comenzaba en la nuca
y en la columna y le hacía contorsionar su cuerpo para atrás. En ese momento l evaba la abertura de la funda l ena de goma a su boca e inhalaba ávidamente, para volver a recordar, aunque sea por unos minutos más. Así hasta que de mala gana hacía una tregua consigo mismo y se quedaba medio dormido.
Esta rutina le ocurría casi todas las noches a Juancho, y casi siempre en algún parque de la capital. En las mañanas vagaba por la ciudad dando discursos de metafísica y de trascendencia a transeúntes igual de vulgares que él, que le miraban con rotundo asco. Otras veces iba a trabajar en la mecánica de su tío que vivía en un pueblo a las afueras de la ciudad; usaba agua sucia de una lavacara para lavarse las manos de la grasa de motor y se secaba en su camiseta. Como nunca se lavaba la cara, esta había adquirido un tono negro aceitoso. Casi siempre usaba la misma ropa, que le quedaba grande y que le recordaba su pasado (que todavía le era un poco presente) de reguetonero callejero. Alguna que otra vez, cuando ya se había acabado el sueldo que ganaba en la mecánica, le pedía plata o fiaba droga a algún pusher, que ya le conocía, sabiendo que era muy probable que no pudiera pagarle. Su carisma le había salvado muchas veces de una paliza por las deudas, casi siempre l egaba a algún acuerdo con su chulquero. Le ofrecía un favor o un servicio humillante o simplemente apelaba a su compasión. Esto le había funcionado muy bien durante mucho tiempo pero la verdad era que se le estaba acabando la suerte. 31
No fue gran cosa predecir que lo iban a matar pero una noche mientras tomaba cerveza en un prostíbulo, Juancho alardeaba cínicamente de haber tenido un sueño que calificó de premonitorio. Con el estómago l eno de cebada, contaba que se encontraba parado en medio de un bosque de eucaliptos y que el mundo giraba bajo sus pies sin que él caminara. Veía cómo los arboles y el césped se dirigían a él y pasaban rosándole la cara y lo brazos como haciéndole honores. Decía que en ese momento sentía una fuerza sobrenatural, pero que en el fondo sabía que era inmerecida y maligna. Con este poder soberbio se dirigía a hacer atrocidades a personas inocentes, aberraciones que ni siquiera él consideró dignas de ser contadas, y que tenía miedo de recordar. Pasaba así derrochando su fuerza hasta que divisaba a lo lejos, a su derecha, a un ser oscuro de dientes grandes que se le abalanzaba y le atacaba salvajemente dejándole acostado en el suelo, masacrado, pero sin morir.
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Al terminar la narración tomó un largo sorbo de cerveza. Alzó la mirada y vio los ojos de una prostituta que estaba sentada frente a él y que recatadamente se levantó sin decir nada y se dirigió a buscar otro cliente. Juancho vio un poco apenado cómo la señora se alejaba haciendo sonar los tacos en el piso de madera. Para pasar el mal rato, pidió otra cerveza. Pensaba que a fin de cuentas no había ido a ese lugar a buscar mujeres, sino simplemente a pasar el rato. Estuvo en la misma
mesa pidiendo más cervezas hasta que se quedó sin plata y los chulos le comenzaron a ver con mala cara. En ese momento salió del lugar, ya medio borracho, y se dispuso a caminar hasta su casa. El prostíbulo estaba en la mitad de dos pueblos, el de Juancho y otro más, unidos por una carretera vieja y oscura. Al recordar esto, Juancho rellenó un cigarrillo con bazuco y preparó una funda de goma en su bolsillo para poder soportar el largo viaje. Iba caminando lentamente, sedado, con el cerebro entumecido, cuando vio que un hombre con un palo en la mano, que salía de la ventana de un carro con luces de colores, se le acercaba ferozmente. De un segundo a otro sintió cómo se impactaba el palo astillado en su cara desgarrándole la piel y destrozándole el pómulo derecho. Cayó al piso y se quedó mirando el cielo, respirando profundamente. Estaba a punto de perder la conciencia cuando sintió que le amarraban de pies y manos. Todavía seguía adormecido cuando sintió el primer cuchillazo que entró por el costado de su cuello. El dolor le hizo retorcerse a lo que su atacante respondió con nuevos y más violentos cuchillazos. Eventualmente se dejó de mover y lo arrojaron a una acequia a un lado de la carretera. Su cuerpo ya no se movía pero su mente seguía pensando, inquieta y perturbada, tratando de recordar algo que había olvidado hacía muchísimo tiempo, algo que estaba en el comienzo de todo, en el innombrable, en el tetragrámaton.
MASCARILLA: María Belén Gaibor
esPERANZA
“M
ascarilla, arte negro. 1 Km.” es el primer aviso que se observa. Un camino l eno de piedras, polvo en el ambiente y un monumento con figuras de hombres y mujeres campesinos, anuncian que la comunidad de Mascarilla está cerca. La gente es muy amigable y parecería que están acostumbrados a ver extraños visitando su tierra, que se encuentra en el límite entre las provincias de Imbabura y Carchi. Sus habitantes guardan un aire de misterio y sabiduría. Y su entorno real, por supuesto, no deja de mostrar algo de fantasía.
realidad, magia,
y blancas y enormes como huevos prehistóricos”.
Sí, en Mascarilla las casas también son de barro y una que otra de cemento. En Mascarilla, el río también está contaminado, pero por las aguas servidas y los deshechos que bajan de otras comunidades. Fausto, de 27 años, recuerda que cuando era pequeño nadaba en ese río con sus amigos y que ahí las mujeres podían lavar la ropa. Hace años que buscó suerte en la ciudad. Nadie puede disfrutar más de esa diversión porque el agua que una vez fue cristalina hoy es sucia. Por estos días ni siquiera corre el agua porque no ha l ovido. Uno puede percibir que este pueblo es- En Mascarilla, además, también vivía una conde algo de magia. Los mascarillitas no familia con cinco Aurelianos que parecían tienen perros como mascotas, sino cabras puestos all í por García Márquez. Nadie los y, aunque estas son muy destructoras, se ha vuelto a ver y al parecer recogieron sus pasean como amas y señoras por las pertenencias, decidieron probar suerte en calles mientras otras deciden tomar el sol otro lado y desaparecieron. en las veredas. “Macondo era entonces una Entre los sembríos de caña y tomate de aldea de veinte casas de barro y cañabrava con- árbol rondan una que otra alma. Mascarilla struidas a la orilla de un río de aguas diáfanas nos transporta ahora al pueblo fantasma que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas de Comala, al de Pedro Páramo, ese que
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dibujó Juan Rulfo. Y es que resulta que los habitantes dicen que en esta parroquia los muertos andan de paseo porque no se les puede enterrar ahí mismo. No tienen cementerio y cuando alguien muere lo entierran en San Isidro o en el Valle del Chota. Ahora, ante el pedido del Padre Fernández, párroco de la zona, deben levantar uno y la gente está consternada. No saben en qué lugar de su pueblo puede haber espacio para construir un cementerio. Don Gregorio piensa que no es necesario, y sabe que nadie está dispuesto a ceder un poco de tierra para tener un cementerio. Ya es suficiente con los vivos. Además, no le prestan demasiada atención al sacerdote, que ofrece misa los sábados y no los domingos. Tienen una iglesia y asisten a ella para encomendar a su santo la suerte de sus equipos de fútbol. Eso sí, para los mascarillitas primero está el deporte. Los niños sueñan con l egar a convertirse en estrellas de fútbol. Muchos no pueden hablar bien pero están ya pateando una pelota. La cancha está al lado de la iglesia –lo que imposibilita que sea un lugar de recogimiento– y es de tierra. Los jugadores y espectadores ingieren toneladas de polvo, y a veces el árbitro paraliza el juego para que con una manguera y agua se pueda atenuar a ese tercer contrincante. Realizan campeonatos y los rivales son sus vecinos del Valle del Chota con quienes tienen cierta disputa. Los mascarillitas, con algo de resentimiento, aseguran que el primer negro que jugó en la selección 34
ecuatoriana, John Minda, es de Mascarilla y no del Valle del Chota como muchos creen. Yo a ese negro le he visto jugar aquí desde chiquito, dice Don Gregorio. Pero para bien o para mal a Mascarilla y al Chota solo los separa un puente que ya se ha ido al precipicio por más de una ocasión. Cruzarlo es toda una muestra de valentía. Está construido por los mismo habitantes con madera, clavos y cuerdas que actualmente ya están pudriéndose. Hacia abajo solo se ven rocas enormes. En este pueblo, los niños se reúnen para que los adultos les cuenten historias, pero últimamente quienes las cuentan han salido de Mascarilla. La gente se encuentra por las tardes, después del trabajo, para conversar, reír y jugar billar. El tiempo parece no existir, pero la alegría y la esperanza, sí. Don Gregorio, al igual que todos los mascarillitas, espera que nadie venga a perturbar lo que han hecho solos. Empezaron siendo guerreros para después convertirse
en artistas. Han superado los pesares de la pobreza, el polvo, la sequía y los calores agobiantes a pesar del gobierno. Pero a veces parecería que en el fondo anhelaran que alguien los mire. El río no debería perderse entre las rocas, y los niños no deberían salir de su pueblo para tomar un bus que los traslade a una hora de su casa si quieren continuar con sus estudios secundarios. Nadie debería cruzar un puente que a veces parece que está y que otras no. Pero hasta que finalmente alguien los mire, la gente se aglutina en la cancha de fútbol: felices van a los puestos en donde se están asando maduros con queso y todos gritan y ríen. De repente, todos callan. El partido ha comenzado y hoy se enfrentan los Tigres del Chota contra los Dos Acequias de Mascarilla.
“Creo
que si uno sabe mirar, lo cotidiano puede ser de veras extraordinario”.
Gabriel García Márquez
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la resistencia
"Mientras mi madre quedaba detenida allí, inmóvil, no pudiendo retener a su hijo, no queriéndolo hacer, yo, sordo a la pequeñez de su reclamo, corría ya tras mis afiebradas utopías, creyendo que al hacerlo cumplía con mi vocación más profunda".
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Ernest o Sabat o
info@ache.ec http://www.ache.ec Impresi贸n: Docucentro Xerox Impreso en Quito-Ecuador Junio, 2011